Ni aunque te mate


Siempre te creiste la niña bonita. Ya de piba te gustaba que te miraran y andabas loca por los pibes más grandes, a los que provocabas dejándote crecer el pelo hasta la cola para echárselo en la cara cuando te vieran pasar. Ahí va la morocha, con su minifalda mítica. Trece años que parecían como quince. A los doce te encerraste en el baño frente al espejo que rompió tu papá cuando supo que tu mamá iba a dejarlo, y te probaste la ropa que ella nunca se llevó. Ajustaste todas sus polleras a la curva de tu cintura y las hiciste coser por la modista, que te cobró un ojo de la cara porque tenían que parecerse a los modelos de marca que venden en el centro. La plata se la robaste a tu papá y con gusto, que se joda por haberle pegado... Después te las pusiste para ir al colegio y empezaste a practicar el paso. Te matabas haciendo la gimnasia que sirve para sacar la cola, y como no tenías plata para las mancuernas, agarraste los libros de mate y comenzaste a entrenar en casa, viendo la tele boca abajo. El primer sueño crecía en proporción a tu cifosis.

Con el segundo meditaste que ibas a necesitar un dineral, entonces te pusiste a trabajar en el verano para comprarte unas lolas. No te importó que te explotaran por ser menor, vos tenías el sueño fijo de las lolas. Estabas dispuesta a trabajar todos los veranos con tal de conseguir tus tetas nuevas, ésas que cuando te ponés una musculosa quedan ligeramente juntitas -pero no del todo, las que se juntan mucho es porque caen, y si caen no son perfectas-; y dan acceso a otro tipo de vida, son un pasaporte al futuro. Unas tetas como ésas vienen con un pan bajo el brazo y un pelotudo con un auto importado. Pero los pelotudos duran poco, así que mejor pensar en la independencia que pueden dar unas tetas como ésas, que abren puertas, pagan birras, entran en barrios privados, compran viajes, sobornan patovicas… ganan castings. Las tetas le dieron un sentido a tu vida cuando no había nada más en que pensar. Eran más lindas que el espejo roto que tu papá nunca va a cambiar e iban a comprarte un baño como esos que se ven en Gran Hermano, y que nadie tiene en la vida real. Bueno, nadie que no tenga unas lolas nuevas, como vos.

La niña bonita. Un fideo, decían en casa, riendo, y vos te enderezabas y te ponías brava: cuando sea grande voy a ser vedette. Hiciste de cuenta que nunca hubo nariz de morrón, mentón demasiado largo y ojos demasiado chicos. Te compraste una buena pinza y suavizaste la curva violenta de tus cejas, hasta dejarlas como un hilito. Estabas tan convencida de que eras linda, linda desde siempre, linda para siempre, linda desde que te miraste por primera vez al espejo y te sonreíste y te adoraste y miraste a tu papá como diciéndole: ¿viste que linda que soy?, y él se quedó ahí parado con cara de mayordomo, adorándote y aborreciéndote al mismo tiempo… que acabaste convirtiendo tu extraña belleza en un arma de seducción. Había que ver los aires que te dabas delante de los pibes, y también con las pibas, porque te querías tan ferozmente que a nadie se le hubiera ocurrido la idea de que fueras fea… ¡si sabías contonearte desde que ibas al jardín!

Tu primera víctima fue una nena a la que le quitarle la hamaca de un empujón, y la segunda un párvulo incauto al que engatusaste para que te hamaque. Después de eso en tu casa se dieron cuenta de que la nena siempre hace lo que quiere, entonces te dejaban hacer, divertidos y abrumados. Acorralabas a tu papá para que te comprara cualquier cosa, en caso contrario te ponías a chillar dando patadas contra la guantera. Porque la nena es divina, no se le puede decir que no… la nena sabe muy lo que quiere. La nena es linda, qué linda que es la nena. En la escuela pasaba lo mismo, pero en segundo grado se te complicó -la maestra era una monja- y optaste por andar todo el día pisándole los talones con cara de cordera degollada, caminando en puntas de pie y las manitas delante del pecho, como un conejo. La monja acabó cediendo a tus extorsiones, agobiada, quizá, por la inconfesable repugnancia que le provocaste desde el principo por tu tendencia innata a la alcahuetería y la seducción. Viendo que funcionaba, seguiste.

