Séptimo cielo (o delirio subterráneo)
… y Dios creó el séptimo cielo, diciendo: “dejad
que entren todos”. E hizo que fuese vigilado por la puta y el avión.
Patti Smith
El apóstol Armstrong miraba la Tierra
desde su puerto lunar y soltó un versículo memorable: “¡Vaya! ¡Tan grande que
parece desde adentro y desde aquí no es más que una canica!”.
En La guerra del fuego, de
Jean-Jaqces Annaud, unos neandertales son atacados por una tribu hostil.
Mientras huyen, el chamán pierde el fuego y la pequeña comunidad se ve obligada
a enviar un comando de hombres jóvenes en busca de ese bien precioso que han
heredado, y que no saben cómo producir. Durante su periplo en una tierra que
desconocen, nuestros héroes están a punto de palmarla en varias ocasiones.
Pasan hambre, miedo y soledad, se enfrentan a bestias salvajes, son capturados
por enemigos, consiguen escapar y uno de ellos -el más apto- tiene tiempo
incluso para enamorarse. Aunque en la película el fuego llega con el amor -en
una analogía maravillosa será su amante sapiens quien le enseñe a hacer tanto
una cosa como la otra-, no es éste el detalle que interesa, sino el carácter de
viaje iniciático que tiene la búsqueda, y su consecuencia en la construcción de
una nueva identidad. Tuvieron que salir de la caverna, sufrir un poco,
enfrentarse a lo desconocido, y mezclarse con individuos diferentes a ellos
para descubrir que el fuego no era una entidad increable, sino que podía
fabricarse. ¿Qué hubiera sido de ellos si en vez de buscar nuevas fronteras
hubiesen preferido quedarse en la caverna?
Me fui lejos, muy, muy lejos. Mucho
más lejos de lo que todos puedan suponer. Mucho más lejos de lo que yo misma
podía suponer. Y sólo ahora que estoy de vuelta comprendo lo lejos que está el
sur. Para mí éste no es ningún viaje final, la Argentina no es un destino
definitivo. Y siempre lo será, esté donde esté. La Argentina será siempre mi
canica predilecta, pero me la tomo como lo que es: una canica, una más entre
tantas. O sea, la única. Yo no dispongo. Si tuviera que tomarme un avión mañana
mismo, me iría persuadida de que no es el mejor país del mundo, sino solamente
otro. Y el único. Esto, además de mi puerto, mi cuarto, mi bulo y mi demencia.
El chip de la idealización facilona se me quemó el día en que aterricé en
Ezeiza. No es mi idea atrincherarme en una casita hasta que me llegue la
muerte, porque habiéndome ido tan pero tan lejos -casi como Armstrong- intuyo
que no estoy en condiciones ni de atajarme ni de suponer. Esto me da paz.
¿Por qué te volviste?
Decime qué te gustaría oír, y yo te
lo cuento. Quizá te gustará oír que fue porque en algún momento me agarré una
mamúa y supe que tenía que volverme para levantar el país con vos. O porque me
cansé de “tener que trabajar en cualquier cosa” (de lavacopas, por supuesto)
echando a perder aquí una carrera promisoria como martillera o profesora de
manualidades. O porque me harté de llevar cosido en la manga el estigma de
sudaca. O porque me di cuenta, al fin, de que nunca se puede estar mejor que en
el país de uno, y que después de los palos que creíste entender que me daban ya
tengo claro que la Argentina es, nos guste o no, el mejor país del mundo, lejos
(de todo, de eso no te quepa duda). También te gustaría oír que la Argentina es
generosa, solidaria, y que está creciendo como un enano en la cima de un árbol
de calabazas. Y ya que viene al caso, que España se hunde, se hunde
irremediablemente, y que está muriente, así como estaba la Argentina cuando ese
diez por ciento hizo las valijas y se fue con lo puesto, igual que lo hicieron
nuestros abuelos. Así como estaba de moribunda y hasta arriba de basura con sus
perros muertos en las cunetas, con todo su material vendido al extranjero, con
su corralito metafísico calcado a las medianeras.
Pero siempre lo negarás.
Creo que fue el apóstol Collins quien
vio las naves, o fue otro -no me acuerdo el nombre- el que después de verlas,
se volvió reverendo. Como diría Maslow, tuvo una “experiencia cumbre”. La cosa
le pintó por el lado de Dios. Más o menos como el neandertal de Annaud mientras
veía a su chica hacer el fuego. Quién sabe si en ese mismo instante no debió
haber perdido de vista la caverna pelada, y haya sido así como surgieron los
bisontes. Todo es posible. Me gusta imaginar lo que debió pasarle por la cabeza
al neandertal en ese momento, el segundo en que se mezcló realmente con ella y
el fuego y se produjo el salto evolutivo, el inside. Quizá tras el
asombro y la euforia del descubrimiento, ya amparado en la primera chispa
tecnológica y con el correr del tiempo, al neandertal le haya caído alguna
ficha. Lo supongo porque es lo que me pasó a mí cuando la vi desde lejos y
pensé:
¡Pero bueno, tan grande que parece
desde adentro y desde aquí no es más que una canica!
