Nevermind (Noimporta)

Como ya sabrán, la AFIP (Hacienda) anda desde hace un tiempo a la pesca y captura de los sicarios de Yanquilandia. Y esto constituye todo un problema, porque a la hora de comprar, por ejemplo, un inmueble, los dueños piden dólares debido a que la moneda argentina es y siempre ha sido inestable. Como el argentino medio nunca fue un ciudadano obediente de las leyes -la evasión fiscal es un ejemplo de que no hay conciencia de comunidad- criado en el hábito de la plata dulce impuesto durante el régimen militar del 76 por el ministro Martínez de Hoz, desde entonces la gente se dedica a acumular dólares, bienes y propiedades que luego vuelven a venderse en dólares, según el valor especulativo. 

Pues bien. Después de que se impusiera el famoso "cepo" cambiario impuesto por el gobierno de CFK, los ahorristas ya no podían comprar moneda extranjera y prosperaron los "arbolitos", simples laburantes, currantes -como dirían en España-, particulares que se dedican a vender dólares en la calle a un precio muy superior al oficial. Algunos inclusive viven de ello y ni siquiera trabajan. Hasta hace poco se los veía en las esquinas ofreciendo "Cambio!" sin ningún tipo de control policial, formando parte del decorado callejero, parte de nuestra cultura argenta. Ahora ocurre que han desaparecido todos los arbolitos, que operan desde supuestos reductos llamados "cuevas". Es tanta la cantidad de gente que se dedica a la transa, que la AFIP le resulta muy difícil probar el delito. Diría que hay más cantidad de arbolitos que agentes de la AFIP. Parece de risa, pero así funciona nuestro benemérito sistema bursátil. 

En esta última semana he visto bien de cerca lo que es la ambición, el hambre, diría que la adicción al dólar. He comprobado que la enfermedad ha llegado ya a la metástasis, y que no hay gobierno ni administración que pueda detenerla, porque cuando un pueblo carece de madurez, autoestima y un verdadero sentido de la identidad que pueda concretarse en algo más allá de la abstracción de un relato cualquiera, el humano pierde todo vínculo con la moral. No olvidemos que la palabra moral tiene una fuerte relación con la palabra "morada", y si la morada es el hogar, y la Argentina es nuestra morada, tenemos un problema bien gordo.
Nadie quiere hablar de esto porque muchos tienen dólares escondidos en alguna caja fuerte. No nos engañemos. Cuando nos quejamos de lo mal que va el país, habría que empezar por preguntarnos cuántos de nosotros hemos transado con el dólar ahorro -y no para comprar una propiedad, sino por mera usura- y admitir que inflando la moneda yanqui, bajamos la nuestra. Pero no importa, nevermind. Con decir: "Y sí" con cara de momias, no vamos a ninguna parte, sino al contrario: seguimos alimentando la mala leche que se ve al cruzar una avenida, cuando te tiran la 4x4 encima porque el señor escuchó en la radio que el dólar bajó 15 centavos.

Hace un par de semanas conocí a un muchacho que pretendió venderme un departamento en cuestión de días. Me encantaría poder dar su nombre en la AFIP, pero no lo van a agarrar porque como él hay otros tantos millones mandándose la chanchada cada vez que se le presenta la oportunidad. Este señor trabaja en una empresa cuyo nombre tampoco voy a mencionar, tiene pinta de no haber roto un plato. Un grandulón con aspecto de adolescente, nacido durante la administración Alfonsín, inmediatamente después de la dictadura. Su filosofía: "Y… hoy ya no podés pensar en pesos, hoy tenés que pensar en dólares". Una de sus actividades actuales consiste en conseguir compradores y llevarlos a las cuevas, a cambio de una comisión: "Son unos manguitos extras que me hago, ¿me entendés?", dice él. Arrastra la pregunta retórica, como si hablara con un cómplice. Es la versión light del chorro que abre el visillo para pedir que le den la contraseña. Las sumas grandes de dinero, me decía, también se cambian en los coches. Basta con tener uno más o menos cómodo, o una furgoneta, entrar con el comprador y hacer el conteo a mano o con máquina, bajando los cristales. 

