NOVELA 9.7.23

 

 

 

 

LUJÁN 1

 

  Hubo un casamiento. Yo tendría cinco años y llevaba un vestidito azul de terciopelo con cuello de puntilla de algodón, la fiesta estaba llena de nenas muy educaditas y muy quietas con grandes moños de organza en la cabeza y nenes con trajecito, mis primos, pero a mí si me ponían en un lugar no me quedaba quieta y me iba, así que me levanté y me fui directo para la escalera que daba al segundo piso del hotel en donde había otra fiesta, una gran fiesta con piñata de todos colores, los chicos corrían y se enredaban entre las guirnaldas y habían mujeres exuberantes con minifaldas psicodélicas y botas altas; era un cumpleaños. Ese recuerdo tiene la pátina emulsionada de un fotograma en tecnicolor: pararme en el rellano fue un acontecimiento apasionante, nadie me conocía pero los pibes me envolvieron con guirnaldas, y yo huraña, estupefacta, traspuse la parcela de un casamiento aburrido sin piñatas ni adornos ni guirnaldas ni juegos, para pasarlo con gente que se estaba divirtiendo a lo grande. Entonces apareció mamá y me sacó de ahí, me hizo bajar a los saltos, Luján te estábamos buscando hay que tirar de las cintas —las cintitas de la torta, a mí siempre me salía un autito, un avioncito, un tren— yo roté la mano para zafarme, me dolían sus dedos huesudos clavándome esos anillos de fantasía barata, mamá me duele, una rotación aparente en translación a sus intereses, ¡mamá me dueleeeeeeee! ¡ME DUELE! el sólo hecho de pensar en eso me aterroriza, y cuando recuerdo estas cosas no puedo evitar esa mirada incómoda con que se observan los territorios dinamitados. Después no sé bien lo que pasó, seguramente deben habernos sacado alguna foto, de hecho hay una donde salgo mirando a la lontananza mientras  mis primos se ríen, sólo se ve mi pelo enmarañado y el bendito moño de organza blanca, mamá sale riéndose y mis tías sonríen con ojitos achinados, la abuela en el medio, mi hermano Canica y mis primas más grandes a los pies de la abuela Bego, con sus medias blancas hasta los muslos, sus saquitos de mohair y su inocencia intachable, los novios elegantes, ella intentando brillar por encima del pánico, con su velo echado para atrás como una monja blanca, con el pelo batido y las pestañas postizas, él con sus cachetes rojos de conscripto y seguro que virgen, porque en mi familia los primos se casaban vírgenes, sin haber rozado una teta, todos sonríen aunque falte un primo volado del mapa del que nunca más se habló, ahora sólo hay que pensar en quién se llevará el ramo. ¡Cuántas bocas se cerraron para siempre desde que me bajé de esa escalera! Si tuviera que decir cuándo empezó mi interés por la lectura, mentiría, debe haber sido hacia los siete años, con los cuentos troquelados que llegaban de Barcelona donde las brujas convertían a los niños en pájaros… “En una de las torres de Nüremberg, la antigua ciudad de los milagros…”, hasta que apareció la colección de tapas amarillas y pude acceder a Oscar Wilde, a la saga de corsarios de Emilio Salgari e inclusive al príncipe valiente de Rudyard Kypling, yo leía y releía dejando las hojas manchadas de dulce de leche, nenas que perseguían gallinas en las llanuras ardientes de Ohio y hermanitas puritanas que tocaban el piano en un ático, ¡eran tan perfectas!, yo hubiera querido ser como ellas, leerlas hacía parecer el mundo más tibio, y cuando caía enferma le pedía a mamá que me comprara la Anteojito, una de esas revistas infantiles con olor a kerosén que enseñaban el género zoológico de los marmotas, y la diferencia que hay entre un invertebrado y un mamífero. ¿Por qué me habré dejado bajar de esa fiesta? El proceso fue lento y sutil. Empezó en la escuela primaria, un arma poderosa, y se replicaba en los cumpleaños. El objetivo era socavar la fe, conseguir que dejáramos de creer en el futuro, lo demás llegó por añadidura y los rebeldes eran los que no acataban el silencio ni la anestesia, los que de un día para otro dejaban de estar sin que a nadie le llamara la atención… ¡zaz!, y como nadie veía, la gente no quiso darse de cabeza contra la realidad y todos se encargaron de fabricar su propio narcótico, era de lo más natural que alguien pusiera una bomba en la escuela y por suerte no había clase, ¿querés que te haga unas tostadas con manteca?, mamá fingía tomárselo con calma, pero estaba cagada de miedo: ¿Cómo sabía lo de la bomba si no teníamos teléfono? ¿Sería por la radio? Si te dicen que salgas vos salís en fila y obedecés. La música de los bombos legüeros en la televisión, pomp pomp-pomp pomp-pomp pomp… y los hombres grises hablando por cadena nacional, un auto explotado, ¿mami, qué es ese maniquí tirado en la calle? Esa tierra es una incógnita, no hay palabras para explicarla, no hay manera de desentrañarla, es un dilema metafísico, un fatum: todos miraban pero nadie sabía qué hacer; mientras tanto yo jugaba a la casita, ponía una gran bola saltarina a la luz de la ventana del comedor y me subía un ímpetu raro por el cuerpo, algo misterioso en conexión a los arabescos multicolores de la bolita que se iluminaba a través de la reja, lo cual me mantuvo en silencio durante años, nada de libros: proyecto y edificación de la nena prota del tiempo sin testigos, su rol especular en olvido de las letras y los nombres. Y de repente, un día, me compro el primer cuaderno de tapas duras con un billete que me da la abuela Bego y así como si nada empiezo a escribir la historia de Boska, una nena alienígena completamente humana — de ombligo sucio— que vivía en un planeta hostil gobernado por unas seres destartalados hechos con basura, los saguaraños, que además eran secuestradores de niños; en ese planeta todos los pibes eran mudos excepto los huérfanos, Boska era huérfana y le encantaba chivear, sus hazañas en el planeta Ketzaedro me absorbieron tanto que me retiré del mundo en la arenada que había al fondo del patio… ¡qué cacho de planeta Ketzaedro!, pero la trama se me enredó tanto que no sé cuántos cuadernos llegué a escribir, hasta que me harté y los metí todos adentro de una caja que había en el quincho, pero al tiempo el quincho se llenó de gatos, y los gatos de pulgas, los gatos buscaron cobijo en la caja y les dio por parir adentro, justo encima de Ketzaedro. Casi todos los cuadernos terminaron convertidos en recinto placentario, salvo uno, que me lo guardé. Después de la masacre me aseguré de ser más cuidadosa, continué escribiendo pero no se lo contaba a nadie, ni de grande lo contaba, me daba miedo, no sé por qué, incluso en Madrid la gente pasa por mi vida como los trenes, pero antes de venir acá recalé entre los libros que había abandonado hacía siglos y me fui de cabeza contra todos los que no habían logrado quemar. La caída en la realidad fue descomunal. Descubrí que desde aquella escapada al piso de la piñata me había pasado la vida en un presente continuo sin vislumbrar un porvenir, porque la puerta estaba cerrada y cuando alguien, una persona despierta, me dijo que abriera una ventana imaginaria no pude ver nada más que una pared de ladrillos clausurando el hueco, y cuando tuve la vida y la juventud —si es que las tuve—, me faltó la exaltación del proyecto, no por pereza, sino porque no sabía, incluso habiéndome negado a tirar de la cintita para encontrar el anillo, yo no sabía, así que crecí a los tumbos, atropelladamente, convencida en secreto de que sólo me esperaba el acantilado, con una meta única: escribir mientras tanto. No pensé que ganarme la vida fuera a ser un problema porque el futuro nunca iba a llegar, el deseo siempre es hoy, todo lo que yo hiciera, toda mi formación, sólo había sido una pantomima para librarme del tiempo y del qué dirán, mi subjetividad capturada por la cosa de llevar y traer; yo, la proyección de las personas que me habían traído al mundo, la hija de un padre desconocido y una operaria de frigorífico; yo, una conciencia de sí inconsciente que nunca sospechó que iba a hacerse mayor, además mi trabajo era ése; escribir, no había otra: escribir, el resto eran medios de subsistencia para poder seguir escribiendo. Empecé a escribir porque no podía hablar o tal vez porque a nadie le importaba lo que yo dijera. Scherezade aprendió a contarse un cuento a sí misma para no morirse de aburrimiento en el páramo, sin saber que estaba parada sobre un campo minado, a escondidas, porque decir era peligroso y yo lo asumí con sigilo, instintivamente, también para escapar, para no caerme del acantilado, y además, mis palabras estaban a salvo adentro de esas libretitas llenas de planetas imaginarios, hasta que empezaron a caer en mis manos libros de verdad, y pensé: buen trabajo nos hicieron los saguaraños dándonos un palazo cada vez que intentábamos levantar cabeza, eran como la ola que te tira contra las piedras de la playa y te raspa, te lastima o te rompe algún hueso, te levantás tambaleando y cuando parece que vas a salir ya te cayó otra encima. Así nos trataba el mar. Así nos iba quebrando el arrecife. Pero el instinto es fuerte, una siempre se vuelve a levantar, no hay humano que tenga tanta agalla como para respirar bajo el agua mucho tiempo, además siempre se quiere vivir, así que me levanté del revoltijo en otra latitud y longitud pero con libros, las palabras me dieron poder… ¡por fin!, y vi a la giganta con ojos de venado en Huertas, me emborraché y al tercer día resucité entre los muertos en la plaza de Santa Ana pero nadie me colgó una cruz en la boca, y aunque me crié en la creencia del pecado original nunca fui más libre ni más inocente que el día en que aprendí a robar: eran Las canciones de la revolución, de Julian Beck, ¿cómo había llegado una edición del 78 descantillada por los años a una mesa de saldos en la Gran Vía? Robar, robar por gusto y no porque te hambreen los saguaraños que aplastan contra paredones a las pibas para tocarle la entrepierna antes de santiguarse, la saguaraña apretando a Boska, a mí: ¡Vamos, qué escondés ahí que apretás las piernas!, infancia mutilada por el miedo a esos dedos de morcilla cruda en la oscuridad de un callejón, con todos callando y mirando, toque de queda. Entonces qué importaba cómo, por qué y dónde y hasta cuándo, qué importaba cuál era la historia, cuál es la historia, si es acá o en otra parte, si la historia se reescribe cada tanto aunque la tierra cambie, y si canta, mejor —está bien que llegué en época de bonanza— y en mi desesperada ilusión por creerla propia, me aferré a la parcela individual y le puse a mi pequeña patria bonsái el nombre de la amiga amada. Mejor no mirar. Prohibido mirar aunque la marea negra amenace con sofocarme, y el aire y las cercas y los zócalos y los árboles y todo lo que hay sobre la faz de la tierra, se cubran con las cenizas de los que ardieron y siguen ardiendo, allá lejos, hace un millón de años, en Ketzaedro.   

  

 

 

 

 

 

FABIOLA 1

  Mamá se deja acariciar el cuello por Sancho mientras él va conduciendo con la ventanilla abierta. Lleva el pelo castaño recogido en un moño descuidado que no se le deshace ni con el aire que le baila alrededor de los mechones sueltos, como si pudiera abrir una grieta en la naturaleza y detenerla justo en el espacio que ocupa su cuerpo. Pelo castaño oscuro, casi negro. Su boca grande, entreabierta sobre el labio superior por donde asoman dos incisivos blanquísimos, le confiere una predisposición a la sonrisa que ella hace parecer involuntaria, provocando la atención inmediata de cualquiera que la mire, como si fuera un encantamiento. Embelesada, calculo la distancia entre la raíz de su cabello y el comienzo de su espalda, esa curva elegante que me recuerda a un tobogán.

— Si vos me la pegás con una, yo te la pego con diez — le susurra.

  Pero es mentira.

  Sancho golpea el volante, estrellándose contra sus palabras como si hubiera dado con una piedra capaz de romperle un hueso. Luego echa un vistazo a través del espejuelo para ver si estamos bien.

  Sancho es mi papá. Le llamamos por su nombre, además de papá. No sabemos bien por qué. Mamá dice que se llama así porque ella es su Quijote.

  Mamá cree en las cosas imposibles, por eso los ceniceros de Murano tienen que estar siempre en el mismo lugar. Exactamente en la esquina izquierda de la mesa del salón. Para no caer en la tristeza, ella necesita que todos los días ocurra algo extraordinario. Como tiene un don con las manos, se gana la vida diseñando el atrezzo para las compañías teatrales. Puede convertir un bloque de goma-espuma en un jamón de jabugo o una cabeza de ciervo. También cose disfraces, repara maniquíes y los viste. Un oficio minucioso, por eso de fabricar minucias que a veces miden dos metros o más. Siempre la vemos montada a una escalera tallando goma espuma, con la falda de su vestido anudada por encima de la pantorrilla —a pesar de su delgadez tiene unas pantorrillas fuertes, de corredora de fondo—, haciéndonos pensar que puede vivirse toda una vida pendiendo de un hilo, y sobrevivir a ello sin que se corte. Su musculatura física afina con una resistencia mental adquirida por necesidad. Pero a veces da vueltas por la casa encorvándose como si anduviera perdida, y canta. Entonces nadie sabe qué hacer.

  Sancho se ha quedado en el coche mientras vamos de compras.

  Primero a la tienda, a comprar las cortinas para mi cuarto. Ya he visto el modelo en el escaparate y sé exactamente cuáles quiero. Tienen que ser las de gasa con grandes tulipanes azules. Como es temprano el lugar está casi desierto, así que caminamos sin prisa a través de los pasillos, explorando.  

  Me detengo en seco frente a los cortinajes, señalando el que me gusta con todo el brazo extendido:

— ¡Ésas!    

 Mamá coge un par, abre la funda de plástico, palpa la tela, me la muestra. Es suave y huele ligeramente a la ropa que la abuela Pocha lava con jabón blanco, ese aroma inexplicable que ampara y conforta (el aroma, ella no). Se lo digo y sonríe:

— Esta tarde me ayudás a colocarlas.

  A unos metros, Tristán brinca entre las estanterías con movimientos discordantes, simulando, apropósito o no, un aeroplano a punto de caer. Él nunca se está quieto, no puede. En realidad siempre está a punto de caerse. Está aburrido y tiene hambre. Se deja llevar a la rastra en dirección a la línea de caja, pero al ver la rampa descendente que conduce al supermercado, le suelta la mano a mamá y la surfea con una risa espasmódica.

  Allá vamos, tras el rastro de los quesos y las legumbres.

  Ella se contonea como si fuera una estrella de cine a punto de asaltar de incógnito el supermercado. Depende cómo le pille, tendrá la fragilidad de Geraldine Chaplin, la seducción impasible de Ali Mc Graw o el aire distraído de una chica hippie de bota larga y llena de pestañas, bien morocha argentina. Por debajo hay una porteña desgarbada pisando con torpeza sobre unas plataformas de piel amarillas, que no obstante supo enderezarse al aterrizar en Barajas aquella primavera sofocante del 67, con su madre a cuestas —la abuela Pocha—, dos maletas y algunos muebles. Fue su entrada triunfal en el bárbaro mundo de los cuerpos ornamentales. Venía a conquistar el mundo del teatro y del canto, y se encontró con papá.

— Mirá bien las etiquetas, Tristán… verificá que no contengan aditivos.

  Ya he dicho que mamá cree en las cosas imposibles.

  Ella aborrece la comida chatarra. Los embutidos, la Coca Cola, el ket-chup, la pizza, las patatas, los macarronis. La ensalada de cangrejo, sobre todo la ensalada de cangrejo. Y todos los sucedáneos adulterados de la cocina mediterránea que se venden en el súper.

  Absorto en las etiquetas, Tristán cierra la marcha recitando como puede una retahíla de palabras misteriosas: bicarbonato amónico - proteinasa - colorantes - glutamato monosódico - sacarina - aspartamo - bicarbonato amónico - pectina… Porque antes de elegir cualquier cosa, el mandato es leer las letras pequeñas que están en el apartado de los ingredientes, esos que nadie lee, y que si leyeran igual los llevarían, porque vete a saber lo que significan y además están buenísimos.

  Con cara de ilusión, se atreve a levantar una bolsa de patatas. Ella se la quita fríamente y la coloca en su lugar.

— No, hijo, si querés carbohidratos mejor una manzana asada con miel, que te gusta. Vamos a la frutería.

  Hace rato que la observo, intentando encajar a toda costa ciertas semejanzas cinematográficas con su escualidez extrañamente provocativa.

— Mami, te pareces a la chica de la peli de la intritutiz.

  Pienso que no me escucha porque se ha puesto el índice en la punta del labio inferior, moviéndolo arriba y abajo, señal de que titubea. Al final coge un atado de plátanos y unas cuantas manzanas verdes.

— ¿Qué intritutiz, hija? ¿No será institutriz?

— Sí… a la morena que cuida a unos niños en una casa que da miedo.

  Me mira asombrada:

— ¿Te referís a Ana y los lobos?

— Ésa.

— Ah. Ya sé. No tendría que haberles dejado ver esa película… fue un error mío.

— ¡La de los asesinos! — espolea Tristán con su voz ronca y una sonrisita maléfica. Pero nadie le hace caso y ahí se queda, junto al cajón de los repollos, torciendo el morro.

  Mamá sonríe preocupada y me aprieta contra su vientre plano:

— Mi gayinita…

  Las gallinas son redondas. Yo soy redonda. Tan redonda que me cuesta ponerme la ropa cuando van bajando las mangas a través de mis brazos macizos y la falda tropieza con mi barriga. No puedo usar ropa bonita; habitualmente no me queda bien. La ropa bonita está diseñada para la mortificación silenciosa de las gordas, defectuosas, mal bañadas o de pocas luces. El modelo de niña de ocho años que dictamina el mercado es la hija que debería tener mi madre. Yo soy la gallinita.

  Yeraldín — balbucea, coqueta, cuidándose de limpiar cada pieza de fruta con un pañuelos de papel antes de embolsarla y meterla en el carro. Verduras y legumbres, queso, frutos secos, pescado, ternera... Comida que a primera vista parece aburrida, pero que mamá sabe convertir en platillos deliciosos perfumados con especias. Siempre que esté de buen humor, por supuesto. Ahora está de muy buen humor.

  No se da cuenta de que me he pillado un bollo. Los voy trapicheando mientras nos adiestra en las ventajas de la alimentación biológica. Suerte que los bolsillos de mi abrigo sean grandes.

  Tristán me ve y se parte de la risa. Más bollos.

  Llevo caramelos hasta en los calcetines, y él ha tenido el detalle de esconder por mí una ensalada de cangrejo en su cazadora. Siempre lo hacemos. Nos acodamos en la línea de caja, sonriéndoles a la cajera y al guarda jurado con cara de angelitos. Tristán, un poco más hosco. Ellos nos devuelven la sonrisa sin sospechar nada.

  Detrás de la sonrisa angelical está el subidón de adrenalina por el riesgo de que el guarda jurado pueda revisarme los bolsillos. Sé que no se le ocurriría registrarme los calcetines, lo cual me asegura los chuches. Pero el momento de máximo placer ocurre antes de la salida del súper, entre los diez pasos finales y el guarda jurado más peligroso, que a veces es una chica. Es ahí donde me corro de gusto. La guinda del pastel.

    Al salir me quedo rígida contra la pared, presa de un orgasmo incontrolable.

    Siempre es lo mismo con mamá:

  — ¡Fabiola! ¿Qué hacés? ¿Otra vez aguantando el pis?

   Ella no sabe que he descubierto mi sexualidad burlando guardas jurados. No lo sabrá nadie, nunca. De eso no se habla, eso me lo guardo. Es mío.

  Dentro del coche, en el parking, Sancho está conversando con una mujer asomada a la ventanilla. Mamá acelera el paso y nosotros la seguimos correteando. La mujer lleva un vestido amarillo con motas; él le sonríe. Oigo el golpeteo del carro contra el asfalto, un ruido metálico que hace que me rechinen los dientes. A mamá se le tuerce un tobillo a causa de una plataforma, pero se endereza y continúa avanzando a galope de carro. La mujer nos ve, se aparta de la ventanilla y se mete en otro coche sin dejar de mirarnos. Arranca.

  Ahora la que está junto a la ventanilla es mamá.

  — ¿Y ésa quién era?

  Sus ojos me dan miedo. A Sancho también. La lengua le da vueltas en la boca abierta, intentando encontrar las palabras:

  — ¡Y yo qué sé, mujer! ¡Una que me pidió que moviera el coche!

  Mamá, en cambio, mantiene la boca apretada. Le observa largamente con esa mirada negra.

 — ¿Y tuvo que venir hasta acá para avisarte?

  Sancho le resta importancia bajándose del coche:

— Venga, Elena, déjate de follones que están los niños…

  Se oye un portazo del lado del acompañante. Después, silencio. Un lapso de tiempo en el que la agitación del parking se detiene luego de que ella ha entrado, y Sancho empieza a descargar el carro con la ayuda de Tristán.

  Salimos del parking rodando suavemente hacia el sur. Papá se apresura a encender el autoestéreo. Suena Camarón como un castillo de arena: “Eso fue pa’mí tu amor, tan poca era la firmeza, que el viento se lo llevó”.

  — Ésa era la valenciana, a mí no me la contás…

  — ¿Pero de qué valenciana hablas? ¡Tú estás chalá!

  Siguen discutiendo en sordina hasta que llegamos a casa, donde el conflicto se atenúa y cada uno vuelve a sus rutinas.

  En los altos de julio al mediodía el calor dentro del piso puede ser insoportable, aunque estén prendidos los ventiladores. Mamá odia el piso. Odia el calor. Odia la calle de la Oca. Odia su aroma a fritanga en las esquinas, el hedor asfixiante de los contenedores en agosto, la roña en las fachadas de los edificios. Ella odia Carabanchel.

  Ha cocinado un enorme pollo a la moruna, pero Tristán se resiste a comer. Hay que ver su cara, sus ojos de bovino atrapado en un alambre de espinos cuando ella aparece con la fuente. Berrea como si tuviera tres años. Si me cuido de no zamarrearle es por la ensalada de cangrejo que se ha mangado para mí y que escondí en mi armario. Esta noche me daré el atracón en secreto, después de que mamá haya apagado la luz de pasillo y me haya leído, tal vez por sexta o séptima vez, uno de esos cuentos del país remoto donde viven los cronopios. Casi todos los libros que leo vienen de Buenos Aires.

  A papá no le gusta mucho leer, prefiere hablar con sus clientes de política o despotricar por la última decisión del presidente del gobierno, con la rodaja de una pera apuntando a la pantalla del televisor. A los veinte años le dieron de hostias en las pantorrillas por haber gritado: “¡Salud y República!” durante una manifestación por Vista Alegre, y desde entonces cojea. En la cárcel le llovieron palos, y como le habían roto los ligamentos de la rodilla jamás volvió a caminar bien.

  Mama está rara. Ahora se parece a Ali McGraw después de que Steve Mc Queen le sacudiera unos cachetes en La huída, y eso que papá no le pega (conste que todo lo que sé de cine lo aprendí de ella, que nos permite ver películas para adultos cuando logra arrebatarle la televisión a Sancho, después de una riña por la Copa del Rey) Anda por toda la casa con la cara crispada y el moño torcido; su cuello ya no se parece a un tobogán. Yo creo que estuvo llorando.

  Algo está a punto de ocurrir, lo huelo; se desatará en cualquier momento, así que debo prepararme. Ya viene el meteorito, el desastre que impacta contra la calma. Aunque nadie me lo haya explicado, yo sé que debo mantenerme serena pase lo que pase. Al fin y al cabo… ¡pasa tantas veces!

  Nadie más lo sabe, excepto yo, Tristán y la abuela Pocha, que hoy no está.

  Sancho también lo sabe, pero habitualmente se marcha antes de que ocurra.

  — Hay que colocar las cortinas — dice mama en tono maquinal.

  La ayudo a recoger la mesa y nos ponemos manos a la obra. Las suyas tiemblan mientras se esfuerza por abrir la funda de plástico; es curioso, porque en la tienda podía abrirla sin dificultad. Al final la rompe en pedazos y extrae las cortinas. Las arroja sobre mi cama. Tiene la costumbre de enfadarse con objetos inanimados, los estampa contra las paredes. Una vez la vimos hacerle un agujero a la puerta de la cocina con la punta de su bota. Fue porque no podía cerrarla. El agujero sigue ahí, con una tela en forma de embudo por donde suele pasearse una araña.

  Se sube a una silla y voltea hacia mí con una mirada macha, esa marida que una a los nueve años no reconoce como macha hasta que pasan otros diez, o veinte, pero intuye que de algún lado debe venir pero no sabe de dónde:

— ¿Qué hacés ahí como una tarada? ¡Alcanzame las cortinas!

  Se las alcanzo con el cuidado que pondría en ofrecerle un vaso rebosante de leche; como si fueran líquidas y fueran a derramarse. Ella me las arrebata de un manotazo. Se las lleva al hombro y comienza con el trabajo de las presillas. Es, en cierta forma, arduo. Éstas deben pasar a través de cada pliegue, y luego ensamblarse a la ranura corredera que tiene la guía embutida en la pared. Hay un problema, sin embargo: la ventana posee un bandó de madera específicamente diseñado para ocultar la guía del cortinaje, el cual entorpece su colocación. Consigue introducir las tres primeras presillas, pero a la cuarta no puede por causa del bandó.

  Entonces su mano monta en cólera. La cólera le alcanza el hombro en segundos, luego el brazo y finalmente el resto del cuerpo. Cuando se pone así tiene la insufrible capacidad, tanto física como mental, de suprimir en toda la familia cualquier forma de compasión. Esa cólera baja a través de la silla, repta por el suelo y me alcanza.

  Mamá se convierte en mi madre. Ella es un bólido incandescente cayendo sobre mí.

— ¡Hay que ser muy pelotudo para ponerle un bandó a la ventana!

  Lo sacude con ambas manos, furiosa; no sé de dónde sacará tanta fuerza. Una fuerza macha. El bandó se desprende por uno de sus extremos, arrastrando las tres presillas, y por supuesto las cortinas. El otro extremo cae por su propio peso con un ruido seco.

  Ahí está mi madre, estrangulando mis tulipanes azules. Llora. Grita.

  Yo no. Yo no lloro. No lloro porque estoy enfadada y la odio, y si me enfado lo primero que siento es desprecio. Después llega la ira. Esa ira encapsulada por razones de envergadura. La ira que hincha los carrillos y cierra los puños a lo macho. La que me emponzoña el pensamiento contra mamá-gallina-flaca.

  Sancho atraviesa sigilosamente el pasillo con Tristán pegado a los talones. Balbucea algo sobre el cigüeñal del coche. Lo último que veo mientras están saliendo por la puerta, son sus ojos turbados por el vino del almuerzo y su dedo, el índice, cruzándole la boca: “Cállate”. No me lo dice, pero lo sé. Él también callará. Él siempre se calla. Su mirada, como la de mi madre, me avergüenza. Sólo que la de él no es amenazante; la de ella sí. Conozco muy bien esa mirada, y entre temerla y resistirla, prefiero lo segundo. La torpeza grotesca con que retuerce las malogradas presillas con sus manos enrojecidas, y la manera en que se esfuerza denodadamente en que las cortinas no se le enreden entre las piernas, los hombros o alrededor del cuello, me exasperan. Hay una especie de viento fuerte que la envuelve.

  ¿Debo ser su madre, y así aprendo todo sola?

  Ella se autolesiona con las palabras y los gritos. Son las palabras con las que creció y que no piensa abandonar porque igual se entiende y es como si una parte de ella nunca hubiera querido salir de ahí. A veces nos habla de esos barrios lisos al otro lado del mundo. De la forma en que decidió salir de Adrogué.

  Pero ahora es distinto.

  Hay que colocar esas cortinas aunque se caiga el viaducto de la calle Bailén. Y el viento sopla fuerte a su alrededor, es un viento emocional que la zarandea a ella y me alcanza a mí. Papá conoce ese viento, lo ha visto. Y le teme. Le teme tanto que se va.

— ¡Mirá cómo se tomó el raje, el otro! ¡Y se lleva a tu hermano! ¡No ofrece ayuda, se raja! ¡Él y su auto! ¡Si llego a enterarme de que va a encontrarse con ésa para que lo consuele, te juro que le meto azúcar al motor y le encajo el bandó de pico por la ventanilla cerrada! ¡Le va a costar saladito el arreglo! — Hace una pausa reflexiva, intentando enfocarse en algún plan. Pero no llega a ninguno porque la guía está rota, así que vuelve a la carga: — ¡Si esta casa es más vieja que Matusalén! ¡Cuántas veces le dije que hay que comprar otra, pero él insiste en seguir viviendo en el piso de tus abuelos, porque de chiquito jugaba a la pelota en el potrero donde ahora está la fonda del gashego! ¡Hay que ser pelotudo!

  ¿Dónde estará mamá? En qué parte de ese cuerpo que grita estará, y por qué ya no me parece perfecto su vientre chato, el regazo blando en el que me acurruco cuando me duele la tripa. Se convierte en otra persona cuando habla así. Odia el piso grasiento de los abuelos. El gotelé erosionado por los años, y desde luego la marca con pelusa que ha dejado el bandó en la pared. Para ella, todo esto es un indicio de pobreza. Yo no le encuentro el drama, pero ella sí. Ella se angustia. Quisiera, y lo sé, colgar las cortinas en un piso como los que salen en las revistas que compra. Así que llora, y se pone violenta, y su cuerpo escuálido se crispa. ¿Qué pasó con la mamá que hoy por la mañana me llamaba gayinita?

 — ¡Agarrá! —. Me lanza las cortinas a la cara, las atrapo y las dejo caer. Ya no me importan, sólo quiero salir de aquí, que acabe el desastre. Ella se baja de la silla, descendiendo a la altura de mis ojos: — ¿Ves el mal momento que estoy pasando por tu caprichito de las cortinas nuevas, pendeja?

  Entre sus manos soy como la zarza ardiente de la abuela Pocha, vieja bruja. A la abuela, que la conoce bien, no le sorprende su mirada terrorífica. Varias veces me ha sugerido que aguante. No me extraña: cuando Pocha intenta alisarme el pelo con el cepillo, me arranca lágrimas de dolor. Piensa que a la vida hay que alisarla por la fuerza, como a mi pelo, doblegar la naturaleza de las cosas aunque produzcan dolor. Y yo al dolor lo resisto bien. O tal vez no tenga alternativa. En cualquier caso, siempre entro en el drama de mi madre. No sé cómo salir, pero entrar se me da bien. Mea culpa. Ellos huyen, yo no puedo. Incluso la abuela huye. Ella sólo tiene ojos para Tristán, se desvive por él.

  ¿Por qué no huiré? Mea culpa.

— ¡Me estoy meando! —. Y corro al baño. Mentira, ni una gota. Igual me dará tiempo para pensar alguna estratagema mientras lucho con ese miedo asfixiante que no se proclama para que no te derriben. Verdad que ya no puedo más, pero sí que puedo: y lo que puedo no es esto.

  La oigo salir de mi cuarto arrastrando los pies. Ahora ha cruzado el salón.

  Salgo del baño sin estratagema, ya surgirá algo sobre la marcha.

  Ella camina hacia el sofá sin notar que lleva una cortina enredada en el tobillo. Se tumba. Su cara es como una nube roja en la que están los dos pequeños pozos sin luz que antes eran sus ojos. Me pongo por ahí, esperando. No sé qué espero, ya he olvidado a qué iba. Pienso, una y otra vez, en que no debería estar aquí, así que me imagino abriendo la puerta y bajando por la escalera hasta la calle. Voy andando firme hacia la estación de metro bajo el sol de las cuatro de la tarde, pero antes de llegar veo a mamá saliendo del estanco. Está preciosa, exactamente igual que en una película. Me coge del brazo y apunta al cielo con un largo dedo cruzado por un purito: “¿Ves esa nube? Es la madre del color verde, porque al llover genera el verde de la tierra”.

  Entonces recuerdo que estoy en casa viéndome las puntas gastadas de los zapatos, y que mi madre está llorando a cántaros. Dice entre mocos:

— Desde que empezaron a medicarme, no siento nada.

  Sin dejar de mirar a la pared tira mecánicamente de la cortina hasta quitársela. Hay algo forzado en sus movimientos, como si fuera una marioneta inanimada que acabara de despertar. Cuando pasa —y esto pasa a menudo—, me armo de todo el valor que tengo en mis ocho años. Es un billete de ida al ojo de la tormenta, donde ella es la tormenta y yo su testigo. Ella es el tornado y el ojo, la calma repentina fugando hacia los bordes. Yo estoy dentro.

  Habla en tono apagado, maquinal:

  Estoy furiosa porque ya no puedo sentir… — Me busca en medio de su confusión, agarrándose de mi mano — Las cortinas no me importan… que las ponga tu padre. Yo sé que vos sos muy chiquitita para entenderlo. Pero estoy tan furiosa que rompería cualquier cosa contra la pared…

  ¿Qué será lo que no puede sentir? ¿De qué estará hablando?

  Percibo su furia enjaulada. También su vulnerabilidad. No sé cómo puede pasar de un estado de ánimo a otro en cuestión de minutos. Nunca lo sabré 

  Ahora toda la casa es mía, con los objetos que ella acomoda tan cuidadosamente en sus lugares sagrados. La geisha de mercadillo con el abanico rojo de papel, en el ángulo izquierdo de la mesa. El molino de viento en miniatura encima del televisor. Los retratos de familiares desconocidos que me provocan sensaciones confusas, excepto el niño que aparece junto a un un hombre alto y al que mi abuela nombra con afecto como su tío Claudito. La odiosa vasija anaranjada con sus orquídeas de plástico en el centro. Las porcelanas falsas en el armario de formica que el calor de agosto despegó, y luego hubo que encolar. El cenicero de Murano que está en el ángulo derecho, y que mi padre nunca toca para evitar una batalla. Nosotros tampoco lo tocamos. Una vez lo intenté pero me cayó una bronca, así que me limito a contemplar su posición venerable. Debe ser valiosísimo.

  Sin embargo, la confesión de mi madre me da valor para quebrantar las reglas temporalmente. Me siento libre, y es una sensación extraña, nueva. Sostengo el cenicero de Murano delante de su nariz:

— ¡Si estás furiosa, rómpelo! ¡Es de él!

  Ella titubea. Extiende la mano… pero al final declina. ¿Por qué no lo hará?

— ¡Rómpelo! — le exijo.

  Y no, no lo hará. El cacharro es demasiado importante para ella, nunca rompería uno de los objetos que utiliza para mantenernos en vilo. Aunque esté tentada de hacerlo, finalmente se acobarda y lo rechaza. Se levanta con fatiga, como si su cuerpo le pesara mucho o hubiera envejecido. Va agarrándose de las paredes hasta llegar a la cocina. Yo la sigo. Abre el armario y saca una botella de aguardiente. La deja un momento en la encimera, la abre con una mano que tiembla, y se sirve una copa. Bebe un trago. Luego inclina la botella sobre la pila y derrama el resto del aguardiente hasta vaciarla.

  ¿Dónde estará mamá?

  — ¿Cómo está afuera? — me pregunta.

  Yo me asomo a la ventana, y viendo la habitual hilera de gorriones posados en la barra del balcón, le digo:

— Hace mucho sol, y está todo lleno de pájaros.

  Ella apura su copa, la pone en la encimera, mira a la pared:

— Eso no puede ser… en la calle de la Oca no hay ni un pájaro. Nunca hubo pájaros en Carabanchel.

 

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 2

  La primera vez que lo vi era verano, llevaba una camiseta de niña, pantalón corto y botas de montar. Golpeteaba los pies con impaciencia contra la pared del edificio, pero su cara se mantenía inexpresiva.

  A unos metros del portal, Sancho está despidiendo a una mujer que habla a toda prisa: “No he tenido tiempo para lavarle la ropa, lo siento; está todo en la mochila”; con el coche en marcha, un estropeado Seat negro lleno de maletas. Tiene unos pómulos amarillentos, enfermizos, y unos ojos gris-malva completamente gentiles que esquivan a los de mi padre. Apretones de manos, abrazos. “Hermano, eres un cielo”. Mujer pequeña y rubia. Artificiosa. Tía Antonia. “Hasta pronto, hijo, pórtate bien”. El chico no responde, ni siquiera se inmuta cuando el coche se pone en marcha y Sancho le hace entrar en el edificio y cierra la puerta. No es la primera vez que pasa por algo como eso, y conoce cada paso, cada movimiento. Cada detalle. Sabe qué le dirán, y cómo. Lo espera sin emoción, más bien con indolencia.

  Yo bajo a husmear, tomando por asalto el pasillo. A distancia prudente, no sea cosa que me lleve una sorpresa. Él me echa un vistazo fugaz por encima del hombro, una mirada gris-malva llena de arrogancia. Después me ignora. Lo siguiente que recuerdo es verle subir la escalera detrás de Sancho, arrastrando los pies dentro de esas botas quizá demasiado grandes, y una sucia mochila llena de pegatinas. Se vuelve a cada instante para mirarme con una mezcla de amargura y curiosidad, algo que hasta ese momento no le he visto nadie. Huele a césped y a chicle. Un olor vegetal.

  Le dejan el tercer cuarto del piso. Tía Antonia va a casarse, así que el niño vivirá con nosotros hasta que ella y su marido arreglen la casa de pueblo que acaban de alquilar en la sierra de Madrid. Se llama Jonás, como el de la ballena; y es de Granada. Sancho lo mencionó muchas veces en la mesa. Su único sobrino. Nuestro único primo. Poco se sabe sobre el padre, y si alguna vez ha llegado a insinuarse alguna cosa, mi madre zanjaba los comentarios balbuceando algo sobre un gitano afilador de tijeras. “Pero le gusta el cante”, añadía mi padre, con un cierto pudor ofendido.

  Jonás se sumerge en sus diapositivas estereoscópicas y en una pequeña radio portátil de la que no se despega casi nunca. Dentro de las imágenes que ve en televisión. En las viñetas de Ibáñez, y en una guitarra vieja que todavía no sabe tocar. Durante su primera temporada en casa, y en lo que respecta a nosotros, anda por ahí como si llevara tapones de cera en los oídos. Es arisco. Silencioso. Parece que su propósito fuera hacerse invisible, y disimula bien. De hecho se las arregla para pasar de todos sin que haya motivos para tacharle de intratable. Cuando le hablan, responde con gentileza. Si le dan algo lo agradece sin segundas. Pero nunca muestra una verdadera gratitud hacia nadie, no hace grandes esfuerzos por formar parte de la familia, ni busca el beneficio del afecto. Mientras nosotros crecemos en tierra fértil, él es como un nenúfar flotando a ras del agua.  

  Tía Antonia viene periódicamente a dejarle ropa, siempre en un coche distinto. Le hace sentar en la cama, junto a la ventana, y le cepilla el pelo. Él ni se mueve, dando la impresión de estar en otro lugar. Yo miro desde el vano de la puerta, intentando hacer maniobras complicadas con mi yo-yo, sin acertar ni una. Me balanceo, tiemblo, cuelgo de un solo pie. No hay quien pueda vencerme en mi rutina del hilo enredado y del perro que no camina. Si las iguanas envolvieran el latigazo de su lengua tal como yo juego con mi yo-yo, se atragantarían.

  Tengo un aspecto desastroso. Soy la pequeña antagonista de las piernas gordas que entra en su cuarto sin pedir permiso y ojea los tebeos diseminados en la moqueta. Se los compró mi padre. “Ya está ahí esa pequeña canalla come niños”, dice sin mover ni un músculo. Su desfachatez a chorros me perturba, pero no me hace retroceder. “Primo” es una palabra que articula el hogar que ampara —o debería amparar— con la cruzada de un crío que viene por la topografía del desarraigo. La palabra no alumbra el vínculo, éste se reduce a compartir una mesa, cruzarnos por la casa e ir a la misma escuela. Nunca jugamos juntos: nos vemos jugar. Incluso su silencio me atrae como un imán. Me he tomado la costumbre de andar pegada a sus talones como un doble en miniatura, esperando a que hable.

  Me propongo amansar su altanería. Conseguir que me quiera.

  Sancho:

— Muchacho, ¿te gustaría echarme una mano en el restaurante, algún sábado?

  Jonás:

— …

  Así que Sancho decidió que Jonás quería ir.

  En su entusiasmo pedagógico, cometió el error de permitirle acceder al almacén y a la bodega. Estaba convencido de que los niños fortalecen su confianza en sí mismos contrayendo una responsabilidad. O varias.

  No pasaron ni cuatro semanas antes de que empezara a desaparecer el vino. Se dio cuenta Curro, el jefe de comedor y empleado de toda confianza de papá, que llevaba el control de todo lo que entraba y salía del almacén. A Jonás se le encargó la función de ayudarle a tomar pedidos en las mesas. Para sacarse propinas dulcificó la mirada abrasiva que traía antes de entrar en casa por primera vez. Le resultó. Aprendió por dónde entraban y salían los suministros. El siguiente paso fue empezar a piratearse las botellas. Hasta que desapareció una de amontillado de unos veinte años, y Sancho se puso furioso como un gato en una ratonera.

  Yo estoy al tanto. Lo vi en el parque. En la arena, contra el vallado, pretendiendo hacerse invisible. Bebiendo quién sabe qué de su cantimplora de legionario infantil. Recuesto la bici en un árbol y me tumbo a su lado sin quitarle ojo. Es todo lo que yo quisiera ser: alto para sus diez años, y esbelto, con largos rizos negros que destellan. Pero si no está su madre él no se peina, y es mejor, porque ella no hace más que arruinarlo. La ropa que le trae ha pasado antes por otros cuerpos. Cuando no le queda demasiado grande, tiende a hacer el ridículo con camisetas viejas teñidas a mano de las que se avergüenza. No cuenta con nada propio, por lo tanto, vive como si fuera la réplica de otro niño. Llegó al mundo sin que nadie supiera muy bien qué hacer con él. Es un niño-residuo que nadie sabe dónde poner. La criatura nómade sin geografía estable. Sin embargo, su drama no me intimida. Él podrá sentirse un estorbo, pero a mí me estorba la forma de mi cuerpo, así que coincidimos en una suerte de hermandad de los estorbos, de niños con una herida.

— ¿Qué haces, chiquilla?

— Vengo de la escuela. ¿Y tú qué haces?

— Nada —. Me acecha con la boca de la cantimplora apoyada en la punta de la lengua.

— ¿Me das un poco, que tengo sed?

  Niega con la cabeza y se aparta de mí en redondo, ocultando su cantimplora bajo la axila, así que gateo a su alrededor. Me mira con expresión avara. Soy retadora, pero todo en él me hace retroceder.

  Tal vez deba irme, dejarlo solo. 

  Cuando me estoy levantando, habla:

— Vale, pero vas a que jurarme que no se lo dirás a tu padre.

— ¡No, no! Lo juro, lo juro.

— Porque no volveré a hablarte.

— Igual mucho no hablas.

— ¿Lo juras o no?

— Por la memoria de mi perro. ¿Qué es?

— Pepsi, o una de esas mierdas…

  Por la forma en que sonríe ya sé que está mintiendo. Lo que haya allí dentro huele fuerte y pica en la boca. “Sólo una probadita”, pienso. Está muy bueno, sabe a avellanas. Es el amontillado.

— ¡Se lo robaste a mi padre!

— ¡Claro!, no voy a a andar por ahí comprando alcohol, si no tengo un duro…

— Y además no le venden a los niños.

— Por eso te hice jurar que no se lo dirás.

— Te lo juro por la memoria del Motas.

— ¿El Motas?

— Mi perro, ya te dije.

— Ah… vaya, lo siento.

— Gracias, fue hace tiempo. ¿Y es de los caros?

— ¿Qué cosa?

— El vino, ¿es de los caros?

— Ah… no tengo idea. ¿Lo es?

— ¡Qué sé yo! Curro lleva la cuenta de todo, te pillarán.

— Prefiero que me pillen, así no tengo que seguir yendo al restaurante.

— Si es de los caros fijo que papá va a castigarte el doble. Igual no azota, no te preocupes.

— No puede, no es mi padre. ¡Que lo intente y me piro! 

— O el triple. ¿No hubiera sido mejor que se lo dijeras?

— ¿Qué?

— Que no te gusta ir, ¿por qué no le dices?

— ¡Baaah! Para lo que importa lo que yo diga…

  Habla en tono derrotista.

— Tu padre vive lejos, ¿no? —. Mi pregunta debería haber sido: “¿Y dónde diablos está tu padre?”. He intentado ser sutil. Discreta no, todavía no sé lo que es eso.

   Saca una botella de adentro de su mochila como si no me hubiera oído, y comienza a rellenar su cantimplora, derramando un poco de vino en la arena. Pero sí que me oyó.

— Mi padre vive en Graná y es un cantaor importante.

  El viejo del puro ha salido a la calle. Toda la urbanización le conoce. Sale todos los días a encender un puro en el portal del edificio que está frente al parque, una mole sostenida a fuerza de puntales y plegarias de vecinos. Vive allí, y desde allí nos ve. “¡Os habéis hecho un buen apaño, sinvergüenzas!”. Nos da el gran susto viniendo hacia nosotros. Jonás guarda a toda prisa la botella, cojo mi bicicleta, me subo y le doy impulso como para que él se monte a los ejes. Mis intentos son infructuosos. Pierdo el equilibrio. Entonces me empuja y monta él. Repite la maniobra, y justo cuando consigo alcanzarlo nos vamos contra el vallado. Oigo el taconeo del bastón contra la acera, cada vez más cerca. El viejo conoce a Sancho, come en el restaurante. La bicicleta va dando bandazos de un extremo al otro de la acera, aplastando hojas secas. Jonás logra equilibrarla con la ayuda de la pendiente que da a la cancha de baloncesto, y tengo que agazaparme para hacer contrapeso.

  Recuerdo el viento en la cara, y su risa.

  Llegamos a la otra punta del parque carcajeándonos, sudados y con algunos raspones. Olvidando la amenaza del viejo desde el mismo momento en que empezamos a rodar sobre la arena. Le hemos dejado atrás. No se me ocurre pensar lo que pasará si el asunto llega a oídos de mi padre, si es que ya no llegó. A Jonás tampoco: ya sacó la botella y está muy ocupado terminando la faena que le interrumpieron. Al final se echa un trago y me pasa la cantimplora. Bebo mucho más de lo que he bebido nunca. Cae el sol. Una mujer gorda de aspecto agitanado nos vigila sonriendo desde un banco de piedra. “Estará aguardando a que los niños terminen de jugar en los columpios”, pienso. Para completar el convite saco unas galletas y le ofrezco a Jonás, pero el muy bruto da un puntapié tan certero contra el suelo que el paquete se me llena de arena. Lo cual me fastidia. ¿Querrá que le muestre mi superioridad de comportamiento? Así que le arrojo el paquete a la cara. Sin mucha suerte, ya que rehúsa el golpe con el brazo, riendo con un jadeo perruno. Las galletas saltan por los aires. Comenzamos a dispararnos con cuanto proyectil nos viene a la mano: arena, ramas, bellotas. Llego a lanzarle el cuaderno de notificaciones, y él hace diana contra mi hombro con un piñón seco. No nos hacemos daño, pero podríamos. La cosa va a más cuando meto la mano en la mochila y le lanzo mi peonza.

  Él la atrapa en el aire, dando un brinco.

— ¡Espera, que este chisme es la hostia!

  La arroja a través de la cuerda y la regresa hasta la palma de su mano, donde la hace bailar unos segundos en horizontal, y luego en oblicuo, con una destreza que observo de reojo. Repite la operación al dorso, y está así un rato. Ya he pillado cuáles son sus preferencias a la hora de jugar. Todavía estoy jadeando, cuando vuelve a tumbarse y se queda muy quietecito, vigilando una bandada de estorninos que viaja a vuelo rasante. Coge una galleta del suelo, la sopla y se la come. Parece que se hubiera olvidado de mí.

  De pronto junta las manos y rompe a cantar. Su voz me toma por sorpresa, tiene algo que yo no comprendo, pero que me estremece. Canta como si no hubiera nadie. Me impresiona tanto, que en un santiamén su voz hace desaparecer el griterío de los niños, el crujido de los columpios, las frases truncas y discontinuas que llegan a través del aire, el eco de la ciudad, el canto de los pájaros, el parque entero. Su garganta errática, y hasta cierto punto quejumbrosa, por donde se cuela mansa y desdeñosamente una indeleble ebriedad que igual no sé bien si es suya o mía, es también un verdadero misterio para mis diez años crecidos lejos de eso que los mayores llaman cante. Sin embargo, percibo que ese niño debe tener algo. Algo que interrumpe el momento presente e irrumpe dentro del mundo, haciéndolo ver como si fuera la primera vez.  

  Ya he visto cantar a otros niños, siempre hay alguno que se atreve. No me llama la atención porque para mí es canto de viejos. Pero el suyo es diferente. Él canta con todo su cuerpo, y lo que sea que esté pasando a través de éste hasta llegar a su voz, no es cosa de niños. No sé que es, pero se está rompiendo mientras sucede. Y después de romperse, remonta a una altura emocional de vértigo. Conozco la sensación de haber sido revolcada por una ola imprevista. Es algo así, sólo que en este caso quien está siendo revolcado es él. Yo sólo contemplo. La mujer gorda también, y ahora ha inclinado el cuerpo hacia adelante: “¡Ole, chaval!”, se la oye jalear a lo lejos. Contempla a Jonás desde la distancia que le impone el respeto, tocando las palmas. Tendrá unos cincuenta años. Viene caminando hacia nosotros perseguida por unos niños que juegan con ramas. Él se detiene y voltea a mirarla.

— ¿Y de dónde eres, chaval?

— De Graná.

 La mujer le envuelve la cara entre sus dos manos verdosas de cuero de salamandra llenas de anillos, le aparta los rizos, lo mira como si acabara de hallar un recuerdo. Nos cubre con su sombra enorme.

— ¿Y cómo te ha dado a ti por cantar así por bulerías?

  Jonás se encoge de hombros.

— No sé, me sale.

— ¿Y sabes tú por quién cantas?

— Yo canto por mi padre.

  Ella se sonríe en silencio con unos ojos pequeños, brillantes, inundados por unas lágrimas densas que quizá sean el vestigio crónico de un llanto que se secó. Casi no hay cejas en su ceño rupestre, si no un prominente hueso en forma de arco que apunta hacia las raíces blancas de su pelo sujeto en un moño medio deshecho.

— Pues sigue cantando, chiquillo, que me alegras la tarde...

 Se marcha. Los niños se le unen y pasan junto a nosotros, observándonos con solemnidad y arrastrando sus ramas en la arena.

  Jonás corre detrás de ella, pero se detiene a mitad de camino. Le grita:

— ¡Y tú quién eres!

  La mujer ni siquiera se molesta en voltearse:

— ¡Yo soy el cante, muchacho, yo soy el cante!

  ¡El cante! Quizá por efecto del vino, me lo tomo como una guasa. Jonás, en cambio, se lo toma muy serio. Endereza la bicicleta y la revisa por todas partes para ver si se ha hecho daño.

— Vámonos — me dice con autoridad.

  Le persigo dando tumbos. Marchando en zigzag de un extremo al otro de la oblicua que marca el vino en mi cabeza, siempre a punto de caerme. Él va cantando suavemente algo sobre un árbol solo, más lúcido que pájaro bien comido. De alguna forma consigo llegar a la acera y guiarme por la hilera de acacias. Perdida, con la imaginación al filo del delirio, su voz me alcanza: Yo soy como l’ árbol solo que’staba ar pie der camino dándole sombra a los lobos”. Sin que nadie me lo haya dicho —nadie me lo dirá nunca—, sé que su garganta está trayendo de vuelta una muchedumbre indescifrable que viene a través del limo y de la piedra desde la soledad de una estepa milenaria. Años tardaré en darle forma al pálpito adivinado por el efecto de mi primera borrachera, cuando aún no tenía palabras para describir la aventura que dibuja su voz. Por eso el tiempo se detiene cuando canta, y a mí se me olvida donde estoy. Él no necesita palabras para explicar nada, con cantar le basta. Y sigue por su camino sin enterarse de lo que yo sé, y también de lo que me gustaría que supiera. Si pudiera cantar en los patios de las cárceles, los loqueros, las comisarías, los hospitales, los juzgados, haría brotar flores a través de las piedras. Tendrían que ponerle un altavoz para que se oyera por toda la ciudad y se hundieran los fabricantes de cerrojos. Si pasara, todas las mujeres querrían ser su madre y los hombres desearían ser como él.

  Se voltea:

— Qué hay, niña… ¿estás borracha?

  Completamente. Me agarro al tronco de un árbol y lanzo el vino por la boca en un chorro único que sale con la fuerza de un surtidor. Un perro se acerca a olfatear. Cuando termino, Jonás está mirándome con cara de pajarillo sobresaltado.

  El coche blanco de mi madre da un frenazo junto a la acera. Pura casualidad, andaba haciendo las compras; para nosotros es una coincidencia ominosa. Oigo su voz esférica, inconfundible, su tono grave de contralto con acento rioplatense.

— ¡Fabiola, nena! ¿Qué hacés acá, qué pasó?

  Le doy un repaso a los alrededores buscando a Jonás, y lo veo como a diez metros tirando la botella por la papelera. Deshacerse de la evidencia no le servirá. 

  Lo que a mí me sirvió es devolver el vino a la tierra. Al levantar la cabeza ya estoy sobria, pero mi madre se ha llevado un susto. El miedo se le disipa en cuanto huele mi aliento.

— ¿Y esto? ¿Alcohol? ¡Mocosa! —. Tira de mí hacia el coche, donde me encierra. Todavía fuera, hace pantalla con la mano y grita: — ¡Jonás!

  Allí está él, escapando en mi bicicleta. Lo veo a través de la ventanilla trasera.

  Mamá sube al coche, pisa el acelerador, da un giro prohibido al llegar a la esquina y la emprende a baja velocidad bordeando el parque. Pero ya no hay rastros del muchacho.

— ¡Mocoso de mierda! —. Expulsa el humo de un Benson como si fuera una máquina de vapor. Sin distraerse de la carretera mientras va conduciendo en dirección a casa, me pasa un pañuelo: — Limpiáte la boca —. Y luego un botellín de agua mineral, sugiriendo que lo vaya bebiendo de a sorbos pequeños. 

  Jonás no vino a dormir esa noche. Ni la siguiente. Para ser exacta durmió tres días fuera, y si apareció al cuarto fue porque Sancho dio parte a la policía.

— Si no lo quieres tú, tendré que dejarlo en casa de un vecino — lloriqueó al otro lado del teléfono tía Antonia. Por lo visto, a ella se le escapaba todo el tiempo.

— La cocodrila nos dejó pegados — dijo mamá, soplando el humo de un Fortuna de mi padre. Ya a esas alturas estaría pensando en escupir la punta de un habano y fumar tabaco del bueno. Lo ameritaba la ocasión.

— No, no; que se vaya — dijo papá.

  Encontraron a Jonás. Fue en un poblado gitano, por Vicálvaro. Nunca supimos cómo llegó, y si habrá tenido algo que ver la mujer del cante. Regresó sano, con una camiseta descolorida del Atlétic que le quedaba como una túnica, y la bicicleta en perfectas condiciones, salvo un arañazo. Mi padre se negó a poner una denuncia por secuestro.

— ¡Qué le van a secuestrar, si me cuenta la policía que el tío se resistió a que le llevaran! Tuvieron que perseguirle entre las chabolas… ¡si es como los gatos! Los niños no querían que se fuera, y las gitanas tampoco, fíjate. ¡Mira si será convincente que por poco montan una barricada para que no se lo lleven! Suerte que la cosa no fue a mayores, que si no… No quiere estar aquí, está claro que no le gusta el piso al señorito; él prefiere las chabolas… ¡Tres días fuera, como un prófugo! Te la suda, ¿eh, chaval? ¡Y nosotros aquí a dos velas, creyendo cualquier cosa! — A mi madre: — Mira: primero fui a recogerle a la comisaría, luego me dijeron que no estaba allí y al final he tenido que irme hasta Vicálvaro. ¡Vieras el operativo que habían montado por este chavorrillo con ganas de joder la marrana! ¡Yo qué sé cuántas patrullas! ¡Casi que voy en chirona yo por culpa de él! ¡Porque la culpa es mía, según los maderos! Luego va una y me dice: “Nosotros queríamos que se quedara un poco porque tiene un cante mu’sentío”. Así me ha dicho la gitana, que tiene un cante mu’sentío… ¡Cuchi! El caso es que desde que salimos no he logrado arrancarle una sola palabra, ¡imagínate pedirle que cante! No habla. Mutis. Si por lo menos llorara, pero tiene una malafollá… Dime qué hemos hecho mal, chavalín… ¿Querías probar un vinito? Yo te lo daba, venga... ¡Pero así! ¡Robando…! ¡Huyendo…! ¡Qué te hemos hecho, coño!

  Mamá escucha sin que vuele una mosca mientras Sancho se desgañita. Por su expresión se ve que aprueba palabra por palabra lo que ha dicho. A mí me tiemblan las piernas. Tristán está a salvo en casa de un amigo, y Jonás continúa sin hablar, apoyado en la pared con la mirada inmóvil sobre la planta ornamental que hay junto a la puerta.

  De pronto echa a correr por el pasillo.

  Yo voy detrás.                                                                                                                        

  Mi madre:

— ¡Fabiola!

Mi padre:

— ¡Jonás!

  Empujo la puerta del cuarto y veo que está secándose los ojos junto a la ventana. No sé muy bien qué hacer, soy torpe para el consuelo. Pero hay algo que registro con absoluta claridad: jamás se me ocurriría cambiarlo, no pienso correr ese riesgo. En algún momento nuestras miradas se cruzan, la suya, atravesada por una mezcla de espanto y de vergüenza; y también, por una tristeza tan convulsa que hasta el día de no sabría cómo describir. No me dice nada, sólo me mira. Doy un paso hacia adelante y esto le basta como para ir deshaciéndose hasta quedar con la cabeza recostada en mi cuello. Le acaricio los rizos, sabiendo que no debo hablar.

  Días después. El Seat negro está aparcado desde hace rato en el portal, y toda la familia sale a despedir a Jonás. Tía Antonia da el último portazo y le dice que suba, pero él se queda estático junto al coche. Tengo la certeza de que si un desconocido pasara por ahí en ese mismo instante, pensaría que el niño está perdido. Que la mujer al volante no es su madre. Que el grupo que está a sólo dos pasos del niño no lo conoce.

  Bajo a la calle.

— Bueno…, ya sabes tú… que nos visitaremos, ¿no? — balbuceo.

  Esto le arranca una sonrisa y una exclamación encendida:

— ¡Siempre, chiquilla!

  Se mete al coche.

  Han pasado muchos años desde aquel día, pero de vez en cuando vuelvo al parque de mi primera borrachera. Los pájaros se precipitan sobre la arena saqueando desperdicios, y tengo la sensación de que se han llevado algo más que eso. Ojalá se precipitaran sobre mí como caníbales e hicieran un banquete con los restos de mi memoria.

 

 

 

 

 

 

LUJÁN 1

  Todas las mañanas pasaba lo mismo: cuando el bondi se arrimaba al andén, la horda de inmigrantes que entra a la obra justo a la misma hora en que yo volvía del trabajo, se lanzaba contra la puerta con un ímpetu macho y un silencio exasperante: el efecto mandril. Cierta mañana tuve una reacción instintiva: uno me metió mano, yo me giré y empecé a repartir bolsazos a ciegas; a los gritos además, entonces la horda se quedó como congelada, el mandril que conducía también. Algunos se protegieron con los brazos, otros se bajaron riendo y hablando en lenguas desconocidas. Yo revoleaba el bolso como una cachiporra, con esa fuerza descontrolada que nos entra a las mujeres cuando ya no nos quedan motivos para tener miedo. Llegué hasta la mitad del pasillo empujando a lo fiera y me planté entre las dos filas de asientos, levanté el bolso para que lo vieran bien, un bolso de cuero chiquito, de apariencia compacta: ¿Quieren ligar otra?, les mandé. Por lo visto ya no les hizo ninguna gracia, así que se fueron acomodando bien arrugaditos. Me puse a buscar un asiento libre antes de que arrancara el bondi, porque acá no arrancan antes de que todo el mundo se haya sentado, y justo quedaba uno libre al lado de una mina de cabeza rapada y unos ojos raros entre verde, violeta y gris, que me relojeó de refilón y luego se volvió hacia la ventanilla. Me había entrado ese temblor que le da a una aunque no haga frío y que te hace pegar diente con diente, y seguía temblando cuando apareció la Pedriza, el gigante de lava con forma de hombre, bien lejos de Madrid, mientras el bondi pegaba la vuelta alrededor del Embalse. Fue ahí donde me di cuenta de que la tipa me estaba mirando, me miraba con insistencia, como si pretendiera entablar conversación. Lo único que me faltaba, pensé, largando un suspiro como un rebuzno, la queja rumiante producto del hastío. ¿Qué querría esa mina? Si mal no recuerdo esto pasó un viernes de mayo bien tempranito, en un viaje de cuarenta y cinco minutos de Madrid a Manzanares el Real. Yo volvía del trabajo; ella quería escalar una montaña. El asunto es que sin conocerme de nada, y ahí nomás encima del bondi, la tipa tuvo una idea suculenta. Abrió la mochila, sacó un bulto envuelto en papel manteca, unas lonchas de queso blanco carnoso y unas rebanadas de pan de centeno. Se hace un bocata y me lo ofrece: Este quesillo de Liébana está que te cagas, me dice; y ésa fue toda su presentación. Me dejó pasmada, la verdad. Buena falta me hacía una muestra de amabilidad, a mí; que estoy mejor preparada para hacer frente a cuarenta mandriles que a una invitación a desayunar en el bondi con una desconocida. Soy Luján, me presento, y hubo un entendimiento instantáneo, así que no acepté solamente porque estuviera muerta de hambre, si no porque me pareció que en el ofrecimiento quería mostrarme su admiración, presentar sus respetos a la luchadora, y mientras comíamos nos fuimos tentando de la risa, hasta que ninguna de las dos se aguantó y largamos una carcajada de viejas comadres reventonas en medio de una selva de mandriles. Y así fue como conocí a Fabiola. Ella es filóloga y además escribe. Posta que su actitud me sorprendió. Al bajar intercambiamos teléfonos y nos separamos en forma brusca: Mira que te llamo para quedar, me dijo, y yo: Llamame por la tarde que de día duermo; etc; en realidad no tenía la menor intención de llamarla y supongo que ella tampoco, pero el destino nos hizo coincidir a fines de julio en la feria medieval del pueblo. Apareció con unos amigos de Madrid que la habían llevado un poco a la rastra, yo tocaba mi charango rojo y echaba las cartas por treinta pavos, iba vestida de dama medieval con un vestido de terciopelo verde y bordes granate que no sé de dónde habré sacado. Le gustó mi voz. Me preguntó si alguna vez había subido hasta el Yelmo, y le dije que no, que sólo vivía en el pueblo, nunca se me dio bien escalar. Pues te llamo uno de estos días, que no tengo con quién subir porque estos son unos plastas, me dijo, haciendo referencia a sus amigos. Amor a primera vista de ése que poca gente entiende porque no pasa por el sexo si no por la afinidad de los silencios, y yo, que siempre me creí el fenómeno de las vidas anteriores, estaba segura de que lo nuestro era una reencarnación, un pacto entre almas o algo así. Subíamos hasta la planicie del Yelmo una vez al mes, a pasar la noche en un vivac y comer higos con castañas. Por supuesto, algunos pensaron que teníamos una historia; otros que intentaba aprovecharme, ¿qué hará Fabiola con esa argentina que lleva años en la carretera y de andén en andén, yendo de un pueblo a otro perdiéndolo todo?; o sea con una loser… porque seguro que les contó lo del trabajo basura, les habrá contado que en esa época yo malvivía trabajando de tele operadora en “una de ésas líneas calientes”, como le llaman al más predilecto de sus pasatiempos los viejos de las porterías y los camioneros que usan el teléfono erótico de confesionario. ¿Qué hacía una profesora como ella con una tipa como yo? ¡Hasta había publicado un libro! Pienso que le atrajo mi afición a mirar donde nadie quiere ver, mi tendencia a formarme en psicología sin saberlo, y ese tiempo neutro en el que no me formo en nada y en el que intento desaparecer. En estado de shock. O de gracia, no sé. También mi manía de ir al campo bajo la lluvia con un impermeable comprado en los chinos, para quedarme horas enteras dentro de la música. Porque si hubo algo que nos unió fue la música. El flamenco, en realidad. La cosa había empezado antes de conocerla a ella. Yo tenía un chongo santafesino —el Peludo— que cuidaba un chalet con torrecita en Fuengirola, un caserón al que me invitaba los fines de semana cada vez que en la línea me daban alguna vacación. Bueno. El Peludo le decían, pero se llamaba Genaro, nombre de gato, y además de laburar como casero se puso a estudiar guitarra flamenca. Tocaba mal, pero la cosa le había pintado por ahí. Una mañana yo estaba cocinándome al sol al lado de la piscina tratando de construir mi personaje en un cuaderno, cuando oigo una guitarra española de ésas donde el sonido queda vibrando hasta que se muere. Claro, no era él. Lo música venía del equipo monumental que había adentro, la voz del cantante también: Cantante, no, Luján, cantaor. Ok, cantaor. ¿Cuánto llevaría yo en España? Un año nomás, así que aún no estaba familiarizada con el flamenco, y seguía pegada a la España desembarcada en el Río de la Plata de mi abuela, que la enterró bien al fondo y nunca quiso hablar de lo que le pasó. Cada vez que me nombraban el flamenco se me abría la ventana del concepto España con su consiguiente distorsión, España con su sino más bien choto, España sin Europa, España del pan negro, España del exilio, y por supuesto la imaginería almodovariana del sofá de cuerina, las paredes empapeladas, el chamuyo escandaloso... ¡Mirá si sería ignorante, que ni registro de la gitanería! Para mí el flamenco era todo eso, pero cuando escuché esa voz, me levanté de la tumbona en un santiamén y casi me caigo a la piscina por ir a preguntar: ¿Quién es el que canta? Jonás Gálvez, me dice el Peludo. Jonás Gálvez cantaba un fandango grabado meses antes de morir, a los veintitrés años, solo, en un chalet sin muebles en la costa granadina, y no me olvidé su nombre porque además había vivido en Manzanares el Real, algo que yo interpreté como una señal. Juro que antes de él yo no tenía idea de flamenco, pero en cuanto lo escuché me cayó la ficha más grande de la máquina: a ese pibe le jodía el perro de abajo; cantando se avivó y lo pudo domesticar; o tal vez se haya puesto en el blanco de fuego dejando que la gente tirara contra él, o simplemente se haya rajado por hartazgo, no sé. Como yo. Me tiré años tras la pista de su voz, pasando el rato en restoranes de comida rápida con una revista musical en una mano y un bocata de tortilla con pimiento frito en la otra, lamiéndome el aceite que me chorreaba por el dorso, como si fuera una herida postergada. Buscaba su nombre en cualquier parte, en los centros comerciales y en los mercadillos, en los carteles de la calle, y por supuesto en las tiendas de discos, en los vips, en los graffiti, en las remeras... Sin embargo, parecía que el mundo lo hubiera olvidado. Una vez lo vi en una remera, estaba en el pecho de un chico sentado en un banco de glorieta, fue desde arriba del bondi que lo vi. Los ojos de Jonás Gálvez se rompían al mirar el mundo, hubiera querido comérmelos, canibalizarlos, entonces llegué a pensar, así como para mí misma, que mi viaje acababa de empezar ahí adentro, blanco sobre negro sobre un pedazo de tela, algo que yo nunca hubiera previsto. La sensación, quiero decir, porque la vida está llena de remeras con cantantes, ¡qué boludez!, sin embargo ciertas miradas no se preven, ni las miradas ni los viajes, ¡hay tantas cosas que no pueden preverse en este mundo!… menos que menos que te asalten con una mirada como ésa, blanco sobre negro, yo quería tener sus ojos, yo quería ser él, muy absurdo, la verdad, y no obstante me encontré blanco sobre negro al final del camino. Nunca le confesé a nadie mi pasatiempo, me avergonzaba la ridiculez de mi cursilería de fan rezagada. ¡Una mina de mi edad!, tenía el asunto un cierto patetismo. Hasta que llegó Fabiola y no me quedó más remedio que contárselo. Ya he dicho que nos unió la música, y un poco la literatura, también. Por ejemplo, la primera vez que fue a mi casa le llamó la atención que yo tuviera algunos números de la revista El ornitorrinco en la biblioteca y los discos de Ray Barretto de mi vieja, lo sé porque en cuanto lo vio le cambió la cara y me pidió prestado por lo menos uno, algo raro en ella, que a pesar de su simpatía es ruda, le gusta marcar distancias y casi nunca pide nada. Yo creo que después de ver El ornitorrinco y enterarse de que también me gusta escribir, empezó a respetarme más. Sin embargo no me pregunta sobre qué escribo, ni me presenta a sus amigos exclusivos de la calle Sagasta. Ahí le dan a la poesía y a la música tan bien como al vino, pero no me invita porque es demasiado posesiva con sus relaciones como para sentirse obligada, y yo lo bastante discreta como para no pedírselo, de forma que siempre nos vemos a solas. Hay un detalle que Fabiola mastica con cierta malicia, y lo sé bien aunque no me lo diga: yo sé que me usa como confidente, pero a ellos nunca me los va a presentar. Sin embargo me presentó a su amiga Kyra, de Ucrania, que además es la novia de Tristán, “porque las dos sois de fuera y seguro que os vais a llevar bien”, y la verdad es que la pegó, porque la rusa es una mina sin vueltas y bien con los pies en la tierra como toda la gente del hielo. Pero hay un detalle que Fabiola se manya en secreto: aunque me use como íntima confidente, sus amigotes de la calle Sagasta piensan que no tiene más confidentes que ellos, y poniendo, como pone, tanto ahínco en componer ese personaje que yo sé que no es, se cuida muy bien de que los gayegos se lo sigan creyendo; ni de pedo se le ocurriría renunciar a la silla en la que cada miércoles o viernes por la noche va a posar su culito, que según me contó antes lo tenía muy gordo. Ahora es una pelada no digo que hermosa pero interesante, con esos rasgos potentes que ostentan las españolas, sobre todo si hay algo de sangre andaluza. Ella lo es por parte de padre, aunque por parte de madre sea argentina, lo cual supongo que nos hace más afines. Total, que ese mismo día después de haberme pedido la revista, se puso a husmear en la gaveta donde están los compactos, mis tesoros a veinte euros la unidad, y ¡WOW!, pensé que iba a pintarle por el punk de L7 o el rock de Spinetta, yo soy así de heterogénea, porque nunca me dejó evidencia de que le gustara la cosa vernácula —como el flamenco—, de hecho apenas le dije que a mí sí, llegó a sacar de su armario un vinilo de la hermanas Utrera casi con desdén, y me lo regaló nomás para quitárselo de encima, por eso me quedé fría cuando agarró uno muy especial y empezaron a temblarle las manos. ¿Sabes tú quién era este tío, Luján?, me pregunta con el alma en vilo. Claro… Jonás Gálvez. Claro, mi primo, ¿y tú escuchas a mi primo? Me impactó. ¿Jonás Gálvez, su primo? Comenzó a dar vueltas por el living, toqueteando mis libros, mis plantas, dando golpecitos en la mesa con el compacto, y yo por decir algo ya se lo estaba regalando pero ella me hizo un gesto parecido a espantar una mosca, y gruñó que no, que ya tenía como cinco, se asomó al baño, me miró: ¡Jolín, tía, si hasta los azulejos se parecen a los de la Chova! ¿La Chova? ¿Y ésa quién es? Pues la gitana de la casa donde lo velaron, en el Sacromonte, y como quien no quiere la cosa me contó que los azulejos de la Chova, donde casi rompe la pila a patadas el día del funeral, también eran negros; que había intentado arrinconar el recuerdo de Jonás en un apartado anaquel de su memoria, cerrando con llave el archivero en el que estaban sus discos para no tener que abrirlo nunca, nunca. Gálvez era un artista de culto, poca gente lo recordaba, le llamó la atención que me gustara tanto. Se apuntó a la cara: ¿No me has mirado bien, chata? ¡Si cada vez que me veo en el espejo me acuerdo de él! La verdad que una no asocia hasta que se lo cuentan, pero sí, se parecen mucho, a mí esos ojos raros me sonaban de alguna parte. No supe qué hacer, estaba conmocionada. ¿Qué se suponía que debía decirle? ¿Qué se dice en estos casos? ¿Se dice algo? Ah, mirá vos… ¡si parecía un chiste!, ella la literata prima del gitano, qué familia más talentosa, no sólo heredan los ojos heterocromos sino la chupa de cuero y ese no sé qué… ¡Qué comentario más forro! No se dice nada, en realidad. Ella ya estaba harta de oír hablar de él y que se le pusiera algún fan, esperando a continuación la pregunta pelotuda que me moría por hacerle pero no le hice porque probablemente no hubiera vuelto a verla: Che, ¿y cómo era?; pero no fue necesario porque terminó contándomelo ella sola, y así me enteré de que el día de la noticia su padre se atrincheró en la bodega con una ponzoñosa botella de aguardiente de ésas que matan, y tuvieron que desafiarlo para que saliera, todo muy dramático, todo muy flamenco. Todo muy humano. Y por supuesto entraron a pelearse entre ellos, echándose la culpa unos a otros: que si hubiera estado en Madrid no habría pasado, que si el padre esto, si la mujer aquello —se odiaban demasiado como para no quererse—, y lo de siempre: la violencia, las drogas, que si habría que haberlo ingresado bajo llave y con paredes acolchadas, o mandarlo al Amazonas con los jíbaros a beber una poción redentora, y todos los lugares comunes —unos más, otros menos— que un día alguien con cierta solvencia narrativa y mucha ambición escribe en una biografía acerca del artista olvidado, para el disfrute obsceno de turistas y admiradores, literatura de verano junto al Mediterráneo a este lado de África, y en tumbona además, controlando que los críos no se salten la línea del castillito, ¡qué vida más jodida, el chaval!, un gitano, claro, fiel a su estirpe y al estigma, ¡ya se le veía venir, qué se podía esperar! ¡Y qué desperdicio de talento, tan joven! Pero ninguno de ellos, ninguno absolutamente, ni siquiera el más pintado de los fans, llegaría a rozar jamás ni una centésima parte de lo que Jonás Gálvez era, y esto lo sabían hasta ellos. Así que no se hable más, dijo Fabiola. Igual se estaba contradiciendo, porque me terminó contando algo la tarde en que nos fuimos a caminar por Manzanares, tres kilómetros en dirección a la sierra, bajando por un sendero pedregoso directo hacia la ribera del río. Yo iba señalando los puertos imaginarios: acá ésta la peña, éste es mi jardín japonés, ahí está la charca donde en verano se juntan los gitanos... Por lo visto no hablaba de Jonás desde hacía diez años, así que me dio por tirarle un cable. Ella no esperaba que yo lo hiciera, pero lo hice: le tiré un cable desde la boca del duelo, se agarró con uñas y dientes y lo abrimos entre las dos. Ocurrió una tarde de agosto de 2003, a la hora en que empiezan a chillar los murciélagos sobre la chapa lustrosa del río, sentadas en una piedra de granito enorme que se deprende de unos pastizales, y en la que hay que irse con mucho cuidado para no caer al agua. Al final decidimos bautizarla, y la llamamos Puerto de Jonás.

 

  

 

 

 

FABIOLA 1

   Dos de la tarde, la tele prendida en la entrega de los premios de Eurovisión: el finalista es un tal Johnny Logan. Es un día como cualquiera, con aroma a perfume de niños saliendo de los armarios, el calor subcutáneo de la carne que la abuela bruja está cocinando en el horno, libros y juguetes esparcidos por el suelo. Mamá está en el balcón y se tambalea entre el suelo y el vacío, hacia adelante y hacia atrás. Al final cae para atrás y dentro del balcón. La ataja Tristán, que interviene rápido como una corriente de aire, quedando los dos boca arriba, él debajo, aplastados por el ruido sofocante que sube desde la calle y la melodía esperpéntica de What's Another Year? conspirando para que la intención de mamá parezca un accidente.

  Tristán reaparece de muy mal humor porque se ha torcido un pie.

— ¡Sigue tú, que a mí ya me la suda!

  Tiene razón, el pobre siempre la está salvando.

  Finjo que no ha ocurrido nada mientras la voy conduciendo al baño y trato de animarme pensando en los muffins que voy comerme por la noche. Esa sensación de que todo va a estar bien me mantiene con los pies en la tierra. La crema rosa con azúcar. El libro que me regaló papá antes de marcharse: Viaje al centro de la Tierra, ya voy por la mitad. Mamá no se quita su bata azul desde hace una semana, y ya huele a estofado. Voy a llenar la tina y a prepararle un baño de espuma.

  — ¿Por qué mejor no te vas a lavar el culo, pendeja?

  Una vez dentro se quita la bata y hunde la cabeza en el agua. Resurge con el maquillaje corrido alrededor de los ojos. Cascarillas pegajosas por toda la cara, un tejido rezumante y traslúcido que más tarde llegaré a ver en el túnel de la pupila de algunas mujeres, incluida yo. Es la sombra de la abuela Pocha y una larga tradición de mujeres medio agazapadas en el fondo de ese túnel que cruza el Atlántico, se arrastra a través del estuario y alcanza la Argentina. Y cuando habla… ¡ah, cuando habla!

  — Ahí va la conchuda ésa, ahí va… ¡Yo le tendría que haber cobrado cada polvo a ese hijo de puta!

  La conchuda se llama Toñi. Es la valenciana del vestido verde en el aparcamiento. Cuando Sancho la contrató para trabajar en la cocina parecía un pollito mojado secándose al sol. Enclenque, de gafas, se roía las uñas hasta dejárselas mochas. Era de las que esperan sin hacerse notar, aguardando el momento adecuado para asestar el golpe. Una cazadora feroz con el tipo de una caperucita roja hecha polvo. Cada vez que mamá aparecía por el restaurante, le elogiaba ese tipazo tan de ella. Su amabilidad, su acento rioplatense. Pero en su ausencia buscaba la compañía de mi padre.

  Mamá tiene la mirada fija sobre los azulejos del baño, es como si la estuviera viendo.

  — Ahí va esa yegua… ahí va… — Y mientras habla se empieza a hundir en la tina. Llamo a la abuela a los gritos, que corre por el pasillo hacia nosotras. Entra al baño, la coge por los sobacos, y en el mismo momento en que logra sacarla fuera del agua, mamá se vomita en color amarillo sobre la espuma.

— ¡Ay, Elena, otra vez tomando! ¡Como si supieras!

  Mamá sólo bebe si está triste, pero no le sirve para nada porque beber la pone peor. Antes lo hacía en forma esporádica, ahora bebe para echarse un picado por el balcón o darse una zambullida fatal en agua enjabonada. Hay que andar salvándola todo el tiempo. Mientras Pocha se esfuerza para que no se resbale en la tina, el chapoteo del agua se mezcla absurdamente con las voces festivas de unas hermanitas francesas que cantan Papá pingüino en la televisión, un single perfecto para el anuncio de un flan. “¡Traiga la toalla!”. La abuela me trata de usté para dejar claro que no debe haber confianza entre niños y adultos, por lo que habla como si me estuviera riñendo. Mamá vuelve a vomitarse en la espuma, así que le alcanzo la toalla y huyo. Esta vez sí que puedo, ahora tengo las llaves.

  Empiezo a comerme un muffin sentada en el portal, viendo pasar los autobuses. Hago de cuenta que no ha ocurrido nada. No pienso llorar. Sin embargo, por mucho que lo intente, no puedo quitarme la imagen de mi madre hundida hasta la garganta en ese charco amarillo de vino agrio. Anoche la vi sentada a la mesa con los codos sobre el mantel de hule —esas flores son horribles— y un dedo tratando de enmendar el pequeño raspón hecho por un descuido de Tristán. Me puse a espiar al otro lado de la puerta sin que ella y la abuela lo notaran:

— Los pesqué tomándose una caña en La mallorquina… Te juro que entré sin sentir las piernas y recorrí ese tramo… mirá, recorrí ese tramo sin verlos nada más que a ellos sentados en una de las mesas, fui directamente hacia los dos como si acabara de aterrizar ahí mismo y en ese momento. Sancho la miraba con la misma cara de cordero degollado que me ponía a mí cuando recién nos conocimos, y ahí nomás me di cuenta de que lo que estaba pasando. Al verme se quedó paralizado, pero ella… ¿vos querés creer que la sinvergüenza va y me corre una silla para que me siente? Y se puso a hablar de algo, no sé lo que decía. Me fijé en sus zapatillas blancas de lona baratas, más bien sucias, y sentí un revoltijo de lástima y repulsión, me hizo pensar en los deditos de una geisha, en una perrita con las patitas vendadas... Tuve el pálpito de que a pesar de esos piecitos, esa mina podía ganarme una guerra.

  Entonces me descubrió mi abuela:

— ¡Váyase a la cama, gato barcino!

  Pero ya era tarde, no había mucho que pudieran ocultar después de haber llegado a casa gritándose el uno al otro. Mamá quería que Sancho se fuera, que se largara. Luego se revolcó en la cama. Se volvió loca por un rato. Destripó las almohadas haciendo de cuenta que le rompía las piernas a la Toñi, y que así se tragaba el cebo malintencionado de sus piececillos envueltos en zapatillas sucias. Debe haber fantaseado con masticar sus dedos, uno a uno, hasta que le chirriaron los dientes y la baba empezó a correrle por la cara, hormonando por todos sus poros el recuerdo de la forma en que Sancho miraba a la Toñi, cada vez que ella se hacía la que no los veía. Se rompió en pedazos contra el colchón, y luego me atrajo hacia ella, embadurnándome con su baba. Pensé que me desintegraría entre sus brazos.

  Papá se marchó esa noche. Pero antes lo vi temblar en el vano de la puerta como si acabara de recibir una paliza, mirándonos a las dos. Llevaba su bolso de viaje casi vacío, tal vez le haya dado tiempo para coger dos mudas y alguna camisa.

  Recuerdo perfectamente su vergüenza.

  Mamá me tapó los ojos con su mano húmeda:

— No lo mires… ¡no lo mires! ¡Mañana voy a romperle toda la vajilla del restaurante usando su cabeza como yunque!

  Algo que nunca llegó a hacer.

  Al final se decidió por el balcón. Sólo que por suerte falló.

  Tristán aparece por el portal masticando sombríamente una lonja de jamón serrano que va tirando con los dientes hacia dentro de la boca por la punta de los dedos.

  Se me sienta al lado. Le pregunto si la abuela ya pudo sacar a mamá de la tina, y él responde que patalea, pero que ya está saliendo.

  — Cuando se pone así la odio, Tristán.

  — Ya te dije que su locura me la suda.

   A mí lo que me sudan son las manos. Y además se me quitaron las ganas de comer lo que resta del muffin. Tengo un nudo en el pecho, algo parecido a un temblor, ¿sería así lo que le entró a Sancho la noche en que dijo que se iba? Mi relación con mamá es bien distinta a la que tiene con Tristán. Ella no busca su complicidad, si no la mía. Yo soy la niña, su testigo. Cuando quiere —o más bien cuando puede—, se busca la vida para ser terrorífica.

  O divertidísima.

  Por ejemplo, al día siguiente en que Sancho se fue de casa, es decir a horas de que lo descubriera con Toñi tomándose la caña con cara de cordero degollado, apareció por mi cuarto de excelente humor, vestida de punta en blanco y con sus botas de ante que le llegaban hasta las rodillas, en su versión más a lo Ali MacGraw con el pelo en hebras de miel negra oliendo a coco. Quiso que me pusiera el vestido de pana rojo como si fuera un día de celebración.  

  Pensé que nos íbamos de compras, pero no: en realidad íbamos a meter la mano en la lata. Se le ocurrió que tenía que hacerlo mientras cruzábamos el molinete del metro en Oporto, y además me lo hizo saber: “Primero vamos a pasar por el banco”; sin dar muchas explicaciones. La sucursal del BBVA acababa de abrir, y una vez adentro fue directamente hacia el cajero a pedirle un resumen de cuenta. Yo la veía desde abajo, relajada y tranquila, salvo por un ligero temblor en el dedo meñique donde lleva el anillo con un brillante de mentira, que le regaló mi padre hace años. Después de echarle un vistazo al resumen, se asomó al hueco de la ventanilla y murmuró con voz firme: “Voy a retirar tres millones”. Seductoramente, extrajo su perfil más vulnerable, pidiendo que le dieran el dinero en un despacho cerrado mientras “la niña espera afuera”. Salimos del banco sobre las diez y media de la mañana, respirando el aire de la primavera. Hasta ese momento yo no sabía que mamá llevara un millón de pesetas en cada bota y otro millón en su bolso. Tampoco me pareció que tuviera miedo: “Con esto reformamos el piso, ponemos aire acondicionado y quién sabe cuántas cosas más”, me dijo toda zalamera. Llegamos a Puerta del Sol cuando las campanas del Ayuntamiento daban las once, sin que ella supiera que ya había avanzado lo suficiente hacia un territorio del que no podría volver. Nos detuvimos ante una cabina telefónica, metió una moneda y esperó. Al otro lado del tubo estaba sonando una de esas baladas cursis y pegajosas que a ella le hacían cambiar el dial, y luego se oyó la voz de Sancho, cascada y grave, respondiendo con el aire laxo de quien recibe una llamada del botones.

Ya no tendrás que darme ni un duro por lo del coche y todo lo demás, lo saqué de nuestra cuenta. Gananciales, tesoro, andá pensando cómo sigue.

  Le colgó justo cuando él empezaba a insultarla.

  Mamá ni se inmutó, pero al instante se dio cuenta de que había cometido un error. Por lo que supe después, tres semanas antes había hecho un arreglo con mi padre por tres millones de pesetas, y aunque él se negó, ella era mujer de palabra y no extrajo ni un duro más. Sin embargo, en el banco quedaban aún veinte mil, y lo más práctico habría sido retirar la totalidad y cancelar la cuenta. Así que regresamos al banco, que estaba a sólo unos minutos.

  No sé cómo habrá hecho Sancho para llegar tan rápido y coincidir con nosotras en la entrada. Se lo cuento a Tristán:

— Él parecía una gárgola, yo pensé que iba a matar a mamá.

— ¿Qué es una gárgola? — me interrumpe mi hermano con la punta del jamón en la boca.

— Uno de esos monstruos que hay colgando en la catedral de Barcelona, ¿te acuerdas cuando fuimos?, y que parece que se te van a caer encima.

  Tristán espabila:

— Ah, ya…

— Bueno. La agarró del brazo, así… con su manaza, y había un policía fuera, entonces mamá empezó a chillar: “¡Oficial, oficial, auxilio!”, porque tú sabes que mamá les llama a todos “oficial” para que se muestren comedidos, ¿no?, así que el policía le dijo a papá que la soltara y que arreglaran sus asuntos dentro del banco. Entramos al banco, un sitio todo azul con plantas grandes y eso, y fue ahí que empezaron a gritarse. Papá la acusaba de haberle robado y ella de haberse escapado con Toñi, chillaban los dos a la vez, él con esa cara de gárgola roja y ella como si quisiera que Madrid entero se enterara, me da que si hubiera llevado un megáfono no lo hubiera hecho mejor, la gente miraba pero ellos seguían gritándose como si no hubiera nadie, como si estuvieran solos, como si yo no estuviera… En eso vino un empleado y trató de calmarlos, pero empezaron a chillar todos a la vez, el empleado perdió la paciencia y se retiró a un despacho donde se ve que llamó a otro… y luego a otro, pero mamá y papá seguían insultándose, papá le decía que iba a meterla en la cárcel, en el manicomio, pero ella se le puso chula diciendo que la cuenta era de los dos, que iba a cerrarla, y que por mucho que hiciera no podría meterla en ninguna parte: “me pusiste los cuernos con esa turra me dejaste sola con los niños”, así le gritaba, y él “cállate que está Fabiola”, hasta que salió una mujer extranjera de un despacho todo acristalado y nos hizo pasar a los tres. Y no te lo pierdas: la tía miró en su ordenador y les dijo con un acento raro que, por supuesto, la cuenta era de los dos, por lo que mamá podía retirar lo que quisiera, hasta el último duro, entonces la cara de Sancho empezó a cambiar y de gárgola roja pasó a gárgola blanca, se vio perdido y bajó la cabeza… por primera vez bajó la cabeza. “¿Qué quieren hacer con la cuenta?, preguntó la mujer, y mamá dijo: “Cerrarla”. Ya estaban más tranquilos, o mejor dicho más hecho polvo papá, salimos del despacho y fuimos a una mesa donde había un señor muy amable que les hizo firmar unos papeles y le dio un cheque a papá por veinte mil pesetas, porque ya sabes que mamá es mujer de palabra. Y además creo que se lo estaba pasando en grande. Luego se levantó y le dijo una cosa a Sancho, se lo dijo casi al oído pero igual la escuché: “Mientras vos jodías, yo pensaba”; eso le dijo. Sí. Y nos fuimos.

  Tristán había dejado de masticar su jamón en la medida en que yo avanzaba el relato, hasta quedar con la boca abierta y un puñado de jamón en la mano. Balbucea:

  — ¿Y… luego?

  — Nos fuimos de compras.

  Me reservo que al llegar a casa mi madre metió el dinero en la tripa de un sillón y sintonizó la radio hasta pillar La ciudad no tiene fin, de un tal Moris, un argentino exiliado en Madrid por causa de esos hombres oscuros que andaban matando gente en su país. Y se puso a bailar diciendo que ese tipo sí sabía hacer música. Y muerta de risa me invitó a bailar con ella, pero yo no quise.

  — Está loca — cuchichea Tristán en voz baja.

  — Yo creo que sí. Nunca tendré hijos.

  — ¡Bah!, eso lo dices ahora… ya cambiarás, todas los tienen.

  — Yo no.

  Lo tengo claro, no me gustan los niños pequeños, no puedo ni oírles llorar. Cuando era una niñita tenía la fantasía inconfesable, y muy estimulante, de asfixiar niños chillones. Esos que están tan tranquilamente y de pronto irrumpen con un chillido horrible y se retuercen en brazos de sus madres, como el bebé de la Duquesa que en brazos de Alicia se convierte en cerdo. Pero yo no soy tan adorable como Alicia. Nunca he comprendido por qué algunos —sobre todo las mujeres— les miran con esa benevolencia, si ni siquiera son sus hijos: vas por la calle o en el autobús y de repente un chiquillo arma un escándalo incomprensible. Algunas se sonríen, yo les ahogaría. A los niños. Mi madre pierde los papeles con facilidad y luego lo compensa con postres y trampolines. Y eso que nunca fui de llorar. Tristán en cambio es un quejica. Diría que siempre fue delicado, y además dice cosas extrañas, sin ton ni son. Tal vez también esté loco. Mejor no tener hijos.

  Si yo fuera niño no sería un llorica. ¿Por qué no seré niño?

  ¿Y cómo debería ser una niña, además de ser testigo de su madre? 

  Esa noche, después de los tres millones, empezaron las amenazas de papá. Los escuché discutiendo por teléfono: él quería el divorcio. Y además pretendía denunciarla por robo, pero luego mamá le contó a la abuela que en la Guardia Civil se le rieron en la cara porque no hay forma de denunciar a alguien que asalta su propia cuenta bancaria, que fue lo que hizo ella. Vuelta a ir de compras:

  — Hoy vamos al Corte Inglés y luego a comer y a los trampolines, hija.

  — Yo prefiero ir a por helado.

  — De acuerdo, vamos a Los Alpes y ahí comés todo el que se te antoje.

    Tristán estaba escuchando, pero esa tarde se quedó con su adorada abuela Pocha porque esperaba a unos chavales de la escuela. Supongo que fue él quien le dio las coordenadas a Sancho para presentarse en Los Alpes con la cara desencajada y dando respingos, que es su manera de caminar. No se bambolea como los otros, más bien camina dando brincos, algo que a mamá siempre le molestó, no sé por qué. Le preguntó dónde estaba viviendo, pero él no quiso decírselo. Con un golpe similar al que dan los hombres cuando se juegan sus cartas al mus, le dejó el teléfono de su abogado sobre la mesa: habiendo compartido tantas cosas juntos, por qué no podían también compartir un abogado. Mamá aceptó la tarjeta y cuando salimos de la heladería la tiró por el desaguadero.

  De ningún modo iban a compartir un abogado, ella se buscaría el suyo.

  Claro que antes de decidirse consultó nueve, y después de mucho dar tumbos por despachos mareada por el clonazepam, terminó eligiendo a una porteña dispuesta a sacarle a papá hasta el último pelo de las cejas. No le fue tal mal. Consiguió que él le cediera el piso de Carabanchel, accediendo además a una cuota alimentaria y a la parte de las ganancias que le correspondían por el restaurante. “¡Luego me devuelves el piso y te largas!”, rugió Sancho mientras salía por la puerta, el día en que se marchó definitivamente. Y ella: “Sí, claro”. Mentira.

  Tristán y yo subimos las escaleras con resignación.

  Mamá ya no flota en la tina, pero ha empezado a pasearse por la casa amenazando con que va a tirar por la ventana todos los jodidos ceniceros de Murano de mi padre, y por supuesto su ropa.

— ¡Fijate que no pase nadie por abajo! — le advierte estoicamente mi abuela desde la cocina.  

  Al final se da vuelta en redondo y se encierra en su taller de atrezzo echando llave.

  La abuela intenta forzar la puerta para que salga. Hay que engilipollarla y desafiarla, pero mamá pide no ser molestada, tiene que terminar con unas cabezas de goma espuma para una obra infantil. Sabemos que guarda el material dentro de un sofá con arcón antiguo, de patas espesas y funda de terciopelo color chocolate. Ese lugar es un misterio, y nunca nos deja mirar que hay dentro, además de sus cosas. Pero nosotros solemos fisgonear a escondidas.

  

 

 

 

 

FABIOLA 2

    El cumpleaños de mi hermano terminó hace horas, ya es de madrugada. Pero aún quedan pasteles en la nevera. Y me los voy a comer.

—Yo no quería que me celebraran nada… Esto es una cuestión entre ellos para fingir el cuento de la familia feliz.

