Marsias imaginario
En qué estaría pensando Marsias aquel mediodía de verano,
cuando la diosa dormía la siesta a la sombra de un castaño. En qué estaría
pensando, él, que habiendo nacido de la baba de un sileno, poseía el destino de
las ninfas y de las bestias. Le habrá confundido, quizá, con una mortal, con
una codornisa vuelta hembra por un hechizo, o acaso con una dríade.
No podía saber que la diosa desnuda bajo el árbol se
hacía la dormida, avisada por una araña que le mostró su rostro en las gotas de
agua que colgaban de su tela. Su respuesta al aviso no fue más allá de un
ligero remoloneo sobre la tierra fértil que le servía de lecho, y un viento a
la altura del plexo. Con el pie apartó su égida de la vista del sátiro,
mientras a punta de pulgar convertía el arco en una cobra y las flechas en
culebras que fueron tragadas por la tierra. Nada delataba su condición de
diosa, salvo su androginia de hombros anchos y esas caderas cuyos huesos le
sobresalían de la curva del vientre, como sobresalen los mascarones de proa y
las dunas que la vieran nacer, de la cabeza de su padre, en el desierto de
Libia. Nada, ni siquiera el austero deseo que mojaba la tierra con semillas de
olivo.
Y allí estaba Marsias, allí mismo, asomado al tronco del
castaño, con su cara de sátiro vuelta hacia ella, con su categórico priapismo
de leyenda alzado hacia ella, hacia la ninfa, hacia la mujer que él creía una
ninfa. Hacia la maga que paría culebras y olivos en la ciudad de Atenas, y le
había arrancado la piel a un gigante para vestir su égida en forma de medusa.
Hacía ella se hundía el sátiro -¡pobre de él!- con entusiasmo púber, enamorado
ya hasta el final del tiempo. Saltó sobre la ninfa aparentemente dormida, y quedose
perplejo de que no fuera él quien empezara a mecerle, sino ella, cuyo gemido
convocó una asamblea de pájaros en la copa del castaño. ¡Había dado con un
vientre hegemónico!
Mientras descansaba en el regazo de la diosa, pensó que
Zeus se habría compadecido de él, enviándole a Atenea para liberarlo de la
perpétua carga del éxtasis que liquida toda posibilidad de elección. Estando
dentro de su vientre, el sátiro reconoció la divinidad de Atenea, y supo
también que ella le haría humano, y por
tanto libre. Con ella, su condición de esclavo de la naturaleza quedaba
aniquilada.
Se sonrió Marsias, pensando en la tan mentada virginidad
de la diosa: ¿cómo reconocer la sangre derramada en tierra que con flujo
aborigen acababan de sembrar bestia y diosa? Se sonrió el desmañado Marcias,
pensando en Hefesto, ese cojo, que no habiendo conocido el vientre de la diosa
le engendrara un hijo, Erictonio, hombre-serpiente futuro rey de Atenas y
devastador de bosques umbríos. Él jamás le hubiera engendrado un aniquilador de
territorios. Podría ser tirano el instinto, sí, pero estaba hecho para los
nidos húmedos, para las flores jugosas de cuya pulpa bebían las abejas, para la
eterna reproducción por perfecto cálculo natural.
Se irguió Atenea, apartando de su ombligo al revoltoso
Marsias como se espanta a una mosca: ella no quería hijos, sino sólo
complacerse. Y Marsias se apartó como se apartan las bestias cuando se yerguen
las diosas. El cuerpo de ella, enteramente hermoso, se desperezó bajo el tibio sol de las primeras horas de la tarde.
¡Ah, qué satisfecha estaba! Le rascó la cabeza al sátiro, que agradeció la
caricia con un cabeceo perruno -¡pobre de él-, no sin antes comprobar su
condición humana apartando con dulzura el vellón que le cubría la entrepierna.
La diosa sonrió. Por primera vez en su larga vida salvaje, esa criatura sabría
lo que era un buen sueño.
A cambio del gusto que le diera, Atenea le obsequió su
aulos, aunque como única condición exigió que Marsias dijera haberlo encontrado
junto a un lago, después de que ella renunciara al instrumento porque al
soplarlo se le hinchaban las mejillas, provocando la risa de todo el Parnaso.
El sátiro se postró a sus pies, pero cuando alzó la mirada para contemplar por
última vez a su benefactora, la diosa había desaparecido.
Lloró Marsias sobre la tierra donde habían yacido. Lloró
lágrimas de hombre sobre la tierra fértil donde crecía el castaño, y lo hizo
tan amargamente, que la tierra se convirtió en arena y al tiempo el árbol se
secó. Entonces se internó profundamente en el bosque umbrío, y mientras se
abría paso entre los ramajes, recordó que ser hombre le traería también la
imposiblidad del olvido. Que la alegría genésica de la piel sucumbiría al paso
del tiempo quién sabe cómo, si bajo la trama viviente de una cúpula arbórea, si
en una playa o en la ciudad, siendo mercader de hombres, pescador, músico o
mendigo, con su mitad salvaje proscripta a la frontera de sus venas, y la otra,
la del humano, viéndose envejecer en el reflejo de un estanque.
