Alma canuta
Sirva como ejemplo la
señora que todavía guarda en el aparador de la cocina las copitas de cristal
que le regalaron cuando se casó. Y que nunca usó. Y que nunca va a usar. Un
ejemplo que ilustra la filosofía doméstica del canutismo idólatra: las cosas se
guardan por costumbre y porque se han guardado así durante generaciones.
Generaciones -aclaremos- que esperaron la malaria. Generaciones que se
apuntaron a la herencia del aparador amarillo patito en forma de paralelogramo,
que llevó a que la tía Pocha dejara de hablarse con la tía Chola para siempre.
Por eso lo mejor es usar las copas de batalla. Algo impensable en un país como
el nuestro, donde una docena de copas de batalla pueden llegar a durar
cincuenta años. De ahí que las otras, las de casamiento, nunca lleguen a
usarse. Que pasarán a la próxima generación intactas, deslucido ya el cristal
por efecto de su inutilidad, o acaso por la misma mugre, que desluce, pero no
se hereda. Antes que dárselas a su nueva nuera, prefiere que las copas se le
llenen de esos pequeños coleópteros de la madera que por razones desconocidas
van a morir siempre en las oquedades.
Alma canuta languidece junto a su aparador como las viejas
calcomanías de cajón que hoy son una mancha roschardiana en forma de capullo,
cucaracha aplastada o salpicón de grasa de churrasco. Alma canuta sacraliza las
cosas y los cosos, y sin saberlo -o sabiéndolo, aunque jamás se le ocurriría
cuestionar algo así-, los somete a la condición de fetiches. Son, quizá, sus
personajes del alma, los ocupantes de un espacio que de otra manera no sabría
cómo rellenar. En definitiva, una extensión subliminal de un ego rendido a una seguridad
que le resultaría imposible hallar fuera de sus propios objetos acumulados.
Curiosa el alma canuta. Viene a ser como un
síndrome de Diógenes, institucionalizado por la existencia del galpón o quincho
omnipresentes en todo chalecito de clase media obrera que ya es baja pero se
cree media. O al revés: de toda clase media acomodada que se las da de pobre
para que no le pidan. Una acumulación preventiva que se ha vuelto cultura, la
exaltación del coso reformado hecho futuro, destinado a un futuro que nunca
llegará (porque en la Argentina el tiempo no pasa, esto ya se sabe). Y que si
le llegara sería a algún otro, nunca al alma canuta, porque ésta desconoce la
necesidad, esa bendita necesidad que es fundamento de todos los cambios y
matriz de futuros. Lo cual no deja de ser en sí mismo una paradoja.
Y
es que el alma canuta es paradojal. Después se queja de que le roben, y se pasa
el día entero con la vecina, el vecino -almas canutas también- lamentando la inseguridad. Está a la vista que ha
convertido la delincuencia en un tipo nuevo de fetiche. Uno que le sirve para
aferrarse más todavía a su docena de copas de licor, a su aparador en forma de
paralelogramo, a su calentador del año de ñaupa: tenga cuidado con el bolso
porque se lo arrancan se lo cortan le dan un tirón y le roban todo… ¡hay mucha inseguridad!
El candidato a chorro del alma canuta suele
ser el transeúnte, digamos, pardo, preferentemente hombre, con pinta de
pobretón, que va por la calle con su mochilita al hombro y una gorrita con la
que mal que bien se proteje del frío, porque estamos en el sur. Y resulta que
ese degenerado villero chorro negro de mierda drogadicto malviviente violador
secuestrador y asesino es, la mar de las veces, un pobre tipo que vuelve del
trabajo a pie, y cuya mala suerte y peores genes excitan las fantasías más
retorcidas del alma canuta, siempre pronta a justificar la inutilidad de su quincho
o galpón usando como cabeza de turco a un paisano que le recuerda que él tiene
más, y que de querer darlo, igual no se lo daría ni vendido. En un país donde
la pobreza ha saltado la valla del confinamiento, por obra y gracia de un
cierto progreso, hoy pagan justos por pecadores, y todo aquel que no tenga la
suerte de ser blanquito parece amenazar la seguridad de ciertas almas.
Es
decir, del alma canuta.
¿O
sea que almas canutas son los que se apuntan a la paranoia nacional del chorro
en cada esquina, ahora que la presidenta les da plata a los que no quieren laburar? En absoluto. Éste es sólo un sector
del alma canuta, que es más vieja que San Martín. De hecho, alma canuta puede
haber una en cada casa y una por cada cuarto de un pibe que mañana será ratón. Y
que vaya a ser empresario de poca monta, contador, médico o consejal, ese pibe
que siempre será ratón nunca dejará de perseguirse con la idea del polirrubro.
He aquí el fantasma del alma canuta que mal que mal ha podido estudiar: el
polirrubro. Bajar la persiana y tener que poner un polirrubro. Un kioskito de
mierda. O sea, una trompada en el ego del alma canuta que siempre quiso ser doctor.
Algo con lo que fantasea cuando le da por masoquearse a horas punta, cada vez
que lee el diario o cuando ve a los pibes tomando cerveza en el cordón de
enfrente, y piensa: yo no sé qué estarán esperando para construir ahí… ¡con lo
lindo que está ese predio para levantar un shopping!, en cualquier momento nos
invade esa gente y estamos listos…
Esa
gente. Alma canuta.
Hemos visto entonces que la naturaleza del
alma canuta no se limita sólo a la acumulación de cosas que no sirven para
nada, sino también al acaparamiento de fama y prestigio profesional o
comercial. No hay espacio para un cronopio en el alma canuta, que gane o
pierda, siempre va a ganar. Se ha asegurado de ser como el pez, que no hay por
donde lo agarren. Se le encuentra en todas las clases sociales, va desde la
señora gorda que manda a su cuñada que lo ha perdido todo en un incendio a
comprar sus muebles en Cáritas, hasta el empresario negrero que se quiere sacar
el 330% de las ganancias, reservando a sus empleados las 30 moneditas que le
sobran. Alma canuta habita en el abuelo facho que hizo la colimba en el 46. En
las corporaciones. En el colectivero que construyó el departamentito en el
fondo y le puso los sanitarios más baratos, "si total es para alquilar".
En la señora que lamenta las cuitas ajenas, deplorándolas, para poder así
justificar su mezquindad. En el almacenero que cobra un peso de más porque no
tiene cambio. En la señora que sólo da lo que está a punto de tirar, porque de
tan roto es mejor que alguien lo use. En la vecina que prefiere dejar la cama
que fue del nene pudriéndose en el patio, antes que dársela al señor de la
gorrita al que le nació otro pibe. En el político que a la hora de hacer sus
apuestas, le gustaría, sí, jugarse por el emprendedor novato… pero al final se
decanta por la comodidad de su posición.
Almas
canutas… ¡Dios nos libre de ellas!
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