En la boca del diablo

A la memoria de Lucas Menghini Rey y de las víctimas de la tragedia en Once. Dedicado también a los activistas de todo el mundo que luchan por los bienes de la Tierra.


La mujer del pantalón de fajina se tumba en medio de la ruta resuelta a cortar el paso a los camiones. No hace nada, no se mueve, pero se retuerce y se mueve, lucha. Igual la sacan. Ciego de rabia -o de miedo- un ezbirro de la Barrick Gold se arrebata delante la prensa. Levantan a la mujer entre dos hombres y la dejan a un costado de la ruta como un fardo. Ella se levanta y vuelve a tumbarse delante de los camiones. Los hombres vuelven a sacarla. Mujer de pelo largo con pantalón de fajina.

En El Dorado el agua vale más que el oro. Esto no es una epifanía revolucionaria, aquí se lucha por el agua.

Los restos de una mina abandonada en la provincia de San Juan, Argentina, allá por el 46. Un viejo ingeniero de piel oscura se pasea tristemente por los restos de un cenagal de agua y azufre: “Ácido sulfúrico”, aclara. Nada crece allí, todo está muerto.

Al norte de la América oscura, un señor muy blanco de mirada vacía, de apellido Munk, bendice el yacimiento de oro que Dios ha puesto para él en los Andes “donde nunca habrá esperanzas de salir de la pobreza”. No habiendo esperanzas no tiene por qué haber culpa, la masa anónima de vivientes resignados a su extinción -según él por voluntad de Dios, in God we trust- justifica la acción y la convierte en daño colateral.

El Dorado existe: para arrancarlo de la tierra harán faltan cincuenta millones de litros de agua al dia. Mientras en el resto del planeta se habla de escasez y de consumo responsable, en los Andes el agua abunda. Sólo que no se usa para saciar la sed de sus habitantes -que siempre serán pobres por mandato de Dios y del Rey Blanco-, sino para sacar el oro. La pólvora se usa para hacer estallar las montañas. El cianuro se usa para contaminar las aguas, sacar el oro y matar a la gente que siempre será pobre por mandato de Dios y del Rey Blanco.

Se ha cumplido la profecía: hemos hallado el tesoro. Amén.


Vaya un chiste para espantar la mufa. Se encuentran el ministro de Obras de Italia con el ministro de Obras de Argentina en el despacho del primero. Viendo el argentino que allí dentro todo es de oro, le pregunta al italiano: “¿Cómo hacés?”; y el italiano le señala un puente majestuoso al otro lado de la ventana: “¿Ves?, la mitad está ahí”, y se da un golpecito en el bolsillo: “Y la otra mitad está acá”. Meses después se encuentran el ministro de Obras de Argentina con el ministro de Obras de Italia en el despacho del primero. Viendo el italiano que allí dentro todo, hasta el papel es de oro, le pregunta al argentino: “¿Cómo haces?”; y el argentino señala a la ventana. El italiano mira, pero no ve nada; entonces el argentino se da un golpecito en el bolsillo y le dice: “¿Ves?¡Está todo acá!”.

Lo que tienen los mitos es que permanecen inmutables, sea quien sea el que gobierne. Para eso son mitos. Pareciera, inclusive, que no importara mucho quien gobierne, que ciertos destinos estuvieran ya trazados de antemano, que el traidor tuviera solamente que esgrimir otra bandera y comprar su derecho al liderazgo prometiendo el líquido vital en lugar de hot-dogs. Una cámara astuta registrará su sonrisa infame a la hora de defecar sobre aquellos que dejaron en sus manos la salvación del agua.

En Argentina la plata vale más que el agua. Como las transnacionales sacan el mineral sin pagar impuestos en Aduanas -o sea de contrabando-, es normal que en Europa o en la América del Rey Blanco, un anillo de plata cueste la mitad, como mucho, de lo que podría costar en el país abastecedor.

Si bien la manipulación de la prensa es perversa, es fácil convencer a un pueblo cuando éste carece de referentes. Lo cual halla terreno propicio en la complicidad de una masa cómodamente instalada que se limitará a callar, mirar por la ventana y seguir apoltronada en el sillón de su indiferencia, insistiendo en que al otro lado de la ventana hay puente, y que si no lo hay no importa porque ellos viajan en avión.

¿Es el señor de la sonrisa infame el principal responsable de sus muertes?