El crepúsculo le alcanzó cuando llegaba a su nido, en la
hondonada de un cedro centenario cuyo tronco se hundía en tierra como una
enhiesta cariátide. Se acostó en la hojarasca que le servía de lecho y se
cubrió con su edredón de hibiscos, guardándose de ocultar el aulos bajo una
piedra. No volvió a despertar hasta el amanecer de la mañana siguiente,
espabilado por la música de una flauta: Eurídice bailoteaba a la vera del camino, inspirada por los
favores de marzo. Al desperezarse, Marsias produjo el viento: ¡por el muslo de
Zeus, no recordaba haber dormido tan bien en toda su vida! Buscó a tientas su
cuerno de toro siempre cargado de mosto, bebió un largo trago y se fue a andar
con su aulos escondido en el fondo del morral.
Anduvo toda la mañana y toda la tarde, haciendo paradas
forzosas para beber de las fuentes y comer algún fruto que encontraba por el
camino. Nunca le había resultado tan embriagador el aroma del bosque, nunca más
sobrecogedora la lenta putrefacción de las simientes en los rincones hasta
donde apenas llegaba la mirada. Se detenía en cada escondrijo como si fuera la
primera vez: ¡oh, huevas de salmón!¡perlas de ámbar! Sin embargo, lo que en
otro tiempo le habría parecido un manjar, ahora le producía repugnancia. Al
saltar un peñasco, perdió Marsias el equilibrio, con lo que el aulos que
llevaba en el morral rodó por los suelos. Lo recogió con sumo cuidado, como si
se tratara de una gema. ¿Era posible que él, un animal torpe y viejo cuya
cornamenta empezaba ya a inclinarle sobre la tierra, fuera capaz de aprender a
tocar ese instrumento? Se lo pensó un buen rato, sentado en la hojarasca. Y no
sólo eso... ¿qué tal si además de aprender por si mismo se convertía en un
ejecutor virtuoso, pudiendo, inclusive, desafiar a un dios? A Apolo, por
ejemplo. ¡Cuántas veces había fantaseado, a solas, con la idea de retar al
mismísimo Apolo! Dionysos, su mitad sombría y patrón de todos los sátiros,
hubiera estado orgulloso.
Así que sopló. Sopló Marsias su primera nota, destemplada
y salvaje, en el aulos. Le oyeron las ménades, que inmediatamente empezaron a
burlarse de su torpe ejecución. Para hacerles rabiar, Marsias se trepó a la lo
alto de un árbol y volvió a soplar con fuerza. Se oyeron unas risas. Luego,
silencio. El sátiro les mostró los dientes: ¿os reís?¡reid ahora todo lo que
querais, porque algún día mis notas serán tan exquisitas que os llevarán al
éxtasis, y ni el propio Apolo podrá imitarme!¡Reid ahora, desvariantes ménades,
porque esta flauta regalo de Atenea me hará grande entre los sátiros, y más
grande aún entre los hombres!
Volvieron a reirse las ménades, esta vez con saña, y se
dispersaron por el bosque.
Marsias regresó a su refugio bien entrada la tarde,
cuando su gente celebraba la aparición de una nube-tigre en el ocaso, señal de
que Dionysos ponía fin a su temporada de hibernación. Apenas le vieron,
comenzaron los cuchicheos y las risas sofocadas. Fue Babis, su hermano, quien
se atrevió a provocarle, apoltronado en el vientre rechoncho de una ninfa que
le tejía una corona de dragonarias: ¿dónde escondes, hijo de Frigia, el divino
regalo de Atenea? Carcajadas. Y le arrojaron un odre lleno de vino, invitándole
a beber. Marsias bebíó un largo trago, hizo gárgaras, y escupió el vino en la
hojarasca, de donde brotó inmediatamente una vid. El asombro fue unánime, como
era de esperarse. Entonces el sátiro se infló de orgullo: lo creyeran o no, esa
misma tarde había yacido con Atenea en el campo, bajo un castaño.
Silencio atónito. Luego, carcajada general. Hasta los
pájaros parecían reirse del desgraciado Marsias, hasta los grillos. El bosque
entero se reía de él. Los faunos aprovecharon el jolgorio para remedar el
supuesto coito con Atenea saltando sobre las ninfas, propensas tanto a las
oblicuas como a los estupros. Ni hablar de las ménades, que bailotearon
alrededor de Marsias dando gritos de éxtasis o berreando como cabras: baaa
baaa... saltando sobre las piedras y provocando el feroz apetito de los sátiros
con el igualmente feroz apetito de sus gargantas. Ellos respondían riendo o
intentando embriagarlas. Fingiendo, en realidad, que las embriagaban.