  Abro la puerta despacio haciendo que la oscuridad de la cocina destelle. Corto un buen trozo de tarta de cerezas, cojo algunos muffins de chocolate, unos cuantos mantecados, una tortita blanca con fondant y un botellín de Coca-Cola. Regreso a mi cuarto sigilosamente, haciendo equilibrio con el botín. Soy adicta a todo lo que lleve ingentes cantidades de azúcar, así que no es la primera vez. Ni va a ser la última. Mi cuarto está abarrotado de muñecos de goma espuma y peluches; algunos los hizo mamá. Los de goma espuma, por ejemplo, me observan con expresión despavorida desde sus grandes ojos incrustados. Los peluches son algo más idiotas. Tengo restos de comida por todo el armario, donde hay ropa colgada, un columpio roto y un montón de dibujos viejos. Pilas de cuadernos con las hojas amarillentas.

  Justo frente a mí, en una ochava entre dos paredes, hay un anticuado espejo de caballete. Le echo una manta encima para que no me refleje, nunca me gustaron los espejos. Tendré que deshacerme de la evidencia cuando acabe la comilona, ya hay bastante comida supurando moho dentro del armario. Y por si no llego después de haberme acostado, guardo un barreño bajo la cama. El barreño da seguridad. Y es cierto que la tarta de cerezas no sabe tan bien como recién hecho, pero qué importa, si mañana por la mañana mamá hará como que no ha visto el pedazo que falta. Me lleno la boca hasta no dar más, masticando de costado y con la boca abierta. Potrilla que mastica de lado su alfalfa. Ya aprendí a vomitar sin que me escueza la garganta; ahí está el baño, y aquí la luz de la ridícula lámpara giratoria con peces de colores para niñitos — en casa, todos piensan que todavía soy una niña pequeña — resplandeciendo en forma intermitente sobre los monigotes de ojos abiertos, que me observan cada vez que la luz los alumbra. Me chupo los dedos, arrancando con los incisivos trozos de fondant, que luego chupo. No me preocupa ser gorda, eso me protege de la apremiante competencia que padecen las guapas. Me basta con ser la más lista. También la más cruel. Ser fofa, pero fuerte, me pone a la altura de los chavales: ellos me permiten acompañarles como si fuera uno más. Nadie me acorralará nunca en los baños de la escuela, y si lo hiciera se llevaría un buen gancho de la misma mano con la que escribo: la izquierda. Aprendí a buscarme la vida aprovechando los rincones del patio, los escalones vacíos de las escaleras y el silencio de la casa en madrugada para engullir toda la dulzura que no puedo conseguir afuera. Y que sabe mejor en soledad porque no lo sabe nadie; si lo hiciera en la mesa no tendría la misma emoción — “comé con la boca cerrada, no seas guaranga” (mamá). Lleva veinte años viviendo aquí y todavía no aprendió a hablar como nosotros, más bien creo que lo reniega. La abuela también, ella es la dueña del espejo fantasmal en el que me obliga a mirarme cada vez que estreno ropa nueva. No me cae bien, no me gusta la forma en que me mira, nunca me toca. Sus ojos me asustan lo suficiente como para atragantarme al atraer con la lengua las chispas de colores de un muffin. Así que bebo un largo trago de Coca-Cola, abducida por el alcaloide y la sed.

  Tengo que terminar con esto aunque me entren ganas de echarlo todo por el retrete. Ya viene el calor, sube como un eructo líquido y corro al baño. Me llevo dos dedos hasta el fondo de la garganta, lo echo todo por la boca y salto a la cama. Así de sencillo y habitual. Aunque a veces me hierva todo por entro a causa del revuelto de ácido, he aprendido a hacerlo sin que me oigan. Vomitar alivia, pero no adelgaza ni un gramo. Regreso a la cama tambaleándome. Lo manejo en forma sistemática: me doy el atracón, lo vomito y vuelvo a darme otro. Es fácil. ¡Pensar que a esas tontas de la escuela les asusta vomitar! “Ay, la niña tiene gastroenteritis”. Son larguiruchas y frágiles. Deseables. No es fácil sentirse a gusto dentro de un cuerpo en el que no crees, por lo tanto tienes que compensar de otras maneras. Ser como un chaval, ganarte su confianza, evitar la aparición cazadora de los espejos. No hay una mirada benevolente para mí, tendré que inventármela yo misma. Huir de los espejos cazadores.

 A mí ya me quitaron el estómago, Fabiola...

Tristán estaba sentado en su cama mirando hacia el cabecero de forja. Era su cumpleaños número catorce. Él no quería celebrar nada, pero mi madre insistió en que invitara a algunos de sus amigos. Incluso permitió que Sancho viniera a casa y le dejó sentarse a la mesa con nosotros, advirtiéndole que sólo por esa vez. Al final fue una fiesta de viejos bastante terrorífica. Al entrar, los chicos le gastaron algunas bromas a mi hermano y le hicieron regalos baratos, deslizándole en el bolsillo del vaquero un porro del grosor de una tiza flamante, que fue lo único que lo hizo sonreír. Se dejaron llevar hasta la mesa haciendo moderado barullo, y la chica que iba con ellos — la novia de Tristán, decían — le entregó a mamá un vino que, según dijo, lo enviaba su padre para el almuerzo. Luego aparecieron mi tío —el hermano de Sancho, con su segunda mujer parecida a Travolta pero con tetas —, y el fiel amigo de la abuela, Samos, un sexagenario de una flacura lacerante, aunque rotundamente vital, con quien ella mantenía un romance platónico a perpetuidad. “El viejo filiforme”, decía Tristán cuando se ponía perverso. La lombriz. A donde iba ella iba él, y no había manera de callarlo. Por ser hospitalero del Camino de Santiago y un católico de lo más comedido —no un chupacirios—, a Samos le encantaba coleccionar artilugios religiosos y trastos de todo tipo. Obsequios, según él, de los peregrinos que pasaban por el albergue al que lo invitaban a colaborar cada año. Lograba impresionarlos con su destreza en la cocina y el método tsú-chí de masaje en los pies, que incluía la gratificante habilidad de saber pinchar ampollas con mano de santo.

  El caso es que Samos también coleccionaba antiguos chismes de guerra, como arcabuces, yelmos y balas de cañón, tesoros que escondía por todos lados e iba sacando conforme el visitante le diera confianza. Cosa que a Sancho nunca le faltó. Pocha, en cambio, estaba hasta las cejas de sus obsesiones. Pero a mi padre le chiflaban.

  — ¡Cuenta, cuenta lo del arcabuz! — le pinchó.

  — Ah, el día en que casi mata a la vecina de enfrente — rezongó la abuela.

  — ¡A la portuguesa! Mujer fiera…

  Sancho había estado ahí y tenía interés en que todos nos enteráramos de la hazaña. Así se supo que el viejo había sacado del armario una pistola de hierro del siglo XIX con un grabado en la empuñadura de bronce, blandiéndola ingenuamente delante de ellos. Fuera por accidente o por entusiasmo, y mientras intentaba mostrarle el grabado a mi padre, a Samos se le accionó el percutor y hubo una detonación. Los tres pegaron un salto; Pocha chilló. Una humarada salía por la boca de la pistola. Samos no sabía que esa cosa estuviera cargada. ¿Cómo iba a saberlo, si nunca se le había ocurrido tirar? En el balcón de enfrente apareció una mujer morena con una taza en la mano. Haciendo pantalla, echó un largo vistazo soñoliento desde la ventana y luego otro al sofá, que mostraba el respaldo a la calle. Se inclinó con pereza, hurgando allí. Luego se volvió hacia el piso de Samos con la taza en alto:

— La portuguesa, mujer fiera...

— Eso ya lo dijiste — lo interrumpió Pocha, fastidiada.

— Bueno, la portuguesa me llamó viejo cascanueces. “¿No está usted muy mayor para el tirachinas?”. Je je, la pobre no se dio cuenta de que era munición…

  Mi padre y mi tío se partían de la risa. Recuerdos de un simulacro de guerra accidental.

  Sentado a la mesa con el cuello tieso como un mastín en una boda watusi, e inquieto pero indeciso, Tristán calculaba a quién podía morder. Mi padre era la víctima propiciatoria. Espié sus ojos de perro atrapado en un alambre de espinos cuando mamá apareció con el pollo en la fuente “de los días especiales”, en su versión más abnegada de Geraldine.

  — Eso está azul.

  — No está azul, hijo, es pollo a la moruna, el tono azulado es por las ciruelas —  se defendió ella con la cara contraída por un espasmo.

  — Pues cómetelo tú.

  — ¡Venga, chaval!, no le hables así a tu madre que ha perdido la mañana cocinando para ti —. Sancho pretendía ser atento, aunque el esmero de mamá le tuviera sin cuidado.

  Ignoraba que ya había perdido toda autoridad sobre mi hermano.

  — Le quitaron el estómago — intervine, creyendo que de esa manera lograría apaciguar los ánimos.

  Las raras convicciones de Tristán habían comenzado antes de que cumpliera los catorce, y sólo me las contaba a mí. Era un asunto con el tubo digestivo. En ocasiones la comida le desgarraba por dentro, le deshacía las entrañas. Tenía la sensación, o más bien la seguridad, de que los órganos se le iban a desprender, que incluso despertaría sin alguno. Sin estómago, por ejemplo. Yo le seguía el hilo entre la incredulidad y la fascinación. 

  Mamá no entendió: 

  — ¡Por supuesto, al pollo se le quitan las vísceras y se lo rellena!

  — ¡Al pollo no, a mí! — explotó Tristán. Y estiró una mano a través de la mesa queriendo alcanzar a mi padre, que había vuelto a las andadas con el ridículo relato de Samos —. Oye Sancho, ¿por qué no invitaste a Toñi? Estaríamos completos — le susurró malignamente.

  Mi padre se encendió tanto que empezó a brotarle sudor sobre la calva y se le deshizo la sonrisa, mientras Samos, tan cotilla como siempre, preguntaba quién era Toñi. Y el muy cabrón de Tristán: “Toñi, la de las uñas comidas, la pava con la que está mi padre”.

  Mamá Geraldine seguía con la bandeja en la mano, firme como en una escena donde la mujer es capaz de inmolarse por mantener la unión familiar, si es que a eso se le podía llamar unión. Y familiar, que ya es mucho decir. En fin, había que mantener la imagen. O sea la ilusión. Pero pudo más su genio.

— ¡La puta! — se le escapó.  

— ¿Puta? ¿Qué puta? — disparó Samos, ya experto a la munición.

  La abuela agitó la servilleta como si con ella pudiera espantar el descalabro, y borrar de un sacudón el exabrupto de mi hermano.

  Si hay algo que mi hermano y yo tenemos en común, además del ADN y la complicidad, es nuestro particular vínculo con el estómago. Mientras él piensa que se lo secuestraron o algo por el estilo, yo busco llenarlo y vaciarlo inmediatamente. A mis doce años he llegado a creer que los genes enfermos de mamá empiezan a pasarme factura como a Tristán, los genes son peor que el asalto a un banco: imprevisibles, unos asesinos que van mermando la mente y desfiguran la percepción. No deja de rondarme por la cabeza lo que pasó mientras me pasea por la boca ese sabor ácido y a la vez dulzón al que nunca me acostumbraré, a pesar de los beneficios que yo creo que me trae. La negativa de Tristán a comer el maldito pollo con ciruelas, la desesperación de mamá con la cazuela en la mano. Pocha susurrándole al oído una frase aplastante: “¿Ves por qué te dejó tu marido?”. Nunca había sentido tanta pena por todos, algo inexpresable, difícil de verbalizar. La complicidad entre mi hermano y yo por la supuesta pérdida — o tal vez robo — de su estómago. Cuando vomito no quiero deshacerme de la comida únicamente. Yo quisiera alcanzar la liviandad no sólo del cuerpo sino también de los recuerdos, pero los malditos regresan entre arcada y arcada. La vergüenza también. Escondo los platos sucios en el armario, me acuesto, apago la luz. Ya los sacaré mañana, los tiraré por la ventana. Me siento estúpidamente culpable, como si hubiera cometido un crimen celeste. Recuerdo la imagen de Tristán refugiado en el ángulo menos visible de la mesa, y no obstante sobresaliendo por encima de todos.

  — Venga, Tristán, que esto huele bien — balbuceó Samos de mal humor.

  — Eso digo yo — convino mi padre con voz temblona y destapando la cazuela. Él lo zanjaba todo de forma práctica, aunque fuera su propio hijo quien lo había avergonzado delante de su familia y varios chavales a los que apenas conocía.

    Tristán rechazó su porción.

  — Tú traga el cianuro, padre, si tú te tragas cualquier cosa…

  Sancho podría habérselo tomado a broma, pero no. Algo en las palabras casi murmuradas de mi hermano, debieron meterle el dedo en una de sus llagas. Se echó de espaldas contra la silla olvidando poner la tapa en la mesa, así que la salsa se le empezó a escurrir sobre el pantalón, cosa que ni siquiera notó. El vino le daba vueltas en la cabeza, como le daban vueltas las palabras de Tristán, sin saber muy bien qué hacer con ambos, mientras éste, con una tranquilidad formidable, les decía a los dos: 

  — Molaría arrancaros esa piel de mentiras que lleváis puesta y hacerlos salir de la crisálida, para anidar en mi lengua como polillas.

  Mamá sonrió de manera forzada y le pasó la mano por el pelo. No fue un acto de ternura, sino un automatismo con el que intentó dejar sin efecto el comentario. Claro que después no supo qué hacer. Finalmente optó por sentarse al lado de Sancho, coger una servilleta, y entregarse al acto de frotarle el pantalón con semblante extático. Estaba espantada. Parecía que en el acto de quitar la mancha hubiera deseado borrarse ella misma: “¿Ves, ves por qué te dejó tu marido?”. La celebración se deslizaba ostensiblemente hacia el desastre.

  Los ojos de mi padre la increparon en silencio. Ella limpiaba la mancha y él la interrogaba sin abrir la boca. Y lo único que se movía ahí era su mano crispada sobre el sucio pantalón ejerciéndole presión sobre el muslo, tan confusa, que no se dio cuenta de que le estaba haciendo daño, hasta que Sancho le sujetó el puño y se levantó de la mesa. Mamá salió detrás de él. Sonó un portazo en el cuarto que había sido de ellos.

  Tristán disfrutaba de la escena con expresión inanimada mientras la italiana y la abuela se levantaban protestando. Tío Antonio, en cambio, se quedó con la mirada fija en su plato vacío.

— ¡Mujer fiera! — exclamó Samos.

  Fue la primera vez que oía gritar a Sancho de esa manera, y me asusté. Con la voz ahogada, mamá procuraba calmarlo.

  Hay cosas de las que no se hablan en las familias, esto lo sabe todo el mundo. Muchas más cosas que una infidelidad. No se habla de la ominosa pericia que tienen algunos hijos para hacer que una verdad enterrada durante generaciones, emerja el día de su cumpleaños ante varios chavales incrédulos, un viejo tirador de arcabuces y una abuela que se niega a intervenir. O más bien, que lo niega todo. No se habla de la estrafalaria semántica del hijo loco, de sus obsesiones, o de la saña con que se deja entrever el secreto familiar que avergüenza. ¿Cómo se forman las palabras y las preguntas cuando lo que se sospecha, aunque no se nombre, impacta? Los delirios de mi hermano no eran ni más ni menos que una pregunta salvaje. También un reclamo.

  Los mayores se fueron levantando y daban vueltas por la casa, excepto Samos, que se marchó con el pretexto de un dolor de lumbago. Los amigos de mi hermano aprovecharon el descalabro para asaltar la bandeja. Luego vendría la tarta. 

  Ahora, mientras intento dormirme, pienso que yo también debo estar loca.                                 

  Arrojaré los cucos por la ventana, para que mueran.

 

 

 

 

 

 

LUJÁN Y FABIOLA

 

— ¿Escuchás cómo chillan bajito? Son los murciélagos, que salen a esta hora y vagan por la noche entre el cielo y el río.

— A mí medio que me ponen los pelos como escarpias… y si no me crees, mira.

— Ya veo. Relajá que no son vampiros si no ratones con alas… en realidad nos huyen. Igual si querés vamos más para la Chopera, pero andarán merodeando también. Salen cuando cae el sol.

— No, no, que me aguanto… estamos en el puerto de Jonás, esto es un lujo, nos quedamos, venga.

— Cabemos las dos perfecto en esta piedra…

— Más justas, imposible, como si nos hubiera tomado el molde. Mi primo siempre andaba por aquí, recuerdo que le gustaba subir a la ermita a tocar con los chicos, para que los del pueblo no les vieran…

— O a la Charca Verde.

— ¿Y tú cómo sabes eso?

— Lo leí por ahí.

— ¡Dónde! No hay mucha información sobre Jonás…

— Por ahí.

— Vaya, eres buena rastreadora cuando algo te interesa… Subían hasta la planicie del Yelmo a jugar con los caballos, y a tocar. Pero no quiero hablar de él hoy, preferiría…

— Ya sé que te cuesta hablar de él; sé que es delicado.

— Prefiero hablar de ti, que me cuentes de ti. Me da curiosidad una argentina que cruza el charco sin un duro, que escribe en secreto, se muestra tan persistente a la hora de buscar información sobre un cantaor ya prácticamente olvidado… ¡y que se instala justo en el pueblo donde él empezó a cantar!

— ¿Vos sabés que no fue a propósito que me instalé acá? Se me dio la oportunidad del piso, nomás, fue pura casualidad.

— No jodas…

— No jodas vos, cuando llegué a Manzanares ni siquiera había oído hablar de él, eso vino después.

— Ah.

— Sí. Y lo de escribir yo diría que lo hago para mí. Según mi razonamiento si no hay ambición, no hay secreto.

— ¿Me dejarás leer algo, entonces?

— Capaz que sí, voy a ver…

— ¿Escribes sobre Argentina?

— Escribo sobre España, pero atravesada por mi lengua argentina. Yo a mi tierra la llevo tatuada en cada poro, viste... no necesito estar allá para llevarla puesta. Seguro que el Canica se pondría muy triste si me oyera, porque estaba muy arraigado, además él encontraba un misterio en cada rincón. Yo no, yo salí a buscar los misterios afuera. A mí esto me gusta, acá voy tomando mundo, y me mantengo a salvo del dolor.

— Entiendo. Tu hermano, ¿no?

— Y mi vieja.

— Claro.

— Y todo lo demás.

— Entiendo.

— Aparte cuando vengo al río es como si entrara en mi casa, así que… ¿me das un cigarro?

— Tengo habanitos, ¿quieres?

— Dale.

— Y mira por dónde que voy a darte fuego con un Zippo que me regaló Jonás, está viejillo, pero...

— …

— ¡De veras, coño! ¡Qué! ¿No me crees?

— Ni medio.

— Haces bien, lo compré en el Rastro. Lo que es cierto es que veníamos a fumar acá… un poco más adelante. ¡Nos fumábamos hasta las hojas de las encinas!

— Ya veo, ya veo que eran bien compinches.

— Primos hermanos en el sentido más literal de la palabra, y la amistad nos unía tanto como la sangre. No era uno de esos primos con los que te ves en los cumpleaños y las navidades, si no un amigo, un cómplice de fechorías.

— Sí. Vos me estás hablando de un hermano de fierro, igual que el Canica.

— “De fierro”, algo como el hierro, ¿no? Inquebrantable, pero que hay que cuidar para que no oxide…

— Nunca lo había pensado.

— Por eso prefiero el diamante. Es tan viejo como la Tierra y el mineral más duro, inalterable. De pequeño Jonás estuvo un tiempo viviendo en casa hasta que le hizo perder los papeles a mi padre y lo echó.

— ¿Por qué?

— Por haberse escapado de casa y terminar en las chabolas cantando a los gitanos.

— ¡Miralo, al pendejo! ¿Qué edad tenía?

— Unos diez.

— Mi hermano a los diez decía que le iba a prender fuego a la policía.

— ¿Eh?

— Sí, a los milicos, quería matar milicos. Cuando creció se envolvió la cabeza con un pañuelo, le metió fuego a una pila de llantas en la ruta 88, aguantó una semana ahí, con otros cientos... y fue porque nos habían vendido el país. El nombre de mi hermano nunca va salir en ninguna revista, él iba tapado, es otro anónimo, pero se llamaba Adrián Bermejo, el Canica, porque vivía rodando de un lado para otro. ¿Fabiola?

— … Sí.

— Que te estoy presentando a mi hermano.

— Ya… y yo no sé qué decir.

— Bien.

— Si digo que lo siento me mandarás a la mierda, pero realmente lo siento, ¿qué quieres que le haga?

— No pasa nada…

— Es una putada lo que me cuentas, de ser tú, yo también me hubiera largado.

— ¡A cara’e perro! Sin el Canica yo no extraño el país, estoy a un millón de años de allá... No me mires así.

— No, yo sólo… estaba pensando.

— ¿En qué?

— Pienso… pienso en el arraigo de los desarraigados, que es un tema que me persigue, algo recurrente. Tu Canica, tan enamorado de lo suyo, capaz de salir a intoxicarse por una causa, expulsado, sospecho, dentro de su propia tierra, y mi primo, que se expulsó a sí mismo. Sé que no tienen comparación: tu hermano era un luchador y mi primo un artista que llegó a tener cierto renombre: Jonás Gálvez. Pero yo nunca conocí a ese tal Gálvez. Yo conocí a Jonás. Gálvez es el tío de las portadas viejas: yo conocí a un chaval inseguro que nunca supo muy bien quién era... A mí se me murió un hermanito que no pude llorar porque me lo robó Jonás Gálvez.

— El Canica sí. El Canica sabía muy bien quién era.

— ¡Ay, madre mía!

— ¿Qué? ¡Ahhhh! ¡Un mishu!

— ¡Jolines, qué susto me dio!

— ¡Ni que fuera un oso pardo, Fabiola! Vení… vení, mishu, vení…

— Si le hablas así no te entiende, es gato español: Hala, minino… cariño, vente pa’aquí, cariño...

— Mish mish mish… ¿y qué hace acá?

— Éste no habla en lenguas. Ahí se queda, lamiéndose.

— Mirá que vengo seguido y nunca vi uno. No tiene collar, debe ser vagabundo.

— Anda perdido, el pobre...

— Ahí viene… mirá, te busca a vos, tiene los ojos de tu color.

— Vaya, sí…

— A mí ni bola, está buscando tu oreja… quiere decirte algo.

— Ya. Por lo que veo es niño. Me parece que me lo llevo a Madrid.

— Buenísimo, hemos adoptado un hijo. ¿Qué te dice?

— Ronronea. Dice… dice que ha venido para metabolizar dolores desbocados.

— Ojalá.

— Dice que tú y yo seremos amigas mucho tiempo… quién sabe hasta cuándo, y dice… espera… dice que el aire, este aire, el de ahora mismo, no devuelve a nuestros hermanitos en otra forma de sustancia, algo raro… dice que el aire recompone las piezas que enterramos a propósito, hasta que llegue el día en que… bueno, en que podamos...

— Los gatos tienen ese poder.

— ¿Qué poder?

— Son psíquicos. Yo tuve que deshacerme de Ballesta antes de tomarme el pire. Fue duro. Era un gato pardo callejero, de panza blanca y mordedor parecido a éste.

— ¿Ballesta?

— Sí, el nombre se lo puso mi vieja. Se lo llevó a México y ahí sigue, por lo que sé.

— Ella se fue de Mar de Plata cuando lo del Canica, ¿no?

— Sí. Ni con mi vieja nunca pude hablar mucho de mi hermano, no nos dimos tiempo… yo directamente agarré la primera valija y me vine. Y acá estoy ahora, viéndolo por todos lados. Bajo al metro y veo un pibe que va subiendo las escaleras, moviéndose justo como se movía él… pero no, no es él. Voy a un garito y ahí está, tomándose una birra con un amigo…

— Mi padre dice que a la muerte de los otros hay que esperarla de espaldas.

— ¿Y eso?

— Es que cuando fue lo de Jonás él lo supo por la radio. En estos casos no es que vengan a tocarte a la puerta para avisarte, acabas enterándote por la radio o la televisión. A mí me llamó Sancho. Después del funeral yo estaba con un amigo en el monte y se apareció de repente, así como este gato, y me habló. En fin, ya lo dije… me importa un pimiento si te lo crees o no.

— Te creo. Qué te dijo.

— Nada serio… nada trascendente, pero lo vi como te estoy viendo a ti, escondido entre las piedras, llamándome bejarilí…

— ¿Bejarilí? ¿Y eso qué es?

— Lagartija, en caló. Me llamaba así porque de pequeña era escurridiza.

— Ah…

— Se escondió de todos… simplemente, se fue yendo despacio, se perdió dentro de él, creo, y nadie hizo nada, joder, nadie hizo nada... ¡No hicimos nada!

— Andá a saber si hubieran podido…Cuando alguien se va así es… ¡Ufff!

— Si yo hubiera estado en Granada…

— No podías saberlo, Fabi.

— ¡Pero tendría que haberme dado cuenta! ¡Meses sin aparecer!

— …

— Sí, mejor calla… ¡que se calle el boque, también! Una vez me dijo: ¿de qué podría servirle a un crío un padre sin razones? Hablaba del niño que tuvo, sabes. Pero esta conversación es chunga, amiga. Ya está anocheciendo, es mejor que vayamos. 

— Bueno… como quieras, ¿te llevás el gato?

— Desde luego, no se despega de mí desde que llegó, debe ser que le gusto.

— Te convoca.

— Eso parece, como hacen los brujos en sueños, así me lo llevo. ¡Uy!, que no quiero tropezar, que he olvidado el sendero…

— Vos seguime a mí que lo conozco bien. ¿Viste cómo huelen las jaras?

— Sí… ¡me traen cada recuerdo!, llegan directo a la amígdala, las cabronas. Mejor sigue contándome del Canica, al menos él no se robó a sí mismo… sólo te lo ha robado la muerte.

— Por ahí otro día, Fabi, hoy no me da el cuero.

— Ya, a veces me paso… hoy ando por tonás, estoy hecha una queja.

— No pidas disculpas, lo que brota del río, no sale del río.

— Vale.

— ¿Y qué nombre le pondrás al gato?

— …

— Bueno, ya irás pensándolo de vuelta a Madrid.

— No, no, creo que ya lo tengo.

— A ver…

— Sombra… se llamará Sombra.

 

 

 

FABIOLA 1

 

  —¿Y tú follas con esas bragas?”.

  (No, guapa, todavía no follo)

  Estíbaliz se reía de mí cuando nos arreglábamos frente al espejo; ella tan menuda y yo tan gruesa, con mi tórax ancho, de matrona, mitad chica de la periferia embutida a la fuerza en el uniforme de un colegio privado, mitad Cicciolina infantil. Ella usaba triángulos, yo bragas de corte alto, porque en el caso de llevar triángulos me hubiera quedado la tripa como una brocheta. Ella tenía el vientre chato, sin brochetas. Yo habría hecho el ridículo con esas bragas.

  Mejor que me creyera una golfa:

—Me las quito antes de follármelos— le dije, altanera.

  Una mañana descubrí que me había derramado entera mientras soñaba con una araña de seda translúcida atravesando dulcemente mi columna vertebral. Tenía dieciséis años. La sangre que manchaba la sábana era del mismo color que las cerezas del Jerte con las que me dí el típico atracón nocturno del viernes por la noche. No volví a sangrar ni una sola gota hasta pasados tres meses. Visitas a la ginecóloga con mi madre. Paquetes de compresas sin abrir, a la espera del segundo gran acontecimiento. Sospechas de la ginecóloga al notar mi semblante draculino. Mientras hablábamos no me miraba a los ojos, si no directamente a la boca. Los dientes, claro. “¿Tienes algún problema con tus dientes, cielo?”. Caries, a secas. “¿Te pones mucho a dieta?”. (¿Por qué no hablamos mejor de mi vagina? Para eso están las ginecólogas, ¿no?) Pero ella estaba más preocupada por mis dientes y mis costumbres alimentarias. La evidencia se me notaba en la boca: tenues incrustaciones color ámbar entre mis encías y unos dientes que parecían de leche. Lo pilló en seguida. Me preguntó cuándo había sido la última vez que había comido, y a qué horas solía hacerlo. Sugirió una visita al endocrinólogo. Y muy discretamente, otra a un psicólogo. “¿Te duele al tragar?”. (Pero, ¡qué coño!, ¿no íbamos a hablar sobre mi vagina?) “¿Y los huesos?”. Yo: “Lejos, bajo toda esta capa de guata”. No le hizo gracia y se quedó muy seria.

  Justo al lado mío, a mamá empezaron a temblarle las manos al oír la palabra “psicólogo”. Fiel a sus creencias astrológicas sustentadas en un esoterismo de peluquería, le soltó que mi sol en escorpio con la cúspide en sagitario —o viceversa— y en conjunción con no sé qué planeta o estrella, me habían provocado una menarca tardía. Lo bueno era que la cuadratura con Saturno en Urano atenuaría las consecuencias, siempre y cuando probara con infusión de jengibre y remolachas. “Entonces inténtelo usted”, dijo la ginecóloga, levantándose como para dar por terminada la consulta. Ofendidísima. La ciencia contra la superstición.

  O sea que ni endocrinólogo, ni psicólogo, ni leches. Tan prudente como de costumbre, mamá decidió dejarlo todo en manos de la naturaleza. Y funcionó.

  La sangre volvió, esta vez con ramalazos de dolor. Apareció la abuela con su poción de perejil y otras hierbas intragables, pero el dolor era tan intenso que me regresaba a la posición fetal. Grandes pesadillas. Me veo en un túnel abandonado, quizá una mazmorra, un acueducto, tal vez una vía férrea. En el sueño cuelgo desnuda de unas gruesas cadenas con grilletes, a unos veinte metros de la arcada. El frío y la humedad se me adhieren al cuerpo como una media, y mis pies desnudos alcanzan a rozar lo que parece un durmiente de madera grasienta. Un hombre oscuro surge a través de la oscuridad cubierto con una capa negra. ¿Vampiro o sacerdote? Absurdamente, eructa, y los efluvios choricíacos de su almuerzo —o cena— me alcanzan a la distancia. Inconfundible: chorizo de jabalí, para eso hay que tener buen olfato. Sé que va a violarme o a hincarme el diente. Tal vez las dos cosas, así que temo por mi útero de mujercita recién nacida. Al menos me ha dejado los pies libres para darle un buen patadón. El vampiro-sacerdote avanza lentamente hacia mí como en esas pelis en que la doncella es secuestrada por el vampiro. La culpa es de mi madre, que ya desde pequeños nos permitía cagarnos de miedo con esas cintas antiguas. O reírnos entre dientes para disiparlo. Despierto arrebatada por el aroma arrollador del chorizo de jabalí en rebanadas. Cuando se esmera, la abuela Pocha sabe cómo sacarme de una pesadilla. 

  Lo comí sin ganas, la verdad. Luego me entraron náuseas y lo eché todo por el váter.

  Había aprendido a vomitar sin intención. Esa pesadilla estuvo rondándome durante semanas, pero no se la conté a nadie. Se hubieran reído de mí, una pesadilla no es más que una pesadilla. Aunque sea violatoria.

 —¿Y a cuántos te follaste, si se puede saber?

  Año 86, en esa época se competía mucho por la cantidad de chicos, de penetraciones, de orgasmos. Era humillante, sobre todo porque a mí me gustaba Estíbaliz. Estaba enamorada de ella, pero nunca se lo dije. Sus sarcasmos — a menudo inocentes y otras no tanto — solían herirme. Éramos las típicas vecinitas que van a la misma escuela y una va a la casa de la otra cuando no hay tarea, o la tarea se terminó.

  Años atrás jugábamos a los paramédicos siempre bajo la mesa de la cocina, mientras su madre secaba los platos. Ella era la paciente y yo el doctor. Estíbaliz se ponía boca abajo en el suelo y empezaba a retorcerse a causa de un dolor imaginario. “Cielo, hay que inyectar”, le decía yo toda recia. Echaba mano del kit infantil y fingía llenar concienzudamente una jeringa, ella se bajaba el pantalón, las bragas, y me entregaba la redondez de su culo brillante y con aroma a galletas. Tan efectiva como un interruptor de luz que prende una bombilla, esa fragancia a culo sucio nunca me falló, si no que me llevó a investigar sobre el pico de avecilla misteriosa que me había descubierto entre las piernas cuando iba a hacer pis, y que ella conseguía inflamar hasta ponerlo tieso. Mi investigación, surgida de esos jugueteos de los que ninguna de las dos habló jamás la una con la otra (porque si lo hubiéramos hecho habríamos tenido que ponerle un nombre a un descubrimiento que no nos apetecía limitar), me llevó a constatar que el pico no era una deformidad mía, sino un clítoris. “Dame fuerte”, imploraba la muy zorra de Estíbaliz, a los nueve años. Quería palmadas, y a mí eso me ponía a cien, me provocaba culpa y euforia. “Doctora, me duele acá”. Y así supe que detrás de toda perversidad yace una inocencia aplastante, dueña y señora de la imaginación. Me cogía la mano y la deslizaba con urgencia por debajo de su jersey, haciendo que la masajeara y le rodeara los pezones, permitiendo que yo le hundiera el dedo en el ombligo y me rindiera a la curiosidad de comprobar que ese pico de avecilla no era sólo cosa mía, sino más que seguro de todas. Durante semanas Estíbaliz ahogó gemidos tapándose la boca bajo esa mesa, gemidos que terminaban en risas y risotadas que su madre nos mandaba a callar. Yo me secaba contra la falda la mano empapada, envuelta en una especie de atolondramiento en rivalidad a los espasmos discontinuos que conseguía al apretar las piernas. A esa edad Estíbaliz ya se empapaba; yo todavía no.

  Llegadas a la adolescencia adherimos a la filosofía punk de postín, con los borcegos desatados, las medias de rejilla rotas y toda la parafernalia. Yo iba a la zaga, por supuesto, como si fuera su chaperona, una convidada de piedra, la amiga huraña con cresta. Ella ligaba con chicos, yo me desentendía. Mejor dicho: ellos se desentendían. Incluso no estoy muy segura de que me vieran. Estíbaliz andaba por las calles, los parques, las escaleras mecánicas, los hospitales y el instituto con dejadez, como una reina aburrida, dentro de un cuerpo silencioso conectado a un cable que le suministraba la impostura monumental del sonido y la información. Yo quería ser como ella, una preciosa esfinge viajando en el autobús con semblante de póster: mírame-y-no-me-toques, soy un sueño. Con su falda a cuadros, guantes de motorista, la cresta naranja. La chula del cartel. La Gran Masturbadora. Sin embargo, todo el mundo sabía que el novio la había violado en un descansillo del metro de San Bas, mientras los yonquis que rondan por la ahí pidiendo y sin defenderse ni a sí mismos, lo observaban todo con las pupilas fosforescentes del tamaño de un alfiler. Ella lo justificó diciendo que no había sido una violación.

  — Él sólo me forzó, Fabi.

  — No: él te violó.

  — No… él quería hacerlo, y como yo le daba largas no se aguantó. Después me pidió perdón.

  — Pero te violó.

  — ¿Y tú qué sabes? ¡No estabas ahí!

  — Apareciste por el insti con un ojo machacado y las piernas llenas de morados y arañazos… ¡Si eso no es una violación!

  — A ver si te metes esto en la cabeza, maja, si les das largas ellos no se aguantan, ¿me explico? Son hombres. Y él mola.

  Se burlaba de mí porque ella había empezado a sangrar a los trece. Y también por mis grandes tetas. Yo a duras penas lograba disimular mi inexperiencia. Era ancha y morena, con una mirada de fondo marino que hacía calentar a los chavales cuando nadie les veía, pero a mí no me calentaba ninguno, negando mi femineidad hasta el punto en que llegué a raparme la cabeza. Pasaba de ellos como si no me importaran, los pobres eran incapaces de hacer coincidir un tornillo en el agujero. Llegué a conjeturarlo: “¿Está bien? ¿Es aquí? ¿No te la estaré metiendo en la brocheta? ¡Porque me corto los huevos!”. Torpes, malhablados y de brazos como orangutanes, me importaban tan poco que con el tiempo me eché fama de arisca.

  Ese tropel de idiotas nunca tendría mi flor.

  Un hombre sí. Tenía que salir a buscarlo.

  Me echó una mano mi primo Jonás, y no porque fuera menos chaval que los orangutanes del instituto, sino porque él vagaba entre antros y garitos y ahí se conoce gente. Eficacia. En sus comienzos tenía una banda de flamenquillo. Tocaban en un garito en el que siempre les dejaban debiendo la paga, pero al final regresaban. No podía esperarse que fueran más allá de eso. Quiero decir que nadie lo esperaba. Ni ellos, ni yo. Sus colaboradores entraban y salían de la banda con la misma ligereza con que entraban y salían las mujeres, las drogas y las guitarras de segunda mano que se ganaba en las apuestas. Si pudieron llegar un poco más lejos fue porque un productor le escuchó cantar una bulería a dos guitarras y un cajón en Malasaña. Notó que el muchacho arrastraba un cante aginebrado pero luminoso, y que al cantar el aire se llenaba de algo rotundo, algo que él traía y que todos querían, pero que nadie o muy pocos podían tener. Su voz se le quedó pegada inmediatamente. Entonces tuvo un pálpito y le dejó su tarjeta.

  — ¿Y vosotras qué queréis, cantar?

  — No, no, yo no… la que canta es ella — se atajó Estíbaliz, que iba conmigo. Hubo un inocente coqueteo con el dueño del bar que no pasó de unas simples miradas.

  — ¿Fabiola? ¿Tú cantas, prima?

  — ¡Y yo qué sé! (cualquier cosa con tal de no seguir poniendo copas en lo de Sancho los sábados y domingos) Lo mío es más el pop...   

  — Pues la próxima le mangas un vino y te vienes conmigo a un bar donde lo flipas.

  Llevaba cuatro años sin ver a Jonás y fue como si nos hubiéramos visto el día anterior. Nunca dejamos de seguirnos a la distancia. Tristán tampoco, y a menudo me traía noticias de él: “Parece que vivió con su padre un tiempo y no le fue bien; ahora no sé dónde vive, y no ha vuelto al pueblo, no volverá”. 

  Al final nos llevó a un reducto sotanil. Impactaban las ternezas de los parroquianos, unos tarugos de cuidado.

  —Vaya macizas.

  —Buena falta nos hacía un buen par de niñas por aquí.

  —¿Quieres una copa, bonita? ¡El boquerón!

  —Pá’ tós los gustos… una rolliza, una muñeca y un quinqui.

 Y el más corpulento:

  —Venid, qué hay…

  Jonás no lo dejó terminar. Se le echó encima, y el grandulón —como era previsible— lo arrojó contra unas mesas de plástico, echándonos a todos a empujones. Estíbaliz se tomó su venganza derribando a patadas unas sillas de plástico antes de salir a la escapada.

  Llegamos riendo hasta la calle del Divino Pastor, donde Jonás nos aseguró bajo pie juntillas, y a punto de firmarlo, que el lugar valía la pena. Se llamaba La mona fundida, y aunque ya no existe, fue el primer y último garito donde me dejaron cantar.

  Lloviznaba.

  Por esos tiempos Madrid estaba llena de gente rara, pero todo lo que encontré al llegar fueron garitos clausurados, bohemios con cara de querer irse a dormir, y una ciudad con el aspecto de estar desmontando un escenario. Al amanecer el aire olía a pan caliente, a maría y a cemento remojado. Había una cierta raritud en el ambiente, era una raritud flotante, escuálida, la impronta difusa de lo que ya empezaba a ser historia. Su propia parodia, aún viva en la noche de ciudad, en sus garitos, y en los ecos vivientes que se disolvían en el aire, con el olor que se levanta del asfalto al amanecer. Un lugar del mundo en el que el aire se había vuelto agrio y las agujas del reloj sólo marchaban entre las diez y las seis. La posada favorita de los búhos.

  La Mona Fundida no tenía chapa y abría hasta las tantas. No estaba mal a pesar de la suciedad. Era un sitio acogedor. Diminuto, pero con tablado. No había mucho más, además de la barra, una camarera belga que chapurreaba inglés, el dueño del bar —un tal Chus—, y unos cuantos parroquianos con pinta de estar allí como si afuera estuviera cayendo la de dios. Gente que se deslizaba por la noche con aire empapado, aunque anduvieran secos. El único sitio en el que conseguimos cigarros a las cuatro de la mañana sin que nadie nos preguntara la edad. Jonás me presentó al dueño, y una vez dentro pedimos unas copas. Mucho niño pijo hasta arriba de perico, alguna cresta, algún progre del extrarradio. En algún momento un tipo me oyó pedir un cenicero, y dijo que debía tener buena voz para el blues. “La llorosa". Moreno sudamericano que me miró como si yo fuera un cuaderno en blanco y él una estilográfica. Y añadió que llorosa era un pajarito de su tierra.  

  Entonces Estíbaliz se echó a reír y me desafió a cantar. Se sumó Chus, a quien le gustaron mis ojos. Y mis tetas. Me dijo que si quería podía usar el tablado, que me sintiera como en casa. Estaban aburridos y pretendían divertirse a costa de alguien, aunque por esas cosas del vino, y por la confianza que me daba mi primo, accedí. Me quedé ahí arriba, pasmada con el micrófono en la mano, oyendo cómo Estíbaliz se retorcía de la risa en sordina:

  “A las cinco se cierra la barra del 33, pero Mario no sale hasta las seis…”

  Cruz de navajas, a capela. No les hizo gracia, pero era la única que me salió en ese momento. Y no porque cantara a capela, sino por la canción: los cuernos de una tía harta del marido. “Y María se moja las canas en el café, Magdalenas del sexo convexo, luego al trabajo en un gran almacén”. Y ¡paff!, una copa se hace añicos detrás de la barra en manos de Chus. Seguí cantando como si no hubiera oído nada: “Mario vuelve a las cinco menos diez, por su calle vacía, a lo figura lejos, solo se ve a unos novios comiéndose a besos…”

  — ¡Menuda furcia! — rugió el sudamericano de la llorosa.

  — ¡Qué canción más pija! — intervino el de la cresta.

  — Conozco esa canción y el tío termina muerto al volver del curro, la furcia y el amante lo matan.

  Mientras tanto, Jonás me hacía aspavientos para que siguiera.

  La terminé como pude con mi vocecilla boba (así era mi voz antes de que se convirtiera en resonante) y auxiliada por Britt, una drag yanqui de Florida, que en un un rapto de piedad —o de cachondeo—, agarró un pequeño sintetizador con el que sólo se sabía cuatro acordes. El caso es que a Chus le gusté y me contrató bajo la condición de que cantara alguna cosilla como para entretener a la peña, siempre y cuando no fuera de Mecano. Ruido blanco, básicamente. Sin contrato, desde luego, por ser menor de edad. Britt abría el espectáculo con su fulgurante presencia drag-queen de metro noventa. Al principio cantaba toda escondida detrás del mic. Crispada. Mis melodías de ronda infantil no eran más que un pretexto para encestar versos de otra gente, deslizando alguno de los míos sin que nadie fuera capaz de notar la diferencia. El resultado era muy defectuoso, pero yo lo hacía convencida, aniquilando los principios elementales del canto con la inocencia del coraje y una torpeza anárquica que les llamaba la atención. Inclusive llegué a fabricarme un instrumento musical con una lata y tres cuerdas de bajo acústico al que llamé latofón. Años después Luján me contó que los indios tobas del norte argentino tienen un instrumento similar, el N'vique. No sé cómo sonará el de ellos, pero el mío sonaban fatal. Sin embargo, por algún milagro de la acústica o del mal gusto, a la gente le gustaba. Especialmente cuando me oían cantar en bubalab, un idioma de mi propia invención. Los sábados por la noche el garito se llenaba. Nunca entendí por qué.

—Tienes que sacarte esa cosa de ahí abajo — me dijo una noche Britt, revisando su vestuario—. Hay que quitarle el hueso a ese melocotón —. Se dio vuelta: — ¿Me entiendes, no?

  Ramalazo de dolor por el que ya no pude mantenerme en pie. La sangre tiñó mi pantalón blanco recién estrenado. Cuando se reía, le temblaba la papada.

— Soy Britt, el Leviatán, yo engendro dragones, me los como y luego los vuelvo a vomitar, renovados y refulgentes. Soy todo lo que quieras que sea, y lo que no también, así que aprovecha porque mira que llevo unos tampones en el bolso.

   Mis dieciséis años. 

 

 

 

 

FABIOLA 2

  Y yo quería el amor aprobado, escondiéndome dentro de una coraza fiera para disimilar al gatito pisoteado. Eso sí: quería que fuera práctico. Nos conocimos ahí mismo, mientras yo intentaba dar un show. De lejos me pareció un arrogante, pero en cuanto se me acercó y empezamos a hablar quedamos como imantados el uno al otro. Me atrapó con su pinta de mestizo y sus ojos de un color incierto, tenebrosos, todo muy bien disimulado bajo el fulgor altanero de un tilingo que ha sabido levantar cabeza tras una década en Europa, donde su aspecto ligeramente aindiado se confundía con lo exótico. Que hablara el idioma materno hizo que me rindiera más fácil. “Treinta pirulos, soy muy viejo para vos”. La forma en que me lo dijo me despertó una fascinación atemorizante. Justo lo que yo andaba buscando, en lugar de un crío asustadizo tratando de adivinar cómo dar en la diana. A los diez minutos dejé de oír lo que me decía. “Es éste”, pensé. “Se hace el distraído, es éste. Va a permitir que me abra, me llevará hasta el borde en forma natural, como si pelara una fruta”. Me encantó su boca. Su desfachatez. Todas esas cosas que le gustan a una cuando tiene dieciséis y quiere deshacerse de un problema, y sabe que se ha quedado atorada en el relato porque el deseo nubla los significados. Además, no quería saber absolutamente nada sobre él, más allá de lo que hubiera debajo del aroma arrolladoramente varonil del cuello de su camisa. Un arete de oro, muy pequeño, en la oreja derecha. “Vamos a dar una vuelta y te muestro un lugar que te va a gustar”. Caminar sin sentir las piernas, haberlas olvidado por efecto de eso que te lleva. Estar orgullosa de poder exhibirlo como si ya fuera mío. Mi primer pequeño orgullo de mujer. Madrid en setiembre, tres de la mañana. Saborear las miradas envidiosas de mujeres que podían ser mi madre, al verme pasar con un hombre que ellas hubieran querido tener. “Mirá, yo vivo allá”. ¿Dónde? “Allá, en el edificio azul”. Señaló hacia el segundo o tercer piso de cualquier edificio, y a mí me dio igual. Por supuesto, seguimos de largo. Se detuvo para encender un cigarro, chupó y me lo pasó sin mirarme.

  Mauro, un argentino de Santa Fe. Nunca fuimos al lugar que me prometió. De alguna manera terminamos en la escalinata de la calle Princesa, con el aliento abrasado por el futuro. Su aliento. No hubo besos. Me abrió el vestido y silenciosamente fue lamiendo mi vientre. Un pájaro nocturno pasó como una ráfaga justo en el instante en que él me hizo alcanzar lo que había estado buscando toda la noche. Después nos fuimos caminando, mi cadera contra la suya a través de calles y glorietas, como una sonámbula, hasta olvidar el paisaje, si es que en algún momento lo vi, creyendo que viajaba en un vehículo de propulsión a chorro que desvanecía los detalles.

  El edificio, las escaleras. Tampoco hubo preámbulos. Él era meticuloso, y por supuesto que no le importó lo más mínimo que yo fuera menor. Jamás me trató como si lo fuera, yo no se lo hubiera permitido, y en ese asalto sin dolor, en esa pulseada desastrosa entre mi inexperiencia desbocada y su pericia canalla, todo quedó vaciado, olvidado, y al mismo tiempo me propagó, me hizo ubicua. Había perdido mi virginidad como una pequeña puta salvajemente sabia. Desde la horizontal a la vertical con las rodillas machacadas por su alfombra, dejé de ser la adolescente, la hija de una ladre loca, la mocosa que se rapó para renegar de su género. Sólo era un cuerpo de muchacha sudando bajo la seda fría de un vestido con un botón perdido en la escalera.

  Nada más verlo se notaba que no creía en la filosofía del trabajo. Lo suyo era la vagancia llevada con discreción, donde el vago aparece en horarios laborables como si viniera de hacer algo importantísimo, pero nunca te dice qué. Vivía como un exiliado feliz en un piso caro con calefacción hasta por los suelos, como un turista perpetuo y orgulloso practicante del dolchefarniente. Me aferré encarnizadamente al desinterés por saber quién era o lo que hacía, porque de haberlo sabido habría dejado de interesarme. Desde el principio hubo un tácito acuerdo de silencio sin el cual no hubiera sido posible el deseo ni la negación de todos los personajes grises que hacían carreras de relevo por mis venas, y me ratificaban el aciago poder de mímesis que tiene la herencia. Salté la cerca por impulso como una novilla salvaje, buscando el campo pelado. Yo no era de las que se iban a tientas: si tenía hambre, comía.

  Los pibes como él no se iban de Buenos Aires por las buenas. Así que siguió soñando con pirarse del barrio patoteril con un arreglo en alguna covacha nocturna del delito. Hasta que un día la pegó. “Me enganchó la yuta por secundar a mi hermano afanando garrafas de un depósito, y ahí levanté una diferencia”. El hermano terminó en la cárcel pero él no, porque no tenía antecedentes: “Me di cuenta de que tenía que rajar o estaba frito”. En ese rincón pampeano que él evocaba borroso y casi fuera de foco, cualquier ambición se le habría vuelto anémica. Pero ahora caminaba despacio dentro del paraíso como si todo aquello le hubiera pasado a otro. Después de aterrizar en Barajas trabajó arduamente en la reinvención del pibe suburbano que llegó con cuatro bártulos en una mochila de alguien que vuelve de la mili, y la plata justa como para vivir diez días. Sin embargo de vez en cuando se le traslucía algún vestigio del alma tehuelche. Lo único que hacía era quedarse callado y bajar los ojos. Otras, apostaba por una fiesta. Una fiesta del estado de ánimo en la que retozamos durante algunos meses, hasta que se nos acabó. Y fue ahí que entendí que al menos para mí, no puede haber cosa más horrenda que te digan “te amo” mientras estás follando. Te corta el orgasmo. En cuanto a las flores, deben quedar en el campo.  

  Escuché un golpe fuerte que me hizo saltar de la cama. Era mediodía, y lo que me llegó inmediatamente —además del terror— fue un potente olor a nícalos salteados con huevo. Ya en el vano de la puerta, y envuelta en su toalla, fui interceptada por un policía enorme: “¿Qué hace aquí esta chavala? ¡Llamad a Pili!”. El piso estaba lleno de policías. Uno mantuvo a Mauro con la mejilla aplastada contra la pared, mientras él no me quitaba los ojos de encima: “Perdoname, piba”. A unos metros, y en la cocina, uno con casco y un arma colgada de un hombro se estaba dando el late con el salteado. Acababan de jodernos el almuerzo.

  Apareció Pili:

 — Tú eres menor. Dime si este sudaca te violó porque lo hago pudrir en la cárcel.

   No me violó.

 — Entonces dime si te secuestró. ¿Sabes que secuestrar a una menor es un delito grave?

 — No me secuestró.

 — Igual se va a pudrir en la cárcel el sinvergüenza, a ver si aprende.

  Fue un allanamiento de rutina. Además de ser acusado por narcotráfico, el caso fue caratulado como secuestro. Sólo estaba en su casa porque quería. Es decir, por el sexo. El primer placer verdadero de mi vida. 

  Maderos de mierda.

 

 

 

 

LUJÁN 1

  Si no hubiera sido por culpa de ese culatazo que le dieron en el pecho, por ahí el Canica estaría vivo, porque yo lo de la enfermedad congénita nunca me lo tragué, y mamá tampoco. Ese día me arrastró con él, así que me subí a la moto y nos fuimos directos hasta el centro con la intención de llegar a la Municipalidad, pero nos agarró la maroma en Luro y San Juan, donde una carga policial detuvo a la gente de los barrios, y se armó la gran maroma, e igual Canica no se achicó y empezó a pasearse con la moto entre la gente a los bocinazos; agarrate bien, petisa, que se viene la biaba, entonces se subió a la vereda para pegar la vuelta a la esquina y retomar por la calle paralela con el fin de llegar más rápido a la Muni —error de cálculo—, porque al girar le cayeron dos balas de goma, una en el brazo y otra en la pierna y ahí es cuando el Canica pierde el equilibrio, nos caemos de la moto que derrapa unos metros, él amaga con tirársele encima a un cana y le encajan el culatazo, yo con la pantorrilla ardiendo y un hilito de sangre bajando despacio, esas balas te dejan unos buracos que te queman, el gas se te pega a las mucosas y te asfixia, te ciega, pero aún entre la niebla ves cómo se llevan a tu hermano dentro de un camión policial. Habría corrido atrás de él si una mujer mayor, casi una abuela, de aspecto fino y una mirada que me impactó por su dulzura, no me hubiera empujado hacia la entrada de un edificio para envolverme la pierna con el pañuelo de seda que se arrancó del cuello. ¡Canicaaaaa! Mamá siempre temió por él, que era terco y se sumó a la pueblada cuando los piqueteros tomaron la ruta 88 en el 97 después de que a ella la echaran del frigorífico junto con otros trescientos operarios; ¿y estos qué quieren?, preguntaba la gente, ¿y ahora qué piden?, Canica volvía a casa a la madrugada con la cara renegrida por el hollín de las gomas quemadas, jamás olvidaré ese olor. El gobierno había ordenado reprimir el hambre. No hubo piedad, así que reventó. Me acuerdo de las cajeras de un supermercado sentadas en el cordón de la vereda, llorando. ¡No vayas con él porque te quiero viva!, gritó mamá. ¡Las veces en que les habré echado veneno a las hormigas del jardincito de atrás, carajo!, nunca pensé que alguna vez llegaría a pasarnos a nosotros, que fueran a envenenarnos así después de que nos hubiéramos levantado, porque ese día la ciudad entera se levantó, jóvenes, viejos, laburantes, ahorristas y se hizo mundial la revolución de la olla vacía tronando como una batucada iracunda, tenaz, pero desesperada, y también cayó entre explosiones, gritos, culatazos, bocinas a fondo, sirenas y camiones blindados. Ese alias, la Feliz, se volvió un chiste malo, más bien un insulto. Entonces me enteré de lo que sienten las hormigas al salir despavoridas de sus nidos. Alguna vez fui policía de hormigas, de criaturas que sólo bregan por meter un cachito de hoja en un agujero abierto en la tierra, o entre los escombros que dejamos los humanos. Canica se hubiera jugado por el barrio a cualquier precio, lo quería, y además nunca salió de ahí, era el típico pibe al que todos conocen y saludan de esquina a esquina, un pibe sencillo que le hacía gauchadas a todo el mundo, era la lealtad en estado puro, en cambio yo… y siempre le alcanzó esa geografía —a mí no—, nunca sintió la valla y el candado o la puerta cerrada con llave de la precariedad, el barrio era su pedazo chiquito de la Argentina, y jamás se le hubiera ocurrido borrarse del mapa de la mujer tetuda vista de perfil con un bracito levantado y la patita de bailarina con la punta del pie en el sur del sur. A mí sí. Pero de habérselo dicho tal vez me habría despreciado y quién sabe si me hubiera vuelto a hablar. Para él en cada esquina había una feria, yo nunca encontré ninguna. Habíamos crecido sin percibir la existencia de algo más allá de un cerco alrededor del patio, de una frontera que no superara los 150 metros del terreno, de una cadena que llegara justo justo hasta la última avenida donde termina la Feliz. Mis compas son todos hijos de la guerra, me decía, mis compas son todos hijos del caos y crecieron entre el kilombo de las bombas; así que mis compas, en la resignación, se me mueren. Yo era más pesimista, más oscura, a mí su lucha me producía un dolor infranqueable. Veía cómo iban subiendo y cayendo gobiernos, las palabras cambiaban de sentido, la historia se reescribía cada diez años, pero la tierra seguía siendo de otros, y en nuestra desesperada ilusión de creerla propia, algunos les ponían a sus hijos el nombre de un abuelo peronista. Llevaba años yendo y viniendo en bicicleta por el campo y bajo el cielo siempre bien alto, con sol y con lluvia, con viento y sin viento, entre la ciudad y el campo, entre el campo y el mar, y aún no conseguía sacarme de la cabeza la idea, muy verde todavía, de que ese páramo se llevaría de mí una tajada mucho más grande de lo que nunca había pensado. Era una sensación inquietante, una forma de sofoco donde la palabra no te sale o no se sabe o se te atora. Pero esa tarde, ahí arrinconada contra la puerta del edificio con la pierna sangrando, la encontré: cerrojo. Ésa era la palabra: cerrojo. La idea me aterrorizó casi más que los gases y la gente que se zamarreaba por un cajón de comida. El cerrojo era la causa de todo, y yo tenía que irme. Cerrojos que yo sólo percibía, y que al final aprendí a nombrar. Esto es algo extraño. Tuve la seguridad de que esos cerrojos habían sido pensados para que los lleváramos puestos detrás de la nuca, en la parte reptil, que es la parte del deseo, hasta ese punto habían llegado... hasta el punto en que el cerrojo no necesita ni siquiera ser visto para ser percibido. Un cerrojo programable. Muy lejos de todas las fronteras, se nos educó de una sola forma, para que muy pronto comenzáramos a olvidar, y para que los que vinieran después de nosotros ni siquiera tuvieran el deseo de aprender. Nuestros barrios eran tierra de nadie, "zonas liberadas", la tierra embarrada de la periferia, orillas que mucha gente del pequeño casco marplatense de cara a la costa no quería ni pisar, porque el conurbano marplatense nunca fue ciudad para ellos, nuestros barrios de arena y piedras jamás les interesó, nuestro doliente genoma mestizo les daba cierto prurito, nosotros éramos esos hijoparias del “malón” que a ellos los hacía dar diente con diente, viviendo al otro lado del cuadrante que definía La Feliz, un casco pequeño para jubilados que iban a pasar la temporada de verano en sus departamentos cerrados durante el húmedo invierno, viento en primavera, frío en otoño, lluvia en verano —a no ser que las condiciones del clima fueran excepcionales—, y algún que otro día perfectamente azul, domingos por la noche sin un alma que la pise. Pero ese 19 de diciembre estallaron todas las clases, aunque la intención de frenar la marcha barrial en Luro y San Juan tuviera como objetivo —más que seguro— reprimir al sector más castigado de la ciudad para que no se viera, temiendo además que prendiéramos fuego la presuntamente primorosa villa turística imaginada por Alvear. Y como digo, ese mismo día, gasificada, transpirada, polvorienta y consternada por el arresto, o lo que fuera, del Canica, empecé a elucubrar mi exilio. Yo sabía lo que dirían: ahí va la traidora vende patria que no se quedó a yugarla. La cobarde. Pero me dio igual. La última postal de Mar del Plata que recuerdo no es un mar verde jade, si no la insurrección del pueblo entero incendiándose de rabia. Era el lugar ideal para perderse cuando te entran ganas de que el mundo se olvide de vos, y yo nunca quise eso.

  Así que me fui.

 

 

 

 

 

  FABIOLA 1 

  El montículo de hojarasca que estaba junto al tronco derribado comenzaba a desaparecer, pero seguía siendo un buen sitio para ir a fumar. Por la mañana, muy temprano, había un raro resplandor en el aire que lo volvía todo brutalmente verde. Jonás tenía su nido allí, entre las encinas que bordean el río, en lo profundo de la hondonada, donde la naturaleza te entra por los poros sin pedir permiso. En invierno el agua se evaporaba en las charcas, y las raíces de los árboles emergían del agua estancada con los matorrales, atrapando los detritos que los turistas se dejaban en el verano.

  En invierno, Manzanares el Real se convertía en un pueblo espectral.

  A Jonás no le resultó nada fácil acostumbrarse al clima de montaña. Para un chaval por cuyas venas corría sangre caliente y salitre, ese pueblo con un castillo imponente y un río exiguo, que más que río parece un afluente contaminado de algún río de verdad, no ayudó en absoluto. Tampoco ayudó que en la escuela le corrigieran constantemente su deje andaluz, con lo cual tuvo que aprenderse por la fuerza la pronunciación castellana. Su padrastro, un hombre insignificante que trabajaba en una planta química, hizo sobradas aportaciones: “Cada vez que habres mal, te daré un bofetón”, se le burlaba. Y cumplió. Su única estrategia en materia de educación fluctuaba entre el golpe y la indiferencia. Visto lo visto, Jonás comprendió que si las caricias escasean es mejor aullar para que te oigan, y por lo menos así te darán un bofetón. Eso, mejor que nada.

  Cuando se habituó a la hostilidad del día a día y aprendió a esquivar los cachetazos, empezó a dejar el instituto y se decantó por la escuela de las calles y los bosques, a cubierto donde podía siempre que hubiera borrasca, y al raso en las mañanas radiantes. Sus escapadas consistían en subir hasta la Peña Sacra y plantarse detrás de la Ermita, donde a primera vista la abrumadora aparición de la Pedriza quitaba la respiración. Sin embargo, a él no. Era uno de los pocos lugares donde se podía estar a gusto los días laborables, porque no había turistas.

  Con el tiempo logró hacerse de una pequeña pandilla que subía a hacer de las suyas después del instituto. Niños vecinos de otros pueblos y amigos de la ciudad. Goyo, por ejemplo, era un madrileño de familia granadina con todo el dinero, que no le importaba recoger a Lucas en coche e ir a Manzanares con su guitarra; Yâzid era de allí mismo, Rafa subía desde El Boalo en bicicleta. Tardes de noviembre celebrando romerías, entre huesos que parecían piedras y piedras que parecían huesos, mientras algún joven catedrático del verbo escrito en aerosol, añadía algún monólogo exterior al granito, inspirado en el celibato forzoso de sus quince años. Ahí se atrevió a reforzar su cante usando por cajón una gaveta de cocina, palmas ajenas y cuatro o cinco chavales como único público. Ahuyentando a la muerte con su voz ya rota de antemano, que así fue siempre su voz. Dando de lleno en la cuerda sensible, algo que en semejantes circunstancias hubo quien dio por confundir con el miedo.

  En vez de apuntarse las letras de sus canciones, las perdía en los fondos del abrigo, y a propósito, calculando los detalles para mejorarlas: “¿Ya has oído ésta?”, y había que oírla. Quería que sonara sencilla, pero pura. Que resplandeciera, pero sin luz. Quería un estribillo que no se cargara una canción, y una rumba para que supieran que él estaba ahí, con la camiseta manchada de helado y una sonrisita dulcemente cínica en el ángulo privilegiado del retrato. En la zona honorífica.

  La noche en que se le ocurrió quemar la casa, yo estaba pasando unos días en el pueblo. Al llegar me llevó a conocer su nido junto al tronco derribado, cerca de las encinas bajas: “Me gustan los árboles con estatura de hombre… ¿para qué quieres uno al que no le puedes tocar las hojas? Yo soy andaluz”. Cuando volvimos, tía Antonia estaba revolviendo su armario y había ropa desparramada por todas partes. Ni él lo hubiera hecho tan bien. El aire pesa. Le sacude una camisa por la cara:

— ¡Cabrón! —. En la otra sostiene un sobre de plástico con hachís.

Jonás se la quita delicadamente, y se pone a tocar las palmas a su alrededor marcando un fandango imaginario, hasta que el sobre se le revienta.

— Mira, éstas no son cosas para niñas, esto…

  La bofetada lo alcanza antes de que pueda terminar la frase. Le caen encima una lluvia de sopapos, sobre la cabeza, la cara, los hombros. El vientre. Extrañamente, los golpes de su madre se parecen a los manotazos que diera alguien a punto de ahogarse, y no a bofetadas certeras, tanto que en ellos creo notar una forma de piedad. Jonás los encaja protegiéndose con los brazos como un pugilista. Se deja golpear sin emitir ni una queja, sin decir ni una palabra. Me interpongo entre ellos recibiendo un ligero arañazo en la mejilla, nada de importancia. Los gritos de Antonia me apuran también a mí, ordenando a grito pelado que me largue.

  Intento centrarme para entender qué diablos he hecho yo.

  Jonás lo resuelve por ambos mientras Antonia no para de chillar, y su marido hace las veces de coro desde el garaje, intentando arrancar su camioneta con un eco iracundo que no cesará hasta que ella pare. Y nada, nos vamos. Acá lo que importa no es el hachís, si no la impotencia que le produce saber que nunca podrá con un crío tan parecido a su padre. Y con lo que diga la gente, por supuesto. Para una oveja descarriada como ella, que en su juventud desafió a toda la familia para irse con un gitano y concebir un crío al que nunca acabará de entender, el hecho de conservar el buen nombre y no perder a un tipo sin matices pero bien situado por culpa de Jonás, es una cuestión vital. Arroja su mochila en medio del salón y le ordena que se vaya “para siempre”. Pero no lo dice en serio, su única intención es darle un escarmiento.

 Sin embargo, Jonás sí que se lo toma en serio. Voltea el catre donde duerme, le quita el tapón a una pata, mete los dedos en el hueco de acero y saca un sobre pequeño, todo a ojos de su madre y sin que le importe lo que piense, total, esa mercancía de emergencia es la mancha del tigre ratificatoria de la manera en que ella acaba de perderlo. Agarra su mochila, su guitarra y me hace la seña de salir. En cierta forma, la performance de su madre le sirve de alivio, pues lo destierran al hogar que mejor conoce: la calle. A ésa la maneja mejor que a su madre.

  Tía Antonia nos persigue hasta afuera:

— Deja esa guitarra aquí que ya vuelves a por ella después… ¿qué harás por ahí sin un duro? — Y ya viendo que lo pierde: — ¡Aunque no lo creas, esos golpes me dolieron más a mí que a ti!

  Él sale al aire sin mirarla:

—Te confundes, madre, a mí no me dolieron.

  Deambulamos por el pueblo en silencio, bordeando el castillo hasta llegar a la carretera, justo frente al embalse de Santillana. Se trepa a la muralla a liarse un cigarro, vencido por el peso de la mochila y la conciencia de lo que le espera.

— ¡Hay que ser gilipollas! Que la encontrara fue un descuido mío...

  Ya estaba listo para este momento desde hace años. Me mira con su cara de angelote desencajado, con todo el sol de octubre dándole de lleno en los largos rizos castaños. Sonriendo de lado, como sonríen los reos, los tímidos y los bribones:

— Tendré una banda. Trataré de tapar los arañazos, los de afuera. Me pondré unas gafas, me pintaré una herida en la cara, me teñiré el pelo de verde, me abriré las venas con el filo de una estrella negra y me coseré una enorme M en el culo para que todos me lo admiren.

  Lo que tiene a su favor, de momento, es que Antonia olvidó pedirle las llaves. Necesita el dinero. Según sus cálculos va a precisar unas cien mil pelas para largarse de veras. Antes habrá que encontrar la manera de entrar en la casa sin que los viejos lo noten. Hacemos tiempo por los alrededores del castillo para ver la luna roja que se levantó, y bien entrada la noche, mientras duermen, regresamos a la casa, nos metemos por el garaje y bajamos al sótano, que es donde su padrastro esconde la pasta: justo adentro de una lavadora averiada. Cuenta el dinero a toda prisa, viendo que no es suficiente. ¡Sólo setenta mil! Tendrá que arreglárselas con eso. Buscarse la vida cantando, que es lo único que sabe hacer. De ser mayor se vendería a las tías, pero a los diecisiete no tienes mucha experiencia en ese tipo de faenas. Su indignación comienza a ser tan grande que da vueltas por el sótano como un zorro que no sabe cómo salir del gallinero, y eso va en camino de convertirse en algo peligroso.

  Antes de pasar por su casa nos hemos cuidado de comprar la coca cola y un vino barato para ponernos hasta arriba de lo que él llama jocosamente jugo de reines. Calimocho. Y aunque su plan consista en largarse lo antes posible, comenzamos a beber. Mientras tanto, dice, va a quemar la casa. Vaciar las garrafas de gasolina que hay en el sótano y cargársela, seguro que los viejos duermen como troncos. Será una operación sencilla: una vez esparcida la gasolina, hay que salir por el tragaluz, tirar una cerilla encendida dentro del sótano, cerrar y salir.

  Mirada de pájaro alucinado:

  — Tú te vienes conmigo, ¿no?

  A estas alturas ya estoy como una cuba, así que le digo como si tal cosa que cuente con ello.

  El calimocho me da vueltas en la cabeza, tanto que llego a confundir con un leopardo gigante de juguete una bicicleta plegable cubierta con un abrigo de piel que mi tía desterró al garaje. El asunto me hace gracia, pero no veo ninguna garrafa de gasolina. Él sí. Levanta una bien llena de un líquido rojizo. La abre, y parece que huele bien porque sonríe. Efectivamente, huele a keroseno. Hay como diez. Las trae su padrastro de la planta química, ese viejo se ha cavado su propia tumba sin saberlo. Jonás las va poniendo en hilera delante de mí con toda calma.

— ¿Has visto el mechero? —. Se revisa los bolsillos del pantalón, pero no encuentra nada.

   Manoteo el bolso en forma maquinal, borracha, mareada, y tampoco hay mechero. De repente mis yemas dan con la superficie lisa de un boli.

  Tengo una idea disruptiva, para esta ocasión. Le hago un gesto para que se acerque y él se deja caer de rodillas frente a mí sobre una bolsa de comida para perros. Le dibujo un círculo de tinta en la frente. Si puedo matar simbólicamente la furia que siente por la Antonia allí dentro, no tendrá que hacerlo de verdad y para siempre. Se ríe. Rasgo la bolsa y arranco un gran pedazo de papel, provocando un derrame de alimento. La verdad, no sé cómo se me ocurre que podamos ponernos a escribir. La borrachera, quizá. O la forma en que me aterra comprobar que está buscando un mechero para meterle fuego a la casa. Es decir, el miedo. Pero vamos a escribir canciones como sea. Tengo papel y un boli, mi imaginación aturdida y su rabia. Es suficiente material. Le obligo a hacerme un sitio a su lado, en la bolsa, que sigue derramando alimento. Sólo necesito convencerlo.

— Escucha, tú y yo podemos cargarnos esta casa y que nos pille la pasma o ponerle letra al fandango ése que intentabas bailarle a la Antonia, y alguna cosa más...

  Jonás juega con la tapa de una garrafa que aprieta celosamente entre las rodillas. El aire apesta a keroseno, y a la vez, él empieza a encenderse con la media sonrisa que le baila por la cara.

— A palo seco.

— A palo seco, primo. Yo tengo las ideas y tú la voz.

  Me sostiene la mirada como si fuera a atrapar una mosca. He conseguido provocarle una atención sostenida, caliginosa, basada en cuestiones que nos afectan. He aquí los monstruos. Mi cuerpo pesado reventaría cualquier bolsa de forraje, estoy convencida de que no soy el Titanic, si no el iceberg que le laceró la quilla por el costado. Así me siento. Así me he sentido toda la vida. Y a veces, cuando me encierro en el baño pulcro de la casa de mi madre a vomitar el sobrante, yo quisiera que alguien me hiciera justicia en una canción. Yo quisiera que él se hiciera justicia a sí mismo y a todos los chavales que esconden cocaína en el tubo hueco de la pata de su cama. A los que crecen en los cajones fracturados de la periferia, y que ni siquiera roban por necesidad, sino más bien porque están saciados, o no; e igual que nosotros, y en un forzoso equilibrio de profundidades y superficies, sólo buscan divertirse, disolverse en el placer. Olvidar la amenaza de un futuro incierto y la evidencia de un presente sonámbulo. ¡Ah!, y a las chavalas que intentan disimular los cráteres de sus piernas debajo de unas medias de rejilla que nunca llegan a durar, porque los brutos se las rompen con prisa, por no ser guapas. Ellas serían capaces de cortarle la cara a quien se atreviera a mostrarles compasión. A todos los críos raros, pardos, residuales, de hombros desencajados, a los que piden cigarros en los andenes y dejan pasar los trenes sin subirse a ninguno, y siempre están ahí, siempre el mismo niño, la misma niña, críos feos hijos de operarios en el paro. Mientras voy enumerando enfados, él les va poniendo forma con su voz, sigilosamente. Y yo escribo. Cierra bien la garrafa y la deja a un costado, ya habrá tiempo para esas cosas. Le hablo de una zapatilla perdida al saltar una valla, y de los padres locos que amenazan con ponerle cadenas en la puerta de la habitación a sus hijas vírgenes. Él me habla de una cabina telefónica aniquilada a cabezazos, y me muestra la cicatriz bajo los rizos. De las rolas que hay dentro de un blíster de pastillas, una por pastilla. Sigo escribiendo. De la madre de Lucas, una canaria fuerte y dulce que trabaja como charcutera en Ciudad Lineal. Me cuenta que esa mujer le enseñó a follar, pero que no podría escribir sobre el amor porque no sabe cómo es. Amar se dice fácil, casi todas las canciones hablan sobre eso, y mal. Así que, impulsivamente, le planto un tachón a la palabra “amor” mientras él empuja la garrafa de keroseno con la punta del pie, más lejos. Nos quedamos muchas horas escribiendo. Las palabras me dan vueltas en la cabeza, surgen y las apunto. Él parpadea y me pide que se las repita. Canturrea, juega con ellas, las transfigura, las traduce en caló. De a ratos me hace detener y se queda como congelado delante de un animal salvaje; luego sigue cantando. Al final me arrebata el papel y apunta unas cosas. Sonríe. Me mira con expresión fructífera. Enarbola la botella de calimocho, y venga otro trago. Amanece.

  Con sus ojos turbulentos me pregunta:

— ¿Te queda alguna otra idea, bejarilí?

— No de momento, tal vez otro día.

   No se me ocurre decirle que en algunos casos la distancia entre un delito y una canción puede ser muy corta, la misma que hay entre dos postes de alumbrado unidos por una fina tela de araña al amanecer. Cosas que a los dieciséis se sospechan, pero no se comprenden. Cosas que yo sospechaba, y él también.

  Salimos por un tragaluz, y ya fuera de la casa, Jonás abre la mano y me muestra el mechero dentro de su palma sucia y llena de estrías. No sé de dónde lo sacó, pero al ver su sonrisa maliciosa comprendo que la idea de quemar la casa le sigue rondando por la cabeza, tanto como el trozo de papel de comida para perros que guarda en el bolsillo de su camisa. Aunque, para dejar bien clara su lealtad, tira el mechero bien lejos y se encarama a la verja, ayudándome a subir.

  Cogimos el autobús de línea a las siete de la mañana de un martes nuboso. Para él iba a ser el primer viaje de una larga serie con destino incierto. Para mí no era más que un regreso a casa antes de lo previsto. Aunque nadie habló durante el viaje, él iba agarrado a su mochila con un miedo que rompía de lado a lado el silencio.

— Que yo sepa no hice nada malo… y si lo hice, no me acuerdo — me dice.

  Ya en Madrid, no se marchó hasta que me vio subir al metro y copar un asiento junto a la ventanilla. Desde allí le veía ir y venir de un lugar a otro, entre abrumado y feliz.

  Yo pensaba que siempre habría un lugar para mí en cualquier parte del planeta que no fuera ése. Él, en cambio, pensaba que siempre habría un lugar en cualquier parte del universo que no fuera este planeta. Me di cuenta ahí mismo, dentro de un bus. Sólo cuando se puso en movimiento y su diminuta silueta se quedó en la parada viendo cómo me alejaba, vi la gran mancha que le mojaba el pantalón a la altura de la entrepierna, y el pequeño charco amarillo, en el suelo. El pobre se había meado.

 

 

 

        FABIOLA

   Sancho se aparta a un rincón de la barra para hablar conmigo, mientras Toñi atiende las mesas. Lo hacemos en susurros, no sea cosa que se entere todo el restaurante. Y mucho menos Toñi. Él está mortificado.

— ¿Y cuándo dices que sucedió?

— Ahora, en cuanto pude zafarme vine corriendo para acá. ¿Puedo quedarme a dormir en la bodega? Me da miedo volver a la casa…

— En la bodega no, te vienes al piso con nosotros.

— Tal vez habría que ingresarla…

— ¿Cómo está Tristán?

— Ni idea, aunque supongo que estará con ella.

— ¡Mierda!

— Sí.

  Mi padre sacude la cabeza con los ojos húmedos, como si lo lamentara en silencio, y eso que aún no le conté todo con lujo de detalles.

— Cuando conocí a tu madre era guapísima… ¡guapísima!, me enamoré apenas la vi. ¡Era un monumento! Divertida, coqueta, inteligente… ¡con ese deje! Luego fue pasando el tiempo y…

— Tú la engañabas siempre que podías.

  Sancho se desespera:

— ¡Y qué querías que hiciera! — se frota las manos y los codos con un trapo de cocina —. Sé que no fui un buen marido… tal vez tampoco sea un buen padre… ¡pero ella! 

— Está loca, ¿no?, eso piensas… Piensas que está loca...

   Al principio mamá sólo daba vueltas por la casa sin saber muy bien dónde estaba, sin embargo, con el tiempo empezó a complicarse. Intuyo que la abuela cocodrila tuvo mucho que ver con la estremecedora volatilidad de mamá. Nunca la quiso. Ni a mí. Es mutuo. De pequeña me decía cosas terribles, por ejemplo, que yo le había arruinado la vida a mi madre. ¿A quién se lo diría, si no a ella misma? Hoy lo demostró mientras mamá me apretaba el cuello para estrangularme. Pocha observó el espectáculo animándola a seguir “por haber llegado tarde a casa, igual que las putas”. Desde que papá se fue a vivir con Toñi duermen juntas en la cama matrimonial, “por falta de espacio”, dicen, porque en la casa de Carabanchel nunca hubo más que tres habitaciones y las otras dos las ocupamos Tristán y yo. Mamá y la abuela están casadas por la misma enfermedad del alma. Se aman tanto como se odian entre sí.

  Cuando intenté abrir con mis llaves la puerta estaba cerrada desde adentro. Mala señal. Fue mamá quien me abrió, y aunque el salón se hallaba en penumbras, en cuanto vi su cara abrasada por un rojo temible que la avejentaba veinte años, supe que habría problemas. Graves. La extraña luminosidad de su mirada habría sido capaz de oscurecer la nieve. Tuve miedo, por supuesto, así que intenté mostrarme natural, pero la que me recibió no fue Yelaldín, sino la Otra, mi madre, el vehículo por el cual llegué a la sala de parto y alguien, una desconocida o un desconocido, me dio una nalgada para que pudiera respirar. En su delirio, la Otra creyó que yo volvía del antro más repugnante e infecto de las drogas. La realidad era muy distinta: solo me había ido de tapas con mis amigos de la calle Sagasta para celebrar el 2 de mayo. “Tenés olor a droga”, cuchicheó. Mi boca olía más bien a boquerones en aceite, pero ella imaginó una aguja pinchada en mi antebrazo. “¡Más que seguro que anduvo drogándose por ahí, la atorranta!”, reforzó la abuela desde el descansillo. A mi madre le corría un hilillo de baba blanca por la comisura del labio. Entonces se me echó encima y empezó a estrangularme, y de no haber sido por Tristán, que oyó los gritos y apareció para quitármela de encima —no sin dificultad, ya que tenía, según me contó después, una fuerza viril—, probablemente me habría matado, ya que a mí me faltaron fuerzas para detenerla.

  A punto de perder el conocimiento alcancé un sillón, y como en un sueño escuché el griterío entre Tristán y la Otra, que chillaba: “¡Todavía quiere comermeee! ¡Todavía quiere comermeee!!”. La voz metódica de la abuela Pocha sentenció algo sobre la desobediencia de las malas mujeres.

    Al final pude levantarme y salir pitando. 

    Terrorífico, lo sé.

— La vieja contaba que de pequeña tu madre le cortó la cara a una amiga, peleando por unos cristales de colores. A la niña le dieron siete puntos. Yo la verdad nunca le creí, hasta que…

    Sancho se detiene antes de seguir hablando. Toñi se le ha puesto al lado para consultarle algo sobre un menú. Por la forma en que me mira, adivino que mi presencia le molesta.

— Diles que no hay calamares, dales la carta y que elijan otra cosa —. Sancho retoma: — No le creí hasta que pasaron unos años y empezó a comportarse de esa forma... Cambios de humor, riñas, y esa maldita obsesión que tiene por guardar papeles y cosas dentro de bolsas de plástico que a la vez guarda dentro de otras bolsas y que después no encuentra, porque ni ella sabe dónde las puso. ¡Y claro!, según ella era yo quien se las quitaba...

    Le echo una ojeada a Toñi:

— Mira, yo prefiero dormir en la bodega.

— Ya vale, duerme donde te apetezca y quédate el tiempo que quieras, pero no regreses allí — Se queda pensativo un buen rato —. ¿Recuerdas aquel médico alemán que fuimos a visitar cuando eras niña?

— ¿Por mi gordura? Sí, el homeópata, le recuerdo por sus ojos azules.

— Efectivamente, ése.

— Sí, sí… fuimos los tres.

— Vale, yo nunca te he contado lo que me dijo.

— ¡Ay no, padre! A ver…

— Él me lo dijo: “Su hija no está enferma, la que está enferma es su mujer”.

  Me deja tiesa y enfadada.

— ¿Y de qué me vale ahora que me cuentes eso? ¿Por qué no…?

— ¡Y qué querías que hiciera! ¿Dejarte al cuidado de la mujer de mi hermano, que es más tonta que una gallina? ¿Con la bruja de tu abuela? ¿No ves que ella la enfermó? O en un orfanato. Imagínate, tú y tu hermano en un orfanato... ¿Hubierais preferido eso?

— Nuestra casa siempre fue una especie de orfanato, padre.

— ¡No seas injusta, Fabiola! No tenía dónde dejaros, nadie me hubiera creído y los servicios sociales…

— Los servicios sociales hubieran sugerido un tratamiento, nos hubiesen protegido.

— Mira, niña… los servicios sociales no habrían movido ni esto — junta índice y pulgar —; en aquella época, y hasta no hace tanto, no hubieran hecho nada. Lo sé. Por eso decidí quedarme con vosotros. Pensé que cambiaría… Creí que… — se agarra la cabeza con las manos, vencido — Jamás pensé que llegaría tan lejos.

— Pues fíjate que yo siempre pensé que la crianza es de a dos.

— ¡De a dos! ¿Y quién os daba de comer? Escuela, ropa, medicinas…

— Ya, todos decís lo mismo. Nunca vi que le prestaras atención mientras ella se extraviaba por la casa. Hemos tenido que hacerlo nosotros.

    “Todavía la noche es joven”, pienso. Por suerte es sábado y Madrid no se apaga hasta el amanecer. Ya no hay miedo en mí: ahora estoy enfadada con Sancho, lo que no sé todavía es que lo estaré para siempre. Pero finjo que no. Como está por cerrar el restaurante le pido una llave para entrar y le imploro que me preste el coche, total ellos viven cerca y pueden irse andando. Me da todas las llaves de mala gana, y otra vez salgo pitando directo a Malasaña. Entonces me siento más sola que antes. En la plaza del 2 de mayo hay fiesta con globos, cientos de esferas multicolores brincan por los aires. Me sumo al jaleo y empiezo a golpear globos maquinalmente; algunos revientan. Si estuviera en una cadena de montaje tal vez le pondría más entusiasmo. ¿Qué coño hago aquí? Así es mi vida: paso del intento de estrangulamiento materno a una fiesta con globos. Soy una sobreviviente más que se ha tomado por costumbre salir a beberse algún trago con desconocidos en la escalera mugrienta de un garito. Algunos piensan que con tal de follar, una gorda se folla a cualquiera después de haber charlado un rato en la escalera. Se equivocan, siempre me he tirado tíos buenos. Si esa noche, además de golpear globos yo me hubiera ido con uno, al menos se habría justificado la acusación de mi abuela. ¿Y por qué no ponerme en serio hasta las trancas? Venga, un porrillo. Pero no. Venga, una pastilla —de ser mejor una anfeta—, o un ansiolítico con una flor de lis, alguna raya de perico, chupitos. Lo tenía servido en mano. Y tampoco. Eso sí, me pasé por el Diplodocus a tomarme un cóctel para que el dinosaurio herbívoro me sirviera de antídoto al tiranosaurio materno, huyendo también del torpedeo de la Pocha y la cobardía de mi padre.

    Esa noche me desprendí de una consigna que las mujeres solemos confundir con un deseo propio de nuestra supuesta naturaleza. No sabía qué sentir por mi madre. Repulsión, vergüenza, compasión, horror. Sólo tengo clara una cosa: en medio del jaleo de ese 2 de mayo, yo decidí no procrear. No procrear jamás. La prudencia te hace libre. Las mujeres que decidíamos no tener hijos éramos tachadas de egoístas, incompletas, perezosas, raras, y en el mejor de los casos, valientes. En cambio mi decisión fue por amor.

   Llegué al restaurante previsiblemente borracha. En la barra encontré una nota que decía:

  Tu madre te estuvo buscando, sería mejor que vuelvas con ella, pero si quieres quédate hoy. Tristán se pasó la noche buscándote, no le hagas esto a tu familia. Papá.

   Me imaginé lo que vendría. Vamos, que aquí no ha pasado nada. De vez en cuando a una madre se le va la mano al cuello de su hija y luego le pide perdón de rodillas, con la abuela monitoreando la escena desde el mismo descansillo donde la puteaba. Nadie se lo hubiera creído: ¿una madre que ataca a su hija con furia homicida? Imposible. Abolida cualquier idea al respecto. No se contempla la enfermedad materna, si no la insumisión de la hija. Hasta mi hermano guardará silencio. También mi padre. Ella aparecerá revoloteando como uno de esos lepidópteros que no se te despegan hasta dejarte al borde del colapso nervioso. Morena. Perfumada. Parloteando y cubriéndome de besos. De caricias. Lo de siempre: “Hija… ¡perdoname!, viste como es mamá… andá a la cocina que hay una sorpresa para vos”. Albóndigas, mi platillo favorito. Mimos. “Sacate esos harapos y andá a ducharte”. Mis harapos. Mi atuendo sudado de fugitiva pincha globos.

  Sancho levantó la persiana metálica a las nueve de la mañana. Inmediatamente puso en marcha la máquina de café.

— ¿Todavía estás aquí?

— Ya me iba.

— ¿Has dormido bien?

— Un poco entumecida, pero sí.

— Te dije que vinieras con nosotros. ¿Fuiste de fiesta? El centro ardía anoche.

— Sí, la verdad fue la hostia.

— ¿Leíste la nota?

— Sí.

— Muy bien. Ahora vas donde tu madre, ¿no?

— Claro, si he venido aquí de turismo, ya sabes…

  Mi padre sonrió con la mente perdida en su mala conciencia.

— Intenta hacer las paces con ella, ya sabes cómo es…

  Cancelada toda la preocupación por lo ocurrido hace tan solo unas horas.

— Sancho… ¿puedo seguir echándote una mano en el restaurante, aunque no me lleve con Toñi? El dinero me viene bien.

  Se hace el sorprendido:

— ¡Por supuesto! ¡Y te subo la nómina, si quieres!

— Gracias, es muy buena noticia. Así puedo mudarme cuanto antes.

  Mi padre se sirve de la máquina sin saber muy bien qué hacer con sus manos: si envolverme en un abrazo, o acabar su café. Opta por el café.

— ¿Y ya sabes a dónde vas a ir?

— Hay alguna cosilla por ahí, creo.

— Si necesitas un aval…

— No hará falta, tranquilo.

— Pero si necesitas…

— Lo sé.

— Ahora llega el de los bollos… ¿te apetece un café, para quitarte la resaca?

— No, gracias, me ponen como una foca. Se me acaba de ocurrir que a partir de hoy dejaré de ser una gorda y nunca más intentarán estrangularme. Ni volveré a callarme, como tú.

Cojo el bolso con rapidez, me pongo el abrigo sin acomodarme el cuello, y me marcho del restaurante dejándolo boquiabierto, con su taza de café en la mano.