Ahora bien, el ciudadano común que sólo tiene pesos en su billetera -tan sucios y malolientes como los dólares que mi amiga la de Seattle manipula cuando va al super, no se vayan a creer que los yanquis son más finos- piensa, como decía antes, que la cueva será un agujero infecto donde te atenderá un orate tipo Travis Bickle (Taxi Driver) con granos en la cara y un chumbo en cada mano. O una de esas guaridas llenas de humo de tabaco y gentes oscuras de mirada torva, jugando a la baraja con el chumbo escondido en el cajón, como en la peli Black Jack 21, donde el iniciado ingresa en un sótano infecto del barrio chino y sus amigos le hacen una broma bien pasada, antes de ingresar a las filas de los estafadores de casino. Pero no. Lo más probable es que te encuentres con una suntuosa sala de directorio con una pintura de autor extranjero colgada en la pared, lámpara Tíffany, sillas acolchonadas de patas cromadas, plato de porcelana china sobre una tábula rasa, muy limpia, de roble; y una señora guapísima, vestida a la última moda, con un par de zuecos comprados en Italia o en París, delgadísima, bronceadísima, con las tetas hechas, con la nariz hecha, con todo hecho, que no se fía de los bancos porque ella no opera con bancos sino con cajas de seguridad (obviamente no se fía de los bancos argentinos; de los suizos, sí). 

Antes de llegar al reducto de la reina tienes que hacer cola delante de una entrada interna de un edificio de lujo, donde al entrar te recibe un muchacho alto igualmente guapísimo, todo vestido de blanco al estilo ibizenco, nervioso, esquivo, de mal humor, que se comunica por señales telepáticas -ya que en estos ámbitos no abundan las palabras- y a un solo golpe de teléfono, según convenga o no, te dejan subir. Esto es una cueva. 

Sin embargo, la cueva no podría operar si no fuera por la servidumbre de miles de ciudadanos de a pie que, como el señor con cara de no matar una mosca, se encargan de hacer el gancho a posibles clientes con buena porción, a cambio de unas chirolas. De los peces gordos no hablaré, a mí me preocupan las mojarritas que consienten con su apoyo a este sistema servil y perverso. Obviamente, no voy a dar el nombre de la empresa de gran prestigio que realiza este tipo de operaciones ilegales. También es obvio que la AFIP lo sabe. Que los puedan agarrar con las manos en la masa ya es otra cuestión. Estamos hablando de gente que no opera con su dinero dentro del país; un secreto a voces que suele despertar el comentario de siempre: "Y… sí". Y a otra cosa. 

Por cierto: en lo que llevo de vida nunca he visto tanta riqueza en Argentina, así como tanta gente viviendo en la más abyecta pobreza. He estado en barrios marginales donde nunca me tocaron ni una pestaña. La gente no merece vivir así. Ésa es la Argentina que deploran los señoritos que no quieren recordar que todavía somos un país del tercer mundo, y que por mucho que duela les toca vivir igual. Hay un mal en la Argentina, que es, en mi opinión, nuestra verdadera enfermedad: el no querer admitir que no somos ni seremos nunca europeos, y el empecinamiento infantil en echarle la culpa a los gobernantes. El gobierno somos nosotros. Lo que ocurre, es NUESTRA responsabilidad. Las malas gestiones las consentimos NOSOTROS. El silencio, la desidia, el no te metás, el yo no hablo de política, la autocompasión y la usura son cosa NUESTRA. Así actúan los adultos. Los niños están en el parvulario.  

Iba a comprar una casa, pero no la compré. Fueron los 15 días más demenciales que recuerde haber vivido en Argentina, empujada por circunstancias que están más allá de mi tolerancia moral. Cuando pienso en esto no puedo más que recordar a Jesús de Nazaret diciéndole a su gente que le dieran al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Pienso en el trigo y la cizaña, y sé que no soy quién para juzgar el grano infectado. Pero tengo estómago, y a mí estas cosas me lo queman. Estoy consciente, e intento vivir mi vida de la manera más honesta posible. Tengo grandes amigos que me acompañan en la aventura, y sé que uno solo de ellos valdría cien veces más que todo el oro del mundo en una cuenta suiza. Por el momento eso me basta; lo otro, ya llegará.

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