Llevándolas en volandas a través del bosque, bajo la luna. Sin embargo, sería
Tarsis, la más anciana de las ménades, quien pondría fin al escarnio haciendo
temblar la tierra al dar con su cayado en una peña:
¡Gente insensata y estúpida! Si Marsias, hijo de Sileno y
hermano de Babis, viejo entre los más viejos, amante infiel de ménades y
bacantes, cómplice de misterios y plenilunios y manso siervo de Dionysos
afirmaba haber yacido con Atenea... ¿por qué no habían de creerle? Conocían a
Marsias desde que Sileno le trajera al bosque siendo un niño y le hiciera un
rebujo de hibiscos bajo el mismo cedro donde dormía cada noche. A Marsias se le
conocía tan bien, que incluso se le presentía por la brisa que levantaba cuando
volvía del monte, y no había ménade en toda la comarca que no hubiera conocido
sus favores ni acompañado en sus danzas. Las panteras comían de su mano y las
ninfas le confiaban a sus crías para que les instruyera en las artes de la
caza, y cuando su gente se refugiaba en las cavernas del Ménalo, sus
narraciones sobre el tigre que había cazado en Anatolia para el joven Dionysos,
el orígen de los pájaros, la metamorfósis de Procne y sus viajes por el mar,
mitigaban el aburrimiento en las noches de invierno alrededor del fuego.
Conocía, además, las propiedades de las plantas, de las que extraía los
elixires para sanar y profetizar, y si era por beber, bebía hasta quedar
exhausto, aunque el último en rendirse siempre fuera él. Ella daba fe, no obsante, de que nunca le
había visto más sobrio que ese día; y si él, elegido personalmente por Dionysos
para su cortejo de címbalos, afirmaba haber yacido con Atenea... ¡ella le
creía!
La asamblea entera bajó la mirada ante el brioso talante
de Tarsis, a quien todos respetaban por ser la mayor de las ménades y la única
a quien Perséfone, hija de Démeter, permitía asistir a sus misterios. Nadie,
hasta el momento, se había atrevido a poner en duda su palabra.
Pero la de Marsias era ya otro cantar. Si bien el eterno
juerguista contaba con la simpatía de todos, no podía decirse lo mismo de su
fiabilidad. Ebrio entre los ebrios, Marsias era también un bravucón y un
fantasioso, cuando no un imprudente que infringía las reglas del bosque
irrumpiendo en los sembradíos para saltar
a las labradoras. Sin embargo, había algo en lo que Tarsis tenía razón:
nadie recordaba haber visto a Marsias tan sobrio hasta esa tarde. Babis dio un
paso adelante, arrancó el brote de vid nacida del espumarajo de su hermano y lo
expuso ante la concurrencia: nadie recordaba, tampoco, que Marsias fuera capaz
de realizar hazañas propias de los dioses, pero si Atenea, en su infinita
sabiduría, le había dado de propia mano su aulos creyéndole capaz de ejecutarlo, él también le
creía.
Entonces la asamblea decidió darle otra oportunidad a
Marsias, que prometió cumplir.
Pasaron los meses, las estaciones y los años, y poco a
poco la gente del bosque se fue olvidando del viejo sátiro. Hasta que una noche
de principios de primavera, Marsias sacó su aulos y se puso a tocar. Fue para
la víspera del 16 de marzo, durante las bacanales y en presencia del mismísimo
Dionysos, que dormitaba sobre un lecho de hiedras de cara a una luna roja. Se
irguió el dios, perplejo, preguntando quién era el intérprete de tan deliciosa
melodía. Es Marsias, mi señor, le dijeron; Marsias, el hijo de Sileno, el
cazador de tigres en Anatolia... es Marsias, con su aulos. El dios recobró su
posición en la hiedra y se quedó pensativo, viendo como todas las estrellas
caían y se deshacían como glebas de tierra seca en la gran bóveda del cielo.
¿Marsias? Oh, que siguiera, que siguiera... de ser
posible toda la noche, ese bribón de Marsias... ¡pero que siguiera! Animado por
Dionysos, el sátiro se apoderó de la atmósfera salvaje de la fiesta, la
asimiló, se nutrió de ella, la restauró sigilosamente y la transformó en un
sonido que rajó el bosque en dos mitades: el que era antes de la primera nota,
y el que sería después. Todos bailaron hasta el amanecer, y aunque también
todos bebieron, no fue el vino lo que les llevó a la más completa ebriedad
antes de que empezaran a vaciarse las tinajas, sino la música del aulos. El
único que se mantuvo sobrio fue el propio Marsias.