 

 

 

 

  LUJÁN

  Me bajé del Bondi la Adversidad el día en que miré el zócalo del baño del aeropuerto y vi la roña, esa roña veterana que se acumula en las juntas y que ningún producto de limpieza puede quitar porque se ha pegado al granito, lo ha erosionado hasta fundirse con él y darle vida inmutable de zócalo fundacional, mugriento y definitivo para que aguante hasta que se rompa el futuro. Tiré la cadena para siempre, y eso que antes de salir de mi casa había pensado: bueno, cualquier cosa me vuelvo. Luego levanté la vista y me fijé en el picaporte, un gancho oxidado en forma de martillo, me relamí pensando en todo lo que se me venía y dije bien bajito, así no me oían: lo vas a hacer, aunque no te lo perdonen, lo vas a hacer. Por suerte tuve la prudencia de hacerme el pasaporte antes del desastre; fue mi vieja la que insistió. Me acuerdo del cielo encapotado y de la vigilanta con cara de recién bajada del subte —sería por la hora—, con esa pinta de malaria subfluvial y de letargo no identificado que teníamos, con los ojos brumosos de haber hecho un viaje de hora y media en un tren tiroteado. Una no puede asimilar mil quinientos años de historia sin suponer con qué se encontrará, pero yo lo hice, y mamá también. Nos jugamos, y si lo hicimos fue por Canica, que piqueteaba por desesperación y convicción, y encontraba una solución para todo, un parche, un conejo en el fondo de la galera. Él tenía un pacto doméstico con la ciudad, la quería con una especie de orgullo resignado, nadándola como pez en el mar cósmico, era mi ancla el Canica, pero se me fue de un día para otro, muerte súbita, dijeron. Fue en enero de 2002. Había viajado a Buenos Aires con unos amigos para asistir a la asamblea interbarrial de Parque Centenario y traerse la idea para Mar del Plata, a Parque Centenario decía todo contento, que está justo en el medio de Buenos Aires, en el corazón decía, pero de repente se desmayó y no volvió a levantarse, quedó perfectamente estampado contra el suelo, blanco mi negro, entonces nos llaman y nos avisan que está en el hospital, viajamos, y después de haber estado esperando como tres horas en la guardia mugrienta sale un médico y nos empieza a explicar, esa voz me llegaba como si me estuvieran pasando por la centrifugadora, escuché algo sobre una enfermedad cardíaca congénita y un coágulo en no sé dónde, nos dice que no se ha podido hacer nada, que tendría que haberse tratado… ¡Tratarse, Canica! ¿Para qué? Si era más fuerte que un roble, habría que bautizar alguna especie de árbol pampeano con su nombre, mi hermano tenía unas manos que levantaban cualquier bulto, a lo burro, nunca se lo había visto enfermo, y de golpe y porrazo va y se nos muere en una asamblea. Mamá anduvo un tiempo alucinando. Salía a la calle en camisón, con una media limpia y otra sucia, dormía vestida, se recogía el pelo lleno de nudos y salía para el supermercado pasada de Tramadol y somníferos. Mis tías sólo mandaron su pésame y ni aparecieron. Ella hubiera querido verlas, eso lo sé, pero le pusieron pretextos aberrantes, como la graduación de un hijo en la universidad, o una misa en compañía de las nueras. Así que al tiempo decidimos autoexiliarnos. Ella se subió a un avión con Aurelio, su compañero, que tenía un hermano en México, y aunque me invitaron yo preferí España. ¡Las veces que pienso en el Canica! Nunca hablo de él con nadie, excepto con Fabiola… sólo pienso, me viene la reminiscencia amable de una tarde de Año Nuevo mientras los hombres duermen la siesta, en la cocina todavía quedan los restos de la noche anterior y mamá, la abuela y las tías empiezan a lavar los platos, se hace todo muy discretamente, en un silencio de final de fiesta, pero en el patio la burbuja envolvente del sol invita a darse una vuelta por el barrio, cuatro de la tarde, mamá me agarra de la mano, la abuela Bego va despacio tocándose el broche toledano que lleva en la solapa de la blusa, al lado va el Canica sacando mandíbula, en el trayecto ha improvisado un bastón con una rama de acacia para hacerse el viejo y vamos saltando las veredas, esquivando la calle todavía de tierra con pistas de neumáticos en forma de zig-zag entre montañas de humus y charcos de agua de lluvia, nos siguen los perros y otros pibes, otras madres y otras abuelas y otros perros, el barrio empieza en la asfaltada y se acaba en el pinar. Yo quiero ir al pinar. Me gusta el galpón donde venden fruta y verdura con las paredes de chapa tapizadas de carteles arrancados y vueltos a pegar, será porque mamá me lleva de la mano y va cantando una canción de Leonardo Fabio, o será que me gusta porque en el fondo está el pinar. Si el Canica estuviera vivo me lo traería para acá y tal vez no tendría que recordar estas cosas, no tendría que traerlas de vuelta para no olvidar quién soy, para no olvidar quién fui, el kiosko las monedas los chupetines con olor a tutti frutti, quiénes éramos y de dónde venimos, no haría falta, y capaz que no le habría cerrado la puerta al país, seguramente no, él tenía la virtud de llevarlo en cada poro, lo cruzaba en moto a toda máquina como si llevara un Chrysler desde casa hasta el centro y desde el centro hasta Ganímedes sin haber dejado el barrio ni por un momento, mi astronauta de nudillos morochos, era tan simpático, un buenazo, pero que no lo jodieran mucho porque perdía la paciencia y te dejaba cortada delante de una puerta altísima, infranqueable, dando a entender que no hay nada que decir ante las cosas que a veces no tienen arreglo. Como la vida que llevábamos allá, y de la que él nunca se quejó. En cambio yo sí. Yo siempre me quejé. Ahora lo tengo entre ceja y ceja como una fantasía furiosa: me lo imagino tomándose un café en lo de Percio, viendo pasar un Taunus del 82 pintado a mano detrás de un colectivo, con mi recuerdo nublando la vidriera, ojalá le esté yendo bien a la piba, y quisiera pararle un avión en la puerta para ayudarlo a rajar, rajar de ese presente en círculos, agarrarlo y llevármelo, rajar; me lo llevaría a la Capadoxia, a la Alhambra, a los yocules de Islandia, a los jardines de Aranjuez, al Trastévere... cosas que él nunca imaginó y que no sabría despreciar porque nunca las había ambicionado. Pero al toque me acuerdo de que ya no está y me la tengo que bancar. Después del Canica ya no tuvimos ninguna razón para quedarnos, nada que nos atara, necesitábamos un movimiento ascendente, el salto evolutivo hacia lo impredecible: Vos hacé tu vida, petisa, me dijo mamá con las ojeras violetas de haberlo llorado tanto, y yo no me lo pensé mucho, recogí mi último sueldo de mierda en Telefónica, hice un par de mochilas, saqué la plata escondida en el tapa rollo y me compré un pasaje a Madrid, con mucha suerte porque casi todas las aerolíneas estaban colapsadas. Cualquier cosa que pase fijate acá, me dijo mamá el día en que la descubrí guardando algo ahí adentro, y aunque no quiso dar detalles me señaló los tornillos ocultos. Eran todos sus ahorros laburando en el frigorífico y otros cuatro lugares más haciendo de todo, una plata que por suerte nunca depositó en el banco y que había cambiado en dólares, porque ella siempre había desconfiado de los bancos. Eso nos dio para los pasajes. Ella debe haber presentido la parte del avión, el momento en el que me levanté de punta contra la realidad de un país que se cayó y dije BASTA, ella conocía la sensación, la angustia endémica que produce el eterno retorno de los trenes que cada tanto vuelven vacíos, robados, y sabía que cuando pasa eso se sobrevive siempre bajo una lluvia de piedras, pero se sobrevive para poder vivir, ella y yo nos movíamos en mundos paralelos aunque inconciliables, y esto a pesar de querernos muchísimo, pero a la distancia, porque yo jamás hubiera elegido México como destino, andate para donde sea pero andate que yo te quiero viva, me dijo, y aparte a mí siempre me tiró el país de la abuela, ese broche que llevaba en el pecho me llamaba la atención, así que no tardé nada en planificarlo, unas pocas semanas nomás. Cuando mis amigos supieron que me iba, algunos me miraron mal: para ellos fue una traición, no un renacimiento, no un plan de cabotaje en busca de oxígeno emocional. Pero el que se lo tomó peor fue Alejandro, que no me quiso acompañar, un tipo más agarrado a la familia que una almeja a una piedra, él no iba a abandonar su colonia de diez hermanos por mí, así que se quedó llorando lágrimas de cocodrilo en el aeropuerto. Sin embargo llegué boqueando, y para colmo apenas me paré en la escalera del avión después de doce horas de viaje, el aire madrileño apestaba a desperdicios y aceite de cocina, un olor vetusto, inexplicable. Fue catastrófico. Igual me dejé conducir hasta la terminal, y abrumada por el hambre, el cansancio y las ganas urgentes de pegarme una ducha, me paré frente a una pastelería, relojeé a la empleada y le señalé a través del vidrio una gran medialuna de queso y jamón, era como si las palabras me las hubiera olvidado en Mar del Plata, entonces ella, que estaba aburrida, se enderezó y me chantó la primera exhibición de condescendencia mezclada con altanería a la española, el primer desaire: eso es un curasán, ahora ya has aprendido algo nuevo. Gracias, turra. Esa tipa nunca sabrá la vergüenza que me dio su mirada de arriba abajo sobre mi vestidito naranja, para ella yo era una extranjera, pero no cualquier extranjera si no extranjera y sudamericana, es decir extranjera y sudaca. Primera ley de supervivencia en el territorio hostil: nadie debe notar tu vulnerabilidad, si no te destrozan. Que nadie lo sepa, ni acá ni allá, porque te destrozarán de todas maneras. La vida es esto: un día estás en el baño de Ezeiza viendo un picaporte en forma de martillito oxidado y la noche siguiente estás tirada boca arriba en un hotel barato de Madrid, cama con resortes de metal que chirrían, baño a compartir, olor a butano y aceite industrializado, preguntándote qué carajo hiciste, cómo lo hiciste, en qué estarían pensando los gayegos cuando decidieron pintar de amarillo orines ese cielorraso con molduras ornamentales, y en qué estarías pensando vos cuando decidiste tomarte ese avión; es el momento en que vuelven las palabras que creías que te habías dejado tal vez en el baño o entre los pliegues de un último abrazo antes de salir por la puerta de embarque, sonando muy fuerte o más bien chillándote en el cráneo: Hoy no puedo volver a casa. O sea, el aterrizaje perfecto después de haber tirado la cadena del país que estaba como moribundo y hasta arriba de basura con sus perros muertos en las cunetas, con todo su material vendido al extranjero, con su corralito calcado a las medianeras. Así que me la aguanté, y para dejar de pensar en el resto de mi vida me clavé un ansiolítico con un trago de agua mineral y la primera semana me dediqué a hacer turismo, como para relajar. Baretos nocturnos, museos, lo típico. Conseguí trabajo como cuidadora de una vieja arquitecta uruguaya que llevaba treinta años viviendo en Madrid, ya jubilada, y la pegué, porque empezó a hacerme los papeles en cuanto le conté lo del Canica. Un amor de mujer, sólo que al año y medio va y se me muere. Fabiola: Has sido muy valiente, maja. Mientras se lo contaba me puso un platillo de aceitunas negras con una copa, y ahí apareció el olivar. Nada nuevo las aceitunas… ¡pero lo hizo con tanto mimo!, faltó que me pusiera las pantuflas y el chal, en esa época ella vivía por Tirso de Molina. Cuando nos conocimos en el bondi yo tenía un laburito de lo más bizarro: trabajaba en el teléfono de las mil y una noches, había conseguido la residencia de pura suerte nomás, y la ciudad me tenía sin cuidado, aún no la había descubierto. ¿Valiente, yo? Ni ahí, mi coraje es postizo, nadie lo tiene que saber, yo me agarro con alma y vida a la primera ley de supervivencia, acá los humillados y ofendidos siguen siendo los mismos con un escenario más elegante: una empresa de teletrabajo cambia de razón social cada seis meses para no tener que contratar a la empleada que trabaja desde hace tres años, sin representación sindical, ésa soy yo. Pero cuando Fabiola cayó en mi vida empecé a mirar Madrid de otra manera, ella me mostró la ciudad de abajo, la de los carozos de las aceitunas que siempre van al suelo, los cambalaches de Lavapiés, las pipas de agua, los sótanos que van directo al paraíso de los batiks, y de un día para otro me encontré paseando por la ciudad como un ciego al que le han devuelto la vista, un sereno llama a la línea y me cuenta que es gay y que tiene el culo prieto, el pobre se inventa todo tipo de historias sucias con las que fantasea pero que en la vida real no haría jamás, porque apenas cuelga se convierte en un marido obediente yendo a comprar el pan después del trabajo, frustrado al no darle rienda suelta al culo prieto que ocultará hasta el día en que lo amortajen, esta gente es así, son una argamasa fantástica de vulnerabilidad, desesperación y vergüenza, necesitan una Scherezade que los alivie para no tener que matarse, y además el oficio sólo me da de comer, no es lo que soy, me los apunto en un inventario abarrotado de minutos y dibujos en las márgenes donde todo queda anotado, luego cuelgo el auricular y salgo al aire de Madrid, que ya es parte de mí, un negro toca el djembé en estación Becerra y le tiene sin cuidado que lo miren, da la impresión de que todo es fácil, de que podrías comprar cualquier cosa —una farsa, claro—, y puede que haya indiferencia en esas caras pero no hay tristeza ni resignación, hay una marcha hacia adelante, algo que nunca volverá, tal vez por la estructura de laberinto circular que tienen algunas esquinas, no como allá, donde ciertas geometrías hacen predecible la repetición y se presiente la valla imaginaria de alambre de púas de la cárcel difusa, sin frontera demarcatoria, y el fantasma de la picana del atrás, el maldito fantasma de la picana en la lengua, algo de lo que no me había percatado hasta que llegué acá. La turra del curasán acabó convirtiéndose en una anécdota de auto superación, en una nada que superé rápidamente en cuanto me propuse atarle cuatro ajos anti vampiros a la España de charanga y pandereta, iba advertida por mi abuela, que era muy devota, y yo no quería repetir. Pero fue más que eso. Me di cuenta de que Madrid me había devuelto la capacidad de desear. Así que el medio de vida me importaba un carajo, podría haberme anotado con gusto al mito de la chica lavacopas que ve cómo sus lágrimas se van por la pileta junto con la mugre de los platos, y después cuelga el mandil y sale de nuevo a la ciudad a tomarse una copa y apunta en una libreta las cosas que se le ocurren, ese mito tan temido por algunos de los que me dijeron adiós en Ezeiza, y que imaginaban tan humillante. Jamás sucedió. Tampoco me fui para hacer guita, no sé cómo se hará, soy una ilusa que se queda colgada ante un amanecer, mientras el disco brillante del sol sube por la pampa castellana, un sol fuerte que ni comparación con el de allá, entonces agarro un autobús y me voy al sur. En Cádiz, por ejemplo, la fachada de los edificios tienen la pinta herrumbrosa de todas las edificaciones castigadas por el aire marino que grafitea las tapias, es lo primero que se ve desde el muelle, y la sensación de estar ante una espalda curtida por la corrosión se te pega como una bocanada nauseabunda, típico bar de paisanos con silla en la vereda, pregunto por una calle y de lo más amable uno de pucho ladeado, gorra con visera y camisa hawaiana me lleva hasta la puerta del hostal de Antonio, uno al que conoce desde que le salieron los diertes, mi cuarto tiene un pequeño balcón que da al castillo que fundó Alfonso X el sabio por los tiempos en que los cristianos conquistaban a los moros, nos asomamos al balcón: Allí es de donde salían pa’ las Américas de las que vienes tú, me dice, apuntando hacia el castillo, y debe ser verdad porque en la calle hay un pibe que vende unas carabelas hechas con latas de cerveza y Coca Cola. Cada vez que puedo, me voy para adelante, me escapo, huyo… ¡es tan fácil!, tan necesario huir de mi hermano —su recuerdo—no quiero recordarlo, prefiero… porque él no va a volver. ¡Ay, abuela, si me hubieras dejado alguna pista!. Cuando toco las piedras de los pajares abandonados tengo una sensación inexplicable, después me quedo con el dolor, alguna vez creí oírte decir que la tierra olía a boñiga pero nunca nos quisiste contar nada, abuela, eras dura como esas piedras, recién al tiempito noté que vos también enterrabas algo, tal vez para protegernos, pero no creas que voy a plegarme a la idea de que más vale negar lo que pasó porque un futuro así es como la copa de un árbol plantado en el cielo… Te enojabas conmigo cuando te preguntaba cosas sobre España, entonces el Canica daba un portazo y salía corriendo, llegó a enojarse tanto que nunca quiso hacerse los papeles… Y yo tampoco. ¿Por qué un papel tiene que garantizar mi validación? ¿Acaso garantiza algo? ¿Por qué ellos me miraron de esa manera cuando vieron el pasaporte azul, y me atiborraron a preguntas? Entré de carambola, por pura suerte. Después de dar muchas vueltas el tipo de la Aduana me hizo un cabeceo como diciendo: Dale, entrá ya que si me lo pienso dos veces te quedás afuera. Se lo cuento a Fabiola y tuerce la cara. Andate ya que si te lo pensás dos veces no te vas, había pensado yo misma antes de armar la valija. Luego me pregunta de dónde era mi abuela y cómo era mi hermano, grande, le explico, con mucha pinta de criollo, vamos al Boabab, me decía ella, cuando Lavapiés no estaba gentrificada, quería que le siguiera hablando del Canica mientras nos comíamos un arroz con sus amigos senegaleses y planeábamos viajes y empresas que las dos sabíamos perfectamente que nunca llegaríamos a realizar; los viajes sí… y por cada viaje que hacíamos yo me iba cada vez más lejos, Mar del Plata se convirtió –o mejor dicho, ya era—, uno de esos sueños que se han tenido en la infancia y que se recuerdan con dificultad, se fue disolviendo de a poco y hasta se me empezó a desdibujar la cara de Alejandro. Esa ciudad siempre será mi puerto, mi cuarto, mi bulo y mi demencia, apenas recuerdo sus cruces. Además, es una ciudad que está hecha para irse, en sus orígenes era una villa fabricada para pasar el rato: el recreo de la oligarquía. Sin embargo me clavo ansiolíticos para no recordarla y me aferro al jazz de los rumanos en las calles de Madrid y a los chiringuitos al final de la noche en las Vistillas, me cuelgo de las nubes filosas que pasan por adelante de la luna y del sol andaluz que te moja a la sombra, mientras cuatro gitanos sentados en el mirador de San Nicolás se hacen unas pelas dando la espalda al séptimo cielo, y de las fiestas del fuego en Finisterrae. Yo vine a buscar el fuego y lo encontré, pero si hubiera alguien esperando una exhibición de pirotecnia podría quedar decepcionado. Me acuerdo bien de una noche de juerga por Madrid. Fabiola había invitado a una amiga de ojos perversos que usaba un vestido violeta de seda salvaje con cuellito blanco, la mina tenía más marcha que un avión a chorro, y mientras íbamos por Huertas yo me encontré un pegaso de juguete con ruedas dentro de un contenedor, fue como si nos hubiéramos encontrado una cebra viva y nos sorprendimos, porque esos encuentros seguro traen presagio, y además del caballito no es que haya ocurrido nada especialmente memorable, salvo que íbamos las tres contentas porque era una noche espléndida y éramos jóvenes y éramos hermosas.

  

 

 

 

FABIOLA 1

    Yâzid está sentado al ras de una tumba fenicia. Busca su propio reflejo en el agua que ha dejado el levante dentro de la fosa, en la que flota un bote de cerveza abollado. Pero no se encuentra, porque el agua no refleja nada. Nadie sabe cuándo y por quiénes fueron profanadas esas tumbas que están ahí desde hace más de mil años, y ya hemos olvidado cómo llegamos desde la medina, porque si hay algo que no abunda en este viaje es el dinero. Estoy flotando entre el acantilado amarillo y el estrecho de Gibraltar, absorta en la línea del horizonte, que se riza un poco sobre la costa de España. Sostengo sobre mis hombros la cúpula de una mezquita imaginaria en cuyo centro hay una estrella de ocho puntas por donde creo que se filtra un rayo de oro. “El mejor kif de Tánger”, nos dijo el marroquí de ojos astutos que anda disfrazado de tuareg.

    Mañana iremos a Fez, la ciudad santa.

    La pasta resplandece entre los dedos de Yâzid. Pienso que está fundiendo la piedra, que es de un amarillo crepuscular. Todo es amarillo: la piedra donde me apoyo, el agua dentro de las fosas, la basura, e incluso nuestro baile inmóvil del kif. Hasta su piel color champaña se ha vuelto más amarilla. Da un paseo y regresa riendo con un balde de pintura en desuso que ha encontrado por ahí. Sin hacer mucho caso comienza a tocar una rumba, mordiéndose el labio inferior con una sonrisa que lo sustrae del espacio. Antes de salir de Tarifa estaba descorazonado; ahora fluye plácidamente. Hemos cruzado el Estrecho por él, que viene a relajarse después de que Jonás lo expulsara de la banda. La causa es sencilla pero frustrante: no tiene suficiente oído como para acompañarlo en el bajo. Además le hace falta técnica. Esto provocó una fricción entre ellos, pues se conocen desde la infancia. Igual no es que sean grandes amigos: a veces riñen, a veces se lo pasan bien, y a veces van detrás de las chicas con sus grandes ojos sombríos llenos de deseo.

  Pienso en Jonás. Yâzid, en cambio, da la impresión de haberle olvidado. Es un devoto impuro de Alláh agobiado por raras supersticiones. Cree que ciertas criaturas invisibles confunden los destinos de la gente que cruza el desierto, enviándola de regreso al punto de partida. Por la noche me baja una flor del paraíso y follamos a toda hora y en todas partes. Al despertar para espabilarnos, después del desayuno para bendecir el día, y luego por la tarde para celebrar la caída del sol. El desorden de estas calles extrañas en el costado oriental del mundo le hacen sentir como en casa, son sus raíces. Me dice que quiere tener un hijo conmigo, y yo respondo: “Sí, sí”, mareada por el humo del incienso, algo que por supuesto no ocurrirá nunca. Se asoma a la ventana tenebrosa del hostal en el que nos hospedamos, abriendo los brazos a poniente para recibir el llamado a la oración desde la mezquita. Pero nuestro cuarto da a una callejuela oscura que no obstante huele a jazmín y a naranjas, así que a la mezquita hay que imaginarla, y al sol también. Allahu-àkbar. Me cuenta que algún día irá a La Meca.

   Yâzid y Jonás eran vecinos en Manzanares el Real, se habían conocido allí. Los padres, de origen cristiano, lo llamaron Adán, pero él rechazó ese nombre para continuar llamándose Yâzid, que significa “dotado por Dios de buenas cualidades”. Decía que ése era el nombre que le había puesto su verdadera madre, y el verdadero nombre del primer hijo de Dios. A los quince años su padre le compró un bajo eléctrico. Una semana después falleció. Al día siguiente del funeral, que se hizo a lo grande, apareció por su casa una magrebí con dos niños pequeños pidiendo hablar con la viuda. El primer impulso de ésta fue echarla, pero cuando vio los ojos color champaña de los chavales y los comparó con los de Yâzid, tan amarillos como los de su marido, despotricó a los cuatro vientos por haber gastado tanto dinero en una ceremonia cara, y los huesos del difunto terminaron en el osario.

 Yâzid evitaba que Jonás se metiera en problemas. Era una especie de protector silencioso. Al principio me miraba con persistencia desde el tronco derribado en el bosque profundo, sentado sobre el cajón y sin decirme una palabra. Yo me iba de juerga con ellos nada más que para beber hasta olvidarme de la vergüenza. Me aceptaron en la pandilla como a otro muchacho, y al no ser muy guapa nunca se metían conmigo. Diría que fui testigo de la formación seminal de la banda de un modo involuntario. Y se formó en La Pedriza, junto a una poza donde para llegar había que tener coraje y piernas fuertes. Fue Yâzid quien me enseñó a tocar las palmas casi al mismo tiempo en que empezamos a hablar. Era un chaval sencillo, pero realmente guapo, que vendía fruta de estación con su verdadera madre en el Rastro y se hacía unas pelas a la gorra tocando el cajón en Lavapiés.

  Al cumplir dieciocho nos fuimos juntos a Barcelona. Le impresionaban las honduras marinas y las azules profundidades terrestres, así que una noche de luna nadamos juntos mar adentro hasta que se apagaron todas las luces de los chiringuitos y estuvimos flotando boca al cielo y a la deriva, ligeros como agujas, tan hasta las cejas de ácido que nos quedamos viendo cómo todas las estrellas caían. Allí sellamos un pacto de amor eterno que duró tres semanas. Al final lavé su cabeza con agua de romero, le hice trenzas en el pelo y le regalé unos libros de Genet que nunca leyó. Pasaron algunos años antes de que volviera a llamarme: “Tengo dos billetes a Tánger, ven conmigo”. No sé cómo me encontró. Era como si tuviera un GPS.

   “Tu primo me humilló”.

   En Fez nos hospedamos en casa de su tío Hassán, el hermano de su madre, un bereber tímido pero muy amable que vive en una callejuela no mucho más ancha que una pierna de hombre. Después de abrazar a su sobrino y hablar largamente con él, nos conduce a través de un pasillo tapizado de mosaicos y nos hace subir varios pisos por una escalera enclenque, hasta llegar a una terraza en cuyo fondo asoma una pared baja con una puerta tallada que da a la vivienda. Nos dejan dos habitaciones idénticas, una al lado de la otra, en las que sólo hay una esterilla enrollada y unas cuantas vasijas de azulejos policromos. En la mía, una diminuta lámpara de cobre con vitrales acribillados por el sol del mediodía cuelga de la ventana en forma de cerradura, pero cuando voy a tocarla me estremezco al ver los tanques de las curtidurías, por donde sube un olor a estiércol y a orina de animal que me echa para atrás. Yâzid, en cambio, ha empezado a golpetear la pared con los puños. No es por el olor, si no por el “desprecio cobarde” —que así lo llama él— con que lo trató Jonás cuando le dijo que ya no podía continuar con ellos. Está pensando en eso. El olor a curtiduría no le molesta, la familia de su madre trabaja ahí desde hace generaciones. Se recarga en la ventana con los ojos enfurecidos, y resoplando fuerte, insiste: “¡Me humilló delante de todos!”.

  Aparece por la puerta Bashira, su tía. Advirtiendo mi impresión, me ofrece un gran cuenco lleno de flores aromáticas en las que prácticamente me zambullo. Me froto la cara con los pétalos crujientes que caen al suelo mientras ella ríe y yo me libro del hedor insoportable que se me pegó al paladar como un catarro infectado. Luego se ocupa de Yâzid, con quien mantiene una revuelta conversación donde él le parlotea en magrebí, en español y en francés; y ella le contesta sólo en magrebí sin perder la calma ni por un momento. Al final de las caricias consigue dulcificarlo. Comemos pollo con olivas, arroz, pimientos, y otro montón de alimentos cuyos sabores, muy agradables, me caen como agua de mayo. Algo más lejos, Hassán prepara el té tumbado en su esterilla. Lo deja burbujeando dentro de los vasos, nos acerca la bandeja y regresa a su rincón. Enciende su kiffie y se queda mirando a la pared, pensativo.

  Después del té suena el teléfono. Es uno de sus hijos, que quiere hablar con Yâzid. No ha podido venir porque está trabajando en la curtiduría. Gran jaleo e interminables exclamaciones a ambos lados del teléfono, lo cual provoca que mi amigo vuelva a la mesa de muy buen humor y hablando de una plaza. Apenas lo oye, Bashira alza las manos al cielo, las recoge contra su pecho y empieza a juntar los platos. Balbucea alguna protesta. Hassan, en cambio, sonríe en silencio echando humo por su pipa.

— ¡Era Rayan, mi primo! ¿Quieres oír música de Marruecos?

— Por supuesto, y quiero oírte tocar… ¿cuántos primos tienes?

  No me responde él si no Bashira, que sin voltearse a mirarnos despliega todos los dedos de una mano, y sigue con la faena.

— Los otros cuatro viven en Marrakech — explica Yâzid.

  Igual a los tíos no les importa mucho lo que hagamos, no son musulmanes estrictos. Hassán, por ejemplo, fuma kif todo el día, y me da la impresión de que le encantaría acompañarnos, pero que no lo hace por miedo a su mujer. Sin embargo, nos da el visto bueno para salir. Y ella también, claro, no sin antes soltarnos una interminable sucesión de advertencias y recomendaciones. Yâzid pasa de ellas con benevolencia.

  Nos lanzamos a través de las callejuelas de la medina, y el tan mentado laberinto aparece, viviente y frondoso, abarrotado de hombres y mujeres, ancianos, niños, animales de corral que deambulan en aparente condición de extraviados, perros, gatos y todas las especies de la raíz hundida en el desierto, que da todo lo que hay. El mundo es más abrumador que en cualquier otro lugar donde haya estado antes. Esas tapias interminables se reservan historias que nunca conoceré, y aunque Yâzid me diga que en la medina hay más de diez mil calles, es inútil, porque sé que jamás llegaré ni siquiera a rozarlas. Mientras vamos pasando, veo celosías por cuyo misterioso follaje de madera policromada se adivina la luz del interior. Han tallado una constelación. Esas estrellas me obsesionan. Cada vez que las miro recuerdo la que creí que pesaba sobre mi nuca en Tánger, cuando mirábamos Gibraltar desde las tumbas. Sin embargo, algunos pasadizos son tan estrechos que no resistirían el paso de un niño de tres años, son embudos de barro y madera centenaria que se clausuran a sí mismos.

  Pasamos por debajo de un arco de piedra que parece calcinada por un incendio antediluviano, y tras evadir el bulto de un hombre con un burro transportando alfombras, el pasaje se ilumina ante la geometría perfecta de un palacio entre dos callejones. Rumor de agua fresca. Una piscina celeste, la fuente. No sé bien cuánto tiempo llevamos aquí, ni cuánto ha pasado desde el momento en que él aporreó la pared en casa de Hassán, si fue hace un momento, ayer, o lo imaginé. Yâzid me muestra su orgullo: “¿Ves? Aquí está la mitad de mi sangre”. 

  Por primera vez desde el momento en que bajamos en Tánger me dice que está contento, que va a contarme cosas. Por fin. En el zoco me compra baklava, dátiles, almendras, flores secas, pendientes, y hasta una chilaba llena de incrustaciones que él hace fulgurar en la semi oscuridad. Se ha puesto la suya antes de salir, además de un kufi multicolor en la cabeza, de modo que lo toman por un local y ningún listillo se aprovecha con los precios. Señala hacia el fondo del pasaje, que es donde dice que está su primo, e insiste en que me monte a su espalda a horcajadas, que él me llevará. Sale corriendo a través de la calle, conmigo muerta de risa pero sin tropezar con nada ni con nadie, hasta llegar a una pequeña plaza donde el sol de las cinco de la tarde todavía arde un poco. Un grupo de músicos callejeros están sentados en los cimientos de una construcción que ya no existe, entre el polvo y la arena. Me deja en el suelo, y se les acerca. Son como veinte. Tocan los tambores, la flauta y los qraqeb con entusiasmo. Al verlo aparecer algunos se incorporan para saludarlo, otros celebran su llegada avivando el ritmo de los tambores. Hay magrebíes, españoles, bereberes, turcos… Yâzid me presenta a su primo Rayan, un adolescente de mirada mansa, tan tímido que muy bien podría pasar por antipático; y a Karima, que es pequeña pero tiene una voz grande y además viene de Madrid. Lleva la melena rizada envuelta en un paño africano.

  Me hacen un lugar en el anfiteatro improvisado. Sin más protocolos Yâzid coge un tambor y rompe a tocar con elegancia, exhibiendo su belleza natural, sin que se le mueva ni un músculo de la cara, aunque sus hombros y todo lo que baja desde allí hasta llegarle a las yemas de los dedos se mueva en forma sinuosa, y a la vez enérgica, sobre el parche de cabra. Tocan durante largo rato, con la voz de Karima cantando en bereber. Se agrega la flauta turca de un anciano negro enteramente vestido de blanco, y a quien todos tratan con especial devoción. De a ratos el ritmo decrece y ellos conversan, el anciano sirve el té de menta y me pasan un vaso a mí. Está delicioso, aunque por lo picante intuyo que contiene bastante jengibre. Además gastan bromas, ríen e improvisan algún ritmo sordo en los tambores. Yâzid deja el suyo a un costado. Se acerca a mí arrastrando las sandalias en el polvo, y se sienta a mis pies con las rodillas recogidas.

— Marruecos es duro, no es siempre así — explica.  

— Me imagino —. Y pienso en las pateras.

— Mi madre es de Fez, ella se escapó cuando era pequeña... más pequeña que nosotros. Sola.

— ¡Qué coraje!

— Oh, sí… Ella no quiere Marruecos, yo sí. Mi primo Rayan toca el tambor y curra en la curtiduría, pero el tío Hassán ya no puede porque tiene reuma y se le estropeó la piel... ¿Le viste la piel?

— No, la verdad no me fijé.

— Mejor —. Yâzid hace una pausa. Continúa: — Mis otros primos se fueron a Marrakesh, uno tiene una farmacia, Samira está casada y el mayor es guía en el desierto —. Me señala a Karima: — Ella es de Fez El Bali, su padre era curtidor como Hassán. Vive en Madrid por dinero, pero si llegara a descuidarse, terminaría casada con uno de aquí y ya sólo podría cantar canciones para dormir a sus hijos, o en los hoteles para turistas por unos cuantos dírhams.

— ¿Y eso es malo?

  Yâzid reflexiona un momento y responde:

— Para ella sí.

  Le estoy dando vueltas a la pregunta que quiero hacerle desde hace rato, hasta que finalmente me armo de valor:

— Yâz, ¿por qué dices que Jonás te humilló?

  Él no se va con vueltas.

— Verás, un tipo nos contrató para una gira por la península, y de tocar en garitos las cosas empezaron a ir mejor. Así que nos vamos a Zaragoza. Allí Jonás consiguió perico, y estaba metiéndose mucho… yo no tengo nada contra eso, sabes. Entonces va, y es justo después del concierto que el tío me humilla delante de todos los colegas, y empieza a los gritos porque según él yo no le estaba siguiendo. Los chicos medio que le frenaron, porque no era para tanto, estábamos cansados y hasta ahí todo bien. Fue la noche siguiente, en Villafranca del Ebro, cuando interrumpió el concierto y me echó a la mierda delante de la gente. Yo tiré el bajo y me fui.

— Un papelón. Lo siento, Yâz.

— Sí. Lo que más lamento es haber roto el bajo que me regaló mi padre, porque lo arrojé y se partió.

— Uff… eso es malo. ¿Habéis hablado luego?

— ¡Oh, sí! Hablamos, hablamos…

— ¿Y?

— Nada, que ya consiguió otro bajista, un tío de Granada con el que se entiende de maravilla, según él. Es cierto, porque es cierto, que soy un bajista mediocre y él un cantaor de la hostia, pero no tenía derecho a humillarme.

  Intento animarlo.

— ¿Y qué importa lo que diga Jonás? Te vi recién, te he visto docenas de veces, también con el cajón, tú eres capaz de sacarle ritmo a cualquier superficie. Lo tuyo es la percusión, ¡sigue con los tambores!  

  Yâzid se mira las manos, dos cuencos abiertos en los que brillan el polvo y el sudor. Luego me mira a mí, largamente y con calma. Noto que ya no está enfadado, que quizá la furia se le haya disipado mientras aporreaba la pared en el cuarto de Hassán. Por supuesto que lo suyo es la percusión, sólo que esto no le supone un conflicto. Lo que a él le preocupa, en realidad, es Jonás. Y no tanto por lo que sucedió en el concierto de Zaragoza —como yo creía— si no por una razón más profunda, algo que poco tiene que ver con haber sido expulsado de la banda.

— Él es de otra especie, Fabiola, no es como nosotros. Yo sé hablar tres idiomas, pero no podría explicarte lo especial que es ese tío en ninguno de los tres. Jonás nació para interrumpir las cosas que ya estaban hechas, romperlas y convertirlas en cosas nuevas. ¡Lo que sea!, él las romperá. Tiene la habilidad, o tal vez la suerte, no lo sé, de revolver y encontrarlas sin buscar, o de buscarlas de una forma bien jodida. El caso es que él simplemente encuentra lo que nosotros andamos buscando. Cuando canta, visita las grietas que hay entre las notas musicales, los silencios que hay entre unas y otras…, algo que para mucha gente es un misterio. Entonces puede cantar como un jilguero y encontrar el paraíso, o caerse hasta el fondo del infierno, eso no lo sabe ni él. Y a mí me acojona, ¿entiendes?

  Esperó casi una semana para decirme, de la manera más extraña que escuché hasta ahora, que teme por la vida de Jonás tanto como yo. Jonás está en las mentes de todos nosotros, aunque su recuerdo nos provoque cierta incomodidad.  

  Siempre habrá algo que nos haga acordar de Jonás.

  Y siempre habrá algo que hará que le olvidemos.

  El amarillo crepuscular que remata los muros de la plaza durante la puesta de sol hace que le olvidemos. Yâzid también le olvida, refunfuñando por no haber hecho las abluciones para el salat. El llamado a la oración se oye a través de la medina; es parte de ella, como el canto de los pájaros o el ruido de las motocicletas. Y me entra un deseo furioso de tomar un baño. Cuando se lo digo, él se ríe. Un tío alto en brillante chilaba y un qraqeb en cada mano se me pone por delante tambaleándose y balbuceando sin ganas un cántico para Alláh. Al ver que nadie lo filma ni le da dinero, se va. Quisiera beberme un barril de cerveza ahí mismo. Tenemos un viajecillo para regresar a lo de Hassán, y Rayan se ofrece a llevarme en burro. La idea me resulta divertida, pero la rechazo por no abusar del animal. Karima, que viene con nosotros porque vive cerca, trae de nuevo a Jonás al centro de la conversación, aunque lo hace brevemente. Me comenta que escuchó a la banda en Madrid, y tiene el pálpito de que se harán famosos muy pronto.

— ¡Famosos! — se burla Yâzid.

  Ella cree haberle ofendido y se disculpa:

— Lo siento, hermano, por ti.

— Hermana, no me tengas pena. Yo me voy al desierto — responde él con dulzura.

  Nos despedimos de Karima en la puerta de su casa y luego emprendemos camino hacia lo de Hassán, ya bien entrada la noche. Bashira nos dejó una sopa muy apetitosa dentro de un cazo de barro, y zumo de zanahoria en la nevera. Después de cenar, salgo a tientas y tomo una modesta ducha de agua tibia con jabón negro. Paso por el cuarto de Yâzid y empujo la puerta.

  A través de la débil llama de una lámpara de aceite, veo su cuerpo desnudo tumbado en la esterilla. No creo que Bashira haya dejado esa lámpara ahí para que nosotros podamos montar una fiesta, si no más bien para evitarle un tropiezo. Pero el cuerpo de Yâzid es una fiesta que huele a sándalo, y además me espera con una erección. La envuelvo en una mano, y gime. Follaría con él hasta el último día de mi vida y el último de alguna otra, si es que hay. Aunque nos odiáramos por lo que sea —cosa que no pasará, porque es imposible odiar a Yâzid—, yo me lo follaría igual. Comenzamos follando entre los restos de una ermita, hace años. Me encantaba verlo andar por el camino de robledales, fingiendo creerle cuando decía que iba a mostrarme las ruinas. ¿Las ruinas de qué, si ya estábamos? Follaría con él donde fuera, bautizando cada rincón. Me lo hubiera follado en el zoco, pero había mucho que hacer. Me lo follaría en una chalupa durante un naufragio, en el metro, en la calle, dentro de la trinchera en un campo de batalla, y en ese cuartucho, aunque no hubieran puertas. Su vulnerabilidad me provoca una fascinación atemorizante, y al mismo tiempo me propaga, me hace ubicua. Cuando lo asalto sonríe conteniendo el aliento, muestra cierto asombro, se abandona y luego comienza la revuelta de escorpiones.

  Yo le gustaba en serio, y jamás necesitó decírmelo. Jamás me mostró una complacencia gratuita, ni prejuicio o desdén, ni apuraba comentarios alentadores para encubrir con embustes lo que otros hubieran considerado un defecto. Lo único que hacía era mirarme en silencio como si estuviera viendo un fenómeno natural ante el cual te quedas sin palabras. Luego follábamos hasta hacer temblar la tierra.

  Esta noche lo haremos hasta hacer temblar Fez El Bali. Yo misma le quitaré con mi saliva todo remanente de sándalo para que no pueda quitarse mi olor en semanas, porque ésta va a ser la última noche, y mañana lo dejaré marchar al desierto. Tiraremos el cuarto por la ventana en forma de cerradura hasta que amanezca sobre los olivos de la medina en ese agujero maloliente donde nos correremos extasiados, porque tal vez no vuelva a verlo. Mi viaje termina aquí, esta misma noche, en la alegría genésica de su piel. Y en la mía. Ha sido un buen viaje, ya no necesito más.

— Vente conmigo.

— No, no… me vuelvo a Madrid.

— ¿Para qué? ¡Vente conmigo! Iremos a las dunas, haremos una fogata, habrá música… Tú nunca has visto de qué color es el cielo en el desierto.

— Negro.

  Él se ríe de mi ignorancia:

— No es negro. ¡Vente conmigo!

— No, Yaz… es tu viaje, no el mío. Cuando regreses me cuentas.

— ¿Y cómo sabes que regresaré?

  No tengo nada que decir, porque su respuesta confirma mis intuiciones. Ya hemos aprendido lo suficiente el uno del otro, y si seguimos juntos podríamos envejecer sin haber aprendido nada de los demás.

  Entonces comprende.

— El autobús a Tánger sale mañana después del mediodía. Yo te acompaño — balbucea.

 

 

 

 

FABIOLA 2

  La gente entra y sale del camarín como si fuera un baño público o un gran orinal. Unos ríen y otros beben de una botella de coca—cola llena de calimocho y que va y viene de unos a otros. Nadie se queja por el charco de agua sucia que hay en la entrada, proveniente de vaya a saber qué tubería rota. El agua forma una poza grasienta entre botellas de cerveza, servilletas sucias de papel, ceniceros volcados boca abajo y restos de barbacoa desparramados por el suelo. Se huele en el ambiente el sudor de una noche de juerga a tono con la atmósfera incandescente y ácida de los venenos.

   Jonás rehúsa de mala gana los disparos del flash. En cuclillas delante de él, un tío de la prensa graba todo lo que le va contando. "Qué buen concierto", dicen, y lo de siempre, a él se le suelta la lengua y venga hablar y hablar. Quiere contarlo todo, pavonearse, exonerarse. Darse letra para un culebrón flamenco de proporciones épicas. Su primera biogra, al parecer.

  — ¡Toma ya, chiquilla! ¡Dame una foto con ella, tío!

   Abrazo sencillo. Oveja que ha vuelto al redil. Los flashes de la Nikon le siguen dando en la nuca, algo que Jonás recibe pasmado, con una mueca entre vacilante y risueña, casi como un bebé al que le toman una foto por primera vez. "¡Esta noche puedo contarte la vida entera, colega!", le dice al de la prensa, todo contento. Su mirada se le clava en algún punto detrás de la espalda, como si pudiera ver a través de mí, y al mismo tiempo como si no viera nada en absoluto. Como si no hubiera nada más para ver, mientras un muchacho muy serio con un corte de pelo a lo Mr. Spock que lleva los lóbulos dilatados, le mantiene capturado en una lente.

Entra Reyes. Morena y preñada, cruza el camarín y se deja caer en un sofá, justo frente a nosotros. Más allá de ser la mujer de Jonás, nunca ha quedado bien claro de dónde ha salido. Si se ha criado entre los gitanillos de San Blas, en pleno centro, o si acaba de materializarse allí mismo por obra de un encantamiento. Lo que sí se sabe es que miente mucho. No es que sea altiva: es del todo altanera, y no se corta un pelo a la hora de hablar. Tampoco de mirar. Aparte de su avanzado estado de gestación, es feúcha y lleva una minifalda de plástico de un naranja chillón que no se quita ni para dormir. Le llamaban la Pájara.

Jonás me la presenta sin muchos miramientos y sigue hablando con su interlocutor. Le sonrío, pero a Reyes no se le mueve ni una pestaña. Y eso que él está hablando de ella. De cómo se conocieron. De lo fantástica que es. De cómo la vio llegar una noche en la escena de un río sucio, sobre una espesa manto de niebla que le mojaba el pelo y la hacía brillar como una aparición. Estaba sentada en el tronco de un árbol con los codos apoyados en las rodillas, la espalda recta, el pulso sereno, los labios apretados como los de una mujer vieja, y desde allí le mostró la forma en que deshacía un terrón de azúcar dentro de una copa de absenta, con una pompa etérea de fuego color añil. Función de la niña: fiscalizar la llegada a puerto de conocidos y advenedizos, como una lechuza que espera sobre la copa de un árbol. Apenas verla supo que le dejaría sentarse en sus rodillas como un hijo, que se le podía meter hasta en los sueños. Tardes de vigilia dejando que el niño durmiera su siesta del fauno. Luego diría que no recordaba haber vuelto a tener sueños más profundos que esos. Algo bonito, aunque no fuera verdad.   

  Sin embargo, lo único que le dijo ella fue:Bebe”.

 “Y yo bebí, pero aquello sabía a demonios y me acordé de un campo de hinojos”.

  Horas después le entró una alegría rara y se soñó en un pasadizo subterráneo, a la sombra de un árbol en su terraza favorita, allí por Huertas. Y mira por dónde, que era la misma en la que, tiempo atrás y con muy escasos huesos, el afilador de tijeras —su padre— cantaba siguiriyas absorbiéndolo todo a fuerza de desesperación. No es que fuera ninguna chorrada, sino pura inspiración, como romper los bordes de la oscuridad en un estado intermedio entre esos que te dejan grogui y una alucinación divertida. Se llegaba allí a través de la garganta de una morena con ojos de lechuza, que daba la absenta a dos mil pesetas. Que era como tener la polla metida en una breva en almíbar.

— Un coño trágico — matiza Jonás, saboreando con gusto su desfachatez.

  Y ella, para rematarla:

— Soberano.

  El chico de la prensa está indeciso: ¿de verdad quieren que ponga eso? Pausa incómoda, y luego todos se echan a reír. Pero la que más se ríe era Reyes:

— ¡Eso no, eso no va, eso no lo pongas!

   Jonás se está partiendo de la risa, no se sabe si por la gracia que le hacen las manitas de Reyes azuzando al periodista con sus uñas mordidas, o por la alegría de llamar la atención por una vez en su vida. Tratándose de él, cualquier arrebato de felicidad resulta desconcertante, igual que un árbol de navidad con las luces a tope en octubre. Pero lo deja claro en un momento:

— Se lo conté todo con lujo de detalles, sabes, para que las cosas se supieran desde el principio y luego no hubiera que pedir disculpas o dar explicaciones…

  La Pájara había aceptado el reto, aunque años después admitiría que su vanidad le impidió oler el peligro. Podía ser pretenciosa, e inclusive temible, y lo que para algunos era un azote, para él era un entretenimiento delicioso, el momento cumbre. Juntos solían confundir el día con la noche, los hoteles de lujo con las pocilgas, sus rostros con los espejos. Fue ella quien le rescató del olvido y de su propia indiferencia, animándolo a cantar en cualquier parte —en las escaleras, en los parques, en el metro, en las terrazas—, por dinero o sin él, y con ella como único público echando miradas pendencieras a todo el auditorio, que al ver sus ojos corrían una silla y se apuntaban al descarnado espectáculo del chaval hijo del padre cantando por bulerías, sin guitarra, y a pelo, sólo por verla palmear. A ella. Y mejor que se dejaran alguna moneda, porque de otro modo hubieran empezado a echar de menos esos ojos sucios mucho antes de comprobar cómo se largaba despotricando, de querer matar al unicornio...

— ¿Matar… al unicornio? — Hay que ver la cara del reportero en esta parte.

  Sí, al unicornio. Jonás se vuelve hacia mí:

— ¿Por dónde andabas, shiquilla?                                                                                          

  Me mira encantado: ¡CERRAD EL PICO, JODER! Me atrae hacia sí y nos quedamos quietecitos esperando la foto. Sonriendo los dos, como dos cachorros de Chesshire.

  El teclista se interpone entre nosotros queriendo saber quién soy yo. Todos, a excepción de Goyo —que ya me conoce—, quieren saber quién soy. Qué hago ahí, de dónde he salido y por qué. La melena del teclista me hace cosquillas en la oreja, y logra pegarse a mí con intenciones depredatorias.

  ¿Soy de la prensa?

  ¿Una fan?

  ¿Una cotilla?

  ¿Una ex?

  Jonás lo aparta.

— No le hagas caso, Fabi, es un gilipollas —. Y agrega misteriosamente: —Nunca digas "éste es mi hermano", porque las hermandades se acaban con los contratos.

— Háblame del afilador de tijeras — interviene el de la prensa.

   Jonás se lía un pitillo pensativo mientras elige las palabras adecuadas para hablar de su padre.

—Si todavía me parece verlo, ahí… echado en su camioneta fanfarroneando con los amigos… diciendo requiebros a las mujeres. Pero tiene una polla enana y no se atreve con ninguna.

  La impresión que se llevó al ver por primera vez a su padre no tenía desperdicio. Antes vivía con su mamá, pero un día le dieron puerta y se instaló con él en Madrid. Aunque no quiere dar detalles de dónde había pasado su primera noche, comenta que a la semana pudo localizar al afilador y que éste le hizo un sitio en el trastero donde reparaba sus bicicletas. No es que le agradara mudarse con él, pero la idea de que le robaran las setenta mil pelas que le había robado a su padrastro le obligó a buscar refugio en casa de un conocido. Que es lo que era en realidad su padre: un conocido. O más bien, un desconocido.

  Su aparición le vino como anillo al dedo, ya que el afilador debía tres meses de alquiler y no le faltaban deudas con gente de la trastienda. Gente a la que Jonás decía no haber conocido nunca. Sin embargo, a los diecisiete años el sólo hecho de tener un techo para cobijarse y un plato de comida caliente, lo obligó a confiar en su papá, aunque éste fuera, inclusive, capaz de robarle.

  El afilador era de Granada, pero se había criado en Madrid. Huérfano de padre, la mamá se volvió a casar con un apuesto viudo pobre de Ourense, que andaba por el sur buscándose la vida en su motocicleta y su esmeril, afilando cuchillos y tijeras y ligándose a las gitanas con su deje gallego de habla baja, dulzona. La idea de que ella se escapara con un afilador no resultaba tan paradójica como comprensible, si se piensa en las palizas que le daba el marido —un tal Desi— muerto bajo la dentellada de una navaja, seguro que muy bien afilada, por un lío que nunca acabó de aclararse. La familia jamás se lo perdonó. A ella, vamos.

Viendo lo que había, el gallego cogió a mi abuela y a mi viejo y se los trajo para Barna.

— ¡Bien hecho! — observa Goyo, ahogando su voz bajo un trémolo de guitarra.

  El afilador había trabajado en el oficio hasta que se hizo mayor y empezó a engolosinarse con las terrazas de verano, allá por fines de los ‘70. Entre tijera y tijera, se hacía sitio en una mesa y pedía una caña. Y luego otra, y otra más. Más tijeras y más cañas. Y cada vez con menos dinero, ya que entre terraza y terraza casi que se dejaba el jornal. Con tan escasos huesos, aceptó la desventaja de pasar desapercibido, corriendo el riesgo, además, de que el padrastro le quitara su motocicleta. Y lo que quedaba del jornal.

— Pero mi viejo siguió yendo, y un día, después de afilar toda la tarde, aparcó su moto, pilló una mesa, pidió su caña, prendió su cigarrito… y dice él que el pecho se le bajó hasta la tripa y el miedo le nubló la cabeza. Entonces se puso a cantar.

  Jonás lo cuenta todo con sigilosa devoción.

  Con el correr de los años la gente había dejado de necesitar a los afiladores, el oficio ya no resultaba rentable. Su padre se empleó como soldador, pero le despidieron cuando se comprendió que lo suyo no eran los capataces, ni las comidas a escape en tiempo de descanso, ni el encierro en una planta fabril ocho horas al día y marcando tarjeta. Y que además le perdía el alcohol.

El único capataz al que siempre había pensado que podría respetar, ya que padre no había, era el padre de su verdadero padre, un gitano:

— Mi bisabuelo — dice.

 El afilador le venía siguiendo el rastro desde niño a través de los datos que dejaba caer su madre, mientras alguna vecina le teñía el pelo en la pila de cemento que había en el patio, y ya relajada bajo los dedos de esa cómplice silenciosa que la escuchaba con la barbilla tiesa, roía su resentimiento en un tono entre ronroneante y desdeñoso, quejándose de que el teñido nunca llegaría a cubrirle esas raíces negruzcas que ella tenía, y que siempre se quedaban a medias entre un rubio cobrizo y un pardo agitanado, al que hubiera querido redimir tapándolo con tintura.

— La vieja necesitaba esa rabia, sabes… la rabia la mantenía viva en el destierro.

  Cuando supo lo que tenía que saber, el afilador se compró un pasaje de ida a Granada. Al llegar empujó una puerta azul y lo primero que vio fue a un viejo armándole una cometa a unos niños. Al rato habían sacado las sillas y estaban todos sentados delante de la casa, tomándose una sangría servidos por una gitana hermética de boca apretada, de manos cónicas como pinzas, muy limpias. "El hijo de la Pepi", dijeron. Le tiraban de los rizos, de las orejas. Le daban palmaditas en la nuca. Hubo una mujer que le acechó las muñecas, tanteándole las venas a punta de pulgar.   

— ¡Faltó nada más que le miraran lo dientes! —.  Jonás se ríe como si le hicieran cosquillas en los pies.

  No se los miraron, porque las venas de sus muñecas eran las de su padre, así que no había nada más que mirar: el afilador era el hijo del Desi. "A mí me llaman la Chova", le dijo la gitana que servía, con ojillos de ternera. Y ya no tuvo manera de quitársela de encima. Era casi una niña, no pasaba de los dieciséis años.

  Se interrumpe:

— ¿Me vas siguiendo?

— Más o menos… sí. Pero, ¿cómo sabes todo eso?

— ¡Porque me lo cuentan en sueños!

  Todo el mundo quería verle la cara al afilador. Hubo quién lloró inclusive. Pobre Desi, vaya, con un hijo tan guapo; ése sí que había perdido todos los pleitos… Algunos salieron para felicitar al patriarca. En media hora se definió que el afilador iba a quedarse donde el padre de la Chova, y que a la mañana iban a llevarle a la feria. El viejo dijo que no iba, ya no le apetecía ir a las ferias. Por entonces llevaba una vida relajada, en la huerta, dando la espalda al mundo de los payos. Luego el afilador trabajó por un tiempo en la feria con su familia, pero notó que se le veía como un intruso, un mestizo por adopción queriendo sacar partido de la pretendida inocencia del padre verdadero. Así que se volvió a Madrid:

— Y al llegar se dio de narices en una mesa con un convite en forma de sol hecho con seis rayas.

  Años después seguía yendo a la misma terraza en la que en otro tiempo solía aparcar su moto, y ahí se quedaba horas, viendo pasar a la gente. Ni rastros quedaba del chaval enclenque al que le daba por cantar, sino un bulto de ojos saltones envuelto en la guata de las malas noches y los trapicheos de vez en cuando como para salvar el mes. Volvía de ser el rey del mambo, el don nadie con un negocio en puerta —un chiringuito en Vallecas, un taller de forja, una comisión para trabajar con máquinas tragaperras— que siempre se torcía a último momento. La farlopa le enseñó a crecerse artificialmente:

— Conoció a mi madre vendiéndole un sujetador en una feria de Granada.

Y eso que el puesto ni siquiera era de él, sino de un colega que le permitía estar allí para echar una mano, y por supuesto, una buena provisión de cañas. Nadie entendía cómo consiguió engatusarla. Lo que sí se sabía es que al conocerla su vida mejoró de forma notable… ¡Y cómo no iba a mejorar, si ella había heredado la mitad del piso de sus padres!

  Aquí Jonás hace una pausa para señalarme a mí:

— Ella es la hija del tío Sancho, el que heredó la otra mitad…

— Gitano sin primas es un embustero — dice Reyes. No me gustan nada sus ojos, son como una emboscada. Creo que los usa como armadura para protegerse contra el mundo, sólo que el mundo no sabe cómo protegerse contra ella.

— Yo soy gitano por la mitad — le interrumpe él, en tono seco.

   Reyes se levanta fingiendo un aire compungido, me sonríe por cortesía y sale del camarín. Algo que a Jonás no parece importarle lo más mínimo, mientras sigue hablando de su madre. La Antonia. De lo que el afilador le ha contado de su madre. Decía que era graciosa y que el pelo le brillaba como una melena de muñeca bajo el sol de la feria, un sitio al que casi nunca solía ir. Pero el afilador sabía que bajo su aparente finura se resguardaba la vergüenza de una forzosa aprendiz de peluquera que había abandonado la escuela con doce años a raíz de la dislexia. Esa elegancia suya se le cortaba en las manos, que dejaban a entrever una rudeza hereditaria: dedos cortos y rojos de yemas esponjosas, manos de mariscadora, peladas por el amoníaco. Manos de colada recién hecha, o de bochorno, cuando un hombre que le gustaba decidía avanzar sobre ella. Era de esperar que esas manos lo enternecieran, y parece que lo hicieron. Sin embargo, lo que más le atrajo de ella fue su total ignorancia a la hora de ligar, y los pájaros que tenía en la cabeza. Tanto, que en pocos meses consiguió que empezara a acompañarlo a los casinos. La suerte quiso que allí el afilador duplicara en cuestión de semanas la pequeña fortuna que ella había heredado por la venta del cortijo de nuestro abuelo que había heredo con Sancho. Que empezó a reducirse en cuanto Desi siguió apostando. Para entonces, la Antonia ya se había quedado preñada. 

— ¡Y todo por un convite en forma de sol hecho con seis rayas!

  El reportero parece desorientado, no era eso lo que anda buscando. Más que conocer los detalles de su genealogía familiar, quiere que le hable de su relación con el afilador. Eso sí que es útil para la biografía, pero lo otro…

   Jonás se encoge de hombros, casi como pidiendo disculpas: ¡cómo va a hablarle de eso si ya no hay relación! ¡Si no soporta ver un plato de fideos sin que le traiga el recuerdo ingrato de las veces en que comían juntos sin decirse una palabra, en esa cocina de azulejos mugrientos en la que su padre tiraba sobre la mesa un plato de comida recalentada! Siempre lo mismo, un plato de fideos baratos, de los grises, con salsa de tomates pillados en las huertas que hay atrás de las vías. Bueno, de una huerta excepcional que había detrás de las vías, y que era de una amiga del afilador…

— Me mandaba a pedirle los tomates que crecían entre los pedruscos.

  Le tomó años deshacerse del sabor a petróleo que le venía a la boca cada vez que veía tomates o fideos. Luego había que lavarse e ir a probar suerte en alguna calle. Y aquí Jonás hace un alto:

— Fue mi primer representante, la verdad… aunque muy bien no lo sé, porque siempre intentaba ligarse a alguna. Después me tocaba pasar la gorra a mí.

  Claro que no volvía a ver el dinero nunca más, y si lo veía era para ir a dar el cante con el casero, un buen hombre al que jamás se le hubiera ocurrido discutir con un chaval. “Dice mi padre que el resto se lo da el viernes”, etc. Su cándida desfachatez adolescente le servía de escudo y de muleta cuando se trataba de conseguir fiados.

— Igual te largaste pronto, ¿no? 

— Sí, pero eso mejor lo dejamos para otra, que es cansino —. Jonás extiende el brazo para que alguien le pase una botella: — Dadme zumo, tengo la boca seca...

  El de los lóbulos dilatados coge una botella de zumo y se la pasa a través de Reyes, que ha vuelto de entrar. Está mosqueada. Fuera del camarín ha oído que lo de ellos está muy bien pero que no tiene ni pizca de flamenco, que la fusión con sonidos mestizos hace que no sea ni chicha ni limoná, y por mucho esfuerzo que pongan tanto en la nueva estética como en la ética de la insurrección, no es más que una moda aprovechada por las disqueras, algo que acabará pasando.

   Desde la otra punta Goyo se ríe con sorna:

— ¡Que acabará pasando! Ya verán cómo pasa, esos capullos… ¡Diles que nos lo digan en la cara, en vez de andar cotilleando por los pasillos! Hoy mismo hablar de pureza en el cante es lo mismo que hablar de pureza racial.

— Yo, desde luego, yo no me pringo con ninguna forma de pureza — coincide Jonás a desgana.

  El reportero ha encontrado una buena veta en el asunto del cante y ahora quiere hablar de eso. Él no. Incluso se niega a hablar de cómo había sido su vida después de que dejara la casa de su padre. Que le pregunte a la Pájara, que se conoce la historia perfectamente. Ella se revuelve con petulancia, estirando el pico hacia el periodista, comedida, dispuesta a hablar hasta por los codos, a contar cuanta mentira se le ponga a tiro. Poco o nada puede saber sobre el momento en que él salió por patas de esa casa, ya que se conocieron años después. La cara de Jonás es todo un espectáculo mientras ella cuenta sus faroles.

  Se me asoma a la oreja, divertido: "Esta tía es la hostia, chata". Y sigue escuchando con la lengua en la punta de la botella, entre trago y trago. No piensa intervenir. No le hablará al periodista de de los albergues, ni de la comida que mangaba en los chiringuitos. Ni de las noches en que ha tenido que dormir con una navaja escondida en el abrigo, negociando algún trapicheo con el de seguridad para poder quedarse en las escaleras de la Renfe cuando llovía. No tiene la menor intención de contarle a ese tipo cómo se siente ser un cero a la izquierda, para que después unos niños pijos succionadores de psicotrópicos compren tu biografía y vayan por ahí diciendo que eso les ha pasado a ellos. Cantar con el cuello crispado por las malas posturas, por los sobresaltos de los vagabundos, no era una hazaña digna de narrarse, sino cosas de un cachorro aturdido dando diente con diente en un mundo de cimarrones. Asignatura aprobada en el metro cuadrado de un retrete, algo de lo que no te enorgulleces. Bendito decálogo de los supervivientes escrito con rotulador en una puerta vaivén.

  Le hace una seña al reportero:

— Tú pon que en cuanto pude me compré una casa dentro de la Pájara, y ya está.

  Nos mira a todos sonriendo candorosamente. Fin de la historia.

 

 

 

 

 

LUJÁN

  Bonete, bonete (capirote) de rea sin caperuza, o caperuza con muchos inviernos baqueteados en Madriz y ya sin bolsillos, ésa soy yo: ay bonete simbólico que llevás en andas a la rea que lleva en andas a la mula y la mula con bonete es llevada sin herraduras cuesta arriba con la piedra y su bonete, ay mula que aplaude con sus dos patitas delanteras la alegría de estar viva, chapotear en el charcal y viajar, ¡qué rico huele!, se me cae el bonete, caracho… (tengo que ajustarle el elástico y asegurar los tornillos), pero los gusanos de seda que mi vecina echa directamente a la calle me tienden sus manitas para que salte sin que se me caiga (el bonete), y saludan con un cabeceo blanco de invertebrados perspicaces, como diciendo: ¡qué bien te sienta el bonete!, lo sabés llevar mejor que ayer, y probablemente mañana lo llevarás todavía con más garbo, ese bonete sin caperuza, ese bonete (capirote) de rea digna, honorable esa presencia con bonete, místico ese charco que ya es alfombra mágica… ¡saltá la piedra que te sirve de escalón!, así está bien, piba, cuchichean los gusanos de la seda de la blusa recién enjugada de mi vecina, que me odia. Es lo que tiene esto de vivir en una finca con una sudaca: yo. Por suerte hay una gallega de Pontevedra que de vez en cuando me invita a tomar el té y comemos bollos, una vieja como de dibujito que me sirve otro té mientras los finísimos gusanos de seda de la vecina odiadora suben a la mesa a servirse unas migas, la mula rebuzna a orillas del color verde de la sombra que forma mi cuerpo, y por supuesto, me acomodo el bonete para fijar mi honorabilidad. Lo que me inspira este relato son, por supuesto, las pinturas negras de Goya; me quedé lela al verlas en el Museo del Prado. El bonete resiste hasta la lluvia, por eso lo uso de paraguas, la mula sonríe —como buena mula— presumiendo de ama que no te pone cadenas. La nube es la madre del color verde porque al llover genera el verde de la tierra, me explica la gallega, y yo le digo qué bien, ¿llueve mucho por allá?, y ella dice que sí, y que no le haga caso a la vecina pelotuda. ¿Y allí has dejado a alguien? ¿Tenías un hombre? Su pregunta me hace un crack, pero me hago la tonta. Prefiero ni pensar en las dos cartas que le mandé a Alejandro y que nunca respondió. Ya lo perdoné, él tenía otras prioridades: su familia, una familia grande con diez hermanos y diecinueve sobrinos, una familia hinchable, una familia ineludible, ¿quién se iría teniendo tanto? Así que le digo que no y me pongo a contarle cuánto me gusta Manzanares — a la vieja le encanta que le digan eso—, pero que prefiero Madrid porque es grande y parece que el cielo tocara la ciudad, le cuento que en Mar del Plata —pampa con mar, por supuesto— el cielo está muy alto, pero que en Madrid siento como si cada calle y cada esquina fueran mi casa, que me pongo a leer en la fuente de Orfeo a la vuelta de la Plaza Mayor porque acá el cielo casi siempre está limpito y pocas veces llueve, o yo no recuerdo que haya llovido mucho desde que llegué, que me desparramo bajo las farolas de la Plaza a ver las burbujas con detergente que hacen los rumanos para que los pibes las rompan al tocarlas… ¡Madriz!, y le confieso que soy feliz cuando me siento a tomarme una birra en la ciudad vieja, pensando que acá es donde siempre he querido estar, que nunca jamás había vivido en una ciudad tan grande, que antes no la entendía pero ahora sí porque tengo una amiga que me la va mostrando; ¿y cómo se llama tu amiga?, me pregunta la gallega un poco celosa; Fabi, es Fabi, ¡ah, pues qué bueno que tengas una amiga de tu edad!, siempre lejos, eso sí, por el barrio de Lavapiés, pa’lante, pa’lante, sigue pa’lante… ¡Ánimo! ¡Ánimo! ¡Ánima!, que se puede seguir adelante… Le explico, o trato de explicarle, que si sobrevivo en España es por Madriz, que si no me moriría, y también por las fiestas medievales que se arman en el pueblo, donde vendo cuencos tibetanos y toco el charango… que es también donde conocí a Fabiola, con quien me fui a Venecia hace poco, pero eso no se lo cuento, ¿a ella qué le importa? Igual, vaya a donde vaya, es casi seguro que nunca llegue a sacarme el bonete (capirote), porque los inmigrantes somos los adolescentes del mundo —mirá vos, incluso rima—, esto lo pensé una vez y me puse a buscar la etimología de la palabra un poco infructuosamente, ad esto, ad aquello, adolescencia, adolecer, doler, que le duele, el que está en crecimiento —y por tanto le falta—, es decir que es carente, está incompleto, sufre, se las aguanta, sostiene el peso de los que —se supone— están completos y contenidos en un continente que no contiene. Europa. En Venecia, por ejemplo, la llovizna es pegajosa y te levantan una galería de arte en un localcito de tres por tres, además de que acá no hay capirote que valga, ni paraguas, cuando llueve te mojás hasta… bueno, quedás empapada de arriba abajo, y a mí y a Fabi nos tocó lluvia en primavera. Tomamos vino blanco en una trattoría de la piazza Margherite mientras los japoneses, que nunca faltan, sacaban fotos de la catedral de San Marco, entonces a mí me dio por retratar recovecos con una pocket, puertas a ras del agua, picaportes, rejillas incomprensibles en paredes descascaradas, galerías fantasmales... y estuvimos volviendo a la misma trattoría hasta que casi se nos acaba la plata, pero igual teníamos que ver la ciudad flotante, caminarla, olerla, fumarla. Si Venecia fuera hombre, su frágil osamenta no habría resistido el paso de los siglos. Pero es mujer, y dilata. En una calle cualquiera y bajo la lluvia, la mirada confiable de Fabrizio —a quien todavía no conocíamos— nos convenció de entrar, o quizá fuera por su sombrero de fieltro, auténtico, tipo piamontés y su cara de canalla de ala ancha; no íbamos a perdernos algo como eso y además nos hacía señas: ¡Avanti!, para que entráramos a su galería de no más de treinta metros cuadrados cuyo único atractivo consistía en estar ubicada — ¡oh! — en Venecia. Nosotras ni una palabra de italiano, las pinturas lamentables, la esperada cincuentena de invitados o quizá gente que tal como nosotras había entrado para protegerse de la lluvia, vaya a saber, porque nadie parecía conocerse pero todos se presentaban entre sí y luego fuimos empujados ¿hacia el centro? del sucucho, sin embargo los italianos son muy habladores e inmediatamente entablan conversación con una copa de lo que sea en la mano. Venecia será muy bonita, yo diría que extraordinaria, pero el precio de una cerveza puede competir con medio barril de petróleo, así que viendo la simpatía del hombre con sombrero y que además había vino y canapés gratis, nos quedamos. Algunos descorchaban botellas de champán. Reían. Boludeaban. Y acá empieza la aventura. Fabrizio nos invita a dejar los abrigos, indagando de dónde somos, a qué nos dedicamos, qué hacemos en Italia… dónde nos hospedamos. En Mestre, responde Fabi, que nunca se va con vueltas. Él abre un book de fotos con gente desconocida que de haberla conocido hubiéramos preferido no recordar, tan elegantes que a mí casi me da un ataque de pánico y Fabi tuerce la boca con un rictus de muñeca diabólica. Entendemos que la galería es suya, los amigos son suyos, los cuadros son de sus amigos, pero como están en su galería ahora también son suyos. En definitiva, que todo es suyo. Venecia no, porque no se lo permitirían. ¿Los artistas? Tres: un gordito ligón de traje azul, una chica con un corte de pelo a lo Susan Vega, y una anciana medio sorda que pinta caballos. Olor a pluma quemada. ¡Guarda, le piume! Y ahí me sale la argentina de arrabal: ¡La concha de la lora!, algo que por supuesto nadie entiende, pero que tiene gran significancia para mí porque ese chubasquero me lo compré en Florencia hace poco y me salió un ojo de la cara, lo había puesto encima de una lámpara de mesa y se me estaba quemando la capucha. El capirote. ¿Será una señal? El calor de la lámpara había logrado atravesar la tela impermeable y adiós capucha, así que en cinco minutos la galería se llena de humo y hay que abrir puertas y ventanas, la ciudad huele a pescado, a gasoil, a plumas chamuscadas… ¿Cosa fai dopo la esposizione, ragazze? Nada, de momento, y si tuviéramos planes Fabrizio decidirá por todos y nosotras nos dejaremos llevar, aunque no sepamos ni a dónde nos lleva: ¡Andiamo!, Agarramos los abrigos, el paraguas y salimos todos a la calle, a mangiare a casa de Fabrizio, a la festa. Callejuela sombría atiborrada de esas pequeñas tiendas donde venden unas enigmáticas máscaras bipolares llenas de filetes de colores, que por la noche parecen observar al turista con una expresión inmutable en la que coagula una sonrisa satírica. Fabrizio va a la punta con el clon de Susan Vega, la vieja pinta caballos, y un par de maricones que lograron colarse mientras salíamos. Yo voy atrás del todo charlando con el gordito ligón, que me cuenta de sus viajes por l’América. ¿Argentina? ¿Chile? ¿Brasil? Sonríe con cierto pudor: no, Nueva York, Boston, Chicago... Ah, yo pensé que l’América era todo, la de arriba y la de abajo, pero no me entiende. Fabiola: Qué locura vivir aquí, tía… ¿En Venecia? No, en Venecia… una locura. Fabrizio vive en un piso enano, casi liliputiense, e igual que en la galería allí hay que arreglárselas en vertical, y para colmo la compañía eléctrica le ha quitado la luz a toda ¿la cuadra?, o como se diga en Venecia, que no tiene cuadras porque las calles son espirales que siempre van a dar a un canal de aguas verdes. Pero la gente se lo toma con buen humor: ¿para qué se van a preocupar si hay sopa de col y risotto al azafrán a la luz de las velas?, vino tinto y más tinto hasta que nos rescata Susan Vega, simpatiquísima ella —que en realidad se llamaba y seguirá llamándose Beatrice—, con un habla peninsular que parece que marchara a 50.000 hz: ¿Il vino italiano è buono, vero?, mirando a Fabiola intensamente; por supuesto, hace que el espacio se vuelva esférico, la porta di Roma, dice con la boca llena de pastel, y no sé por qué lo habrá dicho, ¿más sopa? No, grazie. Charlan un rato, incluso coquetean. ¿Nos largamos, tía?, me consulta Fabi. Pero afuera le entra el desvarío y a mí la histeria criolla. Sabemos cómo llegar al vaporetto que lleva a Mestre cruzando el Gran Canal, pero con la ciudad inundada no se puede, a menos que lleves unas botas de goma muy altas o vayas en góndola, y alrededor de la plaza donde vive Fabrizio no hay manera de encontrar una calle que no esté inundada. Nos entra una cierta desesperación provisoria. El italiano vive en un segundo y han puesto música electrónica a toda máquina, así que no nos escuchan cuando empezamos a tirar piedras contra la ventana cerrada. Fabi profiere dos o tres veces me cago en diez y yo la concha de la lora, entonces va y aparece Beatrice por la ventana. Gesto de agua va, pero desde abajo: ¡Il acqua! ¡il acqua! ¡la strada!, Fabrizio se asoma a la ventana con un plato de pastasciutta y la mirada echando destellos. Risas: ¡Aspetta! Baja al portal, se calza el sombrero hasta las cejas, se sube las solapas del abrigo a lo Humphrey Bogart y nos ofrece un brazo a cada una: ¡Andiamo presto! El tipo se conoce todos los atajos, los puentes y las callejuelas, mientras yo voy regurgitando plegarias de vino y buen agüero. Se despide de nosotras calurosamente pronunciando palabras incomprensibles, me da una nalgada —el caradura— y lo vemos perderse en la oscuridad. Al otro día veo Fabiola me dejó una nota en la mesita de luz: Me voy a lo de Fabricio, ya imaginarás por qué. Beatrice, más que seguro. Me tomo el vaporetto desde Mestre, y vuelta a Venecia. Al llegar me siento a orillas del Gran Canal al lado de una farola, de cara a Santa Madonna della Salute, azul y herrumbre, donde me armo un porro y me lo voy fumando con tranquilidad con las botas de goma rozando el agua que va y viene dulcemente; al menos hoy la ciudad no apesta a pescado podrido y a basura, si no a la atmósfera en la que yo me envuelvo con mi propia marihuana. Lo bueno, además, es que acá no soy inmigrante si no turista, acá me camuflo, desaparezco y hasta puedo darme el lujo de que ni siquiera reconozcan mi acento. Ayer llovía, hoy brilla el sol y Venecia no es para tanto a pesar de sus colosales palacios, así que me pongo los auriculares, prendo el discman relajada y más bien estúpida, y arranca Jonás Gálvez, que me acompaña a todas partes con su cante de guerra. Entonces me levanto y pego la vuelta, feliz feliz feliz, pero estoy tan atontada que me resbalo y me caigo al agua. No sería gran cosa si al menos supiera nadar, pero no sé. La típica paradoja de la piba que no aprendió a nadar porque el mar estaba cerquita y nunca era demasiado tarde para aprender. Por lo tanto, jamás aprendí. Después de chapotear a lo perro unos segundos comencé a hundirme con los ojos abiertos, porque si una tiene el privilegio de morir ahogada en las aguas de la Serenísima, no se va a perder la oportunidad de echarles un vistazo entre acuático y atolondrado a los palafitos de madera petrificada que la sostienen. Y los vi, o creí verlos. Miles y miles pegados el uno al otro, como si la ciudad fuera una súper célula gravitando sobre un bosque de escarbadientes. Mientras voy bajando, se me ocurre una idea iluminadora: si Venecia ha logrado mantenerse en pie durante mil quinientos años sobre unos pilotes de madera, yo podría mantenerme en pie —no en el agua, por supuesto, y siempre y cuando logre subir—, nadie ni nada van a derribarme más que yo misma, que soy como esos críos que se pegan un tortazo cuando empiezan a caminar, pero se levantan y siguen, y no porque me haga la valiente: es que no tengo otra opción. Entonces tiro para arriba con todas mis fuerzas, y ya subiendo, un par de tipos se arrojan al agua y me sacan. Uno habla alemán y está consternado; el otro, un italiano, intenta darme los primeros auxilios, pero no es necesario porque empiezo a toser violentamente hasta que se me abre la tráquea y respiro. Respiro. El italiano sonríe aliviado: ¡Brava!, ¿stai bene? Estoy bien, gracias por salvarme, le digo en castellano. ¡Ma no! ¡Venezia ti ha battezzato!, Venecia me ha bautizado; ¡Figo! ¡Argentina! Se ríe, no sé cómo reconoció mi acento, yo pienso que nadie lo registra: Non lascerai mai l'Europa, cara; nunca me iré de Europa, según él. Afortunadamente mi mochila se quedó apoyada en la farola y nadie la tocó. Saco el celular y llamo a Fabi: Me caí al agua, estoy empapada, ya sé que es un coñazo, pero… ¿podrías venir? Silencio horrorizado al otro lado, mientras oigo la voz meteórica de Beatrice, no tan lejos: ¿Va bene? Va bene. ¡Ya voy!, responde Fabiola temblorosa. Lástima el disco de Jonás. Me cubren con una manta, y espero. Espero. Mi zambullida accidental en el Canalizzo puede haber cortado un polvo inolvidable, quién sabe, pero una amiga sabe ser leal. Y ella lo es. Hoy, sólo por hoy, me salvé como me vengo salvando desde hace diez años, así que de momento al diablo con los capirotes.

  Espero boca arriba un poco deslumbrada por el sol y a un millón de años de la cerca, sabiendo con dolor que nunca podré explicarle esto a mi gente de allá. Cómo explicarles las auroras de Granada, sus carreteras. Las distancias. Los bajo cielos. Las aceleraciones. Los ritmos. Las noches. Los otoños. Las tiendas. Las vacas de ojos mansos. La multitud, las aldeas. Los cencerros. La tortilla de patatas con pimientos. Los Apeninos. La dama de Elche. Las catedrales vacías. Los símbolos grabados en las piedras. El musgo. La comunicación sin barreras. La húmeda tristeza de Sintra. Los ferrocarriles. El aire azul, la lluvia. Los zapatos, el olor a ropa limpia. La calma y la locura del mediodía en Callao. La memoria futura. Los ancianos de ojos azules, las mejillas coloradas de los nenes, la nieve. Los balcones de Sevilla y las callejuelas de Tirso de Molina. El cine, el cante, las arias. Los curasanes. Los bomberos guapos. Los libros en 1000 idiomas. Las rotondas interminables de París. Los castros asturianos. El ravioli genovés. La tranquilidad de las 3 am. El Guernica. Las teteras. Las máquinas de tabaco. El ascensor antiguo de Lisboa. La multiplicidad los viajes, el vino, los puentes románicos, los meandros, la costa de Niza llegando a la Alta Italia. Las jaras. Los garitos. Los juguetes. Los abrigos. El mes de octubre. Caminar bajo el sol por la calle de Alcalá. Los traga fuegos. Los artistas, los floristas, los músicos a la gorra, los anónimos del viento en las esquinas. Los contemplativos. Los pintores de cuadros con mostaza en la ochava relente de un garito. Los barrenderos meteorólogos. El obrero sin andamio. El dios sordo y el diablo atento. La octogenaria mendigando una moneda en el parque. La cafetería llena a las ocho y media de la mañana pidiendo un café antes de entrar al laburo. Las velas negras que parecen blancas y las blancas que parecen negras. El monólogo interior del borracho de los martes en La Mona Fundida con Faviola. La Divina Comedia del cura que no bendice, del macarra que se enamora, de la chica que cuelga una veleta en el balcón. Mi bonete deshaciéndose en el agua de Venecia para siempre. Los secretos que aprendí leyendo a libro abierto sentada en una fachada de piedra que seguirá estando ahí hasta que se caiga el mundo.

  Quien percibe el aroma del relato, lo completa.

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 1

  La Pocha se murió de un día para otro con más de ochenta años. Incluso mientras se moría, no dejaba de rebotarse contra Dios, queriendo doblegar a la muerte por la fuerza, como hacía con todo. Pero no hubo suerte para ella. El suceso afectó mucho a Tristán, a quien le volvieron las ideas raras. Según él, habían vuelto a extirparle los órganos. Primero le ingresaron por anemia, y después en la unidad psiquiátrica. Para no dar disgustos a la familia, al final se ingresaba solo. Mamá y yo íbamos a verlo a menudo; pero papá no, ya que no hubiera sabido qué decir ni cómo tratarlo. Ella haciendo un esfuerzo supremo por el duelo de su madre, y yo porque era mi hermano. Encontrábamos a mi hermano fuera de su habitación ojeando una revista, en lo que él llamaba “el salón de fumar”, rodeado por tres o cuatro gigantones que nos miraban desde un pozo abierto por los químicos. Cuando le daban el alta, se ingresaba mamá —parecía que fueran por turnos—, y quien iba a visitarla era Tristán, que se volvió muy unido a ella, tal vez por identificación. “Lo mejor es que me vaya a vivir solo”, dijo Tristán después de que le dieran el alta en su tercer o cuarto internamiento, completamente seguro de que sus delirios daban demasiados problemas en casa. Una conclusión coherente. Así que tras mucho deliberar, Sancho le rentó un piso por Vallecas. Mi hermano lo escogió a propósito: un edificio antiguo donde la mayoría de los pisos estaban vacíos. Los pocos inquilinos tenían trabajos convencionales, lo cual le permitía pinchar discos en horas diurnas sin que nadie se molestara. Con un gran balcón a la calle. Una bicoca.

  La historia clínica de algunos psiquiatras  —a quienes mi hermano llamaba cínicamente “alienistas”— es un prontuario elástico donde se le pone firma y sello al destino de alguien que no encaja: está a medio camino entre el delito y la enfermedad, más del lado de la enfermedad que del delito, algo que eventualmente se purga en la presunta asepsia de un psiquiátrico. Es el delito de la percepción que ha sido capturada por un mal sueño. La pesadilla que viaja a través del túnel desmañado de un ADN cuyo tejido hace aguas por todas partes, un código infinito de cenizas, huesos e historias olvidadas o silenciadas a través de los siglos, donde hay agujeros sin suturar. Tristán debería haber sido cirujano.

  Él me pasea con parsimonia a través de su nuevo hogar. La música está muy alta y casi no escucho su voz señalándome cada rincón desastroso. No hay mucho para ver: una sala pequeña con una desmesurada colección de vinilos y su equipo de DJ, la cocina, la habitación con un colchón en el suelo, el trastero, un baño minúsculo, y ese balcón donde hay espacio para colocar tumbonas y plantas. La contigüidad entre balcones permite saltar de uno al otro sin dificultades. Esto le permitió conocer a Kyra, su vecina.

  Kyra baila música industrial frenéticamente, como si le hubieran dado cuerda a una barbie robótica, como una medusa dentro de una lámpara de lava. Es fabulosa. Verla es un pequeño espectáculo en el extremo de ese revuelto salón atiborrado de plantas y vinilos. Lleva un pantalón cargo, botas negras de combate sobre unas plataformas equinas, un pequeño top fucsia fosforescente, y el pelo muy rubio sujeto en una larga trenza amarilla.

— Está ensayando — explica Tristán, bajando gradualmente la música.

  Ella se detiene sin aliento. Sonríe sin brindarme mucha atención hasta que él nos presenta, entonces su actitud cambia y me abraza. Me apresuro a preguntarle si es profesional y se encoge un poco de hombros:

— Soy gogó —. Su pronunciación no es de aquí.

 Tristán pincha discos en una discoteca, con Óscar-Moska. Su psiquiatra descubrió que es consumidor ocasional de MDMA. Dice que en vez de confundirse, cuando está en la discoteca su mente se acomoda. Obviamente, el médico no le cree. Mi hermano está convencido de que si el loquero pasara una noche en la discoteca, se convertiría en su paciente.

El éxtasis hace que te vuelvas propenso al pegoteo, que ames al enemigo. Una droga apostólica — comenta.

  Bebemos té con limón.

— ¿De dónde eres, Kyra?

— Soy de Ucrania.

  Días antes, Tristán me contó que baila para olvidar, que por eso le pone tanto empeño. No es que gane mucho dinero en la discoteca, porque además trabaja de estampadora con un artista de aquí, y los viernes por la noche de camarera en el Nexus, un pub para gente vip que está por Huertas.

  Después de encender un cigarro, Kyra apoya el brazo escuálido en el sillón y veo que lleva una escarificación sobre la muñeca: U-235. No sé que puede significar. Ella lo verifica y me mira de reojo, pero no dice nada. Tristán nos observa con gesto huidizo, quedándose tieso en su postura de pensador delante de un voluminoso potus que le asedia el carrillo izquierdo. De pronto, nos suelta su última aventura en el consultorio de su nueva terapeuta:

— ¿Tienes algún hobbie?, me preguntó la tía. Escuchad la raíz de la palabra: hobbie proviene de job (trabajo), o sea que jobi es un trabajito. Un currillo, vaya. Odio esa pregunta. Es como: ¿Y con qué rellenas el tiempo, ahora que estás loco? Le dije que me gusta fumar, ver pelis, pinchar discos... Sonrió y se lo apuntó: No, me dijo; me refiero a algo que sea productivo. ¡Será cabrona! Oh, espere: además se me van muchas horas hablando con mi amigo imaginario. La tipa apuró el boli, porque tener amigo imaginario es un dato importantísimo para la confección de una historia clínica. ¿Pero no te gustaría tener un jobi? ¡No, madre mía! ¡Para qué, si convivo con mi amigo imaginario y nos lo pasamos pipa! ¿No te apetecería hacer un curso, aprender algo nuevo...? No se me había ocurrido... ¿habrá alguno? ¡Claro que sí! Hay cursos de office, jardinería... Son muy terapéuticos. ¿El office? Ya me lo sé. Pero la jardinería es interesante, me machacaba; estás en contacto con la naturaleza… Y ahí no me aguanté: mientras vas picando las hojas podridas con un palo con pincho, interesantísimo, le dije todo sarcástico. O desmalezar. No, no es desmalezar, Tristán, es podar, un trabajo más sencillo... ¿Más sencillo que arrancar maleza? ¡Jolín! Y además hablas con la gente, con los niños… Claro, con los viejecillos que dan vueltas por el parque en trípode... ¡flipante! Lloraba por dentro, os juro. De la risa. No sé por qué puñetera razón desde hace medio siglo piensan que esos curritos son terapéuticos. Me fui levantando de la silla, ya sabéis: mi incurabilidad es una bendición de Minerva. ¡Y otra vez!: Pero a ti qué te gusta hacer, Tristán. Ahí empezó a subirme la sangre a la cabeza: pues la verdad que me gusta meterme en casas ruinosas para poder cascármela a gusto sin que nadie me pille, le digo...

  Kyra lo interrumpe con una risita, pero él sigue:

— Había que verle la cara cuando se lo dije, tías: intento hacer lo mejor por ti, me dijo, ahora, si no quieres… etc. Y despegarme de las sillas, también me gusta. Así que me levanté. Deberíais haber oído el ruido metálico contra las baldosas que hizo esa silla: ¡música industrial espontánea, una gozada! Lo mejor que me pasó al ver a esa mujer fue la silla. Me largué lo más rápido que pude. En la acera había un árbol precioso con las hojas acribilladas por quién sabe qué bicho que las llena de unos agujeros por los que se cuela el sol. Quizá no esté tal mal coger el curso de jardinería, vaya… Me darán una escalera metálica, supongo. Y si chillan…

  Tristán es así: o habla mucho o no habla absolutamente nada. Horas y días igual, como si hubiera hecho voto de silencio. No es el caso, hoy.

— Te darán la escalera. Y seiscientos euros por currar cuatro horas diarias, no te quejes — le dice Kyra con pereza. Se vuelve hacia mí: — ¿Y tú qué haces? ¿A qué te dedicas?

— De momento canto en un garito y le ayudo a mi padre en el restaurante.

— Más bien aúlla — se burla Tristán. Yo paso de él:

— Pienso dejar el garito cuando ingrese a filología.

— ¿En la Complutense?

— Sí.

— Eso está bien.

— Lo hace para asegurarse el curro en un instituto y dar clases a un montón de pirañas. Ya está institucionalizada.

— Qué jodido eres, Tristán… son chavales. Además me dará recursos para mejorar mi escritura — (Respuesta institucionalizada. Tal vez tenga razón él)

— Porque escribe, es la más brillante de la familia.

— Discrepo, el más brillante es Jonás.

— Vaya… sí, es cierto. Yo soy el loco, tú la intelectual y Jonás el genio.

— ¿Quién es Jonás?

— Nuestro primo, tiene cierto éxito en la música— le explico a Kyra.

— Fabiola le adora —. Mi hermano está celoso. Siempre ha estado celoso del buen rollo que tengo con Jonás.

— Y tú no estás loco, lo eres, que es otra cosa.

— Bueno, no estoy tan de acuerdo, Fabiola. El dolor psíquico, por lo que sea... es insoportable. Mucha gente piensa que puedes hacerles daño o algo así. Nadie está blindado, entonces te apartan de sus vidas y llegas a sentirte un residuo. Para mí el abandono es peor que la muerte, porque te agarras de lo que haya con desesperación. Mientras peor te sientes, más les demandas y por tanto más se alejan. Es como un bucle.

— Sabes que no te pasará eso conmigo — le dice Kyra, atrayéndolo hacia sí.

  Él me guiña un ojo:

— ¡Esta mujer es la hostia!

  Ella le planta un beso de tornillo y se levanta, dice que tiene trabajo. Se despide de mí con otro abrazo. Un encanto de chica.

— ¿No es maja? — susurra mi hermano, una vez que Kyra se fue.

— Sí.

— Y entiende que tenga las pastillas guardadas en el cajón. Esas mierdas te impiden hacerlo… ¿entiendes?, te vuelves insensible como una planaria.

— Algo había escuchado sobre eso... ¿dejaste de tomarlas?

— Sí. Mi alienista no lo sabe, por supuesto, y dice que no debo dejarlas, que no me preocupe, que esto es como la diabetes, me dice... No he conocido ni a uno solo que no ponga a la puñetera diabetes como ejemplo, ¿entonces el manicomio qué sería, una diálisis vacacional? ¡Que le aproveche!

— Tú nunca has estado en el manicomio, Tristán, eso ya no existe.

— Sólo le cambiaron el nombre, quédate una semana allí y me cuentas.

 No sé qué decirle, nunca pasé más de un par de horas en el psiquiátrico para visitarlo. Pero me entran ganas de llorar.

— Tranquila, niña, que bromee o me ponga cabroncete no significa que no te quiera. Tengo las pastillas en el cajón. Sí, las que me recetó el loquero. Dice que debería ser más estable, equilibrarme… y las horas pasan con las pastillas en el cajón. A veces el tiempo es mi peor enemigo, las horas corren, pero yo no pierdo el tiempo con las palabras; no quiero impresionarte, sólo quería decirte que tengo las pastillas en el cajón.

— Nadie puede obligarte a tomarlas.

— Me chutarían si no les mintiera. Entonces en vez de ser un cabroncete que bromea sería un idiota, un manso.

— ¿Y qué prefieres? ¿Seguir sufriendo, delirando…?

— No, seguir eligiendo. Mira, el tío me manda unas pastillas y me dice: ante cualquier efecto colateral, llámame, y si le envío un e-mail para decirle que se me está cayendo el pelo a mechones, no me contesta. Frío. Entonces dejo de confiar. Bueno, la verdad es que nunca he confiado en un loquero que escribe, firma y pone el sello… ¡pero si no es nada del otro mundo, soy parte del dos por ciento de la población mundial! Una originalidad. Ya me cambiarán la etiqueta cuando toque. Así que el mes pasado, como todos los meses, fui a buscar las pastillas al loquero y las guardé en el cajón. El tiempo miraba y me acosté a dormir sin tomarme ninguna. No crean hábito, insiste. Esto es crónico, te dicen. ¿Y si es crónico para qué vamos a pensar en el hábito? Y la sociedad: ¿es como la diabetes? Y el rechazo: ¿es como la diabetes? No sabe qué decirme, tía. Tengo esas pastillas de mierda en el cajón, y no voy a tomármelas, tal vez las revenda, o me haga camello sin bata blanca. La locura es paja en boca de los alienistas, y cuando todo haya mejorado, si es que mejoro, ¿qué haré con el tiempo? ¿Qué haré con el tiempo?

  Como siempre, me deja sin argumentos. Tal vez, en su lugar yo haría lo mismo. Ya ha visto cerca de diez loqueros y ninguno le acertó, ni en el diagnóstico ni en el tratamiento. A los veintidós años mi hermano ya luce ojeras amarillentas y una calvicie incipiente. Sólo hay dos situaciones que le hacen feliz: producir música y estar con Kyra.

  Al hablar de ella me mira con una especie de manía vaporosa que le va encendiendo poco a poco de una forma extrañamente impasible. Ama a Kyra con una pasión perpleja, y ella a él, pero sin perplejidad, ya que carece de ese tipo de flaquezas. Las superó todas de un golpe el día en que la subieron a un camión y las viejas lloraban acurrucadas en el fondo creyendo que se venía otra guerra. Después de eso el miedo a cualquier cosa tendía a disolverse antes de empezar, como un síndrome de China auto infligido. Y es que a pesar de su esbelta delicadeza, Kyra es una mujer de gran determinación. Una determinación sigilosa, que unida a su talante de niña albina que nunca ha roto un plato, llega a dar reparo. Sin embargo la gente no se fía de ella.

— La suspicacia se huele en el aire, hermana, ni siquiera hace falta que digan nada... La rusa esto, la rusa aquello. Nadie se fía de la rusa. "Para ser rusa lo ha tenido fácil", dicen los rastreros. Una aprovechada, la rusa…. ¡Claro! Sobre todo porque es rusa. Pero es la única mujer que conocí compatible con el litio.

  Al principio solían coincidir cada cual en su respectivo balcón, sea para tender la ropa, sea para fumar. Kyra le saludaba por cortesía; Tristán le respondía con un gesto de perilla. Hasta que un día, mientras ella dormitaba tranquilamente bajo el sol, le dio por saltar el balcón. Una de esas iniciativas tan de él, que dejaban a la gente de piedra. Cuando Kyra abrió los ojos, lo primero que vio no fueron las siluetas inanimadas de los geranios de siempre brotando de sus tiestos —que era lo último que había visto antes de estirarse en la tumbona, y se supone que debía ser lo primero que viera al abrirlos—, sino la vívida osamenta de un muchacho con aspecto de cigüeña encaramada a un campanario, que sentado en la tumbona de al lado con las piernas cruzadas y un libro abierto en el regazo, la miraba sonriendo beatíficamente: “Para que te asustes, le advirtió Tristán; “te he estado observando durante veinte minutos”.   

  Me cuenta que la pobre se llevó tal susto que estuvo a punto de caerse de la tumbona. Que iba a echarle, y que incluso le chilló; pero que al final se retrajo. Lo bueno de esos encuentros fortuitos es que te distraen del aburrimiento, y son un motivo para creer que no todo en la vida tiene que pasar por un psiquiátrico. Mi hermano espoleó su curiosidad, y excluyendo el susto del principio, se ve que ella no debió pensar que pudiera hacerle daño. Lo que le molestaba era su desparpajo. Sin embargo, también le atraía por eso. No hay que olvidar que una mujer con agallas jamás se resiste a un hombre que va por los balcones buscando confianza.

Y además tendrías que cuidarte de mí, le dije, todo chulo; debería tener el aspecto natural de un hombre feliz, pero habitualmente sólo hago el payaso.¿Y cómo es el aspecto de un hombre feliz?”, me preguntó ella. Eso me dejó helado, tía. Tuve que reconocer que no lo sé, que nunca he visto uno.

 Si nos atenemos a los hechos, Kyra no tenía ninguna razón para echarlo (recordemos que estaba aburrida y que no había nada más para hacer), ni tampoco para no echarlo (se había metido por su balcón sin pedir permiso y ése era suficiente motivo como para deshacerse de él en toda regla). Así que se decantó por lo primero. Hasta le permitió entrar en su casa y preparar un té helado que luego bebieron, mientras Tristán elogiaba sus geranios y le contaba algunos secretillos para evitar la plaga de la mariposa.

  La gente suele mentir cuando empieza a conocerse, pero él empezó diciéndole la verdad. Era una fijación: no creía que pudiera seguir hablando con la chica si no le confesaba el rollo de la enfermedad mental: su disidencia. Además, la cota de angustia era tan grande que de no haberlo hecho, la chica habría dejado de importarle.

  Le explicó que se había vuelto loco para comprender la locura —y a los locos— en sus propios términos. El resultado de eso fue que tuvo que descender al mundo inferior, lo cual no está tan mal, si se lo sabe llevar. Al ver que iba de alucinación en alucinación cruzando el mar y hablando con los cuatro elementos, acabó por darse cuenta de que lo que estaba viviendo tenía que ver con algo mucho más profundo que la locura misma, sólo que en vez de buscar otro tipo de consejo, se hizo aplicar la etiqueta para mantener contacto con gente que se hundía en el viaje. Le resultaba útil estar ingresado de vez en cuando y abrirse a ellos, estar con ellos, e incluso sufrirlos. El mundo psicótico es duro, y había desafiado a los médicos tantas veces, se había hecho daño tantas veces, y había abandonado el tratamiento tantas veces, que no tenía el coraje de pedir perdón a nadie. Por eso vivía solo, porque solo estaba bien.

   Sin embargo, el amor era otra cosa. Había un abismo entre lo que él consideraba el buen amor y la realidad. Por lo visto Kyra le escuchó sin mover ni un músculo y le dijo: “Ah, o sea que estás loco. Yo sólo estoy triste”.

   Quizá haya valorado la posibilidad de que Tristán pretendiera impresionarla con sus extrañezas, aunque es más que probable que se lo tomara como lo que era: la presentación honesta de un chaval con un problema. Su análisis de la realidad estaba lejos de ser intelectual. Se basaba, más bien, en las evidencias. Y según las evidencias, Tristán era un chaval con un problema a quien su padre le alquilaba un piso para mantenerlo lejos. Aunque, por alguna razón que nada tenía que ver con las evidencias, Tristán era también un chaval que le gustaba. Que anduviera perdiendo los órganos, según decía él, la llenó de curiosidad. Eso sí: el órgano eyector nunca lo perdió.

  Cuando vivía en Ucrania, le contó, tenía la costumbre de asomarse a la ventana para ver a la gente del circo de Moscú, que todos los años montaba la tienda justo frente a su casa. Por la mañana, muy temprano, docenas de niños se arrojaban sobre los botes de basura y los tumbaban en la nieve, vigilados por una anciana calva en cuya boca risueña brillaba, como una aparición en un agujero ártico, un sólo diente amarillo. Si pillaban algo interesante, lo restregaban en la nieve y se dejaban caer al borde de la acera, para comer. A veces encontraban algún juguete chungo, lo metían en bolsas de plástico y se lo llevaban. Otras echaban a correr en dirección a las tiendas de los artistas y perseguían a los domadores, pegando saltitos alrededor de los elefantes, que se movían con fatiga sobre la nieve empapada en gasolina. Su padre, que estaba en el paro desde hacía mucho tiempo, también se asomaba a espiar. No había mucho más para hacer en la ciudad, además de emborracharse hasta la cejas y envidiar el destino de los que podían emigrar.

  Después pasó lo de Chernóbyl. Su abuela materna, que vivía en Kiev, les hizo un sitio en su casa y allí escucharon las primeras noticias en un televisor blanco y negro del ’69, enorme, comprado por su abuelo en Europa occidental: había explotado el reactor. Dada la magnitud del desastre y la cercanía de Prípiat con la central nuclear, se quedaron en su casa. Y ellos sabían que estar con la abuela no iba a ser fácil. La mujer vivía sola desde hacía mucho tiempo y no creía necesario el uso de agua para otra cosa que no fuera cocinar y preparar infusiones con hierbas raras, con lo cual las riñas para asearse eran constantes. A pesar de la catástrofe, su padre no alteró su rutina de ponerse frente a la ventana a esperar la llegada del circo. Algo que nunca sucedió.