Cuando te vino la menarca te pasaste al segundo piso, con "las grandes". Fue automático. Querías que te contaran los secretos, que te llevaran a comprarte bombachas de mujer, que te filtraran de contrabando en los boliches después de la previa. Les copiaste los gestos y el habla, y te aprendiste todo tan rápido que no dudaron en aceptarte entre ellas como un animalito amaestrado que las divertía y admiraba. Como una muñequita fea que promete ser linda si la arreglan, un juguete vanidoso. En cuestión de semanas tu aspecto se transformó. Te soltaste el pelo (que sólo recogías en la entrada del colegio, la media cola descuidada que exuda el aroma frutal del champú), te pusiste una mechas rojizas en la base de la nuca, te pintaste las pestañas y te tiraste semanas ensayando la mirada del bombón asesino frente al espejo del placard. Después te sacaste a la calle con el pelo nuevo y la nueva mirada y viendo que funcionaba con los pibes, y también con los viejos, te subiste al carro de las lolas nuevas. Ochenta es poco, te dijeron las chicas, y un fideo sin tetas como que no garpa… ¡hacéte unas! Así que te largaste. Dejaste de comer carne, si total… ¡para qué!, y tallarines porque engordan, y el chicle porque arruina los dientes y es de pendejos. Si una sueña con ser famosa tiene que cuidarse la dentadura. Por instinto sabías que tener buenos dientes y ser un fideo te iba a rendir. O quizá no haya sido por instinto, no… sino porque lo venías viendo en la tele desde que se fue tu mamá: me pongo un poco atrás, otro poco arriba y yastá, pensabas la noche en que él le pegó, haciendo pedazos el espejo del baño.

Y te agarraste a ese pensamiento con toda tu alma.

A los quince años te subiste al coche de uno de veintiseis que te llevó a brillar por Puerto Madero a cambio de tu virginidad. Igual lo hubieras hecho por nada: la idea era ahorrar tiempo, algo que no sabiendo por qué, vos ya sabías. También es probable que lo supieras desde antes de saber, y sólo después de haber averiguado que una piba fea puede ser linda a toda costa. Era lo único que siempre te importó: el sueño grandioso de abandonar la casa de Lugano y tener tu baño fashion, tu depto, tu cochecito paquete y tu lugar de vedette en la vidriera de los súper-héroes berreta de la televisión. Años sentada en un pupitre mordiendo la punta de una birome o tonteando con el último de la fila, lograste recibirte sin haber abierto un libro, porque siempre que te ponían una ecuación en la pizarra te dedicabas a calcular cuánto te faltaba para llegar a pagarte las lolas. Fue cuestión de suerte que te perdonaran las amonestaciones, los machetes y las bodas de mentira con el peor de la clase. Ahí tuvo que intervenir papá, que con tal de evitar tu expulsión pudo haber pagado o suplicado, vaya a saber… Magalí es buena piba, no lo tenga en cuenta; lo cual no evitó que al llegar a tu casa te arrinconara contra el aparador de la cocina, y en presencia de tus tres hermanos, te diera la biaba. Venía bien saber que no sólo te habías recibido, sino que ya era hora de encontrar a alguien que te hiciera el aguante.

El último pucho para comprarte las lolas te lo pagó tu mamá, que siempre se sintió culpable por haberte dejado a vos y a tus hermanos al cuidado de ese animal de Luis. Disfrutalas, te dijo toda emocionada cuando salías de la clínica, e iba a añadir: cuidalas, pero debe haberle parecido un poco idiota y al final se calló. Te quedaste un tiempo con ella hasta que hubo problemas con el novio y hubo que mover.

