El sueño de los machos es inversamente proporcional a la naturaleza,
donde el óvulo siempre es uno y los espermatozoides, multitud... Sin embargo,
algunas mujeres son capaces de dejarse el pellejo con tal de cumplirles el
sueño de la conejita a pedido.
-Susu Madrigal
Siempre te creiste la niña bonita. Ya de piba te gustaba que
te miraran y andabas loca por los pibes más grandes, a los que provocabas
dejándote crecer el pelo hasta la cola para echárselo en la cara cuando te
vieran pasar. Ahí va la morocha, con su minifalda mítica. Trece años que
parecían como quince. A los doce te encerraste en el baño frente al espejo que
rompió tu papá cuando supo que tu mamá iba a dejarlo, y te probaste la ropa que
ella nunca se llevó. Ajustaste todas sus polleras a la curva de tu cintura y
las hiciste coser por la modista, que te cobró un ojo de la cara porque tenían
que parecerse a los modelos de marca que venden en el centro. La plata se la
robaste a tu papá y con gusto, que se joda por haberle pegado... Después te las
pusiste para ir al colegio y empezaste a practicar el paso. Te matabas haciendo
la gimnasia que sirve para sacar la cola, y como no tenías plata para las
mancuernas, agarraste los libros de mate y comenzaste a entrenar en casa,
viendo la tele boca abajo. El primer sueño crecía en proporción a tu cifosis.
Con el segundo meditaste que ibas a necesitar un dineral,
entonces te pusiste a trabajar en el verano para comprarte unas lolas. No te
importó que te explotaran por ser menor, vos tenías el sueño fijo de las lolas.
Estabas dispuesta a trabajar todos los veranos con tal de conseguir tus tetas
nuevas, ésas que cuando te ponés una musculosa quedan ligeramente juntitas
-pero no del todo, las que se juntan mucho es porque caen, y si caen no son
perfectas-; y dan acceso a otro tipo de vida, son un pasaporte al futuro. Unas
tetas como ésas vienen con un pan bajo el brazo y un pelotudo con un auto
importado. Pero los pelotudos duran poco, así que mejor pensar en la
independencia que pueden dar unas tetas como ésas, que abren puertas, pagan
birras, entran en barrios privados, compran viajes, sobornan patovicas… ganan
castings. Las tetas le dieron un sentido a tu vida cuando no había nada más en
que pensar. Eran más lindas que el espejo roto que tu papá nunca va a cambiar e
iban a comprarte un baño como esos que se ven en Gran Hermano, y que nadie
tiene en la vida real. Bueno, nadie que no tenga unas lolas nuevas, como vos.
La niña bonita. Un fideo, decían en casa, riendo, y vos te
enderezabas y te ponías brava: cuando sea grande voy a ser vedette. Hiciste de
cuenta que nunca hubo nariz de morrón, mentón demasiado largo y ojos demasiado
chicos. Te compraste una buena pinza y suavizaste la curva violenta de tus
cejas, hasta dejarlas como un hilito. Estabas tan convencida de que eras linda,
linda desde siempre, linda para siempre, linda desde que te miraste por primera
vez al espejo y te sonreíste y te adoraste y miraste a tu papá como diciéndole:
¿viste que linda que soy?, y él se quedó ahí parado con cara de mayordomo,
adorándote y aborreciéndote al mismo tiempo… que acabaste convirtiendo tu
extraña belleza en un arma de seducción. Había que ver los aires que te dabas
delante de los pibes, y también con las pibas, porque te querías tan ferozmente
que a nadie se le hubiera ocurrido la idea de que fueras fea… ¡si sabías contonearte
desde que ibas al jardín!
Tu primera víctima fue una nena a la que le quitarle la
hamaca de un empujón, y la segunda un párvulo incauto al que engatusaste para
que te hamaque. Después de eso en tu casa se dieron cuenta de que la nena
siempre hace lo que quiere, entonces te dejaban hacer, divertidos y abrumados.
