El harakiri vertiginoso de Kurt Cobain
Me encanta la música. Me crié en
una familia donde era moneda corriente: mi padre era director de coros y mi
madre soprano lírica, así que crecí entre tenores italianos, viejos vinilos,
tertulias crepusculares y acordeones. Como diría Fito Páez, para mí la música
es “parte del aire”. Siempre que entres en mi casa estará sonando algún disco:
desde Luciano Pavarotti a Wendy O. Williams, todo depende de mi estado de
ánimo.
Hace poco leí que Aristóteles sostenía que la utilización de matracas sirve
como puerta de escape de energía para los niños con carácter destructivo.
Parece que el punk es algo más antiguo de lo que pensábamos. Ya sabía yo que no
era sólo una forma musical sino un estado del ser. Habría que ver con que se
animaba Nietzche durante su famoso despertar místico. ¿Habrá sido un melómano,
como yo, que busco música hasta debajo de las baldosas?¿O preferiría, quizá, el
silencio?
Me pregunto qué pensaría de todo esto Kurt Cobain.
Cuando estaba en Argentina, Nirvana no era santo de mi devoción. Para mí era
sólo ruido de fondo. Un muro de sonido incomprensible y monótono, de a ratos
destemplado, salvaje -mal hecho- como de niño, y no había quien me convenciera
de que fuera bueno.
Me acuerdo perfectamente del día en que la prensa convirtió su muerte en una
performance de proporciones planetarias. Yo estudiaba Bellas Artes y me pareció
que en la escuela mucha gente andaba de luto. Muchos años después, estando ya
en Madrid, viajaba yo en un autobus y escuché por la radio un tío cantando una
canción de David Bowie, pero lo que me llamó la atención no fue la canción sino
la voz. Era como escuchar a Bob Dylan cien años después de su primer concierto
y cantando como si fuera su última vez. Jamás había escuchado una voz tan llena
de rabia y a la vez tan herida. El tipo empuñaba su voz como si fuera un arma
arrojadiza. Era Kurt Cobain. ¿Por qué nunca le había prestado atención?
its better to burn out than to fade away (mejor quemarse que
apagarse lentamente). He aquí la frase que dio la vuelta al mundo en
ochenta días. 60 pibes se mataron detrás de él en las siguientes semanas.
Vicky, una amiga americana (que hace tiempo me pasó el primer disco de Nirvana,
aquel que lleva el nombre de una comida para gatos) me dijo que la famosa frase
pertenecía a una vieja canción de Neil Young (Hey hey, my my, el rock and roll
vivirá para siempre, mejor quemarse que apagarse lentamente), pero al leer la
carta comprendes que Cobain hizo una apropiación, sacando ese verso de su
contexto y adaptándolo al suyo tan brillantemente, que tiene más sentido en su
nota que en la canción de Neil Young. Sólo hay dos formas de morir por mano
propia, y él eligió la vía rápida. El harakiri vertiginoso.
Hace tiempo estaba yo en Barcelona y un amigo me soltó una confesión de ésas
que tienen que ver con la infancia y hacen que te eches a temblar: “Acabé
entendiendo que cuando las caricias escasean es mejor aullar para que te oigan,
y por lo menos así te darán un bofetón. Eso, mejor que nada.” Mientras lo
decía, sonaba Pennyroyal Tea como telón de fondo, y no era que
el tío quisiera hacerse el lastimero. Simplemente le apetecía contármelo. “Es
el otro lado de la vida”, me dijo, “lo que no se cuenta a nadie, lo que no se
habla en la mesa, lo que no le cuentas a tus amigos cuando vas de cañas, lo que
no se publica en los libros, ni se comenta en la tele”.
Seaned O’Connor hizo una etérea versión de All apologies donde
despoja a la canción de su indumentaria rockera y la deja al desnudo, tal como
es: una melodía sencilla, hipnótica, casi como una ronda infantil. O una nana,
que es lo que muy en el fondo es. Siempre he pensado que Nirvana no era más que
eso: una banda que tocaba canciones sencillas. Rondas infantiles escritas con
la rabia de un niño roto.
Dicen los expertos (¿habrá alguno?) que Nevermind no es el
mejor disco de Nirvana. Comparto. Yo prefiero From the muddy banks of
the Wishkah porque fue el primero que escuché y además es una
recopilación de sus mejores directos. Y en los directos sale como sale, no
puedes volver a repetir. Son emociones en estado puro. Sin embargo el Nevermind
resulta ser el más significativo, ya que contiene -y esto no es mío sino de
Ricardo Mollo, muy interesante lo suyo- el hit que pudo haber matado a su
propio autor. Una canción con patas y asesina. Como los oscuros personajes de
Ernesto Sábato, que ya en el alumbramiento se le van de las manos y le dejan
esa cara de triste.Era obvio que en Argentina no me llamara la atención: cuando
estaba allí yo no sabía lo que era la indiferencia social -que a la larga
termina convirtiéndose en alienación personal y colectiva- en cambio aquí, esa
sóla palabra, nevermind (noimporta), era justo el catalizador
que yo estaba necesitando para darle la forma musical exacta a mi enorme,
ominosa, potente, morrocotuda desilusión. Como Nirvana, me deslizaba
ostensiblemente hacia el desastre.
Tuvo que pasar mucha agua bajo el puente, supongo, para que un chaval de
veintipocos, gringo además e hiperaburrido de la herencia facista de un Ronald
Reagan (promotor, entre otras cosas, de dictaduras latinoamericanas) llegara a
la muy sabia conclusión de que no podría inventarse nada nuevo en un mundo que
nos pensó el futuro antes de que pudiéramos imaginarlo. Y yo sólo lo comprendí
cuando llegué aquí.
Y feel stupid, and contagious…
En mi opinión, nunca hubo en el rock un grito que denunciara la legitimización de la estupidez humana tan bien como el suyo.
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