El abrazo de la serpiente


 Al fin he visto El abrazo de la serpiente, una cinta en blanco y negro dirigida por Ciro Guerra en coproducción con Venezuela, Colombia y Argentina. La película -ambientada en la Amazonía colombiana- narra las aventuras de los investigadores Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes, persiguiéndose el uno al otro a través del tiempo, mediante un único nexo coordinante: el chamán Karamakate, último de su linaje, y paradigma doliente de las etnias extintas a causa de la colonización.

El visionado de la película me hizo pensar en algo que escribí hace poco sobre la patria como concepto importado del continente colonizador. En ella se llega a mostrar la esclavización del nativo durante la llamada “Fiebre del caucho”, donde empresas europeas  encontraron en la Amazonía una verdadera mina de oro para la producción de cubiertas, en los primeros años de la industria automotriz.  Es llamativo que en la película se hable de “los colombianos”, no como nativos y dueños de “la patria”, sino como invasores cuya única diferencia con el blanco corporativista, nacido y criado en Europa, estaría en el criollaje. Pero así son mencionados en la película, con suspicacia. Para el chamán criado en la selva de la patria colombiana, el criollo no es más que un traidor. 

El fenómeno de la colonización trajo aparejada la aparición de dos nuevos linajes: el del criollo puro, hijo de trasterrados; y el del mestizo, mezcla -como bien lo señala la palabra- de español e indio, o en su defecto y debido a la cercanía con Brasil, de negra y blanco. E inclusive de negra y/o india y blanco. No hubiera tenido nada de malo, y sí absolutamente mucho de bueno, la mezcla de unos y otros, de no ser por el prejuicio racista del artefacto colonial, que llegó para sacarles provecho a los bienes de la naturaleza. Sus hijos y descendientes acabarían fundando las naciones que hoy llamamos con nombres de fantasía (Colombia, Chile, Argentina, Brasil… etc) y que muy lejos están de conservar la historia y tradiciones de las tribus originarias del continente, que resultaron ser en parte un estorbo, en parte fuerza de trabajo y en parte morralla, como se le dice en España a un conjunto de cosas sin demasiado valor. Se entiende, entonces, que Karamakate hable de “los colombianos” como si no fueran de su tierra. Porque en realidad algunos lo eran sólo en parte, y otros ni siquiera habían nacido allí. Cabe la discusión de qué sería identidad y toda la mar en coche, pero lo dejaremos para otra ocasión, e igual creo que llegaríamos a conclusiones estériles. Y dolientes, casi tanto como el dolor de Karamakate por haber perdido su linaje, que es lo que nos pasa a muchos de nosotros, aunque no lo tengamos tan presente como él.

Hay una escena particularmente dura en la película, y es la del hombre mutilado, que evoca los escándalos del Putumayo, y trae el recuerdo siniestro del empresario peruano Julio César Arana del Águila, que esclavizó, torturó y asesinó a miles de aborígenes obligados a extraer el caucho a fuerza de extorsiones, amparándose en el silencio de un estado quizá aún muy joven, o tal vez ya demasiado corrupto. Ojalá pudiera decir que hoy día los estados americanos ponen coto a la explotación del Amazonas… pero todos sabemos bien que no es así. Ya no hace falta mutilar a sus indios y descendientes, porque vienen siendo confinados a la exclusión desde hace siglos, y peor lo tienen quienes más cerca están de lo que llamamos “civilización”, cuando han quedado atrapados en una vorágine de miseria, resentimiento y desculturización que llega incluso hasta nuestra ciudades. 

Lo primero que se le roba a un pueblo, para quebrarlo, son sus tradiciones. Y sus tradiciones están íntimamente ligadas a su contexto. Y en este caso, su contexto es la selva. Karamakate jamás llegará a perder sus tradiciones, por eso él es el hombre que mueve los mundos, el que no olvida a sus ancestros, el que conoce al chullachaqui, el que facilita el camino para que el viajero pueda hallar el abrazo de la serpiente. Él es la esperanza hecha carne en la vida de lo que queda del Amazonas. Mientras él exista, la herencia de la serpiente está a salvo y el indio esclavizado puede aspirar aunque sea a un rayo de luz que ilumine lo que era antes de que le quitaran su tradición, a una bocanada de aire, de río y de mito que le recuerde quién es, quiénes eran su padre y su madre, sus abuelos, su tierra, su medicina, su conocimiento. Es esencial para  Karamakate que los niños adoctrinados por los misioneros católicos entiendan esto, lo cual se ve en cierta escena de la película. Karamakate podrá ser el último de su linaje, pero no va a marcharse sin dejar su huella en todos aquellos que lleguen a él.

Hermosa, poética y evocadora película; también austera en su forma de tratar la búsqueda del enteógeno. Lo cual me gustó, ya que es usado como hilo conductor para una historia más profunda y compleja: la tragedia inmensa del hombre americano que ha perdido sus raíces, navegando a flor del agua sobre un territorio arrasado que no alcanza a recordar. Karamakate es su guardián.    

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