Hitler mordió una cápsula de cianuro. Quizá ésa haya sido la única decisión sensata que tomó en su vida. Habrá sido un loco o un devoto -e inclusive, un ingénuo- pero me atrevo a decir que, en parte, la suya fue una guerra romántica. Sanguinaria, pero romántica al fin. Entre otras razones, el Führer fracasó porque su modelo de dominio basado en el viejo sueño de resurgimiento de la orden teutónica resultaba inviable en un mundo, y una época, donde ya empezaba a empollar el capital, un ente abstracto para el cual la jerarquía racial nunca ha sido tan importante como la jerarquía de clase. Había una guerra detrás- algo menos romántica -que no era la de él. Tal es así, que a pesar de la sangre, los hornos crematorios, los cincuenta millones de muertos, los experimentos genéticos, el genocidio, el abandono de Berlín, y toda la literatura, mesiánica y no mesiánica, que le define sin lugar a dudas como el peor criminal de todos los tiempos, Hitler cometió el terrible error de actuar com