Los siguientes dos años fueron raros. Trabajaste de go-gó, lo intentaste como modelo -sin éxito-, te hiciste el bótox en los labios, te anotaste en Gran Hermano -sin éxito también-, sobornaste a un tipo casado para que te pagara la cirugía de nariz y dormiste en el depto de la novia del barman. Te agrandaste las lolas, dormiste con el barman, te subiste a un comercial como extra, te bajaste en Parque Centenario, y mientras vendías relojes truchos en una Mitsubishi prestada, sorprendiste a tu mejor amiga teniendo sexo con un amigo del novio. Por si le quedaba alguna duda de que no fueras a contárselo, te instalaste cómodamente en su casa de Belgrano R sin pagar alquiler. Para agilizar, te colaste en un backstage antes de que la banda se metiera en el camarín, y lograste salir en una foto abrazada a un rockero borracho con el que no pasó nada. Trabajaste en una peluquería concheta donde te echaron al toque cuando se supo que no sabías ni agarrar el secador. Después probaste como cajera en un shopping, pero de ahí te fuiste sola, porque pretendías un puesto de encargada. Querías ser modelo, vedette, estrella, diva, potentada. Entonces engatusaste al hijo de un cómico famoso que te consiguió un puesto administrativo en el canal. La noche porteña es vertiginosa y vos estabas en pleno procedimiento. Morocha, respingada… mal, pechugona y a punto, con veinte años ibas en camino de no ser reconocida ni por tu propia madre, de tanto que ibas cambiando. No hubo puerta que no supieras empujar ni hombre que no pudieras embaucar, la cuestión era llegar al pináculo. Habías ensayado la pose cientos de veces hasta sacarte una cifosis que nunca te hizo doler. Lo que tienen las lolas es que armonizan la deformación.

Esperabas el momento justo para dar el salto... pacientemente desesperada, hacia la fama. Se te veía ir por la calle crispada, actuando el papel. Entre lo que ganabas y lo que conseguías sacarle al hijo del cómico, que viajaba seguido a Miami y te regaló unos taconazos de treinta dólares que una yanqui no se pondría ni aunque la drogaran con cloroformo, te armaste el ajuar acorde a la caricatura vernácula del minón infernal. Hasta que por fin te llegó. Por fin te llegó la hora… tu hora, la entrada triunfal en el templo de la iniciación.

Esa noche el conductor presentaba a un famoso streaper de la noche porteña y en el canal buscaban chicas… chicas lindas, jóvenes, chicas que supieran llevar un tanga. Los productores convocaron a un casting y siguieron buscando dentro del canal, a ver quién se prende. Y vos saltaste como un resorte: ¡YO!, pero mirá que no pagan… y vos: ¡YO! Se te rieron con desprecio, pero igual te presentaste en el vestuario con las otras, que esperaron durante horas delante de una puerta cerrada, atropellándose a codazos en un silencio hostil, dándose tarascones de caniche.

Te cambiaste la ropa en el baño de la adminstración, porque los camarines estaban todos ocupados; nunca sabrías dónde lo harían las demás: las chicas de repuesto no tienen camarín, la ajenidad de un cuerpo bonito exactamente igual a otro carece de espacio reservado. Igual no te importó, porque ibas a salir en la tele… ¡el sueño de tu vida!, ibas a ser vista por millones. El pelado baboso: bueno, bombones, dijo que había que bailar con el streaper en la piscina, calentarlo, entretener a la gente, así es la televisión; ojo con las cámaras: a ver quién consigue que le dén el primer plano. Re-onda, el pelado. Los cámaras son auténticos caracoles comedores de cebo. Cuando salieron al aire fue más o menos igual que estar delante del vestuario pegando tarascones, sólo que mucho peor, porque había que derribar con elegancia, pisotear sin que se note, aniquilar a la competencia sin vergüenza pero con gracia. Tu único objetivo fue llegar al streaper y alcanzar la tierra prometida del plano central. Utilizaste tu experiencia de go-gó para bailarle de espaldas a la cámara, pero se te interpusieron dos chiruzas -gatos de mierda- y tuviste que usar la artillería pesada. Metiste una gamba por delante, luego otra y después las lolas, con lo cual quedaron fuera de combate. Al fin y al cabo no hacías más que repetir el empujón de la chica en el jardín. Llamó la atención que después de eso recorrieras la cancha como un crack. La atención de un cámara, por lo menos. Y la de tu papá, que esa noche se había puesto a ver el clásico y mientras hacía zapping esperando que acabara el entretiempo, dio con el programa de las minas en pelotas y al verte se le cayó la mandíbula y le pegó un puñetazo a la mesa, derramando el vaso de Toro Viejo.

Pero vos estabas totalmente en otra, nunca llegarías a enterarte. El streaper ni siquiera te calentaba, en realidad te calentabas con vos misma. Es decir, con vos misma chupando cámara por primera vez. O sea con vos misma haciendo una felación de mentira delante de una cámara. Si total… ¿cuál es?

