Ser un kelper en tu propia tierra


Ruinas del CIFIM
Gonzalo era un clase 63 y aunque no fue a Malvinas, le tocó hacer la colimba en el 82. De entrada lo llevaron al CIFIM (Centro Instrucción y Formación del Infante de Marina) en Pereira Iraola, y se licenció en Río Gallegos. Pero lo que realmente llegó a marcarlo fue su paso por el CIFIM, que él describía como un auténtico campo de concentración. Al ser su clase batallón de reserva, tenían que soportar que todas las mañanas les entrara un milico dando patadas en la barraca, apurándolos para irse a Malvinas. A morir, les decían. A morir, maricones.
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Eran hombres brutales, educados en la cátedra de la dictadura, que no se cortaban un pelo a la hora de patear, golpear, insultar y amenazar. Desde el primer día comieron un mejunje de papas con caldo que parecía agua sucia, y no tardaron en agarrarse una disentería. Como en los baños no había papel higiénico, tenían que limpiarse con el usado por otros compañeros.  Por supuesto, había infecciones y contagios de todo tipo. Gonzalo llegó a bajar tanto de peso, que cuando fue su madre a visitarlo -llevaba un pollo enorme cocinado en casa- no lo reconoció. El chico media 1,80 y pesaba 53 kilos. Así pretendían mandarlo a Malvinas: desnutrido, maltratado, enfermo y aterrorizado.

Por suerte no fue. La guerra -no una guerra sino una batalla, una escaramuza vergonzante, según mi padre- se terminó antes de que el CIFIM acabara con él. Y ojo que no hablo de un soldado malvinero, sino de un simple recluta en entrenamiento dentro del continente. En cualquier país civilizado se hubieran ocupado de tratarlo como Dios manda; acá los entrenaron para perder desde el principio. Brillante la estrategia de la junta militar: ¿qué se podía esperar de un jefe borracho y asesino?

Hoy en día Gonzalo vive en otro país. Se hartó de los milicos que lo bajaban del colectivo para apretarlo contra una pared mientras le pedían documentos. A ver si me explico: a mí no me lo hicieron, pero lo vi. Yo me crié oyendo ese silencio contra los muros, esa mirada de refilón contra mis piernas porque si llevás la pollera corta seguro que sos puta. Una acaba cansándose de un país así. Una no se va de un país porque haya caído una malaria. Se va por una mordaza desde los once años. Se va por un camión militar cerrando la esquina a las seis de la mañana y entrando en tu casa de prepo. Se va porque el aire se pone gris y parece que todo el mundo anduviera por la calle y por su casa con máscara de oxígeno. 

Por eso nos fuimos, porque no nos dejaban respirar. (Ríase, si quiere, porque está leyendo a una que volvió. Luego mándeme un e-mail y lo hablamos). Así que ya no soy argentina. Ahora soy del mundo. Me gusta ser así porque puedo respirar y asomarme al otro lado del charco sin que me dé miedo, o sienta envidia o desprecio hacia una orilla que seguramente nunca conoceré. Porque ya la vi, ya salté, ya pasó. Viviendo afuera una aprende a amar otras cosas, además de las propias. Una aprende a dejar de mirarse el ombligo. Se trata de un saludable ejercicio de desapego, algo que quienes estén muy apegados... a lo que sea, podrían confundir con desidia o desamor. Pero no es nada de eso. Al contrario, se trata de un amor más amplio, con una perspectiva crítica. Más o menos la que se consigue cuando se ve el mismo paisaje desde otro punto de vista. Y claro, para eso hay que jugarse a dejar de estar  cómodo. 

Así es con todo, también con las Malvinas. Yo prefiero hacer una lectura racional de las cosas, para no ahogarme en unas emociones que al final se terminan confundiendo con un slogan. Habrá gente que no estará de acuerdo con lo que voy a decir, ya que le tocará la cuerda sensible, la ilusión de la isla propia. En ese caso pido perdón y le invito a pasar página. La red está lleno de muros afirmando que las Malvinas son argentinas. Si yo me lo creyera también lo pondría, pero no me lo creo. 

Empezaré a creérmelo cuando el gobierno y las instituciones den algún indicio de que pueden ocuparse del continente. No me parece muy coherente enarbolar la bandera en unas islas que están como a 2.000 kilómetros, mientras acá un alto porcentaje de población con dni argentino vive sumergida en una realidad paralela de extranjeros en su propia tierra. El día en que se desmonten todas las villas de Argentina, y esa gente empiece a tener los mismos derechos que tiene un isleño en suelo británico, yo voy a decir que las Malvinas podrían ser argentinas. El día en que en el continente hayan escuelas y hospitales que no se parezcan a las ruinas de Chernóbyl, y los manicomios hayan dejado de existir, yo voy a decir que las Malvinas podrían ser argentinas. No olvidar que sólo fueron nuestras por escasos 13 años. El resto de la historia se la llevan los ingleses, nos guste o no, porque nosotros se las entregamos en bandeja.

Para finalizar con esta reflexión, que por otra parte no tengo ganas de seguir extendiendo, haré una pregunta que no pretendo me respondan por aquí:

Si a usted le dijeran que tiene que convertirse en británico, ¿lo haría?

Entonces: ¿por qué ellos deberían convertirse en argentinos? 

Click para leer cómo vive un kelper

Islas Malvinas, de momento: Falklands

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