NOVELA 9.7.23
LUJÁN 1
Hubo un casamiento. Yo tendría cinco años y llevaba un
vestidito azul de terciopelo con cuello de puntilla de algodón, la fiesta
estaba llena de nenas muy educaditas y muy quietas con grandes moños de organza
en la cabeza y nenes con trajecito, mis primos, pero a mí si me ponían en un
lugar no me quedaba quieta y me iba, así que me levanté y me fui directo para
la escalera que daba al segundo piso del hotel en donde había otra fiesta, una
gran fiesta con piñata de todos colores, los chicos corrían y se enredaban
entre las guirnaldas y habían mujeres exuberantes con minifaldas psicodélicas y
botas altas; era un cumpleaños. Ese recuerdo tiene la pátina emulsionada de un
fotograma en tecnicolor: pararme en el rellano fue un acontecimiento
apasionante, nadie me conocía pero los pibes me envolvieron con guirnaldas, y
yo huraña, estupefacta, traspuse la parcela de un casamiento aburrido sin
piñatas ni adornos ni guirnaldas ni juegos, para pasarlo con gente que se
estaba divirtiendo a lo grande. Entonces apareció mamá y me sacó de ahí, me
hizo bajar a los saltos, Luján te estábamos buscando hay que tirar de las
cintas —las cintitas de la torta, a mí siempre me salía un autito, un
avioncito, un tren— yo roté la mano para zafarme, me dolían sus dedos huesudos
clavándome esos anillos de fantasía barata, mamá me duele, una rotación
aparente en translación a sus intereses, ¡mamá me dueleeeeeeee! ¡ME DUELE! el
sólo hecho de pensar en eso me aterroriza, y cuando recuerdo estas cosas no
puedo evitar esa mirada incómoda con que se observan los territorios
dinamitados. Después no sé bien lo que pasó, seguramente deben habernos sacado
alguna foto, de hecho hay una donde salgo mirando a la lontananza mientras mis primos se ríen, sólo se ve mi pelo
enmarañado y el bendito moño de organza blanca, mamá sale riéndose y mis tías
sonríen con ojitos achinados, la abuela en el medio, mi hermano Canica y mis
primas más grandes a los pies de la abuela Bego, con sus medias blancas hasta
los muslos, sus saquitos de mohair y su inocencia intachable, los novios
elegantes, ella intentando brillar por encima del pánico, con su velo echado
para atrás como una monja blanca, con el pelo batido y las pestañas postizas,
él con sus cachetes rojos de conscripto y seguro que virgen, porque en mi
familia los primos se casaban vírgenes, sin haber rozado una teta, todos
sonríen aunque falte un primo volado del mapa del que nunca más se habló, ahora
sólo hay que pensar en quién se llevará el ramo. ¡Cuántas bocas se cerraron
para siempre desde que me bajé de esa escalera! Si tuviera que decir cuándo
empezó mi interés por la lectura, mentiría, debe haber sido hacia los siete
años, con los cuentos troquelados que llegaban de Barcelona donde las brujas
convertían a los niños en pájaros… “En una de las torres de Nüremberg, la
antigua ciudad de los milagros…”, hasta que apareció la colección de tapas
amarillas y pude acceder a Oscar Wilde, a la saga de corsarios de Emilio
Salgari e inclusive al príncipe valiente de Rudyard Kypling, yo leía y releía
dejando las hojas manchadas de dulce de leche, nenas que perseguían gallinas en
las llanuras ardientes de Ohio y hermanitas puritanas que tocaban el piano en
un ático, ¡eran tan perfectas!, yo hubiera querido ser como ellas, leerlas
hacía parecer el mundo más tibio, y cuando caía enferma le pedía a mamá que me
comprara la Anteojito, una de esas revistas infantiles con olor a kerosén que
enseñaban el género zoológico de los marmotas, y la diferencia que hay entre un
invertebrado y un mamífero. ¿Por qué me habré dejado bajar
de esa fiesta? El proceso fue lento y
sutil. Empezó en la escuela primaria, un arma poderosa, y se replicaba en los
cumpleaños. El objetivo era socavar la fe, conseguir que dejáramos de creer en
el futuro, lo demás llegó por añadidura y los rebeldes eran los que no acataban
el silencio ni la anestesia, los que de un día para otro dejaban de estar sin
que a nadie le llamara la atención… ¡zaz!, y como nadie veía, la gente no quiso