Acorralabas a tu papá para que te comprara cualquier cosa, en caso contrario te
ponías a chillar dando patadas contra la guantera. Porque la nena es divina, no
se le puede decir que no… la nena sabe muy lo que quiere. La nena es linda, qué
linda que es la nena. En la escuela pasaba lo mismo, pero en segundo grado se
te complicó -la maestra era una monja- y optaste por andar todo el día
pisándole los talones con cara de cordera degollada, caminando en puntas de pie
y las manitas delante del pecho, como un conejo. La monja acabó cediendo a tus
extorsiones, agobiada, quizá, por la inconfesable repugnancia que le provocaste
desde el principo por tu tendencia innata a la alcahuetería y la seducción.
Viendo que funcionaba, seguiste.
Cuando te vino la menarca te pasaste al segundo piso, con
"las grandes". Fue automático. Querías que te contaran los secretos,
que te llevaran a comprarte bombachas de mujer, que te filtraran de contrabando
en los boliches después de la previa. Les copiaste los gestos y el habla, y te
aprendiste todo tan rápido que no dudaron en aceptarte entre ellas como un
animalito amaestrado que las divertía y admiraba. Como una muñequita fea que
promete ser linda si la arreglan, un juguete vanidoso. En cuestión de semanas
tu aspecto se transformó. Te soltaste el pelo (que sólo recogías en la entrada
del colegio, la media cola descuidada que exuda el aroma frutal del champú), te
pusiste una mechas rojizas en la base de la nuca, te pintaste las pestañas y te
tiraste semanas ensayando la mirada del bombón asesino frente al espejo del
placard. Después te sacaste a la calle con el pelo nuevo y la nueva mirada y
viendo que funcionaba con los pibes, y también con los viejos, te subiste al carro
de las lolas nuevas. Ochenta es poco, te dijeron las chicas, y un fideo sin
tetas como que no garpa… ¡hacéte unas! Así que te largaste. Dejaste de comer
carne, si total… ¡para qué!, y tallarines porque engordan, y el chicle porque
arruina los dientes y es de pendejos. Si una sueña con ser famosa tiene que
cuidarse la dentadura. Por instinto sabías que tener buenos dientes y ser un
fideo te iba a rendir. O quizá no haya sido por instinto, no… sino porque lo
venías viendo en la tele desde que se fue tu mamá: me pongo un poco atrás, otro
poco arriba y yastá, pensabas la noche en que él le pegó, haciendo pedazos el
espejo del baño.
Y te agarraste a ese pensamiento con toda tu alma.
A los quince años te subiste al coche de uno de veintiseis
que te llevó a brillar por Puerto Madero a cambio de tu virginidad. Igual lo
hubieras hecho por nada: la idea era ahorrar tiempo, algo que no sabiendo por
qué, vos ya sabías. También es probable que lo supieras desde antes de saber, y
sólo después de haber averiguado que una piba fea puede ser linda a toda costa.
Era lo único que siempre te importó: el sueño grandioso de abandonar la casa de
Lugano y tener tu baño fashion, tu depto, tu cochecito paquete y tu lugar de
vedette en la vidriera de los súper-héroes berreta de la televisión. Años
sentada en un pupitre mordiendo la punta de una birome o tonteando con el
último de la fila, lograste recibirte sin haber abierto un libro, porque
siempre que te ponían una ecuación en la pizarra te dedicabas a calcular cuánto
te faltaba para llegar a pagarte las lolas. Fue cuestión de suerte que te
perdonaran las amonestaciones, los machetes y las bodas de mentira con el peor
de la clase. Ahí tuvo que intervenir papá, que con tal de evitar tu expulsión
pudo haber pagado o suplicado, vaya a saber… Magalí es buena piba, no lo tenga
en cuenta; lo cual no evitó que al llegar a tu casa te arrinconara contra el
aparador de la cocina, y en presencia de tus tres hermanos, te diera la biaba.
