Rafael de Riego y la saga del abuelo perdido


Y una tortola cantaba en un almendro,
y en su cante decía ¡viva mi dueño!
Camarón de la Isla


No reniego de mi memoria. Al contrario, soy lo que soy gracias a ella. Y en lo que seré, habrá mucho de lo que he sido y de lo que soy, no importa en qué latitud esté.

Cuando me yergo sobre la tierra, ésta se convierte en un punto sobre el cual me gusta balancearme sobre la punta de un pie. Sobre un átomo en el que palpita el mundo, un mundo enorme, prolífero, donde las cosas y los seres echan sus raíces como cordones umbilicales tirando de una misma placenta. Placenta de barrilete, de río, o de retama, pero placenta al fin.

A veces soy una emoción autista bajando por una Thyssen con destino a Moncloa. O una quema fallera disparando fotos sobre la Pedrera. Otras, soy la memoria de un territorio de alazanes salvajes, de novillos macisos, de sauces centenarios, que me señalan esa gran boca hambrienta de campo donde me crié, bajo un viejo ombú desplomado sobre una ermita.

Pero a veces -sólo a veces- prefiero las distancias y las incertidumbres. Absorbo las sensaciones que me dejan las palabras con hambre de letras y de formas, con apetito de espacio, un espacio que también es mito y paradoja, algo amado desde la inconciencia y reconocido con la clarividencia de la sangre. Sin embargo, el día en que necesite ponerle un nombre a mis puertos, empezaré a preocuparme. A mí me gustan los destinos imprevistos.

Crucé el mundo en un boing, cuando la noche era un agujero sin luz a la altura de África. Luego se encendieron las constelaciones y me pareció imposible que pudieran brillar así, tantas millas allá abajo. ¿Puede ser tan enorme una diadema?

Ay Constela, ay Carmela.

Supe que era España por las luces. Aquellos espigones iluminados -si es que lo eran- docenas de radiales sobre una lengua oscura e inmensa, al alba, sobre el mar, me dejaron un recuerdo imborrable. Dentro de una avión la percepción del mundo queda reducida a una aséptica cápsula de fibra y la humanidad al número de quinientas cabezas inclinadas sobre un libro. Crees que el mar es cielo y el cielo agua; y ya no te extraña que la paloma de Alberti se haya equivocado.

La llegada de don Álvaro Ibargúren al puerto de Buenos Aires, mi abuelo materno, fue muy diferente. Él llegó a la Argentina en un barco de vapor. Todos se preguntaban por qué el abuelo nunca se quitaba la boina, ya que tenía una mata de pelo preciosa con unos rizos plateados casi tan brillantes como las diademas que ví desde el avión. El viejo se pasó la vida inclinado sobre una huerta, ofreciendo su espalda a la casa de estuco que se mantenía milagrosamente en pie, como él, en latitud sur al gran río y al viejo continente. Latitud patente, exacta e ineludible la de aquella casona de tejado a dos aguas, cercada por un seto amorosamente cortado, un seto que era también frontera inadecuada aunque precisa para el mundo de afuera, un mundo al que don Álvaro le volvía la espalda, para inclinarse sobre la tierra germinante, algo que siempre reconoció como suyo con la pasión neolítica de los espíritus sencillos.

Don Álvaro nunca renegó de su memoria histórica. Al contrario, fue lo que fue gracias a ella. Sólo un pacífico agricultor que siempre hablaba de su Álava natal con la familiaridad de quien habla de su primo el del pueblo. Como si el pueblo estuviera a dos horas, y no a cuarenta días de incertidumbre y quién sabe cuántas cosas más que nunca sabremos, en un barco a vapor. En lo que fue, hubo mucho de lo que había sido aquí, de lo que fue después ya al otro lado del mundo, y de lo que sería más tarde a través de mí. Sin importar su latitud.

El abuelo don J.A.Z (siglas de fantasía), indiano, muerto por los falangistas en 1937. Hasta donde yo sé, sus restos reposaban en algún lugar de puerto La Espina, en Asturias. Aunque él nunca llegó a emigrar, sus hijos varones fueron enviados a América por su viuda, doña Amparo, a quien conocí en Boal con casi un centener de años. En Argentina, sus hijos trabajaron en lo que podían, se casaron, tuvieron descendencia (uno de ellos fue mi marido), levantaron una casa, montaron su empresa, y aún viven allí.

Yo conozco La Espina. Es un puerto de montaña hasta arriba de bosques, en cuyas hondonadas podría muy bien esconderse un ejército entero. El único testimonio vivo cuando llegamos a Tuña -una aldea de no más 500 habitantes en el consejo de Tineo- era el por entonces presidente honorario del Ateneo Republicano, y cuya hija, diputada por el PSOE, nos invitó a cenar en su casa, de forma totalmente espontánea y haciendo gala de una hospitalidad que jamás olvidaré, hace ya más de siete años. Él nos contó como, ya acabada la Guerra Civil, J.A.Z fue arrastrado fuera de su casa en vísperas de Semana Santa y fusilado junto con otro grupo de civiles, antes de ser enterrado en puerto La Espina en una fosa común que cubrieron con cal viva. El testimonio lo recoge de un viejo conocido que en el momento del relato había fallecido, y parece ser que a éste “se lo contaron”.

