Volver
Y aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer
amor, cantaba Gardel. El error del santo ha sido afirmar que volvía con la
frente marchita. El verso acabaría imponiéndose a varias generaciones de
argentinos como paradigma de la experiencia migracional. El tango hereda la
morriña, el dolor de la partida forzosa, no la aventura. En él, volver viene a
ser tan doloroso como marcharse. El tango evoca la experiencia del viaje como
herida, no como hazaña. A nadie se le ocurriría negar la legitimidad de esa
herida -que hace de Volver un testimonio con emblema-, y aunque en ninguna
parte se mencione que esa herida pueda convertirse en aventura de conocimiento,
tal posibilidad quedará rubricada en un verso que parece apuntar a la noche
oscura del alma: tengo miedo de las
noches que pobladas de recuerdos encadenen mi soñar.
Siempre me fascinará el poder que tienen las palabras. No
hay presagio alguno en el verso del tango, tan solo la experiencia única e intransferible
del protagonista, que es lanzada al pueblo y cuyo imaginario la asimila como
predestinación y la convierte en mito.
Matizando la enmienda que se menciona más abajo, la
inmigración puede ser un camino de doble rasero para cuyo entendimiento haría
falta comprobar su naturaleza ilusoria, recorriendo las distancias entre
mundos. Es ahí donde se diluyen los mitos y se descubre la sinergia entre
orillas, algo a lo que en Volver,
insisto, no se hace mención.
Ahora que estoy de vuelta, no puedo decir que haya salido
de España con la frente marchita, porque no sería verdad. Se volvía así en la
era del tango, cuando los viajes entre mundos demoraban de 30 a 40 días, casi
siempre en tercera clase y agarrados -aquí jugamos con el mito- a un barril o a
un baúl con dos mudas, un traje barato y algún chacinado para consumir a bordo.
Ahora la comunicación con la otra orilla es instantánea, el viaje demora 12
horas y el baúl se envía por encomienda. No obstante, la visión que se tiene en
España de la inmigración sigue siendo la del mito. No me cansaré de repetir que
un pueblo que no ha sabido integrar en sí mismo la experiencia migracional no
puede integrar a sus propios inmigrantes.
Como me dijo alguien hace tiempo: la historieta que nos
contaron los europeos es más grande que una catedral, una mentira infame. ¿Esto
quiere decir que nuestros padres y abuelos eran unos mentirosos?¿O sería, más
bien, que su percepción se encontraba -como la mía hoy- filtrada por la emoción,
y no es que nos mintieran, sino que su discurso no hacía más que reflejarla
transfigurada por la distancia? Nunca hubo mentira, lo que hubo fue nostalgia,
y esa exótica variante de la esperanza -esperanza paria, que diría un criollo-
que sólo puede conocer el inmigrante, y que reside en la certeza forzosa de que
pase lo que pase, siempre habrá un puerto al otro lado, un puerto que le
devuelva al viajero el sentimiento de pertenencia ausente en tierra extranjera.
Sólo habiendo descubierto que el viajero
que huye, tarde o temprano detiene su andar, sólo habiéndolo visto todo
dentro y fuera de sí, el protagonista de nuestro tango puede volver tranquilo.
El tango es triste, dicen en España. También se dice en
Argentina, claro, para qué negar lo evidente. Pero ir más allá del simple
formato de fábrica exige la complicidad con el protagonista, la zambullida
metafísica que, como toda pieza artística, supera al código que la engendra:
¿cómo explicar la experiencia migracional tan sólo con palabras? A mí no me
bastaría una novela para plasmar mis 13 años en Europa. Puedo, a duras penas,
intentar alcanzar en dos versos mal escritos el flash de una noche viendo el
mar desde la torre Ametller, que besa el Mediterráneo; y aún así, no hay mañana
en que me despierte sin preguntarme si todo eso no fue más que un sueño.
Mi experiencia migracional ha sido realmente extraña.