Venía bien saber que no sólo te habías recibido, sino que ya era hora de
encontrar a alguien que te hiciera el aguante.
El último pucho para comprarte las lolas te lo pagó tu mamá,
que siempre se sintió culpable por haberte dejado a vos y a tus hermanos al
cuidado de ese animal de Luis. Disfrutalas, te dijo toda emocionada cuando
salías de la clínica, e iba a añadir: cuidalas, pero debe haberle parecido un
poco idiota y al final se calló. Te quedaste un tiempo con ella hasta que hubo
problemas con el novio y hubo que mover.
Los siguientes dos años fueron raros. Trabajaste de go-gó,
lo intentaste como modelo -sin éxito-, te hiciste el bótox en los labios, te
anotaste en Gran Hermano -sin éxito también-, sobornaste a un tipo casado para
que te pagara la cirugía de nariz y dormiste en el depto de la novia del barman.
Te agrandaste las lolas, dormiste con el barman, te subiste a un comercial como
extra, te bajaste en Parque Centenario, y mientras vendías relojes truchos en
una Mitsubishi prestada, sorprendiste a tu mejor amiga teniendo sexo con un
amigo del novio. Por si le quedaba alguna duda de que no fueras a contárselo,
te instalaste cómodamente en su casa de Belgrano R sin pagar alquiler. Para
agilizar, te colaste en un backstage antes de que la banda se metiera en el
camarín, y lograste salir en una foto abrazada a un rockero borracho con el que
no pasó nada. Trabajaste en una peluquería concheta donde te echaron al toque
cuando se supo que no sabías ni agarrar el secador. Después probaste como
cajera en un shopping, pero de ahí te fuiste sola, porque pretendías un puesto
de encargada. Querías ser modelo, vedette, estrella, diva, potentada. Entonces
engatusaste al hijo de un cómico famoso que te consiguió un puesto
administrativo en el canal. La noche porteña es vertiginosa y vos estabas en
pleno procedimiento. Morocha, respingada… mal, pechugona y a punto, con veinte
años ibas en camino de no ser reconocida ni por tu propia madre, de tanto que
ibas cambiando. No hubo puerta que no supieras empujar ni hombre que no
pudieras embaucar, la cuestión era llegar al pináculo. Habías ensayado la pose
cientos de veces hasta sacarte una cifosis que nunca te hizo doler. Lo que
tienen las lolas es que armonizan la deformación.
Esperabas el momento justo para dar el salto...
pacientemente desesperada, hacia la fama. Se te veía ir por la calle crispada,
actuando el papel. Entre lo que ganabas y lo que conseguías sacarle al hijo del
cómico, que viajaba seguido a Miami y te regaló unos taconazos de treinta
dólares que una yanqui no se pondría ni aunque la drogaran con cloroformo, te
armaste el ajuar acorde a la caricatura vernácula del minón infernal. Hasta que
por fin te llegó. Por fin te llegó la hora… tu hora, la entrada triunfal en el
templo de la iniciación.
Esa noche el conductor presentaba a un famoso streaper de la
noche porteña y en el canal buscaban chicas… chicas lindas, jóvenes, chicas que
supieran llevar un tanga. Los productores convocaron a un casting y siguieron
buscando dentro del canal, a ver quién se prende. Y vos saltaste como un
resorte: ¡YO!, pero mirá que no pagan… y vos: ¡YO! Se te rieron con desprecio,
pero igual te presentaste en el vestuario con las otras, que esperaron durante
horas delante de una puerta cerrada, atropellándose a codazos en un silencio
hostil, dándose tarascones de caniche.
