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Mar del Plata (II)

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Era necesario entonces organizar una villa cuya inutilidad económica y dificultades de acceso la convirtieran en algo exclusivo. Carlos Bozzi, Mar del Plata: ¿cien años de una ciudad sin futuro? Una reminiscencia amable: el albor de una tarde de domingo, siendo ya Año Nuevo. En la mesa de la cocina todavia hay restos del festín. Mientras los hombres se acuestan a una siesta, mamá, la abuela y las tías comienzan a lavar los platos. Se hace todo muy sigilosamente, en un silencio casi reflexivo, como resignado, de final de fiesta. En el patio, la burbuja envolvente del sol invita a echarse una caminata por el barrio. Cuatro de la tarde, hora de siesta. Mamá me toma de la mano, su piel huele a colonia y a pan de jabón. Mi abuela va despacio, tocándose el broche toledano que lleva en la solapa de la blusa, lado izquierdo. A mi derecha va un niño canijo sacando mandibula con un gesto perruno. En el trayecto ha improvisado un bastón con una rama de acacia, y pretende ha

Séptimo cielo (o delirio subterráneo)

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… y Dios creó el séptimo cielo, diciendo: “dejad que entren todos”. E hizo que fuese vigilado por la puta y el avión. Patti Smith El apóstol Armstrong miraba la Tierra desde su puerto lunar y soltó un versículo memorable: “¡Vaya! ¡Tan grande que parece desde adentro y desde aquí no es más que una canica!”. En La guerra del fuego , de Jean-Jaqces Annaud, unos neandertales son atacados por una tribu hostil. Mientras huyen, el chamán pierde el fuego y la pequeña comunidad se ve obligada a enviar un comando de hombres jóvenes en busca de ese bien precioso que han heredado, y que no saben cómo producir. Durante su periplo en una tierra que desconocen, nuestros héroes están a punto de palmarla en varias ocasiones. Pasan hambre, miedo y soledad, se enfrentan a bestias salvajes, son capturados por enemigos, consiguen escapar y uno de ellos -el más apto- tiene tiempo incluso para enamorarse. Aunque en la película el fuego llega con el amor -en una analogía maravillosa será s

Mar del Plata (I)

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Tomé la costa de este Río de la Plata en la mano, unas veces a la vista de la costa, y otras metiendome cinco o seis leguas tierra adentro. Fui a dar a la costa del mar del norte, de sesenta leguas del puerto de Buenos Aires. (Juan de Garay, 1540) Trato de imaginarme cómo debía ser la pradera antes de que se pusiera el primer ladrillo. Cuentan que la playa estaba llena de lobos marinos, y que los indios usaban el cuero para hacer alforjas y venderlas en Buenos Aires. Cuentan que el viento era fuerte, y que ya desde el primer momento se supo que la costa iba a dar bonanza. Llegaron los jesuitas con su plan de ajuste ideológico. Aunque intentaron reducir a los indios, asegura el padre Cardiel que estos resultaron ser inconvertibles. Las tribus de pampas y serranos venían criando ganado nómade desde tiempos inmemoriales, antes de que llegaran los invasores. Cuando no se pudo reducir o esclavizar, hubo que negociar. Las reducciones jesuíticas fueron saqueadas, quemadas y fina

En la boca del diablo

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A la memoria de Lucas Menghini Rey y de las víctimas de la tragedia en Once. Dedicado también a los activistas de todo el mundo que luchan por los bienes de la Tierra. La mujer del pantalón de fajina se tumba en medio de la ruta resuelta a cortar el paso a los camiones. No hace nada, no se mueve, pero se retuerce y se mueve, lucha. Igual la sacan. Ciego de rabia -o de miedo- un ezbirro de la Barrick Gold se arrebata delante la prensa. Levantan a la mujer entre dos hombres y la dejan a un costado de la ruta como un fardo. Ella se levanta y vuelve a tumbarse delante de los camiones. Los hombres vuelven a sacarla. Mujer de pelo largo con pantalón de fajina. En El Dorado el agua vale más que el oro. Esto no es una epifanía revolucionaria, aquí se lucha por el agua. Los restos de una mina abandonada en la provincia de San Juan, Argentina, allá por el 46. Un viejo ingeniero de piel oscura se pasea tristemente por los restos de un cenagal de agua y azufre: “Ácido sulfúrico”

De gayegos y de argentos

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Los españoles trajeron la Biblia y se llevaron el calefón. Pero vino un argentino, y con tres cartones, cuatro chapas y un par de alambres armó un artefacto similar. No sólo funcionaba como un calefón, sino que además lo vendió al doble de precio y montó una empresa de calefones. Con la Biblia pasó algo parecido. Cuentan que alguien la dejó en un rincón y cuando por fin se acordaron de que estaba ahí se la encontraron apolillada. El papel se caía a pedazos, nada más que un montón de polvo. Pero vino el mismo argentino de antes (o por ahí era otro, no sé) y le mandó un remiendo sobre el carácter irrenunciable de la única ley nacional: el que tiene guita hace lo que quiere. Ergo, todas las demás leyes son canjeables. Lamentablemente he perdido la costumbre de que me tomen el pelo. Había olvidado que la tomadura de pelo a la argentina puede ser brutal. Como había olvidado también que en Argentina, a los españoles -gayegos, gaitas-, se les desprecia tanto como se nos desprecia