Empezó en Madrid, boca arriba, viendo el techo horriblemente amarillo de una
habitación de hotel con olor a humedad, y terminó en un piso blanco y lila frente
a la Pedriza. Nada del otro mundo, si no fuera porque esa primera noche en el
hotel de Atocha todo mi ser confluyó en un punto, cuánticamente hablando, y
surgió una evidencia aterradora: me
quiero volver pero no puedo. Fue instantáneo: la supremacía del
significante se me quedó grabada como un sello. Hoy me pregunto si mi
permanencia allí no fue más que una ciega obediencia a ese poder del
significante y no otra cosa. De ser así, la estupidez de los mandatos no tiene
parangón. Se le acercan, en calidad, los mensajes subliminales que nos inculcan
en la escuela -sobre la madrepatria y otras mentiras-, las postales de los
viejos que llegan en forma de acordeón desde un lejano Mediterráneo, y la
película esperpéntica de una familia supuestamente más rica que la de uno.
El
mangrullo
La Madrepatria es un mito creído y absorbido -mamado- por
mucha gente segura de que Latinoamérica nunca hubiera llegado a ser lo que es
si no fuera por la Conquista. Y la verdad es que Latinoamérica nunca hubiera
llegado a ser lo que es si no fuera por la llamada Conquista, rapiñaje hoy día
admitido tanto por españoles como por criollos, excepto por aquellos a quienes
una suerte de culpa a largo plazo les impide admitir abiertamente la deuda
histórica que España tiene con nuestro continente. Yo no lo supe hasta que
comencé a vivir allí. Será que estando fuera se fortifican las identidades, te amangruyás.
En Argentina un mangrullo es una atalaya, un sitio desde
el cual se controla la llegada de extraños. Lo primero que se percibe al bajar
del avión en Barajas son dos cosas:
1) la gente habla demasiado alto;
2) la gente vive amangrullada.
Pasado un tiempo en un país donde, entre otras cosas, han
tenido una dictadura que duró dos generaciones, el amangrullamiento se vuelve
inevitable. Homo habitus. Simpática la gente -algunos- pero amangrullada.
Un detalle que noté a la semana de llegar fue que en
España se está “de fiesta” muy a menudo-hay vírgenes y santos a diestra y
siniestra, nunca había visto algo igual-, lo que trae en consecuencia que haya
gran cantidad de feriados durante el año, y mucha vacación. Pasado el tiempo
descubrís que esos feriados son disfrutables únicamente por la clase
privilegiada de las transnacionales y los funcionarios; que el resto es carne
de cañón. Pasado un tiempo mayor y ya superada la obnubilación de la primera
temporada, comprendés que para que haya gente aquí disfrutando de unos
privilegios -ropa, comida, salud, transporte y servicios- tiene que haber gente
en alguna otra parte pagándolos. La ecuación, con trampa, es sencilla: yo te
doy el dulce y vos ni te enterás de dónde viene, ¿a quién le va a importar de
dónde venga siendo el dulce tan dulce?
Lo que tiene el dulce es que te apalancás, te apoltronás
y te achanchás de tal forma que con el tiempo la conexión natural entre humanos
es sustituida por la conexión a cables (o inalámbrica). Se produce entonces la
distorsión primero moral y luego perceptual, de ver tus relaciones personales
reemplazadas por tarjetas de crédito, promociones, servicios, préstamos, bienes
de consumo, tecnología punta, etc. La anomalía se sistematiza. La
tergiversación del discurso se convierte en un error ajeno, la apatía pasa a
ser una tendencia -trend-, la
paranoia se normaliza bajo una leyes de protección de datos, y el egoísmo más
garrafal será respaldado por las instituciones sin que nadie se atreva a
cuestionarlo, so pena de ser tachado, mediante sofismas bien difíciles de
desmantelar, de comunista, conservador o enfermo mental (todo depende de quién
esté al gobierno).