Te cambiaste la ropa en el baño de la adminstración, porque
los camarines estaban todos ocupados; nunca sabrías dónde lo harían las demás:
las chicas de repuesto no tienen camarín, la ajenidad de un cuerpo bonito
exactamente igual a otro carece de espacio reservado. Igual no te importó,
porque ibas a salir en la tele… ¡el sueño de tu vida!, ibas a ser vista por
millones. El pelado baboso: bueno, bombones, dijo que había que bailar con el
streaper en la piscina, calentarlo, entretener a la gente, así es la televisión;
ojo con las cámaras: a ver quién consigue que le dén el primer plano. Re-onda,
el pelado. Los cámaras son auténticos caracoles comedores de cebo. Cuando
salieron al aire fue más o menos igual que estar delante del vestuario pegando
tarascones, sólo que mucho peor, porque había que derribar con elegancia,
pisotear sin que se note, aniquilar a la competencia sin vergüenza pero con
gracia. Tu único objetivo fue llegar al streaper y alcanzar la tierra prometida
del plano central. Utilizaste tu experiencia de go-gó para bailarle de espaldas
a la cámara, pero se te interpusieron dos chiruzas -gatos de mierda- y tuviste
que usar la artillería pesada. Metiste una gamba por delante, luego otra y
después las lolas, con lo cual quedaron fuera de combate. Al fin y al cabo no
hacías más que repetir el empujón de la chica en el jardín. Llamó la atención
que después de eso recorrieras la cancha como un crack. La atención de un
cámara, por lo menos. Y la de tu papá, que esa noche se había puesto a ver el
clásico y mientras hacía zapping esperando que acabara el entretiempo, dio con
el programa de las minas en pelotas y al verte se le cayó la mandíbula y le
pegó un puñetazo a la mesa, derramando el vaso de Toro Viejo.
Pero vos estabas totalmente en otra, nunca llegarías a enterarte.
El streaper ni siquiera te calentaba, en realidad te calentabas con vos misma.
Es decir, con vos misma chupando cámara por primera vez. O sea con vos misma
haciendo una felación de mentira delante de una cámara. Si total… ¿cuál es?
Pensabas que al día siguiente todo el país iba a hablar de
vos, y en efecto, se habló. ¿Quién era la morocha con cara de turca que se robó
la cámara por quince minutos en el programa de las minas en pelotas? Alguien
que te echó el ojo dijo que tu cara trasponía el velo de la televisión. Te
definió como una fea excepcionalmente hermosa, el proyecto embrionario de una
vedette en estado natural. Aunque tu acción chabacana no fuera nada del otro
mundo -ya estaban habituados- decidieron tomarte de mascota transitoria por causa
del raiting. Tu primer batacazo. Iban a dejarte aparecer como elemento
decorativo en la primera fila de la tribuna el viernes por la noche, después de
la Copa Libertadores. Cuando te lo comunicaron comenzaste a temblar de un modo
preocupante y en la oficina te dieron franco el resto del día. Mientras
viajabas en el 72, lo primero que pensaste fue que los zapatos de Miami ya no
iban a servirte, ¡a la mierda con esos tamangos!, y te sentiste miserable por
viajar colgada en un bondi… ¡con semejante futuro por delante!
Horas después entrabas en lo de Ricky Sarcani haciéndote la
superada, toqueteándolo todo con aires de estrella hastiada de la fama. Algo
que atrajo la atención de las vendedoras, que te relojearon de arriba abajo
para ver si merecías ser atendida o fingir que no te habían visto. Optaron por
lo segundo. Entonces te pusiste unos zuecos altos como zancos y empezaste a dar
vueltas por el local recogiendo audiencia masculina, al otro lado de la
vidriera, en la calle. Hubieras roto el local a zuecazos con tal de que te
atendieran, esas caretonas. Te cayó a la orden la encargada, una rubia veterana
de edad indefinida, cautelosa, educadísima. De un solo vistazo le sacó la ficha
a tu ropa y de ahí a tu origen proletario. Obviamente, te tomó por una tilinga.