darse de cabeza contra la realidad y todos se encargaron de fabricar su propio
narcótico, era de lo más natural que alguien pusiera una bomba en la escuela y
por suerte no había clase, ¿querés que te haga unas tostadas con manteca?, mamá
fingía tomárselo con calma, pero estaba cagada de miedo: ¿Cómo sabía lo de la
bomba si no teníamos teléfono? ¿Sería por la radio? Si te dicen que salgas vos
salís en fila y obedecés. La música de los bombos legüeros en la televisión,
pomp pomp-pomp pomp-pomp pomp… y los hombres grises hablando por cadena
nacional, un auto explotado, ¿mami, qué es ese maniquí tirado en la calle? Esa
tierra es una incógnita, no hay palabras para explicarla, no hay manera de
desentrañarla, es un dilema metafísico, un fatum:
todos miraban pero nadie sabía qué hacer; mientras tanto yo jugaba a la casita,
ponía una gran bola saltarina a la luz de la ventana del comedor y me subía un
ímpetu raro por el cuerpo, algo misterioso en conexión a los arabescos
multicolores de la bolita que se iluminaba a través de la reja, lo cual me
mantuvo en silencio durante años, nada de libros: proyecto y edificación de la
nena prota del tiempo sin testigos, su rol especular en olvido de las letras y
los nombres. Y de repente, un día, me compro el primer cuaderno de tapas duras
con un billete que me da la abuela Bego y así como si nada empiezo a escribir
la historia de Boska, una nena alienígena completamente humana — de ombligo
sucio— que vivía en un planeta hostil gobernado por unas seres destartalados
hechos con basura, los saguaraños, que además eran secuestradores de niños; en
ese planeta todos los pibes eran mudos excepto los huérfanos, Boska era
huérfana y le encantaba chivear, sus hazañas en el planeta Ketzaedro me
absorbieron tanto que me retiré del mundo en la arenada que había al fondo del
patio… ¡qué cacho de planeta Ketzaedro!, pero la trama se me enredó tanto que
no sé cuántos cuadernos llegué a escribir, hasta que me harté y los metí todos
adentro de una caja que había en el quincho, pero al tiempo el quincho se llenó
de gatos, y los gatos de pulgas, los gatos buscaron cobijo en la caja y les dio
por parir adentro, justo encima de Ketzaedro. Casi todos los cuadernos
terminaron convertidos en recinto placentario, salvo uno, que me lo guardé.
Después de la masacre me aseguré de ser más cuidadosa, continué escribiendo
pero no se lo contaba a nadie, ni de grande lo contaba, me daba miedo, no sé
por qué, incluso en Madrid la gente pasa por mi vida como los trenes, pero
antes de venir acá recalé entre los libros que había abandonado hacía siglos y
me fui de cabeza contra todos los que no habían logrado quemar. La caída en la
realidad fue descomunal. Descubrí que desde aquella escapada al piso de
la piñata me había pasado la vida en un presente continuo sin vislumbrar un
porvenir, porque la puerta estaba cerrada y cuando alguien, una persona
despierta, me dijo que abriera una ventana imaginaria no pude ver nada más que
una pared de ladrillos clausurando el hueco, y cuando tuve la vida y la
juventud —si es que las tuve—, me faltó la exaltación del proyecto, no por
pereza, sino porque no sabía, incluso habiéndome negado a tirar de la cintita
para encontrar el anillo, yo no sabía, así que crecí a los tumbos,
atropelladamente, convencida en secreto de que sólo me esperaba el acantilado,
con una meta única: escribir mientras tanto. No pensé que ganarme la vida fuera
a ser un problema porque el futuro nunca iba a llegar, el deseo siempre es hoy,
todo lo que yo hiciera, toda mi formación, sólo había sido una pantomima para
librarme del tiempo y del qué dirán, mi subjetividad capturada por la cosa de
llevar y traer; yo, la proyección de las personas que me habían traído al
mundo, la hija de un padre desconocido y una operaria de frigorífico; yo, una
conciencia de sí inconsciente que nunca sospechó que iba a hacerse mayor,
además mi trabajo era ése; escribir, no había otra: escribir, el resto eran
medios de subsistencia para poder seguir escribiendo. Empecé a escribir porque
no podía hablar o tal vez porque a nadie le importaba lo que yo dijera.
