En sus manos

Hace muchos años nació mi interés por el planeta. Y fue así: yo iba en autobús al trabajo -autobus, no bondi, porque el bondi es de acá y esto me ocurrió allá-, todos los días sobre las 7 de la mañana. Recorría 50 km desde mi pueblo en la Sierra de Madrid, hasta la capital. Eran 40 minutos justos de viaje, en los cuales cruzábamos por carretera lo que yo llamaba "la pampa castellana", puro campo sin un solo centímetro de tierra verde. Sólo esa enorme y yerma pampa castellana de tierra amarilla, salpicada de prolijas urbanizaciones y algún que otro pueblo.

Conforme el autobús se iba acercando a la capital, yo veía salir el sol sobre el horizonte. Su llegada coincidía con el avistamiento de la gran ciudad, a un costado de su abrazo. Un día, ni siquiera recuerdo cómo ni por qué -el tedio de recorrer diariamente 100 km en autobús resultaba ser un ejercicio de lo más nutritivo para mi imaginación-, me figuré, o mejor dicho tuve la certeza, de que nos estábamos desplazando sobre la piel del planeta. Pude percibir a la tierra como un organismo vivo, comparable a cualquiera de nosotros. Y me pregunté qué sentiría yo si colonias enteras de hormigas me anduvieran sobre la piel. Por primera vez en mi vida, tuve conciencia de mi planeta como ser vivo, y también de mi frágil dependencia a él. Me sentí tan pequeña como una hormiga, y a él inmensamente generoso.

Desde entonces, sé que vivo sobre un ser tan frágil como yo, suspendidos todos en la marea de un universo desconocido. Esto me anima a cuidarlo, para que mi peso le sea más llevadero. A mí no me gustaría amanecer toda llena de ampollas, y creo que él viene soportándolas desde hace mucho. A no quejarse, pues, si nos hace notar que ya está harto.

No es verdad que la tierra esté en nuestras manos: nosotros estamos en las suyas.

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