Bien formada, eso así. Una de esas atorrantitas que se gastan el sueldo un un
par de zapatos con tal de conseguir la primera fila en la tribuna, llevando una
remera de pedrería barata y el shorcito, hasta que la agarra una vestuarista y
le pone un Ibáñez que nunca sabrá llevar. Porque acá, la que nace medio pelo,
muere medio pelo. Te lo dijo todo con una mirada antártica mientras te sonreía
como una nodriza: esto es Argentina, chiquita…
Basureada y sospechada, atendida con desprecio, bardeada y
revisada tu tarjeta como si vinieras del Congo, vos te compraste tus Sarcani y
saliste de ahí pisando fuerte y pegando con la puerta en el dintel. Fue tu
entrada triunfal en el bárbaro mundo de los cuerpos ornamentales. Lo cual te
insufló la energía de una transfusión, y fue también tu verdadero primer paso
lejos de Lugano. Lejos del barrio patoteril de las carnicerías malolientes, los
frentes sin revocar, las calles abolladas, el requiebro grosero del vecino
grasún y las ojotas con tapones que estropean la planta del pie. ¡Con qué
placer diste el salto! Ya eras otra. Ya eras ella, la que vino al mundo para
brillar, es decir: vos. Y aunque el subidón no haya sido instantáneo, sino
angustioso y por momentos denigrante, un campeonato absurdo entre la carne y el
metacrilato de relleno, entre la anorexia en ciernes, las fiestorras en el
canal oficiando de cortejo decorativo a las gansadas de un productor novato, y
las curdas en boliches caretones que te dejaban al límite de la extenuación;
vos aguantaste. A veces te despertabas temblando y agitada, como en estado de
alerta -¿volvías del sueño o de una riña de gallos?-, pero seguías aguantando.
Cuando te avisaron que podías reemplazar a una bailarina en el show, creíste
tocar el cielo con las lolas. Salías atrás y a la izquierda, tapada por la de
adelante, una yegua que le hacía ojitos al conductor… ¡yegua envidiosa!; pero
tuviste la perseverancia de una estrella y poco a poco fuiste abriendo nuevos
frentes. Un bolo por aquí, otro por allá… te prendías en todo lo que te
ofrecían, y en lo que no, también. Tu cara empezaba a sonar. Unos te veían un
aire a Susana Romero, otros a cierta vedetonga que trabajó con la Casán y
después desapareció… y otros simplemente a nadie. Por lo que fuera, lograbas
imponerte haciendo lo que hubiera que hacer, aunque no quisieras ni hacerlo. La
cuestión era trasponer la línea del coro, el infranqueable muro de la comparsa.
Llegar al mic, llegar sea como sea.
Al notar tu empeño te propusieron trabajar como secretaria
en el show, y dijiste que sí. Pero eso también era poco y el cielo te empezó a
quedar chico, vos no habías nacido para pasarte la vida llevando botellitas de
agua mineral a los invitados… ¡a ver! Entonces el dedo de Dios se elevó para
señalarte entre el montón, y fue el dedo del rufián que se lleva casi todas las
tapas y es tema de conversación en la sobremesa del domingo. Uno de los tipos
más abominables del circo, claramente una máscara, aunque brillante a la hora
de fichar, que te persiguió detrás de camara para invitarte a la fiesta que
daba en su quinta de San Isidro. Había visto a la celebrity dentro de la
secretaria y te encaró en un pasillo: producite bien que te mando un auto
después de las doce. Exactamente igual que en el cuento. Cenicienta en el
bosque de Caperucita. No te importó que fuera un depravado -el lobo-, esa gente
es too much, está beyond it all. Manejaste la situación con la conveniente
dejadez de una femme-fatale, pero cuando te dio la espalda casi que te meás. Y
vos tan ilusionada, pensando que él estaría esperándote sentado en una reposera
de lujo… ¡qué idiota!, te pusiste tu mejor lencería y te hiciste toda la
película, pero al llegar a la quinta el tipo ni apareció. El asunto quedaba
reducido a la típica fiestorra atestada de idiotas hablando de sus perros, con
los cuatro babosos y los tres maricones de siempre saltando a la pileta. Un
chalezaso lleno de habitaciones, lujoso, revuelto, abrumador. Te agarraron
infraganti en la sala del segundo piso, fantaseando delante de una corona de
plumas monumental. Casualmente, el que te tocó era dueño de un teatro, un viejo
rejuvenecido por el bótox. Esas plumas las había usado Ámbar La Fox en el Maipo
en el 73: Ponetelá. Pesaba como un yunque, pero cuando él te la puso,
resististe. Te enderezaste. Caminaste con ella dentro del paraíso. Pisá fuerte
y salí a matar, mi amor… ¡COMETE EL MUNDO!