No muy lejos de mi casa un vecino quema basura en el campo de al lado. Vivimos en una reserva forestal, un lugar de privilegio. Si se compara con los campos de Castilla donde para hacer crecer unas patatas se necesita alta tecnología, la Pampa húmeda es el Jardín del Edén. Aquí la tierra se tiene en abundancia, y no se tiene. Se tiene hoy, pero ¿se tendrá mañana? No se puede imaginar nada más allá del horizonte, porque desde que existe El Dorado, detrás del horizonte nunca hubo otra cosa que horizonte. Y seguirá siendo así por los siglos de los siglos.

En Argentina los perros andan sueltos y los perros mueren sueltos. Nunca falta algún perro muerto en alguna cuneta: se sospechan en el aire, pero no se ven. Huelen, los perros, como el Emisario Submarino que vierte en el mar los deshechos de toda una ciudad de más de medio millón de habitantes. El Emisario es un tubo gigantesco que, a falta de alta tecnología de purificación de aguas residuales, se hunde en la plataforma marítima y la deshecha allí -dicen que tratada. Como suele suceder en estos casos, el gobierno alega no tener presupuesto para adquirir un sistema no contaminante. El resultado es la contaminación irremediable del mar y del aire, que cuando sopla el viento malo trae un aroma nauseabundo al que todo transeúnte se acostumbrará, especialmente los niños huérfanos de APAND, cuyo campo deportivo está a un kilómetro del tubo.


La saga escatológica no es un hecho aislado, sino una cuestión doméstica. A saber, me cuentan de un poderoso constructor que tiene una mansión en el barrio Atlántida, Santa Clara del Mar, que es donde vivimos. Yo la conozco, es una casa monumental. Cuando se le llena el pozo séptico, el señor vierte sus desperdicios directamente en la calle. Es nuestro emisario submarino particular. En la entrada de su casa hay un cartel prolijamente tallado en madera que reza: “Cuidado, niños jugando”.

A falta de oro, plata, cobre y demás minerales -ya hemos visto que los devoran los de afuera- en Argentina lo que sobra es la chatarra. No hay vecino que no acumule chatarra en su propiedad, y la revenda a precio de pepita. Mientras en Europa los coches se descartan en cementerios de chatarra -que es un decir, porque nunca llegan a ese estado- acá la venta de dicho material es todo un negocio. Cuando no se le da al hierro viejo un destino creativo, su reciclado no es una cuestión de conciencia sino de necesidad. Ni hablar de los muebles viejos y, por poner un ejemplo, los enseres de cocina usados: lo que en Europa se tira aquí se revende, muchas veces al doble de precio conque podría adquirirse allí cualquier mueble a estrenar.

A estas alturas el recién llegado meditabundo habrá notado, no sin perplejidad, que quizá la punta del ovillo no comience en la transnacional sino en casa. Es decir al otro lado de la medianera, en el no-límite de un Edén impreciso entre horizonte y horizonte. Es ahí cuando el recién llegado recibe con alivio emocionado la acción de la activista con el pantalón de fajina cortando la ruta a los camiones, casi como un enigma en medio de la barbarie. Como una pepita de oro -valga la paradoja- entre la chatarra humana que deambula estupidizada por el paseo turístico de un agradable pueblo pampeano a orillas del Atlántico, intentando ignorar lo que debería mover a una revolución.

Pero volvamos al norte argentino, a los valles calchaquíes, a las montañas policromas que salen en las postales con sus cactus enhiestos y su desierto lunar. En ese desierto en cuyas entrañas hay todo tipo de minerales -oro, plata, cadmio- han vivido durante generaciones pueblos de etnia diaguita y calchaquí. También vivían allí los Quilmes, de cuya cultura se conserva un cementerio. Si bien su medio de vida era la ganadería, hoy día el ganado se les muere a causa del agua contaminada por el cianuro. Las personas beben la misma agua que los animales y mueren como animales, sólo que más lentamente (de cáncer, por ejemplo).

No hará falta mucha sesera para comprender que los manantiales putrefactos que se ven en la película de Pino Solanas (1) en la que está inspirado este artículo, o en cualquier video de YouTube, no puede ser jamás manipulación de ningún grupo corporativo, sino producto de una realidad que no sale en la televisión. Basta con tener ojos para verlo y llegar a la conclusión de que somos víctimas propiciatorias, a conciencia y por negligencia, de una tomadura de pelo criminal.

Esto no es una epifanía revolucionaria, aquí se lucha por la vida. Aquí la crisis es parte de la naturaleza. Una naturaleza inmensa y riquísima que no osbtante sí tiene límites, sí que puede agotarse.

Pero mejor no mirar. ¿Quién querría asomarse a la boca del Diablo?