  Todos los días, antes de ir al instituto, Kyra acompañaba a su abuela al centro de Kiev a echar unas horas como mujer-anuncio. La vieja daba vueltas alrededor de una plaza con un cartel sobre los hombros, anunciando el nombre de abogados, gestores, dentistas, cafeterías... Le pagaban por la cantidad de folletos que presentaban los posibles clientes. Si había. Y si no, le pagaban unos mínimos por llevar el cartel. La mar de las veces la gente aceptaba el folleto con desgana, y lo tiraba sin haberlo mirado. Los más escrupulosos se lo metían al bolsillo, y cuando pensaban que nadie les vería, lo arrojaban a la papelera. Kyra los recogía del suelo y se los daba a los que venían detrás. Prácticamente les obligaba a cogerlos, bajo la mirada filosa de la abuela, que aguardaba al otro lado de la plaza sosteniendo un cartel con una leyenda: Abogado: primera consulta gratis.

  Los barrenderos siempre hicieron la vista gorda.

  Luego volvían juntas a casa y ella conseguía que la vieja le pasara sus recetas de hierbas medicinales y pomadas para todo tipo de dolencias. Interesantes conocimientos que agendó y metió en una de sus maletas antes de salir de Ucrania.   

— Me tuvo confundido un buen rato, ¿sabes? —. Tristán hace una mueca de ésas que intentan ser una sonrisa y se quedan a medias entre el amago y la vergüenza —. Y al final caí en que si yo no le hubiera dado tanta confianza, nunca me hubiera contado todas esas cosas… Y yo sé que ella llora sin que la vean, pero nunca lo reconocerá. Ese número que lleva en el brazo… ¿se lo viste?

— ¡Sí! ¿Qué es?

— Significa Uranio 235… esa cosa que había en el reactor nuclear que explotó. ¿Tú sabes lo que fue de Yuri? Yo tampoco, ella nunca habla de él. Ella jamás podrá tener hijos; yo tendría cuatro o cinco, pero tampoco puedo por esto que me pasa. No queremos dañar chavales, ¿entiende? No sería justo para nadie… Así que nos aceptamos tal como somos. Cuando empiezas a oír a un loco siempre acaba teniendo alguna lógica, especialmente si estás en su territorio, o más allá de él, como Kyra. En cada salto que pega cuando baila, vuelve a sentir esperanza. ¿Ves que no estoy tan loco, hermana? Todo lo que dicen de mí los alienistas es falso. Sancho lo intenta, pero no comprende…, mamá no puede, y tal vez tú… pero Kyra… ¡Kyra! ¿Quién la habrá inventado? ¿De dónde habrá salido? Para mí ya son preguntas rancias... Ella me centra y se preserva sin juzgarme —. Y aquí me hace la gran confesión de su vida: — Siento por ella por una mezcla de repulsa y adoración… y vamos, no es que vaya por ahí quemando almohadas, no soy un elucubrador de fantasías solitarias, pero tengo práctica, y sé cómo hacer para que mi polla levite sin tocarme un pelo.

  Después de primer encuentro tomaron por asalto su piso sin otra intención que no fuera la de enrollarse. Kyra era la única chica que no le trababa como a un loco, y también la única que le aceptó tal como era sin poner una excusa para largarse o decirle que era un colgado o un mentiroso. No le daba ninguna vergüenza admitir que prefería reconocerse en él mismo que desconocerse en un mal polvo. Con ella había sido bueno, muy bueno. Lo suficiente como para preguntarse qué demonios hacía él, un tío sin pizca de gracia, en esa cama con una mujer como ella.

  Mientras se fumaban un cigarro tumbados uno junto al otro, Kyra le miró con la emoción que hubiera puesto en una barra de pan: “Pues nada: follar”.

 ¿Follar? De ser así, él ni siquiera hubiera tenido la amabilidad de ducharse. Los canarios se dan la zambullida y siguen cantando como si tal cosa, y tan felices en cautiverio, que por ella se dejaba meter en chirona siempre y cuando no le ataran de pies y manos para poder tocarla, de ser necesario se hubiera duchado tres veces diarias, ofreciéndose limpio, lubricado, aromatizado, emulsionado y hecho un pincel. Y todo por un pastelillo como ella para llenarse la boca de plumas. Pero Kyra parecía tener la mala costumbre de jugar siempre con los mismos niños, y seguro que iba a darle calabazas. Porque las tías como ésas siempre dan calabazas: piensan, luego son, y aunque la lógica cartesiana se le diera bien, tendría que admitir que mejor se les daba a los dos el discurso voraz de un bajo vientre en creciente, que le hacía sentir como un sasquatch tapado de luces de Navidad, y lo dejaba deshecho y lleno de inseguridad, y también un poco triste por esa cosa suya de querer follar y nada más.

— Me hice un ovillo bajo su axila y le dije: ya que estás ahí, podrías meterme en la cartera y sacarme de vez en cuando; juro que me quedaré quietecito y que no daré problemas.

  Le pidió que le dijera si quería que volvieran a verse. O por lo menos, que se lo pensara.

— Ella eligió quedarse, hermano, eso me hace feliz — le dije, acariciándole el cuello. Por fin una buena.

— Efectivamente. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo?

— Dime.

  Tristán me arroja una sonrisa asombrada:

— ¡Que existe! 

 

 

 

 

 

FABIOLA 2

  Bruno era un mulato de Guinea con los ojos oblicuos como una cobra. Lo intercepté en un garito por los tiempos en que todo el mundo quería montar una revolución, aunque nadie tuviera ni idea de cómo o hacia dónde hacerla: años 90. Yo estaba aburrida; él estaba ahí porque no podía dormir. No tardó nada en mostrarme, todo orgulloso, el tatuaje que tenía en la palma de la mano. Luego la apartó rápidamente para que yo no pudiera quedarme con la imagen. Me dijo que hay una ley que está escrita en las pintadas de callejones, pero que sólo los negros saben descifrar. Que él la llevaba grabada a fuego en la palma, y la bendecía.

  Se levantó la camiseta para mostrarme su escayola. Tres costillas rotas. Al principio no le dio importancia, hasta que empezó a dolerle y tuvo que ir al hospital. “Yo bajaba por la cuesta y le vi venir, pero no podía pararme… así que salté”. Bajaba a toda hostia acostado en su skate en posición bicho bola, cuando al llegar al cruce apareció ese coche. Un cortejo fúnebre marchando a paso de hombre, con el ataúd, las coronas y toda la parafernalia. No fue el golpe del coche, sino la caída lo que le había roto las costillas. Tumbado boca arriba, con el sol en la cara, su estrecho campo visual se llenó de gente en un momento: "¡Traed oxígeno!". Y él sin sentir su cuerpo, sin poder moverse, ni respirar. Pensó que iba a morirse, pero al cabo de unos minutos se sintió bien y se levantó. Agarró el skate, lo examinó para ver si se había estropeado, sonrió al comprobar que no, y salió caminando tranquilamente.

  Bruno me contó sobre Rebeca, su hermana mayor. Desde luego, era la chica más guapa del país. Cuando eran pequeños sus padres les dejaron en casa de sus abuelos. El viejo tenía una tienda de instrumentos musicales y su abuela nunca le hablaba de sus padres, decía que aún no era tiempo, que todavía era demasiado joven, que viviera bien. El asunto estaba cubierto de misterio. Pero la vieja lo adoraba: “Ay mi niño qué guapo es mi niño qué pelo qué ojos tiene mi niño qué piel qué bueno es mi niño ten cuidado mi niño ten fe mi niño abrígate bien mi niño haz esto haz aquello pero hazlo bien mi niño, ten fe en Legbá”.  

  No obstante, la persona más importante de su vida seguía siendo Rebeca. Si hubiera tenido que elegir entre ella y sus abuelos, no se lo hubiera pensado dos veces: la hubiese elegido a ella. La chica era cantante de hip-hop y viajaba por todo el mundo, algún día iba a mostrarme sus discos. Rebeca era la chica más guapa de Guinea. Rebeca tenía unas tetas enormes, ¿cuánto tenía yo? Y estaba bien jamona. Cuando se acostaba a dormir, se sostenía las tetas con las manos para que no se le cayeran hacia arriba, de tan grandes que eran. Rebeca iba con él a todas partes, creía en Legbá y era virgen como él. Se erizaba toda convocando a los chicos con infusiones heladas de hierbabuena, pero no se acostaba con ninguno, pues de pequeños se habían hecho la promesa de no abandonarse jamás. A Rebeca le encantaban los aviones, sus destinos imprevistos. Su primera costa le dejó un recuerdo imborrable: espigones iluminados, docenas de radiales sobre una lengua oscura e inmensa, al alba, sobre el mar.

  Sin embargo, Rebeca no había tenido la visión, y él sí.

  Bruno tuvo la visión después del accidente de coche. Se la había dado Legbá, el dios vudú de las diez mil lenguas, el que abre y cierra puertas para pasar al otro lado del río. Un día se acostó y no pudo dormirse, entonces se abrió una gran puerta blanca en medio de un póster de Bob Marley que había en la pared, y apareció un hombre alto con una melena como una burbuja, que lo tomó de la mano y lo introdujo en el paraíso. Allí Bruno vio un precioso jardín lleno de cipreses, flores de especies desconocidas, agua clara y mil cosas más, que por supuesto, no valía la pena contarle a alguien que nunca ha tenido una visión. Después de llevarlo a pasear por el paraíso, el hombre le hizo la escarificación que tenía en la palma y le dijo: “Ya que has elegido andar con una sola mano y por tu cuenta, yo te doy esto para que nunca olvides de dónde saliste”.

  Me preguntó si entendía, y yo ni idea. "La gente no sabe lo que es vudú", dijo. Cuando el blanco cruzó el mar con sus barcos negreros y convirtió al negro en esclavo, éste llevó el vudú a las tierras del blanco y lo subvirtió, dando a conocer la parte oscura del rito. Y puesto que el blanco trató al negro como si fuera un animal o una cosa, las brujas vudú convocaron a los espíritus malignos valiéndose de objetos y cosas del blanco, para hacerle pagar su injusticia. En África, donde el negro es libre, la religión es buena. Allí vudú significa que tienes que mantenerte cerca de los espíritus bienhechores. Si te alejas de ellos, Legbá también se alejará de ti. Por eso prefería estar cerca de Legbá, que lo elevaba como una bengala desde el fondo de ese montón de mierda.

  Sólo que últimamente Bruno andaba preocupado. Y no era porque no pudiera dormirse, ni por sus tres costillas rotas, ni siquiera por la visión. Era por los sueños. Habían empezado después del accidente y llevaba sesenta y seis sueños idénticos. Desde entonces le costaba mucho pegar el ojo, así que optaba por salir a dar unas vueltas, o se metía en un garito y se dormía tumbado en un sillón.

  Bruno soñaba que Rebeca se moría. Que llegaba a casa de sus abuelos y encontraba a su familia hecha un mar de lágrimas. Le hacían pasar a una habitación, y ahí estaba ella, en la caja, vestida como la última vez, con su faldita corta y sus botas militares y su gorro con la bandera de Guinea vuelta del revés. Cubierta por un cristal, pálida y bella. Inmóvil. Su abuela se había cuidado de cruzarle las manos sobre los pechos —para que no se le cayeran hacia arriba—, y Rebeca no sintiera vergüenza al verse desde el cielo. Había en el cuarto una luz rara, como si estuviera lleno de candelas, pero no vio ninguna, y se percató de que en realidad la luz surgía de las paredes. Entonces Bruno rompía a llorar y daba un golpe de puño sobre el cristal, que estallaba en pedazos. Alzaba la cabeza hacia el techo, pero no había techo, y todo lo que veía eran unos postes altísimos, rematados por esferas cubiertas de fieltro alrededor de la caja, como en un sacrificio ritual.

  Bruno terminó su relato hablando a hurtadillas, con la inquietante incertidumbre de quien despierta en el fondo del mar, ahogado ya, pero vivo, pivoteando entre la condición humana y la anfibiedad. En cierta forma me trajo de vuelta a Yâzid, pero mucho más triste, como un niño perdido que cree que nunca ha salido de casa. Me derrotó con su inocencia terminal.

   Esa misma noche le hice prometer que si me permitía compartir piso con él iba a cuidarlo como a un hermano pequeño. Y quiso.

 

 

 

 

 

LUJÁN 1

  Para llegar a la línea caliente tuve que conocer a Encarna, una veterana recién divorciada con la que trabajé una temporada repartiendo folletos presuntamente instructivos para los porteros de Madrid, un proyecto del Ayuntamiento que al poco tiempo se pinchó, pero que era divertido, porque además de enseñarles a reciclar la basura según el color del contenedor — papel, plástico, vidrio, residuos orgánicos—, les entregábamos como obsequio un contenedor de juguete con ruedas que les hacía mucha gracia: incluso uno llegó a pedirme tímidamente si podía darle otro para su nieto, y se lo di. Llevábamos un chubasquero amarillo y un carrito repartidor, y como nos daban un vale para las comidas, nos metíamos en los restoranes más baratos con plato del día y vino peleón, y ahí empezaban las anécdotas de Encarna, que por ser bajita y rechoncha se nos perdía de vista muy seguido por la calle: Si veis un punto amarillo en la acera de enfrente, ésa soy yo. ¡Encarna!, nunca más la volví a ver. Ella me habló de la línea caliente por primera vez, de la línea caliente, de la erótica por teléfono, pero lo hizo con tanta discreción, que me pareció la salida más viable para zafar de la hostelería, y del mal momento que me hubiera llevado revoleando una bandeja con varias birras por la cabeza de un cliente, un talento con el que no nací. Pero sí que nací para hablar, con lo cual me anoté los números de las empresas que Encarna me había dado, y llamé. Ya venía intuyendo algo y no estaba segura de que pudiera hacerlo, sin embargo me fie de cierta perversidad natural oculta bajo la máscara de la buena chica: no se trataba sólo de hablar, si no de escuchar las fantasías más retorcidas que se le puedan pasar por la cabeza a un tipo, cosas que nunca le diría ni su mujer ni a su hombre. En un plano muy superficial, para eso están las líneas calientes. Por ejemplo, la noche de estreno se me puso a la espalda una sabuesa llena de granos para ver si yo era una idiota o tenía destreza para el teléfono porno. Primera llamada: un chico me cuenta titubeante su última aventura gay masoquista con tanto realismo que me lo creo. Fue mi prueba de fuego, porque a los quince minutos de conversación la sabuesa ya se había ido. Mi gancho era la voz ronca, insinuante, con ese puntito de atorrantismo de arrabal que a ellos les encantaba. Cuando le conté a Encarna el episodio del chico gay, le dio un ataque de risa. Todos mienten, me dijo; si le hubieras preguntado en qué peli porno vio esa chorrada, te hubiera colgado, ¡seguro que ni salió del armario! Según ella no hay ni un solo hombre que no haya llamado a una línea caliente que lo reconozca, y todos han llamado alguna vez aunque sea por curiosidad, hasta nuestros padres: ellos lo negarán siempre y tú harás como que les crees, pero sabrás que mienten, porque admitir que llaman a una 906 deja al descubierto que tienen una carencia, y en el país de la felicidad, ningún tío aceptará que la tiene, entonces tú tira pa’lante que es buen curro y puedes decir lo que te salga. Mentira. Al principio tuve que ganarme el derecho lenguaraz de estar ahí con sueldo en blanco, seguridad social, derecho a paro, aportes jubilatorios, vacaciones pagas y si no te gusta te vas “a la puta calle”, que es lo mismo que le decían a todo aquel empleado o empleada sin cualificación que se atreviera a cuestionar sus demandas, trabajaras en un call center, un restaurante, una casa de familia, un geriátrico o barriendo portales, si te enarbolabas exigiendo tus derechos, la frase siempre era la misma: “si  no te gusta, te vas a la puta calle”. Básicamente, mi trabajo era el de una actriz mal pagada, pero mejor pagada que una camarera, y para adquirir cierto manejo sin salir corriendo al primer día, fue necesario que descubriera mi habilidad innata para desdoblarme temporalmente, sin que me mandaran “a la puta calle”. Con el tiempo le tomé la mano y decidí que mi secreto en la línea caliente no pasaba por complacer la imaginación del cliente contándole la “ropita” interior que llevaba puesta o depuesta, con ruido de fondo y timbrazos de teléfonos, en un cubículo lleno de papas fritas y chocolatinas —lo del esmalte de uñas es un mito cinematográfico—, pero la sílaba des ya les provocaba una contracción espinal, nu los llevaba al colapso fugaz, y da los ponía en estado de catatonia eyaculatoria. Listo el polla, siguiente llamada. ¿Estás casado o soltero? Estoy empalmado. De acuerdo, cielo, mi tanga es roja; listo, que pase el siguiente. Esos tipos no servían porque se iban muy rápido, y la empresa línea caliente, gran villana de todas las líneas de servicios, empezaba a pagarnos a partir de los tres minutos. ¡Minga! A los cachondos los dejaba jadeando al otro lado del auricular apoyado en el escritorio mientras prendía un cigarrillo e iba a sacar un sandwich de la máquina. Ni se enteraban. No, lo mío pasaba por engancharlos al teléfono sin hablar ni una palabra de sexo, aunque solía darse el caso de algún llamante con quien conseguía que la conversación evolucionara hacia un erotismo más o menos potente: ¿Cómo es mi cuerpo?, pues común, como el de cualquier otra mujer de unos treinta y cinco años, medianamente delgada, con celulitis, un poco de barriguita y casi todas las marcas que deja el paso del tiempo cuando se ha vivido intensamente, por lo tanto no tengo que rendirle cuentas a nadie; ahora te toca a vos: ¿cómo sos? Podría haberme colgado, pero no lo hizo. Ese hombre, que había llamado con la idea de encontrarse con una Barbie imaginaria o una conejita complaciente con una borla en el culo, se encontró con una argentina que hablaba un castellano defectuoso, pero que tenía algo que decir, soñar y desear, con lo cual se quedó hablando, soñando y deseando conmigo toda la noche. Por lo que sé, nunca vi entre nosotras a Nastassia Kinsky sacándose el suéter fucsia como en París-Texas. Nosotras éramos mujeres buscándonos la vida sin dejar de pasar un buen rato entre noche y noche, con llamantes que repetían durante semanas. Nunca nos faltó, eso sí, alguna despistada que se equivocaba de línea y pedía que le adivinaran el futuro, que le dijeran que el chico que la había dejado hacía cinco años aún pensaba en ella, y que incluso se le escapaba su nombre cuando cogía con otra. Así descubrí cuál iba a ser mi próximo trabajo para aliviar la alienación: echar las cartas (¡pobre de mí!). Por supuesto en la línea caliente casi nunca falta una gitana o medio gitana quien a cambio de una birra al salir del trabajo, te pone una baraja de Tarot sobre la mesa, y antes de desplegar sus conocimientos arcanos con una mirada rara, levanta el dedo amarillento marcado por una colilla, y te dice que a la magia hay que tomársela en serio. Ellas, porque saben. Pero yo aprendí en los libros, o sea que no sé nada. Mientras tanto continué trabajando en la línea pajera, preparándome para mi próximo trabajo marginal. Si digo marginal es porque nadie se toma en serio el currículum de una operadora que no puede declarar el nombre real de la empresa donde trabajó, y si lo hace —esos engendros también se dedican a la venta de “otros productos”—, seguro que ninguna empresa que no sea del rubro la contratará. Me tomé mi trabajo como un medio de subsistencia y punto, pero cuando me preguntaban dónde trabajaba nunca decía la verdad, lo cual desembocó en una situación alienante: no sólo me veía obligada a mentir por teléfono para que no me despidieran, sino que esa misma situación me forzaba a seguir mintiendo en la vida real para que no me rechazaran; era como si me hubiera enredado en un cable y pretendiera desenredarme tironeando. Ahora, viéndolo en retrospectiva y aunque pueda provocar asombro, sé que mi elección de aquellos primeros años fue la correcta. Nunca me interesó ni me interesará la forma de vida burguesa. Yo quería estudiar a fondo la soledad humana, lo que se esconde bajo el rostro aparentemente relajado de lo que llaman sociedad occidental, ¿primer mundo?, quería hundirme en la verdad hasta el meollo, usar la línea caliente como un experimento personal y social antropoerótico dentro de la maquinaria capitalista del tele marketing que, entre otros productos, vende sexo por teléfono: la línea caliente es la madre de la webcam y la abuela del sexting. Y cuando sospeché soledad, no me equivoqué. Y cuando sospeché miseria, no me equivoqué. Y cuando empecé a quedar con alguno que otro sabiendo que la fantasía no se mezcla con la vida real, tampoco me equivoqué: no estoy hecha para irme pudriendo de a poquito con una gratificación económica a cambio de sexo, pero ellos insistían como si fuera una norma. Ofrecer dinero, una cena cara, un viajecito, ropa guapa, tiempo y diversión siempre es más fácil que entregarse uno. ¿Libre? Sí, mucho. Espía también. Prostituta no: no me gusta dejarles el poder. Alguien me llamó una noche y no quiso decirme su nombre, sólo quería que lo acompañaran al otro lado del teléfono mientras se dormía, y así durante horas, hasta que a los treinta minutos se cortaba la llamada y él volvía a marcar: ¿estás ahí cielo?, es bueno saber que hay alguien al otro lado… Está bueno saber que hay alguien ahí, hasta que le dio por llamar la noche de Año Nuevo —sí, esa noche pagaban el doble—, y lo volví a atender. Me contó que su verdadero nombre era Fernando, de Jaén, y que le alcanzaba con asomarse a la ventana para ver la sierra de Mágina, su sierra, Mágina, Mágina, imagina Mágina, sonaba poético porque al decirlo la voz se le llenaba de una emoción lejana, como si la estuviera viendo; reconoció que si llamaba de vez en cuando era porque la noche es el único momento del día en el que un hombre se encuentra a solas consigo mismo, y eso aterra. Cuando fui a mi médica y le conté tartamudeando, pero sin dar detalles, lo rara que me sentía, la tipa movió la cabeza de arriba abajo y escribió el diagnóstico: depresión reactiva. Antidepresivos. Te paso un buen llamante, Luján, me advirtió la supervisora, una pelirroja de pantalones rayados y botas militares, ruda ella, que presumía muy oronda de ser una dominatriz, y debía irle muy bien en el oficio porque ya a los veinte siete se había comprado un chalet en Alcalá. Ahora va y me tirá un hardcore, pensé; pero no, posta que era un buen llamante: presunto novelista, tipo culto y misterioso, andaba buscando una mujer “diferente” para hablar sobre literatura, música, cine y poner el mundo patas arriba, incluidos los atolones de Malasia, los independentistas catalanes y los Ultras del Madrid, todos temas muy afines. El tipo no entendía qué hacía una mujer como yo —inteligente—, subrayó, trabajando en una línea caliente. Le respondí con gomera: ¿de dónde sacás que una mujer que trabaja en una línea caliente no puede ser inteligente? Otro piedrazo: ¿y por qué llama un hombre inteligente a una línea caliente? Por aburrimiento, me dijo. Bueno, yo también, yo también… trabajo acá porque en otra cosa me aburriría y porque además pagan mejor. Yo creo que el tipo estaba llamando para recabar información sobre lo que hay detrás de las líneas, tal vez un estudio de comportamiento para alguna sub trama, o simplemente por pura curiosidad. Capaz que habíamos llegado al teléfono con similares intenciones, eso sí, que con clara desventaja para mí. Después de haber hablado toda la noche, no pude resistirme y se lo dije. Me colgó. Montse se dio cuenta y se tentó de la risa. Me había sacado la ficha. Ella sí que era inteligente, una piba alta, flaquísima, que andaba siempre de negro y dominaba tres idiomas. Era un misterio de piel blanca e hileras de cicatrices en los brazos, nunca hablaba con nadie y hacía su trabajo sentada en la mesa, gesticulando con el codo apoyado en la rodilla doblada, borcegos, y pinta de haberse emancipado a los catorce. Tenía el detalle de regalarle chocolatinas pagadas de su propio bolsillo a una pequeña andaluza embarazadísima, que trabajó un tiempo en la línea porque la habían echado de casa y estaba sola en Madrid. A Montse la echaron bajo el supuesto de que se metía heroína. Para mí no: yo creo que la echaron porque a Consuelo, la jefa entre las jefas, una obesa autoritaria que en vez de consolar metía miedo, la morocha nunca le cayó bien. Esas marcas en los brazos no eran de pinchazos, si no de hoja de afeitar. Por supuesto, la línea caliente es un trabajo extremo. Typer era muy tímido, pero le gustaba pedir a la carta y con la mayor educación, una voz de mujer para que le hiciera un masajito de cerebro, shiatsu neuronal, mientras iba recitando la Canción del Pirata de Espronceda. Una vez era afinador de pianos, otra  arqueólogo, otra fontanero, una noche era Francisco y la siguiente Gorka, siempre otro, siempre feo —dicho por él—, pero todas sabíamos que era Typer; un día tenía veinticinco años y estaba en Santander, otra cuarenta y era vasco, otra treinta y seis y estaba en Barcelona, otra cincuenta y le apetecía una dómina a quien lamerle los pies con golpes de fusta en la espalda, y yo siempre le consentí, imaginariamente, el vestuario a lo Betty Page que lo ponía cachondo. Aprendí a convertir mi trabajo en una aventura alucinante, y a veces, alucinatoria. Para bajar a una cloaca ni siquiera hace falta mojarse, alcanza con grabar un anuncio provocativo y esperar a que te llamen, me las rebuscaba para evitar que me comieran los puercos usando mi imaginación sin tener que hablar de sexo, porque en el fondo le tenían pánico al rechazo y lo que buscaban era alguien que los escuchara, así que el salón imaginario se iluminaba cada vez que yo abría la boca, y hacía con ellos exactamente lo que me salía del bestiario que ellos mismos iban diseñando. Poco a poco me fui convirtiendo en la sultana, y terminaban entrando en mis cuentos noche tras noche con el guion que ellos mismos construían, fantasías que ni se atrevían a pensar en solitario porque necesitaban el empujoncito de Scherezade, de ahí que desembucharan las confesiones más turbulentas, pues el anonimato les garantizaba la intimidad, y les aterraba estar con una mujer de carne y hueso que podría haberles hecho en cinco o diez minutos lo que ellos buscaban en una línea caliente por mucho más dinero. Para ellos, un alivio; para nosotras un fraude hasta cierto punto fructífero. Todo se puede sobrellevar, excepto los psicópatas. Se esconden bajo la trama invisible de las voces, se infiltran a través del cable hasta llegar a tu oído e intentar triturarte el cerebro despacito, delicadamente, con tanta habilidad que no te habrás dado cuenta hasta que te hayan tragado, y posiblemente digerido. Puré de operadora. Cuando se encuentran con alguna que les interesa —me ha pasado— comienza la pulseada fagocitatoria, que incluso puede ser tentadora, sobre todo si te atrae bucear en lo oscuro para encontrar alguna perla brillante que al tocarla se transformará en tu propia sombra, algo que ni siquiera sabías que anidaba en vos antes de que él apareciera: eso, cuanto menos, es lo que puede conseguir un psicópata. Entrar en el juego siempre dependía de una, y aunque la empresa pretendiera que no les cortáramos, el precio de ponerles el límite podía costarte el puesto de trabajo. Así terminaron mis noches en la línea caliente. Por haberle colgado de golpe a un psicópata; a mí me hubiera dolido, a él seguro que no. Me quedé seis meses en el paro, y más antidepresivos. Sin embargo, durante ese tiempo me dediqué a estudiar los 78 arcanos del Tarot que me había regalado Fabiola, después de que Tristán me diera alguna clase improvisada. Decidí que si quería trabajar por lo menos un tiempo en eso, tendría que aprender a echar las cartas en serio, así que me compré algunos libros y me puse a estudiar. Era fácil. Tan fácil que cualquiera aprende el significado de los 78, pero muy pocos saben interpretar lo que hay detrás de la forma en que combinan; el resto es lectura fría y mucha astucia. Las verdaderas adivinas cobran fortunas y nunca muestran la última carta. Mi interés por la magia, el Tarot, las mesas de tres patas, el esoterismo, la metafísica y todas esas cosas raras no sobrevino de repente: comenzó cuando vivía en Argentina, en España lo convertí en mi medio de trabajo. Los programas de pitonisas que te leen el horóscopo por televisión, y te ayudan a decidir si seguís tomando el antidepresivo o lo dejás para siempre, empiezan como a la diez de la noche. Escucharlas me relajaba, ruido blanco. En ese tiempo conocí a Yolanda, que no era bruja —bueno, casi— pero tenía un piso precioso por Príncipe de Vergara, y daba clases de reiki en su coqueto ashram alfombrado de blanco. Ya era hora de empezar a entrenar, de ir calentando, de adquirir conocimiento, de infiltrarme entre toda esa gente de clase media alta y demostrar que los argentinos no somos ningunos charlatanes (porque sabemos muy bien cuándo usar el chamuyo y cuándo no). Kyra y yo nos anotamos en varios talleres de herboristería y empezamos a comprar libros y e ir al campo con especialistas, a recoger plantas: queríamos interiorizarnos en las especies autóctonas, sus propiedades y todo el conocimiento milenario que hay alrededor. Ella iba a fabricar cosméticos naturales y yo bálsamos para el dolor. Durante un tiempo anduve deambulando entre espiritualitos, que es como los bauticé, incluso nos hicimos amigos y venían a Manzanares para hacer senderismo, beber chocolate espeso y recoger moras junto al río. Meditatio. Para limpiar el aura y los chakras conviene comer plantas y hacer un retiro depurativo, por ejemplo, en Cádiz; y como muchos eran funcionarios, el descenso a la dimensión de los ministerios lo hacían en cámara lenta. Después de haber pasado por la línea caliente, no puede haber nada peor que la línea caliente, así que mezclarme saludablemente entre dentistas cuarentones y funcionarias maduras de vida relajada, que me invitaban a sus chalets para que viera cómo se prepara una parrillada de verduras al wok, fue motivador. Luego dábamos vueltas en grupo alrededor de una mesa bailando una danza hopi. Todo parecía tan fácil, tan armónico, todo tan regulado, tan aparentemente seguro, tan protegido, que tardé mucho tiempo en darme cuenta de que me había convertido en una boluda. No hay mucha diferencia entre una cosa comprada en el Corte Inglés —una taza, un collar— y los chirimbolos que compran los reikianos para abrirse los chakras con espíritu y todo. Productos espirituales para personas espiritualmente pudientes. Señoras que nunca han usado una valerina amarilla van cargadas de palabras leídas en el hall de un apart-hotel. Juro haber visto a Yolanda meditando, mientras la empleada ecuatoriana metía la mano en el retrete para limpiar la sombra de la señora, cagada recientemente, los restos del ama, los jugos de la chuleta en forma de brócoli, de caqui, de ahuacate, de cus-cus. La ecuatoriana es amiga íntima de Dios pero ella no lo sabe, le confié a Fabiola, que se me quedó mirando confusa. Faltó nada más que le recitara el sermón de la montaña. Dios es líquido: vive en un envase de Green Cleaner, con flores en la etiqueta. La valiente mujer se ponía los guantes y pasaba la escobilla por el retrete, se empapaba en el jugo de su ama, de la espiritualita feliz, de la iluminada, conociendo su sitio residual. Cuando veía esas cosas me entraban ganas de llevarle la escobilla a Yolanda y hacer que la oliera, de hecho la explotación adquiere muchas formas, además del sexo. Palabras clave de Yolanda: amor, ego, ashram; su color favorito: el blanco, blanco, impoluto, santo blanco incorpóreo adquirido en un restaurante vegetariano, y de los otros. Hasta me pareció haberla visto en sueños vomitando la chuleta en forma de brócoli: la sangre de animal mojaba el felpudo de una habitación de línea caliente el en Madrás, con un buda de jade en el pasillo, decían que la sangre había llegado al río, pero después se supo que no era río, ni sangre, sino sólo un nicho, el nicho de Yolanda alquilado en Madrás, India; sus aposentos para después de iluminarse. Fue una experiencia sedante conocer a los espiritualitos después de pasar por la línea caliente, y antes de empezar a echar las cartas en otro call-center. Por supuesto, me quedé con las ganas de ir a la India con ellos, porque estaba en el paro y no me cerraban los números. A ellos, que volvían iluminados, sí. De la noche a la mañana les caía una platita adquirida en herencia, una platita por aquí, otra platita por allá… y abracadabra-pata-de-cabra, mataban a la muerte y se abrían una cuenta en el Triodos Bank. La primera regla del espiritualito decidido a abrir la consciencia, es que nunca se mencione la plata. De pronto la plata se volvió precio simbólico, aportación voluntaria, inversión consciente, donación intencional. ¡Bendita sea la santidad del intercambio (también la del tráfico de esclavos! ¡Benditos los traficantes de todos los puertos, los gobernantes de todos los secarrales del mundo, los parásitos de todos sus vergeles! Acá, en mi propio sitio residual, busqué a Dios durante años y años, desesperadamente. Lo busqué en las plantas, sí, pero aún no estaba lista, tendría que esperar. Qué asco de vida, le dije un día a Fabiola, sosteniendo la cápsula bicolor por la punta. Divina Sertralina. Cerré los ojos, y me la tragué.  

 

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 1

  Todavía sueño con Bruno. Su imagen en retrospectiva, o lo que ha quedado de ella, aparece corriendo por la sabana, bajo la silueta intimidatoria de una pantera agazapada en el bucle de una nube. Fumado, el chaval, y con cara de hueso, de zahorí, o de chivo expiatorio en la boca de un volcán. Le veo escapando de sus monstruos imaginarios, de las piras sacrificiales, de las pesadillas incestuosas. De la orfandad. O tumbado en un sillón del garito donde yo solía dar algún recital los viernes por la noche, sonriendo o jugando al billar sin perderme el ojo ni por un minuto. En otras ocasiones estamos desayunando en la cocina del piso que compartíamos, coge una galleta y se queda escuchándome con los ojos llenos de legañas y la polla empalmada bajo los calzoncillos que le compraba su abuela. Una polla que jamás sería para mí. Mi boca capta todo su interés sólo por los cuentos que me invento para entretenerlo. Su polla, jamás.

  Al despertar soy mayor y él ya no está aquí.

  Luego de que diluviaran los quebrantos tras el fallido estrangulamiento de mi madre, Bruno me aceptó en su piso de alquiler. Acepté pagar la mitad de la renta con el dinero que ganaba trabajando en el restaurante de Sancho —donde casi todos los martes le servía el plato de día a Rosendo y le arrancaba alguna canción—, y los fines de semana continué trabajando en el garito. En fin, el cálculo infinitesimal de dividir la vida entre un trabajo de mierda y la vocación. Su abuelo le alquilaba un piso pequeño para que tuviera ahí su picadero y pudiera hacerse hombre, cosa que no suele suceder de un día para otro.

  Él dormía en el único cuarto que había en el piso y yo en un catre replegable del pasillo, junto al servicio. Si andaba cerca, su aliento en plena ebullición, medio dulce, medio ácido y hasta cierto punto trémulo, lograba ponerme cachonda. Pero la evidencia de su extravagante pasión por Rebeca me echaba para atrás, así que vivíamos como hermano y hermana. Fue en esa época que aprendí a dormir cortado: me acostaba a las ocho de la noche y me despertaba a las tres de la madrugada para escribir, sobre las siete volvía a dormirme y a las once aparecía por el bar toda dormida y a la vez más encendida que nunca por el siguiente cuento o capítulo que pensaba escribir. En cuanto a Bruno, yo me tiraba a sus amigos y a las amigas de sus amigos. Él nunca se tiró a mis amigas. Ni a mis amigos. Que yo sepa, no se tiraba a nadie. El único amor de su vida, Rebeca, la divina mulata con ojos de búho, siempre estaba en otra parte, envuelta en la cría de anaconda que le había dado Legbá. Sus fotos colgaban de la pared, y en una de ellas aparecía envuelta en una serpiente. La serpiente dormía, Rebeca no.

  Fue por esa época en que empecé a escribir con una honestidad devastadora. Escribía con desespero, sin ninguna presión, y a la vez como si fuera a morirme al minuto siguiente. Luego se lo leía a Bruno. Él me dijo que no era tanto lo que escribía como la forma en que lo hacía lo que le gustaba de mí. El apetito por las palabras me había entrado hacía bastante tiempo, con la crueldad de Artaud dulcificada por el hachís y el aullido de la generación beat agitando mis nervios, cuando era una lectora voraz de anticuario empecinada en hallar coincidencias entre los escritores ocultistas del siglo diecinueve y los grafitis que están debajo de las autopistas.

  — ¡El jodido Proust! Si hubiera querido montar una empresa, todavía la estaría pensando…

  Conocí a Ramón en la tienda del abuelo de Bruno. Era un editor aficionado a los instrumentos musicales, que se empeñaba en ocultar su homosexualidad porque estaba casado. Un pelirrojo flacucho, más bien bajo, cuyos ojos no perdían rastro de todo lo poco que pasaba a su alrededor. Lo controlaba todo como si anduviera por un carril ya trazado de antemano, igual que una ruta. De todas maneras, no hacía falta mucho olfato para advertir que el verdadero motivo de sus visitas diarias a la tienda no era su afición a las guitarras, sino Bruno.

  No me extraña. El muchacho era realmente guapo y su inocencia al respecto lo tenía embobado. Para ligárselo le pasaba discos de Youssou N’Dour y le regalaba camisetas caras. Llegó a comprarle la mitad de la tienda. Todo con tal de volver a verle y mantener con él una agradable charla-señuelo sobre vudú, guitarristas negros ya muertos, geles cicatrizantes para los tatuajes, patafísica, astrobiología y las prehistóricas pin-ups de Gaspar Camps.

  Bruno se dejó instruir. Un poco de cultura sumergida. ¿Podría la patafísica, esa ciencia de las soluciones imaginarias, explicar lo que le había pasado a él frente al póster de Bob Marley? Si el universo no es tal como lo vemos — porque todo el mundo sabe que el universo no es tal como lo vemos —, y hay universos adicionales (sabiendo lo que hay en éste, puede que otros valgan la pena) entonces Legbá no era ninguna superstición, como creían los ignorantes. Y tomando en cuenta la topología de los agujeros de gusano y la posibilidad de que fueran usados para transportar la materia de un lado al otro, no le parecía tan absurdo que él, una criatura muy poco singular en un universo excepcional, pudiera descomponerse en millones de partículas subatómicas y vivir una existencia paralela en la magnitud de los sueños. Era la solución imaginaria para estar más cerca de Rebeca.

  Ramón nunca le llevaba la contraria. Es asombroso lo que es capaz de consentir un hombre con tal de pillar un polvo adolescente.

— Dicen que Proust escribía en una habitación forrada de corcho.

— Pues yo no lo leí, no me como esos novelones; prefiero el cine.

— Pero escribes.

— Sí.

— ¿Y dónde escribes?

— En la cama comiéndome una tarta.

  Acodado junto a la caja como el sempiterno cotilla que era, Ramón sonrió con gentileza sin quitarme el ojo de encima.

— Es muy buena — intervino Bruno a bocajarro.

— Ya me lo imagino.

  La respuesta de Ramón fue una cortesía para quedar bien con el chico. Vamos, para insistir en la jugarreta de poder follárselo, de ser necesario, mostrando interés por mi supuesto talento. La gente como él era justo el tipo de espejo desfigurado donde yo me miraba con vergüenza, y al que por esa misma razón necesitaba conquistar a toda costa. No sé qué habrá visto en mí, pero creo que le gustaron mis ojos mordaces y mi cuerpo de matrona bajo un vestido de nylon verde comprado en una tienda de segunda mano. Sin embargo, no hice el menor esfuerzo por disimular mi hostilidad. Estaba acostumbrada a que me tratasen con indiferencia, a ser el bicho raro que la gente observaba de soslayo, y que acababa por olvidar. Nunca esperé que me prestara atención.

— Entiendo que te atraiga lo decadente, a mí también me pasa. Fíjate que mi próximo proyecto editorial es la edición de la obra completa de Emilio Carrère… ¿sabes quién es?

  Le dije que sí. Entonces continuó hablando de Armando Buscarini. Yo había oído hablar de él vagamente, pues en alguna ocasión me llegué a una librería de lance buscando algún cuaderno suyo de poemas, pero tuve que marcharme sin cuaderno y una anécdota contada por un muy puesto anticuario de bigote sin recortar: Buscarini, el chiflado que vendía sus poemarios por el precio de una zambullida desde el viaducto de Segovia. Si no le compraban el libro, él amenazaba con tirarse. Uno que había muerto dos veces, decían en Madrid.

— Leí una novelita de Carrère… Más hombre que cura, se llamaba.

  Él se sorprendió:

— Bueno, veo que eres rata de anticuario…

— La verdad, sí.

  Ramón me sondeó con ojillos aviesos.

— Pues esa novelita que tú dices vale ahora una pasta…

  Me entusiasmé:

— Barrio bajero hasta las trancas, pero bueno. Los del boca a boca, que ya no existen. Un macarra. Y rojo, claro… 

— ¡Qué dices! —arremetió Ramón, con un repentino desprecio que echaba por los suelos su aparente interés por Carrère —. Fue un desertor que se vendió a la derecha en sus últimos años, cuando ya rico gracias a una herencia, y no a su fama naturalmente, invitaba él mismo a sus contertulios con absenta… — Y más calmado: — Igual tienes razón, eso no le quita mérito como autor.

  Recordé las ilustraciones y la tibia textura del papel de arena, como le llamaba mi abuela. Cuando esa novela llegó a mis manos, yo tenía más edad para leer Mujercitas que a Emilio Carrère, pero formaba parte de ese listado de autores borrosos que se leen con delicia bajo los efectos de la penicilina y en la cama, generalmente en invierno, que es la mejor manera de leer. “Los menores”, como les llamaba mi padre con el nostálgico apasionamiento que surge de haberles leído con idéntica delicia bajo los efectos de la penicilina y en la cama, veinte años antes que yo.

— Ese tipo de autores no son los que veis en la universidad. Allí la literatura se acaba en el 27, ¿no? — terció Ramón insidiosamente, para averiguar si yo tenía formación.

— Todavía no ingresé en Filología Hispánica, pero pienso hacerlo.

  Bruno nos miraba sin entender.

— Joder, qué conversación más chunga... ¿de qué habláis?

  Ikañi no les prestó atención, encendió un cigarro y soltó el humo muy lejos, pensativo. Luego pareció despertar:

— En fin, Fabiola, ahora el timón lo lleváis vosotros. Tenéis mucho trabajo por delante, y es duro, lo sé… pero va a tener que ser así. Las catástrofes históricas, a mi entender, se salvan reflotando los restos que han quedado enterrados. Tanteando, de ser necesario, en la más chunga oscuridad… que es como os hemos dejado, en pelota viva, para qué mentir… cogiendo referentes de otras costas y rebeldías de exportación. Ahora lo que era tierra de nadie empieza a ser algo… Ahora el tanque empieza a llenarse, hay chicha, hay queso…

— Queso mierda de zorrillo... — intervino Bruno, mirando al techo.

  No tuve muy claro hasta dónde quería llegar Ramón, y lo dejé pasar. Después hubo un breve silencio en el que Bruno rapeaba:

Sunshine turns to rain, baby… I can take away ya pain... Sus dedos repiquetearon sobre la campana de una vieja victrola, insistiendo, sin éxito, en darle a las notas de Tupac: Away ya pain if ya trust me close ya eyes... uhhhhhhh... uhhh…I do ya just like… daddy.

  Ramón batió palmas:

— ¡Bravo! ¡Bravo!

  Bruno le dio un repaso fiero y cesó el repiqueteo. No cabía duda de que si Ramón quería obtener alguna cosa del muchacho tendría que seguir siendo amable conmigo. Se volvió hacia mí un poco de manera forzada:

Puedes traerme algún escrito si te apetece, veré qué puedo hacer.

  Y me dejó su tarjeta: Bifronte Ediciones.

  Me aseguré de pasar por varias librerías para comprobar que la editorial existiera, y efectivamente, no sólo existía sino que estaba sacando títulos de nuevos poetas y narradores españoles y extranjeros que yo no conocía. Me compré uno de Porfirio Barba, que todavía conservo, y un libro de cuentos de Delmore Schwartz, que lamentablemente he perdido. El diseño editorial era sencillo, pero atractivo.

  Un día le pregunté al mulato si Ramón le gustaba. Él desató su risa de diablillo:

— ¿Estás de coña? Sólo le sigo la corriente, ¿no ves que el tío es un chollo? ¡Si se compra toda la tienda!

  Y me sugirió que aprovechara, no perdería nada por llevarle alguno de mis escritos. Además —añadió con un guiño glotón— el hombre invitaba a cenar en buenos restaurantes y nunca te aburrías con él.

  Cuando le pregunté si alguna vez le había llevado a casa, Bruno se puso a parlotear eludiendo la respuesta, pero siguió hablando de Ramón. Según dijo era un tío muy listo, y un aventurero. Había llegado de Bayona a los catorce con su padre, un carnicero, y a los veintiocho ya estaba en una guerra de África trabajando como corresponsal para El País (mentira). Vale, que tíos como ése los hay a montones, pero ¿cuántas oportunidades tienes de conocer a alguno? Vamos, de que se te meta por la puerta y te cuente sus obras y que además quiera ser tu amigo... Pocas, sin embargo él la tenía. Un cerebrito. Uno de esos tíos que se embarcan en mil negocios diferentes y, aunque fracasen, nunca se hunden. Andaba en el negocio de las telecomunicaciones, también, algo de… (Bruno no se acordaba) Pero bueno, al volver de la guerra fundó un periódico que al final quebró, luego se volvió al África y les sacó fotos a los mbuti de la selva de Ituri, hombres diminutos como niños de ocho años que cantan como ángeles. Un blanco hijo de carnicero con alma de negro, eso era Ramón. Que además escuchaba a Fela Kuti, le gustaba el rap, y —todo hay que decirlo— le iban los chicos negros tanto como las guitarras, asunto del que él pasaba sin mojarse. Y por si todavía no me había dado cuenta, también era editor. Lo tenía servido en bandeja.

— Tienes que mostrarle lo que escribes — me exhortó con los ojos brillantes como bujías.

  No me faltaba material, pero tuve que elaborarlo. Terminé escribiendo una novela fragmentaria en tercera persona a fin de encubrir a la verdadera protagonista: yo. Una pieza literaria desarticulada en clave onírica. Nada demasiado original, es verdad, pero genuina, libre: su lectura podía llegar a doler, aunque en la página siguiente pudiera hacerte estallar en carcajadas y en la próxima provocar perplejidad. La escribí en un libro contable de mi padre, uno que él había desechado. Luego la pasé a una Talbos que aprendí a usar sola, machacando las teclas con un ritmo discontinuo en clave morse. Encontré mi vocación cuando acepté que vomitar en los jardines de los pijos o en el restaurante me hacía daño —jamás llegué a hacerlo en la casa paterna—, por lo que escribir se transformó en un acto casi tan subversivo como dejarlo todo en el retrete. Aunque mucho más saludable. No se lo conté a nadie, salvo a Bruno, de la misma manera en que nunca llegué a contarle a nadie mi ritual de la epiglotis en los baños.

  Sin embargo ocurrió algo extraordinario: empecé a dejar que mi cuerpo asimilara los alimentos, y al menos durante las horas en que golpeteaba las teclas de la Talbos, o llenaba páginas enteras del libro, conseguía olvidarme de los espejos. Volcaba mi desprecio hacia los adultos en forma arrebatada, definiendo lo que creí que sería mi posición ante la vida: ser siempre fiel a mí misma, aunque el precio de ello fuera dejar de crecer. Confié en que el resto llegaría por acción del tiempo. O más bien por erosión.

  Meses después le entregué a Ramón el borrador. La llamé Los espejos cazadores, una novela testimonial escrita en primera persona donde mi madre aparece como Ella, y sólo se deduce su rol maternal. Ramón me dio las gracias y la metió en su portafolio sin haberlo abierto.

  Pensé: “Nunca va a leerla”.

  Pasó el tiempo.

  Un día llegué a la tienda de visita y reconocí la copia anillada con las tapas de color rojo sobre la caja registradora. Me tomó por sorpresa la aparición de Ramón viniendo del baño.

¿Habéis cenado?

  Bruno y yo respondimos que no al unísono.

— Bueno, no se diga más, recoged todo que os invito.

  Nos pusimos en marcha sin hablar mucho; era una noche lluviosa. Al llegar al restaurante señaló con admiración un friso de azulejos pintados que había bajo el escaparate —una patética reproducción de Las Manolas goyescas—, y apartando la silla con gusto, apoyó la espalda contra la cadera muelle, redonda y azul, de la manola más desvergonzada. Nos sugirió tomar una parrillada de verduras con merluza en salsa verde, que estaban bien sabrosas. Luego encendió un cigarro y se arrebujó contra la silla para observarme con más detalle:

— Leí tu manuscrito — dijo —. Tienes oficio.

  Aunque no hablara con gran entusiasmo, me pareció que inclinaba más la balanza hacia el halago. Austero, eso sí, que de otra manera no me lo hubiera creído. Abrió la copia en una página marcada con una cinta papel pegado con celo, y leyó:

— “Uso la escritura como trinchera y señal de expansión: es mi bandera blanca y mi cañón de guerra, mi marca identitaria. No me da miedo la famosa hoja en blanco, si no al contrario, me gusta la experiencia del tachón rabioso con la punta del boli hiriendo el papel hasta dejarlo hecho un rizo. Y cuando lleguen las máquinas, que llegarán, yo seguiré rayando cuadernos para dejar mi marca rupestre en sus cuentos inacabados. Y cuando vuelva a leerse después de mucho tiempo, me diré si fui yo quien hilvanó palabra por palabra, u otra, y me convertiré en la cándida lectora de una ausencia”. — Cerró el libro, justamente, y lo acomodó a un costado de la mesa, sonriendo: — Tu escritura, sea como sea, es publicable.

  Llegó el camarero con la parrillada. Mientras repartía las verduras en los platos, quitaba las servilletas y servía el vino, tuve la fantasía más rematadamente ingenua de toda mi vida: vivir de la literatura... ¡Ja! Los comentarios de Ramón me provocaron escalofríos en la nuca. Supongo que buscaba halagarme, y yo estaba en la época embrionaria en la que una necesita que la elogien. Su discreta admiración enardeció mis sueños de revancha contra todos mis enemigos históricos, reales o imaginarios, esos que me creían una holgazana sin porvenir o una friki de garito, donde el dueño no me dejaba cantar por mi talento si no por mi culo redondo, y de vez en cuando me permitía recitar algún poema sentada sobre lo que yo pensaba que eran las ruinas del dadá. Cada vez que me subía al plató, grave y vidriosa como Safo, todo lo que veía esa escuálida calaña era mi culo en un taburete, y no una escritora en estado embrionario. Evidentemente, mi mundo interior y el de afuera resultaban irreconciliables.

  Ramón, en cambio, fue capaz de ver algo más allá de mis ojeras amarillentas y mis uñas sucias bajo cuatro capas de laca, y era alguien que sin duda entendía muy bien cuánto me molestaba tener que forzar las apariencias.

  Debí haberle mandado a la mierda, pero… ¡las cosas que yo era capaz de soportar con tal de publicar mi librito!

— Escribir me sirve para olvidarme de… esto — me señalé el cuerpo con asco.

— No sé a qué te refieres.

— A mi gordura, ¿a qué va a ser?

— ¿Gorda tú? Yo te veo bien.

Encendí un cigarro nerviosamente.

— Y fea. Las gordas necesitamos explotar nuestra inteligencia, en caso de que se tenga, para hacernos interesantes.

  Viendo que hablar del asunto empezaba a molestarme, se abrió del tema:

— Tranquila, no se quitará nada que tú no quieras. Amalia, la correctora, es una chica maja, os llevareis bien… te pongo en contacto con ella apenas te decidas. 

  Como me viera indecisa, esbozó una sonrisita comprensiva y siguió comiendo como si nada, con ruido de platos y tintineo de cubiertos. Algo que a Bruno no se le daba muy bien: él prefería comer con las manos. Deshacía la carne sin perdernos detalle.

  Ramón le miró de mala manera:

  — Muchacho, coge el tenedor... ¡esto no es un Burguer!

El mulato dejó caer la carne en el plato con expresión caníbal. Ojos de cobra ya fuera de su cesta. Dijo que tenía que ir al baño y se levantó.

Le vimos alejarse entre las mesas, bailoteando.

— Es buen chico, sólo que a veces... —Ramón le hincó el diente a una almendra, con rabia. El resultado fue un crujido y una almendra intacta dentro del cenicero junto a un montón de colillas: — ¿Y tú, qué? ¿Le conoces desde hace tiempo?

— ¿A Bruno? No mucho. Pero es listo.

— Tú también. Eres fría. Pareces mayor... ¿cuántos años tienes?

— Veinte.

— Ya ves. Yo a tu edad era un pardillo.

— Mi padre siempre dice lo mismo.

    Ramón se echó a reír.

— Bien, vayamos al grano... — Revolvió sus ojos ante el plato de merluza: — Tu libro me ha sorprendido. Lo empecé a leer en el metro y no me detuve hasta acabarlo, con tu prosa incendias cortinajes en cuestión de minutos. Vamos, que lo encuentro viable y creo que va a venderse. Además se lee fácil, lo cual ya es mucho decir en una autora tan joven...

— Bueno, no exageres…

         — ¡En qué! ¿Eres autora o no eres autora?

         — No lo sé… no es algo que me haya propuesto, es decir…

         — Aún no, aún no, entiendo, porque aún no publicas, cuando lo hagas otro gallo cantará. Sólo decirte que ni soy un iluso ni estoy ahorcado. Tengo una editorial, el negocio va bien y la publicación de autores consagrados me ha servido para hacerme de un cierto capital, sólo que ahora estoy lanzando autores emergentes. Puedo echarte una mano en eso.

             Ya no me daban escalofríos en la nuca, si no que me sudaban las manos. Pensé que a los autores nóveles se les rechazaba por lo menos una docena de veces antes de publicar. No comprendí por qué me lo estaba poniendo tan fácil, pero tampoco se me ocurrió pedirle explicaciones. 

   En eso apareció Bruno. Venía fumado. Ocupó su lugar en la mesa y se quedó viendo a Ramón intensamente, algo que me confundió.

— ¡Oh!, tu amiga y yo estábamos hablando de trabajo...

  La respuesta del muchacho fue un sonoro eructo que hizo volver a medio restaurante. Yo me apresuré a llenar su copa con un poco de vino, pero Ramón se la quitó y se la bebió él como si tal cosa.

  Condiciones del contrato: ciento cincuenta mil pesetas por el proyecto de portada, algo que corría por mi cuenta. Él iba a ocuparse de gestionar la distribución, las entrevistas, y si me apetecía una portada en particular, adelante. Me ofreció el cuarenta por ciento y una tirada de quinientos ejemplares a ocho la unidad —poca cosa, es verdad—, pero no era mal negocio. Igual podíamos discutir las condiciones del contrato. Él era un hombre razonable, estaba abierto a todo.

   Y ahí lo entendí: ¡se trataba de una editorial de autoedición!

— No me dijiste que tuviera que pagar…

— Nunca me lo preguntaste.

— ¡Es que yo no tengo pasta!

  Ramón respondió con un gesto humillado:

— Bien, perdona por haber sido tan insistente, pero es que tuve un pálpito. Pensé que te interesaba dar tu primer salto desde el restaurante familiar a la publicación de un libro… ¡a los veinte años!, pero veo que el dinero te echa para atrás —. Se apuntó a la cara: — ¿Tengo pinta de retirarme al primer asalto? Mi oferta sigue en pie. El problema no es el dinero, sino que no puedes conciliar tu talento con tu falta de ambición, y yo hasta ahí no llego. Piénsatelo.

Dio un golpe de puño sobre la mesa y los cubiertos saltaron. Bruno también saltó. En ello pareció haber despertado.

— Piensa en alguien, Fabiola… — dijo con modorra.

Me volví hacia Ramón:

— Si tanto te gusta el libro, hazte cargo de los gastos, lo vendes, y me das mi porcentaje.

 Él sacudió la cabeza categóricamente.  

— Lo siento, no me arriesgo a tanto. 

— Piensa en alguien — insistió Bruno.

— Ya es hora del postre, ¿qué vais a tomar? — preguntó Ramón, cortante.

— ¡No me dijiste que fuera una editorial de autoedición! — protesté.

— Mira, hay budín de pan con nata... que lo recomiendo; y almendrado. ¿Os apetece alguna crema casera?

Viendo que Ramón ya lo había dicho todo, me mordí la lengua para no decir algo de lo que fuera a arrepentirme. No sé cómo pudo saber que yo jamás me resignaría al triste destino del restaurante familiar. Así que tuve un sentimiento nuevo: no estaba dispuesta a tirar la toalla sin haberme arriesgado.

  ¡Cincuenta mil pelas!

  Naturalmente, pensé en mi padre. Era mi prestamista. Los cinco minutos que duraba la negociación yo quería estar en otra parte, y él también. Él hubiera querido tener una hija que nunca le pidiera dinero, y yo hubiera querido tener un padre que no empuñara un bolígrafo con la nerviosidad de quien pone una queja en un libro de reclamaciones. Lo más razonable habría sido pedir un préstamo al banco, pero éste iba a pedirme un aval, y el único aval seguía siendo Sancho. Un tira y afloje entre el orgullo y la necesidad. Ni hablar. Sin embargo, contaba con algo a mi favor: yo no quería ese dinero para darme un antojo, si no para publicar un libro. Claro que después él lo querría leer, y eso me aterrorizaba. Quizá a sus treinta años ese libro disruptivo le habría gustado, pero Sancho ya no era el mismo, se había rendido hacía mucho tiempo. Nunca llegó a ver que mientras se compraba un futuro, en el camino perdía algo. Algo que si se pierde, no vuelve a recuperarse nunca. Ese libro era un patadón en la puerta de todo lo que te dicen que es bueno, pero que te deja sin resplandor. Como a él.

  “La niña piensa ingresar a la Universidad”, decía todo orgulloso. La niña. Ni idea de que escribiera, nunca se lo dije, y jamás le dio importancia a que también cantara.

Mejor echar mano de otro. Pero, ¿quién?

Fue cuando pensé en Jonás.

— Dame unos días — le dije a Ramón.

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 2

  Imaginé la situación: quedar con él por teléfono y convencer a mi padre de que me prestara el coche. Esperar cualquier cosa, como por ejemplo que me dejara plantada. Y no porque le falte intención de quedar o porque se hubiera vuelto repentinamente mezquino, sino porque tratándose de Jonás y de la extraña manera en que compaginaba su carácter errático con lo apretado de su agenda, era imposible saber qué sucedería. Nunca fui capaz de enfadarme con él: a veces me llamaba a las tres de la mañana para tararearme algo pillado en ese mismo momento en un cuarto de línea caliente el a quinientos kilómetros de Madrid, “no te lo pierdas, chiquilla”; luego me invitaba a beber una caña el sábado por la tarde, “si es que estoy”. Si es que iba. Así que decidí ir yo. Me largué a la carretera sin expectativas, contando conque no estuviera. Incluso me figuré volviendo por la misma carretera y en sentido contrario sin haber conseguido el dinero para pagarme el maldito libro. O encontrarle, como debía ser, y hablar de tonterías, bebernos unas cañas, verlo tragar pastillas con esa cara de andar confundiendo las puertas que él tenía y que tanto les gustaba a las mujeres, y ya casi al despedirnos, soltarle alguna indirecta acerca del dinero.

“De acuerdo, vamos allá”, pensé.

En definitiva, que conduje como cinco horas para ir a verlo a él.

Jonás había alquilado una casa rústica en Salobreña, a diez minutos de la playa. Al bajar del coche me abatió el calor granadino y la fragancia de los claveles y las rosas chinas del parterre que adornaba la entrada de la casa, en el que docenas de libélulas azules y doradas se liaban unas con otras sobre la superficie de un diminuto estanque artificial. El suelo estaba lleno de cajones de madera con plantines listos para la siembra, y aunque no hubiera nadie a la vista, las herramientas diseminadas en el pórtico junto a una camioneta Mitsubishi roja, impecable, me hicieron pensar que la ausencia del jardinero era temporal. A unos veinte metros, bien al fondo del parque, dos tíos tocaban el djembé debajo de un alcornoque.

Apareció un anciano alto y corpulento, muy risueño, a quien conocía de oídas.

— ¡Hola! Fabiola, supongo…

Era el Chepe, que vivía con ellos. Una vieja gloria de la guitarra con tres dedos de la mano perdidos en un accidente. Salía en todas las revistas, no por él mismo como por Jonás. Se rumoreaba que había tocado con Sabicas.

— ¡Sí!

— Pues está abierto, pasa que él ya viene.

Y me vuelve el alma al cuerpo.

Adentro me recibe un crío descalzo embutido en un pañal de tortugas amarillas. Es un encuentro gracioso. El pequeño se tapa la boca entre risas y sale dando tumbos hacia la mitad del salón. Allí se queda viéndome. Sus ojos, de un gris—malva luminoso, muy similares a los de Jonás, me absorben de tal forma que ya no puedo mirar a otra parte. En una proeza de equilibrio en la cual consigue mantenerse en pie sin caer, se inclina sobre una moqueta llena de manchas, coge un bote de cristal con la tapa agujereada, y me lo ofrece. Adentro hay un saltamontes.

— Qué te cuentas, Fabiola…

   Contento, Jonás se pone en cuclillas delante del niño, coge el bote y lo observa gravemente.

 — ¡Venga, Mateo! ¿Ya le diste de comer?

  El niño sacude la cabeza de un lado al otro.

— ¿A qué esperas? Ya está canijo el pobre, ve a por unas hojas…

  Jonás me envuelve en un abrazo, haciéndome sitio en un sofá de plástico rojo que hay en medio de la sala. Lleva un chándal rosa manchado de pintura y una camiseta de rejilla azul.

— Es como yo — comenta —. Colecciona sus propios depredadores.

 Abre un cofrecillo de pana negra que contiene un polvo color chocolate endiabladamente aromático. Lo revuelve con una cucharilla de plata y esnifa. Me lo pasa; y como huele estupendo cojo un poco y esnifo también. Un flujo refrescante empieza a subirme por las fosas nasales como un torbellino. Estornudo.

— Schmalzler bávaro — comenta riendo. Esnifa otro poco, cierra la cajita y la deja en la mesa como si se tratara de un objeto precioso, que lo es. Si Federico el Grande lo usaba, ¿por qué no iba a usarlo él? Un vicio inocuo, el rapé...

   Mateo ha vuelto de la cocina con una hoja de arándano.

  Jonás abre el bote, secuestrando el animalito por las patas. Sabe cómo hacerlo y sabe también cómo evitar que se le escape, él siempre ha tenido maña para esas cosas.

— Venga, Mateo...

 El saltamontes ha sujetado entre sus patas la hoja de arándano. Cuando Jonás lo pone en la moqueta se queda muy quieto, como si pudiera oír el murmullo de nuestros pensamientos. 

— Nocome — balbucea el pequeño, a punto de llorar.

 Su padre sonríe con los ojos llenos de legañas. Roza al saltamontes con la punta de la chancla y el bicho sale brincando perseguido por Mateo.

Jonás se vuelve hacia mí:

— ¿Qué tal el viaje?

— Muy bien, este pueblo es chulísimo. Afuera he visto al Chepe. ¿Es sevillano?

— ¡Y de Triana! Chepe es nuestro salvador, mi mujer le adora. Le afina las guitarras.

  Sé que miente; la Pájara no toca la guitarra.

— Me alegra verte, chiquilla.

— A mí también, pero mientras conducía para acá pensé que me ibas a dar plantón.      

 Se sonríe, exhibiendo como un sabueso su dentadura biliosa, aliñada con tabaco de liar por las mañanas y ginebra a todas horas, excepto cuando duerme.    

— Pues te equivocaste.

Le acaricio los rizos, como hacía cuando éramos niños y le perdonaba alguna maldad.

— Ya eres feliz, ¿no?

— ¡Venga, Fabiola!

— Bueno — titubeo —; tienes a alguien… Os tenéis el uno al otro…

— Sí, estoy con la madre de mi niño — dice en forma brusca.

— Habéis formado una familia.

— Claro. Una improvisación.

— Y además está la banda… Todos piensan que eres un genio.

Él cambia de posición en el sofá para hacerme frente:

— ¿Y qué piensas tú, Fabiola?

— Que ojalá pudiera escribir tan bien como cantas tú.

Me sostiene la mirada un momento, aprobando en silencio. Y dice:

— Pues el día en que frotes una lámpara y aparezca un genio, me avisas.

Cruza el salón arrastrando los pies en sus chanclas. Mientras, aprovecho para observar los alrededores. No hay mucho para ver, la verdad. Nada más que una enorme sala medio vacía apestada de olor a tabaco, porque los muebles escasean y los pocos que hay tienen pinta de haber sido pillados en la calle, o son de remate. Noto que han intentado disimular el empapelado de flores color granate que asfixia las paredes con posters, pegatinas y anuncios de conciertos.  Veo colchas de batik quemadas con colillas por todas partes, lo cual no hace más que acentuar el aspecto ya de por si chulesco de una casa que en su momento debió haber sido pensada para que vivieran sus propios dueños. Basta con observar el rancio enmoquetado borra vino para llegar a la conclusión de que quizá debieron marcharse envenenados por el pegamento, o aturdidos por la sugestión de los crisantemos. Algo extraño en una casa granadina, donde habitualmente abundan la luz y las paredes encaladas. Pero es lo que hay, además de algunos colchones diseminados y un chiquillo dando tumbos a la caza de un saltamontes, que vete a saber por dónde andará, mientras su padre explora dentro de un cajón.

Regresa con una casete Sony y la pone sobre la mesa delante de mí.

— Sabiendo que venías he apartado esto para ti.

— ¿Qué es?

  Se encoge de hombros.

— Nada, una cinta.

— ¿Y?

— ¡Que ahí están tus letras, chata! ¿No te acuerdas?

  Me acuerdo, sí. Deben ser las letras que escribimos hace años sobre una vieja bolsa de comida para perros en el sótano de su casa de Manzanares el Real. No sabía que hubiera completado la composición, y mucho menos que siguiera existiendo después de tanto tiempo. Pero allí están ahora dentro de una cinta con un título borroneado en la etiqueta.

  Estoy sorprendida.

— O sea que has llegado a ponerles música… 

— Por supuesto, y quiero que la tengas tú porque son tus letras. Eres la mejor letrista que conozco.

  No entiendo qué espera él que deba hacer yo con la cinta.

— Primo, lo único que quería esa noche era evitar que fueras en chirona...

Él se ataja:

— Que fuéramos, chiquilla, que fuéramos... 

  Yo eludo la sutileza.

¿Es de estudio?

— Sí, las grabamos con los chicos.

— Igual no me apetece tenerla. Te regalé esas letras para que hicieras lo que quisieras, y además no son más que una coña... 

— Esa coña inspiraron las mejores canciones que hice y prefiero que las tengas tú—. Se queda buen rato en silencio, chulo, solemne, y hundido—. Por si acaso.

Esto no consigue dejarme tranquila, sino sólo ponerme en sobre aviso de que algo no anda bien. ¿Qué significa “por si acaso”? Se lo pregunto, y él adopta una pose evitadora que consiste en quitarse las motas de su camiseta de rejilla mientras sonríe cándidamente mirando a otra parte.

— Nada... que si algún día lo dejo, pues las tienes tú. Eso.

— ¿Y qué vas a dejar? ¿La música?

  Cruza las manos sobre el regazo, callando.

— Si vas a dejar la música no quiero tener esta cinta —. La deslizo resueltamente a través de la mesa, haciéndola chocar con un conejo de latón a cuerda que no había visto.

  Entonces el conejo se pone a brincar emitiendo un chirrido destemplado, irritante. No ha llegado aún al borde de la mesa, cuando cae de bruces y ahí se queda, con las patas agitándose en el aire. Su presencia resulta incongruente y hasta grotesca, así que lo quita. Es fácil detener un artilugio de esos, le das dos vueltas a la cuerda del revés y se para.

— Quédatela, es un regalo — dice, empujando la cinta hacia mí.

— Tendrá tus derechos, me imagino…

— No irás a rechazar el regalo de tu sabandija favorita sólo porque piensas que tiene sus derechos, ¿no? — comenta, sonriendo con desgana.

  Me hace gracia. Yo no pienso tener una cinta con los derechos de la banda en mi cajón, eso podría traerme problemas con toda su gente. Así que vuelvo a empujarla a través de la mesa, hacia él, que da la impresión de aceptarlo.

  Mientras tanto Mateo ha cogido el conejo de latón y se ha puesto a darle vueltas como si se tratara de un objeto maravilloso caído de las estrellas. Cuando se cansa de hacerlo, y sin que nadie se lo impida, la emprende contra la mesa usándolo como martillo, con tan mala suerte que le da un golpe a la caja del Schmalzler bávaro y ésta cae boca abajo, con todo el rapé derramado por los suelos. Encantado de su hazaña, el crío se queda en suspenso delante de la montaña de rapé, esperando la aprobación de su padre. Que no llega. A Jonás no le resulta divertido que alguien se haya cargado su apreciada caja. Sin moverse del sofá, la rigidez de su cuerpo erguido hacia el niño evoca a un perro de caza al momento de saltarle a una presa. Estoy a punto de creer que va hacerlo en serio, pero no llega.

 Le arroja un grito furioso:

— ¡¡ME CAGO EN LA PUTA!!

  Mateo cae de cúbito justo delante del rapé y rompe a llorar.

  Entonces entra el Chepe. No pregunta lo que ha pasado, ni le perturba el comportamiento de Jonás, que ha puesto fin en un pis pas a la adorable atmósfera creada por él mismo media hora antes, mientras jugaban con el saltamontes. Tampoco pregunta lo que hay que hacer. Sencillamente coge a Mateo en sus brazos y se lo lleva. Los gritos del pequeño siguen oyéndose en la distancia hasta que el viejo sale al jardín, donde poco a poco se van disipando. Conociendo a Jonás, estimo que este tipo de incidentes suelen repetirse a diario.

Sin embargo se queda como si hubiera sido abofeteado. Probablemente, ni él mismo se crea lo que acaba de hacer.

Es el momento ideal para poner una excusa, agarrar el bolso y largarme echando leches, pero me aguanto. Cuando me conviene, sé esperar. Él continúa sentado a mi izquierda, ya no enfadado, pero sí afligido, arañando la piel del sofá con la yema de un dedo con el que podría atravesar la lustrosa funda de plástico hasta llegar al relleno. Un largo dedo capaz de pulsar la cuerda de una guitarra con la misma resolución conque se cargaría un sofá.

  Le cojo la mano:

— Quieto.

  Se sobresalta un poco al sentir mi contacto, pero deja en paz el agujero. Sonriendo desde algún lugar lejano, protesta con sobrecogedora ingenuidad:

— ¡Si no me he movido...!

  Por fuera no, evidentemente.

  Comienzo a recoger el rapé a punta de cuchara para meterlo dentro de la caja. No es que me importe mucho el rapé, sólo trato de aliviar el paso del tiempo haciendo algo útil.

Él cambia de actitud en forma instantánea:

— ¿Tú te acuerdas de mi padre, el afilador?

 Claro que me acuerdo, estuve en el camarín la noche en que le habló de él a un periodista, después de un concierto.

— Pues me fue a ver en Tarifa, sabes, se apareció así, todo chiquitico… — Enciende un cigarro, soltando el humo muy lejos con cierto orgullo, y una chulería cautelosa, aunque cargada también de amargura —. Como un pichón de gorrión mal comido, se apareció. Pero el tío tiene el cante. En el camarín nos dejó a todos flipaos, nadie sabía que mi padre cantara así…

— Y cómo es que fue a verte…                                                                                              

— ¡Porque sí, chata! Pasa que el pobre ha tenido mala suerte. Verdad que el tío algo debía meterse, y se le nota, pero de ahí a lo otro... Mira, esto pasó hace años. Resulta que el tío sale de chirona y ya tiene encima a toda la pasma por culpa de una zorra con la que compraba a escote mientras le vendía por diez pavos, la zorra a él, ¿me entiendes?, y luego fueron por ahí diciendo que mi padre era el camello y que se quedó con la pasta de mi madre, lo cual todo, todito, es falso —. Habla chupando del cigarro ansiosamente, como si quisiera tragarse todo el humo de una sola vez, junto con sus mentiras. Y sigue: — Su mirada puede ser una trampa, sabes, como las trampas con las que cazaba a sus conejos, te caes allí dentro y para salir te las ves putas. Me pasé la mitad de mi vida haciéndole creer a todo el mundo que él no me importa... la gente siempre trata de buscarle una explicación al hecho de que seas como eres, pero no tiene que haber ninguna razón para que te conviertas en un gamberro.

  Pongo la cajita en la mesa y me hago un sitio a su lado. Cruje el sofá.

— Tiene motas — dice, señalando el rapé.

  De tanto raspar en la moqueta se me ha escapado alguna mota dentro de la caja, así que las quito.

— Tú no eres un gamberro, eres una estrella.

— Pero lo fui, lo fui — insiste él, con absoluta honestidad —. Y mi padre no quería estar conmigo por vergüenza, sólo que al crecer me di cuenta de que no se avergonzaba de mí tanto como de él. Mis ojos también le daban miedo, sabes, eran un corte doloroso y seco como el de un alicate... Renunció a mí el día en que acabé en chirona por romperle la luneta del coche. Pero a mí no me importó, porque yo había renunciado a él hacía mucho tiempo.

   Le acerco un puñado de rapé y lo esnifa, celebrándolo con un estornudo de caballo. Yo hago otro tanto. Luego me arrebujo en el hueco de su cuello y así nos quedamos un buen rato, contando los lunares de moscas muertas que hay en el techo, hasta que él rompe el silencio: 

  — La verdad, no me sirvió para nada ese viejo, si al final… sigo sin saber qué hago aquí —. Se aparta de mí para desperezarse, y cuando vuelve del bostezo ya se le ha ocurrido una idea: — Ayúdame a escribir, Fabiola — dice.

 El nunca ha destacado por su generosidad en materia de creación, de echo casi siempre se niega a compartir el podio con otros. Pero ahora no sólo me deja la cinta, sino que además me pide que le ayude a escribir. Que lo haga casi con humildad resulta preocupante, ése no es su estilo. Antes, la desesperación era su principal acicate para componer, un sentimiento áspero y sin embargo fructífero que le servía para estimular su arrolladora codicia de perro apaleado con un olfato sensible a los manjares. Pero ahora es sólo eso: desesperación. Ya no puede escribir y me necesita. Necesita la puerta en el suelo. La catatonia de aquella noche, en el sótano. Algo que probablemente ya no tengamos ni él ni yo.

— Te daré todos los créditos, y por supuesto te quedas porque cuarto de huéspedes hay; podemos cenar juntos y ponernos pedo hasta las tantas… y hacer rolas, nadie nos molestará. En esta casa todo el mundo va por su cuenta.

  Me mira de lleno con unos ojos cargados de ilusión. Una mirada hambrienta.

— ¿Te quedas?

  Yo respondo que sí. Pero los dos sabemos que eso no va a pasar.

— ¿Has visto a los tíos que están afuera? Son de Motril.

— ¿Los de los tambores? Los he visto.

— Son de la peña, esos tíos tienen una marcha… Les tendremos aquí hasta el concierto de Almuñécar, rockeando su flamenquillo, como nosotros. Luego conoces a la Pájara, que ahora está durmiendo…

— Conozco a la Pájara, Jonás.

— Oh. Ya lo sé, ya lo sé…

  Se pone a dar unas vueltas por la sala con las manos en la nuca, hablando para sí mismo como si yo no estuviera ahí:

— La Pájara yo yo tenemos algo personal que no es lo que parece. Se lo advertí. Le dije: mira que no me van los cuentos de hadas; y ella: vale. Vale… y es verdad que no me van, pero igual lleva años ahogando eso que… buscándose todo el placer que podía tomar de mí hasta que ya no le quedó más. Voy a vejarte el alma, le dije; te la vejaré hasta meterme dentro de tu pupa y ver que hay y rasgar tu cojonuda burbuja, chica, no quiero reñir contigo, no quiero andar por ahí fingiendo que me divierto siempre, que por otra parte bien saben todos que no es verdad… Y a veces, cuando la tengo delante no sé qué hacer, pero a mí me gusta igual. Me da igual porque me gustan sus huesos. Me gusta porque es ella, porque es mía, porque no lo es, porque puedo tenerla y no quererla. Me gusta…  

  Me mira:  

— Creerás que son chorradas.

— ¡Qué va!

— Es que últimamente no hago más que decir chorradas, les miento a todos. A la gente del equipo, a la banda, a mi mujer... sobre todo a ella, claro. Lo malo de estar jodido es que sólo es bueno para ellos… ¡Para ellos está chupao! Pero a ti no, quilla, a ti no te miento… tú vas aparte. Por eso me gustas.

Canturrea despacio con una sonrisita llena de avaricia, y mientras palmea una rumba, va diciendo:

¡Es que la banda nunca llegó a nacer, maja! Como yo me la imagino, ¡nunca! Lo que quiere esta gente es un espectáculo rentable para ver bailar a las ratas en los tejados de los pijos, como los chavales de Motril que están tocando ahí fuera…. ¡como nosotros! ¡Como tú, que de flamenca ni pizca! Nos la hemos montado bien haciéndoles tragar el hueso, por lo menos así nos dejaron asomar del albañal y vivir en un sitio como éste, a orillitas del mar… con terracilla propia… ¡Arsa que toma! —. Arroja las chanclas por los aires y amaga un taconeo imposible con los pies descalzos —. ¡Aunque sea alquilado! ¿Lo ves? Esto es una jodida pantomima y nada más. ¡La banda era la peña que iba al río a cantar y tocar! ¡Entre las piedras! Está en las cintas que andan dando vueltas y nunca grabaremos —. De repente se detiene, coge la casete y me la arroja al regazo: — La banda está ahí dentro, ése es el embrión.

   Su exhibición me ha dejado pasmada. Cuando se hizo famoso me alegré por él y también me aproveché del parentesco, básicamente para ligar. De hecho guardo un póster autografiado en los fondos de mi armario, uno que no colgaré jamás. Mejor pensar en una vieja foto suya puesta en la pantalla del PC. Una bien creíble, evocativa, en plan: "Cuando comíamos pipas él siempre las escupía más lejos que yo, y ahora echan gajos". El puto orgullo. Pero mi admiración, o más bien mi envidia, responde a motivos más profundos que la música. Lo que yo admiro es su instinto. Él va de la corteza a la profundidad, del páramo a la sombra, de la periferia al suburbio de lo imaginario. Por su imaginación puede ascender del suburbio a la dimensión de los castillos, o ver el suburbio dentro de un castillo, como David Bowie. La banda es buena pero no me impresiona, yo soy más del rock, lo que me impacta es su voz.

No obstante, su posición es conflictiva: demasiado bueno para la banda y demasiado innovador para el cante, todo a su alrededor amenaza con disolverse. Lo cual ya es algo. Mientras él se disuelve, yo nunca acabo de empezar. Y tanto, que a la hora de escribir esbozo mis imágenes con la pulcritud de un entomólogo progre con una colgadura de vanidad. Cada vez que lo escucho no puedo dejar de pensar en mis escritos como en una fórmula de mierda. Pero él… ¡él! Él seguirá estando un paso más adelante que yo, en el futuro.

— ¡No te entiendo, Jonás! — protesto — ¡Si tienes las cintas! ¿Por qué no las grabas?

  Ahora se muestra indolente. Conozco esa actitud, y estoy segura de que nunca me dirá lo que está pensando.

— Bah… tal vez lo haga, quién sabe —. Se da una palmada en las rodillas, contento: — ¡Pero chica!, estoy hablando demasiado, tienes que reñirme. Cuéntame de tu libro, anda… ¿cómo se llama?

— Los espejos cazadores.

— ¡Hala! Está chachi.

— Sí, al editor le gusta.

— Es muy tuyo.

— Ya. Iba a pedirle el dinero a Sancho, pero…

— ¿Sancho? —. Al oír el nombre de mi padre frunce el ceño aún más —. Bah… yo me lo pensaría, el tío es bueno pero tú… tú tienes esa cosilla…

— ¿Qué?

Él intenta acertarle a las palabras:

— Tú tienes tus diablos, te conozco. Tú tienes tus diablos, pero no es eso. Tú lo que tienes es… — me acecha como si estuviera a punto de atrapar una mariposa por las alas, y al final le acierta: — Tú les muestras sus diablos cuando escribes, y hay gente que no se merece ese privilegio.

  Me deja expuesta ante algo que no he pensado, y me inquieta. Pero él no lo advierte y se ha puesto a revolver en un armario lleno de vinilos. Lo que busca debe ser de suma importancia, a juzgar por la gravedad que pone en el asunto. Saca un sobre arrugado. Está a punto de cerrarlo con saliva, pero da la impresión de arrepentirse, entonces regresa al sofá y me lo ofrece abierto, con un gesto indeciso. Adentro hay unos billetes, todos de diez mil pesetas, nuevos y lustrosos.

Debería darle las gracias, pero no sé cómo hacerlo. Es una sensación rara.

Jonás disfruta mi confusión.

— Te los devolveré — le digo. Y los dos sabemos que eso tampoco va a pasar.

  Asiente con calma.

— Quiero leer ese libro cuando esté listo, ya sabes —. Enciende otro cigarro y se queda dándole vueltas entre los dedos. De momento sólo se escucha el gorjeo de los pájaros en el jardín y sus tranquilas exhalaciones.

  — Me apetece una birra, ¿tienes?

  — Claro — dice, haciendo un gesto somnoliento en dirección a lo que parece ser la cocina. Que es enorme. Demasiado espacio y muy pocos muebles: apenas una mesa de castaño con tres taburetes junto a la galería que da al patio, un antiguo aparador, y unos electrodomésticos caros con aspecto de haber sido poco usados. Alguien se ha dejado un apaño de botellines de cerveza sobre la encimera de mármol, así que los cojo y me los llevo al salón, quedándome con la imagen de Mateo jugando con Chepe en el jardín.

  Mientras se bebe un botellín, Jonás me observa dulcemente encapsulado en un ángulo del sofá. Pero me olvida en cuanto vemos aparecer por el vano el rostro moreno y optimista del Chepe. Y a Mateo, que se lanza dentro del salón a los gritos.

Nada más verles, su padre reacciona con nerviosismo. Tira el botellín entre unas plantas y va hacia el niño, se arrodilla en la moqueta, le mira, le explora, le coge en sus brazos, le arrulla, lo besa, le huele. Se huelen. Luego se levanta y desaparece con el niño dentro de la cocina. Se escucha el ruido de una puerta al abrirse, el canturreo de los pájaros, rumor de agua vertiéndose en un cuenco. Y otra vez la puerta. Después la casa se queda en silencio.

  El Chepe estaba de pie en el vano, imperturbable. Se me acercó, y haciendo una ligera inclinación de cabeza, me tendió una mano nudosa. Yo se la cogí en forma involuntaria y él hizo el gesto de besar la mía. Menudo personaje, el sevillano. Se comportaba como un mayordomo eficiente ante la ausencia de un señor despistado. De sólo mirarle a los ojos he llegado a la conclusión de que en esa casa el que sacaba las patatas del fuego era él.

— ¿Ha visto qué día más bonito? Vayamos al jardín — me dijo con tacto.

  Estaría bromeando. Yo sólo quería saber dónde estaba Jonás. Por qué se había marchado. ¿Es que no iba a volver? Entonces escuché la voz de una mujer en la planta superior de la casa, mientras en algún lugar más cercano a nosotros sonó un portazo y oí la tos de mi primo alejándose a través de un pasillo.

  Me incorporé.

— ¿A dónde va? Quiero despedirme de él...

  El Chepe sacudió la cabeza de un lado al otro y se me puso delante, formando con su cuerpo un bloque amable con el que me impidió avanzar. De forma sutil empezó a empujarme hacia la puerta. “No se preocupe, yo se lo diré; ahora, mejor márchese”. Ya sabemos cómo se pone la carretera a esas horas, y después de semejante viaje estaría cansada. Últimamente Jonás ha estado muy liado componiendo, yendo y viniendo de aquí para allá... limpio. Ahora mismo estaba en un buen momento. Mejor no molestarle. Podía sentirme afortunada: hay quien sirve para comprender y hay quien sólo sirve para ser comprendido. Un bebé de veintitantos perdido en el lado chungo. Cuando el jefe se larga hay que dejarle solo, a nadie se le ocurriría buscarlo por toda la casa para despedirse, él se regía por sus propios parámetros: su patrón de medida era el zigzag. La constante: el bandazo emocional, la visita aplazada, el encuentro interrumpido. Todo era parte del juego. Habíamos estado hablando, nos habíamos bebido unas cervezas, lo habíamos pasado bien... Una velada con limitaciones, pero agradable. “Yo la guiaré hasta la carretera: servidor”, la vía de acceso era un verdadero laberinto.

Hablando consiguió conducirme hasta la camioneta. Una vez allí le di un repaso a la casa, pero Jonás no se veía por ninguna parte. Así que me subí al coche, mosqueada.

— Haga el favor de recordarle que me llame.

 Él se asomó a la ventanilla, sonriendo:

— Tranquila, lo haré. Pero no se fíe de que vaya a acordarse.

  Se subió a la Mitsubishi y arrancó.

 

 

 

 

 

FABIOLA 3

  De regreso a Madrid hice un alto en Granada. Busqué hospedaje en un albergue cerca del Sacromonte, y me quedé una semana escribiendo, bebiendo sangría y mojándome a la sombra de la tierra de Jonás. Al anochecer me apoltronaba en una terraza con el cuaderno lleno de jeroglíficos y palabras encontradas, mientras los gitanos se hacían unas pelas de espaldas al séptimo cielo de la Alhambra, sentados en una muralla de piedra sin caerse. Ellas bailaban. 

Ya tenía el dinero y la escena más bella, pero nunca logré conectar.

Había conseguido mi objetivo, pero me sentía incómoda.

¿Jonás me hubiera recibido en su casa? Posiblemente, pero me daban miedo sus reacciones imprevistas. También las mías. Así que me marché. 

Camino de Madrid me detuve en un parador a refrescar el estómago. Me apetecía un granizado, pero en el bar no había más que coca—cola, cerveza, y otras marcas de refresco ordinarias. Opté por un bote de coca—cola, y me puse a ojear el periódico sentada en la esquina más pringosa de la barra, que era la única esquina libre, con niños de turistas sedientos brincando a mi alrededor, vasos de plástico aplastados, y un camarero negro que me echaba el ojo a través de la barra, bajo un desmesurado gorro de punto en forma de hongo, de esos que tienen los tres colores de la bandera de Etiopía, y que él llevaba hundido hasta las cejas.

  Decidí no hacerle caso. Ni a él, ni a los baqueanos que merodeaban entre los turistas buscando forasteras jóvenes. Me puse a ver la página de espectáculos y topé con una foto de Jonás dando una entrevista reciente. Arranqué la página, la plegué en ocho partes, y me la llevé al bolsillo discretamente. El rastafari me observó sonriendo con sorna. Habrá pensado: “Chica blanca, funky, vasalla de reyes pardos bastardos”. Metí la mano dentro del bolso buscando los cigarros, sacando lo que al tacto me pareció que era un paquete de tabaco. Pero no era el tabaco, sino un objeto envuelto en papel marrón, como el que se usa para el forraje. Un trozo de bolsa de comida para perros con el texto ya borroso, aunque todavía legible. Era la cinta. Volví a cerrarla, la dejé encima de la barra, y me bebí el último trago de coca—cola, pensativa. ¿Cómo demonios había llegado hasta allí? Fácil. Fue cuando me ausenté unos momentos para ir a buscar las cervezas a la cocina. No más de dos minutos, el tiempo suficiente como para que Jonás hubiera deslizado la cinta dentro del bolso sin que yo me diera cuenta.

¿Qué debería hacer con ella?

Aún con el recuerdo de sus palabras dentro de mi cabeza, dejé un billete en la barra y me subí a la camioneta. Saqué la casete y la metí en el stéreo. La música empezó a sonar a todo trapo, provocando la atención del camarero negro, que seguía espiándome desde su puesto detrás de la barra. Le vi desde el espejuelo, meneándose al ritmo de una rumba que no sabía bailar. Chico negro, rastafari, vasallo de reyes negros bastardos.  Puse el coche en marcha y salí por la autovía, riendo hasta que empezaron a rodar las primeras lágrimas. Así es como nacen las buenas canciones.

 

 

 

 

 

LUJÁN Y FABIOLA

    — Chupá de la bombilla despacito que está un poco caliente. Lo preparé dulce para que te guste… si es que te gusta.

— ¿Bombilla? ¿Esto es una bombilla? ¿Va a encenderse si chupo? Eres la leche eh…

— No no, es un sorbete de metal, no una bombilla eléctrica, a eso nosotros le llamamos foco.

— ¡Jolín, está que quema!

— Te dije que chuparas despacio… y no revuelvas la bombilla porque se lava.

  Ah. ¿Se lava? Ok, se lava.

— Sí, es… bueno, vos tomá pero no revuelvas la bombilla. Bien. Así.

— ¿Y la calabacilla…?

— El mate, Fabiola, el mate.

— Ah, la calabacilla y el mate son lo mismo, vale. Sabe a… vaya, no sé, es… ¿luego lo compartís entre vosotros, no?

— Exacto, es nuestra pipa de la paz. Caá Porã, el espíritu de la yerba mate, un regalo de los dioses, según los guaraníes. La magia no está en el sabor, si no en el ritual, vos ponés la boca donde yo la puse y al aceptarme un mate tocás lo que yo toqué. Eso es confianza.

— Me gusta.

— Viste... Yo vengo siempre y generalmente me los cebo sola en esta playita.

— Te los cebas…

— Que me pongo unos mates.

— ¡Ah! Está guay, además este sitio me trae unos recuerdos...

— Sí, acá fue donde leí la única biografía que encontré sobre Jonás. Era un día precioso, me acuerdo.

— ¿Te la leíste aquí mismo, en un solo día?

— Sí, sí… en un día nomás.

— ¿Y te gustó?

— Es una de esas biogras escritas por un periodista becario. Vos podrías escribir una que de verdad le haga justicia.

— Entonces tendría que escribir la de toda la familia, no puedo sustraerlo. Eso sí, la mitad están piráos.

— Mejor, Fabiola. Una historia de locos es una buena historia.

— Pienso que cualquier cosa que se escriba sobre mi primo perdería sentido si no se contara la historia completa.

— ¿Incluyendo a tu familia?

— Incluyendo a mi familia. Y no quiero cagarla.

— Se me hace que a él le encantaría que tuviera un poco de caos... Cuando chupás y hace ruido es que el mate ya se terminó.

— Dame otro. Sí, ten por seguro que le gustaría enrevesada.

— ¿Te pone, eh? Jajaja, es una joda, el mate no pone… la maría pone, el alcohol pone, el MDMA pone, Jonás Gálvez pone… 

— ¡Qué obsesión!

— Una buena voz pone, Fabiola, y la música también.

— No voy a negarlo.

— Te vendría bien hacerle un repaso a esa historia, pienso.

— Lo estoy intentando, Cas, pero de momento es sólo un boceto. A mí me cuesta horrores escribir, soy más lenta que un desfile de cojos. Y sacar a Jonás del archivero, pues…

— Sacarlo duele, me imagino. ¡Ya se lavó! Pará que voy a cambiar la yerba… Y el dolor puede desarmar, claro.

— Estoy hecha de un material resistente, y no creas que voy de chula, eh… pero he logrado superar cosas fuertes. ¡Me cachis!, logré escapar de casa cuando era una cría justo después de que mi madre intentara estrangularme, y me salvó Tristán. Con él me llevo estupendamente a pesar de sus manías, que no me asustan, me da que puede ser una especie de psíquico, o algo así... aunque los putos psiquiatras lo llenen de pastillas. Dicen que nunca va a curarse, y como él piensa que su disfuncionalidad agobia, pues… se las toma, o dice que se las toma para dejar de agobiar, para que le queramos más, ¡yo qué sé!, para que su dolor le duela menos… para ser removido sin dolor. A Jonás le pasaba lo mismo, fijo, le pasaba igual. Por eso no es que vaya a desarmarme escribir sobre todos nosotros, pero seguro que volverían los fantasmas.

— ¿Sobre ustedes?

— Sobre una familia de locos, sí.

— ¿No iba sobre Jonás?

— Ya te digo que tengo un boceto, algún día lo terminaré. Jonás es una ausencia contundente que ellos no quieren ni nombrar.

— No: Jonás es una ausencia contundente que nadie debería olvidar.

— …

— Y lo sabés.

— Lo sé. Tristán me insiste, también… pero si ese libro llegara a manos de mi padre, o de la madre de Jonás… me darían mucha caña. Escribir algo tan personal siempre es un riesgo, y puede hacer daño a los implicados, así que tendré que pensármelo muy bien. Entonces, si escribo algo sobre Jonás, será cosa aparte. A mi hermano le encantaría, él se considera un tío lúcido transitando un sueño tenebroso.

— No me extraña que insista, entonces…

— Kyra le da cierto equilibrio. Ahora vive enclaustrado en esa masía a seiscientos kilómetros de Madrid, y se ven cada fin de semana: cuando no viaja él, viaja ella. El pueblo es guapo, pero…

— ¿Qué pueblo es?

— Cabrera de Mar, cerca de Barcelona. Cuando se enteró de que Sancho intentaba tramitarle el certificado de discapacidad, se largó. No sé cómo habrá hecho para que lo contrataran como casero en esa finca, pero me da que algo ha tenido que ver Jordi, uno que conoció en el psiquiátrico de aquí.

— ¿Por?

— Porque también se escapó de su familia y ahora vive en Barcelona, el tío se busca la vida haciendo curritos en las fincas… algo ha tenido que ver en esto seguro.

— O sea que Tristán se fue a la otra punta de la península para zafar de tu viejo... ¿Y por qué Kyra no está con él?

— ¿Y por qué tendría que estarlo? Así van bien, tienen la relación perfecta.

— Capaz que lo que quiere tu hermano es estar solo.

— Habitualmente sí, pero me preocupa. Iré a verle en cuanto pueda. ¿Te apuntas?

— ¿Me invitás? ¿Cuándo?

— En vacaciones, que no falta mucho. Trata de pedírtelas la primera semana de setiembre y te vienes.

— Dale. ¿Y vos estás con alguien ahora? Porque nunca hablás de eso…

— Naaa… ¿Y tú?

— Nada estable, soluciones temporales.