Entremedias te vincularon con el rufián y otros tres más.
Era hora de aprender a desmentir, todo un arte. La prensa carroñera es así.
Aunque fueras carne fresca, querían ver si eras capaz de sobrevivir. Pensá,
mamita, pensá. La fauna especializada salió a ofrecerte consejo en la atmósfera
vaporosa de algún camarín: si querías ser una vedette, inútil contraer el rol
de conejita play-boy. Mejor asumir el supuesto escándalo y después que saliera
otro a desmentirlo; acá todo vale, es un juego, nadie va a enojarse de verdad.
En el circo todos mienten para que en casa se entretengan sabiendo que les
mienten, así que vos: fumá. Pero no lo manejaste bien y el rufían se enojó. Le
entró la vena misógina de su parte homo que ha nacido sin tetas, y a la postre,
la del macho irremediablemente argentino, calificándote como una tilinga de
cuarta y rata de albañal (expresión que había aprendido de su madre asturiana),
mersa sin clase, sin talento y, por supuesto, trepadora. Lo de siempre. Se
inventó que te habías colado en su casa el día de la fiesta para robarle la
corona de Ámbar La Fox, lo cual fue desmentido categóricamente por el dueño del
teatro. Sin comerla ni beberla, saltó a escena un zángano inseminador de tres
famosas vedetongas -que llevaba años en la vidriera sólo por su función
inseminatoria-, diciendo que él estaba en la fiesta y te había visto subiendo
al coche ¿de tu novio? con la corona. Como el zángano era un chanta que atraía
tanto a la audiencia femenina (por buen mozo) como a la masculina (por las
minas que tuvo), la prensa le creyó a él. O mejor dicho, hizo como que le creía
por órdenes recibidas desde un hotel de lujo en Maldivas.
La causa de la corona mitológica dio la vuelta al mundo,
según algún exagerado de los que nunca faltan, y medio país se mataba de la
risa, no teniendo así que llorar por causas verdaderamente trágicas. Durante
meses se hicieron chistes sobre la corona descomunal que se robó la morocha, y
en las carnicerías de Lugano se hablaba de la hija de don Luis. Los más viejos
evocaron la belleza incomparable de Ámbar La Fox asisitidos por sus gordas
esposas, que recordaron haber sido igualitas a ella cuando tenían veinticinco
años. Al otro lado del mundo corriente se disparó tu nombre a los cuatro
vientos: Magalí Farnos, la chica de la corona. Entonces te armaste de un
manager. Edgardo te habló de índices, raitings, contratos futuros... Plata.
Prensa, fotos, tapas de revista. Es decir: plata. Estaba recontra entusiasmado
con vos. Sugirió que tomaras clases de comedia musical. Clases de actuación,
canto, baile… Rápido, rápido. En un santiamén, de Magalí pasaste a ser Maga,
aunque los hombres importantes que se ponían en contacto con él para consultar
tu tarifa preguntaban por la Maga, Magalita o Maguita. Al principio rehusaste,
pero viendo que eran gente interesante, limpia, rica, al final terminaste
agarrando. Necesitabas plata para costearte las clases, la ropa y el depto que
alquilaste en Palermo. La suerte quiso que te echara el ojo una vieja gloria de
la revista, todavía en el ruedo, y enemiga acérrima del rufián. De ella
llegarías a decir: me enseñó todo lo que sé.