Podría hablar de las brújulas que se
oxidaron, o se perdieron. De los relojes descartables que cuando se rompen, se
tiran. De una guerra pintada sobre un lienzo interminable para la Gran
Exposición de París. De gente educada en la creencia del pecado original
robando libros por diversión, en la Gran Vía. Del pegaso que encontramos en un
contenedor de basura, a las cuatro de la mañana, en el barrio de las Letras. De
la diosa Atenea en la plaza de los búhos, estación Malasaña. De lo fácil que
resulta comprar casi cualquier cosa hasta que te entren náuseas, sin que sepas
por qué. Del jazz cantado por rumanos en La Mona Fundida, y los grasientos
chiringuitos al final de la noche en las Vistillas. Del Va pensiero
entrando en Alta Italia por Niza, la dolce vitta. De una plaza donde se
puede almorzar con las palomas y una ciudad que a las diez de la noche queda
bajo el agua. Al vaporetto se llega por los pasadizos que sólo conocen
los hombres con sombrero. Las marionetas y las personas se miran con
perplejidad a través de una vidriera en general sucia, y en el sitio donde hubo
un baño, ahora hay una galería de arte. Podría hablar de las acequias que
llevan a Roma, del ascensor fantasmal que se quemó en el incendio de Lisboa, de
la elegancia fría, casi austríaca, del Piamonte. De San Père d’Artá y la
mezquita sepulcral de Idris II. Del Montseny, los velos de las musulmanas en
París y la luna llena, rota por una nube, en Vilanova I la Geltrú tomando
Martini a veinte metros del mar. De los carozos de las aceitunas, que siempre
van al suelo. De las tetas secándose al sol y de Andalucía mojándose a la
sombra. Que nadie duerma, dijo Federico. Mientras escribo esto, cuatro gitanos
se hacen unas pelas dando la espalda al séptimo cielo, sentados en una cornisa,
y no se caen. Podría hablar de la noche más perfecta junto a una fogata, era
agosto y comimos patatas asadas y vimos como todas las estrellas caían. De un digeridoo
animando la fiesta alrededor del fuego, en Tarragona. Podría hablar del muro
que derribaron en Berlín, o de la casa okupada por mujeres que llenaron de
graffitis las paredes para dejar claro que hay vida, y niños, después de una
guerra. De la constelación de Escorpio vista desde el Guadalquivir. De Orión en
el Obredoiro. Del telar de Aranxa, en Taramundi. De lo triste que es el puerto
de Génova, y de lo mucho que dura la ropa comprada en Milán. De los grilletes
que todavía perduran en los muros del Escorial, y del alcázar de Segovia, donde
todo el mundo sabe la cantidad de peldaños que lleva a la torre, pero nadie
quiere asomarse a las mazmorras. Podría hablar de las cigüeñas que anidan en
los campanarios y decir que allí la luz del cuarto de baño siempre está afuera,
que birome se dice boli, que una caña es una cerveza y que no hace falta dar
las gracias para to…
y aunque te lo dijera, y aunque te
dijera esto y mucho, muchísimo más, no te habría dicho nada.
No te habría dicho nada. Podría
pasarme noches enteras escribiendo enumeraciones de todo lo que vi. Podría
contar docenas de anécdotas, describir colores, paisajes, encorsetar la Europa
cutánea en una faja rioplatense de papel de diario y ballenitas de metal. Pero
no te la puedo vestir así, porque no le haría justicia.
Ella viene de España. Y de inmediato
surge el automatismo, la mente hace click y se abre la ventana del concepto
España. El concepto España con su consiguiente distorsión. España con su sino
más bien choto. España sin Europa. España desembarcada en el Río de la Plata.
España del pan negro. España del exilio. Surge la imaginería almodovariana del
sofá de cuerina, las paredes empapeladas, el chamuyo escandaloso, la grasa en
las mesadas... Lo dicho, podría seguir bocetando hasta que se me gasten los
dedos. Pero nunca lograría aproximarme, ni tan siquiera lo más mínimo, a la
España que conocí. Que nunca será la misma que la del primo “que se forró”
poniendo una heladería en el Barrio Gótico, ni la misma que la del ecuatoriano
ambicioso que trabajó día y noche para comprarse un piso en el extrarradio. Ni
la misma que la del magrebí en el paro que hoy duerme a la vuelta del teatro La
Latina. El punto más interesante del conocimiento no reside únicamente en las
cosas que has visto, sino en las que nunca llegarás a ver. Es lo que diferencia
al habitante verdadero del turista con pretensiones de habitante.
Ella viene de España, es sólo un decir.
Lo primero que se advierte es el
aire. No digo algo obvio: el aire es diferente. Realmente distinto. Es otro
hemisferio, otra manera de organizar el mundo, otra forma de dosificarla dentro
de los espacios construidos. El aire tiene otro ritmo, otra textura, otro brío.
Otro olor. La luz es distinta. Y resulta que esa sinergia entre aire y persona
genera una energía diferente. Mi primera impresión al bajar del avión fue de
aturdimiento. Comprendí que remontar la sacudida inicial iba a ser un desafío,
pero me propuse vencerla. Fue como domar un caballo salvaje. Cuando lo
conseguí, supe que ya estaba lista para volver.
