Kaddish (fragmento)
Es extraño pensar ahora en vos, ida sin corsets ni ojos, mientras camino por el pavimento soleado de Villa Greenwich.
En el centro de Manhattan, mediodía de invierno
despejado, y llevo toda la noche levantado, hablando, hablando, leyendo el
Kaddish en voz alta, escuchando el grito-blues de Ray Charles ciego en el
fonógrafo
el ritmo el ritmo —y tu recuerdo en mi cabeza tres años
después— Y leer en voz alta las últimas estrofas triunfantes de Adonais —lloré
al darme cuenta de cuánto sufrimos—
Y de cómo la Muerte es ese remedio con que todos los
cantantes sueñan, cantan, recuerdan, profetizan como en el Himno Judío, o el
Libro Budista de las Respuestas —y mi propia imaginación de hojas secas —en el
amanecer—
Soñando hacia atrás a través de la vida, Tu tiempo —y el
mío acelerándose hacia el Apocalipsis,
el momento final —la flor ardiendo en el Día— y lo que
viene después, mirando hacia atrás en la mente misma que vio una ciudad
americana un flash a otra parte, y el gran sueño de China o Yo, o vos y una
Rusia fantasmal, o una cama arrugada que nunca existió— como un poema en la
oscuridad —fugado de vuelta hacia el Olvido—
Nada más para decir, y nada por lo que llorar excepto los
Seres del Sueño, atrapados en su desaparición, suspirando y gritando por ello,
comprando y vendiendo pedazos de fantasma, adorándose los unos a los otros, adorando
al dios incluido dentro de todo —¿anhelo o inevitabilidad?— mientras dura, una
Visión —¿algo más?
Salta sobre mí, cuando salgo y camino por la calle, miro
hacia atrás por encima de mi hombro, la Séptima Avenida, las almenas de
ventanas de edificios de oficina hombreándose unas a otras, más alto, bajo una
nube, altas como el cielo por un instante —el cielo arriba —un viejo lugar azul.
O por la avenida en dirección hacia el sur, hacia —mientras camino hacia el
Lado Este Inferior— hacia donde vos caminaste 50 años atrás, muchachita —de
Rusia, comiendo los primeros tomates venenosos de América— asustada en el
puerto y después forcejeando en la muchedumbre de calle Orchard hacia qué?
—hacia Newark hacia la tienda de dulces, las primeras gaseosas caseras del
siglo, helado batido a mano en la trastienda, sobre las tablas mohosas del
parquet—
Hacia la educación el matrimonio crisis nerviosa, la
operación, enseñando en la escuela, y aprendiendo a estar loca, en un sueño
—¿qué es esta vida?
Hacia la Llave en la ventana —y la gran Llave extiende su
cabeza de luz sobre la cima de Manhattan, y sobre el piso, y se rinde en la
vereda —en un vasto rayo único, moviéndose, mientras camino por la Primera
hacia el Teatro Yiddish —y hacia el lugar de pobreza que vos conociste, y que yo conozco, pero
ahora sin preocuparnos —Es extraño haberse mudado a Paterson, al Oeste, a
Europa y acá otra vez, con los gritos de los españoles ahora en las cuñas que
traban las puertas, manteniéndolas abiertas, y chicos negros en la calle,
escaleras de emergencia tan viejas como vos —Aunque no sos vieja ahora, eso ha
quedado aquí conmigo—
Yo mismo, como sea, tan viejo tal vez como el universo —y
yo creo que muere con nosotros —suficiente para cancelar todo lo que viene —y
lo que vino está perdido para siempre cada vez
¡Eso está muy bien! Eso lo deja abierto para que no haya
remordimientos —ni radiadores de miedo, carencia de amor, tortura incluso dolor
de muelas sobre el fin—
Aunque cuando viene es un león que se come el alma —y el
cordero, el alma, en nosotros, ay, ofreciéndose a sí mismo al hambre
encarnizada del cambio —pelo y diente— y el rugido de los huesos dolorosos, el
cráneo pelado, la costilla rota, la piel podrida, la Implacabilidad trucada en
el cerebro.
¡Ay, ay! ¡empeoramos! ¡estamos en problemas! Y vos no
estás, la Muerte te dejó afuera, la Muerte fue misericordiosa, y vos ahora
estás arreglada con tu siglo, arreglada con Dios, arreglada con el pasaje a
través de él —arreglada con vos misma después de todo —Pura— De regreso al Bebé
oscuridad anterior a tu Padre, anterior a nosotros —anterior al mundo—
Ahí descansá. No más sufrimiento para vos. Sé adónde te
fuiste. Está bien.