Un bolazo, porque ya lo sabías desde antes de nacer.
Te jugaron, y ganó la gloria. Ella te adoptó y te vistió. Te
enseñó a hablar y a mentir mejor de lo que siempre habías mentido; a encarar el
mundo como una reina, una perra o una laburanta del show. Instrucciones de lo
más jugosas que te bebiste con ahínco. Tenías que dejar a entrever, también, tu
parte de pendeja vulnerable -soy muy familiera, en mi casa somos re-unidos-,
ese toquecito pacato que hace las delicias de grandes y chicos. Moverlo todo en
beneficio de una carrera meteórica donde la única emoción permitida fuera la
alegría banal de los cuerpos. Sobrevivir a un tipo de exposición que llega a
ser tan divertida como aborrecible, dejando que el sentimiento de humillación
sea ignorado, y por puro instinto de conservación, más bien extirpado. Porque
la que se siente humillada, no sobrevive: la chica del año se ríe de su propio
escarnio. Superada la prueba, ibas adquiriendo experiencia en el arte de
provocar escándalos de cosecha propia, y siempre que fuera necesario, te
colabas en los ajenos, formulando opiniones cuyo único fundamento era conseguir
otros cinco minutos de cámara. Hasta que un día conseguiste tu primer cartel.
Mardel te cayó encima como un tsunami de proporciones
tailandesas. Era tu primera temporada, la victoria absoluta sobre el anonimato.
En el cortejo de las ocho infartantes, cuatro a la derecha y cuatro a la
izquierda, vos salías cuarta a la derecha de la vieja gloria. Ya se vio desde
el principio que el público iba a quererte, porque al entrar te aplaudían a
rabiar. Lo cual encendió tu fuego. Durante las cenas que tu mentora daba en su
chalet, solía hablar de las chicas que habían quedado fuera de juego. Las
recordaba por el color del pelo o por las lolas, jamás por su nombre. La rubia,
la tana, la negra… la que se enamoró y dejó para siempre el ambiente. Ninguna
merecía el beneficio de un recuerdo que no fuera impersonal. Para mantenerse
había que trabajar mucho y no hacer preguntas incómodas. Saber ser comedida o
zarpada según correspondiera. Estar siempre atenta, como vos, que siendo tan
buena alumna te diste a fondo y a veces no tenías tiempo ni para comer. Salías
del hotel con un tomatito o un yogurcito, y si antes te despertabas en estado
de alerta, ahora no sólo dormías tres o cuatro horas, sino que a veces era tal
tu cansancio que no lograbas dormir. Sin embargo fue una temporada magnífica que
te dejó al límite de una felicidad que nunca habías conocido. Y en cierta
forma, turbadora: era como si te ahogaras lentamente dentro de un ascensor,
mientras el resto de tu cuerpo saltaba de euforia. Así que seguiste. Después de
la cena, terminabas la noche cantando con el elenco o haciendo un streap para
ellos en la sala vip del restorán. Borrachita. Colgadita. El famoso subidón. Te
encantaba hacerte perseguir por algún incalificable movilero de la prensa
caza-chismes, y cuando lograba darte alcance te le enganchabas declarándole tu
adoración: qué rica, Magalí; saludando efusivamente a los que estaban en el
estudio, sea para hincarte el diente, sea para arriesgar a tu favor: grossa,
Magalí Farnos, ojo que promete…
El día en que te dio el dolor de pecho te estabas viendo en
la plana del concesionario mientras tu manager te explicaba las características
del coche. Chiquito, importado y rojo, un chiche. Después caíste en un agujero
negrísimo en el que no viste más nada. Muy a lo lejos creías oir los gritos de
Edgardo pidiendo una ambulancia, una ambulancia… ¿o era tu papá pidiendo
auxilio por teléfono cuando se le fue la mano con mamá? No estabas segura. El
dolor en el pecho seguía creciendo, pesaba como una losa que te impedía
respirar. Movieron tu cuerpo y el silencio fue absoluto, la zambullida en un
sueño liviano y profundo del que despertabas de a ratos, con la losa invisible
aplastándote las costillas. Respirá, Maga, respirá. Lágrimas, rimmel, vapor de
agua… todo se mezcló bajo la máscara de oxígeno con un regusto repugnante a
cosmético y saliva fermentada. No puede ser, esta noche tengo función. Ya
llegamos, Maga… ¡aguantá, Maga! No puedo… no puedo faltar, tengo función. Esa
noche la tuviste que pasar en un hospital rodeada de tubos y agujas y un monitor
que te medía la frecuencia cardíaca. Más anestesiada que dolorida y más
asustada que anestesiada, preguntaste y te sonrieron. Luego volviste a
preguntar, pero estabas tan cansada que volviste a caer en el sueño negrísimo
de las primeras horas. Amaneciste en una habitación enchufada al monitor,
viendo la silueta grandulona de tu manager que caminaba de punta a punta,
hablando por el Blackberry: Parece que es congénito, no creo que pueda
trabajar, por ahora.