Ya entrada la mañana, y mientras todos dormían, se
inclinó sobre un estanque para beber, pero al ver su propio rostro reflejado en
el agua se echó atrás espantado, pues no era su rostro el que veía, sino el de
Cronos, el devorador de hombres. Le vio revolviendo calaveras en los surcos de
su rostro, una cañada de vértigo, el axioma ratificador de la muerte. Sólo
entonces comprendió que habiéndose unido a Atenea aquella tarde bajo la copa de
un castaño, la diosa no sólo había saciado su constante demanda de embriedad
,sino que con ello le había devuelto la lucidez. Incapaz para siempre de volver
a embriagarse, Marsias tendría que vivir el resto de sus días y de sus noches
consciente de su destino.
Cuentan que tiempo más tarde Marsias llegó a enfrentarse
con Apolo para probarle su excelencia musical en el aulos. Apolo aceptó el
reto, poniendo como condición que quien saliera victorioso podía hacer con el
otro lo que le apeteciera. Se presentó, pues, en el bosque con su cortejo de
musas y con Midas, rey de Frigia, que dividía su devoción entre Dionysos y
Apolo, siendo ese año Apolo el favorecido. Se abrieron diez caminos en el
bosque, uno para cada musa y uno para Midas, y una gran arteria primcipal
tapizada de lavandas para recibir al dios, que llegó montado en un cisne
gigante de Hiperbórea, con un águila sobre el hombro y la lira oculta entre los
ropajes. Cuentan que sucedió una espléndida mañana de primavera, y que el sol
brillaba en lo más alto arrancando destellos a su divina cabellera, que todos
los pájaros callaron, que las bestias se parapetaron en sus refugios, y que la
gente del bosque se hincó a sus pies.
Marsias y Apolo tocaron durante horas, y como era de
esperarse ganó el dios. Teniendo a las musas de su parte, y a un monarca
pedigüeño como mediador, el resultado de la contienda era tan previsible como
su deliberada intención de hacerse con un prosélito sin pizca de oído. Dejó
Apolo la última palabra a Melpómene, la melodiosa, que respondió a la divina
infamia con gracia corderil. Admitiendo que Marsias fuera, sin duda alguna, un
prodigioso intérprete, no había sido capaz de tocar y cantar a la vez como lo
hiciera Apolo con su lira. Por tanto, estaba claro quien era el vencedor.
Mientras la musa hablaba, Apolo, esbelto como un junco,
seguía la trayectoria de un águila que volaba a gran altura, como un borrón
ambulante contra el cielo despejado de la más perfecta mañana de mayo. Luego
pareció olvidarse del pájaro y se entretuvo unos minutos dando vueltas
alrededor de Marsias, cuyo lomo de bestia mortificada por los años se inclinaba
sobre la tierra, no quedando claro si
era por senectud o, si acaso, deseara disimular entre las sombras de su
rostro una cierta mirada rastrera. Cuentan que Apolo le soltó su arenga sobre
la insensatez de los hijos de la naturaleza, desmañados quebrantahuesos de
divinas arquitecturas terrestres, cuya deficiencia innata los hacía propensos a
la necesidad e indiferentes a la armonía del cosmos. Sobre la terrible
imprudencia de retar a un dios nada más y nada menos que usando como vehículo
el divino instrumento de Palas Atenea. Se rió Apolo a carcajadas, pero se reía
entredientes: ¡sobre los rumores que corrían desde Frigia hasta Delfos, y desde
Delfos hasta Chipre, donde aseguraban que Marsias, hijo de Sileno, decía haber
yacido con la diosa-pájaro reina y señora de Atenas!
Cuentan que en ningún momento Marsias se inmutó y que
jamás llegó a negar las acusaciones, admitiendo, eso sí, haber roto la sagrada
promesa de callar sus amores. Cuentan que aceptó con desparpajo el castigo a su
crímen, y que mientras era colgado de un
frondoso roble para ser desollado por Apolo, no hacía más que canturrear
la melodía con la que su adversario pretendió haber ganado el torneo. Toda la
gente del bosque le lloró, aunque más lo hizo Tarsis, la anciana ménade, que
descolgó el pellejo de Marsias con la ayuda de un búho enviado por Atenea, y lo
extendió con una ofrenda de hibiscos sobre un meandro del río que se formó con
su sangre.
Desde entonces, se recomienda a los amantes no yacer en
los tramos sinuosos del río. En mayo, sobre todo, que es cuando la corriente
recuerda al ebrio andar de Marsias, y el rumor del viento entre las ramas de
los sauces, a los suspiros del sátiro entre los muslos de Atenea. Que es
cuando, dicen, hay más peligro de que los hombres se hagan conscientes de su
destino.
Photo/post: Xue Jiye