— ¡Ja! Hace tiempo que no me atraen los hombres, Cas, quiero tener una mujer. Ya me venía corriendo desde niña con una guarda jurada de supermercado, imagínate…

— ¿Una guarda jurada? ¿Y qué edad tenías?

— ¡Yo qué sé! Ocho, nueve, no recuerdo… Era fea y rellenita, como a mí me gustan, pero me ponía cachondísima.

— A mí me pueden atraer unas tetas, sí, pero todo lo demás…

— El coño no, claro. Ese coño que tú crees q sólo está entre las piernas, además.

— No lo reduzco a eso, Fabi, pero no necesito probar una mujer. De momento. Nunca burqué la oportunidad, ni por curiosidad. El coño que está entre otras piernas que no sean las mías más bien me repele, para mí no hay como una polla. Ni tampoco, ¡faltaba más!, es como si ahora te saliera conque que me gustan en forma de cimitarra, o violetas. No, la verdad que no se me pasan por la cabeza las minas… ni siquiera vos, y eso que me encantás.

— Tú también, pero tampoco.

— No estamos hechas la una para la otra.

— No. ¡Pss!

— Nadie con medio dedo de frente se arriesgaría a cargarse una amistad por una intentona donde podríamos perder algo hermoso.

— …

— Qué.

— Nada, que dices bien. En cambio yo me arriesgo siempre en lo que sé que va a fallar. Me atrae la cuerda floja.

— No das ese perfil.

— Pero sí. Soy hija y hermana de la cuerda floja. Baja estima por regla. Mira: en los 80 por ser mujer bisexual te humillaban, y si para colmo eras gorda y rara, peor. ¡La Movida! ¿Qué fue eso? Yo soy de Carabanchel, crecí allí… yo me vestía con ropa de mercadillo, no soy una niña pija que se fue a Kings Road a comprarse unas botas militares y un collar de pinchos, mi padre tiene un restaurante que ofrece platos del día, ¿entiendes? Un currante. La Movida me cogió pequeñaja y casi al final, no pasaba de los dieciséis. Pero una gordilla con la cabeza semi rapada, y encima bisexual, no es lo mismo que una guapa de cabeza semi rapada que va de florero, así que me lo pasaba vomitando para evitar hacer lo que yo creía que era el ridículo.  

— ¿Tus viejos lo sabían? 

— ¿Qué van a saber? Yo tenía mis propios fantasmas y ellos también. Cuando vomitaba en el restaurante de Sancho y luego seguía poniendo copas, se hacía el que no veía. Y mi madre también, que vivía más en su pasado argentino que en Carabanchel. Comer y vomitar siempre ha pertenecido a mi exclusiva jurisdicción. Pero a mediados de los 80 algo empezó a cambiar…

— ¿En vos o en ellos?

— En todo y en todos. Cuando Franco se fue para el otro barrio la pibada salió a la calle a vomitar metafóricamente lo que nuestros padres y abuelos se habían tragado durante cuarenta años, porque a ver cómo haces para vomitar algo que ya hizo quiste. Lo digo por ellos, que ni siquiera habían aprendido a vomitar. ¡En cambio yo, llevaba haciéndolo materialmente desde los nueve! El miedo y los fantasmas de la dictadura no se fueron de un día para otro. Cuarenta años sedados como pollos en un criadero. Se cargaron dos generaciones, tal vez tres, y por mucha revuelta que montes, lo viste en tus padres. Entonces te sigues sedando a ti misma, y la fiesta es el sedante perfecto.

— Yo no puedo imaginarte ni gorda ni fea a vos...

— Lo superé yo misma, todavía no sé ni cómo. Tú eres una tía muy sanota, no permitas que este continente te quite eso.

— Ya lo sé, este es un continente que no contiene.

— Sí. Yo estuve un tiempo haciendo como que cantaba en ese garito donde me presentó Jonás, suerte que lo dejé por la escritura y la universidad. Pero allí aprendí algunas cosas.

— ¿En “La mona fundida”, decís? Estuvimos ahí, es un antro importante.

Sí, y lo hacía un poco por diversión y otro poco por dinero. Todo en secreto y a espaldas de Sancho. Otros tiempos.

— ¿Por qué le decís Sancho a tu viejo?

— No sé, siempre le hemos llamado por su nombre; y ya que preguntas por qué, la verdad ni idea.

— Ah. Mi viejo se llamaba Andrés, pero si lo viera por la calle no lo reconocería. Era un casado milonguero, mamá lo dejó después de que yo naciera. Se cansó de esperarlo y decidió seguir por su cuenta. Ella es así… además nunca le reclamó nada, que yo sepa.

— Te habrá mostrado alguna foto…

— No, ni falta que hace. Me acuerdo del abuelo Cipri, eso sí: él nos crio y nos quería como padre, ya está.

— ¿Vive?

— Falleció cuando éramos adolescentes, y al año nomás se nos fue la Bego. Quedaron tres tías y algunos primos con los que no hay relación.

— Bueno, la sangre es el vehículo que nos trae y a veces poco menos que eso. Mi padre no es mal tipo, pero mujeriego y bastante gilipollas. Cuando era un chaval estuvo a punto de perder la pierna por culpa de la policía, antes de que se muriera el Cabrón. Vaya, ¿desde cuándo somos amigas? ¿Ocho años? Y de mi familia sólo conoces a Tristán...

— Sí.

— Te presentaré a mi madre uno de estos días, así lo flipas.

— ¿Por?

— Porque es el polo opuesto de la tuya.

— Entiendo.

— ¿La echas de menos?

— A veces, pero no soy de extrañar. Nunca extrañé el mar, por ejemplo. Fue una de las cosas que me sorprendió: ¿por qué no lo extraño, cuando en agosto Madrid es un infierno seco entre bloques de ladrillo? Fijate que hay una conexión misteriosa entre cierta playita a la que íbamos con Alejandro, en el río Colecole, y éste... ¡a más de diez mil kilómetros! Los dos coinciden de vez en cuando en mi cabeza, y me hieren. Y con la vieja nos hablamos dos o tres veces por semana… siempre es un reencuentro.

— Nunca hablas de Alejandro… ¿piensas en él?

— Como un extraño que alguna vez fue íntimo, sí. Es una suerte que no haya venido porque se hubiera vuelto al toque, hay gente que se cría con un sentido de pertenencia que es…

— ¿Y habéis estado mucho tiempo juntos?

— Seis años.

— Eso es mucho, Lu… Eso no tiene que ser fácil…

— La relación estaba desgastada antes de que me fuera. Por supuesto, era el tío más bueno del mundo. Uno de esos que quieren la esposa perfecta, la madre ideal, la enamorada de “su bichito”. Pasado el tiempo hasta dejó de importarme que el tipo funcionara como un soporífero: mientras pudiera entretenerlo, no tenía que preocuparme por pagar las facturas; y mientras lo dejara bajarme las bragas… tampoco tenía que preocuparme por llenar el tanque del auto con mi sueldo. Era mi pareja, y había “derechos”. Todo tiene un precio, viste, y con los años los dos empezamos a sentir que el otro siempre se quedaba con los vueltos.

— Ah. Un gilipollas.

— Que siempre caía parado, como los gatos. Su familia me tenía entre ceja y ceja por rebelde. Ya sabés.

— Gilipollas con familia grande.

— Casi todos son carniceros.

— Y tú vegetariana. La pareja ideal.

— Pero él no, él estudiaba Historia.

— El culto de la familia…

— Se tiró once años estudiando, supongo que después de veinte ya tendrá el título.

— ¿Once años? Yo que él, a otra cosa. ¿Y por qué siempre caía parado?

— Por su manera de ser, y hasta de follar, todo correcto, irreprochable. Era el hombre corcho que nunca se hunde: flota.

— ¡Ja! Follar correcto es más triste que hacer fila en urgencias…

— Tal cual. Mi vieja no podía entenderlo, decía que me había aferrado a Alejandro por falta de padre, se atribuía la culpa… Éramos el día y la noche ella y yo. Ella liberal, yo tradicional. Ahora nos parecemos más.

— Igual tuviste el coraje de cruzar el charco sola y sin papeles… en eso no fuiste nada tradicional. Y te quitaste de encima al hombre corcho. ¿Pero dónde está el río ése que mencionas? No me acuerdo el nombre…

— El Colecole. En la Patagonia.

— O sea que conoces bien tu país…

— ¿Qué? No, no conozco bien al gigante, nunca tuvimos la plata para conocerlo bien, allá los pobres no se da esos lujos… y nosotros éramos pobres, vivíamos en un barrio sin pavimentar en una casita que mi vieja se compró laburando en un frigorífico… éramos fuerza de trabajo. Bah, como todo el mundo, siempre corriendo la coneja, un deporte que te saca buenos músculos porque a la coneja nunca la alcanzás. La maratón de la coneja. Eso sí: mamá supo ahorrar, y si estoy acá es por ella. Por mis venas debe estar corriendo sangre india de un linaje bien mestizo. Una vez tuve un sueño increíble, ¿querés que te lo cuente?

— Dale.

— Ahí va. Yo era un soldado que iba cabalgando por la Pampa, sediento y con los pies arañados por los cardos. Resulta que entro en un toldo y hay una india con un nene de unos cinco años. Ella tenía en la mano uno de estos… un cuenco de barro lleno de yuyos aromáticos, tanto que cuando me desperté seguía sintiendo ese aroma. Fijate que en el sueño le rompí el cuello a la mujer sin darle tiempo ni a gritar, y la dejé tirada ahí... El pibe, que vio todo, curvó el cuerpo y salió corriendo del toldo, a los gritos. Como tenía hambre agarré un pedazo de cordero que había en una tabla y empecé a comérmelo, robándoles el manjar a las moscas. Entonces entra un indio grandote, fibroso, marrón, y se me tira encima. Me clava acá una especie de cuchillo. Acá, justo acá, ¿ves? Pero a mí no me duele y empezamos a pelear…

— ¡Eso no es un sueño, tía, es una pesadilla!

— Sí, pará. Empezamos a luchar y yo le clavé mi bayoneta justo abajo del estómago, le di un tirón hacia arriba y se abrió como si fuera de manteca, las tripas se le salían por el agujero, eran de un rosa brillante, igual que las de un ternero cereza que tenía en el campo un amigo de mamá, como las de los soldados muertos que se pudrían en la pampa dentro del sueño, comida de caranchos. Mientras intentaba contener las vísceras que se le salían, el indio me mira así… incrédulo. Y se me cae encima el pobre, muerto. Cuando salgo del toldo veo que el pibito va corriendo a través del campo, empujado por el viento del este. Había que limpiar la pampa hasta dejarla hecha un desierto sin indios.

— ¿Eras un soldado español?

— No. Era un soldado criollo, un mestizo, creo.

— ¿Y por qué me cuentas una pesadilla tan siniestra, tía?

— Porque acabo de inventármela, boluda.

— ¡Ay! ¡Me cago en… serás capulla! ¡Me la había creído!

— Es una mentira a medias, porque el ternero color cereza existió y lo carnearon delante mío cuando tenía once años. La campaña de exterminio indígena es un hecho.

— ¡Hala!, entonces hay que terminar la historia sin dejar hilos sueltos. A mí me interesa el niño. Yo supongo que los indios vivirían en comunidad, y como no quiero matar al huérfano, le veo llegando a un toldo pidiendo ayuda.

— Considerá que la pampa es un llano inmenso, y que diez soldados, incluido el que mató a los padres vienen a galope hacia los toldos…

— Entonces sale una india para recoger al crío y los hombres de la toldería se preparan para atacar… seguro que en la toldería habrán muchos indios, ¿tenían caballos, no?, y sabrían defenderse...

— Esta vez no hay malón, Fabiola: hace poco la toldería fue diezmada y los soldados traen pólvora.

— Tal como me lo pones, es muerte segura para la india y el niño, final trágico.

— ¿Pero no te acordás de que antes de salir corriendo el nene se curvó todo?

— ¿Y?

— Que mientras corre a toda velocidad entre los pajonales hacia el toldo donde está la india, se va convirtiendo en una mulita y lo soldados le pierden el rastro.

— Define mulita.

— Un armadillo.

— Ajá. Suena a leyenda. O sea que te acabas de sacar de la manga otro cuento, y esta vez con mi anuencia; pero al menos salvas al niño, no eres tan desalmada después de todo. Igual a la india la matan, a menos que se convierta en arbusto.

— Muere en el acto, y aquí viene lo bueno, porque la mulita se refugia bajo su cuerpo y queda empapada con su sangre.

— Mulita roja.

— Sí, pero tendrá larga vida esa mulita, y además se apareará. El niño-mulita se morirá de viejo sin haberse quitado nunca el color rojo de la sangre tehuelche.

— Ya puedo ver a los bebés-mulita corriendo por la pampa. Eso si no los cazan, claro, porque el hambre…

— Sí, sí, se cargan algunos, pero sobreviven dos, uno de ellos con el caparazón tan rojo como el de su padre. El alma tehuelche encarnada en una mulita, que también muere de vieja. Y un día, a principios del novecientos, un jujeño va cruzando la pampa en su caballo y se encuentra el caparazón rojo entre los pastizales, lo levanta y se lo lleva.

— Define jujeño.

— Alguien de Jujuy, la provincia más al norte de Argentina. ¿Te suena Humahuaca?

— Sí.

— Ok. El jujeño recoge el lomo de mulita, que es muy duro, y con eso se fabrica un charango… como el que me viste tocar por primera vez acá en Manzanares.

— Me acuerdo, claro… Sigue.

— Ese hombre era mi bisabuelo, gran charanguista, que le enseñó a tocar a mi abuelo Cipri antes de que emigrara de Jujuy a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Mar del Plata, donde laburó de cocinero toda su vida, aunque tocaba el charango como dios y formó un grupo folclórico que luego se deshizo por cuestiones laborales: tuvo que elegir entre mantener a su familia, o seguir tocando en fiestas por dos mangos. No pudo con las dos cosas. Ya te conté que Cipri se casó con Bego, mi abuela materna, la gallega, algo que que le enseñó a tocar a mi abuelo Cipri antes de que emigrara de Jujuy a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Mar del Plata, donde laburó de cocinero toda su vida, aunque tocaba el charango como dios y formó un grupo folclórico que luego se deshizo por cuestiones laborales: tuvo que elegir entre mantener a su familia, o seguir tocando en fiestas por dos mangos. No pudo con las dos cosas. Ya te conté que Cipri se casó con Bego, mi abuela materna, la gallega, algo que en Argentina es muy común… Él me enseñó a tocar ese charango que viste, de lomo rojizo… su charango. El charango de mi bisabuelo jujeño. 

—O sea que un niño se convierte en mulita para que no le maten, y luego se hace instrumento musical hasta llegar a ti.

— Claro. Yo siempre hice como que me lo creía, porque mi abuelo vivía diciendo que ese charango primero había sido un niño tehuelche empapado en la sangre de una mujer. ¿Vos se lo discutirías?

— Yo le amaría. Pero esto que me cuentas, ¿es otro farol, no?

— Es posta, te lo prometo. El sueño sí que me lo inventé, la historia que me contó el Cipri empieza cuando el niño se convierte en mulita, vaya a saber por qué.

— Ya.

— Sí.

— …

— ¿Qué pasa?

— Nada, Lu, que oyéndote… quizá la historia de Jonás tendrías que escribirla tú.

— ¿Y eso a qué viene?

— Tú podrías narrarla, yo la he vivido.

— ¡Justamente por eso tenés que escribirla vos!

— ¿Y revivirla? No me cierra, y además soy demasiado cobarde para abrir esa puerta.

— Él querría que la escribieras vos.

— No seas romántica, amiga… ¿y tú qué sabes lo que él querría? No está aquí para dar el visto. Tú tienes fuerza narrativa.

— No me interesa.

— De acuerdo. Pero me gustaría leerla, créeme. Podrías usarnos a los dos… A él le conoces a través de su garganta, y a mí… ¡A veces pienso que me conoces tan bien como a la palma de mi coño! ¿Me das un mate?

 

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 1

  Kyra me cuenta que aún sueña con la explosión. Se ve a sí misma despertando en su cama agitada por el temblor que sacudió toda la ciudad, y a su padre entrando a su cuarto para evitar que llegara al balcón. Ve sus ojos, muy azules y encapuchados, cubiertos por una película amarillenta parecida al celofán. Sueña con la luz encendida en el descansillo, cuyo muro le impide alcanzar la visión del incendio en la línea del horizonte. Se oye chillando y peleando con él para que la deje avanzar hacia la ventana. Sueña también con los abedules plateados antes de que el bosque se volviera rojo. Con aquel interminable viaje en autobús envuelta en la atmósfera gris de una nube eléctrica. Dice que a veces se despierta sin saber dónde está, sintiendo que no lleva cuatro años, sino mil viviendo en Madrid. Y si en algún momento la soledad le abre fisuras en el estómago, busca refugio en un bar y se harta de comida chatarra y sales digestivas, recordando a Yuri. Los viernes por la noche, después de llegar a casa y ducharse, se calza los cascos y baila rabiosamente durante horas. 

  Mientras habla me sostiene la mirada con la serenidad de una talla eslava, los ojos entornados, distantes, y algo flotando ahí dentro, algo que no es para mí. Sin embargo nos hemos caído bien desde el principio, el buen rollo es evidente. Su castellano es casi perfecto, no sé cómo lo aprendió.

  Como tantas veces, soy la espectadora. La que escucha. La que replica cuando la dejan.  

  Conoció a Ceballos antes de enrollarse con Tristán. Se encontraron en un bar mientras ella se aburría, esperando a que acabara el concierto de Jànos, un saxofonista húngaro con quien hasta hace poco mantenía una relación informal. Mientras tanto iba cambiando de amigo cada fin de semana, sólo por probar. Esos tipos le duraban el tiempo de un flash neuronal, y otro seguramente más intenso aunque de distinta naturaleza, tanto como para desear librarse de ellos con la urgencia del desgaste. Practicaba la lógica de lo efímero. Del desapego absoluto. De la filantropía sexual con miras al placer. “Venga, otro día nos tomamos una copa por ahí, o no nos tomamos nada y hasta luego”. Beso. Un beso hondo aunque inconciliable, un beso de rapiña con un semblante que habitualmente prefería olvidar.

   Al otro extremo de la barra, Ceballos la observó callado.

— Estaba imaginándose cómo haría coincidir la punta de esta trenza en el hueco de mi rabadilla… si yo me quitaba la blusa

  Kyra se sonríe, me encanta como arrastra las r. Me muestra por un instante su larga trenza amarilla, y la suelta con desdén.

  Durante el concierto la invitó a tomar una copa.

  A la primera se dedicó a engatusarla, pero no le resultó. 

  A la segunda le habló de su trabajo. El tipo es un artista de nombre que además posee una academia de idiomas. Parece que Kyra lo escuchó con cierto interés, y que a la tercera copa le dijo que le gustaba Escher. Aunque no sea capaz de distinguir un grabado original de una lámina comprada en una tienda, una vez vio la imagen de unas hormigas circulando por una cinta en forma de 8. Fue en un libro donde explicaban el infinito. Ella se quedó con el nombre del artista. Con el infinito, no.

— Eso también se lo dije, y le hizo gracia. Le puso cachondo. Le encantó que me importara un bledo su opinión. Intentó emborracharme, pero… — Sofoca una carcajada maliciosa; por lo visto es difícil emborracharla. Y concluye: — Le gusté porque no hago preguntas.

  Tampoco le pareció que fuera una arribista o una puta con disfraz. Sólo una mujer marcada por el accidente de Chernóbyl buscándose la vida en un mundo extraño. Lo cual no es poca cosa. Sin embargo, desde el primer momento ella prefirió enterrar muy profundamente los detalles del desastre y el recuerdo de la boca seca con sabor a herrumbre. Las pastillas y el tratamiento, también los enterró. Mejor no hablar de todo eso. A Ceballos no le preocupó que no encajara en su mundo. Un mundo donde ella era una célula-hembra aislada, y él una célula-macho de cierto prestigio, perfectamente ensamblada en el sistema social. Un mundo hecho a base de mentiras, hipotecas canceladas, éxitos fugaces, esposas y ex esposas rencorosas, hijos acusadores, lamentaciones inútiles, cobardías y arrepentimientos. Kyra era una ofrenda limpia que lo devuelve lúcido a un territorio boyante entre el placer y el olvido. De algún modo, se parecían.

— Yo anduve un tiempo con János, pero al final éramos como hermanos. Además es triste llegar a casa y ver que no hay nadie.

— ¿Entonces?

— Nada, que se vino a la barra para beber una copa conmigo después del concierto, y se llevó por delante a Ceballos. Los presenté y ni se hablaron. Ceballos pagó la cuenta.

  Kyra es vanidosa. Le gusta repetir que Ceballos hubiera sido capaz de invitar a un regimiento entero de cosacos con tal de retenerla. Las cosas estaban a la vista, todas las cartas sobre la mesa. Así que Ceballos soportó a Jànos sentado entre los dos bebiéndose la botella sin dirigirle la palabra y arrugándole la falda a ella con su mano roja y escuálida, algo que siguió aguantando estoicamente, convencido de que tarde o temprano, y de una forma u otra, Kyra acabaría yéndose con él.

  Tuvo razón.

 — János se enfadó cuando le di las llaves del piso para que se fuera a dormir. Al final me tiró las llaves a la cara y se largó del local… Luego volvió para llevarse el saxo.

 Ceballos lo vio todo desde su lugar de siempre. No se había movido de allí, y no se movería hasta que ella se fuera. Con él, naturalmente. Al regresar a la barra Kyra se encontró con una copa llena y una chocolatina. Cosas de Ceballos. Un Ceballos apacible y atento que se las arregló para recapturar su atención refiriéndole su último viaje a Tailandia. Le dijo que el verdadero nombre de ese país es Prathet thai, tierra que nunca ha sido conquistada. En Bangkok el cielo está lleno de peligros, de paraísos y tormentas imprevistos. Se necesitan seis líneas escritas en sánscrito para nombrar su verdadero nombre. Seis líneas para nombrar la ciudad del séptimo cielo. Como es tan largo, nadie lo nombra, y los tailandeses han optado por llamarla Bangkok. Se levantaba con el amanecer, y al regresar, sobre las diez de la mañana, encontraba una orquídea en una jarra de agua fresca junto a la cama, detalle de la recepcionista.

  Hacía bocetos de orquídeas. De mujeres delgadas como espigas. De gigantescos budas ocultos en la espesura. Pero eran las orquídeas las que se llevaban la palma entre el público. Flores cortadas del cielo que se ahogaban en los salones de los bienaventurados ricachones de Salamanca o La Moraleja. Daban ganas de sacarlas del papel. De exhibirlas, de olerlas. Costaban mucho dinero. Tanto, que podía vivir de ellas. Sólo que últimamente tenía un problema: “Tuve una buena estampadora, pero se volvió a Madrid y ahora trabajo solo. ¿Tú en qué trabajas?”.

— Pensé: “Cuando se lo diga va a decirme que merezco algo mejor”. Y… ¡zaz! 

— Se cumplió.

— Sí, se cumplió. Renuncié al curro de camarera para trabajar en su estudio por el doble de pasta. No es tanto, si lo ves… bueno, si piensas que además nos acostamos.

  El tema le incomoda. El sexo representaba la letra pequeña de un contrato que volvían a firmar cada vez que se metía en su cama. Después se iba a casa e intentaba olvidarlo. Pero Ceballos se quedaba enganchado a ella. Enganchado a su manera de deslizarse por el cuarto envuelta en su bata. Enganchado a su manera de hacer, a su instinto. Al pálpito de que nunca la tendría por completo.  

— Deberías haberle pedido más.

  Se lo piensa mientras expulsa el humo del cigarro que acaba de encender.

— No, no… me pagaba bien. Incluso hoy lo sigue haciendo, aunque ya hemos terminado desde que estoy con Tristán. Ahora anda pinchándome para que estudie Bellas Artes, porque siempre se me dio bien dibujar.

— ¿Lo harás?

 Se endereza, mostrando desprecio.

— ¡Govno! ¿Mientras en Ucrania los niños comen basura?

  Kyra tiene este tipo de reivindicaciones. Piensa que el arte es una actividad ociosa llevada a cabo por gente rara en las antípodas de un mundo justo. Pero nunca se lo dijo a Ceballos, no hablan de eso. Él la entrena y ella responde con un silencio frío y una obediencia basada en el interés por su trabajo. Tal vez porque ama las cosas y los seres concretos, prefiere desterrar el arte de su sistema de valores.

  No sé hasta qué punto estará consciente de sus contradicciones.

  Le pregunto cómo fue lo de las fotos, queriendo saber cómo consiguió montar una exposición de cierto éxito en una nave industrial. Me explica que hasta hace un tiempo se quedaba en el estudio trabajando después de hora. Él le dejaba las llaves, y por la mañana la encontraba dormida en el sofá, con todo el trabajo hecho sobre la mesa. 

  Un día, revisando entre sus fotos personales, encontró las que le había tomado Yuri la mañana del 28 abril de 1986, en Prípiat, mientras subía a un autobús con su padre. Habían intentado montarse a uno de los trenes, pero iba tan lleno que no pudieron. Fueron momentos muy angustiantes, en los que la policía no lograba organizar la evacuación. Todo el mundo quería largarse de allí cuanto antes, todo el mundo quería subir primero. Algunos iban con lo puesto, lo importante era llevarse a sí mismos y a sus hijos. Pero no recuerda que la gente hiciera mucho ruido, parecía que el miedo les hubiera dejado los recursos justos como para actuar, que las palabras, los gritos o las quejas fueran un excedente con el no se podía contar, justamente porque ninguna palabra, grito o queja les hubiera servido para describir la desesperación que provoca una amenaza que se percibe, pero no se ve. Tampoco hubo tiempo para decidir qué maleta elegían o qué se llevaban. Lo que flotaba en el aire, ese resto de incendio invisible que los estaba friendo, se apoderó del tiempo y los deseos. . 

  Movida por un impulso incomprensible llevó las fotos al estudio, las fotocopió, las amplió y las intervino con tinta. Con porfiado salvajismo borroneó su rostro, el de su padre y el de casi todas las personas que hacían fila para subir al autobús, hasta hacerlos desaparecer bajo una niebla sucia de tinta encharcada. Necesitaba evacuar de su memoria el recuerdo de aquel día, borrándose a sí misma y borrando a todos, borrando la radiante membrana del aire y la alegría de la ciudad suprimida de repente bajo la niebla luminosa del silencio.

  A pesar de los resultados, fue un intento ineficaz.

  Nunca podrá borrarlo. La memoria es su némesis, por eso ha borrado los rostros.  

  — Yuri, mi hermano, era… bueno, es aficionado a la fotografía, le sacaba a casi todo. No me explico cómo pudo tomar ésas sin que lo detuvieran o se las quitaran.

— ¿Son muchas?

— Yo tengo unas veinte. Me las dio en casa de babusya.

— ¿Babusya?

— Mi abuela de Kiev.

— ¿Os llevaron allí?

— Sí… él tomó muchas de Prípiat antes de que nos evacuaran. Las vi a todas, pero sólo tengo las que usé para la exposición.

— ¿Y Yuri? ¿Aún vive en Kiev?

  Kyra enciende otro cigarro sin que le tiemble el pulso. Guarda silencio.

  Me hablará de Yuri siempre y cuando quiera y hasta donde quiera, hay asuntos que no me incumben.

  Con respecto a las fotografías, por lo visto continuó trabajando con ellas hasta que no le alcanzaron, y empezó a replicarlas e intervenirlas. Yo he visto la exposición. En cierta foto, alguien se tomó una a sí mismo, pero sólo se ven parte de sus pantalones de trabajo y unas botas de aspecto pétreo que parecen sacadas de un museo bélico. En otra, una larga fila de seres anónimos sube a un autobús que se mete por un túnel de tinta de plata desvaída, hacia el punto de fuga de un incendio. Sólo que en esa ocasión no había dónde fugarse. En otra ha dibujado peces bicéfalos colgando de los árboles. Transformó esas humildes fotos en parques temáticos de alucinación.

   A Ceballos le impactaron.

— Nunca quiso tocar las fotos —. Hace una pausa, sin disimular su mosqueo: — Es estúpido, porque a mí me tocaba siempre.

  De todas maneras la animó a realizar una exposición electrográfica con técnicas combinadas, como la reproducción en serie y el calco. Además le regaló un par de serigrafías inspiradas en las fotos. Fue muy convincente. Le advirtió que ella podía ser una de las pocas personas en posesión de un documento fotográfico inédito desde el interior de la evacuación, y no desde una agencia de noticias. Yuri las había tomado entre la gente, con la cámara escondida bajo el platok de su madre, un chal adornado con un ramillete de jazmines. Su sombra alargada aparece proyectada en la chapa grasienta del autobús, las maletas, las mascotas jadeantes. Esa mañana todo el mundo tenía sed. “El chico tiene intuición artística, supo dónde poner el ojo”, indicó Ceballos con admiración.

  Kyra desconfía de eso; ella cree que las tomó por una razón mucho más básica: el miedo a olvidar.

  — Anduvo por toda la ciudad sacando fotos de la espuma blanca con la que lavaron las calles. ¿Viste las fotos que se sacó de las botas? Las estrenó ese día, yo se las regalé. Eran marrones, pero se volvieron grises por la ceniza. Y nadie nos dijo nada. Los ojos nos ardían, pero nadie nos dijo nada. Sacó una foto de su ventana, que tenía una araña negra de goma colgando del balcón. Se volvió de un rojo rarísimo. Marcó la ventana con un círculo y escribió: “Ése era mi cuarto”.

— Se comentó que iban a volver en tres días…

— Nosotros sabíamos que no.

 Ceballos, que tendía a ver el costado artístico de los acontecimientos, se quedó con su propia interpretación. Para Kyra es distinto: Chernóbyl no es Tailandia, esas fotos no son orquídeas, ella no se considera una artista. Saber dibujar no la convierte en eso.

  Él levantó una imagen y la dejó colgando al trasluz de la ventana, para que la viese. Esa imagen y ella eran un todo indiviso; el resto iba a hacerlo él. Tendría que enseñarle qué decir y cómo. Por ejemplo, que era discípula de un artista ruso opositor al régimen soviético —ya iba a pensar quién. ¿Leónid Sókov? No, ése no, a ése lo conocían hasta en España. Otro. ¿Que era una impostura? Tal vez, ¿y qué? La vida lo es. Posiblemente, la mayor parte de las verdades conocidas lo sean. La artificiosidad es moneda corriente en un mundo donde se manipulan tanto la materia como lo otro.

  Le hizo dar unas vueltas por el estudio, explicándole que muchas veces las cosas funcionan así, y que realmente funcionan. Le habló de la construcción de una artista. De su invención. De las posibilidades que tenía ella en ese mundo. Era guapa, carismática, y aún joven. Había que buscarle una estética para salir a la palestra. Un disfraz que pudiera confundirse con su piel. La estética personal es como un sello. Y la actitud también. Importa más la actitud que el talento, y el concepto tanto como la actitud. Ser capaz de reconocer el mundo con mirada errática, nutrirse de él. Provocar perplejidad, y a la vez, despertar atracción. Con eso, ya tenía la mitad ganada.

  Le sugirió que ideara un personaje atractivo, algo que definiera a la futura artista. No iba a contarle a todo el mundo que trabajaba de estampadora, y que estando en Ucrania su abuela sólo le permitía darse un baño de vez en cuando. Usar como gancho el largo tentáculo radiactivo de su trenza amarilla y  esa piel de nácar que hacía pensar en niños con branquias aprendiendo a nadar en agua pesada. Su apariencia etérea, más cercana a la de una criatura celeste que a la de una mujer, con su ligera osamenta de niña mal crecida envuelta en una túnica de seda, evocaban la magnanimidad occidental. Lejos habían quedado las tarjetas de racionamiento y las estadísticas de los científicos japoneses. Ella era la viva imagen de la derrota soviética hecha a golpe de cuchilla y con sombra para ojos. Al fin y al cabo, el éxito de la exposición no dependía exclusivamente de la obra, sino también de lo que le había pasado, y de su imagen. Si a eso le añadía un título dudoso en alguna universidad del Este, un máster en Berlín y un amigo como Ceballos, el resto estaba asegurado.

  Nada podía resultar más provocador ni más exótico que una sobreviviente de Chernóbyl. Y lo que esa gente conocía de Chernóbyl estaba muy lejos de ser lo que realmente había sido Chernóbyl.

 Ceballos supo mover las fichas correctas y esa noche no faltó nadie, ni la prensa. La sala estaba llena de pajarracos y críticos de arte moderadamente avarientos, gente correcta para la ocasión: el amigo del amigo del poeta de turno. El ligue del poeta. El fulano. El primo del fulano, que había ido por el vino. El dueño de la galería de al lado y un séquito de tira orejas, imanes de otros treinta y seis que se le pegaban como una entusiasta manada de coyotes. Querían saber quién era esa chica rusa, si de verdad era una artista emergente o se trataba de otro fraude de Ceballos.

 — O sea que la tragedia de Chernóbyl te convirtió en artista — me arriesgo a decirle.

   Se queda pensativa. Al final, dice: 

— No… no soy artista, si no el desgraciado resultado de un reactor nuclear que explotó. No volveré a exponer, no me interesa. Si no fuera por Ceballos, yo sólo sería una ucraniana trabajando en un bar sin que nadie sepa que he pasado por Prípiat y…

  Deja la frase inconclusa y una vez más aparece esa mirada distante, y algo flotando ahí dentro, algo que es sólo para ella.

  Lo bueno de todo es que el dinero resuelve asuntos pendientes. Después de la exposición se mudó a un piso más grande, con dos habitaciones y una pequeña terraza en Vallecas, que fue donde conoció a Tristán. El resto del dinero lo invirtió en un pasaje de avión para su padre. Lo había visto por última vez antes de salir de Kiev, mirando por la ventana con una copa en la mano. Cuando llegó a España hacía más o menos lo mismo: quedarse horas enteras frente a la ventana, sin hablar.

  El cáncer de pulmón acabó con él treinta y cinco días después.

 

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 2 

  El timbre suena a las dos y media de la madrugada, cuando ya se han ido los músicos, y a través de las ventanas abiertas empiezan a colarse los primeros efluvios de una tormenta urbana. Tormenta estival, de las que agobian, algo que en esa parte de la ciudad siempre huele a basura sin recoger.

  Me asomo al telefonillo para averiguar quién podrá ser a estas horas.  Al otro lado alcanzo a reconocer la voz acuosa, ronca, de Jonás. Luego, un golpe formidable en el altavoz y algo que se desliza hacia abajo, como un pájaro que se estrella contra un muro, resbala, y cae desvanecido. Dos minutos más tarde le tengo en el pasillo. No al pájaro: a Jonás. Desde adentro le pido que encienda la luz, y él se da lumbre con un mechero. Su cara aparece dentro del marco de la mirilla irisada por el mortecino resplandor azul de la bencina. Con pinta de legionario apestado de disentería y la sonrisita insensata de un viejo que se ha dejado su bastón en el taxi. A juzgar por su asombrosa capacidad para desplazarse en posición vertical, siempre sin caer, es como si hubiera conseguido llegar hasta una cornisa y estuviera a punto de soltarse. Espera a que yo le haga entrar de un tirón, cosa que hago. Sólo que en vez de saltar dentro de la ventana imaginaria, él salta a mis brazos —o más bien cae entre ellos— y allí se queda un buen rato. Demasiado rato.

  A veces pienso que todavía sigue ahí. Ta vez por eso al día de hoy siga reviviéndolo en presente.

— ¡Feliz cumpleaños, prima! ¿Puedo quedarme? — susurra, trémulo. Quiere usar mi baño.

— ¡Primo, qué sorpresa! ¿No deberías estar en Granada?

— Lo estaba… hasta ayer. Mañana tocamos aquí, por eso…

— El baño está averiado, Fabiola — interviene Óscar, que acaba de aparecer por el corredor, con suspicacia.

  Óscar-Mosca, el irreparable socio y contrapunto de Tristán. Además de pinchar discos por pura diversión, trabaja como en enfermero en el Hospital Clínico. En la discoteca le adoran. Cuando alguien se pone pesado, él deja la cabina, lo lleva aparte, lo tranquiliza y las cosas se arreglan en minutos. El dueño lo encuentra refinadísimo, toda una adquisición. Gusta a la clientela femenina y a los turistas. Hasta a los borrachos les cae bien. Ni hablar de mamá. Ya la veo retocándose el moño que lleva en lo alto de ese cuello que tanto me recuerda a las mujeres sin pupilas que pintaba Modigliani. Con Óscar se derrite en alabanzas. Y él con ella, porque no la conoce bien. Óscar esto, Óscar lo otro. Óscar, el neonato ideal nacido del cruce entre un surtidor de cerveza listo para el desguace, y una ONG. El novio—piloto con pinta de dibujo animado japonés y carrera profesional que cualquier madre vacilante querría para una hija acomplejada como yo. La versión sana de su propio hijo.

  Óscar es tan fiable que yo nunca me fiaré de él. Me he pasado mucho tiempo intentando encontrarle el lado flaco, la termita que corroe la madera del cajón donde se guardan los remordimientos. El callo, la ulceración. Pero al tío no hay por dónde agarrarle. Va limpio como un bebé recién bañado, hasta se puede pensar que incluso huele bien por dentro, como si estuviera relleno de hierbabuena, de mentol, o de azafrán, y no de carne y sangre como todo el mundo. La causa: su insufrible optimismo crónico, que él atribuye a la dieta macrobiótica de George Osawa. Me enrollé con él porque se parece al capitán Harlock, el romántico navegante del Manga que viaja en un barco estelar con una niña que toca la ocarina. Es su versión riente. Ya estoy grande para esas boberías, lo sé, porque ni él es el capitán Harlock ni yo la niña de la ocarina. Somos tan distintos que Bruno se retuerce de la risa al vernos juntos. Tristán también. La única que da cierto voto de fe, tal vez para llevarles la contraria, es Kyra. El resto estará haciendo apuestas por saber quién de los dos pondrá fin a la farsa, así que nos juegan a la baraja en cafeterías de mala muerte. Nadie sabe quién va a ganar.

  Óscar se acerca dando la impresión de que avanzara retrocediendo. Cauteloso, como un cangrejo. Afinando una sonrisa. Lo del baño es mentira, alguien como él jamás permitirá que mi baño esté averiado. Habiendo Óscar, siempre habrá pasta para un fontanero. Lo que Óscar no quiere es que haya “gente rara” haciendo “cosas raras” en el baño.

  Los presento, y él le estrecha la mano a Jonás de manera jovial, algo que éste recibe casi con lástima. Ha notado que Óscar finge no haberle reconocido y eso le indigna más que si se le hubiera echado encima para decirle que su último disco es maravilloso.

— ¿Por qué no me llamaste? ¿Dónde tocas? ¡Quiero ir!

— A eso venía, guapa… además de usar tu baño, venía a decírtelo. ¿Quién es éste?

— Mi chico, Jonás… es mi chico.

  Se sorprende, como si me hubiera vuelto uno de esos monstruos en forma de furgoneta que salen en la National Geographic una vez al año, y que tanto desconciertan a los especialistas. Tampoco él entiende qué hago con el capitán Harlock.

— Vale, un placer, tío.

— Lo mismo. ¿Y dónde tocáis mañana? —. Óscar intenta ser amable.

— En La Riviera — responde Jonás sin mirarlo. Disimuladamente, me entrega varias entradas. Luego se da una palmada en la frente: — ¡No te jode! Olvidé el regalo en el coche, tendré que bajar de nuevo… Espera que…

— ¿Qué? No, tú te quedas acá, me lo darás después —. Lo que no quiero es que baje borracho, o como quiera que se encuentre, y luego se pierda o no recuerde dónde vivo.

 Jonás no protesta, dejándose conducir suavemente dentro del salón, donde algunos amigos se reponen de una noche de juerga. Pero la presencia de tanta gente junta lo voltea hacia mí escandalizado, haciendo que salte a mi memoria, como pato al agua, el recuerdo de un mascarón de proa inflado de demonios:

— ¡Hostia! —. Y se vuelve hacia la concurrencia.

  Ahí están mis amigos, todos amontonados en un piso pequeño. Sólo que en el giro se balancea en un pie, luego en el otro y está a punto de caerse, pero logra mantener el equilibrio agarrándose del biombo que hay a su derecha, la única cosa de la que puede cogerse. Algo frágil, mucho más frágil que él. Toda una joya de madera balinesa en cuyas finas alas de papel restallan dos criptogramas grabados en tinta china: Cuerpo—Espíritu, regalo de cumpleaños de Óscar-Mosca. Tan inútil como un delfín dentro de una bañera. Lleva ahí toda la tarde, pero él se lo ha cargado de un manotazo en el tiempo que dura un pestañeo, provocando que el biombo se desplome sobre la novia de Rodrigo, un compañero de la universidad, que duerme la mona en mi sofá.

  Se oyen risas soñolientas y la guitarra de Raimundo Amador tocando blues en un vinilo. Con algún esfuerzo logran sacar a la chica del hoyo abierto en el biombo. Tampoco es que ella muestre mucha colaboración, porque le entra tal ataque de risa que parece una colombina hundida hasta el cuello en una tarta de hojaldre descomunal. Después de eso nadie sabe ya qué hacer con el trasto. Si plegarlo, tumbarlo o arrojarlo por la ventana. Hay una lucha de voluntades entre Rodrigo y el biombo, que se agita en el aire como una cría de pterodáctilo. Finalmente es doblegado, plegado y puesto en un sitio más seguro. Todo sucede tan rápidamente que cuando terminan, Raimundo Amador sigue tocando y Jonás ya se ha hecho un hueco junto a la ventana. Atento al espectáculo.  

— A ver cómo le echas — refunfuña Óscar entre dientes. Mataría a Jonás, si pudiera. Mal lo lleva, si pretende que me deshaga de él. Y mal lo llevan todos si pretenden sacarle algo que Jonás no quiera darles. Tendrán que conformarse con verle mirar a través de una copa mientras se buscan la vida para conseguir robarle un pedazo. A esas alturas, ya es una pequeña celebridad. Dentro de su copa el mundo debe ser redondo, supongo, y la gente gris, así que elige asomarse a la ventana y hacer de cuenta que no hay nadie al otro lado de la oxidada tela metálica en la que los mosquitos se fosilizan hasta disolverse. Cucharas, tridentes, jabalinas... Nadie le pide que sonría: más bien esperan todo lo contrario, y de haber llorado o montado un pollo, clavarían su cabeza simbólica en la punta de un palo e irían a visitarle de vez en cuando para volver a casa con una parte suya tan rancia como la cerveza que se están bebiendo: "Mira, tengo un trozo de Jonás Gálvez en mi mochila". Con caras de turistas y de espías.

  En algún momento la aguja falla y el disco se queda atorado en un acorde; pero nadie lo quita, y se decreta de forma tácita que ese acorde de guitarra no es más que ruido de fondo. Observan a Jonás en silencio. Por lo visto, esperan que sea él quien lo quite. Es un silencio peculiar, casi audible, como el que se percibe en las iglesias, en los accidentes de tráfico y en los tribunales, cuando el juez está a punto de dictar sentencia. Un silencio expectante. Lleno.

   Risita nerviosa de Jonás:

¡Vaya, se nos ha jodido el Raimundo! —. Y se tumba por todo lo ancho en el sillón que hay detrás de una cornisa, deja la copa en la mesa y se queda dándole vueltas al único anillo que lleva puesto; una joya de oro blanco con una piedra negra. Su semblante muestra la expresión blandengue de alguien que aguarda en la cola del supermercado rascándose la oreja. Allí no hay nadie de su interés. Lo único que quisiera es pagar y largarse.

  Me concentro en la faena de sacar el disco y poner otro, algo tan original como para distraer a la gente y que poco a poco se vayan olvidando de Jonás. Pero es un problema, porque los discos los guarda Bruno, que está fuera desde hace una semana y ni siquiera ha llamado por mi cumpleaños; Tristán sí, pero ha viajado a Barcelona. Aparece un muchachito de sonrisa rara haciendo gestos cómplices en dirección a mi primo.

— Sí, es él — le digo a secas, y el pobre se larga echando leches.

  Acabé decidiéndome por una casete de Jeff Buckley, un californiano de voz asombrosa, otro regalo de Óscar para su lucimiento. Casi nadie lo conoce al yanqui, pero los que sí se deshacen en alabanzas. Y los que no dicen que es un mamón. Ya hay gente murmurando que Jonás es un mamón, da igual el estilo; aunque el hecho de tenerle a sólo dos metros de distancia les sigue pareciendo una circunstancia extraordinaria. Se ríen, murmuran. Y reanudan el ritual de abrir botellas.

  Él me espía con resignación.

— Si te doy problemas me largo, prima —. Sus ojos acechan la figura de Óscar, que se pasea de un lado al otro buscando pretextos para no dejarme a solas con él. Se sirve un trago de Málaga dulce que ha encontrado por ahí. Me sirve uno a mí y otro a Jonás, que lo rechaza con gesto crispado.

  Afuera ha empezado a llover.

— Llueve — dice Óscar. Y se queda mirando el vaso.

  Jonás no le que el ojo de encima, así desde que llegó.

— Oye, perdona que te haya tratado mal en la entrada… ¿Óscar?

— Óscar, efectivamente.

— ¡Efectivamente! ¡Flipo con la gente que dice “efectivamente” para todo! “Efectivamente”. ¿Por qué no dicen “sí”, a secas? Como si llamarse de tal o cual forma fuera algo efectivo, es como… darse importancia —. Me mira buscando mi aprobación, pero no obtiene más que silencio y un airecillo en cierta manera electrificado.

— Jonás, es una costumbre, no la líes — protesto.

— Efectivamente, Gálvez — machaca Óscar, echándose un trago con nervio.

— Es que hoy ando atravesado, ya lo habéis visto, con ganas de marear la perdiz… — se defiende Jonás sin ninguna maldad.

  Óscar ahoga una risita y se echa el resto de su copa de una sola vez. Nos miramos. Nadie sabe hasta dónde llegará mi primo, si es que llega. Habla sin dirigirse a nadie en particular, además de su copa:

— ¿Nos das un momento? —. Óscar me coge por debajo de la axila y me saca de allí. Su mano se ciñe alrededor de mi brazo con la precisión de una llave francesa hecha a la medida de mi circunferencia. Sin hacerme daño, piensa él. Como resultado de la faena acabamos encerrados en la cocina. Él, con la espalda bloqueando la puerta; yo, colgando de su llave francesa, más atónita que atemorizada. Entonces empiezan los reproches: ¿no me di cuenta aún de que ese tipo viene a mi casa sabiendo que es el único sitio donde no le buscarán? Su caso es de manual. Basta con examinar de vez en cuando a la página de espectáculos para ver lo que hay. Cuando no le pescan en plena juerga es que suspende una gira, y cuando no está ingresado en una clínica es que la banda no ha llegado a un acuerdo con la discográfica, algo que en caso de estar muerto se convertirá, como que dos y dos son cuatro, en un acuerdo inmediato. Una carrera brillante yéndose por la alcantarilla. Para que luego alguien risueño, el delegado de turno, o un abogado, salga a desmentirlo y se publique una foto de Jonás en sus mejores tiempos, con una leyenda declarando que la instantánea se había tomado dos días antes en Formentera, en Cádiz o en Madrid. Nadie, o muy pocos, admitirían que ese hombre lleva meses, años, intentando desengancharse. Que no le ingresan de vez en cuando en una clínica por neumonía, sino que vuelve de su primera muerte por la ruta del caballo. Ya nadie se fía de él. La banda está acostumbrada a denunciar sus escapadas. El niño no está: ¿dónde andará el niño? Es una constante que se viene repitiendo desde que tenía nueve o diez años. La historia de su vida. Yo misma se la conté.

  Mientras habla, el pez de oro que le cuelga a Óscar de la gargantilla se sacude frenéticamente de un lado al otro, se ahoga, boquea. La vena que tiene bajo la sien izquierda se le hincha, y la veo zigzaguear como una culebra atrapada en una bolsa de hule. El dragón chino se le ahoga en su propia corriente sanguínea. Cuerpo—Espíritu. No me pedirá que lo eche porque sabe cuánto me importa Jonás, sin embargo —cuchichea— ¿por qué mejor no nos damos una vuelta por ahí? Cuando volvamos seguro que ya se habrá ido… Apenas advierta que no estoy, le entrará un ataque de pánico, o una rabieta, y se buscará otra cueva donde escabullirse. Esos mendas son así. Por mucha pasta y mucho éxito que tengan, van a la deriva aunque estén varados en puerto. No son más que un instrumento lucrativo para tíos trajeados en despachos a puertas cerradas con montones de organigramas sobre la mesa. Gálvez no es mi problema.

  Me pasa la mano por la mejilla, amorosamente: “tén cuidado”. Puede también que sea el antepenúltimo cordero sacrificado —nunca se sabe quién será el último—, aunque por mucho que intenten sacrificarlo, jamás logrará limpiarse. La gente que está con él terminará forrada o salpicada, y siendo realistas, no seré yo, precisamente, una de las que vayan a forrarse.

  La remata con un golpe maestro:

— Piensa que ya no lleva botas de montar, Fabiola, piensa en eso…

— Tú tampoco, Óscar — le interrumpo —. ¿Por qué no te largas?

  Si antes se le hinchaba la vena, ahora parece que estuviera a punto de saltársele de la sien. Mi resistencia le sienta como una bofetada. Es normal, tomando en cuenta la verdad de sus argumentos. Al fin y al cabo no ha dicho nada que no sea cierto. Pero su fallo no es ése, sino que nada de lo que ha dicho es nuevo para mí. Sólo quiero que se largue. Si continúo con él, su llave francesa empezará a dolerme y yo me transformaré en algo que no soy. Así que abro la puerta, y él me suelta como si mi brazo estuviera ardiendo. Como si acabara de recordar que su mano estaba ahí. Como si ésta, que antes parecía una llave francesa, no formara parte de su cuerpo y no quisiera hacerse con ella. Avergonzado, quizá.

  Tras cruzar el umbral, se da vuelta.

— Luego hablamos… ¿vale?

— Mejor no.

  Cierro la puerta, oyendo sus pasos alejándose por el corredor. Es la primera vez que me doy con la puerta en las narices yo misma para echar a alguien, y la situación tiene cierta gracia. No obstante transcurre sin sobresaltos.

  Ya iba siendo hora de librarme de Óscar. De su incontestable sensatez, sus intenciones conciliadoras siempre a este lado de las puertas y su manía cultureta de presentarse con un librito de Raymond Carver bajo el brazo, cuidándose, por supuesto, de que fuera una edición de bolsillo. Pedazo de snob. Lo que realmente le molesta de Jonás —fuera a reconocerlo o no— es que no huela a roña como creía él. Que su cuerpo no despidiera poro a poro el olor amargo, opresivo, de los alcohólicos fashion que dan la talla exacta para sus estadísticas positivas sobre el fracaso capitalista.

  Vuelvo al salón, pero mi primo ha desaparecido y mis amigos han retornado a sus tareas habituales de dormir la mona por los rincones, arrullados por la lluvia y la voz de Jeff Buckley, que según él mismo confiesa, había hecho vino de un árbol de lilas. Me sale al encuentro Rodrigo:

— Está allí — dice, señalando el cuarto de Bruno, el único que hay en la casa. Y ahí le encuentro, acurrucado en la revuelta cama del mulato como un gran gato viejo dormitando junto a una chimenea.

— ¿Quién es el tipo que canta?

  Yo dejo caer el nombre.

— Pues canta como un angelito — dice. 

  Y ahí nos quedamos los dos, oyendo los acordes finales de Lilac wine.

— Es bueno, ¿eh?

  Él me responde con un presagio lapidario:

— Sí… pero lleva tanto dolor encima que va a diñarla antes de perder la voz.

  Cabrón. Luego cambia de tema y me pregunta por mi libro. Quiere saber si ya lo he publicado. Pero no, todo lo que hay de momento es un contrato firmado, y estoy a la espera de su publicación. Él asiente en silencio. Aunque es exiguo como un adolescente, tiene un rostro oscuro y una mirada poderosa, de esas que te chupan hacia dentro. Me sondea en silencio, con una mitad infantil inmóvil, y la otra, más bien canalla, sonriendo de forma inofensiva, casi como un peluche.

— ¿Y dónde está “Efectivamente”? ¿Ya le echaste?

— Se fue a tomar una birra por ahí.

— Perdona la burrada, pero sabes que a los arrogantes les devuelvo con la misma moneda.

  Tal vez sospeche que me hace un favor.

— Puedes dormir aquí si quieres, no creo que Bruno vaya a venir.

  Intento incorporarme, pero él me coge del brazo:

— ¿Qué sabes de Yâzid?

  Su pregunta, hecha repentinamente y en tono angustiado, me pilla por sorpresa.

— Nada, ¿y tú?

— Tampoco, por eso pregunto. Te molestó mucho que lo echara de la banda ¿no?

  Vuelvo a tumbarme.

— Un poco, sí. ¿Por qué lo hiciste?

— No estaba desesperado.

  “No estaba desesperado”. Vaya.

— Y además toca mal. Pero yo tengo algo… — se toca la entrepierna un momento, y sigue como si tal cosa: — Desesperación.

— Ya. La última vez que nos vimos marchaba para el desierto y no le he vuelto a ver.

— Está bien, tiene su corazón puesto ahí. Tal vez nunca volvamos a saber nada de él, le gustaba perderse a ese chaval… y al menos era honesto. Cuando ya eres alguien los demás dejan de ser quienes eran, y tú dejas de saber quién es quién.

  Y ahí comprendo por qué pregunta por Yâzid: no es que lo eche de menos, más bien lo que echa de menos es lo que representa para él. Que es lo mismo que le atrae de mí: que yo puedo atestiguarlo. Los demás, ¿qué? No es de extrañar que aparezca por mi casa de incógnito con el pretexto del cumpleaños y del concierto, para esconderse entre las sombras espesas, pero amables, del cuarto de Bruno.

  Sobre la mesita hay un peine lleno de pelo rizado. No es más que un peine, un grasiento y sencillo peine de bolsillo, pero él lo coge y se pone a observarlo como si fuera un objeto extraordinario. Parece que le diera seguridad. Acaba de hallar un nido, aunque sea de otro. Ha tomado por asalto la cama de un completo desconocido cuya fragancia acre huele en las almohadas y en las mantas, deleitándole con visible satisfacción el tentador anonimato de alguien que por supuesto no es él.

— Sé que te molestó que lo echara, pero no tuve alternativa — dice, devolviendo el peine a su lugar —. Y eso que yo no sirvo para esas cosas… soy torpe, muy bruto para deshacerme de la gente.

— Igual lo hiciste.

— Sí, claro, tenía que hacerlo.

— Aunque fuera tu amigo.

  Silencio naufragante, temblando entre su vergüenza y mi solapado resentimiento.

— No debería hablar de él — rezonga, más bien para sí mismo. E intenta escurrirle al bulto cambiando de tema: — ¿Ya escuchaste el disco? El último… mi último disco, ¿te gustó?

— No me gustan los discos de encargo.

  He procurado ser deliberadamente brutal, sólo que en vez de enfadarse, él retoza de felicidad:

— ¿A que es una mierda?

  Ese júbilo repentino me hace flaquear.

— Bueno, no sé si tanto… una mierda, lo que se dice una mierda…

  Me coge la cabeza con la mano abierta y me la estrecha contra su barbilla, casi eufórico. Mientras me sostiene contra sus huesos, a punto de soltarme como a una piel de zapa, el calor de su aliento me llega de lejos, templado, y no obstante lleno de gratitud:

— Dilo… ¡di que el disco es una mierda, mi niña, y seré tuyo para siempre! ¡Dilo por todo lo alto, para que lo escuche hasta Dios!

  Me río. A carcajadas, además; lo cual acaba por derribar mis defensas, y recuesto la cabeza en su hombro, cuidándome de apartar las sábanas a fin de hacerme un sitio confortable en esa diminuta cama en la que sólo cabemos los dos apretados como sardinas.

 — Voy a dejar la banda, pequeña; ahora voy a hacer lo que me gusta —. Sonríe con expresión forzada, aparentemente ambiciosa —. He cogido la manía de largarme por ahí mientras se supone que debo estar en el estudio. Busco un escondite cualquiera y me quedo en mi refugio hasta que cae el sol —. Saca un cigarro y hace el amago de encenderlo, pero al mechero se le acabó la bencina en la entrada de mi casa, y lo tira por ahí. Revuelve en los bolsillos buscando uno. En su lugar solo encuentra cerillas. Un cartón con su propia caricatura estampada en la cubierta, algo bonito, quizá el regalo de un fan. Raspa y prende el cigarro, abrumado por una pena específica. Me mira: — ¿Tú me entiendes, no?

  Más que entenderlo, lo sospecho.

— Todos los que llegan arriba se sienten agobiados —replico.

  En estos casos resulta fácil y hasta conveniente aventurar un cliché, algo que él ya sabe que es.

  Se queda pensativo. Me pregunta si recuerdo el nombre del tío ése que perseguía a la ballena. El de la película que habíamos visto juntos hace mogollón de años, cuando él vivía en casa. Se refiera a Moby Dick. 

— Era el capitán Ahab.

— Sería. Uno que de tanto perseguir a la ballena, el bicho acaba hincándole el diente…

  A mí me corre un escalofrío.

— Sí…

— Trabajaba ese tío flaco, uno que hizo también una peli que tenía nombre de pájaro…

— Matar un ruiseñor.

— ¡Ésa! Más vieja que Matusalén… ¿cómo dices que se llamaba el tío?

— Gregory Peck.

— No, ése no. El de la ballena — protestó con nervio.

— Ahab.

— Pues ése. El tío encontró su canción. Uno va a por su canción, y ese tío encontró su canción. Tuvo suerte, yo no. Habrá quien piense que sí, pero no.

— Mucha gente piensa que sí, Jonás.

  Sonríe, pasando por alto mi comentario.

— Yo aún no la encontré. O quizá sí, pero todavía sigue aquí — se da un golpecito en la sien —. La naturaleza ni siquiera es bella, sabes, y hace un tiempo estaba llena de ruidos raros, de silencios que… en fin, de estridencias por las que nadie mostraba interés. El sonido del mundo era mi único contacto con el mundo, y yo lo prefería livianillo, fugaz. No puedo explicar esas cosas, y además no creo que le importen a nadie. Dentro de mi cabeza son como un puzle, algo que siempre ha estado ahí. Yo tenía que cambiarlas de contexto, articular las piezas y volverlas a montar de otra manera… ennoblecerlas, electrizarlas.

— Y lo hiciste.

  Escupe el humo con desdén.

— ¡Qué va! Lo que hice fue atraer a mi viejo y comprarme un coche de la hostia, ¿tú qué te crees? Lo de mi viejo sí que es la leche, porque me lo dijo. A él no le des olivos, dale un cuchillo bien templado. Me habló del cante de las minas, de los hierros… me habló del padre de su padre, mi bisabuelo, que era minero y cantaba como un pájaro. Y a mí, claro, cómo no iba a entrarme el gusanillo… ¡si ya me venía pasando desde niño! Si en mi vida no he sabido hacer otra cosa que cantar… que cuando canto y aprieto la quijada y cierro los ojos sólo veo hierro y polvo y olivos… Afuera es una cosa y dentro es otra. Afuera es funk o una rumba salpicada de reggae, y por dentro a mí me viene el quejío de un gitano cantando una taranta por los caminos. Secos los caminos, aunque por fuera todo sea de color… Es así como me muerde por dentro la serpiente.

— Entonces tienes que cantarla.

— ¿Y tú qué crees, que es fácil encontrarla? — Se revuelve en la cama, no se sabe si con entusiasmo, con rabia o ambas a la vez —. Llevo veintitrés años siendo un quinqui arañador de montañas pegado al funk, con un gitano medio grogui durmiendo en mi espalda. A mí no me quieren ni los payos ni los gitanos... soy cebo, cebo de pescado.

  Deslizo un brazo por debajo de su cuello y él recuesta su cabeza en mi hombro, falsamente enfurruñado. Se ha pasado media vida quejándose de lo mismo, sólo que ahora su queja suena a berrinche de estrella compungida.

  Entre nosotros hay una promesa pactada en silencio. Un pacto entre hermanos de sangre que nacen de vientres distintos; hijos nacidos de madres y padres diferentes por broma del destino. Niños jugando en el césped. Pequeños espías de los lazos de colores que le dejaba el diablo a la vasca del lunar en la garganta, para que pudiera adornar los paquetes en su tienda de regalos, en Carabanchel. De los carillones de bronce que estaban en las tiendas de los portugueses y servían para ahuyentar a los espíritus de los acreedores judíos. Eran cosas que nos contaba mi padre, y que Jonás se creía a pie juntillas, porque necesitaba un padre que se las hiciera creer. Siempre mirando con la boca redonda. Hasta que la vida le fue cercando los párpados y su boca se volvió apretada, tensos los labios, como si los llevara cosidos a una cremallera que sólo se abría para hacer comentarios intencionadamente perspicaces. Circunloquios. Trabalenguas. Hasta acabar una noche cualquiera tumbado en la cama de Bruno boca arriba, viendo el ojo de una bujía colgada del techo mientras me cuenta sus tramoyas y yo intento animarlo.

— Tú no eres un quinqui.

— Sí, porque soy medio gitano. Medio, por desgracia, y sin ánimo de ofender a mi madre, que es paya por los cuatro costados y no sé qué le habrá visto al afilador; pero así me hicieron...

— Por suerte. Pedazo de duende que tienes.

  Él hace como que pasa de halagos.

Nadie sabe por dónde ando… ¡nadie!, ni siquiera la Pájara. Cuando vuelvo siempre está tumbada en la cama, en bragas, mirándose los pies. El suelo está lleno de esas pequeñas bolas de algodón llenas de laca que os ponéis las tías entre los dedos. Ella tiene unos pies preciosos, sabes, parecen de cacao… lleva las uñas pintadas de púrpura, ese púrpura profundo que a mí… ¡me mata! Antes de que diga algo me echo entre sus piernas y me hago un nido justo bajo su ombligo, a la sombra del olivo, pero no le digo nada de lo que he visto ni oído…

— Eso me gusta. Podrías dejarme algún detalle escabroso.

  Suelta una carcajada burbujeante.

— ¡No te jode! ¡En vez de largarme el rollo modosito, la tía va y me pide que le cuente!

— A mí no me jode. El que se jode eres tú cada vez que te colocas. Pero de esos detalles no hablarás… ¡si basta con verte!

  Ahí le tengo, sentado en la cama y mirándome con tal lío de emociones, incluida la ira, que estoy a punto de creer que va a saltar sobre mí, que me hará papilla y quedaré convertida en un montón de cenizas grises. Otro error. ¿Cómo puedo pensar tal cosa? Me doy cuenta por la profunda, colosal decepción que se le pinta en ese rostro tan parecido al de un niño que él tiene y que no obstante tanto me recuerda al de un viejo. Cuando se pone así no puedo ni mirarlo. Pienso en esas viejas muñecas de la infancia que acaban arrumbadas en un anaquel con el cuello roto y los ojos torcidos llenos de pestañas, incólumes, observando a los visitantes con cierta saña silenciosa, y en cuyo brillo se refleja la vulnerabilidad de quien las mira. Pero sé nunca me hará daño, ni me cogerá del brazo con una mano como si fuera una llave francesa. 

— Y ahora me sermoneas. Eso sí que no lo esperaba de ti, nunca, jamás me has juzgado… hace mucho tiempo tenías el refinamiento de una marquesa y el cerebro de un gamberro, por eso me gustabas. Bueno, cuando te salía… esa cosa helada que tienes con la que no obstante derrites un volcán.

— Y sigo siendo así, primo, sigo siendo así. Sólo por fuera.

  Se ríe.

— Lo sé, porque cuando te ablandas tiemblas como una hojita… ¿por qué me sermoneas ahora?

  Vuelve a tumbarse, cogiendo mi brazo como si fuera una bufanda de lana y envolviéndose en él. ¿Acaso dejará de drogarse porque yo se lo diga?  Al contrario, se pondrá más porque yo lo juzgué.

— Siempre he temblado por ti, y lo sabes.

— Ya, ya, Fabiola…

— Desde pequeña. Pero a ti tanto te daba dormirte en el baño que acabar en la trena.

— ¡Claro! Por eso tus viejos me dieron el trastero; para dejar bien claro que duraría poco. Tú insistías en andar pegada a mis talones día y noche: “Mi hermano tiene un aeroplano con mando a distancia”, decías con esa vocecilla. “¡Y a mí qué, joder! ¡Niña tonta, que te den, vete a jugar con tus mascotas de plástico!”. Sonaba en mi cabeza, pero no me daba la gana decírtelo. En lugar de eso, prefería fulminarte con mi tristeza.      

— Pues lo conseguías.

— Lo siento, mi niña.

  Cierra los ojos y se abandona al sueño. Yo también.

  Por la mañana descubro que me he quedado dormida con la ropa puesta y que me han cubierto con una manta. Es una mañana de domingo, silenciosa como cualquier mañana de domingo antes de las nueve. La lluvia rebota en el patio dando respingos, llueve con vigilantes, diría mi madre, y eso significa que va a llover hoy y mañana. El lado de la cama que ocupaba Jonás está revuelto y frío, señal de que se marchó hace rato. Así que me envuelvo en la manta y recorro la casa en puntillas, eludiendo las servilletas de papel y los botellines vacíos que hay por los suelos. Todos se marcharon dejando la puerta abierta, seguramente. Amigos, pocos. Los verdaderos puedo contarlos con los dedos de una mano. Eso sí: ni rastros de Jonás.

  Al regresar al cuarto veo que me ha dejado un par de presentes. Su primer disco —mi favorito— con firma y dedicatoria, y un origami. Están en la mesita de noche, bajo la luz de la lámpara todavía encendida. Por lo visto ha cogido un buen trozo de chicle, lo ha masticado, y tras amasarlo, lo pegó allí a modo de base. Encima, y en vertical, clavó el peine de Bruno, y lo remató con una figurilla de papel en equilibrio sobre el peine. Es toda una obra de ingenio en miniatura, una especie de tótem absurdo y frágil.

  Cojo la figurilla. En esta ocasión es un saltamontes. Jonás siempre ha tenido una habilidad innata tanto para los origamis como para emerger de la nada y largarse. Y esos artilugios se le dan bien desde pequeño. Para fabricarlo ha tenido que sacrificar la contracubierta de uno de los pocos libros de Bruno, y escribir algo sobre ella. No se trata de palabras aisladas que fueron escritas para decorar, ya que las líneas se pierden entre los pliegues. Acercándome mucho a la lámpara, despliego el saltamontes para ver el texto completo. Su letra es muy pequeña y casi tan enmarañada como sus rizos:

 

(sabía que ibas a abrirlo)

 

Buenos días,

he cogido el último trozo de tarta y me llevo unas cervezas…  por si las moscas.

Acabo de tener un sueño cojonudo, sabes, soñé que tenía una Scorpa negro azabache con los cromados impecables, preciosa. Olía a combustible y a perfume de mujer, un suave aroma de almizcle mezclado con aceite de motor, arándanos rojos y cuero salvaje. Estoy contento, porque he conseguido dormir sin calmantes, y nos lo pasamos bien. La pena es que me haya despertado, pero bueno, es una pena menor porque estoy aquí y no en otra parte. Si vine a tu casa, es porque contigo todo vuelve a ser como siempre ha sido y como nunca debió dejar de ser. Me acuerdo de ti hace años: andabas por ahí dando vueltas… bailando con el peligro. Nos jodía saber que por más que lo intentáramos, no podría inventarse nada nuevo en un mundo que nos pensó el futuro antes de que pudiéramos imaginarlo. Si no sabes qué puñetera excusa poner para no hablarles de mí a tus colegas cuando se pongan pesados, tú di solamente que voy montado sobre el techo de un tren que conduce al paraíso de los idiotas, con el viento en la cara y solo. Y que yo no tengo el duende. Que él me tiene a mí. Que a veces mola que te cagas, pero otras...

piensas en matarlo.

En fin, olvídalo, voy de coña.

Bueno… ¿te veré esta noche en el concierto?

 

Quiéreme, prima (porque yo te quiero). Ah, y vuelve a escuchar ese disco, anda...

 

PD: al final he conseguido usar tu baño.

(espero que no te dé por casarte con esa ampolla).

 

  Deduzco que la ampolla es Óscar. ¡Casarme con él! Suelto la risa, porque nunca me casaré con nadie, eso me ahogaría. Es cuanto a la carta, es un misterio. Ni hablar del resto. Intuyo que cada palabra ha sido pensada meticulosamente. El disimulado tono de despedida que hay en ella la hace todavía más reveladora. También preocupante. Algo me impulsa a volver sobre mis pasos, abrir la puerta y asomarme al pasillo, en espera de que quizá todavía pueda estar ahí. Nada, el pasillo está vacío. Escucho la puerta del ascensor antiguo, que se cierra con un golpe estentóreo.

  Una mujer morena, inmensa, avanza por el corredor dando contra el suelo con la punta del paraguas: pomc—pomc—pomc, envuelta en un enorme abrigo pasado de moda que le llega hasta las pantorrillas, haciéndola parecer un espantapájaros montado sobre unos palillos de regaliz. Sé quién es, Bruno y yo ya la he visto antes; vive en el piso de enfrente. La oímos cada noche al regresar del trabajo, haciendo un ruido seco con sus mocasines de tacón y canturreando una viejísima melodía de Chabuca Granda: La flor de la canela, siempre la misma canción. Los sábados trabaja también por la noche y regresa ya bien entrada la mañana.

  Al pasar por delante de mí me mira fijo, inclina la cabeza y dice con voz fuerte:

— ¡Buenos días!

  Con la punta del paraguas, señala algo en el pasillo.

— ¿Es tuyo?

  Miro hacia abajo y veo el anillo de Jonás tirado en el suelo. Lo cojo, notando que la piedra —posiblemente una oxidiana— está rajada de punta a punta. Más que seguro se le habrá caído al salir, o ya estaba rajada de antes. Me lo pongo en el dedo corazón y allí se queda, como si hubiera sido hecho a medida para él.

— Sí, sí, es mío — le miento.

  Ella suelta una risa burlona.

— No… —dice con desdén, empujando la puerta para entrar en su apartamento — Ahora es tuyo.

 

 

 

 

 

 

LUJÁN

  La tipa era especialista en Flores de Bach: la mejor, vete a verla, me dijeron; así que fui. Una mujer simpática. Consultorio monocromático, té pakistaní, masitas… Me pidió que le contara, que le contara todo, qué me pasaba, cómo me sentía, qué tal me iba en el trabajo, con mi familia… ah, lo mío con la familia es un poco escuálido acá, le dije, ¿y qué te ha traído a España? Se hacía la española todo el tiempo usando el pretérito perfecto por cualquier cosa. Al rato empecé a notar que cuanto más le contaba los detalles de mi relación agridulce con el país, más abría los ojos y más estupefacta se quedaba. Claro, mi vida un desastre organizado y la de ella todo ordenadito, todo nacarado y beige, plantas ornamentales al lado de la ventana, cortinas de gasa, cadenita bizantina en la muñeca, vestido ibicenco, la foto de los niños en el escritorio y por supuesto un marido —gente normal—, ya muy afincada en Madrid, ya tan integrada a pleno que apenas se le nota el origen amerindio, aunque debajo de ese alisado de peluquería, con sus mechas doradas aclarando el castaño oscuro natural, seguro que debe haber también sangre mulata. ¿Pero, por qué te has quedado?, me preguntó toda horrorizada. Porque me gusta la multiculturalidad, respondí instantáneamente; me estimula compartir experiencias con gente de otros continentes, no saber lo que va a pasar mañana me asusta y a la vez me exalta, es algo… ¿Y esos trabajos que me comentas no te producen mucho estrés? Dedo en la llaga: ¿estrés?, a rabiar, todavía no perdí la costumbre de preguntarme qué hago acá cuando me siento en un andén, a una edad en que habría, dicen, que asegurarse la vejez. Estoy alienada y a punto de descarrilar, ¿habrá alguna esencia para bajar la angustia? Sí, claro, claro. ¿Y puede mezclarse con medicación alopática o…? Las flores son totalmente inocuas. Bien. Me dijo que volviera la semana que viene a buscar la pócima. Un frasquito de vidrio con gotero y etiquetita primorosa, incluso me dieron ganas de ponerla de adorno en el comedor al lado del bambú. A los diez días estaba en Cabrera de Mar, Barcelona, tirada boca arriba en un murallón de piedra siguiendo la trayectoria de un águila culebrera que vuela a mucha altura, y en círculos, como un borrón ambulante. Es un pueblo apretado entre callejuelas y masías, mucha vegetación y rosas chinas; un laberinto mediterráneo con un sol que dan ganas de abrirse la blusa y cantar, el escondrijo perfecto para la creciente misantropía de Tristán. Mientras los demás duermen la siesta, me echo las dos gotitas de rigor bajo la lengua y prendo un cigarro, a más de diez mil kilómetros del pasado. Me dejo llevar por el recuerdo sin melancolía de mamá, del abrazo que nos dimos en Ezeiza cuando emigró con Aurelio y antes de que se nos fuera el Canica, del momento en que su pubis y el mío se fundieron en uno solo, de la forma en que me agarró la cara a la distancia de un beso y me dijo: Sos una guerrera valiente, vos… ¡tenés una fuerza!, pero las cartas estaban marcadas desde el principio, porque ella nos educó en libertad y alegría en una época de silencios, y aunque yo supiera que no tenía derecho a impedirle nada ni ella a nosotros, lloré. Una de las pocas veces que me puso límites fue el día en que me zafé del casamiento y me hizo bajar la escalera a los saltos raspándome con los anillos… ¡Como si ella hubiera creído en esas cosas! Pasado el tiempo entendí que habíamos ido para no angustiar a Bego, porque mamá nunca se llevó bien con sus hermanas, que la excluían por ser madre soltera: la puta. Decile a tu hija que deje de escribir, se le quejó una vez la mayor; no es normal que una criatura esté escribiendo todo el día, decile que salga a jugar con los chicos. Así que para hincharla nomás mi vieja sacó un cuaderno nuevo de adentro del bolso y me lo dio a propósito, se asomó a la ventana de la cocina y dijo: ¡Uy, la que se viene! ¡Neeeegro se puso, viento y tierra!, lo que alertó a tía Flor, que metió a los chicos adentro y yo toda airosa empecé a recitar: “¡Hijo audaz de la llanura y guardián de nuestro cielo, que arrebatas en tu vuelo…!”, haciendo que flor de tía me hiciera callar. ¡El pampero, tía, de Rafael Obligado! ¿Y ése quién es? Flor de tía, nunca me quiso, ni ella ni las otras; pero la abuela Bego sí, nunca me quisieron porque para ellas yo era la extensión enana de mi vieja, que hacía lo que quería. A mí me alcanzaba conque me quisiera ella, imprevisible y loca. Llegaba del frigorífico, agarraba el Citroën Batata y nos urgía a subir, apurensé que vamos lejos, a las playas del sur, llegábamos justo en marea baja, cuando las olas se amansan y besan bajito la orilla como un baño de jalea, y hay que internarse mar adentro para que te cubra hasta el pecho, una capa tras otra de jalea, ella me alzaba en brazos, yo me agarraba de su cuello y nos dejábamos llevar por las ondulaciones de un mar en calma, riéndonos al ver al Canica intentando hacer surfing con su barrena de tergopol. Mis tías no, ellas se alquilaban su parcelita de playa en el centro para quedarse todo el día jugando a la baraja, sin tocar el agua, creo que siempre le tuvieron envidia y además les tenían miedo a las playas salvajes, y como preferían obedecer a sus maridos, alimentaron durante años ese típico resentimiento que se convierte en astucia femenina frente al control macho que las privó de su libertad, algo que convertían en manipulación deshonesta. Mi vieja siempre desconfió de eso. Yo también. En cuanto al Canica, él siempre prefirió salir a cazar alguaciles — libélulas gigantes —, antes que andar a los tortazos con mis primos, pero cuando se agarró a tortazos con la policía yo no vi que ninguno lo apoyara, ya se habían comprado sus coches y sus departamentos en el centro y nos ignoraban por completo, para ellos éramos una mutación de su ADN viviendo “en ese barrio”, qué desgracia. Y ahí seguirán, en el lugar donde quedaron, protegidos, habitando el territorio que les estaba asignado incluso desde antes de nacer, no como yo, que tiré por la borda mi casa de origen, y también la desmonté. ¿Hubiera sido más fácil seguir en el mismo lugar donde vivía hace un millón de años? ¿Hubiera sido más fácil vivir otro millón en la casa de origen sin haberme hecho ni una sola pregunta, intentando ser como ellos hasta que se me murieran los mandatos, y me pusiera a prueba a mí misma para ver si yéndome podía extrañar? La verdad, no. Al fin y al cabo, así crecí. Te oigo de lejos, Argentina. Siempre supe que me iría, no fue solamente por el corazón roto del Canica, sino también por todo lo que prefiero reservarme, dejando como pista nada más el tiempo que se paró antes de que lo mataran. Boska se mudó, pero a la larga Ketzaedro reaparece cuando el mundo se vuelve amenazante. ¿Esta gente se dará cuenta de la que se les viene? Acá los zaguaraños eligen a los blancos y emparedan a los que son de otro color, amontonan a los desesperados en centros de detención, o en la antigua cárcel de Carabanchel, clausurada hace años, que es el mismo lugar donde paradójicamente vamos a renovar nuestras residencias, nos llevamos nuestras viandas, nuestras sillas plegables, nuestros libros, y cortamos clavos por cada metro que avanza, por miedo a que después de haber pasado un control zaguaraño nos reboten los papeles en ventanilla. Justo al lado de la fila que dobla la cuadra dos veces, hay una alambrada, una vereda y un pabellón amarillo con persianas azules, desde donde cuelgan unas camisetas, alguien podría pensar que se están secando al sol como en cualquier balcón de Madrid, pero no son camisetas, si no declaraciones juradas: ACÁ NO HAY PAPELES PARA NADIE, esto fue en 2009. Los zaguaraños aplastan a un africano contra un coche, lo baquetean, lo insultan y le ponen la cadena simbólica del esclavo, unas esposas que lo mantienen amarrado a la democracia blanca del paraíso animal; los que logran burlarlos venden CDs pirata en algún pasaje grafiteado y con olor a orines. O bien los ves en hilera vendiendo réplicas de Dolce & Gabanna, esbeltos ellos, con los ojos perdidos en un lugar lejano del que alguien los arranca para preguntarles un precio. Ellos también esperan a los zaguaraños. Luego están los blancos rotos que viven bajo el túnel que cruza la Castellana: se esconden ahí para protegerse de la lluvia y los zaguaraños, yo los vi, el jaco se calienta en papel de plata, es tan marrón como la mugre de unas uñas sucias.  ¡Ven a vivir con nosotros la aventura más salvaje!, anuncia una presentadora por la tele; diez zaguaraños entran en un piso, en una nave industrial o en un barracón, y sacan a empujones a unos simpapeles, sale a la calle un andaluz y les grita: ¡Hijoeputas, dejadlos en paz!, pero no hay paz; un niño escapado de la madre intenta interponerse entre los zaguaraños, quién sabe por qué y para qué, luego se ve que no quiere que se lleven a su amiga Aminata, lo empujan, lo hacen caer y lo recogen; los zaguaraños siguen la redada y en pleno día amenazan a un viejo que tiene que irse, el viejo sale en calzoncillos y les rebolea con lo primero que encuentra, ¡Tome Actimel (para la caca) agitar, disfrutar y listos para empezar!, los zaguaraños entran en la vivienda protegida de una abuela que no pudo pagar la luz e intentan sacarla, pero la abuela se agarra del marco con brío y los putea, tironean de ella hasta dejarla en posición horizontal sin soltarse, y mientras la sujetan patalea, un zaguaraño recibe un zapatazo en pleno casco, todo el vecindario ha salido a la calle porque la Herminia creció en esa casa y nunca se casó, así que les gritan, les silban: ¡soltadlaaaa, soltadlaaaaa!, y los filman. Insisto: ¿esta gente se dará cuenta de la que se les viene? El indígena de la tele todo simpático le dice a la presentadora Nuria Roca que no lo estrese, y la tele audiencia se ríe porque es divertido escuchar a un salvaje, quizá un reducidor de cabezas o un caníbal, hablando como blanco. Ley blanca y mueran los jíbaros. La doctrina de los porcentajes. ¡Democracia! ¡Vamos! ¡Dame una pastilla de azúcar! Ketzaedro encarna en todas partes, va mutando. Yo busqué un remanso lejos del mundanal perro, y en la escapada conocí gente extraordinaria que me invita a compartir su comida, su casa, que me da su ropa, sus discos y me confía sus pequeños secretos. No somos hijos de la madre si no de la manada, dice Fabi, que alquila un piso enorme en el casco viejo de Madrid, donde renta habitaciones a extranjeros. Ya han pasado un subsahariano, un estudiante alemán, una sudamericana, un malagueño, una argelina, un vasco aspirante a chef, un dibujante cubano, un becario de Rumanía… y seguro que me olvido de alguno. ¡Ah, sí!, la noche en que se armó una fiesta senegalesa en un saloncito donde apenas cabíamos diez. Esto desafía el prejuicio, lo arrincona. ¡Ea, a comer! Fabi sale de la finca bostezando, con un lotecito de cerveza en la mano. Tristán cocina, dice. Es un buen anfitrión, pero raro: nos deja a las tres en el patio y se va al bosque sin dar explicaciones, después reaparece con un montón de nueces y una bolsa de setas, pone todo en una mesa enclenque debajo de un castaño y se va para dentro: tengo algo de comida en la nevera, vosotras quedaos que yo ya vuelvo. Setas de estación cortadas en rodajas, tortilla, queso, jamón, nueces, un frasco de aceitunas negras, pan, ensaimada, anchoas… y birra, que nunca falte la birra. Tristán dice la verdad de una manera que puede parecer brutal, pero nunca miente, no sabe cómo se hace. Ahora que dejé las pastillas puedo beber a gusto, tías, porque con toda esa mierda en el cuerpo la cabeza me daba vueltas... así.

  Agotamos el botín con parsimonia. Es la primera vez que lo veo bien en mucho tiempo, diría que hasta tiene buen color. Como los dueños de la finca viven en Alemania y sólo aparecen en julio y agosto, Tristán se pasa todo el día haciendo el loco a su gusto. Subraya todo contento que ya no toma pastillas. Hablando de locos en una escala del uno al diez, él piensa que anda por un seis. Siete, quizá. La locura lo protege contra la humanidad y lo eleva por encima de sí mismo, haciendo que se rebele contra la memoria del mundo y su herencia, y aunque se sabe bastante el DSM 4, ahora está en otro punto del proceso y le dan igual los diagnósticos: ya vio que expuestos a la luz, todos sus delirios se desintegran como vampiros. ¿Qué más me queda demostraros? ¿Qué no voy por ahí clavándoles cuchillos a la gente, hablando con marcianos o intentando follarme un árbol? Nada, Tristán, a nosotras no tenés que demostrarnos nada, me da por decirle, y arriba su botellín de cerveza. En cambio Fabi se toma un poco más de tiempo en hablar, porque al fin y al cabo se trata de su hermano: Si tú estás loco todas tendríamos que colgarnos el sambenito, lo que yo admiro de ti es que eres el único de la familia que se atreve a decir verdades como puños, incluso llegas hasta el punto en que, sabiéndolo, sigues estando dispuesto a correr el riesgo. Chocamos los cuatro botellines. Tristán se tira hablando un rato sobre la manera en que manejó su problema durante años, dice que al principio se lo contaba a todo el mundo, y obtenía dos resultados: unos le tenían lástima y no sabían ni cómo abordarlo, y los otros desaparecían silenciosamente, pero no dejaban de hablar sobre él con terceras personas. El diagnóstico es una construcción, básicamente una trampa ratonera: una vez que te lo crees, te das vuelta y ya estás en la cárcel. Los calmantes funcionan un tiempo y luego dejan de hacerlo, entonces el loquero piensa que tu locura ha crecido, así que para bajarla te da más. Dice Tristán que mientras al yonqui le bajan la droga porque la causa es el abuso, al loco se la suben porque la causa es la locura, unas drogas son buenas y otras son malas, imaginaos al loquero diciéndole al yonqui: voy a ajustarte la dosis de heroína, ahora en vez de pincharte seis veces al día te pinchas doce, el tío le estrecha la mano y que pase el siguiente. Son calmantes, como cualquier otra droga, pero aprobada por el gobierno y tus parientes. Acá disfruto como un enano. Sancho no puede alcanzarme, el loquero tampoco; de madre no hablemos porque está atascada... ¿Amigos? Vosotras y alguno más, pero hay que irse con un cuidado… hace tiempo que dejé de creer en cuentos de hadas, mi acompañante terapéutico viene dos veces por semana y actúa como amigo de pago; si no le pagaran, ya se hubiera largado, yo podría pagármelo, pero Sancho insiste y así me deja en paz, oye… El opio, siempre. Su reflexión atropellada me provoca movimientos telúricos. Decido ir a echarme un ratito. Claro, ve, ve… Asalto una habitación — total, en la finca hay seis —, y me tiro boca arriba en la cama, pero no puedo dormirme. Voy a cerrar mi corazón, pienso, voy a cerrarlo para poder seguir adelante y que no me siga afectando la muerte del Canica, y los miles de kilómetros que me separan de la vieja, una nunca deja de necesitarla aunque ya hayan pasado un montón de años, y la inmigración y el futuro y la pastilla de azúcar y eso de tirar para adelante sola… voy a cerrar mi corazón como hacen casi todos, le pondré una coraza como hacen casi todos para que no puedan traspasarlo, de forma que el amor y el amar no me hagan pedazos. ¿Fuerte, yo? ¡Si ni siquiera aprendí a lidiar con el dolor! Algún día no tan lejano me daré cuenta de que el gusano que pudre la manzana no es la indiferencia de la otros, su transitoriedad, si no el inconveniente calculado de no poder amar. Siento envidia de Tristán, que se lleva genial con su soledad cundo no está Kyra y que tiró todas las pastillas, incluso me da vergüenza decirle que yo aún no puedo tirar la mía, porque a la larga o a la corta una se va rompiendo y es mejor no decir ni ay. Yo también quise despertar por encima de todo, pero en el fondo no hice otra cosa que escaparme. Me distrae la voz de Jonás Gálvez, que empezó a sonar a todo trapo en el equipo, comiéndose mis fantasmas. Esa música puede conmigo como las olas en marea baja, desarma el revoltijo que tengo a la altura del plexo, espanta a las hienas que lo arañan. Oigo las botas de Tristán yendo y viniendo por la casa. Le da un par de golpecitos a la puerta: ¡Eh, argentina, levanta que vamos a ver Andrómeda! Les digo que vayan, que yo los alcanzo después, pero que deje la música así de alta. Él se ríe: Vale. Agarro la libreta y retomo los apuntes de herboristería que venía escribiendo cuando salí de Madrid. Algún día, si hay suerte, Kyra y yo tendremos nuestra una tienda, pues me falta poco para adquirir la nacionalidad. Noto que en la habitación hay una mosca-perro. Me levanto para agarrar la libreta y me sigue, vuelvo a la cama con la libreta y un boli, y me sigue; no puedo quitármela de encima. Es una mosca cojonera de las de antes, de libro. Ahora mismo la mosca me está leyendo.

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 1

  Yo conocía el Nexus. Se llegaba bajando una escalera, diez metros bajo tierra. Te recibía un gigantón extremeño vestido de negro del cuello a los pies, que muy educadamente y con voz afeminada, nos decía:

  ¿Os apetece algo en especial?

  ¿Música privada?

  ¿Un vídeo?

  ¿Un show?                                                                                                                             

  ¿Alguien para hablar?

  ¿Para cenar?

  ¿Para beber?

  ¿Para follar?

  Relax.

  Pero no era ni de lejos un burdel, sino un elegante cabaret para pijos ubicado en la zona alta de Madrid, fundado por Wally, una italiana de conquistas tan improbables como Berlanga, a quien llamaba misteriosamente “el sepulturero”. Igual nada de lo que pasaba en el Nexus era cierto, y también podría haber sido que Wally ni siquiera fuera la dueña sino sólo su cabeza visible, y que el cuadro atribuido a Frances Bacon que había en el vestíbulo, no fuera en realidad de Frances Bacon sino una falsificación. O bien una pieza ganada en una apuesta con el irlandés antes de que éste se fuera a vivir a South Kensington, y acabara muriéndose asistido por una monja, en la atmósfera esterilizada y fría de un hospital de Madrid.

  Kyra trabajaba allí como camarera, pero nunca se fijaba en nada. Decía que para trabajar en el Nexus era mejor no fijarse. Sin embargo, la noche en que vio a Bruno sentado a una mesa con un tío pelirrojo, sí que se fijó. Y se fijó mucho, porque lo conocía y sabía que Bruno no era de los que suelen ir a sitios como el Nexus, así que tuvo que mirar dos veces para comprobar que la vista no la estuviera engañando. Ojalá se hubiera confundido, pero no.

  Bruno no la reconoció, por lo que casi ni cambiaron palabra, más allá de los saludos formales y el pedido, tenso el clima. Les llevó dos copas y alrededor de las tres de la mañana quedó libre para irse a casa, ya que esa noche sólo cubría un turno parcial.  

  Según me refirió ella misma, estaba esperando el bus en la parada que había a metros del local cuando escuchó una voz conocida. Era Bruno discutiendo con alguien en la entrada del Nexus. Delante de ellos había una Cherokee verde oscuro. Kyra vio que el cuerpo recargado en la puerta del conductor, ya abierta, era la del pelirrojo que había ordenado los daikiris. Su vehemencia dirigía la discusión; la voz de Bruno era llevada y traída por la brisa de la madrugada. El pelirrojo increpaba y Bruno se defendía. El tono de la discusión crecía por momentos, con el pelirrojo dando golpetazos al filo de la puerta, y el mulato canturreando sus argumentos, de modo que empezaban a parecerse cada más a un débil tono de auxilio arrojado al aire, que a una ofensiva.

  Al despegarse de la Cherokee, alumbrado por los faros de un coche que se le puso a menos de un metro, Kyra vio que Bruno se lanzaba a la calle corriendo. No entendió qué podía estar haciendo ese mulato inocentón en un lugar como el Nexus. Se lo preguntó a sí misma al verle cruzar la calle a toda velocidad, y se lo siguió preguntando hasta que oyó el golpe.

   “Vi algo tirado en medio de la calle… pero no parecía una persona. Entonces escuché acelerar la Cherokee, que se fue”.

  Kyra me estuvo llamando toda la mañana, sólo que yo tenía una cita con Ramón. Ya había visto la prueba de impresión, le había pagado la mitad del contrato con el dinero de Jonás, y llevaba meses esperando el resultado. Fue extraño que Ramón no se presentara, que no cogiera el teléfono, y más raro todavía que no apareciera por la editorial con su Cherokee verde oscuro.

  Regresé a casa con todo tipo de pensamientos malignos.

  Kyra y Tristán me esperaban justo delante de la puerta, nerviosos. Quisieron saber por dónde andaba, por qué no atendía el teléfono, y si me habían llamado del hospital. No comprendí. “Prepárate, porque es chungo”. No es que mi hermano destacara por su diplomacia a la hora de comunicar una noticia delicada, y lo primero que me vino a la mente fue que le había ocurrido algo a mis padres. Kyra lo negó categóricamente, y aunque se adelantó para suavizar de la mejor manera posible el sombrío comunicado, no hay forma de reducir el impacto de la muerte, si no la esperas. Y la verdad es que nunca la esperas.

  “Es Bruno”.

 Esas miradas de compasión me hablaron por sí mismas, no fue necesario que dijeran nada más. La misma expresión tenían los ojos de mi padre cuando entró en mi habitación, teniendo yo unos doce años, para decirme que el cachorro que habíamos encontrado en la calle había muerto. Rompí a llorar mientras mi hermano corría el pasador.

  Kyra me contó que al escuchar el frenazo tuvo el impulso de lanzarse detrás de Bruno, sólo que al cruzar la glorieta tuvo que parar. Vio una Ranger negra cruzada en medio de la calle, con los faros encendidos y la puerta del conductor abierta. A unos veinte metros, un hombre inclinado sobre un bulto daba voces desesperadas pidiendo auxilio. Ni un alma en la calle, salvo ella, el hombre de la Ranger y el chico tirado en el suelo. Recordó la proximidad del Nexus, al que llegó minutos más tarde dando tumbos sobre un solo tacón, y sin aliento. Desde allí llamó al SAMUR, y luego a Tristán. Y claro que al salir no se le ocurrió pensar dónde se metería la Cherokee, no piensas en esas cosas si a la vuelta de la esquina tienes una persona que ha sido arrollada por un coche. El caso es que al regresar al sitio del accidente acompañada por el extremeño, vieron que ya estaban las patrullas. El hombre de la Ranger se cogía la cabeza con las manos, sentado en el asfalto; y ella intentó acercarse al mulato, pero no se lo permitieron. Un guardia intervino para tomarle declaración. Kyra lo exhortó a que buscaran al hombre de la Cherokee verde oscuro. Después apareció la ambulancia y fueron obligados a apartarse.

  Nunca llegó a ver a Bruno. Estimó que le trasladaban al hospital La Paz porque lo vio grabado en la bata de un paramédico. Mi hermano apareció justo después de que se marcharan todos, cuando el aire de la madrugada empezó a oler a salitre y a ella le entró un deseo furioso de ver la luz del día, de perderse en algún árbol, alguna otra calle.

  “Dejamos al extremeño en el Nexus y nos fuimos al hospital... Allí nos enteramos de que Bruno falleció en la ambulancia”.

  Largo silencio en el que todos nos quedamos viendo el suelo sin saber qué hacer ni decir. Encendí un cigarro y me apliqué a ello como un murciélago neurótico. Con rabia. Así que ellos habían estado en el La Paz y yo no. Pues yo también quería ir al La Paz, que me llevaran. Pero él me contuvo con un brazo que hacía de barricada. Su boca pronunció un “no” rotundo, y su brazo un preventivo otro “no”. Dijo que en el hospital habían obtenido un dato curioso: Bruno no tenía familia. Ellos venían de allí, donde les aseguraron que la policía no había conseguido localizar a ningún familiar. No había padres, ni hermanos, y mucho menos abuelos. El chico estaba solo en Madrid. Añadió que a Bruno le habían trasladado a la morgue. A Tristán le cayó la tarea de reconocerlo, y no creía conveniente que yo le viese. Incluso así no hubiera servido para nada, porque Bruno, o lo que quiera que fuese ahora, ya no era Bruno sino otra cosa, nada más que una cáscara rota esperando que alguien apareciera para reclamarla. 