Scherezade aprendió a contarse un cuento a sí misma para no morirse de
aburrimiento en el páramo, sin saber que estaba parada sobre un campo minado, a
escondidas, porque decir era peligroso y yo lo asumí con sigilo,
instintivamente, también para escapar, para no caerme del acantilado, y además,
mis palabras estaban a salvo adentro de esas libretitas llenas de planetas
imaginarios, hasta que empezaron a caer en mis manos libros de verdad, y pensé:
buen trabajo nos hicieron los saguaraños
dándonos un palazo cada vez que intentábamos levantar cabeza, eran como la ola
que te tira contra las piedras de la playa y te raspa, te lastima o te rompe
algún hueso, te levantás tambaleando y cuando parece que vas a salir ya te cayó
otra encima. Así nos trataba el mar. Así nos iba quebrando el arrecife. Pero el
instinto es fuerte, una siempre se vuelve a levantar, no hay humano que tenga
tanta agalla como para respirar bajo el agua mucho tiempo, además siempre se
quiere vivir, así que me levanté del revoltijo en otra latitud y longitud pero
con libros, las palabras me dieron poder… ¡por fin!, y vi a la giganta con ojos de venado en Huertas, me emborraché y
al tercer día resucité entre los muertos en la plaza de Santa Ana pero nadie me
colgó una cruz en la boca, y aunque me crié en la creencia del pecado original
nunca fui más libre ni más inocente que el día en que aprendí a robar: eran Las canciones de la revolución, de Julian Beck, ¿cómo había llegado una edición del 78
descantillada por los años a una mesa de saldos en la Gran Vía? Robar, robar
por gusto y no porque te hambreen los saguaraños que aplastan contra paredones
a las pibas para tocarle la entrepierna antes de santiguarse, la saguaraña
apretando a Boska, a mí: ¡Vamos, qué escondés ahí que apretás las piernas!,
infancia mutilada por el miedo a esos dedos de morcilla cruda en la oscuridad
de un callejón, con todos callando y mirando, toque de queda. Entonces
qué importaba cómo, por qué y dónde y hasta cuándo, qué importaba cuál era la
historia, cuál es la historia, si es acá o en otra parte, si la historia se
reescribe cada tanto aunque la tierra cambie, y si canta, mejor —está bien que
llegué en época de bonanza— y en mi desesperada ilusión por creerla propia, me
aferré a la parcela individual y le puse a mi pequeña patria bonsái el nombre
de la amiga amada. Mejor no mirar. Prohibido mirar aunque la marea negra
amenace con sofocarme, y el aire y las cercas y los zócalos y los árboles y
todo lo que hay sobre la faz de la tierra, se cubran con las cenizas de los que
ardieron y siguen ardiendo, allá lejos, hace un millón de años, en Ketzaedro.
FABIOLA 1
Mamá se deja acariciar el
cuello por Sancho mientras él va conduciendo con la ventanilla abierta. Lleva
el pelo castaño recogido en un moño descuidado que no se le deshace ni con el
aire que le baila alrededor de los mechones sueltos, como si pudiera abrir una
grieta en la naturaleza y detenerla justo en el espacio que ocupa su cuerpo.
Pelo castaño oscuro, casi negro. Su boca grande, entreabierta sobre el labio
superior por donde asoman dos incisivos blanquísimos, le confiere una
predisposición a la sonrisa que ella hace parecer involuntaria, provocando la
atención inmediata de cualquiera que la mire, como si fuera un encantamiento.
Embelesada, calculo la distancia entre la raíz de su cabello y el comienzo de
su espalda, esa curva elegante que me recuerda a un tobogán.
— Si vos me la pegás con una,
yo te la pego con diez — le susurra.
Pero es mentira.
Sancho golpea el volante, estrellándose contra sus palabras como
si hubiera dado con una piedra capaz de romperle un hueso. Luego echa
un vistazo a través del espejuelo para ver si estamos bien.
Sancho es mi papá. Le llamamos por su nombre,
además de papá. No sabemos bien por qué. Mamá dice que se llama así porque ella
es su Quijote.