Lo que al principio se percibe como difuso pero
atractivo, fácil aunque inalcanzable - sin entrar en sutilezas, como ensalada
sociológica de ardua definición- pasa a ser asimilado por las buenas con el
tiempo. Lo dicho, que a nadie le amarga un dulce. Y te amangruyás.
Cada cual en
su parcelita privada: bienvenido a la república independiente de tu casa, el
slogan de IKEA -la gran multinacional de muebles fabricados con mano de obra
infantil en países de Oriente- acabará rubricando la venta de la morada a cambio
del ensueño. Lo que parecía ser una realidad exclusiva de España y del resto de
los llamados “países desarrollados”, no era más que un campo de pruebas. Cuando
los europeos descubran que han sido ellos mismos quienes pusieron a sus
gobernantes en el podio, será ya demasiado tarde y la Unión -que nunca lo fue,
porque no puede haber unión de ninguna naturaleza cuando se come y se vive a
costa del esfuerzo de otros- se habrá venido abajo. En España, especialmente,
donde la ideología está meridianamente polarizada en izquierdas y derechas -el
plural sugiere el automatismo de la generalidad-, los períodos electorales
consisten en ir boyando de un extremo aparente al otro, según quién la haya
cagado mejor durante su gestión( básicamente igual que en Argentina, su segunda
hija mayor después de México). A la hora de votar, el pueblo se limitará a
castigar más que a elegir. Otro tentáculo de la ortodoxia genética que se
respira en tierra de Borbones, sea entre los llamados “ateos”, sea entre los
más fervientes católicos de mantilla y chaqueta negra.
He aquí el epítome del amangruyamiento ideológico que
redefine desde la institución “democrática” a los dos clanes primigenios, y al
enfrentamiento entre familias que diera origen a una guerra fratricida conocida
universalmente como civil.
Simpapeles
Como ya he dicho antes, el español medio no tiene
integrada su comprensión del migrante. Ella está limitada por la experiencia de
varias generaciones migradas por causa de la guerra, el hambre y las
revoluciones. Luego hay un detalle que se le escapa tanto al español medio como
a sus instituciones -cada pueblo tiene las instituciones que se merece, o que
se puede permitir-, y es el tema de la formación. A muchos les resulta incómodo
recordar que el grado de formación del migrante español, en tiempos de la guerra,
era de medio a bajo, cuando no rayano con el analfabetismo. Espinoso asunto que
no suele mencionarse a la hora de hacer un análisis sociológico serio de la
sinergia inmigracional entre países, y que no obstante resulta imprescindible a
la hora de asimilar capital humano de calidad, y no mera mano de obra barata
para ser explotada durante el período de bonanza como fuerza de trabajo.
Lamentablemente, la mirada del migrante pobre y sin
cualificación ha sido recogida por las instituciones como una realidad
aplicable al migrante de hoy, cuyo grado de formación suele hallarse al mismo
nivel o por encima de la media nacional. Son datos estadísticos, no me los he
inventado yo. Hasta hace poco el caso era diferente para los migrantes con
formación en sanidad: el boom de la migración de médicos autóctonos acabó
absorbiendo gran cantidad de personal extranjero, que en muchos casos ha
conseguido hacerse un hueco en la sanidad pública y hoy goza de un puesto de
trabajo fijo y -digan lo que digan- bien pagado, en un país donde el sueldo
medio es de 600€, digan lo que digan también. El resto, salvo honrosas
excepciones, lo tiene bastante más difícil, sobre todo últimamente, que no le
homologan el título ni a los dentistas. Si hasta hace diez o quince años ya
resultaba difícil obtener algún tipo de reconocimiento profesional, hoy mismo
el caso resulta poco menos que de ciencia ficción.
