La queja
La foto de arriba es de Tracey Emin (1963), segunda
artista inglesa más famosa después de Damien Hirst, y representante de la Young British Artists. En 1999 ganó el
premio Turner por su instalación My bed,
que se expuso en la Tate de Londres. Tracey se apunta al llamado Arte
confesional, ya que toda su obra es autorreferencial, y ella misma reconoce
tener una adicción a su propio ego. La obra My bed consiste en la exposición en
crudo de su propia cama deshecha, con las sábanas sucias y manchadas de humores
de todo tipo, mientras en el suelo y sobre una alfombra azul se ven todo tipo
de objetos y detritos, que incluyen paquetes de cigarros, colillas, botellas,
juguetes, bombachas sucias, cajas de medicamentos, e incluso preservativos y
tampones usados.
El mercado del arte, que sabe bien cómo jugar sus cartas,
halló una buena oportunidad de negocio para esta ya harto conocida combinación
de morbo y excentricidad, y compró la obra por 100.000 libras (aunque fue
pasando de comprador en comprador y hoy día cuesta más de 2 millones de euros).
Emin, que se confiesa alcohólica y una transgresora por naturaleza, se hace
funcional al sistema que la acoge proclamando una libertad en la que me cuesta
mucho creer.
La imagen congelada de una cama llena de detritos puesta
en medio de una galería blanca, impoluta, me hace pensar en Tracey Emin como en
una piquetera de su propio dolor. Un dolor encapsulado que nunca llega a ser
reconocido del todo por ella misma -porque siempre estarán el alcohol y la
droga para mantenerlo a raya-; y sobornado por la ilusión de residir en el
pináculo del éxito.
El caso de Emin es uno de los tantos que siempre me han
fascinado: el de la sordidez expuesta como "obra de arte", y que en
vez de ser calmada y atendida, es aplaudida. Gente que muestra lo peor de sí
misma, lo más triste de su intimidad y sus miserias, y el mercado del arte lo
recoge como un ejemplo de avant garde.
La misma obra, en la habitación de su casa, no sería más que la cama de una
mujer con un problema. O varios. En la Tate de Londres es una obra de arte.
No quisiera sonar reaccionaria por esto, sólo pretendía
extrapolarlo con otra situación. Y tiene que ver con la foto de abajo. Se trata
de un montón de basura quemada, o quemándose junto a un contenedor, en las
inmediaciones de la Municipalidad de General Pueyrredón, el 18 de diciembre e 2017 durante la manifestación contra la represión en Congreso. Créanme que nunca me
había puesto a pensar en esto hasta que recordé a Tracy Emin y su basura
particular en la Tate.
Si en el caso de Emin la cama deshecha y llena de basura
podría ser la expresión simbólica de una desorganización desde la cual
exterioriza su subjetividad, la basura volcada del contenedor también estaría
funcionando como expresión simbólica -sin ninguna intención artística esta vez-
pero no de una subjetividad, sino de toda una comunidad. El resultado de dicha
expresión, llamada piquete, es de un vigor arrollador, y tiene una potencia
comunicativa aplastante. Quienes no se implican en el dolor que la promueve no
llegan a comprenderla. Así como Tracey Emin parece decir: "Estoy jodida y quiero que todo el mundo lo vea"; el
piquete de la foto parece estar denunciando que lo que hay dentro del envase
(un contenedor de la Municipalidad) es basura, y por lo tanto hay que quemarlo.
O dicho de una manera más explícita: si la institución está llena de basura, no
es que haya que quemar (simbólicamente) la institución, sino a quienes la
representan. El piquete no será una instalación -ni tampoco lo pretende-, sin
embargo, posee un mensaje político obvio que perdería todo sentido colocado,
por ejemplo, en una sala del Museo MAR. Así que está donde tiene que estar, y
es donde adquiere sentido: en el espacio público, para expresión de una queja
colectiva.
El piquete callejero, la mancha olorosa de caucho quemado
y basura en descomposición, no es funcional al sistema y se ha vuelto un
distintivo de protesta anticapitalista. Tiene mucho sentido en sí mismo, porque
representa las necesidades de una comunidad que sufre.
Y ahora se me ocurre una idea todavía más bizarra, si se
me permite: estoy segura de que si algún artista, avalado/a por algún crítico
extranjero, o acaso por funcionarios de cultura oficialistas, tuviera la
ocurrencia de quemar un montón de basura en una sala del Museo Nacional de
Bellas Artes, la muestra se presentaría sin dificultad (dentro de una cápsula
de vidrio, por supuesto, no vaya a ser que moleste el olor) y sin gendarmes.
Tendrían que fundamentarla, desde luego. Pero si Tracey pudo, ¿por qué no iba a
poder nuestro hipotético artista? ¿Qué daño podría hacer un montón de basura
dentro de una sala que luego limpiarán unos paraguayos tercerizados? En última
instancia, la diferencia entre el piquete callejero y el piquete teatralizado
dentro de un museo, es la misma diferencia que existe entre una mariposa
volando libremente, y una mariposa muerta pinchada con alfileres a un tergopol
de lujo. Más o menos como Tracey Emin.