  Le di un puñetazo en el pecho: “¡Una cáscara rota! ¡Vete a la mierda!”.

  Tristán encajó bien el golpe, y aunque me liberó, no logré disuadirle. Fue Kyra quien supo hacer frente mejor a la tarea de contenerme. Ella había visto la muerte de cerca, yo no. Bruno era mi primer cadáver. No sabía hasta dónde podía llorar, ni cuándo parar. Su presencia en cada centímetro del apartamento no resultaba tan abrumadora como mi obsesión por el impacto del hierro contra sus huesos. Me entró un malestar que no recordaba haber experimentado nunca, una angustia sorda que conseguía imponerse sobre la precariedad del lenguaje.

  Lloré toda la tarde.

  Por la noche, y ya más calmada, pensé que mientras Tristán y mi padre se encargaban de los trámites para reclamar el cuerpo, Kyra y yo podíamos revisar el cuarto de Bruno, a ver si encontrábamos algún dato que nos permitiera localizar a su familia, si la tenía. Revolví dentro de los armarios, arranqué los pocos libros que habían en los estantes, los exploré, saqué las cajas que había debajo de la cama, las tumbé, abrí todos los cajones, arranqué los pósters de las paredes —excepto el de Rebeca envuelta en su anaconda— y le pedí que me ayudara a encontrar algo, algún indicio, algún número, alguna dirección, que me permitiera relacionar al mulato con algo que no fuera una mentira.

  Luego me fui al salón y comencé a buscar entre los pocos discos que había dejado. Miré en su pequeña agenda con la bandera de Nueva Guinea, pero sólo hallé los números de sus amigos —algunos de los cuales compartíamos—, no más que una media docena, entre los que figuraba también el número de Ramón. Marqué el número, pero el que estaba apuntado en la agenda no coincidía con la editorial. Luego llamé a dos de sus amigos, y nadie lo cogió. Lo mismo hice con los otros, pero me respondían contestadores o madres que no sabían dónde estaban sus hijos. No había en su agenda rastros de unos abuelos. Ni de una hermana llamada Rebeca.

  Al regresar me encontré con la ucraniana sentada en la cama con un viejo cuaderno escolar abierto en el regazo. Lo había encontrado en un escondite debajo del colchón, y era un hallazgo desconcertante. En él, Bruno había pegado una carta garabateada con lápiz de color, un lápiz rojo que imaginé diminuto, un lápiz para niños, escrita por la mano de alguien sin mucha instrucción. Ya desvaída por el paso de los años, decía:

 

  Moriba, mi niño, se me cuida. Se me abriga. Me come bien que no lo quiero flaco. Me estudia. Mire que allí no hay vudú—si, y es peligroso. Me obedece a Suleiman y me reza y sobre todo, quiero que usted esté orgulloso de su color. Nunca olvide que cuando su abuelo vivía se compró una carreta y un caballo y que se levantaba al amanecer, recorría las fincas, cargaba las provisiones, y las llevaba al único mercado que había en la capital. Sepa que luego ganó mucho dinero y se compró otra carreta y otro caballo y los arrendó, y al ver que el negocio marchaba bien, compró más carretas y más caballos y luego fue el único propietario de la única flota de carretas que había en la capital. Pero un día los blancos trajeron motonetas con remolque, y el negocio de las carretas se hundió, y con el negocio también se le hundió el corazón.

Sepa que su abuelo no quiso cambiar sus caballos por motores porque los motores no le entusiasmaban, y los caballos sí. Se los quedó él durante un tiempo, hasta que ya no pudo darles de comer y tuvo que venderlos. Vendió los caballos que había bautizado con el nombre de sus hijos, y también vendió las carretas que había bautizado con el nombre de sus caballos. Después se compró un billete a Norteamérica y cuando tuvo moneda suficiente, compró los billetes y nos embarcó a todos en un carguero. Y así fue como acabamos en Nueva Orleans, y pasaron muchos años antes de que pudiéramos volver a Guinea, muy pobres. Sepa que después el abuelo nunca volvió a ser feliz, ¿y sabe por qué, mi niño?, pues porque así como en Guinea había sido un hombre importante, en Nueva Orleans no era más que otro negro trabajando para los blancos. A todo el mundo contaba él que en su tierra había sido un hombre libre. Sepa que su abuelo se acostaba viendo las fotos de sus caballos, porque eso le mantenía vivo. Se murió con ochenta años viendo los retratos de sus animales en la pared, después de toda una vida trabajando como operario en una fábrica americana de motores para coches. Una ironía, como dice Suleiman, y usted que es más inteligente que yo sabrá lo que quiere decir esa palabra.

  Moriba, mi niño, yo no quiero que le pase eso cuando se vaya a España. Yo no quiero que me le quiten el alma, porque no tiene repuesto. Si usted ve que le cambian los caballos por motonetas, compre motonetas, y si teniéndolas viera que el pecho se le sigue poniendo frío cuando se va a dormir, yo le digo, porque sé de la vida más que usted, que eso es mala señal, así que sea sensato y vuelva, que aquí nunca va a faltarle nada. Tenga fe en Legbá, mi querido Moriba, y recuerde quelas manos se lavan siempre con el agua de la tierra.

  Que los santos le acompañen, Moriba mi niño. Ma djing wa. 

 

  Nos miramos sin saber qué decir. Finalmente, Kyra habló:

— Voy a renunciar al Nexus. También pienso denunciar lo que pasa allí.

— Estoy contigo, yo te acompaño.

  El pequeño Bruno. El Bruno aparentemente virginal, tan volátil él, que podía rellenarse con cualquier visión. Tan misterioso, mi queridísimo Bruno. ¿Quién había escrito esa carta? ¿Su madre? ¿Su abuela? O tal vez la bella hermana que se cogía las tetas con las manos para que no se le cayeran hacia arriba mientras dormía… ¿Una vudú-si? ¿Quién era Suleiman? A juzgar por el celo con que protegía su cuaderno —un diario—, esa persona debería ser muy importante para él. Nuestro amoroso Bruno, el niño de la selva cubierto con un vellón de Charmoise. Ni siquiera sabíamos que se llamaba Moriba. Podría haber sido guionista, intérprete, director, impostor. Un cuentista ocasional que trama cuentos de terror mientras da de comer a las palomas. De los que llegan a casa con los pies embarrados y la ropa empapada, lunes de invierno con pronóstico de borrasca, y una borrasca al fin, agua hasta las orejas, el mar en creciente, pueblos enteros bajo sus aguas, y él hecho una sopa ante el umbral de cualquiera, sonriente, sin sospechar el desastre. Bruno, el hijo adoptivo de los tenderos de la calle Huertas. Parecía tan fiable dentro de su colgadura natural de adolescente, que a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que fuera capaz de inventarse una biografía, y en caso de que sí, tampoco entendimos la razón. Pero si alguien se cree su mentira tan bien, resulta fácil sucumbir a la tentación de creerle. Siempre que se hablaba de él se pensaba en un niño interminable, en una infancia continua, y por lo bajo —muy por lo bajo— se presentía, si acaso, ese temible porvenir que el tiempo echa a perder antes de los veinte años. Que le raja a uno por la mitad. En pedazos, mi pequeño y virginal Bruno. El no—follado. El infollable Bruno.

  “Yo bajaba por la cuesta y le vi venir, pero no podía pararme; así que salté…”

  La Ranger le había arrollado mientras cruzaba la calle a la carrera y le hizo volar diez metros, rompiéndole suficientes costillas como para aplastarle los pulmones. Un golpe rápido y eficaz, el que haría coincidir carne y acero en el punto de intersección de una calle por la que en ese momento no pasaba nadie más, salvo sus huesos. Un punto cualquiera en el que no quedó marca de sangre, porque Bruno se derramó todo para dentro, como una cobra cachorro que se va lamiendo la sangre mientras muere.

— Localizaron a su madre — dijo Tristán, asomándose por la puerta muy nervioso —. Parece que vive en Sevilla; llegará en el primer vuelo.

— ¿Y eso? —. Nos miramos —. Pero… ¿están seguros?

— Me da que sí. La poli no suele equivocarse.

— ¿Llamaron ellos?

— ¡Qué va! Llamé yo, hablé con el poli que vimos esta mañana y dice que dieron con su madre.

— Sí, claro, se lo he dejado, sí… y la dirección la tienen, también.

— Pues que te digan a qué hora llega… si pueden, o que nos llame cuando lo haga. 

  Nadie llamó. Y tampoco se nos permitió retirarle para organizar un funeral. Sólo cabía esperar, algo que a mí nunca se me dio bien. Además crecía mi intriga y mi preocupación con respecto a Ramón, a quien estuve llamando casi todo el día sin que me cogiera el teléfono. Esa tarde pareció que los relojes no dieran las horas, y en su lugar lo que hubo fue una alerta roja en mi cabeza palpitando todo el tiempo como un púlsar. Aunque lo de Bruno me hubiera dejado hundida, no era tanto el dolor como una mala corazonada lo que me impedía repetir mi visita a la editorial. La Cherokee verde oscuro. El pelirrojo. Un bar de ambiente. Era él.

  Cuando se lo dije a Kyra, al principio guardó silencio. Con cierto tacto me reveló lo llamativa que resultaba últimamente la presencia de chicos cada vez más jóvenes en el Nexus. Nunca iban solos, porque Wally tenía sus normas. Básicamente, dos: si el chico era menor de edad debía presentarse con un adulto, y si el adulto se presentaba con un menor, debería realizar una contribución económica para una supuesta fundación. Así pues, las normas de Wally se reducían a una sola: la extorsión. Claro que Bruno tenía veinte y ni a él ni a su acompañante se le hubiera aplicado la norma. Lo extraño había sido verle allí con un tío que ella ya había visto antes, y que siempre llevaba chavalitos.

  Por la mañana me levanté con la absurda intención de ir a la morgue, no sé bien para qué. Quizá necesitara que unos extraños me repitieran lo que ya me habían dicho los conocidos: que Bruno no iba a levantarse de entre los muertos. Pero sobre las diez empezaron a llegar sus amigos, por lo que tuve que recibirles y postergar lo demás. Yo me había enrollado con dos de ellos. Tener que volver a verlos en semejantes circunstancias no lo hacía más llevadero, sino francamente incómodo. Baba, un senegalés alto como una puerta; y Jacques, un francesito de ojos azules que había estado llamándome durante meses. No me corté un pelo a la hora de averiguar si conocían alguna otra versión sobre la vida de nuestro amigo. ¿Sabían que Bruno no tenía familia en Madrid, y que posiblemente ni siquiera tuviera familia? Baba estaba desolado: “No puede ser, él trabajaba en la tienda de su abuelo”. Y francés asintió con otra media docena de chavales igualmente desorientados. Nadie había oído hablar de Ramón. Nadie podía acompañarme a la morgue. Todos tenían un compromiso inaplazable. Todos me rehuían la mirada y tiraban de sus mangas hacia abajo como niñitos. Todos lloriqueaban. Antes de salir por la puerta, Baba se atrevió a preguntarme, entre tartamudeos, qué pensaba hacer con la colección de discos de Tupac Shakur que Bruno atesoraba en su salón. El muy caradura. Ni siquiera le respondí.

  Estaba bebiéndome un café para salir del sopor, cuando escuché el portazo de un coche, abajo, en la calle, delante de la finca. Me asomé a la ventana justo para ver como una negra muy gorda con un estridente tocado africano, daba la vuelta al taxi tirando de una maleta. Delante iba otra mujer que no alcancé a ver bien porque se metió en el portal. Sonó el telefonillo y se me heló la sangre, pero igual las dejé subir. Dos minutos después estaban paradas delante de mi puerta. Asustadas, tiesas, solemnemente hundidas. Una mujer de mediana edad y otra mucho más joven, mulata, de aspecto modesto, con el pelo recogido de prisa en una cola de caballo y una fina corona de rizos que le brotaban de la frente como cuernecillos. Las dos eran bellas, las dos llevaban una maleta y las dos tenían los ojos oblicuos como una cobra. Fue la más joven quien rompió el hielo, dándome la mano con mucha educación.

— Yo soy Ruth y ella es mi madre, Lucrecia… la madre de… bueno, Moriba es mi hermano — balbuceó.

  A su lado, y en la semi penumbra del pasillo, la negra gorda se restregaba los ojos con un pañuelo que le hacía juego con el tocado. Tenía todas las trazas de estar a punto de desplomarse.

— Aquí todos le llamábamos Bruno, pero por favor pasad, pasad…

  La mujer se desmoronó en el único y resollante sofá que había en el salón. “Maldita esta tierra que se ha muerto mi niño… mala mala tierra ésta, mala tierra”. Y le hacía mil dobleces al pañuelo, buscando en el estampado un sitio libre de mocos y de babas, algo que no halló. Le alcancé una caja de pañuelos de papel, pero los rechazó. Mi presencia le tenía sin cuidado. A mí la de ella, no. Tampoco la de Ruth, que suspiraba a cada rato sin levantar los ojos del suelo.

  En ese instante tuve un pensamiento perverso. Me pregunté cómo haríamos para levantar a Lucrecia del sofá en el que estaba incrustada, cuando acabara de maldecir a la mala tierra donde había muerto su niño. Un pensamiento infame, lo sé, aunque nadie podía negar que fuera razonable. La incógnita quedó resuelta en el mismo instante en que se incorporó ella misma de envión, con un movimiento asombroso, casi sobrenatural.

  — Quiero ver dónde dormía Moriba, muéstrame sus cosas… ¡voy a llevármelas!

  No era de las que se van con rodeos. Llegó cojeando hasta el cuarto, y una vez allí se dio la vuelta. ¿Era yo la mujer de su hijo?, con suspicacia hembra de madre—cobra rastreadora. Me apresuré a responder que no, que sólo éramos compañeros de piso. Ella me arrojó una mirada de arriba abajo y pareció llegar a una conclusión: yo era demasiado vieja para su niño. Apuntó al póster de la muchacha envuelta en la anaconda: ¿y ésa? Espié a Ruth, que no mostró señal alguna de conocerla. Les dije que se llamaba Rebeca, que era cantante de hip—hop y que Bruno hablaba de ella como si fuera su hermana. “¿Su hermana?”. Se miraron incrédulas. Empezaron a cuchichear sobre quién podía ser la chica. Ruth dijo que le sonaba a una modelo guineana, pero su madre lo negó categóricamente, diciendo que a ésa la tenía vista en tierra blanca y que no era de Guinea. Se olvidó del asunto en un santiamén y se puso a revisar las pertenencias de Bruno. Abría los armarios, cogía la ropa, la olía, se reía, lloriqueaba.  “Niña, tráeme una maleta”. En eso vio el cuaderno de Bruno encima de la mesa.

— Es su diario —me apresuré a explicar—. Lo encontramos debajo de su colchón. Lléveselo también. La mujer lo cogió y se lo quedó viendo, llorosa.

  Mientras la obediente Ruth marchaba hacia el salón en busca de la maleta, aproveché para preguntarle qué pensaban hacer con el muchacho. Me endilgó una mirada estremecedora en la que creí descifrar una suerte de sigilosa amonestación, algo que no comprendí:

 — Mi madre quiere llevarlo a Guinea, que es de donde nunca debió salir.

  Polvo eres y a Guinea volverás. No habría funeral. Aquí, no. Le pregunté por los abuelos del muchacho, y ella volvió a mirarme, esta vez como si estuviera loca. Imposible, sus abuelos habían muerto antes de que ellos nacieran. Moriba había llegado a España a los doce años con su hermano mayor, Suleiman, de veinte. A buscarse la vida. El pequeño se adaptó bien y el mayor, que era músico, nunca llegó a adaptarse, así que regresó a Nueva Guinea. Pero el pequeño se quedó. Tenía catorce años.

  Traté de figurarme cómo se las habría arreglado Bruno en España a los catorce.

— ¿Y no le buscaron?

— No, porque él quería buscar a su padre.

— Ah, tu padre vive aquí…

— No, he dicho que buscaba a su padre; el mío vive en Guinea.

— Comprendo. ¿Y qué hacéis vosotras en Sevilla?

— Yo estoy de paso, mi madre vive en Sevilla porque su marido es de allí.

— ¿Y tú?

— Yo vivo en París, porque estoy becada.

— Qué bien. ¿Y sabes si Bruno… eh, Moriba, encontró a su padre?

— Sí, hace años, en Andorra. Igual no tenían relación.

— ¿Y con vosotras?

  Surgió un agudo grito procedente del cuarto. Corrimos hacia allí y encontramos a Lucrecia dando tumbos por los suelos. La pobre mujer había descolgado el skate de Bruno y se agarraba al artefacto llorando a lágrima viva. Chillando con grandes aspavientos. Dio con el skate en tierra e intentó incorporarse usándolo como soporte, pero se le escurría. El resultado fue una caída de costado y un skate con dos ruedas menos. Furiosa, lo arrojó contra la pared y se quedó despatarrada junto a la cama, berreando con cara de demonio. “¡Ay Moriba, hijo, vuelve vuelve vuelve…! ¡Legbá devuélveme a mi niño!”.

  Sentí el impulso de ir a por ella, algo que Ruth impidió con un gesto escrupuloso. Una vez más me sentí amonestada. Su madre agitaba los brazos hacia el cielorraso hablando en una lengua desconocida, y se daba golpes contra el suelo, golpes fuertes  acompañados por movimientos convulsivos de todo su cuerpo, ojos en blanco, etc. Estuvo chillando y hablando en su lengua mucho rato, antes de caer de bruces, extenuada, bajo la mirada vigilante de Ruth. Que ni se inmutó. No fue fácil ayudarla a incorporarse, la mujer pesaba como un yunque.

— Esperad aquí, haré un té.

  Ellas asintieron en silencio. Nos bebimos el té en el cuarto de Bruno en una especie de ceremonia resignada, bajo la lumbre de una lámpara de mesa cuya tulipa cubierta con un pañuelo palestino de seda, dibujaba sobre la pared un tablero de ajedrez evanescente. Ruth se asomó al oído de su madre para repetirle la pregunta que yo le había hecho en el salón, acerca de si tenía relación con ellas. Lucrecia me escrutó desde lo alto de sus párpados, y le cuchicheó algo en su lengua. Interpreté su voluntad de no hablar en castellano como una necesidad de poner distancia entre nosotras.   

  Ruth tuvo la amabilidad de traducirla:

— Mamá hace tiempo que no le veía… como dos años, porque Moriba y su marido no se entendían.

  La negra me dedicó una amable sonrisa que interpreté como señal de conciliación. Luego siguió parloteando en guineano con tan enérgicos ademanes que el anémico somier de Bruno botaba de arriba abajo, rechinando. Primero se había ido su marido y luego se fue Moriba. Ella había rezado mucho para que Moriba sentara cabeza y regresara a Guinea a trabajar con Suleiman, y buscarse una mujer buena, pero el mundo blanco le tenía seducido, y cuando alguien le preguntaba, él siempre decía que no hay mucho que contar sobre África. Bruscamente, se dirigió a mí en castellano:

— Yo le dije: “Hijo, te di la vida, déjame ahora ser feliz con mi hombre”, y él me dice: “Ya, vale, ¿y qué esperas de mí ahora, que te la devuelva?”.

  Ruth me pidió que las dejara a solas para recoger las pertenencias de Bruno, pero antes de marcharse noté que tenía algo que decirme y no sabía cómo. Al final me llevó junto a la ventana y me dijo que pensaban llevarse las cenizas de Moriba a Guinea. Habían reservado un vuelo para el día siguiente a última hora. Como ella no conocía a sus más íntimos y yo sí, me pidió que les llamara para explicarles el plan: permitirles tomar una pequeña parte de sus cenizas.

— Así él no tendrá nada que reclamaros y vosotros no le deberéis nada a él. Hará su viaje en paz.

  Espartana, la niña Ruth. Hablaba desde lo alto de sus párpados, igual que su madre, pero sin pizca de arrogancia. Aunque su creencia no acabara de cerrarme, me impresionó su generosidad.

  La urna era una pieza de orfebrería finísima que debió costarles buena parte de sus ahorros. Lucrecia la abrió para nosotros en el hall del aeropuerto. Kyra, Tristán, Jacques, Baba y yo, nos quedamos titubeando delante de la caja. Colapsamos en silencio, mientras los altavoces anunciaban los números de vuelo y los pasajeros pasaban arrastrando sus maletas con el rumor inconmovible de las terminales. A mí me sudaban las manos, y al coger un puñado de ceniza para meterlo en una cajita diminuta de marfil que había comprado especialmente, una fina película de polvo blancuzco se me quedó adherida a la palma.

  Quiero creer con todas mis fuerzas que ésa, justamente ésa, era la parte del tatuaje,

 

 

 

 

 

FABIOLA 2 

  Calle de las Huertas, seis de la tarde. Un viejo hippie subía la cortina metálica de la tienda, manoteándose los bolsillos de la cazadora en busca de unas llaves.

 — Buenas tardes.

   Se me quedó viendo como si acabaran de pillarle en una travesura. Tendría unos sesenta años, llevaba unas gafas cuadradas de los 80 y una melena semicalva larga y enmarañada. Me recordó inmediatamente a Max, el personaje frágil que interpreta John Hurt en Expreso de Medianoche.

— ¡Muy buenas!

— Hola… ¿sabe dónde puedo encontrar al dueño de esta tienda?

  Se echó a reír.

— ¡Servidor!

  Me presenté como una amiga de Bruno, pero al oír el nombre su expresión se volvió sombría.

— Bruno… sí —. Me estrechó la mano con precaución — ¿Sabes lo que le ha…?

— Sí, claro… compartíamos piso.

— Ah… ¡pobre chaval! Lo siento, hija, lo siento… — metió la llave en la cerradura y abrió la puerta: — Pero pasa, pasa… yo soy Ugarte.

— Sólo un momento.

— ¡Lo que quieras! Pasa… ¡pobre chaval! Todavía no puedo creérmelo. Se le echará de menos… ¡si tenía veinte años!

— Así es.

— Mal asunto, sí… un niño casi.

— ¿Era su empleado, verdad?

  Me miró extrañado.

—Naturalmente… ¡claro! Oye, no serás de la inspección…

  No se me ocurrió que semejante pregunta pudiera despertarle tamaña desconfianza, y le tranquilicé diciendo que sólo bajo amenaza hubieran conseguido que yo me apuntara a un trabajo como ése. Pero que solía ir mucho a la tienda, de visita, a ver a mi amigo, y me extrañaba no haberle visto nunca. Omití añadir que estaba muy lejos de parecerse al mulato ya entrado en años que había imaginado.

  A Ugarte pareció cerrarle mi aclaración.

— Es que yo vivo en Moralzarzal...

— ¡Ah!, con razón…

  Entré en la tienda donde tantas veces me pasaba las tardes charlando con Bruno. El hombre dio la vuelta al mostrador y empezó a lustrar la caja registradora con una bayeta. 

— Es que ha estado cerrado desde la mala nueva… ¿me entiendes? — explicó.

— Ya, está bien… ¿y cómo se enteró usted?

  Estuvo pensativo unos momentos, dándole vueltas a la bayeta. Se ajustó las gafas. Me pareció que se le humedecían los ojos.

— Pues yo me enteré porque me lo dijo el de la tienda de regalos... no sé muy bien cómo lo sabría, y porque luego se pasó la guardia civil… ¡un jaleo! El chico llevaba dos días sin venir, cosa rara… y yo llamándole, y nada. Cuando lo supe casi que me voy de espaldas. El accidente habrá salido en el periódico, supongo… ¡pero yo no lo vi! ¿Tú has llegado a verlo?

— Sí, medio escondidillo, pero salió.

— Medio escondidillo, claro… es lo que pasa, medio escondidillo… —. Continuó limpiando la caja.

  Di dos pasos dentro de la tienda.

— Yo querría saber, solamente… querría saber cuándo conoció usted a Bruno, y cómo.

  Volvió a sondearme, esta vez con un deje de suspicacia.

— Mira, chica... tú haces unas preguntas muy raras, pero como no tienes cara de ser de la inspección y además yo no tengo nada que ocultar, igual te lo cuento. Si te digo la verdad, yo al chaval me lo encontré allí mismo, mira… — señaló en dirección a la calle —, echando una siesta. No tenía dónde dormir.

— ¿Dice que dormía afuera?

— Pues no lo sé, en algún lado dormiría, el caso es que dormía en esa calle. O eso fue lo que me dijo, vaya, porque era más misterioso… — Ugarte arrojó la bayeta dentro de un cesto, bajando de la pared junto al mostrador una especie de cítara con la que se llegó hasta mí: — ¿Ves esto? Se llama kora. El chaval me dio pena porque parecía buena gente, así que le hice entrar y mira por dónde, que mientras mi mujer le preparaba un bocadillo, él se puso a tocar esta cosa… ¡y nos dejó boquiabiertos!

— Ah… ¿sí?

— Como lo oyes. Primero cogió ésta, luego se puso con los tambores… ¡y vaya por Dios, tendrías que haberle oído con los tambores! —. Apoyó suavemente el instrumento sobre una mesa ratonera donde se exhibían djembés de distintos tamaños. Me miró, sacudiendo la cabeza: —¡Pero qué te voy a decir yo a ti que tú no sepas! ¡Si erais amigos!

  Tuve que confesarle que no tenía idea de que el mulato supiera tocar algún instrumento musical.

— ¿Ah, no? Qué raro —. Él decidió pasar por alto mi sorpresa —. Y fíjate qué suerte tuvimos los dos, que cuando le pillé durmiendo ahí fuera yo precisaba un dependiente y él un trabajo… ¡fíjate qué suerte tuvimos! Por aquí viene mucha gente joven, el chaval conocía los instrumentos musicales, me pareció listo, buena gente… ¡si no mataba una mosca, y hablaba un castellano perfecto!, sin problemas legales, además… así que nada, le metí a trabajar. Creo que compartía piso por aquí cerca...

— Claro, conmigo. ¿Por qué no se pasó?

  Hizo un gesto vivaz:

— ¡Me pasé! ¡Me pasé dos veces! Pero como no salía nadie…

— No estaría yo.

— Ya. Luego he querido averiguar… ya me entiendes, por el funeral, y además… —Observé que se sonrojaba vivamente, como si lo que iba a decir le diera pudor —. Además… vaya, quería darle a su familia la paga del muchacho, ¿sabes cómo localizarles?

  Le dije que no hubo funeral porque su familia le había llevado a Guinea, y aunque su madre vivía en Sevilla, ignoraba cómo encontrarla. Me preguntó si les conocía y yo respondí que sí, que habían estado en casa.

— Pues si vive en Sevilla habrá manera. Si consigues localizarla me avisas que le giro el dinero. Lejos estará ya el pobre muchacho, si pasaron… ¿cuántas? ¿Dos semanas? ¿Tres?

— Hoy hacen doce días.

— Doce… ¡increíble! ¡Toda una vida por delante! Mi mujer no acaba de creérselo, ella le quería mucho... ¡mucho!

  A Bruno le gustaba trabajar aquí.

— Mucho. Le encantaba la tienda, era un chaval agradecido… ¡pobrecillo!

— ¿Y nunca le mencionó a su familia?

— ¡Qué va! Si estaba solo, ya te digo… Hay muchos chavales como él en esta ciudad. Pasan cosas como éstas y es ahí cuando aparecen, porque… ¡hombre!, todo el mundo tiene una familia, sin embargo él nunca contaba nada. Siempre me pareció que escondía las nueces, sabes, pero como era su vida y a mí nunca me ha faltado nada…

  Le di las gracias a Ugarte y me fui de la tienda preguntándome cuántas cosas sobre Bruno me quedaban por saber. Y cuántas no conocería jamás. Qué importaba, de todas formas, si tenía el tatuaje de Tupac guardado en su caja de marfil junto a mi botella de agua de magnolia, en el lavabo, que era donde yo suponía que él hubiera querido estar.

  Bruno había elegido vivir desdoblado, y por esa misma razón, incompleto. La inviabilidad de su deseo por Rebeca resultaba conmovedora. ¿Habría conseguido engañar su soledad, soñando con ella durante algunos años? Una soledad inmensa, quién sabe. Entonces era de suponer que si Legbá se hubiera llevado a Rebeca, Bruno se habría vuelto loco. La necesitaba para sobrevivir. Esa mentira le permitía empinarse en paz sobre un skate de primera clase comprado con sus ahorros, luciendo una imagen de liviandad que le ponía a cubierto de sí mismo ante los primeros skyters que tomaron por asalto el paseo marítimo de Sitges, cuando tenía dinero para viajar a la costa. Y ante mí. Y ante todos los demás. ¿Sería que el niño Bruno sólo daba rienda suelta a Moriba en lugares como el Nexus? ¿O era al revés?

  Pensé que Ramón podía responder a esa pregunta mejor que cualquiera de nosotros. El siguiente paso consistía en averiguar en qué andaba ese cabrón, y por dónde. Por qué seguía sin contestar al teléfono cuando teníamos un compromiso postergado por dos años, y sobre todo, qué hacía con el mulato la noche del accidente.

  Tras la muerte de Bruno mi desidia empezó a flaquear, y comenzó la vacilante metamorfosis de una oruga que no acaba de convertirse en mariposa. Súbitamente, dejé de admirar a los caídos. Ya no me servía tomar sus pastillas. Ya no tenía gracia beber su vino. Había ofrecido mis partículas chungas a las rapaces, y ellas me devolvieron un cuerpo extenuado que jamás volvería a engordar. Pero la muerte de mi amigo hizo que me diera de narices contra la realidad, y quedó claro en un santiamén lo  que venía siendo últimamente. Había confiado en el bribón de Ramón por ingenuidad. También por vanidad. De alguna manera, estaba de estreno. Fui a la editorial para declararle mis principios y acabé mezclada en un sainete.

   Me resultó extraño encontrar la puerta arrimada. Ramón era muy cuidadoso con su privacidad, y para acceder había que tocar el timbre. El piso estaba situado en la cuarta planta de un edificio de oficinas con vistas a Plaza España, y en la puerta había una placa de bronce que ponía Bifronte Ediciones. Al empujarla noté que la cerradura había sido forzada. Eso sí, que con mucho cuidado. En el suelo vi un destornillador y algo que parecía una ganzúa. En el descansillo, dos carros de supermercado vacíos. Y cajas, muchas cajas.

  Los últimos rayos de sol caían desde los ventanales sobre los dos altísimos anaqueles que partían la amplia estancia en dos. Una se usaba como almacén, y la otra como recepción y oficina. A la derecha estaba el despacho de Ramón, totalmente enmoquetado, con su biblioteca traída de Jordania y en el ángulo izquierdo del escritorio, su venerada Bourroghs modelo 40, de exposición. Yo había estado allí lo menos tres veces, y me sorprendió que a primera vista faltara la silla labrada en plata en la que invitaba a sentarse a los visitantes, obsequio de un supuesto jeque con el que, según él, salía a navegar por el Mar Rojo. En su lugar había una de plástico plegable de las que se venden en los grandes almacenes.

  Pero lo más sorprendente no era todo eso, sino lo que estaba sucediendo allí. Dos sujetos iban y venían cargando con unas cajas. Una operación realizada a toda prisa y con sigilo. Claramente, un desvalijamiento. Los anaqueles habían sido vaciados, y había libros y papeles desparramados. Libros cerrados y libros abiertos boca abajo, cubiertas arrancadas, archivadores vacíos tirados por doquier y plantas marchitas volcadas en los rincones.

  Uno de los sujetos parecía un mochuelo: era rechoncho, con una calva lustrosa en forma de U, mirada impenetrable y un bigotillo casi grotesco sobre un labio rematado de sudor. El otro, bastante más joven, tenía largas greñas sujetas en una coleta. Llevaba unas deportivas blancas, como de bailarín, con las que se movía de una punta a otra del recinto revisando libros, abriendo y cerrando cajas.

  Al verme aparecer por la puerta, el mochuelo quedó como petrificado.

— ¡Qué…! ¿Quién diablo…?

  Se vino hacia mí con paso firme, cerró la puerta, cogió la ganzúa y la metió en la cerradura. Todo conmigo dentro. Ni siquiera tuve el impulso de salir echando leches, más bien me interesaba saber qué hacían. 

— Hola, ¿dónde está Ramón?

  Ni estaba Ramón ni él podía con esa puñetera cerradura. Lanzó un grito:

— ¡Mateo! —. Del baño salió un muchacho moreno, cejijunto, alto como un estandarte, que me saludó con un cabeceo apático —. Anda, inténtalo tú, a ver si puedes…

  Repetí la pregunta:

— ¿Dónde está Ramón?

— ¡Ramón Ramón Ramón! ¡Ya vete despidiendo de ese fantasma, chata! ¡Es un fantasma! ¿Que todavía no te enteras? —. Así me regañó mientras abría su caja con una navaja. Sacó un libro y le pasó la mano por el lomo, embelesado —. Sí… estos son —. Se encaró con el muchacho: — ¡Cómo va eso, Mateo!

  Oí la voz monótona del estandarte:

— Bien, padre, que ya no entran.

— Pues nada —. Luego, conmigo: — Venga, lo siento… soy Alfonso Saldívar.

  De pronto se había vuelto muy escrupuloso. Me cogió la mano, la acercó al bigotillo, hizo una mueca. El hombre era un polvorín.

— Y yo Fabiola.

— Un placer, chata... ¡Mateo!

  El chico apareció por detrás moviendo los brazos como una mantis.

— Dime, padre.

— Échame una mano con los otros, anda, que todavía hay para un rato...

  Entré al despacho de Ramón y di unas vueltas. No me lo dudé a la hora de abrir los dos cajones de su escritorio. Estaban vacíos. Lo mismo la biblioteca. No hallé ni un solo papel, ni un archivero, nada. Faltaban también el teléfono y su lámpara birmana de mesa rinconera. Me extrañó que se hubiese dejado la Burroughs. Regresé a la estancia principal tropezando con la mirada de Alfonso, que descifró mi estado de ánimo inmediatamente.

— Ya lo has visto, chata. No está, se largó, adiós muy buenas... abres una cuenta afuera, le pegas el parche a cuatro pardillos, pillas la pasta y hala… ¡viva España! 

  Saltó el de la coleta:

— ¿Quién es?

— Dice que se llama Fabiola. Busca al berberecho ése… otra literata, supongo.

  Se me quedaron viendo de un modo irritante.

— ¿Tú también vienes a llevártelos? — preguntó.

   Yo casi no podía hablar. Me agarré fuertemente a la silla.

  ¿A llevarme qué?

  Tus libros… ¿vienes a llevarte tus libros? 

  Oía su voz como si me llegara a través del agua. 

— No… yo venía…

   A ver la pre-impresión de mi novela, que según él ya estaba lista, y de paso a preguntarle por Bruno, aunque ya supiera de antemano, y por pura intuición, que la primera cosa era falsa y que iba a negar la segunda.

  Mientras se dirigía a la puerta cargando con una caja, Alfonso no tuvo reparo alguno en replicar que seguramente estaría en algún país bananero recibiendo un masaje de aceite de papaya. Su colega se rio entre dientes y me tendió la mano: Jesús Álvarez Diez. Me hizo una seña amable para que lo acompañara al fondo del almacén. Abrió una caja, sacó un libro: La medianoche del arcángel, su novela. Recién salida de imprenta. Quinientos míseros ejemplares que nunca llegaron a distribuirse. Alfonso pasaba por idénticas circunstancias. ¿Y yo?

— Nada, venía a constatar que mis pensamientos malignos no fueran ciertos — repuse. Y le vomité en los pies.

  Me quedé vomitando tan a gusto en la pulcra moqueta azul claro de Bifronte Ediciones, con ellos dos zumbándome alrededor. Alfonso me hizo sentar y Jesús se metió en el baño a limpiarse las deportivas. Entró despotricando y salió con un vaso de agua y un balde. Me ofreció el vaso de agua, poniendo el balde en el suelo.

Por si te apetece seguir… mira que Ramón es un pez gordo.

  Pero en vez de vomitar, solté un eructo monumental. Todo lo que al novelista le hacía gracia, a Alfonso le servía para desatar su indignación. Ni pez gordo ni leches: Sanmiguel era un estafador y punto, tratándose de él sobraban las metáforas. Se interrumpió un momento para ver cómo me encontraba:

— Buena la hemos hecho dejando entrar a la niña —. Me dio una palmadita paternal, y siguió diciendo que Ramón debía dinero a medio mundo, principalmente a la imprenta, donde si a alguien se le ocurría mencionar su nombre por poco le sacaban a punta de pistola. Tenía una docena de contratos firmados con autores que llevaban semanas tratando de localizarlo, porque habían pagado un dinero y los libros nunca se vieron, porque jamás habían llegado a la imprenta.

  Como el mío, claro.

— ¡Oye, Jesús! ¿Conoces a Romero Linares, el de los flamencos?

  El otro asintió.

— ¿Y sabes lo que le pasó con su antología, que llevaba tres años y medio esperando? Tres años y medio, tío… y resulta que cada año, al llegar el mes de marzo, al molusco éste le daba por llamarle para marear la perdiz: que el libro sale el mes que viene, y nada. Bien. El caso es que Romero se cabreó profundamente con Sanmiguel, que tuvo el descaro de soltarle, haciéndose el confuso, que no comprendía su ansiedad por ver el libro publicado, habiendo asuntos más importantes en este mundo…

— Claro, como salvar a los narvales o evitar la extinción de la abeja africana — rezongó Jesús sarcásticamente.

— Parece que llegaron incluso a las manos, porque hubo pasta de por medio, y además porque a Sanmiguel no le alcanzó con que Romero le explicara que publicándole el libro no le hacía ningún favor, sino al revés —. Me miró, intentando con éxito recoger mi complicidad: — Llegas a pensar en dedicarte a la salvación de la abeja, vaya, pero sigues escribiendo. Siempre habrá un Sanmiguel que pretenda hacerte creer que tú no eres el dueño de tu propio trabajo.

— ¿Y no lo llevó a la justicia?

  Me miraron desconcertados.

— Debería haberlo llevado a la justicia —insistí.

— Es lo que iba a decir — continuó Alfonso —. Y si me das un momento te diré que lo hizo.

— ¿Y?

— Pues que le dio un tiro en la mano… ¿qué te parece?, un tirillo… ¡tsé! de nada, un rasguño…, pasa que al pobre le agarró la policía, pero todo quedará en nada, ya verás, porque el cabrón de Sanmiguel se largó con mano y todo y ya no va a declarar. A ése no vuelven a encontrarle en la vida, tenlo por seguro…

— ¿Entonces…?

  Alfonso se echó a reír.

— ¡No creerás que todo esto lo hicimos nosotros! El colega y yo vinimos por nuestros libros, y ¡hala!... que ya nos vamos. Con ganzúa pero bien, nosotros somos de esa gente rara que escribe y ya ves que ni siquiera hemos sabido echarte y eso que has dejado el suelo hecho una pintura... — Hundió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros, casi como pidiendo disculpas por tan magnífica aclaración. Concluyó: — Aquí el único ladrón es Ramón Sanmiguel, chata, que tiene otros seis casos en los tribunales.

  Jesús me mostró su condescendencia preguntando qué tal me sentía. Ya se me había quitado el malestar, pero no pensaba beberme el agua. Nunca he soportado el agua clorificada. Y viendo por dónde iban los tantos, sólo quería largarme de allí inmediatamente. Al diablo con la prueba de impresión, que naturalmente se había quedado en agua de borrajas. Si las fatídicas conjeturas de Alfonso eran ciertas y me dejaba llevar por la evidencia de un piso desvalijado y un editor fugitivo, ya podía despedirme también del dinero.

  Mientras ellos marchaban con sus cajas hacia los carros, tuve la ardiente necesidad de llevarme la Bourroghs modelo 40. Alfonso abría camino y yo la cerraba cargando con el trasto. Los cuatro en fila india marchando hacia los carros.

— Tendremos que hacer varios viajes —advirtió Jesús—. La finca no tiene montacargas.   

  Suerte que justo ese día el portero estuviera de baja.

 

 

 

 

 

LUJÁN

— La playa a esta hora es… ¡la leche!

— Pensar que él vivía acá, che...

— Sí; pero en el lugar donde estaba la casa construyeron un hotel con vistas al Mediterráneo, ya sabes cómo es esto. Cogieron esa parcela y la de los alrededores, ahora está lleno de alemanes cociéndose al sol.

— La tiraron abajo... es una lástima.

— Bueno, igual la casa era de alquiler, él nunca se compró una, pero aquí es donde vivía con la Pájara y el niño hasta que cortaron. Luego él se fue a vivir solo.

— Mateo. ¿Lo volviste a ver?

  Sí…. antes vivía con su madre, que se casó con un tipo de la tele, así que yo no iba. Pero ahora ya se independizó, y nos llamamos de vez en cuando y hasta nos hemos encontrado. Es una fotocopia de Jonás.

— Nunca me lo contaste. ¿Se parecen en el carácter?

—Ya sabes que yo me guardo las cosas, o me olvido. No, se parece mucho en lo físico. Está un poco cabreado, el chaval.

— ¿Por lo de Jonás?

— Me da que sí.

— Comprensible.

— Ahora su madre sale en los programas del corazón con un vestido de Balenciaga, reclamando una pensión alimentaria a su ex, no me acuerdo el nombre del último…

— La verdad no la sigo.

— Pues uno que la amenaza con quitarle la custodia del tercer hijo. Antes la Pájara controlaba las entradas y salidas del camarín con ropa de mercadillo y unas medias corridas… en esa época tenía la boca almagre de tabaco y una rajadura en el incisivo que no la dejaba ni sonreír… ¡Y ahora se ha operado hasta los dientes!

— Ya estará grande el pibe…

— Sí, y es productor musical.

— Y… lo lleva en la sangre. ¿Está en Granada?

— En Madrid.

— ¿Se acuerda del padre?

— Ni idea, era muy pequeño. Igual se fue lejos de Andalucía.

— Bueno, se entiende en su caso, y eso que este lugar es increíble.

— Es una gozada.

— Dan ganas de quedarse a vivir. Mirá lo que es el mar…

— Da gustito.

— Podríamos estar acá sentadas horas y horas hasta que amanezca, y el mar nos seguiría besando los pies, así de tibio. Yo no me voy más de acá…

— ¡Pues en algún momento tendrás que levantarte, por muy borracha que estés!

— Es un decir.

— A mí me flipan los chiringuitos de Salobreña… ¿has visto cómo querían ligarnos esos dos?

— No me gustan los calvos, Fabiola...

— Pollacalvas italianos. Vienen aquí a ponerse de sangría hasta caer redondos, luego se vuelven a Milán. ¡Ahora pusieron al Camarón! Escucha al Camarón: “Yo me pregunto mil vece’ mi paso por este mundo…”

— Hoy están clásicos.

— Depende de la hora, también hay espectáculos en vivo, sólo que hoy… Escucha…

— ¡Otra galaxia! 1986.

— Sí, qué pasada este cante… Jonás lo admiraba, por supuesto. Cuando Camarón lo mencionó a él como el futuro del flamenco, se metió varias rayas para celebrar y le entró un subidón que le duró tres días.

— Y hubo gente a la que no le gustó nada…

— ¿Qué Camarón dijera eso? No, les jodía.

— ¿Llegaron a conocerse?

¿Con Camarón? No. De pequeño Jonás empezó repitiendo las coplas flamencas que le había oído a él y a otros, pero con los años empezó a escribir por su cuenta… tú ya le conoces, temas más afines a nuestras necesidades, fusionando estilos con letras que resultaban entre cachondas e incómodas.

Bueno, conociéndote…

Temas que ni siquiera el flamenquillo trataba.

— Digo que, conociéndote, algunas canciones parece que las hubieras escrito vos, hay una impronta muy tuya ahí...

— ¿Yo? ¡Ni de coña! Eran todas suyas. Fíjate en…

— Fabiola, estoy segura de que metiste mano en alguna.

— …

— ¿O no?

— ¿Por qué piensas eso?

— No sé… lo intuyo. Tienen tu huella, me parece.

— Pues intuyes mal.

— Es que hace un tiempo leí una entrevista que le hicieron a Goyo, el guitarrista, y a Lucas.

— ¿A Lucas también? ¿Y qué dijeron?

— Goyo habló sobre una maqueta perdida que Jonás no pudo haber escrito solo y en la que ellos sólo participaron para grabar. Una maqueta donde estaría el material seminal de la banda, parece que es muy valiosa y ahora la andan buscando ambiciosamente…

— ¿Qué no pudo haberla escrito solo? ¿Eso dijo? ¿Dónde lo leíste?

— En la Rolling Stone.

— ¡La Rolling Stone! ¡O sea que ahora salen en la Rolling Stone! No sigo a Goyo, la verdad, pero hay que reconocer que es el único que hizo una carrera respetable en solitario. Lucas sigue viviendo en Madrid y de los otros no hay noticias… ¿qué más dijeron?

— Nada, eso. Que están a la pesquisa de una maqueta, porque no hay copias.

— ¡Bah! Igual andarán tantas maquetas dando vueltas… de vez en cuando las desentierran y empiezan con los homenajes de culto, después lo vuelven a olvidar. Goyo es pura ambición y Lucas dejó la música hace tiempo, o sea que no sé qué hace dando entrevistas en la Rolling Stone. ¿Por qué no le preguntan a la Pájara? Ella la debe tener.

— Ni la nombraron. Goyo se lo pasó haciendo un repaso de la banda y aprovechó para anunciar su nuevo disco, donde parece que colabora Lucas.

— Ya te dije que no lo sigo, Luján. Un tío que tira abajo la casa donde vivía su amigo para construir un hotel para guiris, no me interesa.

— ¡¿Goyo?!

— Como lo oyes. Es un señorito, estaba forrado desde antes de conocer a Jonás… su familia tiene un centro comercial en Málaga e invernaderos en Almería. Con africanos currando, claro. 

— ¡Pufff!

— Sí, y después de la muerte de mi primo lo que hizo fue comprar la casa, demolerla y empezar un supuesto museo. Al final levantó un hotel.

— Pero al menos intenta encontrar esa maqueta perdida, tal vez quiera hacerle justicia...

— ¿Con qué? ¿Con una maqueta grabada en una cinta vieja? Quiero leer esa nota, ¿la tienes aquí?

— La dejé en Madrid, salió hace unos meses.

— Pues que esperen sentados porque nunca la van encontrar.

— Estás muy segura, por lo visto.

— Es que no la van a encontrar, te lo digo yo. Jonás no era tonto.

— A ver…

— Si la supuesta maqueta es el germen de la banda y todo lo que vino después, Jonás se habrá cuidado bien de dársela a alguien de confianza.

— ¡Pero si ellos estaban en la banda, Fabiola!

— Ya, ya… Jonás era así de raro. ¿Y dijeron alguna otra cosa además de eso, o sólo les interesa la maqueta para poder sacarle pasta? A Goyo nunca le alcanza con lo que tiene, y Lucas… bueno, me enteré de que puso una charcutería en Madrid, tal vez le dé por tocar las palmas en alguna fiesta familiar. ¡Qué morro!

— Te enojaste...

— ¿Yo? En absoluto, ¿por qué?

— Por ellos.

— Pues no, hija, que hagan lo que quieran… que sigan buscando la maqueta filosofal, a mí me tiene sin cuidado. Lo que me jode es que intenten sacar tajada del finao, eso es lo que me jode.

— No tendría que joderte porque vos misma dijiste que no van a encontrarla.

— ¡Es que no van a encontrarla!

— Entonces no hay motivo para cabrearse. Che...

— Qué.

— Acabo de darme cuenta de que hoy es noche bruja… ¡Mirá qué luna!

— Y ahora, como para bajar la sangría, estas dos curdelas se quedan mirando la luna… ¡A ver!

— Luna de sangre.

— Sí, bien. Ya la veo. “Por la luna nadaba un pez… El agua duerme una hora y el mar blanco duerme cien…”

— Eso me suena… lo leí hace un montón.

— Lorca, “Poeta en Nueva York”.

— Ah… buena elección para seguir esquivando el tema.

— ¿Esquivando qué? Mira que estás rara, eh… ¿Harás una profecía o algo? ¡Qué pasa, Cas! ¿La luna te inspira?

— Profecía no: pálpito, tengo un pálpito.

— ¿Con qué?

— Con vos. En las noches de luna roja las mujeres nos volvemos brujas, y susurramos al oído de los hombres cosas que ellos guardan con celo. ¿Alguna vez te pasó?

— …

— ¡Dale, Fabiola!

— ¡¿Qué?!

— ¡Que si alguna vez te pasó!

— Ah…

— ¿Te pasó?

— Bueno… puede. Ya sabes que no creo mucho en estas cosas, pero seguramente algún susurro brujo se me habrá escapado, sí.

— ¡Así te quería agarrar!

— ¿Cómo?

— ¡Que así te quería agarrar! Me juego manos, pies y cabeza que esa maqueta la tenés vos.

— ¡Qué hija de puta!

 

 

 

 

 

FABIOLA 1  

  Ofreces tu número de titiritera en el metro. Ya te he visto otras veces, estudias en la Complutense, como yo, y andas con un hombrecillo de loza llamado Malaquías, cantante y bailarín. Ese muñeco no levantará del suelo más que unos treinta centímetros, pero parece tener vida propia, porque tú se la das. A la gente le hace gracia cuando lo pones a bailar y a mí me produce un efecto sedante instantáneo. También te he visto sacando fotos urbanas con una réflex. Siempre dentro del metro, donde solemos coincidir en el mismo andén. Desde que te vi por primera vez me atrajeron tu pelo color remolacha cortado a tijeretazos, tus ojos encapuchados de un verde indefinido, tus pantys anaranjadas, tus viejas merceditas de colegial y ese abrigo negro que llevas, casi rozando el suelo. Todo eso a la vez. Un día dejé pasar varios trenes sólo para verte. Me figuro que te habrás dado cuenta, así que fingí estar cautivada por Malaquías. Lo cual no impidió que nuestras miradas se liaran inmediatamente. En la tuya había algo perentorio, como una inexplicable clarividencia. Luego sonreíste extrañada, y continuaste moviendo la marioneta.

  Viene el tren. P.J Harvey suena a todo trapo a través de mis cascos. Vas a subirte al siguiente vagón. Se abren las puertas y entramos las dos a la vez sin dejar de mirarnos. Damos un paso dentro, casi al mismo tiempo, casi el mismo paso. Te ubicas junto a la ventana del fondo; yo también. Nos miramos de vez en cuando. Te bajas en la siguiente estación y pienso que voy a perderte, aunque en realidad lo que haces es pasarte a mi vagón. Cojo el primer asiento que veo, haciendo como que revuelvo en el bolso. Si al menos se me cayera algo, pero no, todo está en perfecto desorden. Por el rabillo del ojo observo que estás agarrada a la barra cromada haciendo como si no me vieras — ¿y piensas que me lo voy a tragar? — hasta que te me sientas al lado. Cruzas las piernas y me miras, codo en la rodilla, mano en el mentón, muy seria:

— ¿Filología, no? —. Lo debo llevar escrito en la frente, o será por el libro que aparento leer.

— Sí. Y tú Historia, te he visto.

— Es verdad, los que me conocen saben que la chica de Historia se hace unas pelas por aquí con el muñeco.

— ¿Me dejas verlo?

 Lo extraes de una pequeña valija de piel y sin pedir permiso me sacas un casco y te lo pones. Sonríes. Luego se lo pones a Malaquías, que se echa para atrás como si se hubiera dado con un canto en los dientes. Unos dientes que no tiene. Suelto la carcajada.

— A éste le gusta más clásico — lo disculpas.

— ¿Y a ti?

— A mí no, no vayas a creer que Melqui es mi alter ego, él va a su aire, es más de Black Dog.

— Zeppelin.

— Claro, lo que le gusta a la peña y da algo de dinero. A P.J le tiene miedo por Rid of me, la parte en que dice… eso del cuello… ¿cómo era?

I'm gonna twist your head off, seeElla quiere retorcerle el pescuezo porque el tío se ha tirado a otra.

— Exactamente, flipas con lo sobria que va esa tía, locura controlada, pasa del susurro a la explosión amenazante en un pis pas. ¿Qué lees?

— Laura Esquivel, Malinche.

— Buen título. Yo voy a Sol, ¿tú?

  A mí me da igual, yo voy a donde vayas tú, maja. Si vas a Sol, voy a Sol; si vas al Golfo Pérsico, voy al Golfo Pérsico. No tengo ningún plan por delante además de ti, y si lo tenía ya lo olvidé.

— Yo también.

  Haces como si no supieras que estoy mintiendo.

— Soy Diana — te presentas.

  Nos bajamos para hacer trasbordo; y al rato estamos marchando hacia la salida. Me dices que quieres ir al Corte Inglés porque es el aniversario de tu madre y te apetece regalarle una cosa de buena calidad y más bien pija. Ella vive en Andorra y es tu única familia. “¿Te vienes?”. Vale, por qué no. Una pashmina de gasa en suaves tonos color salmón. Tienes las manos regoretas, uñas minúsculas y un rostro lunar. Eres hermosamente fea. Justo mi tipo, alguien que podría pasar por invisible, y que para ser vista se vale de un desparpajo heredado de alguna bisabuela que en la guerra tiraba con fusil desde una barricada. Esa mujer nunca llevó el pelo color remolacha, por eso ahora lo llevas tú. ¿Alguien sabrá que freak quiere decir monstruo? No es una palabra divertida, nosotros la hemos convertido en una marca de identidad vindicativa. ¿De qué? ¿Cuáles son nuestras armas, contra qué o quiénes luchamos? ¿Contra qué o quiénes pretendemos luchar?

  Me haces una pregunta intrascendente, como para no soltarme la correa:

— ¿Y cuánto te falta para sacarte el título?

— Estoy en tercero, empecé tarde. ¿Tú?

— Yo voy por la tesis. Pero no me preguntes de qué va porque todavía no me decido, o tal vez no tenga el coraje de meterme con el despojo de las Américas. O con la Inquisición.

— Lo de la Inquisición suena bien. Vas a Segovia, subes la torre del Alcázar y en cada descansillo te asomas a un cadalso; con eso ya tienes la mitad de la tesis escrita.

— No…quizá me decida por el despojo de las Américas, que podría traer cola. ¡Bah! Igual no soy muy buena estudiante… ¿Y tú a dónde ibas?

  Me detengo con sutileza y te propongo ir a tomar una caña. Mediodía espléndido de junio, apetece refrescarse (esto no te lo digo, ya que por muy lanzada que seas te conozco desde hace media hora, y aunque no haya parado de mirarte las tetas con disimulo desde el metro, algo que ya has notado, no quiero pasar por gilipollas y perderte) Me dices que sí con una sonrisa, y allá vamos, apenas hablando, ¿prefieres éste o aquel?; no, mejor ése, que no está lleno mosaicos taurinos y de tíos. Pero si está más claro que el agua, hija… ¡y yo que estuve a punto de cagarla diciendo que me había bajado en Sol para comprar bollos en la Mallorquina!

— Vale, un rato nomás porque tengo que ir a las Escuelas Pías… ¿conoces?

— Sí, es la que está en… sobre la plaza de…

— Lavapiés. La que tiene… - haces un gesto circular con la mano —, con la cúpula…

— Sí, sí, la del incendio… — afirmaciones constantes con la cabeza, para disimular lo ridículamente absurdas que nos sentimos y a la vez lo fascinadas que estamos la una con la otra. Y a punto de echarnos a reír, porque ya es una cita.

— Estoy sacando fotos para un documental sobre la ciudad.

  Intento ponerme seria:

— Oh. ¿Una filmación?

— No, no, es un relevamiento fotográfico.

-— Oh.

— ¿Te vienes? —. Veo que eres de las que prefieren lanzarse antes de que la timidez te traicione. Tu voz tiembla, porque temes el no. Una siempre teme el no. Y una se estremece como un pajarillo cuando escucha el sí.

  Te estremeces como un pajarillo. Como un pollito rojo.

  Estamos en 1992, pero el reloj de las Escuelas Pías se detuvo para siempre a las diez de la mañana — ¿o a las doce menos diez? — del 36, y nadie lo ha vuelto a tocar desde el día del incendio. Acerca de lo que sucedió allí hay muchas versiones, la más difundida es que los falangistas tomaron la iglesia y le disparaban a la gente con ametralladoras, así que el pueblo les incendió el edificio.

  Nos metemos por el costado de lo que había sido la iglesia, para tomarle unas fotos. Yo me planto justo debajo de lo que alguna vez fue una cúpula que ya no existe. En su lugar sólo queda un gran ojo de cielo azul abierto de par en par en el fondo de una estremecedora órbita de piedra, que las urracas usan como balcón. Debajo, y justo en el centro de lo que debió ser la cúpula que se desplomó, hay una pila bautismal intacta. Su lúgubre concavidad está llena de agua sucia en la que flota un pájaro muerto. Me echo atrás por instinto. En la estancia circular, y cerca del suelo, hay algunas bóvedas cavadas en los muros de ladrillo calcinado. ¿Qué habría allí? ¿Cofres para guardar esos chismes de oro que se usan en misa? ¿Entradas a catacumbas secretas? ¿O simplemente servirán para dar cobijo a los indigentes que hoy deambulan por los alrededores? Suena el obturador de la cámara una y otra vez, haciendo huir a las urracas. Salvo a una, la más grande, que desciende hasta el borde de la pila y suelta un graznido que resuena como si estuviésemos dentro de una nave vacía, con una cáscara hueca por pavimento. Al final sale volando por el costado del edificio y nos quedamos quietas oyendo el ruido de la ciudad, que nos llega desde fuera como algo de otro tiempo. Oigo el click del obturador. Me has tomado una foto sorpresa, donde salgo desorientada contra un paisaje granulado que parece de alucinación. Todavía la conservo.

— Tienes que darme esa foto.

— Pues entonces habrá que volver a verse…

    Pasamos el resto del día juntas, hablando de nuestras cosas. Improvisando sobre la marcha.

    En una callejuela del Rastro encontramos un solitario contenedor de obra repleto de botones. Nunca he visto tantos botones juntos, hay millones de ellos, de todas las formas, tamaños y colores. Divertida, me encaramo al contenedor y te ayudo a subir. No me resulta fácil hacer pie y me tumbo por todo lo ancho, con el sol dándome de lleno cada vez que tu sombra se mueve para hacer equilibrio sobre la montaña movediza. Finalmente caes junto a mí y nos abandonamos al calor de la tarde, fumándonos un cigarro. Me dices que te buscas la vida filmando conciertos, y que haces algún que otro currito para salir del paso. Que estás sola en Madrid. Me dices que ya sabes que eres rara y no te importa. Riendo, me cuentas que hace algunos años tuviste un novio con el que no te podías correr, así que fuisteis a una analista que le dijo a él, y no a ti, lo intensa que eres. “¿Y eso qué quiere decir?”, le preguntaste, pero él no se animó a responder. Así que le preguntaste a ella y te llamó neurótica. En cambio él sólo era un hombre. No tardaste nada en dejar al hombre y no volver nunca más a la analista. Dices que después de aquello te quitaste para siempre ese peso sin ambición, que a veces te enfurecen los gritos de los machos que oyes a través de tu ventana, y como cualquier bruja, ves sin ver la sangre manando por las heridas abiertas de sus mujeres. Que todavía te sorprende escuchar la música que hay en los estambres, y lloras y gritas cuando piensas que quizá deberías hacer más, o deberías no hacer, y te dices lo siento, no puedo hacer otra cosa, no tengo epidermis. Que a veces caes como un pollito recién nacido dentro de cada respiración, como una elefanta juguetona en una fiesta, como una llorona despechada en un examen, pero que no sabes hacerlo de otra manera, que no puedes hacer otra cosa o simplemente no quieres hacerla.

  Me quedo hipnotizada, oyéndote.

— ¿Y tú?

— Yo tengo mucha suerte, Diana. Estoy rodeada de gente extraordinaria como tú, pero ninguna me gusta tanto.

  Hay veces en que no puedes esperar. Decir que nos despedimos con la noche despuntando en las farolas, y en la entrada de la misma estación donde nos conocimos sería un embuste. Si me hubiera marchado de esa forma habría tenido sueños abrasadores con tus manitas recorriendo mi cuerpo. En esa época vivías en un un edificio con un balcón roído por los cincuenta aguaceros de cincuenta inviernos, en el segundo de San Cayetano 10, por Embajadores. Un piso barato, a punto del derrumbe. La cama cubierta con una jarapa recién sacada de la lavadora, aunque vieja, un armario para la ropa y un escabel por mesita de noche. Olor a tabaco. A incienso. Todo ocurrió con la familiaridad con que se deshace una cama. La tuya. Te metiste con la rapidez de un ciempiés, y yo me recogí contra la pared para hacerte un sitio. Fue fulminante desde el momento en que entramos con el mismo paso en ese tren. Feromonas. Recuerdo un gran batik amarillo como cabecera, las velas blancas, la forma en que dejé que me desnudaras. El sol del poniente se coló por la ventana a través de una cortina de gasa blanca, que al reflejarse en los muros hacía que la habitación se volviera de un naranja vaporoso mientras yo te lamía el ombligo, oyéndote gemir. Mi boca en tu entrepierna húmeda, y en tu coño, mi ardor de pequeña orangutana resplandeciente, follándonos entre birra y birra, entre croqueta y croqueta, dejando la cama grasienta de aceite y sudor. Desde el primer momento me quedé dentro de ti con dos vueltas de llave, y al diablo con las penetraciones que definen el fin de un polvo. Me recogiste como a una muñeca sucia mientras yo visitaba el Madrid de arriba, para mostrarme el de abajo, que dejó de ser lo que era para convertirse en la ciudad donde te conocí, una ciudad nueva. Luego hubo un largo verano de algo muy parecido a la felicidad. Eras la única persona que no me trataba como un terrón de azúcar, una copa de aguardiente o una bomba de tiempo en la mochila de un chiita. Te encantaba la improvisación. Nunca te molestó verme proceder como un accidente natural dando bandazos por la ciudad. La norma: que nada sea real, y en realidad lo sea. Para ti soy la quintaescencia del material invisible que hay en la concha de las perlas negras, y a la vez una ilusa. Y te ríes de mí: “guapa, si te evades, por lo menos intenta sacarle algún provecho”. Mi escritura. La estratagema subversiva para encubrir a la escapista. A la cachorra asustada reclamando favores. Algo que, por supuesto, a mí no se me hubiera pasado por la cabeza, tan ocupada estaba en parecer la reina de los andenes. Tu honestidad de zapatos viejos me aplastó, y ponerme en evidencia sirvió para que me percatara de que ese lugar en el mundo que yo venía buscando desde muy joven, mi único y verdadero lugar, no podía ser otro que la escritura.

  “Entonces quita esa valla, que el sitio es tuyo”. Dulce bollito. 

                 

 

 

 

 

 

FABIOLA

  “Ese pájaro tiene los colores de una calesita en los altos de febrero”, dijiste; y a mí no se me olvidó más. Ni la calesita ni los altos de febrero, ¿cómo olvidar una palabra así? Calesita. Por la mañana, y durante aquel brevísimo, casi insignificante momento donde el sueño abre paso a la vigilia, yo escuchaba — o creía escuchar — el trino de un fabuloso pájaro entre las rosas enredadas del balcón. Era el primer momento de mi consciencia, el más feliz. Entonces tú aparecías por la puerta sonriendo de oreja a oreja y hablando con tu acento argentino de cosas que yo no entendía, pero que me gustaban, sobre el final del verano en ese país desconocido. Luego fueron pasando los años, y pájaro que comió, voló. La abuela Pocha dijo que me diste a luz mal, porque no habías aprendido lo que ella no te pudo enseñar, ya que su madre se le fue en el parto y ni siquiera llegó a conocerla (¡como si esas cosas vinieran con manual de instrucciones!) Así que aprendimos juntas como pudimos, tú y yo, a darnos a luz la una a la otra, y sospecho que lo hiciste contra ella y contra todos, gritando con tu voz de sirena loca. Sin embargo, apenas me pusieron en tus brazos me cantaste. Hay voces altas que se heredan, hay altas locuras que también. A la gente no le gusta hablar de estas cosas, prefieren los buenos rollos y descorchar botellas en Navidad, haciendo de cuenta que no será su mente la que vaya a quebrarse, si no —casi siempre— la de otra, y si se quiebra, mejor que lo haga en la ciudad sitiada de los manicomios: ¿cómo hacer para atarse al mástil cuando la que canta es la madre? Algunos nunca llegaron a conocer tu dulzura, tuviste que ponerla a resguardo bajo el trueno de tu voz para sobrevivir a la brutalidad el mundo.  

— Si queréis verla tendréis que esperar.

 Tristán:

— ¡Pero ya llevamos más de dos horas!

— Es que hay mucha visita y no está permitido hacer pasar a más de diez familiares.

  Nos quedamos rebuznando en nuestros asientos.

— Así de capullas son, espérame aquí que veo si encuentro alguna conocida…

— ¡Tristán, ven acá!

— Tú déjame a mí que tengo experiencia en esto…

— ¡Tristán!

  Mi hermano intenta empujar las puertas que conducen al pabellón, pero están cerradas. Golpea: “¡Ehh!”. Lo alcanzo:

— Tris, ya sé que eres el rompecorazones de las enfermeras, pero aquí no te conocen, así que deja de incordiar, ¡venga!

  Justo en ese momento aparece una chavalita menuda y con coleta reclamando a los familiares de Elena Pintos. Es tu psiquiatra. Pasamos a su despacho, hace como que nos tranquiliza y nos comenta con vocecilla de colegiala que ya estás compensada pero que tu patología es resistente a los medicamentos. Al final desliza un papel a través del escritorio y suelta la bomba: el equipo médico necesita nuestra aprobación para realizarte un TEC. Vamos, el electroshock de toda la vida pero con anestesia general y las debidas precauciones médicas bla bla bla. Necesita nuestro consentimiento informado. Su voz se parece a una tetera silbadora, intento escucharla y no lo consigo. Para ser más explícita: no entiendo, ni quiero entender lo qué nos está diciendo y lo único que escucho son significantes saliendo de su boca.

  Sea lo que sea lo que esté diciendo, mi respuesta va a ser NO.

  Simultáneamente, veo a Tristán gesticulando sus propios significantes. ¡Pensar que fui yo quien te ingresó aquí! Con el apoyo económico —a regañadientes, y por supuesto callado— de Sancho, parte de mi nómina, todo sea por verte bien (¿o para dejarte en una guardería para locos a fin de cubrirnos? El loquero: un seguro contra todo riesgo) Sólo que ya no podemos seguir pagando la póliza y tendremos que sacarte. Tristán se opuso a colaborar desde el principio: “Cualquier loquero, sea público o privado, es una mierda, así que no me pidáis ni un duro”. Pero al menos vino a verte desde Barcelona, como siempre, conectado por cables a una banda experimental japonesa de los 90, con la que está obsesionado a pesar de su edad: Boredoms, en la que un tío chilla como un marrano. Escucha la cinta día y noche, unas cincuenta veces por lo menos, tal vez más: su dosis de dopamina.

  La psiquiatra intenta ser amable con él, aunque por la forma en que lo mira me doy cuenta de que ha llegado a una conclusión: si grita, es porque hay algo hereditario.

  Los oídos se me abren justo cuando Tristán está emitiendo sentencia. La tía no se inmuta, pero me mira a mí. Espera una reacción más favorable. No la consigue.

— Ya escuchó a mi hermano (no tengo la menor idea de lo que ha dicho Tristán, siempre que una bomba me noquea sólo escucho significantes, además no necesito haberle oído para imaginar lo que pudo haber dicho: me basta con observar la expresión de ella zigzagueando entre la benevolencia y el hartazgo. La opinión de un loco no es fiable, si no enajenable. La opinión de Tristán no cuenta; la mía, que no estoy diagnosticada, sí) Ya escuchó a mi hermano y coincidimos… no vamos a firmar nada, nos la llevamos a casa.

— ¿Su hermano ha dicho eso?

— Algo así, sí.

— ¡Hay que ser muy canalla para querer meterle electricidad a la gente! ¿Ve esto? — Tristán extiende a pleno sus diez dedos de nudillos inflamados, espatulados e imponentes, delante de ella: — En cada punto hay un electrodo que usted no puede ver, porque necesitaría un tubo de ensayo para demostrarlo. O una máquina de aturdir. Pero yo tengo un electrodo en cada yema, y todos conectan al corazón. 

  Empiezo a levantarme de la silla.

— Nos la llevamos.

— Vale, si no dais el consentimiento no se hará, pero si os la lleváis ahora sería contraproducente… Le hemos agregado un nuevo medicamento y lo que recomiendo es que nos la dejéis hasta el mes que viene para monitorearla. Luego, lo que queráis.

— Nos la llevamos ahora y usted prescribirá lo que corresponda.

  Tristán sigue protestando:

— Yo quiero darle un achuchón, Fabiola, no sé tú… ¡no vine aquí desde Barcelona para escuchar a una alienista de una clínica para pijos, si no a darle un buen achuchón a mi madre, y que se ría todo el puto capital!

— No estoy diciendo que no puedan verle, ahora les llevarán, sólo os digo que la dejéis ingresada unos veinte días más para monitorear cómo funciona la nueva medicación, ya que no dais el consentimiento para el TEC…

  La psiquiatra guarda el papel sin preocuparse en disimular el mosqueo que le hemos metido.

  Dos enfermeras nos guían a través de un corredor de paredes color malva. Huele un poco a pintura fresca y otro poco a desodorante ambiental de jazmín. Es hora de siesta y la mayoría de los pacientes duermen, pero tú no. Tú estás sentada en la cama a punto de bajarte, intentando alcanzar unas chanclas. Tristán corre a ponértelas. Sonríes adormecida. Estás en los huesos, y tu pelo, ese largo pelo negro y espeso que yo tanto te admiraba, se ha vuelto gris en cuestión de meses. Madre, estás desapareciendo. Casi todos los días, estando en el trabajo, con mis amigos, tomándome una caña, donde sea… pero sobre todo antes de ir a verte al hospital o a tu casa, tengo que hacerme a la idea de que podría no encontrarte, o encontrarte muerta — hasta me he imaginado la escena para que no me tome desprevenida —, lo cual me demanda un grado de estrés inimaginable. Encima no puedo contárselo a nadie porque me llamarían catastrofista. Sé que te aterroriza perder el control de tu cuerpo y morir; y a mí me aterroriza perderte, aunque habitualmente no sepa ni cómo tocarte y tu abrazo me resulte pequeño y blando, como el de esas muñecas de trapo a las que se aferran las niñas, fingiendo que es la muñeca la que abraza, y no ellas. Otras te odio impasiblemente.

— ¿Precisas ir al baño?

— No, no… Sancho ya debe estar en camino para acá, ¿no?

  Desde hace años sigues creyendo que él vendrá. En los últimos años ha sido imposible convencerte de que mi padre y tú se divorciaron hace décadas, parece que hubieras olvidado todo aquello.

  Una de las enfermeras aprovecha para reñirte en broma porque llevas tres días sin cagar. Por lo visto es bueno que lo sepa la familia, lo cual vuelve a despertar la reacción de Tristán:

— ¡Y cómo va a cagar con las mierdas que toma! ¿A su alienista no le pagan comisión por dispensarle un laxante? —. Mi hermano es cruel a propósito.

  Saco el cepillo del bolso y empiezo a cepillarte el pelo con máxima delicadeza. Pero es inútil, porque se te cae igual. Ya tienes una calva franciscana en la nuca.

— Es la edad — comenta la otra enfermera, toda compungida.

  La mirada que le echo le hace bajar la vista:

— Aunque tenga setenta no me parece que sea normal que se le caiga el pelo a mechones.

— Pues a su edad se quedan calvas — insiste la de la caca, como si fuera un dogma.

— Son los venenos — se entromete Tristán.

— Eso tiene que hablarlo con los médicos, nosotras no prescribimos.

— No, vosotras sólo chutáis – machaca él.

  Intentas levantarte pero no puedes tenerte en pie, y es Tristán quien impide que te caigas. Tus pantorrillas de corredora de fondo están casposas y escuálidas. Más que compensada, parece que acabaras de salir de terapia intensiva. Tengo que acercarme mucho para oír lo que intentas decirme, pero me lo dices:

— Por poco me leen la caca.

  Con tu coherencia loca, metafórica, me explicas que las enfermeras exploran lo que cagas, cómo y cuándo. Ellas lo niegan. También te leen la sangre y los órganos, es parte del protocolo médico, supongo, tomando en cuenta la cantidad de fármacos que te dan, pero no saben descifrar lo que sientes cuando chillas. Por eso te atan. El verbo leer es contundente: lo que cagas es sólo una pequeña prueba empírica de tu biología, así interpretan y evalúan los resultados de la terapia, en vistas de que te mantienen dopada la mayor parte del tiempo. Un punto más arriba o más abajo te ingresaría en la estadística del 3% del dolor psíquico en varios diagnósticos. ¿Cómo te alivian? Con calmantes. O por la fuerza, con correas y mortajas temporarias. Sólo hay tres o cuatro grupos de fármacos básicos para millones de personas como tú, con singularidades específicas, y todos son calmantes más o menos efectivos. El antipsicótico te baja los delirios donde dicen que te refugias, lo cual te deprime, así que para que subas te dan antidepresivos que te animan, entonces agregan ansiolíticos para volver a bajarte, un circuito ostensiblemente interminable de ascensos y descensos. Doblando la dosis según tus reacciones. Pasas las horas subiendo y bajando hasta que llega la noche y te dan un hipnótico para dormir. Te dicen que son vitaminas. Vitaminas para el sistema límbico, ese toro de Miura que te desboca.

  ¿Sabrán, de verdad, cómo funciona el cableado de tu laberinto?

  Se cree que el cerebro humano contiene 100.000 millones de pasadizos, un computador rematadamente complejo que les levanta el dedo corazón a las corporaciones. ¿Te habrán visto perderte entre ellos, o sólo están afuera oyéndote gritar? Ellos apenas alcanzan a vislumbrar los pasadizos. Saben que existen, pero no podrían nombrarlos. 200.000 años de evolución se reducen a una chapuza rápida en el taller mecánico de un laboratorio. Ningún fármaco logró mejorarte nunca. Eso sí: todos mutilaron tu vida sexual. Algo de lo que se habla poco en los consultorios, pero que tú me confiaste cuando tenía doce años. El efecto secundario del deseo aniquilado, de la vulva desechable, no se toma mucho en cuenta, y tampoco se cuenta. Además ya engendraste dos veces, ¿qué más puedes pedir? Esa mirada zigzagueante entre la benevolencia y el hartazgo que la psiquiatra le dedicó a Tristán, se hace extensiva a ti, parece que el personal la llevara cosida como parte de su indumentaria. Él ya conoce todo eso, no necesita ni imaginárselo. Y sabe, también, que incluso los médicos más afectuosos se desorientan y desesperan ante un tratamiento que no funciona.

  ¿Por qué te habré traído aquí? ¡Ah! Porque quiero que me dejes vivir...

— Vamos a ponerte la bata y te vienes con nosotros.

— Se viene con nosotros — me copia Tristán en voz alta, para que se oiga bien —. Si hay que cargarla, yo lo hago.

— Yo le preparo la maleta.

  Cuando estamos saliendo contigo en brazos, aparece la psiquiatra toda horrorizada. Dos grandulones vestidos de blanco se pasean discretamente a unos metros de distancia. Es el tipo de gente que ponen por si el asunto se desmadra.

— ¡Pero qué hacéis! ¿Os la vais a llevar así, sin que le hayamos dado el alta, sin consultarnos el tratamiento…?

— Y dónde están los otros — responde Tristán, como si le estuviera hablando a la pared.

— Trabajamos en equipo y yo estoy de guardia hoy. No os la podéis llevar así, sería irresponsable…

— Tráiganos su historial clínico y la medicación que toma, ya consultaremos en otra parte. Vamos, Tristán.

  Ella se afirma en su posición:

— Si os la lleváis cursando un tratamiento puedo dar parte a las autoridades.

  Tú levantas la cabeza medio aturdida y la increpas: 

— ¿Pero a vos de qué película te sacaron, pendeja?

  Avanza un grandulón para arrancarte de los brazos de mi hermano, así que los dos salen persiguiéndose por el pasillo. Yo salgo detrás, y detrás la psiquiatra y luego todos. Esto parece causarte mucha gracia, porque vas riéndote:

— ¡Agarrame la chancleta que se me cayó, yo sin chancleta no salgo a la calle ni loca, y además no quiero que Sancho me vea así!        

  Pero os detienen justo cuando estáis a punto de salir del pabellón. La psiquiatra me engancha el brazo y nos paramos todos en seco, jadeando. Nos miramos la una a la otra sin querer rendirnos.

— Fabiola, escúcheme… déjela aquí unos días hasta que esté en condiciones de andar por sí misma; entonces os la lleváis. Os dejo su historial clínico, todo… si queréis consultar con otro médico y darle el teléfono de la clínica para ponerle al tanto del tratamiento, perfecto… pero no os la llevéis así, por favor, sería peligroso para ella, y muy difícil para vosotros.

— ¡Y una mierda! — protesta Tristán, que te trae de regreso andando sobre tus propios pies, bien sujeta por la cintura y agarrada de su abrigo como si fueras a caerte de un tercero. Pero contenta y sonriendo. Una enfermera ha recogido tu chancla perdida, mientras los dos avanzáis hacia nosotras. Quieres tu maleta, quieres despertar del todo y la idea de escapar empieza a espabilarte. La psiquiatra intenta convencernos de que al menos te dejemos pasar la noche en planta, que los medicamentos, que devolverte a tu ambiente podría desencadenar una nueva crisis…

  Mi argumento es un clásico:

— Es que nos cortaron la póliza y no podemos seguir pagando.

  Ella reacciona mal:

— ¿Y por qué no lo habéis dicho desde el principio en vez de montar todo este jaleo?

— Lo habría hecho si usted no nos hubiera puesto ese papel por delante.

— Tendrán que pasarse por administración y explicar su caso. Puede continuar el tratamiento en forma ambulatoria, pero al rellenar el alta acepta que la clínica no se hace responsable de lo que vaya a suceder después. El protocolo no es éste, vosotros debisteis avisar…

— ¿Qué no escuchó a mi hermana? Ya le dijo que lo habría hecho si usted no hubiera salido con lo de la electricidad. No se hacen responsables de lo que pueda suceder después, pero tampoco se hacen responsables de los efectos secundarios del cortocircuito, por eso querían que firmáramos un acta de consentimiento, ¡qué jeta!

  Lo que dice Tristán tiene lógica (incluso lo de la jeta)

  El papeleo es importante y en la administración me lo hacen de tan mala manera que logran ponerme de los nervios, pidiéndome que regrese al día siguiente a recoger la firma del administrador. El vil metal puede obrar maravillas incluso cuando falta. Ahora tendremos que pensar quién va a cuidar de ti mientras te buscamos un hospital de día y una acompañante terapéutica. O no. Tal vez no haya que pensar mucho. Luján. Ella es buena gente y necesita el dinero.

  Sí, voy a llamar a Lu.

  Yo no sabía que Fabiola confiaba tanto en mí. Por lo visto prefiere mil veces que la acompañe yo a que siga internada en esa clínica para locos. Elena me cayó bien desde el principio. Me encantó ese orgullo atormentado que tiene, tan de ella, casi espástica, tan de mina que no ha podido arrancarse el barrio ni en cuarenta años — o más — viviendo en España, y también lo boca sucia que es. Fabiola me contó que de joven era muy linda, y debe ser verdad porque se le nota. Muy linda e infeliz. Ella no puede ni sabe cuidarla, hay una herida ahí, pero yo sí que puedo. No me da miedo lo que le pasa, yo no la considero una enferma. A mí la locura me despejó el camino. Sin esa locura yo no hubiera probado mis límites. Cuando se lo comenté a Fabiola, me dijo que si yo supiera el dolor que produce “la locura verdadera” no diría esas cosas. Tal vez tenga razón. Sin embargo, igual me encargó el cuidado de su mamá. Voy a sacarla de esa cama como que me llamo Luján.

— ¿Vos de dónde sos, querida? Yo de Adrogué.

— ¡Ahhh! ¡Porteña de mi único querer!

— Sí… ¡bah!, en realidad mi familia era de un pueblito de Santa Fe. ¿Vos de dónde sos?

  De Mar del Plata, seguro que conocés.

— No creas, eh… una vez me llevaron de chica, pero ya ni me acuerdo. ¿Y qué hacés acá?

— Vine a acompañarte, Elena.

— No… qué hacés acá, por los Madriles…

— ¡Ahh! Viviendo, me gusta. ¿A vos?

  La pobre se encoge toda. ¡Qué le va a gustar! Se lo banca, nomás...

  Me gusta un poco Madrid… pero no pude salir de Carabanchel desde que llegué, además a Sancho le encanta esa casa. Me gustaría rajar de ahí pero él no… ¿Me pasás el agua? — Le paso un vaso lleno —. ¿No habrá algún vinito, che?

  Fabiola ya me lo había advertido: Elena habla de Sancho como si todavía estuviera con ella. Ese desalmado se olvidó de ella para siempre. Para mí que no está loca, lo que pasa es que no puede superar eso. Más bien está loca de rabia.

 — Es que estás tomando medicación, tu hija me dejó dicho que ni una gota de vino.

 — Pendeja de mierda… ¿En qué anda mi hija? ¿Trabaja?

 — Es profe en escuelas secundarias.

 — ¿Y para eso la criamos? ¿Para que sea profe de secundaria? ¡Si tiene más potencial!

  También escribe.

 — Yo te dije que tenía más potencial… Traete un vinito, dale.

— Mejor te voy a traer a mi vieja, que llegó de México hace unos días. Tiene más polenta que la ginebra, te va a gustar.

— ¡Avisá! ¡A mí me gustan los vinos dulces, que para amarga está la vida! Un Oportito… ¿cómo se llama tu vieja?

 — Raquel.

 — ¿Es mexicana?

 — No, es argentina, pero se fue para allá hace mucho con Aurelio y ahora está en España por un tiempo. Te la voy a traer.

— ¿Y quién es Aurelio?

— Su pareja, un argentino.

— ¿Y querrá conocer a una loca, tu mamá?

  Ah. O sea que estás loca…

  Y… si empiezo a decir que no, la cago, viste... Lo que espera de mí esta gente es que reconozca que estoy loca.

  Claro… ahí es cuando piensan que vas mejorando y te dan el alta, ¿no?

— ¡Ahí está! Igual nunca se sabe bien qué es lo que duele más, eh… si el raye que tengo o que la gente lo llame locura. Qué fea el agua, che...

— A mí me gusta tu raye, Elena.

  Entonces traete un vinito.

  Fue buena idea invitar a mi vieja. Por lo menos consiguió sacarla de la cama por primera vez en quince días. Elena me pidió que le arreglara el pelo, se puso un pantalón vaquero, una blusita floreada y se maquilló. Tiene unas facciones que en su tiempo debió haber sido de película, a ella que le gustan tanto; es el perfecto contrapunto de Fabiola, que tiene unos rasgos más penetrantes, más andaluces.

  Andaba nerviosa.

 — ¿Y dónde vive tu vieja? ¿En el DF?

  Le dije que mamá vive en Cuatro Ciénegas, una reserva natural en medio de un desierto de dibujito al norte de México, donde regentea un pequeño hostal con Aurelio y su cuñado; así van tirando. Ya es la tercera vez que viene y se queda conmigo en Manzanares el Real.

  Lo que no le conté, porque no es cosa suya, es que vino para pedirme la firma de un poder que le permitirá vender la casa de Mar del Plata. Como el Canica ya no estaba, la propiedad era de las dos. No le hacía ninguna gracia venderla, pero era más práctico que alquilarla o arriesgarse a que se la usurparan, y además iba a dejarnos un capital. La descubrí varias veces lloriqueando por los rincones, sabiendo bien que no lloraba sólo por esa casa que le costó un Perú conseguir, y por la cual en su momento tuvo que subirse a un préstamo, si no por mi hermano. Jamás va a superarlo. No deja de ser tomada por sorpresa, como dice ella, “entre refucilos de recuerdos”: se ve a si misma pedaleando un karting de alquiler en la plaza Pueyrredón, unas veces con mi hermano y otras conmigo, viendo desde lejos la humareda que se levantó del caucho quemado y la basura en descomposición el día del desastre, o “tirando el cuerito” a los chicos del barrio, una práctica curanderil para la indigestión que consiste en agarrar con dos dedos la piel de la espalda y tirar hacia arriba, hasta despegarla de la espina. Mamá no será una mujer instruida, pero sabe que no hay manera de escapar a la historia personal, de la historia de un país, de la historia de esa niebla que no se disipa, vayas a donde vayas, y que por muy lejos que te vayas, así te fueras a otro planeta, la historia se va con vos, te persigue, la llevás adentro, está siempre camines por los adoquines que camines, así el paisaje sea otro, la historia siempre se lleva adentro.    

  Elena la recibió intranquila, como avergonzada, pero en cuanto mamá la abrazó creo que empezó a aflojarse. Ella se avergüenza de lo que es. De su su soledad, su vejez, de la arruga que le cruza la frente de un lado al otro:

— ¿Nos hacemos unos mates?

  Tomarse unos mates con mi vieja no es como tomarse un café, que te lo terminás y te vas. No: el mate detiene los relojes. En Argentina hay una clase de mujer que existe en muy pocos lugares del mundo: la cebadora amorosa. El mate de la cebadora amorosa equivale a un abrazo. Mi vieja es una cebadora amorosa: si lo querés dulce te pone azúcar, si lo querés amargo te lo ceba amargo, a ella le da igual, se adapta. Te conversa mientras busca la yerba en tu alacena sin que te des cuenta de que es una extraña, porque desde el momento en que la encuentra, ya es parte de tu casa. Elena se disculpó diciendo que hacía añares que no tomaba, pero al final aceptó uno, nos sentamos y empezamos a charlar. Todo bien hasta que le mencionó a Fabiola. Hablar de ella la desorganiza. Se volcó el mate en la blusa y corrió a la pileta a limpiarse. Fabiola ya me lo había advertido, sólo que a mí se me pasó advertírselo a mamá. Que le pregunten sobre Fabiola hace que la culpa la carcoma. Fabi me contó el tipo de relación conflictiva que tienen desde que se encerraba en su pieza a comerse todo, de cómo Elena la agredía y del asco que le tomó a su abuela —una tal Pocha— después de que la llamara puta, sin comerla ni beberla, cuando a Elena se le fue la mano y casi la mata. Me comentó que tuvo que ponerles corte a las dos, que anduvo boyando por ahí, “vomitando en los jardines de los pijos”, como dice ella; a los diecisiete o dieciocho, no me acuerdo. En esa época le ayudaba al viejo en la cocina del restaurante, cantaba en un bareto y vivía con un amigo que perdió.

  Parece que Elena le pidió perdón de rodillas en plan culebrón colombiano. Aunque no fue ni gracioso ni cursi, es hasta el día de hoy que Fabiola no sabe qué sintió exactamente cuando lo hizo, y no poder ponerle palabras a eso la mortifica tanto como a su madre la culpa. Ya a los cuarenta años ella sigue preguntándose cómo puede ser que la misma persona que le dio la vida haya querido quitársela, no le entra en la cabeza, y no sabe cómo conciliar el horror con el amor. ¿Como hacer para que coexistan esos dos sentimientos? ¿Cómo, esas dos madres, la del amor y la del terror?

  Al final trató de encajarlo desde la lógica de la enfermedad. A los años, nomás, y con la muerte de Pocha, Elena cayó en un estado de inestabilidad en el que Fabiola tuvo que tomar la decisión de ingresarla por la fuerza. A falta de padre y hermano, buenas son las hijas. La pobre salió llorando: ¿quién quiere dejar a la vieja en un manicomio, por muy desastrosa que haya sido? Dice que en su adolescencia la perseguía alrededor de la mesa del living repitiendo como un autómata te odio te odio te odio, un ritual extraño, un juego maligno en cámara lenta del que ella nunca se corrió, porque nunca llegó a sentirlo como algo personal, al contrario: mientras tanto, se preguntaba qué podía haberle pasado a Elena para quedar así, o a quién estaría viendo mientras lo repetía. Y cuando se lo contó a los demás no le creyeron. Nunca le creían, miraban para otro lado, achacaban sus relatos a los “ataques de nervios” de Elena, a su excentricidad, incluso llegaron a tratarla de mentirosa por contarlo. Su padre se plantó en posición de víctima para poder “rehacer su vida” con una mina tan insignificante como él.

  Fabiola se mantuvo muy sola en todo hasta que a Tristán empezó a pasarle lo mismo que a la madre.

— Yo no sé por qué esta chica no tuvo hijos, me gustaría ser abuela a mí…

  ¡Hijos, Fabiola! Apenas le caen bien los adolescentes, no soporta a los menores de seis. Yo ya le tengo sacada la ficha, aunque ella no lo sepa, así que me hago la zonza:

 — Y… andá a saber, Elena.

 — ¿En serio no sabés nada vos, que son tan amigas?

 No, madre, ella no puede responderte a eso porque hay cosas de nosotras que todavía no sabe (¿o hará como que no sabe?) No tuve hijos porque no quería repetir. Soy una mujer compleja, y lo poco que escribo y publico, no lo hago para entretener a nadie, ni para dar respuestas: los escritores no estamos para dar recetas, si no para interpelar. Pero necesitaría escribir un libro entero para demoler lo que tú eres capaz de aplastar con una sola palabra, aunque sé que muchas veces te quieras largar, movida por el delirio furioso de que al otro lado caerás en los brazos de un ángel. Yo te expongo a la luz para que te vean, y a la vez me expongo para que me vean a través de ti. Para dejar expuesta la herida, nuestra herida, aunque mane la sangre. Hasta cuándo, eso ya no es prioridad. Tendrán que horadar mucho nuestro áspero corazón para ganarse la dulzura. Mis palabras son palabras de un amor diferente, uno que aprendí de ti. Todo se fue yendo por los caminos enmarañados del tiempo, pero es hasta el día de hoy que me sigo preguntando qué cosa tan maravillosa pudiste haber hecho como para que yo no me diera por vencida, y continuara labrándome tan bien los tesoros de la infancia. Años mirando por mi herencia, atajando con diez dedos -dos garras, esto lo sé bien- y a fuerza de traspiés, papeles borroneados, drogas que me embrutecían, gente que me humillaba, yo la perla rara, yo la oveja que siempre se espanta, yo la que escarba y sigue a ciegas la pista de la tatarabuela acaso desconocida u olvidada, que la Pocha nunca quiso revelarnos hasta que la descubrió Tristán, dejándome indefensa frente a esta roca que eres tú, con esos huesos y esa lengua filosa que provoca a los médicos. ¿Cómo iba a hacerte abuela, si nunca dejé de ser tu madre?

  Para esta civilización adulterada, la disidencia psíquica es peor que el cáncer. Así que la escondemos, como se esconde todo lo que se reconoce distinto. En los tiempos de las redes sociales donde tantos salen muertos de risa dando un brinco en la playa, las miserias familiares se barren bajo la alfombra tecnológica, y nadie se entera de que pueden haberte abandonado entre las cuatro paredes de un manicomio ambulatorio. Años de invalidación en un hospital de día, o en un piso sin cables ni conexión a internet. La política del avestruz exilia las disidencias al confinamiento detrás de una ventana con las persianas bajas. Para que nadie lo sepa. Para no tener que reflejarme nunca en ese espejo que no se pierde a nadie.

  Lo que nunca voy a olvidar son los tiempos buenos, porque nadie sobreviviría sin ellos. Los días en que parloteabas en casteshano con la abuela mientras nos pasábamos el cazo a través de la mesa. El calor del hogar le gana a las palabras. Es algo más que un lugar donde te sientes a salvo: tiene que ver con una sensación de pertenencia que aparece en el mismo momento en que empiezas a masticar y el estofado se mezcla con la saliva y tú me pasas mano por el pelo: “¿Está rico, pichona?”. Tú, la dueña del nido, la madre de acento extranjero con la que crecimos y del que nunca te quisiste desprender. O tal vez no hayas podido.

  Siempre tuve una idea romántica de ese país. La Argentina era una rareza continental que paradójicamente yo solía imaginar como una isla preciosa y triste al otro lado del mar. Para qué negarlo, crecí con el sueño de ir. Me hacía ilusión embadurnarme de barro e intemperie, hasta que se me olvidara el recuerdo insípido de nuestra manera más o menos europea de organizar el mundo. Cuando estabas bien, a ti no se le escapaba nada, lo resolvías todo por ti misma, me acuerdo bien. Te convertías en la abeja obrera de la familia, la constructora silenciosa de colmenas, eras nuestro hogar fundacional, por la mañana un corazón beatífico y por la tarde un diablo.

  Sé que yo tampoco tengo remedio y que acabaré poniéndote de uno de esos hogares de tránsito. Pero dime: ¿qué más puedo hacer? ¡Tengo una vida! Además tú y yo no esperamos nada de nadie, ¿verdad? Tristán no puede, y en cuanto a Sancho… vaya, dejé de contar con él la tarde de las cortinas, en que mientras salía sigilosamente por la puerta a buscar no sé qué del coche, me dijo “Cállate”. Ya no contaba con él cuando puso a parir a Jonás porque se había ido con los gitanos. Y cuando en lugar de abrazarme, eligió tomarse su café.

— Igual no voy a echárselo en cara a m’ijita, ser madre agota; y no va a ser madre nada más que para darme el gusto a mí.

 — ¿Y tu hijo?

 — ¡Tristán es un grandulón! Nunca va a crecer. Heredó lo mío, el pobre… ¿Vos tenés más hijos, además de Luján?

  Mamá hizo que sí con la cabeza mientras desenrollaba arriba de la mesa un paliacate mexicano lleno piedras. Serían unas veinte, entre cuarzos, obsidianas, amatistas y turquesas. Al verla moqueando me di cuenta de que estaba pensando en mi hermano.

 — Sí, le decíamos Canica…

 — ¿Le decían? ¿Por qué le decían? ¿Dónde está?

 — En un lugar inalcanzable.

 — ¿Y cuánto hace que no lo ves?

 — Añares, desde que se me murió.

  Elena contuvo el aliento, no esperaba semejante respuesta. Mi vieja le contó un poco sobre mi hermano, pero al final se repuso y volvió a lo suyo. Le mostró una piedra negra que parecía un terrón:

 — Mirá esto… ¿ves?

 — Sí… ¡Parece sorete de perro!