Pensabas que al día siguiente todo el país iba a hablar de vos, y en efecto, se habló. ¿Quién era la morocha con cara de turca que se robó la cámara por quince minutos en el programa de las minas en pelotas? Alguien que te echó el ojo dijo que tu cara trasponía el velo de la televisión. Te definió como una fea excepcionalmente hermosa, el proyecto embrionario de una vedette en estado natural. Aunque tu acción chabacana no fuera nada del otro mundo -ya estaban habituados- decidieron tomarte de mascota transitoria por causa del raiting. Tu primer batacazo. Iban a dejarte aparecer como elemento decorativo en la primera fila de la tribuna el viernes por la noche, después de la Copa Libertadores. Cuando te lo comunicaron comenzaste a temblar de un modo preocupante y en la oficina te dieron franco el resto del día. Mientras viajabas en el 72, lo primero que pensaste fue que los zapatos de Miami ya no iban a servirte, ¡a la mierda con esos tamangos!, y te sentiste miserable por viajar colgada en un bondi… ¡con semejante futuro por delante!

Horas después entrabas en lo de Ricky Sarcani haciéndote la superada, toqueteándolo todo con aires de estrella hastiada de la fama. Algo que atrajo la atención de las vendedoras, que te relojearon de arriba abajo para ver si merecías ser atendida o fingir que no te habían visto. Optaron por lo segundo. Entonces te pusiste unos zuecos altos como zancos y empezaste a dar vueltas por el local recogiendo audiencia masculina, al otro lado de la vidriera, en la calle. Hubieras roto el local a zuecazos con tal de que te atendieran, esas caretonas. Te cayó a la orden la encargada, una rubia veterana de edad indefinida, cautelosa, educadísima. De un solo vistazo le sacó la ficha a tu ropa y de ahí a tu origen proletario. Obviamente, te tomó por una tilinga. Bien formada, eso así. Una de esas atorrantitas que se gastan el sueldo un un par de zapatos con tal de conseguir la primera fila en la tribuna, llevando una remera de pedrería barata y el shorcito, hasta que la agarra una vestuarista y le pone un Ibáñez que nunca sabrá llevar. Porque acá, la que nace medio pelo, muere medio pelo. Te lo dijo todo con una mirada antártica mientras te sonreía como una nodriza: esto es Argentina, chiquita…

Basureada y sospechada, atendida con desprecio, bardeada y revisada tu tarjeta como si vinieras del Congo, vos te compraste tus Sarcani y saliste de ahí pisando fuerte y pegando con la puerta en el dintel. Fue tu entrada triunfal en el bárbaro mundo de los cuerpos ornamentales. Lo cual te insufló la energía de una transfusión, y fue también tu verdadero primer paso lejos de Lugano. Lejos del barrio patoteril de las carnicerías malolientes, los frentes sin revocar, las calles abolladas, el requiebro grosero del vecino grasún y las ojotas con tapones que estropean la planta del pie. ¡Con qué placer diste el salto! Ya eras otra. Ya eras ella, la que vino al mundo para brillar, es decir: vos. Y aunque el subidón no haya sido instantáneo, sino angustioso y por momentos denigrante, un campeonato absurdo entre la carne y el metacrilato de relleno, entre la anorexia en ciernes, las fiestorras en el canal oficiando de cortejo decorativo a las gansadas de un productor novato, y las curdas en boliches caretones que te dejaban al límite de la extenuación; vos aguantaste. A veces te despertabas temblando y agitada, como en estado de alerta -¿volvías del sueño o de una riña de gallos?-, pero seguías aguantando. Cuando te avisaron que podías reemplazar a una bailarina en el show, creíste tocar el cielo con las lolas. Salías atrás y a la izquierda, tapada por la de adelante, una yegua que le hacía ojitos al conductor… ¡yegua envidiosa!; pero tuviste la perseverancia de una estrella y poco a poco fuiste abriendo nuevos frentes. Un bolo por aquí, otro por allá… te prendías en todo lo que te ofrecían, y en lo que no, también. Tu cara empezaba a sonar. Unos te veían un aire a Susana Romero, otros a cierta vedetonga que trabajó con la Casán y después desapareció… y otros simplemente a nadie. Por lo que fuera, lograbas imponerte haciendo lo que hubiera que hacer, aunque no quisieras ni hacerlo. La cuestión era trasponer la línea del coro, el infranqueable muro de la comparsa. Llegar al mic, llegar sea como sea.