Fue como si te hubieran arrebatado la vida de un manotazo.
La losa no te hubiera dolido más. ¿Cómo que congénito? Imposible… ¡si eras un
toro! ¿Cómo te ibas a enfermar justo ahora? ¡Hay que ser muy tarada para
enfermarse en plena temporada! ¡Hay que tener una suerte de mierda para
enfermarse en pleno cartel! No podías darte ese lujo, tenías una agenda llena,
dos tapas, un comercial, los ensayos… ¡las clases!, ah… y la cita con el
cirujano para hacerte la cola. Plata pagada de antemano y varios proyectos en
Capital. Antes que quedarte tirada en esa cama al lado de una ventana y
enganchada a unos cables, hubieras preferido romperte. Romperme, prefiero
romperme en pedazos antes que largar... ¡prefiero romperme! ¿Por qué tenía que
pasarte justo a vos, con toda la belleza, toda la juventud, toda la gracia y la
procacidad, el amor y el desdén, el entusiasmo y el cansancio, la voracidad y
la inapetencia y todo lo que se necesita para comerse el mundo? ¡El mundo! O
sea, la Argentina. Vos, divina y brillante. Dios no hace esas cosas, el diablo
sí: traéme una virgencita de Luján para que le rece. Tenías que estar lista el
viernes por la noche para la despedida de la revista, sino te iba a reemplazar
la atorranta ésa de Celeste y la prensa, ya sabemos. Después ibas a tomarte
quince días en la quinta de un amigo, dejar de fumar, de chupar… ibas a dejar
la merca, todo. Se lo prometiste a Edgardo.
Maga… ahora estás fuera de peligro, pero lo tuyo es delicado
y te vas a tener que cuidar.
Él te habló dulcemente, cosa rara. Inútil fue que te dijera
que estabas demasiado cansada como para seguir trabajando, vos ni siquiera lo
escuchaste, seguías empecinada en levantarte para ir a la función, llamáme a
Gloria, decías, pánico de que te sacaran el papel… ¡y todo por culpa de una
lipotimia!, archivando inmediatamente la idea de algo grave en un anaquel de tu
memoria que no volviera a abrirse. Él se quedó ahí parado con cara de
mayordomo, adorándote y aborreciéndote al mismo tiempo, que era lo que hacían
todos, igual que tu papá. Todos, excepto vos, que te adoraste desde que te miraste
por primera vez al espejo y te sonreíste y dejó de importarte para siempre lo
demás. Nada que no fuera aplastar como una losa todo lo que se te pusiera por
delante y te impidiera llegar justo donde estabas, aunque eso que lo impedía
fueras vos misma. Llegar hasta el fondo de esa vida, la tuya. A esa vida que no
se te ocurriría dejar ni aunque te mate.
Roxana Basso Alvari