  No era sorete ni piedra: era fósil. Un estromatolito es una pequeña fábrica de bacterias que hace cientos de millones de años vivía en el océano y tomaba la luz del sol para producir oxígeno. A mamá le contaron que fue así como empezó la vida en el planeta. Cuatro Ciénegas está llena de estromatolitos vivos produciendo oxígeno en las pozas celestes hijas de los meteoritos y cometas que bombardeaban la Tierra, cuando el mar era de azufre.

  Le dice que se acueste, que va a mostrarle cómo funcionan. Elena se dejó llevar aguantándose la risa. Mamá tiene larga experiencia en aquelarres, ya venía haciendo magia en Argentina, donde la metafísica es imprescindible para la subsistencia. Prendió unas velas y el sahumerio de rigor. Me robé una silla para ver el espectáculo sentada a la vaquera, con los codos en el respaldo. Le puso un estromatolito a la altura del pubis, justo sobre el monte de Venus, y otro en el pecho. Hizo un abracadabra silencioso sobre las piedras, y a mí, un gesto para que me subiera a la cama. Dudé, pero al final cedí. Me recosté bien pegada a Elena por el lado izquierdo, y ella se le puso al otro lado en la misma posición, abrazándonos unas a otras, como entretejidas, mujeres abrazadas en el revoltijo que guarda la memoria arcaica del azufre y los meteoritos. Elena se arrebujó, se ablandó, tembló y se rio con un chillido penetrante que se fue apagando de a poco. Al final se quedó frita. 

  La madre de Luján cree en eso de las piedras mágicas, ¡qué gracia!, pero cuando llegué las piedras habían rodado por el suelo y vosotras estabais enredadas y dormidas en la cama grande. Me dio pena despertaros, así que me fui a duchar. Parece que la mujer va de chamana o alguna cosa de ésas, ¿quién se creerá que es? Por suerte se marcha dentro de poco y no nos hace falta, ya que Lu se ocupa muy bien de ti, es dinero bien invertido, tiene un calor especial, muy sudamericano, muy de allí. Tal vez debería invitarla a una lectura de poesía con mis colegas, ya lo pensaré… pero ahora hay que centrarse en otras cosas: a levantarse, pues, que hay que comer; yo invito.

  Luján se despereza, pegando un salto en la cama. Tiene una turquesa incrustada bajo la cadera, y empieza a recoger el resto.

— No, no… ¡cuidado con estos! — protesta su madre sobre unos guijarros negruzcos llenos de pinchos, que vaya a saber qué serán.

  Tenemos que convencerte para que te levantes, te duches y se vistas, porque no puedes salir así. ¿Cómo se te pudo ocurrir ponerte esa blusa? Es un espanto. Casi que te arrastran hasta la ducha, al menos a ellas les obedeces, porque de mí pasas o me insultas. Prefieres exponerte desnuda ante unas desconocidas que ante tu propia hija. Con ellas eres una seda, a mí me tratas como a una morera: si pudieras devorarme, quizá lo harías con gusto (aún no lo consigues del todo) Te peinan, te secan el cabello, te ayudan a ponerte un vestido bonito.

  Vamos a un restaurante que conozco donde sirven un pulpo a la gallega que te chupas los dedos, pero a ti le apetece algo más liviano y pides una sopa de marisco. Me fijo en el arco altivo de tu ceja al echarte hacia atrás fingiendo refinamiento, ese gesto de diva que se ha sabido hermosa, la reina del restaurante durante los cinco minutos en que el camarero pone los platos. De repente arrojas una cucharada a tus espaldas. La mujer de la mesa de atrás chilla y se levanta de golpe.

— ¡Madre!

  Otra cucharada de sopa con marisco y el traje blanco de la pobre mujer queda teñido de pústulas anaranjadas. Creo que incluso le da en un ojo. Nos quedamos con una rebanada de pulpo colgando del tenedor sin saber cómo detenerte. Me clavo una copa de agua, muerta de vergüenza.

  Luján:

— ¡Elena, pará!

 Pero tú estás de lo más divertida desviando cucharadas de sopa a retaguardia:

—¡Mirá cuando aparezca tu padre y me vea!

  La mujer del vestido blanco sale desbocada del restaurante, seguida por su marido, que también se ha llevado una colleja de marisco en la nuca. En la entrada les detiene un camarero. Tienen que pagar. Se niegan, anteponiendo el argumento de que hay una loca suelta arrojando cucharadas de marisco a la gente. No sé bien cómo lo arreglarían, el caso es que se van ofendidísimos. Con justa razón. Tú, que estás más allá del bien, del mal y de la sopa de mariscos, recoges una cucharada y amagas con bebértela, pero al final la arrojas hacia atrás. Así una media docena de veces. La gente empieza a correr las sillas y yo tengo que quitarte el plato. En realidad estoy a punto de arrojártelo a la cara, pero me contengo. Viene el camarero y sin muchas contemplaciones nos invita a marcharnos. La casa se reserva el derecho de admisión y expulsión, es lógico. Raquel, que ha estado mirándome atentamente durante mucho rato, se planta ante el tipo y le dice que no, que nos quedamos, que ella se ocupa y que va a dejarle una buena propina por permitirlo. El tipo se pone chulo:

— A ver si dejáis de molestar a la gente y os marcháis, joder…

  Ese “joder” fastidia particularmente a la madre de Lu, que al ser latinoamericana ciertos bríos le resultan brutales.

— Mi amiga tiene Parkinson. ¿Qué pasa, acá discriminan a la gente con Parkinson? — le miente con agallas.

  Levanta una silla, le da la espalda al camarero y pone su plato de sopa junto al tuyo. Sólo así consigue que dejes de tirar. El camarero se retira rezongando. Cruzo los dedos para que no aparezca el dueño. Sancho nunca permitiría un comportamiento como el tuyo en su restaurante. Es como el cocodrilo secándose los ojos en el agua.

 

 

 

                

                

LUJÁN

 

   Al tipo le rompí todo porque Fátima y yo nos habíamos tirado dos noches seguidas esperando llamadas, entre sobresalto y sobresalto, en un piso que supuestamente funcionaba como call-center, donde había dos catres con dos colchones mugrientos y dos teléfonos que no sonaban nunca. La primera noche nos tomamos el asunto estoicamente y abrimos una botella de cerveza (Mahou), para empinar a gusto. Con rabia, también. Fátima era una quinqui que sonreía con la boca apretada porque le faltaban algunos dientes. Pegamos buena onda inmediatamente: soy Luján, un gusto; y ella: ¿eres argentina o uruguaya?, etcétera; y como vimos que no sonaba el teléfono, nos tiramos a dormir. Hay que joderse, tía, me dice, insomne, y yo: estoy recontra podrida de que me estafen. En 2006 la línea caliente donde yo trabajaba cerró y nos dejaron a todas en la calle, sin haber hecho nada mal. Después de hacer mis cálculos, vi que el dinero de la indemnización y el seguro de desempleo sólo me alcanzaban para un año, así que me puse a buscar trabajo empecinadamente. Me gastaba la miseria del paro en el alquiler y el resto lo conseguía haciendo alguna que otra changa artesanal. En esa época prosperaban las líneas de tele marketing dedicadas a contratar tarotistas, yo había aprendido a echar las cartas y nunca me faltó conversación. ¿Por qué no intentarlo, si pagaban bien? Tampoco me importó que no fuera un trabajo muy bien visto, había que comer y que yo sepa no hay nada peor que el hambre. Seis horas diarias por el sueldo de ocho, horario corrido y decían que buena comisión. Decían. Todo en blanco: seguro de salud, derecho a paro, aportes jubilatorios y vacaciones pagas, igual que en la línea caliente. Nos pusieron a prueba en una empresa española que tenía franquicia en Hungría; sin embargo nunca llegamos a pisar Hungría, y juro que los colchones de la supuesta empresa donde nos citaron tenían chinches. En cuanto vi el falso parquet y las ventanucas de aluminio, un sexto sentido me indicó que el asunto no podía ir en serio, entonces nos llama la personaja que nos había entrevistado, una tal Fernanda —la supervisora—, para darnos la bienvenida a uno de los diez call-center recién estrenados en Madrid, con mucho futuro en los países del Este. ¡Mirá qué futuro! Nos entró una sola llamada en toda la noche y era de un tipo que se había equivocado al marcar. Le dimos una segunda oportunidad la noche siguiente, sin esperar sorpresas, en todo caso nos tomábamos otra birra y aprovechábamos los colchones para echarnos un sueñito. Fátima se aseguró de llevar una sábana limpia y yo también. Estiramos el cable de los teléfonos para hacerlos llegar hasta la altura de los catres y esperamos, compartiendo la birra, las papas fritas y nuestras cuitas. Fátima era de Cádiz, tenía veintiséis años, un chiquito de ocho y estaba juntando plata para ponerse una peluquería por Aluche; ¿y por qué te viniste a Madrid? Se encogió de hombros, entre resentida y apática: porque el padre del niño la molía a palos, “un payo más basto que bocata de esparto”. ¡Mierda! Encendió la luz y se dividió el pelo para mostrarme la cicatriz que tenía a la altura del parietal. Le dieron seis puntos: Ahora está en la cárcel, que se pudra. Su mayor sueño era tener esa peluquería, hacer las uñas, rastas, poner extensiones… ¿Y los hombres? Ah, esos… Prendió un cigarro, soplando muy lejos el humo: si quieren una chica mona que se vayan al zoo. El timbrazo del teléfono nos cortó la carcajada. Era la personaja avisando que en menos de diez minutos empezarían a entrar las llamadas. ¡A ver si es verdad!, rezongó Fátima, desplegando los 22 arcanos del Tarot sobre el colchón. Yo hice otro tanto. No entró ni dios. Ni a la media hora, ni a la hora, ni hasta las seis de la mañana, que fue cuando nos levantamos bostezando y dejamos el piso para siempre. Dos días después me llama personaja para echármelo en cara: ¿por qué no habíamos ido? ¡La prueba era de una semana, no de dos días! Amenaza: tenía nuestro nombre, nuestro DNI y hasta nuestras direcciones… ¿qué clase de seriedad le poníamos al trabajo? Me quedé helada y le colgué. A Fátima le pasó lo mismo, sólo que ella había dado una dirección falsa porque no estaba empadronada en Madrid. ¡Bienvenidas a la república independiente del esclavismo laboral, señoras! La personaja y su invisible jefe, un tal Ramón, nos robaron dos noches de nuestras vidas sin ver ni un mango. O sea, ni un duro. Y pretendían, además, que siguiéramos yendo. Aparte tuve que soportar el talante competitivo de la cubana, que se apuntó a un juego de roles donde ella era la jefa sudamericana con privilegios, y yo la subordinada paisana del Che. Tenemos que ir a dónde nos entrevistaron y refregarles a estos pelotudos que en ese lugar no entran llamadas, le dije a Fátima. Ella: ¿Quieres que lleve una navaja, o algo?, como si me estuviera preguntando si quería que llevara un vino a la fiesta. Tragué saliva, me acuerdo. No, no… basta con ir hasta el edificio de San Bernardo y meternos sin avisar. Nos metimos sin avisar. Segundo piso, largo pasillo en penumbras con las paredes tachonadas de puertas azules. Yo sabía que era la puerta H. Como el silencio, que a veces se mantiene mudo para ocultar verdades repulsivas. Lo había sospechado desde el mismo momento en que nos entrevistó la cubana, y se me quedó esa H. A ver cuál de las dos entraba primero, Fátima con su navaja (si es que la llevaba) y yo con mi brazo rabioso. Al final terminamos atravesando la puerta las dos a la vez, y empujándonos. También sin avisar. Yo: hagamos rápido que en veinte minutos me pasa a buscar una amiga; y ella: ¡venga! Fuimos directamente hacia la pecera donde estaba el supuesto jefe. En la puerta decía: Ramón Sanmiguel, gerente. ¿Gerente de qué, ese colorado? Sentí la mano de Fernanda, a la que aún no había visto, intentando detenerme, pero me le zafé y entré en el despacho junto con Fátima. Él nos miró como si fuéramos a saltarle encima. Buenos días, venimos a presentar la renuncia nomás, le dije lo más educadamente que pude; queremos que nos devuelva la fotocopia de nuestros DNI y que haga de cuenta que nunca aceptamos la prueba. Paz. Sí, claro, pero sentaos, sentaos… Empezó a revolver unos papeles donde ni por asomo se veían nuestros DNI, porque nunca los había visto. No sabía quiénes éramos, ni cómo nos llamábamos, ni de dónde veníamos, dónde habíamos trabajado, si trabajábamos para él o para el tipo de la tabaquería; no tenía idea de nada. Fernanda le explicó entre tartamudeos que éramos las dos chicas de la línea de Hortaleza, las del tarot, donde entraban llamadas y nadie atendía. Entonces el tipo se recostó en su sillón de directorio y se me quedó mirando un rato: ¿Eres argentina? Tienes un acento inconfundible, precioso. Le dije que gracias, secamente. Nos ofreció un cigarro que rechazamos, entonces llamó a la personaja para que nos trajera un café. Se disculpó por no haber estado presente el día en que ella nos entrevistó, hubiera querido hacerlo en persona, pero la empresa era nueva y había viajado para concretar asuntos en Budapest. Continuó con una larga diatriba en defensa del futuro de la empresa. Nos explicó que tenía mucha experiencia en el campo de las telecomunicaciones y también en el negocio editorial — otros tiempos, subrayó —, por lo que nos animaba a tener paciencia, ya que la publicidad es cara pero en menos de quince días la empresa iba a pegar un levantón que nos llevaría a ganar mucho dinero: tú con esa voz, insistió… y tú, Fátima, no quiero imaginar lo que eres capaz de hacer con la baraja española, ¡ésa nunca falla, el cliente lo sabe! Cuanto más se justificaba, más nerviosa me iba poniendo. Desde el primer momento en que abrió la boca me di cuenta de que nos iba a contar un bolazo, y que intentaría vendernos motos y buzones, usando un argumento que de tan trillado que de verdad me dieron ganas de saltarle encima: la ambición. Nos lo veía pintada en la cara. Chicas con ambición y muchas pero muchas ganas de trabajar y participar en la próxima feria esotérica de Atocha, donde no sólo se ganaba más dinero aún… ¡incluso se podía llegar hasta la televisión! Apareció la personaja con dos cafés de máquina para nosotras, y otro de verdad para él, en taza. Asco el café de máquina, mordió Fátima. Asco, sí. Ramón se encendió. ¿Así que le gusta mi voz? Él: ¡Por supuesto, si eres astuta eso atrae clientes desde el minuto cero! Le tiré la granada: No, no me voy a tomar el cafecito porque esa mujer miente, nunca entraron llamadas, y nos tuvieron dos noches esperando sin pagarnos ni un duro… ¿qué pretende, que nos quedemos otros quince días perdiendo el tiempo en ese piso de mierda? Lo de Fátima fue más contundente: ¡Pues vete sabiendo, majo, que hemos venido aquí para deciros que si vais a tratar así a la gente que necesita currar, que os den por culo! Silencio H. Ramón se puso tan rojo que hasta el pelo se le volvió más naranja. Porque ese retobado tenía el pelo realmente naranja. Se paró, calzándose el saco con aire bravucón —la americana, le dicen acá—, y nos sale con no sé qué historia sobre unos contratos, algo que nosotras nunca habíamos firmado, y que sí él, siendo el gerente, nos estaba tratando con respeto, no esperaba menos de nosotras. ¿A quién pensábamos que iba a creerle, a la supervisora o a nosotras? ¡A los registros de llamadas que no pueden demostrar, porque no existen!, le grité, golpeteando el escritorio con el índice. Agarró un papel cualquiera y me lo sacudió por la cara. Una lista de llamadas que podría haber pertenecido a cualquiera de los diez supuestos gabinetes que tenían en Madrid. Ésa era la prueba, según él, de que sentíamos más atracción por los catres que por el trabajo. Lo escuché con cuidado mientras nos reprendía: encima que nos habían ofrecido un piso (mugroso) para trabajar a gusto, teníamos el morro de aparecer por su despacho a quejarnos, sin haber hecho ni un solo minuto al teléfono… ¡Hala, fuera! Nos hizo un gesto con sus manos rojas, para que nos fuéramos. Pezuñas de cochinillo, me susurró Fátima al oído. De jabalí consumido, más bien, le susurré yo. Ese ¡hala, fuera!, hizo que toda mi furia contenida por años de trabajos precarios en empresas fantasmas, donde cambian de razón social cada tres meses para nunca tener que hacer fijas a sus empleadas — y poder echarlas a la calle sin indemnización—, se acumuló de repente en mi antebrazo izquierdo, y en unos segundos arrasé con todo lo que había sobre el escritorio: monitor de computadora, teclado, mouse, teléfono, papeles, carpetas, calendario, rotuladores, y por supuesto los dos vasitos de plástico con el café aguado y también la taza, todo se cayó al suelo. Antes de rajar alcancé a oír el chillido de la cubana y el gruñido furioso de Ramón Sanmiguel. Ruido en el chiquero. Fue liberador, hacía mucho tiempo que no me mandaba una cagada tan perfecta. Hasta Fátima tiraba de mí para que rajáramos. Rajamos, claro. Primero buscamos el ascensor que no venía, luego nos tiramos escaleras abajo a los saltos, asustadas y a la vez muertas de risa, jugadas hasta la última carta, y con muchísima suerte, porque el de seguridad nunca apareció y ellos no salieron a perseguirnos. Podrían haber llamado a la policía, alguna cosa. No lo hicieron. ¿Qué iban a hacer, si la empresa no existía? El monitor sí: vi cómo se rompía en pedazos contra el suelo. Los teléfonos suelen ser inmunes, y todo lo demás ya lo estarían recogiendo. Una vez afuera corrimos varias calles bajo la lluvia, hasta que Fátima me frenó. Estaba sin aliento: ¿Nos tomamos una copa? Le dije que mejor en otra ocasión, porque se había hecho tarde y una amiga me estaba esperando para ir al cine, así que me dejó su teléfono escrito en el 7 de bastos. ¡Niña, estás hecha un cisco! ¿Te ha pasado algo? No me di cuenta del raspón hasta que entré en el coche de Maribel y el aire acondicionado me heló el brazo exterminador. Nada, nada, me caí en el Metro, le mentí, sin darle mucha importancia. ¿Pero estás bien? Maribel, la espiritualita que me enseñó a cocinar verduras al wok y la primera que se lanzó a bailar una danza hopi alrededor de la mesa de Yolanda. ¡Joder, qué atasco!, se quejó. Que haya atasco en la Gran Vía un día lluvioso, y en general todos los días es algo que puede poner de los nervios hasta a un monje tibetano, pero su dilema no era ése, sino cómo iba a arreglárselas para hacer una mudanza ella sola, ahora que el osteópata le había descubierto la hernia de disco. Llevó su drama hasta el borde de la ventanilla con los ojos arrasados en lágrimas: ¿quién le mandaba comprarse un piso tan grande teniendo la espalda rota? (¿quién me habría mandado a mí subir a ese coche justo después de haber aniquilado un escritorio?). Te echo una mano, arriesgué. Ella fue rotunda: No, no. Todo era suyo, y no pensaba compartirlo, ni siquiera su dolor. No estoy tan segura de haber hecho bien en invertir tanta pasta en ese piso, sabes, viendo los problemas que van a darme las reformas... Se atusó el pelo platino, arqueando las cejas, revolviéndose frente al volante, y aunque su rabia —o mejor dicho, su impotencia— parecieran devorar cada partícula dentro del vehículo, incluidos los volúmenes, me pareció que su cuerpo chiquitito se había vuelto repentinamente enorme. Y que además le molestaba el mío, de por si más grande. Tuve un brote de inspiración incendiaria: Dale, Maribel, miralo por el lado bueno… ya tenés tu segunda vivienda, pensá en la cantidad de gente que no… ¡uy!, que no… Se puso histérica: ¿Pero tú qué te crees, que yo ando por el mundo salvando a la humanidad?  ¡Ya sé que hay gente que no tiene piso, que los niños se mueren en África y en Sudamérica, pero yo me lo vengo currando desde chavala sin hacer mal a nadie, y eso no es culpa mía! ¡Si soy una curranta con un niño de once años! ¿Tan malo es que me haya comprado otro piso? ¿Qué quiera invertir mi dinero y progresar? Y seguía: ¡Ahora va a ser que soy yo la culpable de todos los males del planeta, de los pobres que llegan a España, las pateras, las epidemias, las guerras del tercer mundo, las enfermedades venéreas! No serás tú una de ésas que va por ahí quejándote de ser una inmigrante, porque tú no eres inmigrante… ¡eres argentina!, los argentinos no son inmigrantes, vosotros descendéis todos de nosotros, ¡allí no tenéis indios! ¿Y por qué crees que me compré ese piso, si no es para aliviar el problema de la vivienda para gente como tú? Me incrustó una mirada rencorosa. Maribel nunca aprenderá a lidiar con lo imprevisible. Cada centímetro de vida, para ella, tiene que ir bien hilvanado, paño con paño. Para la gente como ella, el futuro es la única tragedia que nunca sucederá. Bajé la ventanilla para no ahogarme. Cierra eso, que entra agua, me dice en tono mandón. Abrí la puerta cuando el coche iba marchando a paso de hombre por delante de la boca de metro, estación Callao, lista para bajarme. Ella frenó bruscamente e intentó impedirlo, pero no pudo. Oí una queja, algún grito, un infructuoso quédate. Nada funcionó. Me di vuelta justo para verla hacer el ademán de alcanzarme el paraguas, un elegante artefacto de empuñadura de caña — ¡su paraguas de Bruselas! — que le rechacé antes de dar el portazo. Un buen portazo. Uno de esos que hacen que la gente deje de hablarse (a veces, para siempre). Un portazo que ella aún debe estar tratando de descifrar. Entonces se le abrió el paraguas dentro del coche cerrado y se le estampó contra la ventanilla. El pequeño accidente le hizo perder el control, golpeando el Audi que iba delante. Ruido de parachoques, faros que se rompen, nada de importancia. ¡Mierda mierda mierda! Salí corriendo y me metí por la boca del metro, al raje. Adiós película. Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera. Adiós Kim Ki-duk. Mis planes estaban saliendo para el ojete, tampoco sabía muy bien a dónde iba... ¿A dónde iba? El tipo de la taquilla arrastró un boleto a través del mármol, clavándome una de esas miradas de sos o te hacés, se me desesperó la mano izquierda dentro del bolso para encontrar el monedero, y al final terminé volcando todo arriba de la taquilla: cigarrillos rotos, papel de caramelo, un rimmel seco, un pañuelo sucio, varios mecheros, boletos usados… un euro. Atrás empezaron a cabrearse. Normal, porque estaba dando un espectáculo desastroso, la atracción insufrible del metro. Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez el tornado. Mientras esperaba en el andén tuve la fantasía de viajar a México por un abrazo de madre, y volver. Todo en tres segundos, como si México estuviera en la siguiente estación. Pero no. “Tú no eres inmigrante, eres argentina, vosotros descendéis de nosotros”. Mirá vos. Por suerte pude desahogarme a gusto sentada en un banco de andén, tapándome la cara con las manos, igual acá nadie mira, y si miran no se animan a acercarse, a menos que alguien se haya tirado en las vías. Anestesia. ¿Qué hago yo acá, en un lugar donde gente como Maribel compra pisos para gente como yo? Tal vez tendría que haber aceptado esa copa con Fátima, la quinqui mestiza entre gitano y paya, entre payo y gitana, tan bastarda como yo en la zona invisible de los trabajos marginales para gente “no cualificada”, no calificada —ser mujer, ya de por sí, no califica, o califica menos—, de menor calidad, o sea “de quita y pon”, como dicen acá, números como las cabinas numeradas donde atendemos los teléfonos, piezas de reposición y deshecho. Maribel no es más que otro peón en el juego, con los tristes privilegios que da la alienación capitalista del paraíso animal: otro piso en su haber, y algún viaje guiado a tierras ancestrales y exóticas. O sea, a tierras de la vida real. Si hay algo que aprendí en la casa del padre natural, es que una amistad puede durar el tiempo en que dura un viaje, y si hay algo que tuve claro desde el principio, es que pase lo que pase jamás regresaré al país donde me mataron a mi hermano. Si yo, en ese mismo momento, me hubiera encontrado parada en medio del riel donde se cruzan dos trenes que nunca llegan a tocarse, me hubiera bebido todo el viento caliente de las dos tierras que tiemblan, pero no me hubieran derribado. Yo no vine acá para que me derriben, y la única que podía entender esto era Fabiola. Me subí al tren hasta Sol e hice transbordo para bajarme en Antón Martín, a unas cuadras de su casa. Pero no estaba. Le dejé una nota: “Llamame en cuanto puedas. Luján”. Me llamó a la noche. Cuando le conté el incidente con Ramón, Maribel y todos mis desvaríos, se quedó muda al otro del teléfono. Me sentí un incordio, la verdad, alguien que te tira todos sus problemas de golpe sin preguntarte cómo estás. Pero no, el problema no era ése. Me hizo repetir el nombre y apellido del tipo varias veces, además de sus características físicas, me preguntó la dirección, etc, y en la medida en que yo iba hablando aumentaban los ruidos de tazas y objetos al otro lado del teléfono. Su voz se tornó seca. Se escuchaba el molesto movimiento del cable y me pareció que hasta podía ver sus nervios materializados en forma de hidra, envolviendo el tubo: ¡Yo a ése le conozco! Me lo resumió todo en tres minutos. El editor. O más bien, un falso editor. El de la Burroughs que yo había visto en su casa. El de las ciento cincuentas mil pesetas que ella le pidió a Jonás. El que provocó la muerte de Bruno. Como diez años sin saber nada de él, quién sabe por dónde andaría. Escondiéndose, el muy cabrón. Tan bajo había caído, que ahora se dedicaba a comprar franquicias para explotar gente en los teléfonos… ¡Has hecho justicia tía, has hecho justicia!, me decía; ¿y no has podido arrojarle el teléfono para que se llevara una buena hostia? En realidad no hubo tiempo para hacer más destrozos, seguro vos lo hubieras hecho mejor, tomando en cuenta los detalles... ¡Yo le rapaba con la navaja de Fátima, porque asesina, eso sí que no soy! ¡Y a la cubana ésa le agarraba de los pelos! ¿Tiene pelo? Largo y rizado, temblé. Oí el ruido de una taza rompiéndose contra el suelo. ¿Sabes lo que te digo? Que mañana vamos las dos y le destrozamos el chiringuito a ese capullo; o no: las tres, mejor le dices a Fátima. Ni qué hablar, Fátima iba a estar encantada de poder usar su navaja en el rapado. ¿Otro día, tal vez? Ya era mucho con los dos energúmenos y el paraguas, el parachoques, los faros... Incluso me faltaba coraje para llamar a Maribel y preguntarle si estaba bien (no querría verme nunca más, seguramente, y fue tal cual: cuando la llamé me dijo que no quería verme nunca más) Fabi intentó calmarse: De acuerdo, de acuerdo, comprendo, mejor vamos pasado mañana. Las dos habíamos sido estafadas por un sátrapa, con el beneplácito de un sistema legal igual de tramposo. Pasó un tiempo antes de que me enterara en qué consistía la famosa expansión a los países del Este: desviaban las llamadas a esos países para no tener que declarar impuestos en España, y además la gente contratada allí no gozaba de los privilegios que teníamos en Madrid. Era el boom de los call-center: cualquier sinvergüenza podía contratar los servicios de línea que brindaba la mayor empresa de telecomunicaciones de España, mediante una maniobra en la que el número de tarificación adicional era ofrecido sin costo alguno a la franquicia, bajo la condición de pagar impuestos únicamente en España. Economía sumergida, señores, con la que se llenaban de dinero a costa de la explotación de planteles mayormente constituidos por mujeres solas divorciadas y ahogadas por la hipoteca, inmigrantes, gays o transexuales con dificultad para integrarse al mercado laboral. Si bien al ingresar te prometían el oro y el moro, tenían un sistema esclavista: media hora de descanso en seis horas de trabajo ininterrumpido, grabación de las conversaciones telefónicas —lo cual es ilegal, ya que los clientes no sabían que estaban siendo grabados­—, acoso laboral por razones de género, maltrato de las supervisoras, coacción para mentir por teléfono, coacción para trabajar los días festivos como Navidad y Año Nuevo —que es cuando la gente más quiere conocer su futuro y más se forran ellos—, y otro montón de detallitos inalcanzables aún para la unión sindical de los proletarios, donde si intentabas denunciarlos, una abogada te decía con tristeza que eran perfectamente legales. Ramón Sanmiguel, editor. Ramón Sanmiguel, propietario de una línea que ofrecía “servicios de tele marketing”. El sexo como producto. La mentira como producto. Personas como productos. ¿Dónde habrá estado Ramón Sanmiguel durante todo este tiempo? ¿En Cuba? ¿República Dominicana? ¿Hungría, Rumanía? ¿Zambia? O en Argentina, por qué no. Busqué el 7 de bastos, que es la carta de dar batalla. Marqué el número de Fátima y nos encontramos las tres en la calle de San Bernardo, al frente del portal. Nos metimos sin avisar. Segundo piso, largo pasillo en penumbras con las paredes tachonadas de puertas azules, puerta H. Por supuesto, nos metimos sin avisar. Nos encontramos con un piso vacío, una “empresa” sin personal, un despacho sin gerente. Ramón y Fernanda se habían marchado, también sin avisar. Fátima intentó quitarle hierro al asunto con pragmatismo:

  ¿Nos tomamos una cañita?

  Sí, unas cuantas, hasta reventar.

 

 

 

 

 

 

FAVIOLA 1

   A Jonás le encontraron tumbado en el suelo en una posición rara. Estaba encogido y desnudo, con el brazo izquierdo extendido y la mano crispada, el otro brazo aplastado bajo el cuerpo y la mejilla derecha contra el suelo. Todo hacía pensar que había intentado ponerse de pie para alcanzar algo o ir a alguna parte, pero que la desnutrición lo venció. El rigor mortis indicó que llevaba así por lo menos dos días. Costó mucho enderezarlo para meterlo en la caja. Los vecinos dijeron que vivía solo desde hacía un tiempo y que casi no salía. Le tenían por un muchacho solitario que volvía de hacer la compra al anochecer, y andando, con una bolsa de plástico en la mano. Últimamente no se le oía cantar, ni recordaban que diera fiestas o que recibiera visitas. De hecho, la guardia civil sólo halló una cama de dos plazas en la habitación principal, un baúl magrebí lleno de ropa sucia, más ropa diseminada por toda la alfombra, algunas sillas y una maleta vieja. También hallaron dos guitarras y un cajón fabricado con la parte de una gaveta.

  Pensando que debía tratarse del típico caso de muerte por sobredosis, lo pusieron todo patas arriba. Excepto la cama, claro. Buscaban caballo, pero no encontraron nada, ni hachís. Por mucho que buscaron, no hallaron ni tan siquiera una tableta de aspirinas, ni una sola botella, ni un mísero paquete de tabaco. Luego fueron a la cocina y al abrir la nevera vieron que sólo había una caja de leche caducada y una patata sucia echando raíces blancas. Los maderos no daban crédito: era como si Jonás nunca hubiera vivido en esa casa, como si cada día hubiera estado de paso. Se decidió que el funeral iba a ser en el Sacromonte, donde la Chova, una vieja amiga de su padre.

   La Pájara se presenta a media mañana con Mateo colgándole de la cadera, la pelambrera atada en un moño, unas chanclas viejas y ropa de andar por casa. Es la viva imagen del desastre, del quebrantamiento convertido en mala conciencia. Separada de Jonás desde hace meses, terminaron en los tribunales peleando por un régimen de visitas que nunca llegó a suceder. Se comenta que golpeó a uno de la prensa, así que ni las gitanas mayores se atreven a meterse con ella. Su lema: “Idos tós a la mierda”. Por lo visto la noche anterior hubo un tira y afloje entre viuda y madre para decidir dónde sería el funeral de Jonás, y qué destino iban a correr sus huesos. Tía Antonia quería llevárselo a Madrid, pero la Pájara resolvió por si sola que se quedaba en Granada. Y vete tú a discutir con la Pájara. No le falta razón al decir que su marido merece descansar en su tierra. Mi tía se le arrojó encima con la intención de abofetearla, pero se interpuso mi padre y la agresión no pasó de unos cuantos insultossinvergüenza, furcia— que la Pájara recibió contoneándose, gallita, sin abrir la boca porque ya había dicho todo cuanto hay que decir, y que callar también. Al final Tía Antonia terminó llorando en brazos de Sancho.

  El afilador de tijeras se baja de un taxi y entra por la verja con propia llave. Como nunca le había visto, tienen que decirme quién es. Un hombrecillo menudo, melancólico, de cutis verdoso y mejillas adheridas a una osamenta prácticamente sin dientes, más que seguro caídos a causa del jaco. Cruza el patio ante una media docena de gitanos que agachan los ojos en señal de respeto. Ya para subir los dos peldaños del portal tienen que ayudarle. “Te doy mi pésame, Manuel”. Él no abre la boca, pero al verle aparecer por la casa se produce un pequeño alboroto seguido de un silencio caliginoso, y una vieja gitana se pone a llorar. El afilador no. Avanza entre la gente como fosilizado, sosteniendo en una mano los restos de un cigarro que ya no fuma. Se pone a la cabecera del ataúd. Le da a Jonás un beso en la frente y se está mucho rato peinándole los rizos, con la barbilla contraída por vaya a saber qué emociones inescrutables. No pierde el control en ningún momento, ni se tambalea, ni llora, sólo tiene esa barbilla contraída y el empeño de rehuirle la mirada a todo el mundo, como si se avergonzara de sus propios ojos. A una señal de la Chova le traen una silla y allí se queda, arrinconado contra la pared como un herido de guerra.

  Al otro lado de la verja se amontonan algunos fans. Pululan por todos lados, fracasando en el intento de burlar la valla policial. Hay una pequeña revuelta en la entrada con el consiguiente empujón a la verja. Es Goyo. No va solo, si no con un tipo de atuendo musulmán y kufi de punto en la cabeza. Yo conozco a ese tipo. Al verme se queda pasmado, pero sonríe y viene hacia mí. Me abraza con fuerza. Nos separamos riendo a pesar de las circunstancias, nos miramos y volvemos a abrazarnos.

— ¡Yâzid! ¡Qué haces aquí! ¡Viniste!

— Lo siento tanto, niña, lo siento tanto… Yo…

 Prefiero cortar en seco los lamentos.

— Lo supiste por la prensa, ¿no?

— Paso de la prensa, lo escuché decir en la tienda y casi que me voy de espaldas. ¿Sigues viviendo en Madrid?

— Sí —. Le quito el kufi y él se pasa la mano por la cabeza semi rapada, sonriendo entre avergonzado y orgulloso. Se ha dejado crecer la barba y tiene un aspecto hierático que le hace parecer mayor de lo que es. Al mirarme noto que tiene los ojos húmedos. Se aturulla un poco al explicarme que está de paso por Granada ayudando a construir una mezquita, que si no la desgracia le hubiera pillado lejos, porque ahora vive en Marruecos.

 — Yo hubiera querido volver a verte en una situación feliz, Fabiola, pero así es la voluntad de Alláh.

  — Vaya. Bueno, veo que te has vuelto un converso con todas las letras

  — Sí, ahora soy el muecín de mi mezquita, en Fez... me honra haber sido convocado para llamar a la oración.

   — ¿Vives en casa de Bashira, tu tía? ¿Estás con ellos? ¿Con tu madre?

   — Y con mi esposa

   — ¡Eh! ¿Te casaste?

    Se ríe.

  — Sí, ella se llama Falak.

  — Oh. Falak.

  — Falak, mi estrella.

  Se acerca Goyo.

  — Venga, Yâzid… ¿ya le viste? Fabiola, ¿le acompañas a verle?

    Entramos. Llevo entrando y saliendo desde el amanecer, y aún así me resulta imposible no quedar sobrecogida por los llantos, gemidos y hayes que nada más asomar la nariz me caen encima igual que un objeto sólido, junto con el calor del cuarto sin mucha ventilación y las coronas llenas de flores olorosas que ya empiezan a pudrirse por efecto del calor. Ni hablar de Yâzid, que al ser musulmán no está acostumbrado a los funerales escandalosos. Vemos pasar por delante de nosotros a dos gitanos con una monumental ofrenda de hibiscos rojos. Goyo y los demás miembros de la banda se amontonan al fondo, todos contra una ventana, escrutando los alrededores con los ojos abotagados, no se sabe bien si doloridos por Jonás, por tener que mezclarse con gente desconocida, por aburrimiento, mala leche o todo a la vez. No sabiendo qué hacer, tragan a duras penas los restos de un vino caliente que les van trayendo sus mujeres en vasitos de plástico, cuatro infiltradas de aspecto insolente y grácil, ansiosas por abrirse camino a corto plazo en algún plató de televisión: una mano lava a la otra. Femme-fatales a la andaluza. Caricias, abrazos. Lloriqueos. Reconozco de inmediato a Lucas, Habanero Cantos y a Fema Ramírez, el manager, célebre en el ambiente musical tanto por lo espabilado como por lo irascible. Yâzid se acerca a saludar. Al principio hacen como que no le reconocen, pero al final se adelanta Habanero, un virtuoso del bajo. No sin justicia, ocupó su lugar desde el día en que Jonás le diera puerta a él. Le estrecha la mano efusivamente, animando a los otros a hacer la misma cosa con gestos conciliadores.

   — Espérame aquí — me susurra Yâzid, y se escabulle. Detrás de mí oigo los cuchicheos de Goyo y el Fema:

   — Tú piensa mejor en cómo llegas a las navidades, ahora que ya no está… Esa cinta puede costar una pasta, macho, hay que encontrarla.

    — ¿Y cómo sabes tú que existe? ¿Quién te lo ha dicho?

    — Existe, el caso es que a saber quién la tendrá. Siempre hablaba de esa cinta y ahora vale una pasta... Hoy mismo alguien se nos estará riendo en las narices, y yo quiero saber quién. Si le encontrara…

     Yâzid se ha puesto a los pies del ataúd, y alzando las dos manos abiertas a la altura del pecho, comienza a cantar una plegaria árabe. Tiene una voz de tenor, potente y nasal que disipa el rumor de las demás y mueve al silencio, haciendo que se vuelva casi imposible no prestarle atención. Se me ponen los pelos de punta mientras lloran las gitanas como una suerte de coro estático, y emerge de su rincón el perfil del afilador. Pelos de punta y oídos como antenas, pendientes de dos acontecimientos muy distintos: la emotiva ofrenda de mi amigo, y los murmullos cohibidos junto a la fragancia dulzona de los claveles y las rosas:

   — Ocho inéditos.

   — Ocho, sí. Y la Pájara no la tiene.

   — Él pudo haberle dado esa cinta a cualquiera, yo que tú ya me iría olvidando.

   — De ninguna manera, el tío se echó a perder y eso no es culpa de nadie… no va ser que con él nos arrastre a todos.

     Yâzid se detiene, regresa a mí. Alrededor del ataúd se apiñan las gitanas. Dueñas y señoras del lamento, forman un cortejo fúnebre tipo fortaleza por la que no pasan ni Dios ni el diablo. La más llamativa, una joven enorme de gemido persistente, machacón y sin lágrimas, se apoya contra la caja amenazando con derribarla. Ésta emite un ruido seco, similar al de una chispa que surge de una hoguera y estalla en el aire, haciendo un ligero movimiento pendular que por un momento nos quita la respiración. La chica se echa a llorar histéricamente mientras es sacada de allí por dos hombres. Dos payos. “A ver cuándo acabamos con esto, que es un funeral y no un circo”, dice mi padre. Payos por un lado, gitanos por otro, y sobre todo mucho quinqui pasando por payo, aprovechan el incidente de la chica para hostigar suspicacias. Parece que todo el mundo rehusara mirarse a los ojos. Las pupilas recogen la figura de Jonás muerto y luego se evitan entre sí con una suerte de escrúpulo. El enfrentamiento está a la vista. Flota en el aire como un pájaro nocturno que se pone a cubierto entre el follaje para protegerse de amenazas imaginarias.

  — Salgamos de aquí — sugiere Yâzid empujándome hacia fuera. Él, como los otros, no sabe lo de la cinta. Nunca lo sabrá.

    Afuera ha comenzado a lloviznar.

  — Eso fue hermoso. ¿Qué cantabas?

  Inna Lillahi Wa Inna Ilayhi Raji'un, porque a Dios pertenecemos y a él volvemos.

  — ¿Esas palabra significan eso.

  — Sí.

  Nos quedamos viéndonos el uno al otro, que es cuando aparece Tristán:

  — Falta nada más que empiecen a cortarle en lonjas, monten un chiringuito y se pongan a vender las reliquias a diez pavos la unidad — refunfuña. Viene huyendo de la lluvia. Le estrecha la mano a Yâzid, cambia unas cuantas palabras con él y entra en la casa. Le aterrorizan los muertos, y aunque fueran primos, nunca conectaron, pero al final ha reunido el valor para ver a Jonás, y se lo quiere quitar de encima cuanto antes.

    Yo llevo de otra manera. He llegado de Madrid con la esperanza de que el muerto que iban a mostrarme no fuera Jonás. Aunque tenga cierta experiencia en eso de evitar toda identificación con sentimientos peligrosos —una técnica de doble filo—, ya en el avión estaba muerta de miedo. Pero adentro el impacto fue tan grande que no pude llorar, y me dio por chillarle a mi padre que ése, justamente ése, no-es-Jonás. No podía ser él esa talla de cera acostada en una caja de madera lacada y envuelta en una lujosa mortaja de puntilla bordada a mano, con ese ramillete de rosas y claveles a la altura del corazón. Ni siquiera se habían cuidado de cerrarle completamente los ojos, y sus párpados, todavía entreabiertos sobre una espesa media luna de mucosidad ambarina similar al pegamento, hacían pensar en un joven buda con dolor de tripa. El resto era como ver una enorme seta que, al ser arrancada de la tierra, comienza a envejecer ya mucho antes de que la metan en una bolsa de plástico.

     Ese mañana mi mundo, mi puto mundo, se tambaleó y quebró. Todo quedó hecho un nudo, vaciado, olvidado. Inflada de rabia me fui a encerrar en el baño y una vez allí la emprendí a patadas contra los azulejos negros, sordamente, hasta no poder más. Con todas las partes de mi cuerpo crispadas, agarrotadas, trémulas, fui resbalando hasta el suelo y me ovillé junto al lavabo. Que no me movieran de allí. Que no me tocaran. 

   Dentro de mi pesadilla de dolor vi la imagen de un chaval delgaducho y ojeroso escapándose de casa al amanecer. Los huesos de las clavículas se le incrustaban en la ropa, alitas de pollo envueltas en algodón, pequeñas alitas, frágiles alitas, bajo una lonja de carne plumífera encorsetada en una camiseta negra, un viejo bermudas en hilachas y unas playeras de goma. Parecía un pájaro canijo posado sobre un montón de escombros tras un derrumbe, o un animal volador colgando de algo. Llevaba una guitarra barata que le faltaba alguna cuerda y cambiaba una cuerda por un dibujo o por una bola pequeña de hachís, desafinando a seis un concierto privado para una media docena de chavales desencantados. Niños ebrios exiliados en los charcos que se dejaban las tormentas cuando no había otra cosa que escoger. Y si no había cuerda de guitarra, ni dibujo, ni hachís, desafinaba a cinco por el precio de una pastilla. Cualquiera. Generalmente no había mucho que decir, y cuando sí, las ideas se nos quedaban flotando entre las cometas sin otro destino que el olvido. Él se tumbaba entre nosotros en la sima de un cielo intensamente azul envuelto en el humo dulce del hachís, y les cantaba a los pájaros, a los murciélagos, a las ranas. Mejor eso que soportar la mirada helada de su madre, o perseguirse con la idea de que por muchos atajos que cojas, siempre llegas al mismo lugar.

     Diez años después se convirtió en una pequeña celebridad. Yo sabía dónde encontrarle, aletargado en una tumbona detrás de una cortina de abalorios, inmóvil como un cromo, soltando opiniones en las que no creía y callando otras en las que sí, porque las opiniones —como los discursos y sus significados— habían dejado de importarle hacía mucho, y ya no le producían ninguna emoción. Sus emociones habían sido reemplazadas por necesidades urgentes. Sus urgencias, cubiertas por químicos. Sus amigos, reemplazados por artefactos. Así que últimamente sólo se quedaba muy quieto dejando que la prensa disparara contra él, respondía que sí a todo lo que había que responder que sí y respondía que no a todo lo que había que responder que no. Cuando quieres largarte todo te importa un carajo, y él ya había meditado todas las alternativas posibles descartando todas las que consideraba imposibles. La única salida que tenía era seguir cantando, y él sabía hacerlo mejor que nadie. Entonces se apoderaba de la atmósfera feroz de los conciertos, le daba vueltas a su antojo, la asimilaba, se nutría de ella, se la bebía con aparente indiferencia, la masticaba en silencio, la restauraba sigilosamente, y la transformaba en un sonido que dividía la sala, el club, lo que fuera, en dos mitades: el que era antes de que empezara a cantar, y el que sería después.

    No, esa talla de cera no puede ser Jonás. Y si lo es…

   Tampoco necesito que Yâzid me responda, diga nada o que me lo explique, ni me contradiga o consienta mi rabia. Su abrazo me reconforta, y aprecio el detalle del silencio.

  Como ha dejado de lloviznar, las gitanas que están en el porche se van a fumar en medio del patio, oteando con celo a la multitud que sigue montando guardia al otro lado del vallado. Gente joven de aspecto sudoroso, con ojeras, hambrienta, que con el paso de las horas, el mal tiempo y el polvo del monte ha ido perdiendo hasta el color de la ropa. "¡Dejadnos pasar, que queremos verle!", se atreve una chica desde la verja. "¡Venimos de Mérida!", se arriesga alguien más. Las gitanas les vuelven la espalda atemorizadas, sólo que al no haber mucho sitio donde esconderse tienen que conformarse con quedar expuestas.

    Le cojo la mano a Yâzid, marchando con paso firme hacia la verja:

   — Mejor salgamos de aquí.

     Salimos, seguidos por un puñado de fans. También por dos o tres de la prensa. Soy la tía que ven ir y venir desde la mañana abriendo y cerrando verjas, y eso me da cierto prestigio. Tengo los ojos gris-malva, como Jonás. ¿Seré su hermana?  Se me pone por delante un fotógrafo de aspecto juvenil, con el pelo recogido en forma de ramillete de lechuga en lo alto de la nuca. Cuarenta años, mínimo, y gran agitación, como de buitre. Alguien que come, bebe y se paga las facturas a costa de una cara desencajada, un testimonio rastrero, una muerte en la cocina de un barco. Cuando oigo el disparo del flash, ya es tarde. Quiere saber qué ha pasado realmente con Jonás. Busca la primicia hallada bajo presión, para que luego nada pueda ser probado y que al final se convierta en cotilleo.

    ¿Verdad que estaba separado de su mujer y que ella ya no le dejaba ver a su hijo?

    ¿Qué hacía en ese chalet, solo, y por qué nadie sabía nada de él desde hacía meses?

    ¿Verdad que tenía líos de dinero importantes?

    ¿Verdad que había muerto de hambre? Pero: ¿cómo puede morirse de hambre alguien como él?    

     Yâzid lo agarra por el brazo y lo va arrastrando hacia el costado del camino sin que el tipo oponga mucha resistencia. No ha conseguido arrancarme ni una sola palabra. Después de eso ya no se atreve a perseguirnos.   

    Continuamos bajando por la pendiente un poco a la rastra, buscando una fisura por donde internarnos en el monte, hacia el campo, hacia las matas y las piedras. Lejos de la prensa, los recelos, las ofrendas florales, las horas, y sobre todo, lejos de ese cuerpo en una caja de lujo que dicen que es el de Jonás. Nos desplomamos en la hierba todavía húmeda por la lluvia en la dehesa. Vistas desde allí, las torres de la Alhambra adquieren un aspecto incorpóreo, casi fantasmal, aplastadas bajo el peso aparente de un formidable cumulonimbo.    

    Yâzid saca un canuto, se vuelve hacia mí:

    — A que no sabes de dónde lo saqué.

     Me cuenta que llegó al chalet de Jonás guiado por los informes de prensa después de que se lo dijeran en la tienda. Una vez allí notó que los guardias civiles habían cercado la casa con metros de cinta, olvidando cerrar desde adentro la ventana balconera. Un descuido del que se aprovechó, bien entrada la noche, para encaramarse a la trepadora que da al mirador. Allí mismo encontró una vieja tumbona llenándose de telarañas y unas cuantas macetas ganadas por los cardos. Por la ventana entreabierta se escurría el faldón de una cortina rota, agitada por una brisa que anunciaba chubasco. Verdad que no tenía muy claras las razones de semejante intrusión, aunque reconoció haber obrado por impulso, que era como él solía obrar. Quizá fuera por el deseo de ver de cerca la forma en que vivía Jonás, o de tomar alguna cosa que no hubiera podido conseguir de ninguna otra manera. 

     Eso cree, sí, que ha ido por eso. Se figuró que cada tarde Jonás salía a beberse una caña tendido en el trasto, posiblemente la horizontal donde germinaran sus composiciones.

    Siempre quise saber…

    Empujó la puerta ventanal y entró. Recorrió los ambientes toqueteando los discos. Titubeando ante la ropa desparramada por los suelos. Se quedó con algún disco, metió las narices en el baño, en la nevera, dentro de los armarios… Pensó que el sitio conservaba todavía un cierto aroma a Jonás, ese ligero olor a césped y a chicle mezclado con tabaco y con alguna otra sustancia indefinida que sólo podía ser de él. 

  Siempre quise saber por qué se le daba tan bien, a ese pájaro, encontrar las cosas que buscábamos los demás…

    Entonces se acordó de la cama y regresó a la habitación. Levantó el cobertor, la volteó. No se equivocó al suponer que no hallaría cama, sino catre. Alguien como Jonás, que ya estaba en condiciones de comprarse una cama de madera asiática, prefería hacerse con un catre chirriante de los que te dan en la mili. O en la trena, vaya. No podía esperarse otra cosa de ese pájaro. No había ningún mal en él, pero estaba lleno de cosas oscuras. Alma de quinquillero, es inútil. Dormir en la litera agarrado a su mercancía, y esto aunque hubiera vivido en un palacio con  cuatro entradas secretas, todas selladas con un tapón de goma: las cuatro patas del catre. Que era ahí donde él guardaba sus tesoros. El mejor hachís que había probado en su vida.      

    Yâzid asumió la noble misión de salvar el honor de Jonás haciendo desaparecer toda la evidencia, con una segunda y, digamos, litúrgica intención: la de darle el último adiós a su amigo poniéndose hasta las trancas en su nombre, tumbado en el mirador que daba a la costa.

     Le arrebato el canuto:

 — ¡El muy cabrón pensaría que con eso no iba a morirse de hambre!

 — Cuando te drogas te olvidas de comer, Fabiola.

   Tiro bien lejos el canuto, aunque desearía fumármelo. Compartirlo con el bueno de Yâzid y agradecerle haber soportado mi verborragia sin intentar moderar mi dolor con algún subterfugio religioso o comentario presuntamente profundo o inspirador. Esas cosas me repugnan. Sólo puedo usarlas yo. Me habría repugnado hasta la arcada si en vez de contarme su asalto a la casa de Jonás, se hubiera puesto a filosofar mientras yo me exasperaba.

   — ¡Pasa de quejarte, bejarilí, y de agobiarlo al pobre conque si soy yo o no el de la caja! — protesta Jonás. Está sentado en una peña a metros de nosotros, mirando hacia el Generalife, todo encogido y desnudo, con la brisa alborotándole los rizos. Tiene pinta de haber pasado por una catástrofe.

  ¡Ay mi madre! ¡¿Y tú qué haces ahí, Jonás?!

  — Nada, esperando…

  — ¡¿Cuánto tiempo hace que estás?!

  — ¡Fabi! ¿Qué te pasa? — interviene Yâzid sin entender nada.

  — Aquí no hay tiempo, niña… ¿dos minutos? ¿Seiscientas horas? — insiste Jonás.

  — ¡Pero si estás muerto!

  — Eso parece, sí…

  De qué moriste, dime de qué moriste…

  — Lo que dijeron, chica, no hay ningún secreto, sólo me dejé ir.

  — ¡Pero por qué!

   Jonás parece que sintiera pena por mí, y no responde.

 — ¿Y a quién esperas? — le pregunto, trémula.

  — No lo sé, me dijeron que vendrían a buscarme.

  — ¡Fabiola! ¿Con quién hablas?

  — No le digas, si le dices pensará que vas puesta.

  — ¡Pero si estoy más sobria que una monja! ¡Tendría que darte una hostia por haberte largado así, dejándonos a todos hechos polvo!

  — ¡Fabiola, con quién hablas!

  — ¿Qué no le ves, Yaz?

  — ¡A quién!

  No me ve, prima, no insistas… y mejor no hables. Sólo escucha. Haz el favor de decirle a esa gente que me repugnan los hibiscos, que los quiten.

  — ¡Jonás!

  — Calla, y escucha. El vino es un asco, tira todas las botellas y compra algo decente, bien frío.

  — ¡Fabi! ¿Qué estás viendo? ¿Qué te pasa?

  — Y en cuanto a la cinta, tú ya sabes lo que tienes que hacer, no irás a dejársela a esos pringaos…

  — No, no.

  — Bien — Jonás se levanta y me mira. Nunca he visto su mirada tan hermosamente iluminada: — Lo siento, bejarilí.

    Desaparece. Para siempre.

   ¡Cabrón!

    Sinceramente, nunca me creí que las drogas fueran la causa principal de su progresivo deterioro, sino otra de sus coartadas para evitar que la verdadera causa asomara a la superficie. Mejor vivir dentro del monstruo, entonces, con los ojillos vidriosos sumidos en lágrimas de cocodrilo y unas piernas que sólo reconocían las oblicuas. Haciéndose daño para que no se le notara el daño que infringía a los demás. Dando palos de ciego en su batalla contra esa manía química que le daba ese aspecto frágil, y que no era sino otra manera de protegerse. Era capaz de inventarse cualquier cosa con tal de no admitir una verdad descorazonadora: que estaba cansado y, según él, viejo. Viejo, a los veintitrés. Quemado como un árbol que ha crecido de golpe y ya no da sombra porque el sol devoró sus hojas demasiado tiernas. La copla consumada. Ante una realidad como ésa, cuando salía al ruedo sólo le quedaban dos alternativas: cantar como si fuera la última noche, o cantar de manera convincente. Cuando dejó de interesarle cantar como si fuera la última noche, ni siquiera se planteó la posibilidad de cantar de manera convincente. Sencillamente, dejó de cantar.

   Y por lo visto, también dejó de comer.

    Hubiera querido decirle todo esto, pero no me dio tiempo, se fue muy rápido.

  — Fabiola… ¿con quién hablabas?

    No me lo creerías.

    Yo te creo, ¿hablabas con él?

    Sí, pero ya se fue. Me dijo que quiere que le quiten los hibiscos, que compre un buen vino, y que…

  — ¿Qué?

    Hago una pausa, fingiendo que lo he olvidado. Pero no he olvidado nada. Y ahí me quedo, tambaleándome en el ripio, porque no puedo quitarme la mirada sobrenatural de Jonás evaporándose en el aire.  

   Yâzid está como petrificado. Es natural, a mí me pasaría lo mismo si él acabara de ver un fantasma. Me viene a la mente una idea extraña:

  — Hay partes sanas en las personas… ¿no? — Y una pregunta todavía más rara: — ¿Qué pasará con esas partes cuando se mueren? ¿A dónde se irán?

    Yâzid me observa con tristeza, sin mover ni un músculo.

  — ¡Dime! ¿qué pasará con esas partes? ¿A dónde se irán?

    Él me rodea con sus brazos como si fuéramos a caer desde un peñasco.

 

 

 

 

 

  FABIOLA 2

     Encontré por ahí una frase que le había dedicado André Breton a Joseph Delteil, que decía: “Sí, creo en la virtud de los pájaros. Y me basta una sola pluma para hacerme morir de risa”. Llegué a ese punto cuando acepté que yo también iba a morirme algún día. De risa, seguro que no.

  Para bajar la muerte de mis amigos busqué el placer como escapatoria. En principio no encontré a nadie dispuesto a escucharme, cada cual iba a lo suyo y lo llevaban como podían. La autopsia de Jonás dio muerte por inanición. La de Bruno había sido un accidente, no hubo mucho más que agregar. ¿Qué puede hacerse? “La vida sigue”, me dijo Britt, life goes on.

  Britt era más guapa que una diabla lista para saltar sobre el primer menda que le saliera a tiro, pero se cuidaba las tetas como si fueran de mantequilla, porque se las había hecho hacía bastante en una clínica de New Jersey y tenían fecha de caducidad. Una giganta de pies y manos grandes, capaz de hacer lo que nadie, capaz de estropear lo que nadie. Ya estaba un poco rechoncha, pero conservaba el morbo de sus años juveniles, cuando presentaba shows de transformismo en ciertos tugurios de Florida. Gringa hasta la médula, vaya a saber por qué decidió escaparse de ahí. Difícil que volviera a llegarle otra oportunidad como la de The Rocky Horror Picture Show, no puedes pasarte el resto de tu vida jactándote de haber sido extra en una película de culto de la que pocos se acuerdan. En esa época todavía no se rasuraba las piernas, y se parecía más a Jack Nicholson con medias y ligueros, que a Joan Crawford en Johnny Guitar.

  Sin embargo fue la única dispuesta a doblar el codo en la mesa para escucharme, porque ni siquiera Diana me escuchó. Y además con ellas las cosas empezaban a ir mal. 

  Yo no conocía clubes de intercambio, Britt sí. Así que me llevó. Esa noche estábamos dispuestas a gastarnos medio el salario en juerga, dos pringadas pretendiendo pasar por potentadas. Cachondas. Britt iba con su gato persa plateado, un animalito sibilino que usaba como coartada para desviar la atención de la hojalatería barata que le ennegrecía las muñecas. Pedimos dos chupitos de ron, y luego otros dos más. Ya entonadas, subimos. No es que tuviera en mente fornicar con ella, sino más bien pillar a alguno dispuesto a hacerlo con las dos. Un guiri, en lo posible, alguien que apenas supiera hablar castellano y que pudiéramos olvidar inmediatamente. A Britt no le apetecía hablar y a mí no me apetecía pensar. La dupla perfecta.

  Arriba, algunos pares de ojos se volvieron hacia nosotras: dos parejas de maricones que ya se iban, y un nórdico grandulón con pinta de funcionario de embajada que estaba bebiéndose una copa solo en una de las mesas de hierro que había en el salón. Me vi reflejada en el espejo ovoide colgado en la pared de enfrente, sobre una consola de jade llena de botellines. Con mi ligero vestido de viscosa en forma acampanada, parecía una huérfana sacada de una novela de Dickens. De mí pasaron, pero de Britt no, que inmediatamente se convirtió en objeto de chismorreo, mientras oíamos el fru-fru de los abrigos de unos italianos marchando hacia la puerta.

  “¿Quién es ésa?”

  "Nadie, un maricón," dijo un maricón. Britt torció la cara, les dio la espalda con rabia y se arrellanó en un diván redondo tapizado con falsa piel de animal.

— Pienso en volver a llamarme Michael — voceó, para que además la oyeran. Porque cuando quería hacerse oír, Britt se hacía oír.

  Los maricones salieron envueltos en sus abrigos perfumados, riéndose. Cuando abrieron la puerta nos llegó desde el pasillo la voz de Tom Waits berreando un blues sobre una tarjeta del día de San Valentín que según él era como un ladrón que le puede romper el cuello a una rosa. Su queja rellenaba los agujeros abiertos por el hastío de las cien divas amaestradas que visitaban el bar, haciendo que las distancias se volvieran borrosas, las identidades más humanas, más inspirados los chupadores de alcaloides. 

  El gato abandonó su postura de esfinge. Saltó al suelo y de ahí a la mesa donde el grandulón saboreaba su coñac. Sobresaltado, el tipo lo echó de un manotazo. Un ejecutivo aburrido haciendo fechorías lejos de casa, seguramente. Guiri, fijo. Cuarenta años, quizá más. Guapo. Britt quería que la mirara, pero él ni caso: más bien dio la impresión de estar esperando en la sala de urgencias de un hospital. Igual no pasó mucho tiempo antes de que nos cayera encima: “Buenas noches”, dijo en un castellano aceptable. Agarró una silla y empezó a liarse un gigantesco canuto. Luego se pasó al diván, ingenuamente exaltado. Britt, que siempre lamentó haberse perdido un papel de dama virulenta en una cinta de John Waters, se le pegó al costado. Él le dijo algo al oído, se rieron, y ella le pasó el dorso de la mano por la cara. Luego empezó a bajarle la bragueta.

  Muy cerca de la escena, el gato bostezó como un centinela fantasmal.

  Al tío le dio por explicar que estaba ahí por su mujer, una viciosa —ella, una viciosa—; a él esos ambientes le resultaban más bien chungos. Le gustaba Britt, pero también quería estar conmigo mientras su mujer se lo hacía con un muchachito detrás de la otra puerta. La muy guarrona. 

  “Soy Helmut”. Un danés. Primero se presentó y luego empezó a sobarme una teta. Ah, pues qué bien: sigue. En la otra mano sostuvo el canuto como si fuera un dirigible. Me lo presentó delante de la boca y chupé. Básicamente, para olvidarme de mi vergüenza. Para tener el valor de meterle mano a la parte de Michael que había en Britt debajo de sus lentejuelas. El clima empezó a ponerse interesante. Justo lo que yo andaba buscando: una huida temporal hasta que pudiera bajarme de mis muertos. O hasta que ellos pudieran bajarse de mí. Hasta ese instante, lo único seguro era que bajo la falda de Britt había una erección.

  Con un gesto crispado Helmut se incorporó y fue a cerrar la puerta. Le vimos regresar sujetándose el pantalón. Esto me envalentonó. Un calor ardiente y vivo me inundó el bajo vientre, haciendo que me abriera sobre el diván como una gimnasta espontánea. "Eres una zorrita egoísta", se me rió Britt con deleite, dándome un interminable masaje en la espalda hasta la rabadilla, y desde la rabadilla hasta la base del cuello pasando por los omóplatos. Con una mano consoladora, dulcemente procaz y buscando la cremallera del vestido a través de mis vértebras. Whore. Helmut también se rio, y aunque su cuerpo se mantuviera de pie frente a mí con la polla al aire, su risita sofocada rebotó de una esquina a otra del salón como una bola invisible. Polla en forma de cimitarra de color morado oscuro. Ni muy grande ni muy pequeña, pero una digna polla. Me tomó por la nuca igual que a un perrito y me la restregó contra la cara sin permitir que me la metiera en la boca, suave como la guata. Luego volvió a ponerme por delante el canuto y yo volví a chupar (del canuto). Ellos repitieron.

  Creo haber balbuceado, sin darle mucha importancia, que eso no era hachís. Largo beso, profundo beso de Helmut. El dolor que había en mi corazón comenzó a ceder. Mi adorable Britt, que lo sabía, me envolvió las tetas con sus manos. Su respiración se cortaba de a ratos, fluctuando hacia un ronco jadeo que crecía según le iba creciendo el lío que tenía entre las ingles. Sujeté la polla de Helmut, la masturbé, la estiré, la doblegué. Conduje la mano de Britt hasta la comisura de mi vulva y me fui subiendo el vestido hacia arriba, atornillada a su entrepierna. La posición perfecta por pura inspiración. Por donde ella quisiera entrar, me di a Michael. Pero Michael no me tomó, sino que profundizó su caricia y se pegó a mi espalda con un largo, larguísimo suspiro de mujer. El inmutable Helmut sonrió recibiendo su mamada, fumando su hachís. Todos queríamos llegar al final, pero nadie quería parar. Yo la primera, lo último que se me hubiera ocurrido era parar. Estaba demasiado cachonda y quería seguir fumando y follando. El humo se deshizo en una tromba de partículas flamígeras que nos cayó encima igual que la ceniza, y que al llegar al suelo brincaron como saltamontes. Adentro afuera. Afuera.

  La guata adquiere una consistencia viscosa, aromática, y por alguna razón me invita a vivir dentro de ella y a beber de su tibieza hidrófila, vertical, en un igualmente inexplicable orgasmo continuo, sin espasmos. Entonces veo mi rostro reflejado en el espejo y comprendo que la guata es guata y la polla es polla y que llevo mucho tiempo, probablemente horas, limpiándome el maquillaje con un trozo de guata empapada en crema facial. En mi estado calculo que nunca llegaré a quitármela por completo. Podría pasarme semanas enteras intentándolo, sin éxito, y a pesar de ello esa estúpida acción, esa insignificante rutina, adquiere un sentido importante, no sé por qué. Noto que el tiempo ha empezado a estirarse —no, esto no es hachís — o que más bien se detiene, viendo que las cuatro notas de esas cuatro palabras se columpian en el aire y son engullidas por el espejo dentro del cual Britt — y no yo — se está engullendo a Helmut, demasiado preocupada en buscarse la vida sobre el bulto que cae sobre el diván como un peso muerto. Sobre el imponderable Helmut, que se deja hacer, muy caliente, muy ebrio. Entonces veo mi rostro reflejado en el espejo y pienso que es el de Cronos, el devorador de humanos. Le veo revolviendo calaveras en los surcos de mi cara, una cañada de vértigo, el axioma ratificador de la muerte. De mi propia muerte. Porque hasta este momento los únicos que podían morir eran los otros, nunca había tomado verdadera conciencia de que yo también moriré.

  ¡Seré estúpida! ¡Ese jodido guiri y su hachís de mierda mezclado con jaco!

  Toda pena o sensación se desvanece, y lo que empieza a detenerse no es el tiempo, sino mi mente. Soy la chica que está sentada ante el espejo quitándose el maquillaje con la crema de Britt. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí, ni me importa. “Siempre” o “jamás” son palabras de un idioma que no llega a formarse en mi cabeza, conceptos que están más allá de mi entendimiento, nociones que ahora no me pertenecen. El tiempo está ocurriendo fuera de mí. Britt y Helmut ocurren afuera de mí. Son dos cuerpos en movimiento, figuras discontinuas, roles intercambiables. Soy la tregua, la parte del juego que corresponde al comodín. Posiblemente el sexo con Helmut no me haya ocurrido a mí, e igual nunca lo sabré. Incluso el trozo de guata, la frescura olorosa de la crema y la mano circulando sobre un rostro que observa, todo eso tampoco me ocurre a mí. Nada me está ocurriendo, porque estoy vacía. Congelada como un pez, y al mismo tiempo envuelta en algodón de azúcar, tibia como un cachorro recién nacido. A salvo de cualquier emoción, y no obstante ingrávida, expandida, impasible. Mientras ellos se corren chillando, yo soy un orgasmo que nunca termina. Podría permanecer así durante horas, días, semanas, quizá años.

  Pasaron las horas, y yo seguía quitándome el maquillaje. Amaneció.

  —Me habéis arrugado el vestido— me quejé.

  — ¡Le hemos estropeado el vestido a la niña! — se carcajeó Britt.

  Un muchacho joven, vestido de segurata, se me puso a la altura del cuello y me subió el bretel, quitando al gato que deambulaba por la consola sin rozar las botellas. Su rutina de cada mañana:

— Señorita, vamos a cerrar.

  Britt se marchó ofendidísima, cogiéndose la falda de un manotazo. Quedamos el segurata y yo mirándonos el uno al otro, mientras Helmut intentaba subirse la bragueta. Una vez fuera vimos que a la gringa se le había metido el pliegue de la falda por debajo de la braga. Helmut zanjó el asunto dándole un tirón.

— Menudo pedo llevas, honey — me susurró ella.  Al otro lado de la calle, los perros merodeaban aullando. Esperaban para roer mis huesos.

  El rapto de Europa.

 

 

 

 

 

 

LUJÁN

  La primera vez que estuve presente de verdad fue en verano, mientras rodaba por una montaña de arena en el fondo de un patio, junto con otros rapaces en un barrio perdido del que ya ni me acuerdo el nombre. Era uno de esos atardeceres que se vuelven eternos en la memoria histórica de un adulto, con limoneros bajitos, gallinas y mujeres colgando la ropa; algo que una recuerda a través de los años como si hubiera sido un sueño, o un mito, la atmósfera de la era arcaica de la vida, que a pesar de percibirse en parte como bruma, y en parte como la imagen inalterable de unas nubes naranjas en forma de pelambre erizada, definen la vocación perfecta por lo espontáneo. Sí, ésa fue la primera vez que estuve presente. Sin castillo medieval a unas cuadras de casa al otro lado del mundo, sin tejados, sin un gran jardín todo ordenadito. La tarde vuelve a ser la tarde, y la nube, y la luna vuelve a ser la luna. Hoy voy a levantar el teléfono para decir en tono retador, y hasta arriba de adrenalina e inundada de endorfinas, que renuncio. Voy a decir que renuncio. Las secretarias perversas de línea no esperan reacciones como ésas, si no operadoras histéricas clamando por el jefe, que siempre está reunido, a ver por qué no les pasan más llamadas o no les mejoran las condiciones laborales, y cuando se pone peliagudo, llaman para saber por qué el cálculo de sus comisiones no coinciden con lo que figura en el recibo —esto siempre y cuando se lo hagan—, entonces la secretaria perversa responde secamente con una excusa y las manda de vuelta a laburar. La vida se reduce a las necesidades básicas del acá, y los matices de la vida desaparecen bajo la arena que una ya no se atreve a saltar, abandonar y olvidar; tapar y enterrar. Pero cuando le digo que llamo para renunciar, ella se queda helada y sólo atina a preguntarme toda resentida si estoy segura de lo que voy a hacer. Completamente: al primer aviso que pongan habrá una fila de mujeres desesperadas por ocupar la celda que estoy dejando. ¡Has debido de avisarnos antes, hoy no tengo operadoras! Jodete. Ya no necesito esto, ahora tengo un pequeño capital, ahora quiero ser mi propia jefa, tengo el conocimiento de las plantas, sé cómo destilarlas para curar… ¡No más pastillas de azúcar! Lo pienso, pero no se lo digo: Ahí se queda tu jefe “reunido” y amarrado a esa silla con la baba pegajosa del gualicho que le hice, y quién sabe cuánto solvente vayan a necesitar para despegarlo. En cuanto al chiringuito sumergido del que viven, te prometo que se les habrá hundido en quince días. Hoy quiero tirarme de vuelta por mi monte de arena y estar presente. ¡Ahhhh, cómo me gustó patear el tablero! A ver si me explico: la más deliciosa noche de agosto con luna llena y fandangos sucedió el mismo día en que decidí dejar los teléfonos. A veces sólo quedan dos opciones: perpetuarse en la ilusa seguridad del esclavo, o recuperar la libertad. Decidí recuperar la libertad. Googleo los espectáculos programados para la Virgen de la Paloma, una de las 10.000 vírgenes de España y la más importante de Madrid —que en vez de quedarse ahí levantando el dedito se va de fiesta—, y reservo una entrada para un concierto de flamenco en los jardines de Sabatini. Llamo a Fabiola, pero como es sábado y yo soy la amiga de lunes a viernes, hoy se junta con sus amigos de la calle Sagasta a presentar no sé qué libro de no sé qué escritor que conoció en la ex editorial de Ramón, la que ellos mismos saquearon cuando el tipo se rajó. Ella y su propia montaña de arena. Otra que por mí puede joderse. Llamo a Kyra, y aunque no se apunta al flamenco, me dice que sobre las once de la noche estará con Ceballos, el grabador, y unos amigos en el mirador de las Vistillas, esperando los fuegos. Nos vemos poco, e igual lo pasamos bien sin tantas palabras. Iré cuando termine el concierto porque pienso quedarme en Madrid toda la noche. Quiero ver la luna roja sobre los jardines, y el amanecer, dejarme llevar por los melismas gitanos que me perforan con su dolor desaforado y esa alegría en caló que les entra de golpe, pasando de un estado de ánimo a otro en cuestión de segundos. Ellos se toman su vinito y siguen; adoro esa desfachatez. Cualquier pueblo en el exilio puede identificarse con el dolor gitano, y yo me exilié. Hoy pegaron un grito tan alto que los oyó el mundo entero. Fabiola se lo perdió, que se joda de nuevo. El Chubái, de Jaén, lanza su primera presentación invitado por un cantaor veterano de papada cimbreante, no me acuerdo el nombre, y se pega una siguiriya que hace temblar hasta las estatuas. Mejor ahorrarse la inutilidad de explicar un sentimiento, sin embargo, sigo creyendo que las sensaciones pueden repetirse a voluntad si una se empeña en generar los escenarios: mientras tiembla el aire, por ejemplo, puedo hacer el cálculo de una perpendicular imaginaria de 400.000 kilómetros entre mi asiento y la súper luna de hoy. Y si justo cuando vas por la calle Bailén rumbo a las Vistillas para encontrarte con una amiga, te cruzás con los cantaores de recién deliberando dónde ir a cenar, es que también se confabularon las oblicuas. Reconozco al de la papada, y por supuesto al Chubái. Hay gente que saluda, otros dicen cosas que no entiendo, y de repente, sin comerla ni beberla, se arma la batahola. Voy frenando la marcha disimuladamente. Parece que un cantaor sevillano se la agarró con el pibe: ¡Mira que atreverte con una siguiriya sin mecer el cante! Ahí en la vereda, riña de gallos por cuestiones técnicas. ¡Claro!, si está cantado… el Chubái es un novato con un buen padrino y aún no forma parte del panteón de los consagrados, ¿cómo se le puede ocurrir hacer una siguiriya sin mecer el cante? Horror. Hace un gesto con la mano para decir que se va por su cuenta, y sale caminando con nervio en la misma dirección que yo. Calladito, pero ofendido, no busca roña, presiento que huye de los enfrentamientos y también de las cenas opíparas en compañía de gitanos arrogantes con veinte años en los tablaos. Todavía no me ve. Caminamos a unos cinco metros de distancia, yo haciéndome la boluda. Lindo guacho. Uno de esos tímidos sinvergüenzas de mirada intimidante. Peligroso. Tu voz me hizo yorar, le digo, aprovechándome de mi acento rioplatense que tan irresistible les resulta. Tengo que ponerle algo de romanticismo, levantarle la moral. Y la pego. Se para de golpe, sonríe. Me hace un gesto de agradecimiento con la mano en la que lleva el cigarro y sigue caminando. Yo atrás toda modosita: Perdoname si te molesté. ¿Y tú qué sabes quién soy? Sos el Chubái, se me quedan los nombres. ¿Y sabes lo que quiere decir? No. Sonríe. Piojo, explica. Ah, piojo. Sí: piojo. No es que el nombre me motive, pero si me apuran… Eso en mi país se dice con cariño. Le hace gracia: En el mío también. ¿Y tú qué vas a hacer?, me pregunta. Lo que se me canta, le digo, y la expresión le gusta. Ese hacer lo que se te canta para dejar cantar a los otros tal vez sea la única manera de vivir. ¿Le importará mi edad? Me sigue, lo sigo, nos seguimos. Vente a cenar conmigo. ¡Pero si puedo ser tu madre! Déjate de chuminá y vente a cenar conmigo, muéstrame ese idioma que hablas... Lo del flamenco es una pasión, y haciendo como que le resta importancia me dice que en realidad va para arquitecto, porque a la gente de su pueblo le hacen falta casas decentes. Es educado y sereno, todavía no me puedo creer que ese pendejo que por poco me hace llorar desde un escenario esté caminando conmigo por Madrid. Hay días, y sobre todo noches, en las que una pasa sin lupa por el ojo de una aguja. Yo paso. Me ayuda mi acento, mi castellano alunfardado. Cambiamos cena por encuentro con Kyra y sus amigos en las Vistillas. Increíblemente, se prende. Los amigos de la rusa son justo el tipo de gente a la que nunca le contaría la forma en que me gané la vida hasta hoy: todos tienen puestos fijos en empresas normales, todos son europeos, todos están hipotecados. A pesar de su relación de añares con Tristán, su amistad con Ceballos persiste: el viejo sigue siendo su pasaporte financiero. O capaz que todavía mantienen una relación “esporádica pero constante” y yo no lo sé, porque ella es muy reservada y casi nunca cuenta nada. Además no me incumbe. Ya no es el bellezón que me contó Fabiola, si no una cuarentona de pelo rubio un poco desteñido, muy flaca, muy apacible, muy trabajadora. Lo de bailarina de discoteca pasó a la historia hace años, ahora se acuarteló en la hostelería, que es lo que le da de comer y paga su hipoteca, pero sigue conservando ese aire de femme-fatale que hace que los tipos no sepan muy bien cómo encararla: si lanzarse o dejarla en paz. Optan por dejarla en paz mientras ella se les ríe a la bartola con los ojitos rasgados de ese celeste tan ruso, y todos se paran como un rayo cada vez que dice “ah”. Le presento a Chubái. Ah. Nos sentamos, pedimos unas cañas con gambas y nos ponemos a hablar de trabajo; o mejor dicho, de nuestro futuro trabajo: las hierbas. El gitano se interesa, o hace como que se interesa: ¿Vais a montar una tienda? Kyra le sonríe, me sonríe a mí. Con la mirada nomás nos saca la ficha, mira a otra parte. Le explico a Chubái que tenemos un proyecto de micro emprendimiento. Kyra se me arrima al oído: sabe dónde encontrar beleño en la Pedriza, y además le pasaron una receta medieval infalible, para relajarse. Revisionismo botánico. Saca su libreta, me la muestra y va repasando con el dedo renglón por renglón: lleva treinta gramos de beleño y treinta de semilla de amapola blanca, machacas todo y lo pones en un litro de agua de manantial, lo cocinas hasta que se consuma la tercera parte, lo cuelas y le agregas azúcar negra, luego vuelves a cocinar hasta que el azúcar se haga jalea, le agregas siete gramos de semilla de nuez moscada… Ceballos se levanta: ¡Ey, que ya empiezan los fuegos! Primer petardazo, pero Kyra no se corta: Lleva madera de Agar, dice, la contra es el precio —carísimo—, así que buscaremos un sucedáneo; la segunda parte, que es afrodisíaca, me la explica en luna nueva. ¡Pero si yo tengo un montón de copal que me trajo mi vieja de Michoacán! No hace falta ninguna receta antigua o árbol raro, tengo copal. ¿Por qué, el copal es afrodisíaco? Kyra le pega un relojeo al Chubái, me da con la cadera: ¿Dónde encontraste a ésa criatura? En la calle. Ah, con él no necesitas luna nueva. Segundo petardazo, cascadas de colores en el cielo. A mí los fuegos me encantan, pero a él no le interesan, se clava un porrón de cerveza de un solo trago y lo deja en la mesa con los ojos inflamados, luego se me pone al oído y me tira el dato, por si llegara a interesarme, de que se hospeda en el hotel Plaza de Castilla. No es que tenga dinero, eh, me aclara; que no me vaya a creer eso… en realidad paga la compañía. Se me erizan los pelos del brazo, estoy volviendo a rodar por la montaña de arena. Me despido de Kyra, de Ceballos y de los otros mientras siguen estallando los fuegos artificiales. Nadie entiende nada, excepto ella. Vamos ya, si total después no volveré a verlo nunca más y su recuerdo va a ser siempre en este tiempo, en el único tiempo que no duele, que es el único que existe. Me tiré años buscando Ítaca detrás de una pista falsa, que va y viene y ni te va ni va a volver, que es como los gigantes que el Quijote veía en los molinos, un recuerdo fuera de foco, un motor cortando en dos las geografías, con algún otro nombre distinto al de la pampa, aunque todas la geografías me la reflejen. La noche se pone mientras caminamos. Y ahora sólo puedo pensar en la voz salvaje de Chubái rompiendo el cielo. Me sentaré ahí, me acostaré con mi rapaz a regar las horas y luego sepultarlas con ternura en lo hondo. Entrará la mañana, la veremos abrazarnos con calor, y sin que importen latitudes, el sol va salir por detrás de la ciudad cuando él descorra la cortina. Pero no fue así, porque cuando salió el sol quien descorrió la cortina fui yo, y al volver a la cama él estaba mirando una foto en su billetera. Me la mostró con la mayor inocencia: Mira, ésta es mi hijita, ¿a que es preciosa? Y ésta, mi mujer… luego están los dos pequeños, espera que te los muestro. No sé en qué estaría pensando cuando se me puso en la cabeza ese rapaz, no sé cómo pude suponer que no iba a molestarme dar de cabeza contra el suelo. Así es como se deja de estar presente. Así es como se forma el tiempo y los futuros para el desguazadero.

(Igual te quiero, rapaz)

 

 

 

 

FABIOLA 1

 

 

 

  Desde la noche en que me quedé varias horas delante de un espejo sacándome el maquillaje con la crema de Britt, los diez años restantes se me pasaron como una centella. Y la verdad no quise volver a mirar, intentando con todas mis fuerzas seguir adelante sin pensar en mis muertos. Me valía de mis dos ojos salvajes, mi cabeza afeitada y mi desidia intencional para hacer creer que iba a mi aire, que no estaba domesticada, que nunca pasaría por el aro. Pero pasé. Como casi todo el mundo, pasé. Yo creía estar muy cómoda en mi trabajo, y aunque continué escribiendo e incluso me publicaron en algunas antologías y revistas literarias, no pensaba resucitar aquella vieja novela. Con veintiocho años me presenté a oposiciones y conseguí una plaza como profesora de Lengua y Literatura en un instituto. La estabilidad del funcionariado me animó a dejar el piso del alquiler donde rentaba habitaciones y comprar un ático en un antiguo edificio de cinco plantas, con un ascensor recién estrenado. El precio era una ganga porque sólo tenía ventanas en el techo, desde donde podían verse los viejos tejados del Madrid de los Austrias, mierda de paloma y el cielo. Pero lo reformé y quedó interesante, a pesar de la mierda y las palomas. Y por supuesto me llevé a Sombra, el gato que se me había pegado en el río Manzanares cuando fuimos con Luján y que desde ese momento iba conmigo a todas partes. Amigo fiel.

  Yo solía imaginar una carretera con las rayas blancas recién pintadas en dirección a un futuro que se parecía cada vez más a todo lo que siempre había despreciado. Día tras día iba viendo semblantes que daban ganas de cruzar de acera: parecían esculpidos en piedra. La sexualidad era litigante, a veces resultaba imposible mantener una charla relajada sin perder la resistencia. Diana y yo íbamos y veníamos fuera de la otra, y con otras y otros, sin cruzarnos jamás en los andenes. Pero siempre volvíamos. Y no volvíamos bien.

  Mi vieja afición a la escritura fue quedando olvidada.

  Una vez me quedé dormida en un tren y me pasé cuatro estaciones por bailar con ella en un sueño. Ocurrió por un italiano con el que se andaba acostando. Nosotras teníamos un pacto, y el pacto no incluía hombres. En el sueño cantaba Perales: “Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti”, mientras bailábamos desnudas un pas de deux ridículo en un programa de televisión de tirada nacional, agarradas de las manos y pisoteándonos los pies, porque ni en sueños sabíamos bailar. A ella le brincaba la tripa y a mí el culo, en sentido hermosamente inverso a la derrota en la vida real.

  Al despertar me bajé del tren a empujones.

  Meses después se vino a vivir conmigo. No tenía a dónde ir. Compartíamos el espacio con Sombra. Entre las dos intentamos construir una vida estable. Burguesa, es decir. Sabiéndolo, que es lo peor. 

  Ella no. Cuando por fin le aprobaron la tesis sobre la re-colonización migrante, se negó a ir a buscar el diploma. Dijo que jamás iba a dar clases en una escuela ni universidad, así que las daba en casa a chavales inmigrantes, y se convirtió en un clásico de estación de metro con Malaquías. O se llevaba a los pibes a la plaza del Conde de Barajas, donde ellos terminaban dándole una clase de sociología a ella, cuando le confesaban el terror que le daban los desahucios. A veces terminaban bailando una cumbia o un ballenato, para amedrentar esa sensación de haber perdido los orígenes que veían en sus padres, orígenes que ellos no conocían porque habían nacido en tierra extranjera. Por su color de piel, andar y forma de vestir se los hacía de lado con una sonrisita indulgente (y a veces no tan indulgente, sino excluyente y el silencio) aunque tuvieran papeles. Debe haber sido en esa época cuando comenzó a romperse todo entre nosotras. 

  Mirábamos el horizonte asomadas por la claraboya. Ella rompió una nuez, cogió una berenjena, le hizo una incisión y metió el fruto en la herida abierta del vegetal. Mientras se la comía, me dijo tan tranquila:

— Tienes que sacar ese libro de ahí dentro. ¡No vas a seguir quedándote con lo de Ramón toda la vida! Habrá editores fiables, digo yo… —, porque después de Ramón Sanmiguel yo guardé la copia original en un mueble que sólo abría de vez en cuando para revisar documentos. Siempre que lo hacía le echaba el ojo a la tapa de acetato negro encuadernado en una imprenta, y volvía a cerrarlo.

— Sí.

— Entonces te haces unas cuantas copias y te vas a la feria a venderlo, así le sirve a alguien y dejas de esconder tu ombligo en el cajón.

  Me estaba agrediendo (o yo sentí que me agredía)

— Diana, dime qué pasa.

— Nada, que el libro vale y tú te comportas como si lo que te pasó con el viejo fuera el fin del mundo. ¡El fin del mundo empieza donde viven mis chavales! ¡El fin del mundo es también una niña que vomita a propósito todo el dulce que se comió, y que encima esconde sobras de comida por todas partes y nadie se da por enterado! ¿Cómo puedes ser tan egoísta con lo que escribes y prefieres dar clases en un bachillerato donde siguen un protocolo de mierda poda-cerebros?

— Porque tengo una hipoteca y el libro no va a pagarla. Y tú tampoco — machaqué.

  Ahora ya nos estábamos agrediendo la una a la otra.

— ¡Por supuesto! Antes que darle dinero a un banco prefiero cortarme los dedos y okupar.

— Igual no tienes un duro.

— Sabes que no soy como tú, Fabiola.

Eso dolió.

— Lo sé y ni falta que hace. Di al menos por qué utilizas mi libro para recordarme que ya no podemos comunicarnos (sólo me faltó decirle “ni follar”, pero me contuve a tiempo)

  Diana también contuvo lo que podría haber dicho. Convivíamos por necesidad. Ella no tenía a dónde ir, y a mí no me daba el corazón para echarla. Con el paso de los años le fuimos regateando al amor y una noche me di cuenta que hasta el olor natural de su cuerpo me repelía, que su cuerpo era como el cuerpo de otra, y eso nos dejó devastadas a las dos. Sobre todo a ella.

  Al final habló:

— Tienes mucha jeta para preguntar eso, cuando lo sabes. Igual no importa, eh… lo que me importa es todo lo que vale, por eso digo que no soy como tú. Ahora vete hasta el cajón a ver si está el libro.

— ¿Eh?

— Vete a ver y terminemos con esto.

  Me levanté como un resorte y fui a ver. El libro no estaba. Regresé a los gritos, preguntando (es un decir) qué había hecho. Y ella tan tranquila:

— Como no tengo la copia digital hice muchas en papel y las envié a las editoriales. Me gasté una pasta, eso sí. Luego esperé. Debo haber escrito una carta de presentación muy convincente porque la respuesta llegó hace unos días. Quieren publicártela.

— ¡Quién!

— Un tal… ¡Ay yo qué sé, está por ahí!… ¿Por qué te pones así?

  Soltó nueces, berenjenas y cuchilla justo un momento antes de que yo me le arrojara encima, medio en broma, medio en serio —igual no le di— y empezara a perseguirla por todo el ático.

— ¡A ver quién va a lamerte el coño ahora que se va esta Santa, no te veo haciendo acrobacia!

— ¡Quién te dio permiso para pillar mi libro!

  Y ella, entre la mesa y yo, bien chula:

— ¡A mí no me da permiso nadie, maja, te hice un favor y encima te ofendes!

— ¡Qué favor! ¡Es mío, no tenías derecho! ¿Y qué tiene que ver el coño con esto? ¿Quieres un polvo de agradecimiento?

— Jolín, pareces un tío…

  Me detuve. Ciertamente, ella ya tenía asumido el final y sólo quería lo mejor para el libro. No era necesario pelear, ni que yo me sintiera culpable por algo que ya no podía sentir.

  A los días me llamaron.

  Les colgué. Pero volví a llamar para disculparme.

  Cuando nos conocimos, Jaime Alfaro rondaba los cuarenta años. Era un tipo escuálido, de fisonomía campechana, mirada vivaz, con un cráneo hiperbólico cuyos rizos indomables intentaba someter contra el cuero cabelludo con un montón de gel, sin mucho resultado. Se veía gracioso en sus gafitas de leguleyo, e imponente en su empeño por finiquitar contratos y sellar acuerdos inmediatamente. Me estrechó la mano con una fuerza que llegaba a doler. Me ofreció un café y dijo que volvía en un momento. Yo me escabullí en un libro de los expuestos en la consola de autores norteamericanos: el Kaddish de Allen Ginsberg. Esto tiene su lógica: algunas editoriales suelen arriesgar el material nuevo con los ingresos que obtienen de autores consagrados como Allen, Pavese, Pizarnik…

  Jaime se frotó las manos:

— Aquí tienes un cafelito bien caliente —. De máquina —. Verás, la publicación no me supone un riesgo económico, porque el Ministerio acaba de aprobar una subvención solicitada por la editorial para la edición de nóveles. Como creo en la novela, se me ocurre que podríamos reunirnos unas cuántas veces para ponernos de acuerdo acerca de ciertas correcciones. Se ve que te fuiste con prisa.

— Sí sí… escribo con prisa — le mentí.

  Me estrujé contra el respaldo de piel todo lo que pude, generando distancia instintivamente. Con la boca seca a causa del miedo y la mala leche. Lo único que faltaba era que me hubiera citado para pedirme que le hiciera cambios al libro. Y ahí empezó el diálogo interno de la aspirante a escritora, disociada a raíz del cortisol o alguno de esos jugos invisibles que te hacen la zancadilla cuando te sientas por primera vez en el despacho de un editor, después de haber pasado por una estafa. Él estuvo hecho una seda: 

— Me gustaría que trabajáramos para echar un poco de luz sobre el caos y que la novela se lea bien, sólo para abrirle camino al lector, lo cual no es que vaya a garantizarle el éxito, pero al menos le dará más fluidez.

  Una observación coherente.

— Entiendo —. Entonces adelanté el cuerpo: — Sólo dime por qué apuestas por ella.

  Le hizo gracia:

— ¿Por qué? ¿Tú no?

— Sólo quería saber, ya que sugieres hacerle unos retoques…

— Ni más ni menos los que se le hacen a toda primera novela escrita por alguien tan joven. Porque hoy mismo no podrías volver a escribirla así ni soñando…

  Me alivió que se diera cuenta.

— La escribí a los veinte, y el e-mail que recibiste no lo envié yo sino mi amiga, que cree en el libro igual que tú. No debería contarte esto, pero… la verdad me da igual, abandoné la idea de publicarla hace mucho. Pensaba que a nadie le interesaría leer la historia de una chavala con bulimia que esconde sus papeles en un cajón como si fueran las migas de un pastel devorado a escondidas.

  Se lo solté así todo de golpe, sin comas. Jaime sonrió de buen humor:

— Ten por seguro que sí hay un público que puede identificarse con esa chavala.

  Él no era de los que dan su palabra para resultar verosímil, si no con la intención de cumplirla.

  Los espejos cazadores vio la luz en noviembre de 2001, versión revisada y corregida, ya que Jaime y yo terminamos llevándonos bien y me ofreció las mejores recomendaciones, cuidándose muy bien de recordarme que si bien el título era un puntazo, el lanzamiento de un libro a la vida pública siempre es un salto al vacío.

  Igual acepté.

  La presentación se hizo en la Librería de mujeres por cuenta de Diana, que trabó amistad con las chicas cuando consiguió que se proyectara su documental sobre la ciudad, en la Filmoteca. Ella se escurría en ambientes interesantes clavando sus pupilas a fuerza de encanto.

  Naturalmente no invité a nadie de la familia, sólo a nuestros amigos y a mis colegas del instituto, a los cuales se sumó la gente que contactó la editorial, atrayendo también a la prensa. Poca, pero hubo. No voy a negar que nunca hubiera fantaseado con la idea de una entrevista, siempre y cuando llegado el caso no tuviera que ir. Pero en cuanto los vi me entró dolor de tripa. Y hambre. Mucha. Yo hubiera preferido saborear la adrenalina del posible encuentro convencida de que nunca iba a producirse, o esconderme en el baño a zamparme un pastel de fresa mientras me reemplazaba un clon. Siempre tuve hambre de clon. Justamente yo, tan audaz para unas cosas y tan cobarde para otras, a la vez que extraña y salvaje, un avestruz en la Biblioteca Nacional: me veía más en el sitio de las aves zancudas — o de las gallinas — que en una librería leyendo un fragmento de mi libro, midiendo la cadencia, cuidándome de no meter la pata. Un clon hubiera sido ideal para poder sacarlo en ocasiones así. Aún me pasa. Un clon que siempre esté de buen humor y sea de lo más majo, que nunca esté emponzoñado, o al contrario, se deje picar sin sentirlo, que sepa qué decir cómo y cuándo, que sea agradecido y no se le estropee nunca el maquillaje igual que a mí, que se me estropea a los diez minutos y me deja los ojos hereditarios llenos de cascaritas secas. Un clon que se infle con una máquina cuando haya que sacarlo y sacuda la cabecita de goma, sabiendo cambiar de registro según la ocasión.

  Pero no.

  Diana me tocó la espalda para anunciarme la catástrofe: “Cuidado que llega Hiroshima”. Mi madre, o sea. Emergió después de las presentaciones y cuando la gente había empezado a comprar los libros. Es hasta el día de hoy que no sé cómo se enteró. Pero ahí venía, deslizándose entre la gente, enhiesta, casi inanimada, con su pelo largo y suelto de un gris brillante, guapa aún a sus cincuenta y tantos. Todavía puedo verla. Eran los tiempos en que aún no habíamos tenido que ingresarla en el psiquiátrico, a pesar de estar dando los primeros indicios de algo peor a lo que estábamos acostumbrados. Su aura parecía electrificada, haciendo que la gente se apartara instintivamente, no se sabía bien si por admiración o intimidación, por las dos cosas a la vez, o por la onda expansiva. Se había echado encima todos los colores del prisma que encontró en el armario, lo de mejor calidad, sólo que su manera de combinarlo me preocupó. En su caso una mala combinación de estampados es señal de hecatombe, ya que siempre ha tenido buen gusto. Estilo. Y esa tarde se paseó por la librería con un chándal deportivo a rayas, un pantalón floreado con puño al tobillo y los tacones blancos de su boda. Purito en mano, sedujo sin intención a cuanta mujer rozó con su cuerpo, y a los hombres también. Sin decir ni mu se me pegó al costado justo cuando el fotógrafo nos tomaba una foto a mí y a Jaime. La conservo: yo salgo conteniendo la respiración. Ella sonríe felicísima.