¿Quién se lo contó? En cualquier caso, quien se lo haya contado, tuvo que ver algo. ¿Por qué nadie, o muy pocos, querían hablar de J.A.Z cuando estuvimos en Tuña? La respuesta es el silencio.

Cabe preguntarse por qué J, habiendo nacido en Tineo, decidiera mudarse a más de 100 km para montar una tienda de telas, siendo que tenía una preciosa casa de indianos en Boal. “Quizá la tienda haya sido sólo una coartada”, decía muy atinadamente mi compañero. Y si tomamos en cuenta que estamos hablando del año 36 y por entonces no habían coches de 300 caballos ni autobuses tan veloces como los de hoy en día, la pregunta es razonable. Además, hay un detalle que llama poderosamente la atención, y es el hecho de que en Tuña hubiera nacido Rafael de Riego, mentor de la Primera República e inspirador del llamado “Himno de Riego”. Se sabe que Rafael de Riego fue masón y gran amigo del general José de San Martín, el “libertador de América” (también masón, como lo fueron la mayoría de los fundadores de las naciones americanas, incluído el propio George Washington), y se cree que su aporte fue de vital importancia para la liberación de las Colonias.

Un hecho que resulta curioso, y en extremo paradógico, es que yo haya nacido a sólo doscientos metros de una calle que, mucho antes de que mi padre comprara su terreno y construyera allí la casa que acabamos de vender en Argentina, alguien decidiera bautizarla con el nombre de Rafael de Riego. Por muy absurdo que parezca, al llegar a Tuña honré su estatua.

J.A.Z vivió en Cuba unos años y al regresar a España construyó una preciosa casa de indianos -Villa Portulaguete- en una localidad vecina a Boal llamada Armal, en la costa occidental de Asturias. Yo llegué a pasar una noche entera en esa casa plagada de fantasmas que, como las ratas, hacían crujir las paredes como si fueran de papel. Recuerdo claramente sus muebles de castaño y sus pesados cortinajes de terciopelo verde bordados en hilos de oro, y los techos pintados a mano al estilo art noveau. Cuando estuve allí, y en presencia de los primos de mi marido, se me ocurrió abrir las ventanas del salón -que por su aspecto llevaban cerradas largos años, ya que las únicas partes de la casa que habían sido reformadas, sin ningún estilo, y sólo para ser usadas cuando llegaba la visita de Argentina, eran el baño y la cocina- y arañas grandes como las yemas de un dedo empezaron a circular de una punta a la otra de las cornisas, con el paso vacilante de un durmiente que acaba de ser despertado. Aplastadas por el peso de las ventanas. Desmemoriadas.

El cuarto de las telas no es más que una pequeña habitación del piso alto con una diminuta ventanuca que dá a la sierra de Penouta; sin embargo, estar allí resulta todo cuanto menos que inquietante. Para empezar, es un sitio que parece no haber sido tocado en por lo menos unos cincuenta años. Y no exagero, si se piensa que cuando intentamos levantar una de los bobinas de tela -el mejor príncipe de Gales que he visto jamás, sobre todo por su resistencia al paso del tiempo, y a las ratas- la bovina que estaba debajo quedó marcada por una gruesa capa de polvo y telas de araña. A mi compañero le dio por explorar los cajones de una vieja cómoda, y encontró un manual de costura, papeles mordidos por los roedores, gran cantidad de hilos y medallitas de latón.

De forma sorpresiva, dentro del forro del manual encontramos una carta. No recuerdo exactamente el texto, pero se trata de una carta anónima escrita a mano y en forma de poema de intención claramente difamatoria, dedicado a las dos hermanas de J, que eran maestras. Además -y lo que resulta más escalofriante- encontramos una carta mimeografeada en tinta roja donde alguien parece amenazarle por un préstamo de dinero. Más que una amenaza, la carta era una promesa.

Sea como sea y por lo que sea, el caso es que J.A.Z, indiano, padre de varios hijos, comerciante, anti-clerical, y por supuesto, republicano, ya no está aquí para contarlo. Dudo que a estas alturas quede alguien vivo que pueda hablar por él. Sus restos reposan en alguna parte de puerto La Espina, nutriendo las raíces de algún bosque nuevo. Su nombre, como el de muchos, figura en el larguísimo listado de todos los nombres.


Nunca sabremos lo que hubiera sido de él de haber sobrevivido; sin embargo sabemos que aunque ya no sea, mucho de lo que habría sido sobrevive en aquellos que saben quienes son porque no olvidan su memoria.

Comentarios

Llevo toda la tarde entrando por las puertas de tu mundo, y estoy agotado, pero feliz también. Me atrae profundamente la manera -tan sabia- de comunicar tus experiencias vitales bajo los correajes de una literatura que, afortunadamente, las hace menos tuyas y más de todos. La mía, en este terreno de la memoria, es demasiado compleja -por dual- como para contarla a vuela pluma, pero tal vez eso me haya permitido vislumbrar aquel tiempo de dolor como el tiempo de una generación nefasta que albergó la idea de que merecía la pena el asesinato si con ello podía cambiarse el mundo en una o en otra dirección. Lo comentaba el otro día con Julia Bel, la joven autora de la única obra teatro que se ha representado sobre las 13 rosas, y de la que he hablado en algun lugar del blog. Le dije que, en realidad, lo heroico fue ser hijo de la tercera España. Pero fueron tan pocos...ay...en fin, descanso, necesito descansar...

Un abrazo
El Toro de Barro

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