No más flores en los campos veraniegos de Nueva York,
ningún gozo ahora, ni más miedo de Louis, ni tampoco más de su dulzura y
anteojos, ni sus décadas en la secundaria, deudas, amores, llamadas por
teléfono temerosas, camas de concepción, parientes y manos—
Nada más de tu hermana Eleonor, —ella se fue antes que
vos —lo mantuvimos en secreto —vos la mataste —o se mató a sí misma para poder
lidiar con vos— un corazón artrítico —Pero la Muerte las mató a ambas —No
importa—
Tampoco de tus recuerdos de tu madre, 1915 lágrimas en
películas mudas semanas y semanas olvidando, angustiarse viendo a Marie
Dressler hablándole a la humanidad, a Chaplin bailando en la juventud, o a
Boris Godounov, Chaliapin en el Metropolitano, y aclamar su voz de zar llorón
—en el pasillo con Eleonor y Max— mirando también a los Capitalistas sentándose
en la Orquesta, pieles blancas y diamantes, o con los viajes a dedo de la YPSL
por Pensilvania, en polleras pantalones
de gimnasia negros y holgados, fotografía de 4 chicas agarrándose de la
cintura, y ojo sonriente, demasiado tímidas, soledad virginal de 1920 todas
esas chicas están viejas, o muertas, y ese pelo largo crece en la tumba ahora
—una suerte que hayan tenido después esposos.
Vos lo lograste —yo vine también —Mi hermano Eugene antes
(todavía llorándote ahora, te llorará[8] hasta su última agonía, mientras
atraviesa el cáncer —o muere —tal vez más tarde —el cree que pronto— Y es el
último momento que recuerdo, en el que los veo a todos, a través de mí mismo,
ahora —menos a vos. Yo no preví lo que sentiste —qué apertura de boca enferma
más horrorosa vino primero —a vos— ¿estabas preparada?
¿Para ir adónde? ¿En la oscuridad —eso— en ese Dios? ¿un
resplandor? ¿Un Señor en el Vacío? ¿Como un ojo en la nube negra de un sueño?
¿Al fin Adonai con vos?
¡Más allá de mi
memoria! ¡Incapaz de adivinar! No solamente el cráneo amarillo en la tumba, o
una caja con polvo de gusano, o la cinta del pelo manchada —¿Calavera con Halo?
¿podés creerlo?
¿Es tan sólo el sol que brilla una única vez para la
mente, sólo la fulguración de la existencia, como nunca antes?
Nada más allá de lo que tenemos —de lo que tuviste— es
algo tan lamentable —sin embargo el Triunfo, haber estado acá y cambiado, como
un árbol, partido, o una flor —haber alimentado el suelo— pero loca, con sus
pétalos de color, pensando en el Gran Universo, sacudida, cortada en la cabeza,
desnudada de hojas, escondida en un hospital-caja de huevos, envuelta en
trapos, dolorida —enloquecida en el cerebro de la luna, falta de Nada.
Ninguna flor como esta flor, que se supo a sí misma en el
jardín, y peleó con el cuchillo —perdió. Arrancada por el pensamiento helado
—incluso en la primavera— fantasmal y extraño de un Muñeco de nieve idiota
—alguna Muerte— El pedazo de hielo filoso coronado con rosas viejas —un perro
por sus ojos —la poronga de un explotador —el corazón de las planchas
eléctricas.
Todas las acumulaciones de la vida, que nos agotan
—relojes, cuerpos, conciencias, zapatos, tetas —tus hijos engendrados —tu Comunismo
—la “Paranoia” en los hospitales.
Una vez le diste una patada en la pierna a Eleonor, ella
se murió de un paro cardiaco después. Vos de un derrame. ¿Dormida? En el plazo
de un año, las dos, hermanas en la muerte. ¿Eleonor está feliz?
Max pena en vida en una oficina en el Bajo Broadway,
bigote largo y solitario sobre la medianoche Contabilidades, no está seguro. Su
vida pasa mientras él la mira —¿Y de qué duda ahora? ¿Todavía el sueño de hacer
dinero? ¿o de que podría haberlo hecho, o contratado a una enfermera, o haber
tenido hijos, o incluso haber hallado tu Inmortalidad, Naomi?
Lo voy a ver pronto. Ahora tengo que pasar de largo —para
hablar con vos —para hablarte como no lo hicimos cuando tenías una boca.
Para siempre. Y estamos ligados por eso, para siempre
—como los caballos de Emily Dickinson —conducidos hacia el final.
Ellos conocen el camino —Estos Corceles— corren más
rápido de lo que pensamos —es nuestra propia vida la que cruzan —y se la llevan
con ellos.
Magnífica, ya no llorada, arruinada del corazón, mente
rezagada, casada soñada, cambiada mortal —Culo y cara hartos de asesinatos.
En el mundo, dada, flor enfurecida, sin volverse Utopía,
encerrada bajo pino, apuntada en la Tierra, borracha en Soledad, Jehová,
acéptala.
Sin nombre, con Una sola Cara, Para-siempre mas allá de
mí, sin principio, sin fin, Padre en la muerte. Aunque no estoy allí para esta
Profecía, yo estoy sin matrimonio, yo estoy sin himno, yo estoy sin Cielo, sin
cabeza en la felicidad igual te adoraría a Ti, Cielo, después de la Muerte,
sólo Uno bendito en la Nada, ni luz ni oscuridad, la Eternidad sin Día— Toma
esto, este Salmo, mío, explosión de mi mano un día, parte de mi Tiempo, ahora
entregado a Nada —para alabarte a Ti— Excepto Muerte.
Este es el fin, la redención de la Tierra Salvaje, camino
hacia el Maravilloso, Casa buscada por Todos, pañuelo negro lavado
equitativamente por llanto —página fuera del Salmo— Último cambio de Naomi y
mío —hacia la Oscuridad perfecta de Dios— ¡Muerte, guardad vuestros
fantasmas!
Allen Ginsberg
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