Pero esto que describo es un mal menor, si se compara con
la -según el caso- escasa o distorsionada difusión de la problemática migrante
de los llamados ilegales, divulgada por la prensa española con ese tono
proteccionista y siempre subestimatorio de los simpapeles que llegan a las
costas de Canarias en sus pateras, y que son recogidos por Cruz Roja para luego
ser abandonados a su suerte [bueno, en realidad esto era antes, hoy
mismo los inmigrantes se han vuelto literalmente invisibles, ya no se habla del
colectivo ni para repartir palos]. Esos pobres simpapeles son
los que yo veía plantados en la interminable hilera del top manta por Paseu de
Gracia, en Puerta del Sol, o en cualquier paseo turístico, con los ojos
perdidos en la lontananza, todos idénticos en su anomía y su tristeza, tirando
de un cordoncillo amarrado a las cuatro puntas de una sábana que les sirve de
escaparate, así durante horas hasta que lleguen la policía y tirando del cordón
para recogerlo todo haya que salir corriendo con la bolsa en volandas.
Aunque
no se viva en carne propia, el escrutinio cuidadoso del sapiens africano mueve
a una no menos esmerada reflexión sobre un cierto efecto dominó, porque si bien
ellos son el último eslabón en la cadena alimentaria del blanco-caníbal, llegás
a preguntarte en qué momento podría tocarte a vos, o a tu familia, un destino
similar al de ellos. No hay nada que lo impida, cuando ves que las leyes
inmigratorias cambian cada seis meses y nadie te lo informa, o acabás
enterándote de incógnito y mal, en situaciones de enfermedad, mudanza o
renovación, por funcionarios que apenas las conocen. Esto es grave. El juego es
muy sucio, y merece ser denunciado, porque se juega con el estrés y la salud
mental de las personas. Estoy convencida de que en estos momentos no hay en
España, ni en ningún país europeo, papel o documento que pueda salvar al
migrante de un destino ignominioso, de la anomía o el desamparo institucional.
Parece ser que un detalle a tomar a cuenta a la hora de
definir una nación verdaderamente desarrollada es la manera en que interactúan
los puntos del tejido social e institucional (siendo este último un reflejo del
primero). No sé cómo será en otros países, pero en España el tejido está
diseñado para que los puntos sueltos de ese tipo no se noten. Ahora que lo
pienso podría hablar inclusive de un tejido paralelo, como una trama fantasma,
ideal para disimular las arrugas y flaccideces de un sistema que en lo moral
hace aguas por los cuatro costados. Tanto
es así, que si no fuera por los autóctonos realmente conscientes y preocupados
por este tipo de situaciones, gente comprometida a través de las ONG y
formaciones similares, ciertos intelectuales y mucha asociación y fundación
privada trabajando a pulmón para que las cosas relatadas más arriba no sucedan,
o acaso, para aliviar sus consecuencias, España y el llamado primer mundo
dejarían de merecer el derecho a ser consideradas comunidades humanas.
Siento ser tan específica, pero es lo que he visto y
también es lo que -en parte- he vivido.
Por esto, entre otras cosas, dejó de interesarme Europa.
Me interesó en su momento, cuando creía que quizá allí se impartiera mejor la
justicia y que la llamada democracia podía ser algo más que un membrete. Pero
viendo que hasta hace poco muchos votantes no acababan de meterse en la cabeza
su responsabilidad en el constructo -tan empeñados estaban en echarle la culpa
al gobierno, como si éste fuera de facto y ellos no hubieran tenido nada que
ver en su elección-, y viendo tanta gente encaprichada en mantener sus parcelas
intactas aunque afuera se les desangrara el vecino, lo siento pero decidí
pasar. Mismo perro, distinto collar, la farsa está a años luz de la nuestra: es
mucho más sutil, muy bien estructurada y mejor controlada, y por tanto
rematadamente más perversa.
Además, ¿por qué iba a quedarme en un país donde otros
decidían por mí las leyes que regirían mi destino? Hablo como ex inmigrante. Por suerte, ex.