Hubo en el siglo pasado, a mediados de los cincuenta, una epifanía inolvidable incluso para aquellos que no la vivimos. Hubo una exhortación, una gesta histórica, una masa crítica que cambió para siempre el destino de este país. No se interprete esto como un elogio de su ideología sino como señal de fuerza y esperanza de un pueblo. Me cuesta comprender cómo el mismo pueblo se ha vuelto, hoy, incapaz de salir a la calle en masa para repetir esa gesta por razones vitales -el agua es vital-, cuando lo que les pasa a los catamarqueños podría pasarnos a nosotros cualquier día de estos, y cuando sabemos bien que la Argentina está siendo vampirizada y saqueada allí donde se vaya. Cuando hay gente que muere. Cuando hay cientos de miles de kilómetros de territorio nacional expuesto al rapiñaje extranjero bajo el consentimiento de sus dirigentes y el yo no sé y te paso la pelota de intendentes y gobernadores.

Parece que ciertos colectivos sociales se hubieran acostumbrado a la humillación de la compra-venta, o trueque, de objetos inservibles. Sería bueno detenerse un momento en la reflexión de que vender, alquilar o regalar objetos destrozados humilla a las personas, las decanta, y a la larga no proporciona ganancia a ninguna de las partes. Si tanto nos jactamos de nuestra paradigmática solidaridad, estaría bien que empezáramos por no traficar con bienes que si no pueden ser usados en casa, difícil que puedan usarse en casa del vecino. La institucionalización de la miseria justifica que el pobre viva del pobre, y que el clase-media se aferre a su propiedad con una suspicacia que en vez de dignificarlo, lo precipita en la mezquindad.

¿Será ésta la verdadera razón de nuestras desdichas, ésas que siempre achacamos a los gobiernos? Mejor ni pensarlo: ¿quién querría asomarse a la boca del Diablo?

Todo lo que no se suelta, todo lo que se acumula por miedo al fantasma de viejas tribulaciones, se expande por el aire y se percibe como una cataplasma invisible. Para muchos no parece haber posibilidad de renovación; a lo sumo se echará mano del reciclaje o la chapuza¬: la verdadera pobreza es pragmática, no se va con devaneos estéticos. La pobreza preserva hasta las últimas consecuencias, hace callo, se fenomeniza el síndrome y se instala como parte de una realidad embalsamada, de un campo que nunca va a sembrarse, de una casa que nunca se acabará. La frontera entre pobreza y dejadez sigue siendo difusa.

Alguien dijo que éste es un país libre: somos los pibes de la humanidad.

Hace pocos días un tren de la línea Sarmiento, en Buenos Aires, se estrelló a 26 kilómetros por hora contra la barra contenedora de un andén. Murieron cincuenta personas, incluido un niño. Llaman a un experto y el hombre asegura, excitado, que a tan baja velocidad un tren en condiciones no puede replegarse contra sí mismo como un acordeón, que es lo que pasó en la tragedia de Once. Si sucede será por el deterioro natural que sufren los materiales por el uso, detalle que en Argentina suele pasarse por alto: como dije, la cultura de la chatarra está tan incorporada que no se nota hasta que la sangre llega al río. La gente lo acepta como parte de su sino. Viajar hacinados en trenes y autobuses también es parte de su sino, a nadie se le ocurriría pedirle al mótorman que cierre la puerta cuando suben, o quejarse por el hacinamiento. Los niños no constituyen un obstáculo. Los ancianos tampoco. El hierro se mezcla con las personas, con el hedor incierto, amargo de la chatarra, con la basura inidentificada de rincones y engranajes.

Cuando alguien les diga que tienen derecho a exigir un trato digno, no se lo creerán. Seguirán subiendo a ese tren porque es todo lo que tienen. Seguirán subiendo porque la ciudad es grande, grandísima, y llegar tarde al trabajo puede significar el despido. Seguirán subiendo porque siempre ha sido así y seguirá siendo así por los siglos de los siglos. Seguirán subiendo porque siendo las fronteras tan lejanas, tan inalcanzables, a nadie le importa cómo será en otro lugar, porque ese lugar nunca va a alcanzarse, y si se alcanza será por la inercia de un tren que no se detiene y se estrella contra un andén.

Lucas Menghini Rey tenía veinte años. Ahora que ya tenemos mártir, ¿podemos bajarnos del tren? (2)


Mientras pienso en todo esto, las nubes avanzan por el cielo a velocidad sorprendente. Por ahí suena la Cueca de la frontera, y me pregunto dónde estará la mía, hasta dónde llegarán las tierras de El Dorado, de quién serán y qué significará ser argentino, si es que significa algo. El viento sopla fuerte.

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(1) Tierra sublevada: oro impuro, de Pino Solanas (2009)

(2) La sangre llegó al río: ordenamos la intervención de TBA, la empresa concesionaria.

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