Al notar tu empeño te propusieron trabajar como secretaria en el show, y dijiste que sí. Pero eso también era poco y el cielo te empezó a quedar chico, vos no habías nacido para pasarte la vida llevando botellitas de agua mineral a los invitados… ¡a ver! Entonces el dedo de Dios se elevó para señalarte entre el montón, y fue el dedo del rufián que se lleva casi todas las tapas y es tema de conversación en la sobremesa del domingo. Uno de los tipos más abominables del circo, claramente una máscara, aunque brillante a la hora de fichar, que te persiguió detrás de camara para invitarte a la fiesta que daba en su quinta de San Isidro. Había visto a la celebrity dentro de la secretaria y te encaró en un pasillo: producite bien que te mando un auto después de las doce. Exactamente igual que en el cuento. Cenicienta en el bosque de Caperucita. No te importó que fuera un depravado -el lobo-, esa gente es too much, está beyond it all. Manejaste la situación con la conveniente dejadez de una femme-fatale, pero cuando te dio la espalda casi que te meás. Y vos tan ilusionada, pensando que él estaría esperándote sentado en una reposera de lujo… ¡qué idiota!, te pusiste tu mejor lencería y te hiciste toda la película, pero al llegar a la quinta el tipo ni apareció. El asunto quedaba reducido a la típica fiestorra atestada de idiotas hablando de sus perros, con los cuatro babosos y los tres maricones de siempre saltando a la pileta. Un chalezaso lleno de habitaciones, lujoso, revuelto, abrumador. Te agarraron infraganti en la sala del segundo piso, fantaseando delante de una corona de plumas monumental. Casualmente, el que te tocó era dueño de un teatro, un viejo rejuvenecido por el bótox. Esas plumas las había usado Ámbar La Fox en el Maipo en el 73: Ponetelá. Pesaba como un yunque, pero cuando él te la puso, resististe. Te enderezaste. Caminaste con ella dentro del paraíso. Pisá fuerte y salí a matar, mi amor… ¡COMETE EL MUNDO!

Entremedias te vincularon con el rufián y otros tres más. Era hora de aprender a desmentir, todo un arte. La prensa carroñera es así. Aunque fueras carne fresca, querían ver si eras capaz de sobrevivir. Pensá, mamita, pensá. La fauna especializada salió a ofrecerte consejo en la atmósfera vaporosa de algún camarín: si querías ser una vedette, inútil contraer el rol de conejita play-boy. Mejor asumir el supuesto escándalo y después que saliera otro a desmentirlo; acá todo vale, es un juego, nadie va a enojarse de verdad. En el circo todos mienten para que en casa se entretengan sabiendo que les mienten, así que vos: fumá. Pero no lo manejaste bien y el rufían se enojó. Le entró la vena misógina de su parte homo que ha nacido sin tetas, y a la postre, la del macho irremediablemente argentino, calificándote como una tilinga de cuarta y rata de albañal (expresión que había aprendido de su madre asturiana), mersa sin clase, sin talento y, por supuesto, trepadora. Lo de siempre. Se inventó que te habías colado en su casa el día de la fiesta para robarle la corona de Ámbar La Fox, lo cual fue desmentido categóricamente por el dueño del teatro. Sin comerla ni beberla, saltó a escena un zángano inseminador de tres famosas vedetongas -que llevaba años en la vidriera sólo por su función inseminatoria-, diciendo que él estaba en la fiesta y te había visto subiendo al coche ¿de tu novio? con la corona. Como el zángano era un chanta que atraía tanto a la audiencia femenina (por buen mozo) como a la masculina (por las minas que tuvo), la prensa le creyó a él. O mejor dicho, hizo como que le creía por órdenes recibidas desde un hotel de lujo en Maldivas.

