El extraño destino de los libros

Hace unos años, andando por Madrid, me encontré con una vieja edición española de Van Gogh: el suicidado de la sociedad, y para acabar de una vez con el juicio de Dios, de Antonin Artaud, en cuya primera página se lee una dedicatoria (obviamente, escrita a mano) que en su momento llegó a llamarme la atención. La misma, data del 10 de junio de 1996, y dice así:

Para Nadjwa y Daniel, que estos versos malditos os sirvan de recuerdo en vuestra estancia en Nueva York. Un beso muy fuerte (Juan).

Temo que a Juan no le alegraría mucho saber que ese libro dedicado con tanto esmero iba a acabar en una tienda de libros usados, y que las manos que ahora lo leen no son ya las de Nadjwa Nimri sino las de esta humilde servidora de origen plebeyo, que a continuación pasará a aburriros con uno de los más grandes poetas que parió el siglo XX dentro de un manicomio. Ya que él

o vio profe
o vio proto
o vio loto
o thethé

y además, había visto


combatir a las máquinas en cantidad,

pero sólo he visto en el infinito

detrás de todo

a los hombres que las conducían.

Porque Artaud, el poeta de la fecalidad, habla como un alquimista urbano, como un brujo de las cloacas y un cachondo, o sino leed:

Todo lo que huela a mierda

huele a ser.

E hombre bien hubiera podido no cagar,

no abrir el bolsillo anal,

pero eligió cagar

del mismo modo en que debió elegir la vida

en vez de consentir en vivir muerto.


Porque para no hacer caca

hubiera tenido que consentir

en no ser,

pero no pudo decidirse a perder el ser,

o sea a morir vivo.


En el ser hay algo especialmente tentador para el hombre

y ese algo es precisamente

LA CACA

(en este punto, bramidos).

Para existir basta con abandonarse a ser,

pero para vivir

hay que ser alguien,

para ser alguien

hay que tener un HUESO,

no tener miedo de enseñar el hueso

y de paso perder la carne.


El hombre siempre ha preferido la carne

a la tierra de los huesos.

Porque sólo había tierra y madera ósea

y tuvo que ganarse su alimento,

no había más que hierro y fuego

y nada de mierda,

y el hombre temió perder la mierda,

o más bien deseó la mierda,

y para ello sacrificó la sangre.


Para tener mierda,

es decir carne que comer,

allí donde no había más que sangre

y chatarra osamental,

y donde nada se podía salir ganando con ser,

sino que perder la vida era lo único posible.


o reche modo

to edire

di za

tau dari

do padera coco


En ese punto, el hombre se retiró y huyó.


Entonces las bestias se lo comieron.


No fue una violación,

él se prestó al obceno ágape.


Le gustó,

él mismo aprendió

a hacer la bestia

y a comer ratas

con delicadeza.


¿Y de dónde proviene esa abyección inmunda?


¿De que el mundo aún no esté constituido?

¿O de que el hombre sólo tenga una reducida idea del mundo y quiera conservarla eternamente?


Proviene de que un buen día,

el hombre

detuvo


la idea del mundo.


Se le ofrecían dos caminos:

el del exterior infinito,

el del interior ínfimo.


Eligió el interior ínfimo.

allí donde basta con apretar

la rata,

la lengua,

el ano,

o el glande.


Y el mismo dios comprimió el movimiento.


¿Es Dios un ser?

Si lo es, es una mierda.

S no lo es,

no existe.


Ahora bien, no existe

sino como el vacío que avanza con todas sus formas,

cuya representación más perfecta

es la marcha de un incalculable grupo de piojos.


“Está usted loco, señor Artaud, ¿y la misa?”


No me creerán,

y desde aquí veo como el público se encoje de hombros

pero el llamado Cristo no es sino aquel

que en presencia del dios piojo

consintió en vivir si un cuerpo,

mientras que un ejército de hombres

bajado de una cruz

en la que dios creía haberle clavado tiempo atrás,

se rebelaba,

y protegido con armaduras de hierro,

con sangre,

con fuego y osambres,

avanza lanzando invectivas contra lo Invisible

para acabar allí EL JUICIO DE DIOS.


(Se esperan bramidos).



Antonín Artaud: Para acabar con el juicio de Dios (Ed. Fundamentos, Madrid)




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