Venecia homo-shocking




Era diciembre y caía una llovizna pegajosa. Tomaba vino blanco con soda en una trattoría de la piazza Margherite. Mientras los japoneses sacaban fotos de la catedral de San Marco, a mí me dio por fotografiar recovecos, puertas a ras del agua, picaportes, paredes descascaradas, tendederos, galerías fantasmales... Estuve volviendo a la misma trattoría durante una semana seguida, que fue el tiempo que me quedé en la ciudad. Mi bolsillo no daba para más, pero yo tenía que verla. Caminarla. Olerla. Si Venecia fuera hombre su fragil osamenta no habría resistido el paso de los siglos. Pero es mujer, y dilata.

Mi padre nació a unos veinte kilómetros de allí, y como parte de su familia se quedó en Italia, me acuerdo perfectamente de las postales en acordeón que llegaban a Argentina y de un viejo boli azul que tenía una góndola diminuta dentro de una burbuja de aceite que decía Ricordo di Venezia. Igual que las ilustraciones que veía en los cuentos made in Spain que me compraba mi madre, lo que yo sabía de Europa se parecía más a un cómic que a la vida real. Yo pensaba que las aldeas eran cosa de cuento, hasta que las vi por primera vez y me costó más de media hora ponerle un nombre a ese recuerdo archivado en lo más profundo de mi memoria cincoañil: aldea. Con Venecia me pasó lo mismo, pero sin aldeas.

Fue bajo esa llovizna peleona como fui a dar con Fabrizio, que inauguraba una colectiva de p
intura en su mini-galería de veinticinco metros cuadrados cuyo único atractivo consistía en estar ubicada (oh) en Venecia. Yo iba con un paraguas enorme. En el centro de la galería había una mesa pequeña, de plástico y llena de bocadillos. Fabrizio me hizo una seña: ¡Avanti!, para que entrara. Sus ojos celestes de párpados pesados me convencieron. O quizá haya sido su sombrero (no sé por qué me dan morbo los tíos con sombrero) de fieltro, auténtico, tipo piamontés, y su cara de canalla de ala ancha. No iba a perderme algo como eso.

Adentro, gran jaleo. Música, risas, y gente descorchardo botellas de champán. Mientras buscaba un agujero donde dejar el paraguas, me quitaba el abrigo y aceptaba un trago de champán en un vasito de plástico, Fabrizio me fichó visual y otorrinolaringológicamente: ¿de dónde era?¿a qué me dedicaba?¿dónde vivía?¿qué hacía en Italia?¿dónde me hospedaba? Con grandes aspavientos, aprovechó para contarme quién era él y me mostró fotos con gente que yo ni conozco y que si conociera preferiría no recordar. Según dijo, era diseñador de ropa. La galería era suya. Los amigos eran suyos. Los cuadros eran de sus amigos, pero como estaban en su galería también eran suyos. Todo era suyo. ¿Los artistas? Tres: un gordito de traje azul (el típico italiano ligón, sudado ya en pleno diciembre), un chica de piel resinosa con un corte de pelo a lo Susan Vega, y una anciana medio sorda que pintaba caballos. Olor a pluma quemada. ¡Guarda, le piume! Sin darme cuenta había dejado el abrigo encima de una lámpara de mesa y se me estaba quemando la capucha. Era un plumas negro largo hasta los pies, impecable, recién comprado. El calor de la lámpara había logrado atravesar la tela impermeable y ya se estaba haciendo con las plumas. En cinco minutos la galería se llenó de humo y hubo que abrir puertas y ventanas. Venecia olía a pescado, a gasoil, a plumas chamuscadas. Sin embargo, todo aquel que se asomara al escaparate era invitado a entrar. Hubo un momento en que en la sala no cabía ni un alfiler.

¿Cosa fai dopo la esposizione, cara?

Era la pregunta que yo había estado esperando. Nada, ¿qué iba a hacer?¡Dormir! Se echó a reir y batió palmas: ¡Andiamo! La gente fue cogiendo sus abrigos y paraguas y salimos todos a la calle. A mangiare a casa de Fabrizio. A la festa.

Marchamos en fila india por una callejuela sombría atiborrada de esas pequeñas tiendas donde venden unas enigmáticas máscaras bipolares llenas de filetes de colores, que por la noche parecen observar al turista con una expresión inmutable en la que coagula una sonrisa satírica. Fabrizio iba a la punta con el clon de Susan Vega, la vieja pinta-caballos, y un par de maricones esnobistas que lograron colarse cuando salíamos. Yo iba más atrás, charlando con el gordito ligón, que me contó de sus viajes por l’América. ¿Argentina?¿Chile?¿Brasil? Sonrió con pudor: no, Nueva York, Boston, Chicago... Ah, yo pensé que l’América era todo, la de arriba y la de abajo...

Pero no quise entrar en discusiones y dado que le gustaba tanto el surrealismo le hablé de Xul Solar. Le dije que había inventado una lengua que reflejaba todas las lenguas de la Tierra. Que había sido pintor, inventor, políglota, músico, astrólogo y ajedrecista, todo a la vez. Que estando en Europa había conocido a Alistair Crowley y que había sido gran amigo de Borges. Su padre era de Letonia. Su madre, porteña. Había estado en Venecia. Había visto las mismas puertas a ras del agua. Todo un personaje, Xul Solar.

