Ingravidez



Ahora que soy yo misma y no la que esperaban, ellos me resultan extraños. Gente que juzgaba mi modo de ver la vida, mi distancia, mis experiencias con la percepción, mi soledad buscada, todas mis acciones temerarias, mis ex abruptos, y por supuesto, mis terrores… ellos siguen en el mismo sitio donde les dejé hace ya un millón de años. Incólumes, ocupan el sitio que les estaba reservado desde antes de nacer.

Yo, en cambio, he tirado por la borda mi sitial de honor en la casa del padre. Y no sólo eso: la he demolido. He tirado la llave por la alcantarilla. Mientras cuento con los dedos el número de mis propias decisiones, espero habérmelo perdonado cuando haya llegado hasta diez. Mi único rasgo de coraje consiste en haber alzado la mano para empezar a contar. Saber que la mano estaba ahí y que tenía diez dedos y diez decisiones y que todas, fuesen lo que fuesen, iban a ser mías.

Hacerlo fue como saltar al vacío. Y sí, he sido yo: por suerte he sido yo. El resto no sé si merece ser contado. Hubiera sido más fácil, la verdad, seguir en el mismo sitio donde vivía hace un millón de años. Hubiera sido más fácil vivir otro millón en la casa del padre viendo cómo envejecen mis sobrinos. Currando en lo mismo hasta que se me mueran los mandatos y me vaya creyendo que eso que me contaron era una vida y no un truño.

Si no sientes piedad hacia quien no ha aprendido aún cómo desatarse, es que nunca has tenido que hacerlo tú mismo. Pero si ya te has soltado, llámame. Verás que cuando toque la parte de la ingravidez se nos olvida el alfabeto, y seguro que ni siquiera recordaremos cuánto dolía el aire contra las rodillas mientras saltábamos.

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