Vincent, el hijo del predicador

Todo el mundo quiere subirse al carro de Van Gogh. No existe un viaje tan horrible que nadie quiera hacer. La idea de un genio no reconocido sudando tinta en un desván es deliciosamente absurda. Debemos conceder a Van Gogh el mérito de haber puesto ese mito en órbita. Es decir: ¿cuántos cuadros vendió Van Gogh?¿Uno? No podía ni regalarlos. Iba a ser el artista más moderno, pero todo el mundo le odiaba. Nos avergüenza tanto su vida que el resto de la historia del arte es una compensación por el abandono de Van Gogh. Nadie quiere formar parte de una generación que ignore a otro Van Gogh.
(René Ricard, en la película Basquiat, de Julian Schnabel).

Y tan grande ha sido la compensación, que Van Gogh se convirtió -o mejor dicho, lo convirtieron- en el artista más caro del mercado del arte.
El loco de la oreja cortada, que vivió a caballo entre bares de mala muerte, casas prestadas y manicomios, había nacido a fines de abril de 1853, en Holanda. Me lo puedo imaginar acodado en alguna barra delante de una copa de absenta, conversando con uno de esos iluminados que nunca faltan: La cuestión, amigo, es estar situado en el lugar justo en el momento adecuado. Así como para justificar su falta de suerte. Pobre Van.
Visto en retrospectiva, el asunto resulta casi irrisorio, ya que Van no se lo hubiera creído. Él sabía que había sido puesto ahí para el futuro, que algún día el mundo reconocería lo que él, un simple don nadie, tenía en la punta de su pincel. Las cartas escritas a su hermano Theo, que le mantuvo casi hasta el final de su vida, son de una franqueza descarnada y hablan de una angustia que debió ser insoportable. Su existencia llena del claroscuro vital que anima las biografías de los artistas malditos, me fascinaba cuando era una estudiante. De hecho, me gustaban más sus cartas que sus cuadros. Esos brillantes cuadros llenos de materia, cuya temática -fuese la que fuese- hacían público su dolor aunque se tratara de un sencillo campo de trigo. Van Gogh es el típico caso del artista que no puede crearse unos parapetos, una "máscara" que le sirva de escudo, y acaba exponiéndose a sí mismo hasta tal punto que su fuerza expresiva llega a ser obscena. Los niños se expresan con esa honestidad, de ahí que el arte contemporáneo -cuyo iniciador fue Van Gogh- haya dado un vuelco hacia los trazos naturales, espontáneos, de artistas capaces de pintar como los niños.

No es casual que Julian Schnabel mencione a Van Gogh al inicio de su película sobre Jean-Michel Basquiat, (el primer pintor negro reconocido en la historia del arte), ya que tienen en común dos cosas: la marginalidad en la que crecieron y la fuerza expresiva de dos niños grandes que nunca llegarían a viejos. Aunque Van Gogh no era un pintor abstracto como Basquiat, su última pintura -campo de trigo con cuervos- sugiere ya que de haber continuado con vida, quizá hubiera roto con la figuración.
Como rompió con la iglesia. Porque Vincent, antes de ser pintor, había querido ser predicador igual que su padre, con quien no se entendía. No me extraña en absoluto, ya que la iglesia nunca se llevó bien con los artistas. Las causas son variadas y complejas, pero resumiendo, podría decir sin temor a equivocarme que la naturaleza anárquica de los artistas no se lleva bien con los organismos de control. Y la iglesia fue, es y seguirá siendo un organismo de control. A Van Gogh, que era artista desde la cuna -pero aún no lo sabía- le fascinaba la figura de Jesús de Nazaret, y haciendo gala de su personalidad obsesiva, se lo tomó tan a pecho que se fue a vivir con los pobres entre los pobres: unos mineros belgas.

Probablemente los comedores de patatas, uno de sus cuadros más famosos, esté inspirado en ese período de su vida, en el que fue capaz de compartirlo todo con los pobres, llegando hasta el extremo de olvidar el nudo temático del mandamiento de Jesús, que consiste en amarse uno primero, para amar a otros después. Vincent decidió saltearse la primera parte y pasar directamente a la segunda. Estuvo a punto de morir en el intento, y lo echaron. 
Había crecido en un internado para muchachos y siempre andaba mendigando el cariño de su padre, un predicador de la Iglesia reformada de Holanda, extremadamente severo, que seguro no comprendió el romanticismo de su hijo. No tengo las cartas a mano, pero recuerdo el contraste entre inteligencia y miseria afectiva que reflejaban. Leerlas en retrospectiva, y sabiendo quién es hoy Van Gogh, resulta como menos sorprendente. Su obsesión por la fe y su deseo de convertirse en pastor han tenido que ver mucho con el deseo de ser amado y aceptado por su progenitor. Algo que nunca llegó a conseguir. Vincent es un triste ejemplo de alguien que no tuvo amor para sí mismo. De haberlo tenido, posiblemente hubiera triunfado como predicador, y también como artista. Su talento está fuera de toda discusión.
Quizá Jesús le pidiera demasiado a Van Gogh, pero Van Gogh lo amó de todas formas:

Cristo es el artista más grande. Desdeñando el mármol, la arcilla y el color, trabajaba con la carne viva... este artista inaudito no hacía estatuas, cuadros ni libros: hacía hombres vivos, inmortales.

Y también dijo:

Amar con voluntad e inteligencia conduce a Dios, lleva a la fe inquebrantable.

