Rey en su laberinto



El Rey sabía que no era fácil encontrar la ruta. Que la memoria es como un guiñapo olvidado en el fondo de un revuelto armario con el cual tropiezas el día de la limpieza. Sabía que si se metía en la ruta de los guijarros imaginarios de la memoria, ahí estaban los cuentos, los bares de muros encalados, las mujeres comprando tortilla a los críos y la eterna campana de hierro repicando a cada hora tres campanadas secas. “Estoy paseándome por dentro del cuento”, le confesó al bufón un día. Un cuento donde no era rey ni criado, y donde tenía un ridículo dosel hecho de alambre y pilas de papel de diario, una cascada artificial brotando de un muro cargado de pintadas, y una muchedumbre de mentiras, rutinas e indiferencias que, por cierto, no vienen a cuento.
Se guardó de añadir que le exasperaba echar de menos a la gente que amaba, y de tener que admitirlo. De ser duro, y de estar hasta las narices de explicar las razones por las cuales no creía que tuviera que dar una explicación. De ser amorosamente egoísta, y en ocasiones, de amar con avaricia, de no poder con ello, y de quererlo sólo por la alegría genésica de la piel, de ansiarla con pasión, de no quererla, de querer estar solo, deslumbrado, de restregarse en esa piel como un cachorro en una axila, temeroso, sofocado, soñando con niñas como medusas envueltas en algodón de azúcar; de obstinarse en ser impasible, insentimental, convulsivo: una presa de chacal. La estrella del trapecio. Un criado en el sillón del Rey. Alguien capaz de montar una fiesta fabulosa y estropearlo todo al momento siguiente, de escribir docenas de cartas que nunca serían enviadas, de leerlas y releerlas hasta el hartazgo, de hacerlas papilla, de machacarlas, de hacinarlas, de convertirlas en origamis.

El bufón suspiró. Estaba claro que el Rey era un asunto delicado, y quizá las palabras no tuvieran ningún sentido para él. Quizá su dolor fuera sólo una pantomima, una cacería disfrazada bajo la máscara del abatimiento. Quizá el dolor hubiera desaparecido, y sólo quedara la frágil osamenta de lo que en otro tiempo había sido un dolor verdadero, desintoxicado, y hasta saludable. Asimismo, el Rey llevaba tanto tiempo atascado en la herida que ya no la sentía. Durante años la había convertido en domicilio fijo, en el lugar de residencia adonde iban a buscarle los conocidos, y donde más tarde, le iría a buscar el mundo entero, ése que le saltaba encima como un gato salvaje, que le celebraba con ojos idiotas, con aullidos de alabanza, dispuesto a cotizar sus compulsiones al fabuloso precio de la insensatez, para encontrarle en la impronta de lo que alguna vez había sido una herida verdadera. En la callosidad que dejan los cortes profundos que ya no sangran, ni duelen.
El bufón también solía encontrarle allí, aletargado en una tumbona de lujo, con sus gatos y sus cobayas y sus cortinas de abalorios, inmóvil como un cromo, soltando opiniones en las que no creía y callando otras en las que sí, porque las opiniones -como los discursos y sus significados- habían dejado de importarle hacía mucho, y ya no le producían ninguna emoción. Sus emociones habían sido reemplazadas por necesidades urgentes. Sus urgencias, cubiertas por químicos. Sus amigos, reemplazados por artefactos. Así que últimamente sólo se quedaba muy quieto dejando que la prensa disparara contra él, respondía que sí a todo lo que había que responder que sí y respondía que no a todo lo que había que responder que no. Cuando quieres largarte todo te importa un carajo, y él ya había meditado todas las alternativas posibles descartando todas las que consideraba imposibles. ¿Qué hacer, pues?
Al principio, el bufón guardó silencio. Sabía que, ante el menor comentario, el Rey le hubiera respondido con el brutal escepticismo de quienes navegan en las oscuras bajamares de las almas viejas. No era como los otros, que eran pobres y siempre estaban solos. A él lo amaba medio planeta y tenía a su disposición todos los amaneceres del mundo. Era perfectamente conciente de su deficiencia, se mofaba de su propia fragilidad, y llevaba claro que sus limitaciones le dejaban una cierta grandeza. El resto, formaba parte del pasado, de otra vida. Una vida vivida por otro, y no por él.
Aún así y tras un largo silencio respetuoso, se atrevió a decir:
- Si vuesa Majestad me lo permite, este humilde servidor opina que, muchas veces, el éxito se opone a la fortuna.
La cabeza del bufón se exhibe hoy en día en el Museo de Historia del reino de Magog. La expresión de su rostro es la de un hombre afortunado.





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