La causa de la corona mitológica dio la vuelta al mundo, según algún exagerado de los que nunca faltan, y medio país se mataba de la risa, no teniendo así que llorar por causas verdaderamente trágicas. Durante meses se hicieron chistes sobre la corona descomunal que se robó la morocha, y en las carnicerías de Lugano se hablaba de la hija de don Luis. Los más viejos evocaron la belleza incomparable de Ámbar La Fox asisitidos por sus gordas esposas, que recordaron haber sido igualitas a ella cuando tenían veinticinco años. Al otro lado del mundo corriente se disparó tu nombre a los cuatro vientos: Magalí Farnos, la chica de la corona. Entonces te armaste de un manager. Edgardo te habló de índices, raitings, contratos futuros... Plata. Prensa, fotos, tapas de revista. Es decir: plata. Estaba recontra entusiasmado con vos. Sugirió que tomaras clases de comedia musical. Clases de actuación, canto, baile… Rápido, rápido. En un santiamén, de Magalí pasaste a ser Maga, aunque los hombres importantes que se ponían en contacto con él para consultar tu tarifa preguntaban por la Maga, Magalita o Maguita. Al principio rehusaste, pero viendo que eran gente interesante, limpia, rica, al final terminaste agarrando. Necesitabas plata para costearte las clases, la ropa y el depto que alquilaste en Palermo. La suerte quiso que te echara el ojo una vieja gloria de la revista, todavía en el ruedo, y enemiga acérrima del rufián. De ella llegarías a decir: me enseñó todo lo que sé.

Un bolazo, porque ya lo sabías desde antes de nacer.

Te jugaron, y ganó la gloria. Ella te adoptó y te vistió. Te enseñó a hablar y a mentir mejor de lo que siempre habías mentido; a encarar el mundo como una reina, una perra o una laburanta del show. Instrucciones de lo más jugosas que te bebiste con ahínco. Tenías que dejar a entrever, también, tu parte de pendeja vulnerable -soy muy familiera, en mi casa somos re-unidos-, ese toquecito pacato que hace las delicias de grandes y chicos. Moverlo todo en beneficio de una carrera meteórica donde la única emoción permitida fuera la alegría banal de los cuerpos. Sobrevivir a un tipo de exposición que llega a ser tan divertida como aborrecible, dejando que el sentimiento de humillación sea ignorado, y por puro instinto de conservación, más bien extirpado. Porque la que se siente humillada, no sobrevive: la chica del año se ríe de su propio escarnio. Superada la prueba, ibas adquiriendo experiencia en el arte de provocar escándalos de cosecha propia, y siempre que fuera necesario, te colabas en los ajenos, formulando opiniones cuyo único fundamento era conseguir otros cinco minutos de cámara. Hasta que un día conseguiste tu primer cartel.

Mardel te cayó encima como un tsunami de proporciones tailandesas. Era tu primera temporada, la victoria absoluta sobre el anonimato. En el cortejo de las ocho infartantes, cuatro a la derecha y cuatro a la izquierda, vos salías cuarta a la derecha de la vieja gloria. Ya se vio desde el principio que el público iba a quererte, porque al entrar te aplaudían a rabiar. Lo cual encendió tu fuego. Durante las cenas que tu mentora daba en su chalet, solía hablar de las chicas que habían quedado fuera de juego. Las recordaba por el color del pelo o por las lolas, jamás por su nombre. La rubia, la tana, la negra… la que se enamoró y dejó para siempre el ambiente. Ninguna merecía el beneficio de un recuerdo que no fuera impersonal. Para mantenerse había que trabajar mucho y no hacer preguntas incómodas. Saber ser comedida o zarpada según correspondiera. Estar siempre atenta, como vos, que siendo tan buena alumna te diste a fondo y a veces no tenías tiempo ni para comer. Salías del hotel con un tomatito o un yogurcito, y si antes te despertabas en estado de alerta, ahora no sólo dormías tres o cuatro horas, sino que a veces era tal tu cansancio que no lograbas dormir. Sin embargo fue una temporada magnífica que te dejó al límite de una felicidad que nunca habías conocido. Y en cierta forma, turbadora: era como si te ahogaras lentamente dentro de un ascensor, mientras el resto de tu cuerpo saltaba de euforia. Así que seguiste. Después de la cena, terminabas la noche cantando con el elenco o haciendo un streap para ellos en la sala vip del restorán. Borrachita. Colgadita. El famoso subidón. Te encantaba hacerte perseguir por algún incalificable movilero de la prensa caza-chismes, y cuando lograba darte alcance te le enganchabas declarándole tu adoración: qué rica, Magalí; saludando efusivamente a los que estaban en el estudio, sea para hincarte el diente, sea para arriesgar a tu favor: grossa, Magalí Farnos, ojo que promete…