Pese a ello,cuando fracasa en su intento de ser reconocido como pastor y lo echan de la misión con los mineros belgas, Van pierde el norte y se hunde en una espiral descendente muy similar a las que pueden apreciarse en sus cuadros. Esos remolinos, tan representativos de la pintura vangoghiana, fueron luego retomados por Edward Much y reformulados por los expresionistas. Pero él, ajeno a cualquier tipo de futuro predecible, se desbarrancaba por la escabrosa pendiente del siglo. Cuentan que sólo consiguió vender un cuadro, y que su hermano menor, Theo, el marchante, no podía colocar su obra en los círculos de París. No hablaremos de su tormentosa relación con el pintor Gauguin, por quien se dice que se cortó el lóbulo de la oreja (y no la oreja entera, como cuenta la leyenda). Ni de sus ataques de ira, sus borracheras en los bares de París o sus temporadas en el manicomio, donde él mismo pedía ser recluido, probablemente debido a sus crisis epilépticas y sus depresiones. 


Reconozcámoslo: Van vivía fuera de su tiempo, porque vivía en el futuro. Cuando todos hacían impresionismo, él ya estaba saliendo de allí y se hundía en la locura tan bien como le abría la puerta al expresionismo. Incapaz de vivir una vida normal en el mundo real, fue capaz no obstante de construir su propia cosmovisión dentro del mundo del arte. Un mundo tan inaprensible como sus fantasías, y a menudo tan incomprensible como su Dios.

Quien salió a defenderlo a capa y espada, llegando a escribir un ensayo que guardo con celo en mi biblioteca, es Antonin Artaud. Estoy hablando por supuesto, de Van Gogh, el suicidado por la sociedad.  El ejemplar que yo tengo trae además el largo poema Para acabar con el juicio de Dios, que fue duramente censurado durante la posguerra, no pudiendo transmitirse en radio. Artaud manifestaba un odio virulento hacia Dios, sentimiento que no podía ser más opuesto al del Van. En Van Gogh, el suicidado por la sociedad, acusa a la sociedad, la religión, la psiquiatría y por supuesto al médico personal del pintor, Dr. Gachet, de arrinconarle hasta el extremo del suicidio. 

Si hubo alguien que comprendió a Van Gogh, ése fue Antonin Artaud.  En su ensayo llega a decir:

Van Gogh no murió en consecuencia de un estado delirante definido, sino por haber encarnado el lugar de acción de un problema alrededor del cual se debate, desde los orígenes, el espíritu injusto de esta humanidad, el de la prevalencia de la carne sobre el espíritu, o del cuerpo sobre la carne,  o del espíritu sobre uno y otra. Y en ese delirio, ¿dónde se encuentra el lugar del yo humano? Van Gogh a lo largo de su vida buscó el suyo con excepcional energía y decisión.

Estas palabras, que bien podrían proceder de un místico, provienen sin embargo de un completo blasfemo (se cree probable que padeciera el síndrome de Tourette) y de alguien que renegó de la religión y de la fe con virulencia. Supongo que esto tendrá que ver con ese asunto de los límites que se tocan. Sin embargo, cuando se prohibió el recitado radial de Para acabar con el juicio de Dios, un cura que conocía al poeta decidió romper una lanza a su favor, diciendo:

Al fin, he aquí el lenguaje verdadero de un hombre que sufre.

Y tenía razón. Artaud se pasó nueve años de su vida encerrado en manicomios donde le hacían electroshocks y le sometían a todo tipo de pruebas inhumanas. Estuvo enfermo la mayor parte de su vida, ya que padecía una neurosífilis hereditaria. A diferencia del calvinista Van Gogh, el católico renegado Artaud, el gadareno Artaud, juró contra Jesucristo, la misa, la eucaristía y por supuesto contra Dios, al que llegaría a comparar con una ladilla (1). El cura lo dijo bien: un hombre que sufre.  Lejos de mostrar la santurronería del que se cree miembro de una elite, el padre Laval demuestra ser un cristiano verdadero, presentando a Artaud como un hombre que sufre. Y mucho, ya que no habría esperanza en la vida del poeta, que acabó muriendo de cáncer en un asilo. ¿Cómo no iba a comprender a Van Gogh? No sólo fue su mejor biógrafo, sino su hagiógrafo.


Siempre me pregunté si se habrían entendido. Los dos devotos del arte y cada cual renegado, a su manera, con su Dios, tal vez si se hubieran conocido habría sido sanador para ambos. O directamente un desastre... ¡Nunca lo sabremos!

Van Gogh, el loco del pelo rojo, el de la oreja cortada, murió el 29 de julio de 1890, atormentado por sus depresiones y sus delirios. Es hasta el día de hoy que los psiquiatras discuten su patología. Se ha hablado mucho de esquizofrenia, epilepsia, porfiria, trastorno bipolar, melancolía, etc. Van se llevó el diagnóstico a la tumba, junto con la bala que se dio en el estómago a los 37 años. Nada ha sido probado, salvo su genio. Los artistas siempre le amaremos, porque de alguna manera representa al ente en carne viva, vulnerable, arrugado como un niño recién salido del útero, que todos llevamos dentro. Nos legó una obra inmensa, y millonadas interminables para los marchantes y las galerías que se forran a su costa. En vida, Vincent no vio un peso. La gran ironía es que su obra haya acabado encerrada en el bunker catatónico de las colecciones privadas, en manos de unos burgueses que él hubiera despreciado, por representar a la clase opresora de esos pobres comedores de patatas que tanto se había empeñado en defender. 

Pero así es la historia del mundo.

(1) La analogía es brillante si se piensa en la misión parasitaria y molesta que cumplen las ladillas, impidiendo las relaciones sexuales durante la infección. Influido por el psiconálisis de la época -no olvidar que Artaud fue paciente de Lacán- el poeta quiere referirse con esto a la función represiva de la iglesia frente al sexo.

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