La persona y lo sagrado
Exceptuada la inteligencia, la única facultad
humana verdaderamente interesada en la libertad pública de expresión es esta
parte del corazón que grita contra el mal. Pero como no sabe expresarse, la
libertad es poca cosa para ella. Primero es necesario que la educación pública
sea tal que le provea, más posible, de medios de expresión. Es necesario a
continuación un régimen, para la expresión pública de las opiniones, que se
defina menos por la libertad que por una atmósfera de silencio y de atención en
la que este grito débil e inhábil pueda hacerse oír. Por fin, es necesario un
sistema de instituciones que introduzcan en el mayor grado posible a las
funciones de conducción a los hombres capaces y deseosos de oírlo y comprenderlo.
Es claro que un partido ocupado en la conquista o en la conservación del poder gubernamental no puede discernir en estos gritos otra cosa que ruido. Reaccionará de manera diferente según que ese ruido importune al de su propia propaganda o por el contrario lo acreciente. Pero en ningún caso es capaz de una atención sensible y adivinatoria para discernir su significación.
En menor grado sucede igual con las organizaciones que por contagio imitan a los partidos, es decir, cuando la vida pública está dominada por el juego de los partidos, para todas las organizaciones, comprendidos, por ejemplo los sindicatos e incluso las Iglesias.
Desde luego, los partidos y organizaciones similares son también completamente ajenos a los escrúpulos de la inteligencia.
Cuando la libertad de expresión se reduce de hecho a la libertad de propaganda para las organizaciones de este género, las únicas partes del alma humana que merecen expresarse no son libres de hacerlo. O lo son en un grado infinitesimal, apenas más que en el sistema totalitario.