El día en que te dio el dolor de pecho te estabas viendo en la plana del concesionario mientras tu manager te explicaba las características del coche. Chiquito, importado y rojo, un chiche. Después caíste en un agujero negrísimo en el que no viste más nada. Muy a lo lejos creías oir los gritos de Edgardo pidiendo una ambulancia, una ambulancia… ¿o era tu papá pidiendo auxilio por teléfono cuando se le fue la mano con mamá? No estabas segura. El dolor en el pecho seguía creciendo, pesaba como una losa que te impedía respirar. Movieron tu cuerpo y el silencio fue absoluto, la zambullida en un sueño liviano y profundo del que despertabas de a ratos, con la losa invisible aplastándote las costillas. Respirá, Maga, respirá. Lágrimas, rimmel, vapor de agua… todo se mezcló bajo la máscara de oxígeno con un regusto repugnante a cosmético y saliva fermentada. No puede ser, esta noche tengo función. Ya llegamos, Maga… ¡aguantá, Maga! No puedo… no puedo faltar, tengo función. Esa noche la tuviste que pasar en un hospital rodeada de tubos y agujas y un monitor que te medía la frecuencia cardíaca. Más anestesiada que dolorida y más asustada que anestesiada, preguntaste y te sonrieron. Luego volviste a preguntar, pero estabas tan cansada que volviste a caer en el sueño negrísimo de las primeras horas. Amaneciste en una habitación enchufada al monitor, viendo la silueta grandulona de tu manager que caminaba de punta a punta, hablando por el Blackberry: Parece que es congénito, no creo que pueda trabajar, por ahora.

Fue como si te hubieran arrebatado la vida de un manotazo. La losa no te hubiera dolido más. ¿Cómo que congénito? Imposible… ¡si eras un toro! ¿Cómo te ibas a enfermar justo ahora? ¡Hay que ser muy tarada para enfermarse en plena temporada! ¡Hay que tener una suerte de mierda para enfermarse en pleno cartel! No podías darte ese lujo, tenías una agenda llena, dos tapas, un comercial, los ensayos… ¡las clases!, ah… y la cita con el cirujano para hacerte la cola. Plata pagada de antemano y varios proyectos en Capital. Antes que quedarte tirada en esa cama al lado de una ventana y enganchada a unos cables, hubieras preferido romperte. Romperme, prefiero romperme en pedazos antes que largar... ¡prefiero romperme! ¿Por qué tenía que pasarte justo a vos, con toda la belleza, toda la juventud, toda la gracia y la procacidad, el amor y el desdén, el entusiasmo y el cansancio, la voracidad y la inapetencia y todo lo que se necesita para comerse el mundo? ¡El mundo! O sea, la Argentina. Vos, divina y brillante. Dios no hace esas cosas, el diablo sí: traéme una virgencita de Luján para que le rece. Tenías que estar lista el viernes por la noche para la despedida de la revista, sino te iba a reemplazar la atorranta ésa de Celeste y la prensa, ya sabemos. Después ibas a tomarte quince días en la quinta de un amigo, dejar de fumar, de chupar… ibas a dejar la merca, todo. Se lo prometiste a Edgardo.

Maga… ahora estás fuera de peligro, pero lo tuyo es delicado y te vas a tener que cuidar.

Él te habló dulcemente, cosa rara. Inútil fue que te dijera que estabas demasiado cansada como para seguir trabajando, vos ni siquiera lo escuchaste, seguías empecinada en levantarte para ir a la función, llamáme a Gloria, decías, pánico de que te sacaran el papel… ¡y todo por culpa de una lipotimia!, archivando inmediatamente la idea de algo grave en un anaquel de tu memoria que no volviera a abrirse. Él se quedó ahí parado con cara de mayordomo, adorándote y aborreciéndote al mismo tiempo, que era lo que hacían todos, igual que tu papá. Todos, excepto vos, que te adoraste desde que te miraste por primera vez al espejo y te sonreíste y dejó de importarte para siempre lo demás. Nada que no fuera aplastar como una losa todo lo que se te pusiera por delante y te impidiera llegar justo donde estabas, aunque eso que lo impedía fueras vos misma. Llegar hasta el fondo de esa vida, la tuya. A esa vida que no se te ocurriría dejar ni aunque te mate.


El sueño de los machos es inversamente proporcional a la naturaleza, donde el óvulo siempre es uno y los espermatozoides, multitud... Sin embargo, algunas mujeres son capaces de dejarse el pellejo con tal de cumplirles el sueño de la conejita a pedido.
-Susu Madrigal

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