El piso de Fabrizio era pequeño, sencillo y muy limpio. Sin embargo, no había luz. Eran las nueve de la noche y no había luz en Venecia... ¡increíble! La gente se lo tomó con buen humor: ¿para qué preocuparse, si había sopa de col, risotto al azafrán y un microondas para calentarlo todo y comérselo a la luz de las velas? Alguien reanudó el ritual de descorchar botellas. Ya a la segunda copa el espacio se me volvió esférico. Lo de siempre: perdón... ¿il bagno? Si en la galería no cabía un alfiler, en el piso de Fabrizio no sólo no cabían, sino que se lo montaban en vertical. Me hicieron una seña en dirección al baño, con tan mala suerte que fui a meterme en la cocina, donde una pareja se lo montaba en oblícuo sobre la encimera. Ya se sabe, la biblia junto al calefón. Cuando me vieron aparecer por el vano deshicieron el abrazo. Je... ¡hip!, curioso. Scusi. Sonrisitas canallas. Adelante nomás, sigan... yo iba al baño per fare pipí, pero es que suelo ser tan jodídamente sensata que equivoco las puertas e invado las cocinas. Scusi, scusi... Me incliné en irónica reverencia. ¿Quién coño me había mandado a mí meterme en esa fiesta?

Me rescató una chica, Wally. Pronúnciese Valí. Estudiante de bellas artes ella, con el pelo cortado a brochazos, simpatiquísima: ¡Eh, il vino italiano e bravo!, dijo riendo.

Wally me esperó junto al baño y luego me llevó entre la gente, me presentó a unos españoles, me pasó un plato de pastel. Mientras me explicaba en un italiano rapidísimo los ingredientres que llevaba, uno de los españoles me soltó algo sobre una bomba en marcha. ¿Había visto alguna vez una bomba en marcha? Es una rueda por la que circula una correa, ¿vale?, pues sucede que cuando se corta la correa la rueda sigue girando sin enterarse de lo que ha pasado… La porta di Roma, dijo Wally, con la boca llena de pastel. El de la bomba hundió las narices en la sombra y reapareció al instante con la misma obsesión por las correas. La gente hacía cola discretamente para asomarse a la sombra, pero yo no me apunté. Fabrizio tampoco se apuntó. Él todavía iba por la sopa de col. Me copié en la mano su teléfono. Dijo que quería ver mis cuadros y que lamentaba no poder hablar conmigo más detenidamente; mañana, quizá. Me hizo un gesto con la cuchara: ¿más sopa? No. A través de las ventanas abiertas empezaron a colarse los efluvios de una tormenta urbana, de ésas que hasta en Venecia huelen a basura aún sin recoger. Io me vado presto, dije. Y no sé si me entendieron, pero ya empezaba a aburrirme y yo cuando me aburro no sólo me pongo de mala leche sino que me voy presto aunque sea en esloveno.

Me despedí de Fabrizio hasta el día siguiente y una vez fuera, o sea ya en la calle, me entró el desvarío. La histeria criolla. Sabía cómo llegar hasta el vaporetto, pero con la ciudad inundada no podría hacerlo a menos que llevara unas botas de goma muy altas. Fuera de la piazza donde vivía Fabrizio, no había manera de encontrar tierra firme sin que el ojo se perdiera en la lontananza. Todas las callejuelas estaban inundadas. Decidí volver. Fabrizio vivía en un segundo y tenían la música tan alta que no me escuchaban. Para colmo, habían cerrado las ventanas. Empecé a lanzar piedras hasta que conseguí llamar la atención de alguien que estaba junto a la ventana. Era Wally. Cuando pasan estas cosas te das cuenta del extraordinario poder que tienen los gestos. ¡Il acqua!, chillé; ¡il acqua!¡la strada! Hubo un alboroto y Fabrizio que aparece por la ventana con su plato de sopa y sus ojos celestes llenos de destellos. Risas: ¡Aspetta! Dos minutos después estaba en el portal hundiéndose el sombrero hasta las cejas, con las solapas del abrigo levantadas a lo Humphrey Bogart. Me ofreció su brazo: ¡Andiamo!

Nunca sabré de qué manera conseguimos llegar a tierra firme, si es que algunas vez pisamos agua. Pero Fabrizio se conocía todos los atajos, y no hubo problemas para salir de la inundación. Yo iba regurgitando plegarias de vino y buen agüero. Dándome ánimos para saber qué decir, qué hacer y cómo hacerlo cuando, llegado el momento, me diera por detenerme sobre un puente decrépito para hundirle un beso apasionado y llevármelo directo al hotel. No soy buena ligando, pero cuando un hombre me gusta me lanzo aunque me tiemblen las piernas. Y Fabrizio no tenía pinta de ser un temblón. Mi táctica consistía en rozarme en él todo lo que pudiera. En echarle miradas furtivas. En hacer complot telepático con el silencio, mientras le pasaba la manita por el abrigo. Finalmente, cuando lo tuve todo lo más cerca que pude, le cogí por el cuello e intenté besarlo. Pero él se echó para atrás con un gesto entre compasivo y horrorizado. Sus ojos parecían mariposas. Entonces va y en un tono que era para hacer reir a un eunuco, balbucea:

- Scusa, cara, peró... ¡sono gay!

Si en las postales que me enviaban cuando era pequeña yo hubiera sabido que Venecia se inunda por las noches y que los tíos guapos se vuelven maricones sobre un puente decrépito, me hubiera sacado un billete a Praga.

(Basado en un hecho real)

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