Me fui lejos, muy, muy lejos. Mucho
más lejos de lo que todos puedan suponer, mucho más lejos de lo que yo misma
podía suponer. Porque me fui dentro de mí. Y eso, sea por la razón que sea, es
algo que nunca me pasó aquí. Yo fui a buscar el fuego, y lo encontré. Esto lo
notarán quienes sepan de qué hablo; los que esperen una exhibición de
pirotecnia… podrían quedar decepcionados.
¿Y por qué no te quedaste?
Porque el sur se acaba en el mar, que
es donde empieza todo. Porque en el sur se calientan tres pavas y se vuelca el
agua en un fuentón de aluminio. Se abre un pan de jabón y se baña a la niña, a
ver el ombligo. Porque cuando nacés en el sur es como si vivieras colgando de
un ombligo, y esto tiene su bonanza: aunque haga frío, el sur es marginal,
sobra espacio para habitarlo. Villa La Angostura, fin de milenio. El meteorito
cayó justo en el patio de casa el día siguiente a la noche de Reyes: era el
verano del 74, y esa mañana nos prohibieron mirar al cielo porque había un
eclipse. Una tromba de agua se desplomó sobre la tierra, todavía recuerdo la
montaña de granizo contra la puerta. Arañas grandes como trompos cometa. Con
envergadura corporal de yoyós. Arroyo Las Brusquitas, ¿existen los see
monkies? Y esa iglesia en forma de iglú construida sobre un manantial. Luca
arrastraba su voz aginebrada; creo que voy a cortar los hilos que me tienen
atado al cielo, decía, ginebraicamente; voy a dejar que se rompa el dique, no
me preguntes por qué. Calle 27, una antes de Peralta Ramos, la presencia
evocadora de un recuerdo del futuro: la muralla de piedra que impresiona a las
niñas. La logia secreta del Martillo Chico. Banderas de la dignidad, muy usadas
ya, en Plaza de Mayo. Para vivir aquí hay que saber abrir una brecha en la
pared con el filo de una billetera. Un banquete en el taller de RAB hasta las seis,
rodaba Greenaway. Y Charly me mostró todo el mar de primavera. Una noche sonó
Wolfie, y los cielos y la tierra crearon a Dios. Esa puntita blanca que ves
ahí, es el volcán Lanín. Verlo desde una cima no podía hacerme más
insignificante. Buenos Aires, un pacto doméstico con la ciudad. En el séptimo
cielo los jaguares despiertan con los maridos que se van al monte. Un amanecer
en ruta a la altura de Tres Arroyos. Luego, la luz. Los girasoles en flor
contra el mar y un mar contra el alba y el alba encendiendo la tierra. Hubiera
sido una buena foto, pero él dormía. La imagen indeleble de un campo de hinojos
al sol. Tardes viendo los teros en Sierra de los Padres. Una nube de marihuana
en la Biblioteca Juventud Moderna, año 86: la voz de Hebe hablaba alto y claro,
sueño cumplido. Toma terrestre de La Vía Láctea desde la Pampa, a dos días de
Carnaval. Y rezo. La murga le da pan al pobre, y el que no salta es militar. El
24 de marzo siempre llueve finito. En la cima del Uritorco todo es tan blando
que dan ganas de saltar. Una feliz caladura de agua hasta la médula de camino
al cerro, ¿y dónde están los OVNIS? Las araucarias. Rodar por los médanos. El
archimanoseado sentido de la vida. Ufff… Dios. Cruzar la ciudad a pie hasta la
costa, y de la costa a cabo Corrientes, y de cabo Corrientes a Ganímedes. Tortas
negras de manteca después de la lluvia, mirá lo rojo que se puso el cielo. Al
don al don al don Pirulero cada cual cada cual atiende su juego. Me sentaba en
la escollera a imaginar qué había al otro lado, y nada se parecía a lo imaginé.
Una calle de tierra, una huerta, un nogal plagado de gorriones una tarde de
octubre. Paseábamos por Recoleta, era de noche y era Plaza Francia, cera
perfumada en candelabros de forja. Burbujas de colores con aceites de incienso
en la feria. El Abasto, los conventillos, el hombre que se quedó congelado en
una vereda de la calle Santa Fe. Dónde van, aquí están los barberos de San
Juan. Sólo podían optar y ellos prefirieron creer que elegían. Árboles
frutales, gallineros. La liturgia de la carne tierna con un viento a favor.
Piden pan no les dan, piden queso les dan hueso. Este país puede ser un hueso.
Mil huesos. Un millón de huesos. No puede construirse un país si nosotros nunca
somos los otros.
Podría pasarme noches enteras
escribiendo enumeraciones de todo lo que sos. Podría contar docenas de
anécdotas, describir colores, paisajes, encorsetarte en un traje de chulapa con
un mantón de Manila. Pero no te puedo vestir así, ni asá, porque te vista como
te vista igual no te haría justicia…
Argentina!
Argentina!
Argentina!
(además, la noche más perfecta
todavía no llegó).
Argentina... ¡bienvenida a mí!
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