  Obviamente, había leído el libro, lo llevaba en la mano, quería mi firma. La firma de la hija. Se las arregló para acaparar la atención mientras los que estaban cerca se preguntaban quién era esa mujer extasiada. Si alguien hubiera entrado en ese momento habría creído que la autora era ella. Sólo le faltó decir: “Yo lo parí”.

  Diana se me vino al humo para evitar incidentes: “Está orgullosa”, dijo, y ahí sí que me dieron ganas de echarla de casa.

  Madre me abrió el libro en la cara provocativamente:

— ¡Mi hija, la autora! — dijo, de modo que se oyera bien mientras daba un repaso a los alrededores.

  Saqué un boli y le planté una firma sin dedicatoria.

— ¿En ningún momento pensaste que esto podía hacer daño, nena?

— Es auto ficción — me defendí.

— ¡Auto ficción!

   Algunos se dieron vuelta, alertados por su voz. Un desastre, lo peor que te puede pasar en una presentación. Diana estaba equivocada: mi madre nunca fue Hiroshima. Hiroshima soy yo, ella es el Enola Gay. La agarré de la manga intentando arrastrarla detrás de una estantería. Pero no se dejó. Continuamos la riña cuchicheando, lo cual no impidió que todo el mundo se diera cuenta.

— Yo te enseñé a leer, gayinita... Yo te compraba los libros y a vos te encantaban... Yo sabía que ibas a servir para algo, lo que nunca pensé es que fueras capaz de escribir… ¡esto! ¡Una pasada de factura como un rancho!

— Venga, no sois vosotros si no personajes que se parecen a vosotros…

— ¡Soy yo! Y tu abuela… ¡Y tu padre y hermano! ¡Mejor que ni se enteren! ¡Que ni se entere tu padre porque le da un soponcio!

— Papá explotaría si supiera que no lo mencioné escapándose de la policía, él espera que escriba sobre la guerra civil, que reivindique a la República y eso.

— ¡Muero de vergüenza, mirá!

— Entonces calla y haz de cuenta que eres mi madre.

  Le echó un vistazo a Diana, que intentaba disimular ojeando un libro a pocos metros de las dos.

— ¿Todavía seguís con ésa mujer?

— Se llama Diana.

—¿Y es tu… pareja? — Me pareció que estaba afligida y creí que iba a ponerse a llorar.

— Ahora somos amigas.

— Ah. Amigas.

— Sí, como tú lo entiendas. Mira, no esperes que vaya a decir: “Ay, lo siento, no era mi intención hacerte daño con el libro” o algo así, porque este libro es el último de mis vómitos. Luego vendrán otros, pero ya no más vómitos. No fue contra vosotros, tenía que escribirlo y ya.

  Jaime se apersonó todo risueño con dos copas. Me susurró al oído que ya se habían vendido unos cuántos ejemplares.

— Él es Jaime Alfaro, mi editor.

 Después de saludarlo superficialmente, mamá se puso a elogiar las virtudes del vino.

— Mirá qué buen vinito, che, Málaga virgen, mi favorito… ¿Cómo sabían?

  Amo a mi madre, pero cuando se pone así la extirparía como a un forúnculo.

— ¿Te importó un carajo que fuéramos a leerlo, no? — dijo sonriendo a la multitud mientras se bajaba la copa —. ¿Es así como nos ves? 

— No, quería que se supiera lo que siente una chica con bulimia en una familia rara.

— Es lo que hacías mientras todos dormíamos, ¿no? Comer hasta reventar. Y lo publicás. Bueno, acá estoy para darte el abrazo fuerte que según contás nunca fue porque eran blandos. Para que me vean, para que conozcan a la bruja… ¡A la loca!

  Ahora sí tenía los ojos enrojecidos e iba a echarse a llorar.

— No.

— ¡No las pelotas, ya te dije! Es terrible leerse en la hija y que ni siquiera te haya invitado al banquete, así que te voy a dar un abrazo pedo y me voy a ir. Y ahora, levantá esa cabeza y mirame —. Se apuntó a los ojos con dos dedos —: Mirame bien para que no tengas que heredar esta mirada. Ya sé que te fallé. Supongo que querrás saber si me gustó o no, o por ahí te importa un pito, ¡qué sé yo! Y no. No me gustó, no te voy a mentir. ¿Cómo va a gustarme, si todo lo que contás es cierto?

  Me abrazó en forma intempestiva. Más bien nos estrellamos una contra otra como dos cuerpos que se accidentan. Luego me dio la espalda, espantando bichos voladores invisibles, y se fue.

  No volvimos a vernos en bastante tiempo.

  Las bombas no te dan tiempo a reaccionar, en general saltas por los aires. Caes. Lloras, chillas, te haces pedazos. O sobrevives. Todo lo que escribí, tal como ella decía, era la pura verdad. Más honesta no podía haber sido. No es que me hubiera dejado la piel en ello: simplemente, esa piel se desprendió de mí cuando terminé de escribirlo, y aunque me eché un pellejo nuevo, a nadie se le quita la cicatriz.

  Mi madre siempre llegaba para recordármelo.

  Yo sabía que una publicación nunca es garantía de éxito. Después del subidón, hay quien es olvidado para siempre. O ponderado sin ningún motivo. O postergado durante décadas, hasta que sople viento a favor. O glorificado por razones, yo que sé, climáticas. En el caso de Los espejos cazadores, al principio no tuvo éxito. Pasó sin pena ni gloria ni premios, y por supuesto sin escaparates. Aguanté con gratitud y también un poco abochornada las palmaditas de aliento de mis amigos y colegas del Instituto. Uno me dijo que después de leerla había llegado a la conclusión de que yo era una mujer “casi” inteligente. No le respondí ni una palabra, pero mi silencio hizo efecto: fue retrocediendo, y como llevaba unas chanclas muy abiertas tropezó con una silla y se dio de lleno en el dedo pequeño del pie, qué digo, el meñique, ése que cuando te das duele como el demonio y te lo tienes que entablillar contra el otro hasta que sane. Apareció días después por el Insti, cojeando. La pena fue tener que soportarlo el resto el curso, evidentemente no buscaba una plaza fija allí porque al año siguiente no volvió. A otra le había gustado, aunque no pensaba dárselo a su hija de dieciséis para que lo leyera, “porque la chica siempre ha comido bien” (entrelíneas de lo que no me dijo yo leí: “No quisiera que a la chavala le dé por cuestionar nuestros hábitos de crianza, además no pienso incentivarle la idea de que esos trastornos alimenticios podrían pasarle a ella, de ninguna manera, a mi hija se la educó bien”) Otro me habló de los saltos temporales haciendo el gesto de estar hundiendo la mano en una dimensión desconocida.

  El libro empezó a gustar como a los tres años, cuando por la misma editorial salió una antología de autores en la que participé con un relato. A la crítica le atrajo. Como era una edición pequeña, Jaime se atrevió a reeditarlo aprovechando para introducir Los espejos cazadores en versión reducida — una propuesta que al principio no quise aceptar —, y ahí se conoció que alguna vez Fabiola Bermejo había escrito una novela bajo el mismo título. Tuve mis quince minutos de fama con más de una chavala entrando y saliendo por librerías de usado para encontrarlo. Y ex punkies, también. Punkies tardías mayores que yo, dulces y duras cuarentonas solitarias, ávidas de verse reflejadas en la niña que se excitaba con la guarda jurada a la salida del súper sin decírselo a nadie. Aparecían por la Librería de mujeres a preguntar por el libro, porque alguien les había dicho que lo tenían. Y ya no lo tenían pues estaban todos vendidos; sin embargo otras librerías llegaron a devolver la remesa completa. Un fiasco. Jaime se quedó con varios lotes, sin contar con todos los que yo llegué a regalar. Así que volvió a colocarlos en dos librerías de amiguetes y al fin se vendieron. Tuvo un par de buenas reseñas y alguna nota demoledora. Lo cual me aniquiló por un tiempo. Años, en realidad. A Sancho no me molesté en alcanzársela, sabía que no iba a gustarle. Hasta el día de hoy llevo cinco libros escritos y Los espejos cazadores es el único que no leyó. Mejor. 

  Meses después estaba en una terraza de La Latina corrigiendo unos exámenes, cuando me distrajo el bullicio de unos niños moros riéndose de un viejo que meaba entre los hierros de un portal. Yo lo vi de lado mientras las palomas rapiñaban migajas de alguna cosa que había sido pan, pero que ya no era pan, y entonces todo se esfumó, para padecer la tragedia inmensa e indiferente de un hombre loco meando a perpetuidad ante un portal en ruinas. Sabiéndose espiado, el viejo alzó la vista directo hacia mí y se le torció la cara en una mueca repulsiva. En la solapa del abrigo llevaba el bordado de un haz de flechas en rojo y negro, el emblema falangista de las JONS. Tenía un ojo color café y el otro en tinieblas. Me eché a temblar.  

  Todavía temblaba cuando llegué al ático, y no dejé de temblar hasta que me encontré delante del PC, lista para escribir. Antes, sucedió algo extraño. Una energía imprevista me subió por la garganta, casi como si no formara parte de mí.

  Y grité.

  Estoy segura de que fue el más saludable de mis gritos después de que viniera al mundo, un grito tan profundo que me di de narices contra la realidad y se me abrieron los tímpanos.

  Con el tiempo empezaron a llegarme otros gritos, muchos gritos. Durante años oí el rumor en baja frecuencia de miles de gargantas que rugían, como si de tanto luchar contra la memoria, el olvido hubiera anidado en sus entrañas. Eran gargantas que se abrían. Gargantas rompiendo la armadura. Gargantas locas de libertad. Gargantas donde se disolvía el lenguaje y se daban a luz de nuevo por la boca como se dan a luz los lunáticos, los insurrectos y los desesperados (los desesperanzados no, que esos ya están muertos). Después de aquello ya no volví a ser la misma, ni quise. Me crecí metro y medio hacia dentro. Me hice tridimensional.

  Me había criado en una casa construida sobre los restos de una guerra, oyendo refranes e ignorando lo que significaba en otro tiempo que alguien te advirtiera que iría a por ti. Mi padre siempre nos estaba hablando de eso, aunque habitualmente era interrumpido por mamá. Cuando el pasado es tan chungo, mejor que los niños no se enteren, que nunca lleguen a ver lo que has visto tú. Así que Sancho enterró al bolchevique bajo un revoltijo de bargueños granadinos, alguna gesta entre paisanos en el bar donde de vez en cuando les daba por cantar, ya borrachos, que no se rinde un gallo rojo más que cuando está ya muerto, y su bandera republicana roída por los años con un gran manchón de gasolina sobre la franja amarilla. La suya era una historia de leones y de ciervos, donde a él le tocó la parte del ciervo. Mi hermano y yo vivíamos oyéndole hablar de la posguerra con naturalidad, como si le hubiera ocurrido a otro. Mientras pasaban los años vio cómo después de la derrota, el ciervo sobrevivía a la dentellada y se convertía en león. Decía que por encima de las ruinas y de los huesos, mis abuelos habían escuchado durante años el rumor en baja frecuencia de miles de vientres que rugían, como si de tanto luchar contra el león, éste hubiera anidado en sus entrañas. Y una vez acabada la guerra, corrieron detrás de los camiones por una hogaza de pan y una lata de conservas. Se quedaban mirando la hogaza con los ojos perdidos, hundidos en órbitas febriles, y sólo por un tiempo se arrastraron a través de los campos, como perros, en pos de la limosna humilladora.

  Para él, España es y será siempre la posguerra. Desde el principio pretendió que yo escribiera sobre ésa España, la que él conoció. Quería que yo hiciera retumbar los huesos y chillar las calaveras bajo los montes, que desenterrara por él cada adoquín. Al contrario, yo intenté sepultar todos los dolores, los de él, los míos, lo de mi madre y mi hermano.

  Lo conseguí durante mucho tiempo, hasta que vi a ese viejo con la insignia en la solapa del abrigo. Ese mismo día renació mi deseo de escribir. Y fue el mismo día en que Diana se marchó.

 

 

 

 

FAVIOLA 2

    Tristán se levanta con la salida del sol y después de hacer sus ejercicios de tai-chi en la terraza, bajo las encinas, se pasea por el pueblo en bicicleta sin molestarse en saludar a nadie. Desde hace unos meses se dedica a rentar habitaciones a los turistas que visitan el Maresme a espaldas de los dueños, que por lo visto no se dan por enterados. Los recibe hurañamente, les muestra la finca, y si consigue captarlos, se queda observándolos con un cigarro de armar, a escrupulosa distancia, sentados todos a la sombra de un gran parral, riendo y parloteando en quién sabe qué idiomas. Con el paso el tiempo se ha venido hundiendo más y más en las elucubraciones inexplicables que le vienen a la cabeza montando en bicicleta. Aunque ya pasa de los cuarenta años, la melena se le puso blanca y espumosa como clara batida. Cosas de la herencia.

  Trisha —como le llama Kyra, con quien continúa viéndose de forma esporádica pero constante— me visita cada tanto para confiarme sus secretos. Me pidió que lo vaya grabando, firme en la idea de que tarde o temprano podrían servir para algo. Hace un tiempo me contó la experiencia que tuvo el año pasado, en concreto a la noche del 23 de junio, víspera de San Juan. Nunca le gustaron las hogueras, así que decidió alejarse del pueblo y caminar calle arriba, hacia el bosque. A él le gusta fichar estrellas con sus binoculares, sentado en una piedra y envuelto en el aroma de las flores nocturnas. "Esa gran pizarra sin fondo está llena de navegantes, y se mueve", me cuenta. Jura haber visto la galaxia de Andrómeda coagulando lentamente en el espacio, como un pulpo en llamas, a dos mil quinientos millones de años luz de su diminuta humanidad.

  Quizá por el resplandor de los fuegos, aquella noche no hubo suerte con Andrómeda, y mientras regresaba a la villa por la carretera desierta, sintió el peso del Generador cayendo sobre él. Diría más bien que lo derribó, primero de rodillas y luego de costado, porque al caer se le dobló la muñeca, aunque no se hizo daño ni le dolió. Aguantó con la cara contra el suelo… uno, dos, tres… diez segundos, tal vez más. Le dio miedo. Un ligero viento barrió la grava que no había llegado a pegársele en la mejilla, y muy cerca, se oyó el aullido de una lechuza. A la postre tuvo el coraje de darse vuelta y mirar. No ocurrió nada de lo que temía; no fue fulminado por un rayo ni aplastado por un elefante estelar. A no más de cuatro metros del suelo, flotaba una guirnalda aérea del tamaño de un carrusel. Era delicadamente hermosa, como una filigrana de plata que empieza a desvanecerse en el último instante de un sueño. Tenía una cantidad incalculable de pétalos multicolores en forma radial, muy diminutos, y tan vagos en su contorno como perfectamente definidos. Recordó haber capturado uno en particular —el violeta— y examinarlo bien de cerca, por todos lados. El Generador le explicó que el pétalo era una réplica suya en un plano al que aún no se le permite acceder. Se miró el pecho, y vio que se le llenaba de una luz violeta que al instante se proyectó hacia el carrusel en forma de un haz iridiscente, por el que empezaron a subir miríadas de partículas blancas, como cáscaras de cebolla. Esto le infundió frescura, y se sintió liviano, feliz.

  Lo interrumpí:

— Perdona… ¿qué es el Generador?

— ¡Y qué va a ser! ¡El que hizo todo lo que hay!

— ¿Dios?

— ¡Qué dices, mujer! ¡Si Dios no existe!

  Regresó al pueblo cuando las hogueras de San Juan ya se estaban extinguiendo, y al pasar frente a una arrojó los binoculares a las brasas. Ya no iba a necesitarlos. Luego caminó hasta la finca, se acostó y se durmió. Al día siguiente madrugó como de costumbre, cogió la bici y bajó al pueblo a comprar provisiones, intentando olvidar lo que le había pasado en el bosque. Fue imposible. Todo en él había sido afectado por la experiencia.

  Ahora el Generador vive en su interior, y utiliza su mente como laboratorio de pruebas. Lo ha transformado —secretamente— en un vehículo biológico por donde los seres del espacio filtran información. Ellos le dijeron que la velocidad de la luz no es la mayor que existe, si no la del pensamiento, sólo que aún no hemos hallado la fórmula capaz de medirla, ni conocemos la materia sutil que vincula en forma instantánea el pensamiento de una persona con el de otra, aunque ambas estén en puntos remotos del planeta, incluso del universo; ni cuál es la materia ingrávida, sutil, o qué unidad de medida tendríamos que usar para saberlo, porque al no haber develado el misterio nos resulta imposible hallar ese patrón usando las herramientas de la física tradicional. No quiso hablarme mucho más sobre esto, ya que se trata "de una ciencia oculta". Otros escribirán sobre él dentro de mil años, dijo; o antes, porque ni él se cree que este planeta vaya a durar tanto tiempo.

  Suspira en el sofá cerrando los ojos.

—Bien, ¿pero no te parece una idea un poco obvia? — lo hostigo. Él no hace caso.

— Ellos limpiaron mi corazón, Fabiola. El corazón es como una alcachofa, sabes… lo más sabroso está en el medio.

  Desde ese momento, y más o menos contenido en su dolce far niente serrano, Tristán se volvió un investigador de alienígenas. Ahora colecciona libros de astrónomos famosos, recortes de periódico y revistas en los que anuncian encuentros de lo más curiosos con supuestos extraterrestres y cosas raras del espacio y de la Tierra, a lo Charles Forbes. Asiste a cuanta ponencia haya sobre el asunto, y se planta en el fondo, yendo y viniendo entre los que siempre llegan últimos —igual él siempre llega primero—, tironeándose de los cuatro o cinco escasos pelos que le brotan de la barba. Una barba de adolescente perpetuo, desprolija y blanda. Al final le echa coraje y se sienta, con un pie en el pasillo y el otro bien afirmado a la tierra, por si acaso hubiera que salir corriendo. Toma apuntes. Hace preguntas. Le va bien.

  Llevamos una semana parando en la finca con Luján, tal como hacemos casi todos los años entre agosto y setiembre. Kyra no podrá venir hasta octubre, los meses de verano son los más agitados en hostelería, que también es cuando gana más. Sé que mi hermano la echa de menos hasta los huesos, pero que evita admitirlo.

  Esta noche aguantamos los cuatro hasta el amanecer apurando una botella de crema de orujo que está como para dejarse ganar cualquier argumento. Tristán emerge en forma sorpresiva por el porche, con un manojo de fotos, otra botella y una lámpara de keroseno. Pone todo sobre la mesa de piedra con aires de estar a punto de hacer una revelación. Nos pasa algunas fotos. Tenemos que acercarnos mucho a la lumbre para verlas. Son muy antiguas, quizá de principios del siglo XX. En ambas se ve a una mujer joven y delgada, vestida con una blusa alta, cerrada con botones de perlas y una falda negra, larga. Lleva botas fuertes, a la usanza de la época. Aparece de pie y con el brazo doblado sobre un taburete alto, rodeándole la cintura a una niña de unos dos años. La chavala sonríe, ella no. Intercambio fotos con Lu, pero no hay mucha diferencia entre las dos, salvo que en la otra se ve a la misma mujer sentada en un sillón con la niña en brazos.

  Reconozco al instante el diván con arcón antiguo que mamá ha tenido siempre en su taller de atrezzo. ¿Qué hace en esa foto?

— Son de Argentina — dice mi hermano.

  Se interpone Lu, queriendo saber quién es la mujer.

— Eugenia, nuestra bisabuela —. Hay que ver el brillo exaltado en la mirada de Tristán cuando le habla a ella. Pero me está desafiando a mí. Me desafía a recordar.

  Me sustraigo al piso de Carabanchel donde todavía vive mamá, o mejor dicho al taller, donde generalmente iban a parar casi todos los trastos. De pequeños nos gustaba andar fisgoneando entre los cachivaches cuando ella olvidaba echarle llave. Bajo la ventana estaba ese descomunal diván tapizado de terciopelo color chocolate, que por ser además un baúl se abría con bastante esfuerzo, y por tal razón se suponía que era el lugar más seguro de la casa, pues disimulaba muy bien su función secreta. O eso creíamos nosotros, lo cual aumentaba nuestra curiosidad infantil. Ella guardaba allí algunas telas y mucha gomaespuma. También viejos libros con lomo de piel, archivadores con documentos, cortinajes de casas que nunca habíamos visto… Un vestido de niña, de muselina, muy antiguo, que ella nunca me dejó tocar y olía a naftalina. Un teléfono suizo de pared con campanillas, y varios álbumes de fotos amarillentas. Pasábamos las hojas de papel de araña, lentamente, como si al revisar esos rostros brumosos, casi desdibujados, nos estuviéramos exponiendo a un peligro inexplicable. ¿Quién era toda esa gente? Mamá siempre se las arregló para negarse a hablar de ellos. ¿Nuestros parientes al otro lado del mar? ¿Por qué tantas veces, al mirar esas fotos, me entraba un malestar tan raro?

  Un día encontré un álbum de cromos antiguos forrado con papel de periódico, y se lo mostré a Tristán. Mientras lo examinábamos algo se deslizó entre el forro y la tapa, yendo a parar al suelo. Si mal no recuerdo, eran las fotos que estamos viendo ahora. Me sorprende que mi hermano las tenga en la masía. Llevo añares sin saber de ellas.

  Luján deduce que la niña debe ser la hija de Eugenia.

— Sí, sí, es la abuela Pocha — confirma Tristán.

  ¡La abuela Pocha! Es casi escalofriante verla de pequeña en una foto antigua, con las mejillas y los labios coloreados, como se hacía con los retratos antiguos, un moño del tamaño de una magnolia adornándole los rizos, justo con el vestido de muselina que mi madre nunca me dejó tocar. Qué será lo que ha venido a revelarnos Tristán…

— ¿Nunca te preguntaste por qué estaban esas fotos escondidas en el forro del álbum de cromos, Fabi?

— Siempre.  

— Pues mira atrás…

  Lu arrastra la silla hacia nosotros, para ver con todo detalle la fecha y dedicatoria escritas con tinta borroneada al dorso de la foto: Para Eugenia y Pochita, 18 de mayo de 1910. Esto garantiza que Pocha nos estuvo mintiendo durante años al decir que su madre había fallecido en el parto. ¿Qué motivos tendría para mentir así? ¡Diablos!

— Ese año pasó el cometa, Fabiola — me avisa Tristán.

— ¿Y eso qué tiene que ver?

  Luján me arrebata la foto, chupito en mano:

— ¡Mirá vos, che! Faltaban unos días nomás para el centenario de la revolución de Mayo, que cae el 25, día en que festejamos… bueno, la caída del virrey. Fiesta nacional. ¿Esto donde es?

— En un pueblo pequeño de Santa Fe. ¿Conoces?

— No.

— Nosotros tampoco, jamás nos llevaron a la Argentina. ¿Y cómo conseguiste robarle las fotos a mamá, Tris? ¿Ella te contó algo?

— Todo.

   Aquel año la gente esperó con el corazón en la boca el paso del cometa, y como se dijo que la Tierra atravesaría la cola y habían informado que contenía gases mortíferos, muchos temieron morir asfixiados. O quemados, en el caso de que explotara en el aire o se estrellara. Algunos se suicidaron. Nadie en el pueblo de mi abuela sabía lo que iba a pasar, y ante la duda les dio por montar una fiesta a la criolla con servicio de aguardiente para los angustiados, porque además ya empezaba el frío. Si había que morir, mejor borrachos. A pesar de los cielos despejados en aquel pueblecito santafesino, muy lejos de Buenos Aires, parece que el intento de apreciar el espectáculo con telescopios caseros fue un fracaso.

  Luján alza una patata frita para hacerse oír:

— En Buenos Aires invitaron a una Infanta de acá… ¿cómo se llamaba? Bah, no sé. Una de la nobleza… y se mandaron un derroche a lo grande con fuegos artificiales, desfiles con milicos y cosas así; me lo contó mi abuelo.

  No puedo verme a mí misma, pero imagino que mi cara debe ser una pintura:

— ¿Dices que en Argentina celebraron la revolución que os liberó de España invitando a una infanta de acá?

— Hemos hecho cosas peores.

  Empiezo a impacientarme. No sé a dónde conducen esas fotos. Quiero saberlo.

— Sería una fiesta con mucho jaleo porque alguien aprovechó para cagarla — interviene mi hermano, desplazando hacia mí una foto en sepia, bastante deteriorada, de unos chavales arrojando tubos al aire. Me señala a uno en particular. El niño mira directamente hacia la cámara, y es el único que sale arrinconado contra un muro, diría que triste o con susto.

— Ahí les tienes, jugando con sus telescopios de cartón… salvo él, que no jugaba.

— Conozco a este niño... ¿no hay un retrato suyo en casa?

— Correcto, es Claudio, el hermano pequeño del marido de Eugenia.

— ¡Claudito!

— Sí, él lo vio todo. Fue esa misma noche, cuando la peña estaba entretenida con la fiesta, el cometa y el aguardiente... lo vio desde la ventana.

— ¿Qué cosa?

— Cómo colgaban a Eugenia.

  Generalmente sé qué responder, y además no me asombran las asperezas de Tristán, su necesidad feroz de provocación. Sin embargo, la imagen de una bisabuela colgada me quita el habla. Y el aliento. Nos quita el habla y el aliento a las dos. Él se da cuenta, claro. Nuestro silencio pesa. Mi pobre amiga tampoco sabe qué decir, haciendo como que aplasta bichos invisibles con la punta del dedo contra la mesa mientras me mira de reojo, buscando mi complicidad. Sé que no se fía del relato de Tristán, pero yo sí.

— Madre me lo contó. No fue fácil, se lo guardó toda la vida, pero bastó con mostrarle las fotos y preguntarle quién era esa mujer. Por ahí está la otra.

  Luján las coge prudentemente y las empuja hacia mí. En una, Eugenia posa junto a un hombre alto de traje oscuro. Ella, igualmente esbelta, resplandece en un vestido de encaje de bolillos al talle, pero su semblante está triste. Abajo, sobre el cartón que le hace de marco, pone: A don Bernabé Menéndez, con mis felicitaciones por la publicación de su libro. A ella ni se la menciona. El firmante es un tal Jaime, amigo, servidor y fotógrafo de afición. 

  O sea que el bisabuelo era escritor. Aprovecho para repasar las fotos. 

— ¿Estás seguro de lo que dices?

— Repito lo que me contó mamá. Estas cosas no se inventan.

— ¡Cómo que la colgaron, Tristán!

— Pregúntaselo a ella, si no me crees...

— No, quiero volver a oírlo de tu boca. ¿Dices que a la bisabuela la mataron?

— La colgaron. Sí.

— ¡Quién!

— Pues… su marido, ese tal Bernabé, el de la foto. El niño lo vio colgando a Eugenia ya muerta, con un cable, en la cocina...

— ¡Hostia!, no sigas…

 Le vuelvo la espalda, pero él continúa dando detalles:

— Me da que ha de haber sido el 18 de mayo, porque eso pone en su acta de defunción… luego la busco y te la muestro.

  O sea que el bisabuelo era un asesino.

  Tengo un lío en la cabeza. Suelto las fotos como si estuvieran ardiendo, pero las recoge Lu, que ha empezado a temblar. Tristán está liando dos cigarros, uno para él y otro para mí. Me lo pasa. Que haya conseguido hablar sobre esas fotos con mi madre roza el prodigio. Él mismo las sacó del viejo diván semanas atrás al pasar por Madrid, y fue porque siempre tuvo el presentimiento de que contenían la respuesta a sus preguntas, desempolvando una verdad horrible. Ahora comprendo por qué me mortificaban esos retratos de familiares desconocidos que estaban en el salón.

  De repente Luján hace una pregunta tan simple como imprescindible:

— ¿Y quién se lo contó a tu abuela?

— Vamos por partes, majas… El chavalito contó lo que vio pero ningún juez le hizo caso, y además de llevarse tremenda paliza le metieron interno a una escuela en Buenos Aires. Bernabé era un tipo muy respetado en el pueblo, conservador y cristiano, claro, escribía para el periódico, su familia tenía campos y toda esa mierda... Dijeron que el caso de Eugenia fue suicidio y no se habló más del tema.

— Pero hay cosas que no me cierran, hermano... Me apunto a la pregunta de Lu. ¡Cómo supo la Pocha que le habían matado a la madre, a ver!

— No lo supo hasta que Claudio salió del internado y la contactó antes de largarse a Brasil. Nunca volvió a hablarse con su hermano mayor, nunca volvió a hablarse con sus padres, al tipo se le perdió el rastro.

  Luján se impacienta:

— ¿Y qué fue de Pocha? ¿Qué hizo? ¿Cómo lo sobrellevó?

  Tristán y yo nos miramos. Es que nunca lo sobrellevó. Pocha jamás mencionaba a su padre. No sabíamos casi nada de su vida con nuestro abuelo, a quien nunca llegamos a conocer. Sabíamos que se escapó con él a los catorce años, aunque la doblaba en edad. También sabíamos que tuvo varios abortos naturales y que pasados los treinta consiguió concebir a mamá. Mamá, su única hija. El abuelo era un improvisado sin formación que se ganaba la vida llevando y trayendo correspondencia en el periódico donde escribía Bernabé, pero cuando se escaparon de Santa Fe rumbo a Buenos Aires se convirtió en conductor de tranvías. Y por lo visto, Pocha nunca llegó a recibir nada en herencia.

— Ya sabes que el abuelo la dejó viuda joven, pues murió del corazón.

— ¿Del corazón? ¿No era del páncreas?

— ¡Y qué más da el órgano, Fabiola!

 Tristán la emprende con una voz en falsete de vieja urraca, imitando el acento argentino:

— Imagínense lo que dirían por las pampas, igual que acá, más o menos: “¡Mirá qué loca la Eugenia que “se colgó” mientras la nena dormía en la otra habitación! ¡Qué horror! ¡Que Dios se apiade de su alma y al cura no se le meta en la cabeza enterrarla afuera del cementerio, madre de Dios!” —. Suelta una carcajada estremecedora. Al ver que no nos hace gracia, se pone serio: — Ahora que sabemos que el bisabuelo era una bestia, Fabiola, nos queda aceptar que nos guste o no llevamos su ADN. Pasa en las mejores familias, el que no corre, vuela. Tal vez la naturaleza se haya ido apiadando de nosotros haciendo que heredemos unas taras benignas.

  Mi amiga lo viene escuchando atentamente sin quitarle ojo. Se le sienta al lado. Larga calada al cigarro:

— La que no corre, vuela, y si no vuela, la cuelgan — le retruca. Así es ella.

  Tristán asiente con la cabeza, abrumado. Y nadie sabe qué decir. Y si hubiera algo que decir, no sabemos si habría que decirlo. Luján me contempla a través de la lumbre atajándose disimuladamente algo que le molesta en el ojo derecho: ¿una lágrima?

  Pienso en Pocha. Ahora sus zapatos son mis zapatos. ¡Con razón decía que a la vida hay que alisarla por la fuerza, y doblegar la naturaleza de todo, aunque duela! ¿Qué pensaría Bernabé de su única hija con la mujer que mató? ¿Le habrá importado su desobediencia, si es que lo fue? Estoy aturdida, puedo inferir cualquier cosa. Lo primero que me viene a la cabeza es que nunca le importó esa cría. Si no le importaba su mujer, menos su hija. ¿Por cuántas miserias habrá pasado la Pocha desde los catorce, con un hombre de quien tan poco llegamos a saber? ¿Habrá masticado culpa durante años, o simplemente se la tragó para arrojársela a mi madre, y a mí, cada vez que se le presentaba la oportunidad? Tal parece. ¿Habrá logrado ser feliz con mi abuelo, aunque sea un poco? Me cuesta creerlo. En ese caso no hubiera sido tan sombría. Su mirada siempre me dio mala espina, porque presagiaba una larga tradición de mujeres agazapadas en el túnel de su pupila, y yo temía que ese regusto a lana amarga que parecía escupir por su boca llegara a replicarse en la mía como una suerte de maldición. Su lengua de espada sobre mi madre, que la enloqueció. Su lengua de espada sobre mí, que me cabreó. Y el asesino enterrado con honores, seguramente, bajo una lápida con un crismón en el panteón familiar. ¿Cómo se hará para cargar con un secreto así, no en los fondos de un arcón, si no en la memoria y a lo largo de toda una vida, sin quedar jodida?

  Todos me miran.

  Tengo que superar esto (respiro hondo), y nunca le diré a mi madre que lo sé.

  Tengo que superarlo (más hondo), y nunca le diré a mi madre que lo sé.

  Tengo que superarlo ya (otra vez), y nunca le diré a mi madre que lo sé.

  Tengo que hacer el esfuerzo (¡si ocurrió hace como un siglo!), y nunca le diré a mi madre que lo sé.

  Tengo que hacer el esfuerzo de olvidarlo (como un siglo, cuando pasaba el cometa), y nunca, pero nunca le diré a mi madre que lo sé.

  Tengo que olvidarlo y evitar que me influya. Tenemos. Chasqueo los dedos en un acto de psicomagia improvisada: esto ya no me importa, no tiene nada que ver con nosotros, no tiene nada que ver conmigo. Chasqueo los dedos por debajo de la mesa sin que nadie me oiga, para ver si despierto. Pero no. Nada va a cambiar y mis dedos no harán que el pasado desaparezca. El cielo se empieza a poner violeta por efecto de la aurora; es como amanece cada mañana de verano, la rutina de la belleza. Luján arrastra una foto a través de la mesa, aquélla donde están Eugenia y Bernabé, y sin pedir permiso la va rompiendo con calma, separando en dos lo que seguramente nunca debió estar unido. Luego enciende el mechero de la República española que Tristán le robó a mi padre, y le abre fuego a mi bisabuelo, murmurando: “Cebame un par de mates, Catalino, la abuela también tenía secretos y nunca los contó”. El retrato se enciende sin mucho vigor, así que ella sopla, y sopla también un poco de brisa, el suficiente oxígeno como para que Bernabé comience a deshacerse con la llama azulada que lame el cartón hasta convertirlo en un raro pétalo de betún amarillento, y después en cáscaras negras, y finalmente en cenizas que caen al suelo.

  Lu observa. Tristán calla. Yo tiemblo. Hace calor, pero tiemblo. ¿Cuánto tarda en salir el sol después de la aurora? ¿Diez minutos? ¿Cuánto tiempo tarda en pasar del morado al amarillo? Es el tiempo que debió durar nuestro silencio.

  No hay mucho que decir mientras sube el sol. ¿Qué se dice en estos casos?

  Yo no lo sé, pero mi hermano sí. Se sirve un chupito y eleva un brindis:

— ¡Aspirad el aire! ¡Salud, abuelas! Y hace reventar el vaso contra el suelo de piedra. No me queda muy claro si es por rabia o celebración. Luego me rodea los hombros: — ¿Estás bien?

— No, por ahora.

— Estás temblando…

— Ya se me quitará.

  El pobre piensa que la ha cagado. Y no, no la ha cagado. Él es de los que se atan al mástil del barco para enterarse del canto. Está dolorosa y salvajemente lúcido, por eso ahora mamá le cuenta las cosas a él, y no a mí. Su descubrimiento me facilita el camino, derribando el laberinto que me separa de ella y de mi abuela. Me reconstruye. Eso que acaba de hacer Luján debería haberlo hecho yo.

  La noche siguiente pillé una manta y emprendí camino hacia el bosque. Me tumbé sobre la piedra donde mi hermano se pone a explorar el cielo, esperando que ocurriera alguna cosa extraordinaria. Andrómeda, quizá. Al este, un puñado de estrellas desbocadas y enormes destacaban sobre el resto formando una constelación. Era como si el cielo tuviera una cremallera y se hubiera abierto para mí, como si debajo de cualquier cielo estrellado, anodino, hubiera un mundo repleto de vida dialogando con todas las especies del universo. Más que cielo, aquello parecía una celebración. Algo se estaba celebrando ahí arriba; no sé qué sería, pero algo estaba pasando. Igual no me importó, porque ya se me había quitado el temblor, y me sentí parte de ello, y en otro estado, siendo testigo de un hallazgo estelar. Algo que estuvo ahí desde siempre, con la cremallera cerrada. Entonces escuché la inconfundible voz de mi abuela, muy tenue, sonando justo dentro de mi oído izquierdo: “¡Así que no tuviste hijos por amor!”.

  Me desperté sobresaltada. No vi a nadie más que yo por los alrededores, ni los grillos cantaron esa noche.

 

 

 

 

 

LUJÁN 1

 

    Hay cosas que no tienen explicación. Por ejemplo, que un gallo cante en plena ciudad cuando está amaneciendo: ¿a quién se le puede ocurrir tener un gallo en un edificio de ocho pisos? ¿O lo tendrán en el balcón? Nadie sabe decirme de dónde sacan el gallo, ¡nadie!, y yo siempre quise saber. O que todos los miércoles a las diez de la mañana le dé por pasar al afilador con su flauta de pan, igual que pasaba por el barrio cuando yo era piba, y sentía ese calorcito en el pecho como si la cantinela de la flauta cortara en dos la monotonía de la mañana, todavía agarrada a la bruma del sueño. Cosas que a mí siempre me resultaron inexplicables, insólitas, y que da vergüenza preguntar por lo triviales que son. La casualidad también suele ser insignificante, pero hay algunas que te ponen los nervios de punta. Como que te encuentres en una fiesta popular a un atorrante que conociste hace tiempo, justo mientras andás callejeando por el Rastro con tu mejor amiga, que también lo conoce porque también la estafó. El tipo va disfrazado con una de esas capas a lo Sherlock Holmes y galera negra. ¡Es Ramón Sanmiguel! ¡Pero qué cambiado está, madre mía! ¡Parece que todas las chanchadas que se ha venido mandando le pasaron factura! Más adelante, media docena de Sherlocks van hamacando con cadenas un ataúd en miniatura donde yace solemnemente una sardina de plástico policromada. Él forma parte del cortejo junto con otros hombres. Cierra el séquito un grupo de mujeres vestidas de luto, llorando de mentira o más bien tentadas de la risa, porque es la fiesta del entierro de la sardina, una costumbre madrileña que empezó en el siglo XVIII, creo, con un rey que en cuaresma recibió un cargamento de sardinas podridas y las hizo enterrar para que no largaran olor. No es que Fabi y yo hayamos ido ex profeso, es sólo que esa mañana habíamos quedado por Tirso de Molina para celebrar con unas cañas el reciente descubrimiento de mi embarazo: es del Chubái, el rapaz que conocí en la fiesta de la Paloma y a quien seguro no volveré a ver en mi vida. Estoy de ocho semanas. Todavía no se me nota, pero quiero tenerlo: ya rozo los cuarenta, es mi última oportunidad y estoy hecha una ñoña comprando chirimbolos y batitas. Quiero un hijo, siempre quise uno. Fabi es reacia a los pibes, pero tuvo el detalle de regalarme un llamador de ángeles con campanas tubulares para poner arriba de la cuna, o en la ventana. Un carillón, bah. Al salir de la tienda coincidimos con la Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina. El sinvergüenza pelirrojo anda por ahí. Nos costó reconocerlo porque está muy cambiado a lo bajo y a lo ancho, ¿será él? ¡Sí, sí, es él, es Ramón!, dice Fabi. Cruzamos miradas malévolas, se nos inflaman las carótidas. ¡Ah, qué bárbaro! Nos anotamos al cortejo para seguirlo, es una de esas casualidades maravillosas que una llega a confundir con la predestinación, un encuentro digno de ser aprovechado, algo que probablemente no vaya a pasar de nuevo, nuestro momento, tan nuestro que al principio sólo nos dejamos llevar. Pelo colorado con manchones blancos, más petiso, más viejo, más roto… ¡pero es él! Lo que empezamos Fátima y yo en su despacho hace años, lo terminará Fabi hoy, es su turno. Hay que ver la cara de gran señor que pone, actuando su papel de cofrade enterrador, de sepulturero folclórico, y es justo cuando pasamos por el frente de unos bancos de los que dan billetes que se nos da por planear un secuestro espontáneo. Tú por un lado y yo por el otro, dice Fabi, ¿el BBVA o el Caja Madrid? Yo voto por el BBVA, porque Ramón tiene cara de BBVA. Vamos prácticamente pegadas a su sombra sin que nos haya visto, bien cerca, bien cerca… hasta que lo agarramos y empezamos a empujar hacia la vereda; él forcejea para zafarse, rebolea un manotazo que no llega a darme, y mientras Fabi se mantiene abrochada a su brazo izquierdo, trata de quitársela de encima como a un parásito gigante. Al no conseguirlo intenta pegarle otro, ella lo esquiva, y en el desastre —al que la alegre cofradía asiste confundida, creyendo, calculo, que es parte del espectáculo— logramos nuestro objetivo: él sin entender, nosotras entendiendo y decididas a meterlo a toda costa en el banco. ¡Quiénes sois y qué coño queréis! Claro, no nos reconoce... ¿Cuántos años habrán pasado? En el caso de Fabi por ahí son muchos, en el mío no tantos. ¿No iréis armadas, eh? Muy, gruñe ella, y es ahí cuando veo que saca del bolso el llamador de ángeles, plim plim plim, lo empuña como un arma —si alguien vio un llamador de ángeles sabrá que en caso de necesidad puede empuñarse como un arma— y se lo planta musicalmente a través de la capa a la altura del culo. Ramón pega un saltito musical y se curva para adelante. Los cofrades que acompañan al cortejo desde la vereda piensan que está de broma y le hacen chapó con sus galeras. Entramos al cubículo del BBVA, donde por obra del diablo no hay nadie, y nos plantamos los tres frente al cajero electrónico, retorciéndonos. ¡Quién coño sois, qué queréis! El boludo no cae, no se entera, sigue en babia, así que Fabi le refresca la memoria: le debes a Jonás Gálvez, mi primo, unas ciento cincuenta mil pelas desde hace mogollón y a mí la publicación de un libro que pagué, y como sé que tienes pasta y no querrás que sigamos haciendo el numerito, ¡pues hala! Ramón mira a Fabi. Al no identificarla, nos toma por dos chorras. El llamador le sigue apuntando directamente al culo y lo tenemos acorralado contra el panel del cajero: ¿de mí te acordás? ¡Me debés dos noches de insomnio en ese sucucho de cuarta donde no entraban llamadas! Ay, que se nos patina… ¡Ay! Ciento cincuenta mil pelas, tío, novecientos euros… ¿Irás con tarjeta, no? Él: ¡Que no, que no llevo nada, chorizas! ¡Sudacas! ¿Le llamas sudaca a mi amiga, tarugo de mierda? En el pataleo Ramón me clava la punta del mocasín en la pantorrilla, que duele y me pone furiosa, por lo que empiezo a revisarle todos los bolsillos hasta dar con la billetera: ¡o sea que sucada, mirá vos, que te cunda entonces! La reviso y encuentro como seis tarjetas. Le doy a elegir: ¡sacá una! ¿Os estáis divirtiendo, zorras? Mucho, admite Fabi; tú pon la clave que nosotras esperamos como buenas zorras, que acá nadie está robando nada, eh, sólo nos estamos cobrando lo que te corresponde pagar en metálico, tomando en cuenta que nunca llegarás a pagar lo que le pasó a Bruno… ¡Venga, mamón! Cuando oye el nombre de Bruno, el viejo se convulsiona y tira la tarjeta al suelo. Fabi le susurra al oído lo que él sabe que pasó, algo de lo que yo nunca había oído hablar. Me da que se nos cae, así que lo sujetamos bien, pero al viejo se le resbalan las patitas y se nos viene encima como un tronco, entonces empujamos en sentido contrario, y vuelta a resbalarse sobre nosotras echando burbjitas por la boca. ¡Che, pará, a ver si se muere! Ramón está empeñado en hacer la comedia, y nosotras vuelta a empujar, hasta que conseguimos dejarlo bien derechito contra el cajero. Parece que Fabi tuvo un amigo, Bruno, uno a quien suele nombrar y que la palmó en un accidente. Ramón hace que no y no con la cabeza y se da vuelta para mirarla con pupila de estilete, como decía el Canica, y rabia por no reconocerla, aunque sepa que la conoce, hace un esfuerzo, luego más y al final grita: ¡ah, la gorda del vestido verde! ¡La de los espejos! La gorda del vestido verde, la que invitó a cenar con el negrito hace añares… ¡Qué memoria, madre mía! ¿Tú ves que ahora yo esté gorda, Ramón? Él lo niega a regañadientes largando esos globos de saliva amarillos que revientan al contacto con el aire. Fabi dejó de ser gorda hace mucho tiempo, ya no le dan miedo los espejos, y menos él. ¡Si eso fue en otra vida, mujer, qué quieres ahora! ¿Qué voy a querer sino el dinero del libro que jamás me publicaste? Las ciento cincuenta mil pesetas que me dio Jonás Gálvez, mi primo. Ramón está estupefacto: ¿Jonás Gálvez? ¿Y quién es Jonás Gálvez? No voy a explicarte eso, tarugo, tú mete la tarjeta o te olvidas de tu culo sucio, y que sepas que no vamos a conformarnos con novecientos euros si no con tres mil, pues ya pasaron como veinte años y viendo que los viejos empelucados de Ginebra nos vienen jodiendo a base de bien desde que cayó la peseta, ya sabes… tres mil euros, hijo, que es lo que cuesta hoy la publicación de un librito de mierda cualquiera. Nos sorprende in fraganti una vieja toda apuntillada, apeinetada y enguantada, muy folclórica, que empuja la puerta para entrar: ¿Ramón, estás bien? Sí, sí, mujer… estoy bien, lárgate que estoy terminando una operación... La vieja nos mira con suspicacia pero como aparece otra y la agarra del brazo, suelta la puerta y se va, afuera continúan reboleando las cadenitas y el cajoncito en miniatura, se oye la charanga, etc. Fabi sigue firme, a lo perro: ¿a cuántos escritores estafaste antes de largarte con el dinero? ¿Y el chanchullo de las líneas 806? ¡Pon la tarjeta y saca tres mil, venga! Para Ramón esa suma es un escándalo: no, no, tres mil nunca, novecientos y ya, que ese libro era una mierda... Pero ella es porfiada, así que se embroncan en una lucha a codazo limpio y punta de mocasín para quebrar la tacañería de un Ramón entre miedoso y dispuesto, con tal de que no le hundan más el carillón, que eso duele. ¿Os seguís divirtiendo? Y Fabi: ¡como locas! Al final es ella quien marca los tres mil, Ramón intenta cancelar, ella pierde la punta de una uña y de aquí a la eternidad el cajero del BBVA entrega los tres mil euros, la gota gorda. Fabi me los da a mí. Dice que también me guarde la cartera, que es cara, un flanco de caimán más peligroso que él, que la guita va y viene, los amigos no. Quiere que Ramón se empache de vergüenza por Bruno, que sienta en sus entrañas la impresión musical del llamador de ángeles, ya que tanto le gustaban los instrumentos musicales que iba a comprar a la tienda de Bruno, a quien espantó antes de que muriera aplastado por una camioneta mientras se escapaba de él: ah, el negrito… ¡ese chaval no tenía cabeza, salió corriendo a la desbandada, no fue culpa mía, nunca hacía caso! Fabi le grita que no era de tarde si no de noche y en la puerta del Nexus, que los vio una amiga, y cuando Bruno quedó tirado en la calle el muy cagón cogió el coche y se largó. Ramón tiembla, dice que estaba borracho, que no se acuerda, que no sabe qué es el Nexus… ¿el Nexus?, que no tiene la culpa de que el chaval haya salido corriendo, que no fue su coche el que lo golpeó, que deje de retorcerle los huesos… ¡si ese negrito no sabía ni chuparla! Fabi se queda helada. “Ese negrito”, oye, y por la cara que pone me parece que las palabras de Ramón la enfurecen. Todo un tema bien jodido. Es ahí cuando lo empuja contra el cajero y yo le grito que pare: ¡pará!, pero ella no me hace caso y el viejo pierde el equilibrio, y se tambalea y cae contra un rincón, y queda atrapado entre el cajero y el cesto de basura enredado en su capa de Sherlock. Así que hay que salir rajando. Alcanzamos la esquina, doblamos, nos perdemos… Ella se habrá roto una uña y va llorisqueando, pero yo sé que no llora por la uña. Yo sé que no llora por el libro, sé que llora por Bruno, y también por Jonás. Olvidemos a ese cabrón, me susurra como si no hubiera pasado nada, tú coge el dinero que yo no lo quiero... quédatelo, úsalo para el niño o la tienda... ¡te lo debe, si le debe pasta a medio Madrid, estoy segura! Lo que te apetezca a mí me vale, se llevará a la tumba el momento del golpe después de que atropellaran a Bruno por su culpa; y a ti voy a comprarte un carillón nuevo, te lo prometo, ése ya cumplió su función desconsoladora.  

  Nos arrastramos por la calle sin rumbo fijo. La verdad, me importa un pito el llamador de ángeles.

 

 

 

 

 

 

FABIOLA

 

  Diana y yo terminamos, pero la amistad no se rompió a pesar de las broncas. Un día le dio por salir a la calle con un altavoz. Se ponía en la plaza de Santa Ana a denunciar sus carencias — o más bien las de sus protegidos — en plan mariscala de las causas perdidas. Luego se mudó a la Cibeles y finalmente a Puerta del Sol, ella sola, una okupa callejera sin respaldo. No es que tuviera mucho público. Al principio la gente se iba acercando con timidez y se quedaban allí a escuchar su arenga, hasta que alguien cobraba coraje y le pedía el altavoz para continuar con sus propias peripecias.

  Casi al mismo tiempo las redes sociales capturaron la insatisfacción ciudadana que presintió el derrumbamiento de un sistema representativo caduco, y empezaron a generarse plataformas de difusión que promovían la asamblea espontánea. El alzamiento se olía en el aire, aún muy esporádicamente, pero constante y organizado. Se deben haber inspirado en la estrategia de las hormigas, que te derrumban una casa cuando ya se han comido los cimientos. En este caso, con la ayuda del activismo digital y de papel. “¡Indignaos!”, rezaba el panfleto de tapas rojas escrito por Stephane Hessel, un nonagenario de la resistencia francesa. Diana lo vio venir, y fue una de las primeras en gritar por el megáfono: “¡Esto no sirve, queremos una democracia y no una farsa!”. En cuestión de meses pasó del megáfono solitario a manifestarse el 15 de mayo de 2011 en la calle de Alcalá con miles de personas, una semana antes de las elecciones autonómicas. Yo la seguí, a pesar de que no lo había visto venir. Pero Luján sí. Embarazada. Embarazadísima. Creo que ella lo vio venir incluso antes que nosotras. “Qué indignados tan alegres”, decía con sorna.

  Al día siguiente ya eran más de un centenar en Puerta del Sol. La junta electoral mandó desalojarlos, entonces la cantidad se duplicó, y volvió a duplicarse al día siguiente. Ya el jueves la presunta precariedad de ese “poblado chabolista” —como lo llamó el gobierno— era aparente. Fue la acampada más grande que nos tocó ver jamás, como un zoco construido a base de palets y lonas azules, gigantescas, para que la gente pudiera pernoctar y guarecerse de la lluvia, porque también llovió. Dentro se percibía el organigrama, la intención, el método. Estamos preparados para todo tipo de sabotajes, se leía en un cartel. Aunque hubiera surgido de un día para otro, costaba creer que se tratara de un movimiento espontáneo. Pensar que empezó a escribirse el 15 de mayo de 2011, y de manera fortuita, es ingenuo. Ya venía circulando por la red desde hacía meses, sino años. Se gestó también en los blogs y a través de la libre difusión de power-points, manifiestos, foros y comunicados que circulaban por internet, fue creciendo a su sombra, amparado en la gratuidad de una vigorosa trama que en poco tiempo se hizo fuerte frente a los medios oficiales, e incluso los sobrepasó. Tuvimos la sensación de estar asistiendo a la creación de una patria aplazada y escrita, además, en discurso directo libre sobre un palimpsesto.

  Sin embargo, el 22 de mayo la derecha ganó las autonómicas en Madrid y en gran parte de España. Estábamos todos con los tapones de punta, pero a ellos ni les sorprendió ni les desalentó: no había partido político que los pudiera representar, por lo tanto, ganara quien ganara daba igual. Decidieron vivir al costado del sistema solar. Y del sistema en general, costase lo que costase. Nunca el nombre de la plaza había tenido más sentido que hasta ese momento: Cuidado, señores, que aquí viene el sol.

  El 25 de mayo quedé a las tres y media de la tarde con el hijo de Jonás, quería verlo y darle una cosa. No fue casual: el chico estaba en una de las comisiones. La que me introdujo en la acampada fue Diana, que llevaba un tiempo okupando un edificio. Y Luján, claro, entre atolondrada e incrédula, ella no podía faltar a semejante acontecimiento: conocer al retoño de Jonás Gálvez.

  Diana nos empujó por los pasillos como si llevara diez años ahí, aunque el asunto no tuviera más que diez días. ¡Si hasta había biblioteca! Y yo donde haya biblioteca, sea en una jaima improvisada en Puerta del Sol o en una cueva en los Himalayas, fijo que me paro a husmear. En principio no hubo nada que me atrajera particularmente, excepto una vieja edición, ya descatalogada, de Bruguera: Nova Express, de William Burroughs. Me hubiera gustado quedármelo, pero no aceptaban dinero. Lo revisé. Caramba, una edición del 78, eso ya no existe... Pensé en robarlo, pero me sentí vieja para eso. Entonces pensé en sobornar a la bibliotecaria para que me permitiera tomarlo prestado y devolverlo después. La chica elevó una vocecilla de masa corporal mínima, aunque firme: “Lo siento, los libros se consultan aquí”. Fin de los argumentos. Luján se dio la vuelta: “¿Qué hacés?” Nada, dándole un repaso a un libro. Terminamos las tres tumbadas en un sillón cubierto con jarapas para tomar un respiro, el calor era insoportable. Lo abrí al azar, en la página 63:

  Asaltad el Estudio de la Realidad. Y reconquistad el universo.

  Se lo mostré a Diana.

 — En eso estamos — dijo.

  A unos metros, dos chicas arriesgaban una partida de ajedrez en un silencio absorto, bajo una niebla de carteles de colores y carillones de papel. Un hombre disfrazado de abeja y en bombachos pasó entre nosotros refrescando con un pulverizador.

  Me fui a la primera página del Nova Express:

  Escuchad mis últimas palabras en todas partes. Escuchad mis últimas palabras en todos los mundos. Escuchad todos vosotros consejos de administración sindicatos y gobiernos de la tierra. Y vosotras potencias protegidas por sucios acuerdos consumados en alguna letrina para robar lo que no es vuestro. Para vender el suelo bajo pies no natos para siempre.

  ¡El cabrón de Burroughs, siempre dando en el blanco!

  Me levanté, ansiosa:

— Ya es la hora, vamos por Mateo que nos espera en información. ¿Estás bien, Lu? —. La pobre hizo un gesto como para decir “sí”, tras lo cual la extrajimos del sillón entre las dos. 

  Diana:

— No se te ocurra romper bolsa aquí, chica, solo eso te pido.

  Luján soltó una risita extraña, casi sarcástica.

— No es tiempo — dijo, a secas. Pensé que estaba nerviosa porque iba a conocer a Mateo. 

  Yo llevaba tiempo sin verlo. La última vez fue en marzo de 2010, en la presentación de mi biografía sobre su padre, porque al final hubo una. Después de la recepción, me pidió que le firmara dos ejemplares, uno para él y otro para Majo, su compañera peruana. Hacen una pareja formidable, tan guapos los dos, a pesar de que ella le saca unos diez años. El chico es un poco tímido, no sé a quién habrá salido. Exhibe un perfil bajo y lleva una vida sencilla. Desahogada, pero sencilla, sin grandes pretensiones, con un piso en el barrio de las Letras y la Scorpa negro azabache que heredó de su padre. Reyes hizo un buen trabajo sabiendo protegerlo de la prensa, y él se mueve como pez en el agua en su saludable anonimato. La pureza de su mirada habla de una vida lejos de las presiones que podría suponerle ser el hijo de Jonás Gálvez, con alguna salvedad. A ojos del chico, mucho trabajo y muy poco glamour, que para eso estaban las señales que le fue dejando la Pájara durante toda su infancia, siempre que daba una nota en calidad de viuda mártir, mientras él se quedaba esperando solo en la zona para juegos. 

  Estábamos allí porque me había llamado a fin de comentarme sus impresiones sobre la biografía, que se leyó en cuarenta y ocho horas. No sabíamos —o al menos yo no sabía— que iba a estallar el 15 M; él no sé. Me dijo por teléfono que tras la segunda página ya no pudo detenerse, y empezó con los halagos formales propios de un chaval bien educado. Cuando consiguió aflojarse disparó el revólver caliente de su conmoción (“Qué putada ser hijo de Alguien”, llegó a decir, dejando bien claro en la expresión que la última palabra iba con mayúscula). Fue un momento incómodo, pero al final confesó el alivio que le producía saber que el último libro sobre su padre lo hubiera escrito yo. Supuso desde el principio que yo no iba a lapidarlo ni a reivindicarlo, y pensaba que al menos había logrado aproximarme “a la verdad”.

  Luján le pidió un poco de agua a una mujer de pelo afro que cocía alguna que otra hierba en un mortero, junto a una mesa donde recogían firmas. Mateo me hizo señas levantando el brazo. Por su aspecto se diría que llevaba semanas en la estacada. Me costó reconocerlo, porque se había envuelto la cabeza en un turbante hecho con un pareo, había bajado de peso y tenía la piel mucho más morena. Pero seguía siendo el vivo retrato de Jonás, con los dientes torcidos de su madre y los ojos gris-malva de su padre, un rostro anguloso, de líneas firmes, de boca ancha, sensual, con un persistente rictus de insolencia que nunca llegaba a desatarse. Nos abrazamos. 

— Qué tal vas, primito…

— Hecho polvo, pero bien... Llevamos muchos días, ya.

— ¿Estuviste desde el principio? No te vi el 15…

— ¡Éramos demasiados! Estuvimos, por supuesto, y seguimos estando desde la noche en que aparecieron los antidisturbios y nos arrastraron… sí, desde la primera noche.  

  Se refería a la madrugada del 16 de mayo, cuando la gente que decidió ocupar pacíficamente Puerta del Sol fue arrastrada por la policía. No funcionó, porque recibieron apoyo ciudadano y al día siguiente se montó la acampada. Días después, cuando quedamos, me comunicó por teléfono que estaba entre ellos y hablamos un poco. Según él, tal vez se les hubiera tomado más en serio de haber salido a la calle con palos y piedras, a amenazar o a matar. Lo de ellos, más que indignación, era una fuerza a todo color saliendo a chorros por los poros de un cuerpo social que estalla. Algo que llegó a admitirse a medias, y con aparente desidia, desde un sillón de despacho, que les exigía ir tomando posiciones políticas concretas. “¡Sois el futuro!”, se les decía, “¡Subid al Parlamento!”, se les tentaba; “¡Bautizaos!”. Para ellos todo eso ya era agua pasada. El movimiento carecía de conductores, se resistía a los liderazgos, y sobre todo a los partidismos. Que observara, si no, cómo se les tachaba de nihilistas y cómo los supuestos adalides del ideario revolucionario de antaño les miraban con una mezcla de rabia, escepticismo y desprecio. En algunos sectores la desaprobación estaba a la vista, pero no se admitía. Se sentían agobiados por la intachable dialéctica proletaria, ésa que justificó los grandes idearios de otro tiempo y que a la larga acabó colocándolos en la cúspide del sistema. Un sistema vendido al administrador de turno a cambio de un puestecito funcionarial, que a la larga terminó pagando su segunda vivienda en las afueras. 

— No nos fiamos de nadie, ni de los políticos, ni del bipartidismo… ¡ni qué hablar de la prensa! La lucha es contra la dictadura del mercado. ¿Firmas?

  Papel por delante, Luján le plantó la suya. Mateo sonrió.

— ¿Y tú?

— Claro, dame…

— ¡Eh, Diana! —. Por lo visto ya se conocían.

— Es que estamos en la misma comisión — aclaró ella.

  Me dio cierta estúpida envidia.

— ¿Y tú? — a Luján.

  No, ella no, ella no estaba en ninguna. Ella no podía quitarle los ojos de encima, nomás. Creí justo presentarlos:

— Es Luján, la que me motivó a que escribiera sobre tu padre.

  Quizá no debí haberlo dicho, porque Lu retrocedió instintivamente. Por lo visto pretendía mantener bajo el perfil delante del muchacho y yo lo arruiné. Igual supo arreglárselas:

— La voz de tu papá casi me hace caer adentro de una piscina cuando lo escuché por primera vez, apenas llegada a España.

  Como Mateo no entendiera, ella se enredó un poco explicándole la anécdota que la convirtió en fan. Noté que al momento siguiente se sintió ridícula. Él sólo atinó a decir: “Pues un placer”. ¿Y qué iba a decirle, la pobre criatura? Luján venía con nosotras sólo para conocer al hijo de Jonás Gálvez, y en un contexto insólito, con Diana temblando porque rompiera bolsa en medio de la acampada, aunque aún le faltaran cincuenta días.

— Venid a comer.

  En la carpa nos recibió Majo. Con el cuidado de un feriante, la mujer extendió el mantel en el suelo y colocó los alimentos. Tortilla, queso, jamón, nueces, un frasco de aceitunas negras, pan, ensaimada, anchoas, un trozo de melón… té helado. Una mesa apetecible. Yo saqué un pack con cuatro botes de cerveza para compartir, algo que Mateo rechazó discretamente, haciéndome un guiño con el que me dio a entender que antes bebía como un cosaco:

— Paso, lo dejé hace años.

— Han declarado la acampada zona libre de botellón, pero igual dame una — afiló Diana.

— Otra — dijo Luján. Se colgó del brazo de un un rechoncho clown que pasaba por ahí refrescando a la gente con un pulverizador, camiseta amarilla y gaita al hombro, un colega del hombre-abeja. ¡Agua, agua!, que la rociara con agua… Él se detuvo riendo y le mojó la cara, el pelo, la camiseta. Abrí tres botes de cerveza, y el líquido brotó a chorros.

— ¿Estuvisteis en alguna asamblea?

— No, niño, yo no.

  Mateo se inclinó hacia Lu con curiosidad:

— ¿Y tú?

  No, tampoco.

— Porque en Argentina ya habéis pasado por esto — comentó él candorosamente.

  Luján se enderezó por instinto y lo enfocó de lleno con el fogonazo de una mirada triste. Yo ya lo sabía. Ese zoco en el que se aglomeraban jóvenes universitarios con amas de casa, abuelos, tenderos, parados, pensionistas, migrantes y un sinfín de colectivos, a ella le tenía sin cuidado. Desde que la vi haciendo rebotar racimos de globos de colores en la calle de Alcalá el 15 de mayo, me dio la impresión de que estuviera asistiendo a un concierto de rock, o más bien esperando que entrara de una buena vez la banda, abstraída, como mirando las musarañas. Cada vez que alguien mencionaba el ejemplo de la debacle argentina del 2001, ella lo escuchaba torciendo la boca con un gesto que hablaba más alto que las palabras. Para mí que tenía escrito algo sobre el asunto, pero que no le interesaba darlo a conocer. Por alguna razón nunca me hice un espacio para preguntárselo.  

— ¿Argentina? No, en Argentina no fue así.

  El muchacho no entendió, así que ella fue muy directa:

— En Buenos Aires si te agarraban en una protesta te molían a palos como a un muñeco. Yo lo vi. No, en Argentina no fue así.

  Mateo intentó meter su bocadillo:

— Ya, ya… tengo entendido que allí hubo violencia, sí. Igual, el contexto…

  Luján, que había venido a conocer al hijo de Jonás Gálvez, terminó soltándole la epopeya penosa y sin gloria de la Argentina quebrada, toda de golpe:

— En mi país la moneda nacional se esfumó y fue reemplazada por unos bonos que en algunos lugares te los aceptaban y en otros no. Había fábricas vacías, supermercados quebrados, plantas desmanteladas, gente tirada en los hospitales… faltaban medicamentos, borraron décadas de industria nacional, hubo saqueos…

— Lo de Argentina fue trágico — intervino Diana.

— A un pibe le saltaron por encima y le bajaron las encías de un manotazo. Había gente por todos lados… balas, piedras, una vez llegué a ver el mar a través el humo. No, la verdad que allá no fue como acá.

  Mateo se había apoyado en un codo y miraba a Luján con atención.

— Esto te parecerá Eurodisney, entonces… — dijo sombríamente.

  Majo le ofreció a Lu un bocadillo de anchoas. Se le puso al lado en complicidad y le preguntó de cuánto estaba. Siete meses y medio.

— Vosotros habéis derrocado un presidente…

— Sí.

— Después de que decretara el estado de sitio para poder justificar la represión con balas de plomo — me entremetí —. Porque allí hubo muertos.

— En Mar del Plata, la ciudad de donde soy, a los jefes sindicales les llovieron palos, todos terminaron en el hospital. A mi hermano…

— Una puta cacería — machacó Diana, mirando a la nada.

— Sí, y después todos los que pretendían gobernar, arrugaban. Nadie sabía cómo hacerse cargo del marrón.

— Supe que mataron a unos chavales en una carga policial — balbuceó Mateo.

— Se los cargaron antes de que lograran cortar un puente en Buenos Aires. Mi hermano conoció a uno de ellos. A él también le dieron, pero fue de otra manera.

  Mateo pensaba con la cabeza gacha, apretando la barbilla contra el pecho.

— Yo sé que no puede compararse — dijo con tiento —. Lo sé. Pero en Argentina la gente no se entregó. Montaron asambleas, circulaba el trueque… es un buen referente, aunque no queremos    repetir ciertos traspiés como el caudillismo en algunos sectores.

— Aquí hay horizontalidad en la toma de decisiones — dijo Diana.

— Allá también, al principio, el caudillismo aparece después, cuando hay alguien que le encuentra el gustito al poder. Pero no creas que las asambleas duraron mucho, eh… además de la que la mayoría eran en Buenos Aires. Canica… Canica era mi hermano, él estuvo en una grande que se hizo en un parque enorme que hay allá después de la represión brutal que nos tocó a los dos, donde le dieron un culatazo en el pecho que para mí a la larga lo mató. 

  Mateo hundió aún más el mentón contra el pecho sin saber qué decir. Ese gesto ensimismado se parecía más al de su abuelo en el funeral de Jonás que al de su propio padre.

— Ustedes pueden estar tranquilos, eso nunca va a pasar acá — continuó Luján —. En España no hay la brecha de desintegración social e institucional de Argentina, dentro de todo están más relajados, el sentimiento de urgencia es menor. Allá la sensación fue de urgencia absoluta, sentir que los escombros se nos venían encima. Yo impugné el voto, me acuerdo, el de las legislativas.

— Yo directamente no fui — dijo Mateo.

  Los demás tampoco habíamos ido.

— Pero en Argentina es obligatorio, eh…

— Ya. ¿Impugnaste a cero?

— No. Puse un recorte de Mendieta, el perro de Inodoro Pereyra, diciendo: “¡Qué lo parió!”, y metí el sobre en la urna.

 Además de Luján sólo yo sabía quiénes eran Inodoro y Mendieta, pero de igual manera todos estuvimos descojonándonos un rato.

— La mitad del país impugnó, y nunca había pasado. Ya se nos venía subiendo el calentón. 

— ¿Y cómo te ha ido aquí?

  La pregunta del hijo de Jonás no tomó por sorpresa a mi amiga. Habiendo superado los sabotajes y auto sabotajes del pasado, sólo se agarró la tripa a dos manos y su respuesta fue breve, pero firme.

— Creciendo por todas partes. Una amiga y yo montamos una herboristería por Ciudad Lineal y esperemos que la crisis no nos tumbe.

  Majo habló con cautela:

— Bueno… al menos…

— ¿Al menos qué?

— Que si no funciona tienes donde volver. Dicen que ahora la Argentina está en alza.

Luján fue tajante:

— No, ya no hay por quién volver, yo me quedo acá pase lo que pase.

  Mateo se mantuvo un rato pensativo mientras comíamos, y al rato dijo:

— Vale, yo sé que a la gente de Latinoamérica y a los africanos esto le parecerá una minuncia... Aquí mismo se nos ve como una pandilla de perroflautas jugando a las trincheras entre dos frentes de guerra. Piensan que esto es romanticismo… Hiroshima con Dylan, un love and peace and freedom a la española con el no future punk, la cocina ayurvédica y el mayo francés, todo en el mismo número. Pero no es tal, porque nos apoya gente de varias generaciones... porque el país entero salió a la calle y hay que estar muy ciego para no verlo. El capitalismo nos quiere a todos en el calabozo, arrodillados o muriendo despacio. Entonces hay q ir a por los sobrevivientes.

  Él sabía que desde el oficialismo bicéfalo el sonido de la flauta había empezado a chirriar: “vale vale, que ha estado bien el pataleo, muchachos, pero ya va siendo hora de concretar”. Los críticos del movimiento alimentaban el sueño de ganar la pulseada por nock-out técnico. Ni siquiera se contemplaban los escasos diez días que tenía, y el fenómeno que significó dentro y fuera de España. La manera en que había cambiado el mundo desde que empezó. La spanish revolution se escudriñaba desde ventanas acristaladas con una mezcla de sarcasmo, desprecio y esa cierta condescendencia que se tiene con los chavales en la edad del pavo.

— Como sea, en una semana habéis conseguido poner de pie a tres cuartas partes del planeta.

  Paradójicamente, él sonrió con pereza.

— Es que hay que empezar a cavar, prima —. Estuvo callado un buen rato con el rigor que exige toda comida al aire libre, treinta grados a la sombra. Luego me clavó una mirada exploratoria: — ¿Qué te parece todo esto?

  Recordé las palabras que su padre escribió en un papel hacía tantos años. Aún guardo esa carta en un cofre de madera forrado con papel de estaño repujado, junto con un origami en forma de saltamontes hecho con el peine de Bruno, y la casete que llevaba en mi bolso. Hay dos líneas que me vienen persiguiendo desde entonces, y que intento refutar cada vez que por alguna razón vital se me ponen por delante. Dicen, salvando los tiempos y las personas, que nosotros nunca llegaríamos a inventar nada nuevo en un mundo que nos pensó el futuro antes de que pudiéramos imaginarlo. Me hubiera gustado tener esa carta allí para leérsela. De seguro él me la habría refutado. Mientras Jonás se veía montado sobre el techo de un tren que conducía al paraíso de los idiotas, con el viento en la cara y solo —algo que llegaba a sonar como el truco ya muy visto de una mala película de villanos—, Mateo se ponía al mando de la locomotora. En el punto de partida. En el centro mismo del sol. Naturalmente, él esperaba que yo me mojara al ciento por ciento. Sin embargo, todo lo que obtuvo fue una respuesta profiláctica:

— Pues, cojonudo. Me gusta la cultura asamblearia, a la larga o a la corta esto será un éxito.

  Se lo tomó a guasa:

 — ¿Éxito? ¡Qué es eso! ¡Éxito! ¡A que no te lo crees!

— Bueno…

— ¡Éxito!

— A ver, niño, tú me preguntas y yo quiero creer eso.

— Ya, pero decir que quieres creer en algo, no significa que te lo creas...

  Chiquillo insufrible. Suerte que no tuve hijos. Hubiera sido una madre desastrosa. Hubiera sido una madre como mi madre, siempre con un as en la manga. O dos. Intenté corregir, recomponer la pieza y justificarme. Dejar al descubierto las limitaciones de mi generación siendo agorera. Y perspicaz. Simplificando mucho, yo pensaba que pasado el entusiasmo inicial, quienes no estuvieran realmente comprometidos con el movimiento más allá del clima festivo que había generado, se esfumarían tan rápido como llegaron. Se quedarían quienes sobrevivieran a las tentaciones de los egos personales y a las argucias de los egos ajenos (lo cual era impensable). Los asamblearios y los obstinados. Se quedarían quienes no tuvieran nada más que perder, y quienes confiaran tanto en lo tangible como en lo inmanifiesto. Y algún malvado, también se quedaría. El proceso de saneamiento iba a ser largo. La España del movimiento no atacaba porque no estaba a la defensiva, pero atacaba. Mucho antes de optar por la vía de la revolución pacífica, hubo que pasar por algunas guerras perdidas y muchos abuelos muertos. La experiencia había dado cierta sabiduría. Por lo tanto, su generación no golpeaba con furia, pero golpeaba. De lo contrario se hubiera golpeado a sí misma, y cualquiera que lo lleve en los genes sabrá que usar la fuerza no es la mejor manera de golpear.

— ¿Te quedas, Fabiola?

  Diana llevaba tiempo intentando meter baza en la conversación y esperó mi respuesta alzando una ceja. No me había percatado aún de que estuviera sentada frente a una mesa examinadora.

— Por supuesto, mientras me hierva la sangre… a lo que no voy a apuntarme es a las luchas intestinas. Que ya se ven en las asambleas. Sucederán mientras haya humanos... si hasta los pájaros se pelean por una migaja de pan, ¿no se van a pelear los humanos por una migaja… de lo que sea? Creo en una democracia directa, sí… creo, y creo que sacudirá estos cimientos y que a la larga levantará los suelos.

— Sí, la vía va por debajo, esto requiere paciencia — convino Mateo relajadamente.

— Para algunos este movimiento no se comprende sin palos y piedras —ponderé —. Y para otros es una provocación justamente porque no los usa.

  Él asintió.

— Sólo plantamos la semilla, de aquí saldrá la tercera fuerza —.  Y cambió de actitud al instante, sonriendo como un niñito: — ¿Nos damos una vuelta? Os muestro la acampada.

  Caminamos por la vereda de la concordia, ésa que tanto repateaba a los políticos y hacía que transeúntes de cualquier edad y condición se miraran a los ojos sonriendo, con una alegría cercana a lo pueril. No recuerdo haber visto gente tan relajada desde que tenía ocho años, antes de que empezáramos a vivir en celdillas, como las abejas. En compartimientos estancos, como bestias cebadas a base de pienso de lujo, a salvo de cualquier emoción demasiado extrema. O simplemente, a salvo de cualquier emoción. A cubierto de la gravedad colectiva, las miradas espías, los silencios asfixiantes, las respuestas frugales… En cada mirada se adivinaba con alivio el derrumbamiento de la muralla defensiva, el asombro alegre ante la espontánea aceptación del forastero. Es lo que pasa cuando se desatascan las emociones y se rompe la tensión. Madrid se había vuelto un parlamento urbano. El Parlamento real amenazaba con irse al garete a causa de los niños. Niños preciosos con los dedos de los pies bien agarrados a la tierra. Gente de gran elasticidad. De ojos grandes, luminosos. Con turbantes, en babuchas. Salían a la calle armados hasta los dientes con principios y argumentos a prueba de cachiporras y balas de goma. Habían dinamitado toda posibilidad de esperanza sobre cualquier forma de gobierno que no apostara por la inteligencia colectiva. Ocupaban edificios para los afectados por las hipotecas. Gestionaban la creación de cooperativas. Montaban guardia delante de los ministerios. Organizaban marchas entre países y capitales. Con firmeza, interpelaban a los funcionarios, seguros de que al hacerlo alojaban la primera semilla. Convencidos hasta el tuétano de que la supuesta dialéctica que se cocinaba en los despachos no era más que una farsa. Se te plantaban como una roca ofreciendo una flor. A la poli: “¿Tú te ensañas conmigo? Yo no me moveré. ¿Tú me mueles a palos? Yo te doy la flor”. La ecuación era sencilla: dos ideas opuestas pueden formar una tercera. Venga una flor. Lo cual movía a risa, pero era una risa con los dientes largos, porque la flor en la mano resultaba sediciosa: ofrecía la resistencia de la otra mejilla, pudiendo, a la larga, más que un tanque. No hará falta ser muy sabio para deducir que si continuamos aquí no será por Hiroshima, sino por alguna otra cosa. Esos niños nos llevaban ventaja. La narcosis feliz de los 80 no les convencía. No la necesitaban. Rechazaban de cuajo el embotamiento de los químicos, asomándose al pasado inmediato casi con lástima. Había un punto de benevolencia en esa mirada juvenil. Era una benevolencia desdeñosa. El descuartizamiento implacable de un sistema que ellos ya habían reconocido como ardid. Desdeñosamente, además, y con más tolerancia que desdén. Con la tolerancia motivada por el desdén de quien ha despertado de un sueño que ha visto en otros.  

  ¿De dónde habrían salido esos niños?

  ¿Dónde estábamos nosotros mientras crecían?

  Saboreando, supongo, la carne venerable de la contracultura. Nuestra generación sólo llegó a vislumbrar sus estertores finales, vimos el escenario desmontado, nunca llegamos a ver la actuación. Heredamos los retales, las sobras. A la edad de ellos yo llevaba el nombre de Lipovetsky tatuado en mi nuca y una pipa no muy limpia escondida en lo más profundo de mi abrigo, aunque —ciertamente— era incapaz de comprender a Lipovetsky, y la pipa no fuera sino otro recuerdo de mi padre. Buscaba una madriguera a mi medida, un tercer mundo singular sólo para mí. No quería un cuarto de hotel tipo tipo búnker, ni un coche de alquiler, ni una mesa impecable en un aséptico restaurante de ciudad, así que me dormía en el hueco de un parque y soñaba con Marruecos, con la gran ciudad de Féz, con sus lúbricos resplandores a la hora del crepúsculo. Pero despertaba sobresaltada por mis obsesiones, en mi madriguera. Con el alma acorazada, en latitud este al gran territorio donde los niños saben que la vida no era un paraíso de frontera. Se esperaba que fuéramos todos oficinistas, bancarios, economistas. Como no te gustara la cosa tocaba la vereda de sombra del outsider. Pero no la del outsider contracultural orgulloso de su secundariez, sino la del mediocre avergonzado, de refilón, llevando su disidencia de la boca para afuera. Los 80 y 90 y esa sensación de recta final. Luego ese hastío, esa inercia. Gente robotizada comiendo basura. Con el big-mac te llevabas el juguetito. Década y media, o más, con la vida secuestrada, tiempo vivido por los bancos cuando creíamos estar de vacaciones en Mallorca (“Piensa en el futuro, así mueres más rápido”) Todo el mundo currando para cobrar su jubilación y retirarse a los sesenta y cinco. Retirarse de la vida, para tener la casa pagada al banco, a los sesenta y cinco. Para empezar a vivir a los sesenta y cinco, con la X tatuada en la frente de una generación gris. Era imprescindible que esos muchachos me creyeran motivada por el tónico vital de la misma necesidad que los movilizaba a ellos. Mejor seguir caminando.

 — ¿Sabes tú cuántos terminan diciendo que sí porque le va el rollo y cuántos porque no acaban de aclararse? — Mateo hablaba con alguien al otro lado del móvil — ¡Pero si no me refiero al próximo presidente del gobierno, tío, si tú sabes que suba quien suba va a dar igual! —. Se quitó el turbante con nerviosismo y los rizos le cayeron por el cuello y la espalda, mientras dibujaba formas en el suelo mugriento con la punta de un pie sudoroso.

  Habíamos entrado a una tasca y nadie parecía hablar más alto que él, el chico tímido había desaparecido. Concretaba una cita, se apuntaba a una asamblea, hacía y deshacía su agenda... Le escuché decir que al día siguiente se manifestaban los africanos. Seguro que los medios iban a cebarse con ellos. Querían ver al África entera subida a un cayuco, masificada, topmantarizada, analfabeta… ¡Cabrones! No les convenía que se supiera que los africanos piensan. Pivotaba de un tema a otro de un modo fugaz, y no por ello menos apasionado. Así me enteré de que el asunto del consenso absoluto en las asambleas le tenía a maltraer. Le preocupaba que al no querer excluir a los que disentían, se acabara excluyendo a muchos de los que consentían. Desconfiaba de los liderazgos. De los alborotadores y los infiltrados que no eran parte del movimiento, sino de otra cosa. De las aves de rapiña que encontraban allí terreno propicio para captar clientela.

  Con el oído atento a su conferencia, yo iba mirando el suelo y tomando apuntes mentales. De repente todo aquello estuvo muy claro: los dos transitábamos por la misma vía. La fiesta de la tarde, a metros de Sol, se convirtió en un pálpito amargo, de noche húmeda, fría, de mal agüero. Él también desconfiaba del futuro. Que no me lo dijera a mí, ya era otra cosa.

— Ése es Gorka — sentenció Majo, encaramándose a un taburete con gesto malicioso —. Ése es Gorka que sigue preocupado por saber quién será el próximo presidente del gobierno…

  Diana se echó a reír. Añadió que le urgía una caña. Nos apuntamos las tres.

— Qué calor hace aquí, ¿verdad? — Mateo apagó el móvil y se asomó al hilo de la barra para pedir una limonada con mucho hielo. Me hizo gracia. ¡Una limonada con mucho hielo! Faltaba nada más que pidiera un vaso de leche. Salvo por su rebeldía, era todo lo que su padre no hubiera podido ser nunca. Ni un sólo gen consagrado a lo adictivo. Una descarada afrenta a los presuntos condicionamientos de la genética.

— Bueno, Diana y yo nos vamos a la asamblea de inmigración — anunció Majo, así que pagamos y salimos todos.

  Afuera nos absorbió el flujo estridente de una masa multicolor de humanos marchando hacia Puerta del Sol. Yo salí primero, y Mateo me dio alcance inmediatamente:

— ¿Queréis ir con ellas?

  Luján se excusó diciendo que ya no le daban las piernas. Era verdad. Yo lo hice mintiendo un compromiso inexistente. Mateo lo aceptó y anduvimos un buen trecho sin hablar, tomando distancia y pegoteándonos de forma intermitente a causa del gentío, mientras mi amiga se iba por las ramas diciendo que dentro de la acampada estábamos protegidos de la horda mercenaria capitalista, la gente se veía armoniosa dentro de ese fantástico metabolismo, que según ella era la réplica de la fogata primordial, un fuego simbólico.

— Acuérdense de cuando nos protegíamos de las fieras — remató emocionada.

  Mateo aprobó su comentario con su sonrisa de oreja a oreja. Ella quería sonsacarle cosas.

— Sé que no viene al caso, pero Fabi me contó que producís…

— Soy productor, sí.

  El morral me golpeteaba contra el muslo dando de lleno, por cada paso, con el estuche de plástico de la casete. Sumergí la mano, la toqué, miré al muchacho que conversaba escuetamente con Luján, y esperé. Luego se me puso bien cerca, dándome con el codo en el costado. Parecía que quisiera decirme algo y no supiera cómo, con las manos metidas en los bolsillos de las babuchas, el pecho vuelto hacia dentro, las pupilas exploradoras simulando fijarse en la punta de mis zapatillas. Con mucho reparo, indagó:

— ¿Escribirás aún día sobre esto?

— Seguramente.

— No sobre mí, ¿eh? A mí ni me menciones…

— Hecho.

— Es que todavía hay alguno por ahí que espera que me dé por el cante, que componga… ¡yo qué sé!

— La gente es así.

— A mí no me dio por el cante o la preparación de la absenta con cuchara de plástico, eso era cosa de ellos —. Hizo una larga pausa, casi epidérmica, que luego volvió a romper: — ¿Tú qué crees que estaría haciendo Jonás ahora mismo? ¿Estaría aquí con nosotros, bajando por la calle de la Cruz? ¿En una carpa con los gitanos? ¿Saliendo con alguna chavalita? O con un tío, yo qué sé… ¿Viviendo en una lancha? ¿Riñendo con mi madre por alguna pensión?

  Mi respuesta fue directa.

— Más bien me lo imagino clavándose un anís en un bareto al otro lado de la M 30.

  Mateo sonrió bajando la cabeza. Largos rizos castaños le cayeron entre unos ojos encendidos por emociones antagónicas, aunque no lo bastante como para que yo no pudiera advertir que en ellos había también gratitud.

— Ya te digo — balbuceó.

  Volví a sentir el roce de la casete contra el muslo a través de la tela del morral. Entonces la saqué y se la puse en la mano. Tuve cerca de veinte años para preparar el momento y el escenario propicios para entregarle esa cinta, y aunque había pensado en una situación más íntima, tal vez premeditada, nunca imaginé que acabaría dándosela en medio de la calle, y a pasos de una revolución urbana.

  Él se quedó como petrificado en el pavimento, mirándola.

— ¿Qué es esto?

— Lo que ves, una cinta. Me la dio tu padre hace mucho, no me pertenece… a ti sí, quédatela.

  Me observó un buen rato, pensó algo que no dijo, se la metió en el bolsillo y continuó caminando.

— ¿Desde cuándo la tienes? — Hablaba con la flema de quien pregunta dónde puede conseguir tabaco.

  Saqué cuentas.

— En concreto, veintitrés años. Es más vieja que tú.

  Y él:

— Tiene pinta, sí.

  Tenía la casete en la palma de la mano y la observaba casi con devoción. La letra de la etiqueta, garabateada con bolígrafo y ya borroneada por los años, era de Jonás.

— Hace mucho que no escucho una de éstas —. Me atisbó con aire intranquilo: — ¿Hay alguna que conozca?

— No, son inéditas.

  Hizo un gesto de incredulidad. Ahora me estaba mirando como si quisiera leer dentro de mí. Entender la razón por la cual una mujer a la que había visto apenas media docena de veces en toda su vida, le daba una casete de su padre en medio del gentío, y tartamudeaba algo sobre unas canciones escritas a la edad en que a la vida hay que ponerle música fuerte porque el pensamiento ensordece. Escritas sobre una bolsa de comida para perros, entre garrafas de gasolina y dentro de un sótano. Y mientras improvisaba con voz ronca una disculpa por no habérsela entregado antes, mucho antes, roía cada palabra al decir que las letras eran mías —una chapuza— y la música de su padre. Yo, su hermana de pipa, que en un descuido me dejé meter la cinta en el bolso cuando él, siendo todavía un niño, derramaba cajas de rapé, sacudía juguetes de latón, perseguía saltamontes por salones alquilados y yo me dedicaba a pedirle dinero prestado a su padre para pagarle a un timador.

  Eso, más o menos, fue lo que le dije, y eso fue lo que tanto él como Luján escucharon.

  Una batucada tomó la calle por asalto y los tres fuimos arrastrados en vorágine hacia la plaza, que estaba a pocos metros. Aporreaban sus tambores de goma y acero, haciendo sonar silbatos, bailoteando, cantando estribillos. Entonces el rostro de Mateo se distendió por completo, y tuve la sensación de que desde ese mismo momento empezaba a olvidarnos. Le salió al encuentro un cuarentón con coleta que se puso a hablar con él mientras éramos empujados hacia la primera línea de carteles que acordonaba la fortaleza abierta en Puerta del Sol. Por breves instantes le perdimos de vista. Reapareció a unos metros, hablando animadamente con un viejo de barba en forma de estola de visón. Parecía que acordaban algo. Nos buscó entre la gente, y al interceptarnos, alzó un brazo en alto. Un brazo con un tatuaje del hombre de Vitrubio quebrado en pedazos, en cuyo extremo su mano sostenía la cinta. Se abalanzó entre la gente, y me abrazó con fuerza, largamente.

— Veré qué hay aquí dentro y qué puede hacerse con ello; en cuanto sepa algo te aviso. ¿Os venís con nosotros a una asamblea?

— Yo no, vayan ustedes — se apresuró Luján, estirándose para darle dos besos — A ver cuándo sacás ese disco que me lo compro.

  Mateo exhaló una sonrisa:  

— Naa… lo subiré a una plataforma digital para que puedan disfrutarlo sin pagar ni un duro, y que sepan quién fue mi padre.

  A Lu le gustó tanto la idea que su rostro rechoncho por el embarazo se llenó de hoyuelos. A mí también me gustó, pero no me apetecía seguirlo a la asamblea. Él comprendió y me plantó un beso en la mejilla. Un beso de absolución.

— Lástima, porque hoy va a ser un día…

  Lo perdí de vista rápidamente entre los carteles, abrasado por el mismo sol de mayo que nos envolvía a todos como una persistente nube de gas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FABIOLA 2

Su madre se ha enamorado? Pomme “la madre: “ella no me hace sentir distinta porque tenga un diagnóstico” (conoce otro tipo de amor en el centro de día, inspirado en Pomme) Papá te manda flores. Y la mamá de Fabi llora: y por qué las cortó? Si me mandaba orquídeas como hacía antes te juro que se las tiraba por la cabeza, mirá… El tonto! Cómo va a matar flores? No ve que viven en la tierra? Es boludo? Cómo va a cortar una flor! Eso no se hace! Quiero presentarte una flor musical que camina: Marina (Pomme)

 

Me alegra haberle dado el dinero a Luján para que monte su tienda con Kyra y demás. Ver lo de la madre. Fabi encuentra su paz, escribe un nuevo libro, etc. Pensarlo. Van al pitoniso de los paneles en el techo, el del sueño, y les habla a las dos de sus futuros. De esto depende el destino de mi novela. A Fabi pq se hizo burguesa cuando podría haber sido una Lydia lunch, y a Luján ...???? Por no haberse atrevido a contar la verdadera historia. Busqué el dolor o un tiempo, dice Fabiola, la autoflagelación, por mi madre, algo obvio, luego lo dejé. Sobre su madre: Al principio, en la tierna juventud, se ama hasta no poder más, es decir, que se ama hasta no poder dejar de amar. Luego, con los años, amar se vuelve un esfuerzo descomunal. Sobre todo cuando estamos todos tan ocupados. Ocupadísimos. Porque somos gente ocupada. O será que somos dejados?  Será comodidad?  Impotencia? 

Por qué molesta tanto un grito? Porque es como un relámpago que te quiebra la calma. Hay gritos que incluso pueden ser una obra de arte, pero esto es para entendidos. El grito desesperado nos compromete, es la náusea de la que habló Sartre. Un grito bien pegado es un espejo cazador.

Quien quiera entender, que entienda. Lindo día, hoy, espero que no nos caiga un relámpago.

 

LUJÁN

Cierre de la novela en cadiz

Va esto? : (crear capítulo— la caída del PRIMER mundo, ella la presiente, el rapto de Europa) Acá habla de cuando vio a Mateo y lo comparó on su padre: La patria es el lugar donde vos te sentís a gusto, donde vas caminando y decís “aquí me siento bien”, eso es, aunque te pasen un montón de calamidades, sentís que ése es el lugar. Y a veces no, a veces sentís que no, pero sigue siendo tu patria, porque sigue habiendo algo que te atrae y no sabés qué es. Eso para mí es la patria. Aunque creo que la patria, verdaderamente, somos nosotros mismos. Es decir, la patria soy yo esa noche en Vila Nova y la Geltrú mirando una luna anaranjada, caminando a orillas del mar, viendo como alguien tocaba el hang en un chiringuito. Eso es para mí la patria: es decir lo que siento dentro de mí, ese fuego que se prende, la patria no es otra cosa que eso. Y no importa el lugar: puede ser Croacia, Marruecos, España, Bolivia, Argentina, puede ser… ¡yo qué sé! Argelia… es lo que vos sentís adentro. Cuando se extingue esa llama, es porque ese lugar ha dejado de ser tu patria. Los ojos de Jonás Gálvez se rompían al mirar el mundo, hubiera querido comérmelos, canibalizarlos, entonces llegué a pensar, así como para mí misma, que mi viaje acababa de empezar ahí adentro, blanco sobre negro sobre un pedazo de tela (ya no en una tela sino en vivo y en directo) Formatear capítulo LA VÍCTIMA FELIZ y ver CANIBAL SE VENDE POR. Intento no pensar en mi amigos, los que se quedaron allá, lo he intentado durante todo este tiempo, añares. Me olvidaron y yo los olvidé a ellos. Tendré perdón?  Como escribió Diana en su tesis, estoy re-colonizada, pero no me molesta. Es por mí hermano. Prefiero esto a volver al país donde se lo cargaron y además se sufre cíclicamente. No quiero luchar contra nada ni contra nadie, no me inspira confianza la dicotomía en la que está sumergido desde hace más de medio siglo, sólo quiero vivir en paz donde yo quiera. Y sé que no digo nada original, pero acá me siento protegida porque es mí diario. Y sé que lo que querrían escuchar, si volviera, es que España es una mierda y yo una pobre víctima de la reducción colonial en la tierra matriz. Pero no me verán volver. Ni olvido ni perdón. Ni olvido de lo que imagino al otro lado de esta yunta donde se estrellan dos marejadas, ni perdón hacía la yuta que mató a mí hermano. Perdoname, Canica, no soy como vos. Acordate siempre de mí, porque yo nunca voy a olvidarme. Llevo la Argentina tatuada en un lugar del cuerpo que no le muestro a nadie, y me la llevaría a cualquier parte del mundo sin poder renunciar a ella, a pesar de lo que sea. Igual no incumbe a nadie.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para los intermedios mezclar poesía ajena con Mar del Plata I y II y La cruzada (está en borrador)

La patria es el lugar donde vos te sentís a gusto, donde vas caminando y decís “aquí me siento bien”, eso es, aunque te pasen un montón de calamidades, sentís que ése es el lugar. Y a veces no, a veces sentís que no, pero sigue siendo tu patria, porque sigue habiendo algo que te atrae y no sabés qué es. Eso para mí es la patria. Aunque creo que la patria, verdaderamente, somos nosotros mismos. Es decir, la patria soy yo esa noche en Vila Nova y la Geltrú mirando una luna anaranjada, caminando a orillas del mar, viendo como alguien tocaba el hang en un chiringuito. Eso es para mí la patria: es decir lo que siento dentro de mí, ese fuego que se prende, la patria no es otra cosa que eso. Y no importa el lugar: puede ser Croacia, Marruecos, España, Bolivia, Argentina, puede ser… ¡yo qué sé! Argelia… es lo que vos sentís adentro. Cuando se extingue esa llama, es porque ese lugar ha dejado de ser tu patria.

 

 

 

 

 

FIN  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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