Mamá cree en las cosas imposibles, por eso
los ceniceros de Murano tienen que estar siempre en el mismo lugar. Exactamente
en la esquina izquierda de la mesa del salón. Para no caer en la tristeza, ella
necesita que todos los días ocurra algo extraordinario. Como tiene un don con las manos, se gana la vida diseñando el atrezzo
para las compañías teatrales. Puede convertir un bloque de goma-espuma en un
jamón de jabugo o una cabeza de ciervo. También cose disfraces, repara
maniquíes y los viste. Un oficio minucioso, por eso de fabricar minucias que a
veces miden dos metros o más. Siempre la vemos montada a una escalera tallando
goma espuma, con la falda de su vestido anudada por encima de la pantorrilla —a
pesar de su delgadez tiene unas pantorrillas fuertes, de corredora de fondo—, haciéndonos pensar que puede vivirse toda una vida pendiendo de
un hilo, y sobrevivir a ello sin que se corte. Su musculatura física afina con
una resistencia mental adquirida por necesidad. Pero a veces da vueltas
por la casa encorvándose como si anduviera perdida, y canta. Entonces nadie
sabe qué hacer.
Sancho se ha quedado en el coche mientras
vamos de compras.
Primero a la tienda, a comprar las cortinas
para mi cuarto. Ya he visto el modelo en el escaparate y sé exactamente cuáles
quiero. Tienen que ser las de gasa con grandes tulipanes azules. Como es
temprano el lugar está casi desierto, así que caminamos sin prisa a través de
los pasillos, explorando.
Me detengo en seco frente a los cortinajes,
señalando el que me gusta con todo el brazo extendido:
— ¡Ésas!
Mamá coge un par, abre la funda de plástico,
palpa la tela, me la muestra. Es suave y huele ligeramente a la ropa que la
abuela Pocha lava con jabón blanco, ese aroma inexplicable que ampara y
conforta (el aroma, ella no). Se lo digo y sonríe:
— Esta tarde me ayudás a
colocarlas.
A unos metros, Tristán brinca entre las
estanterías con movimientos discordantes, simulando, apropósito o no, un
aeroplano a punto de caer. Él nunca se está quieto, no puede. En realidad
siempre está a punto de caerse. Está aburrido y tiene hambre. Se deja llevar a
la rastra en dirección a la línea de caja, pero al ver la rampa descendente que
conduce al supermercado, le suelta la mano a mamá y la surfea con una risa
espasmódica.
Allá vamos, tras el rastro de los quesos y
las legumbres.
Ella se contonea como si fuera una estrella
de cine a punto de asaltar de incógnito el supermercado. Depende cómo le pille,
tendrá la fragilidad de Geraldine Chaplin, la seducción impasible de Ali Mc
Graw o el aire distraído de una chica hippie de bota larga y llena de pestañas,
bien morocha argentina. Por debajo hay una porteña desgarbada pisando con
torpeza sobre unas plataformas de piel amarillas, que no obstante supo
enderezarse al aterrizar en Barajas aquella primavera sofocante del 67, con su
madre a cuestas —la abuela Pocha—, dos maletas y algunos muebles. Fue su
entrada triunfal en el bárbaro mundo de los cuerpos ornamentales. Venía a
conquistar el mundo del teatro y del canto, y se encontró con papá.
— Mirá bien las etiquetas,
Tristán… verificá que no contengan aditivos.
Ya he dicho que mamá cree en las cosas
imposibles.
Ella aborrece la comida chatarra. Los
embutidos, la Coca Cola, el ket-chup, la pizza, las patatas, los
macarronis. La ensalada de cangrejo, sobre todo la ensalada de cangrejo. Y
todos los sucedáneos adulterados de la cocina mediterránea que se venden en el
súper.
Absorto en las etiquetas, Tristán cierra la
marcha recitando como puede una retahíla de palabras misteriosas: bicarbonato
amónico - proteinasa - colorantes - glutamato monosódico - sacarina - aspartamo
- bicarbonato amónico - pectina… Porque antes de elegir cualquier cosa, el
mandato es leer las letras pequeñas que están en el apartado de los
ingredientes, esos que nadie lee, y que si leyeran igual los llevarían, porque
vete a saber lo que significan y además están buenísimos.
Con cara de ilusión, se atreve a levantar una
bolsa de patatas. Ella se la quita fríamente y la coloca en su lugar.
— No, hijo, si querés
carbohidratos mejor una manzana asada con miel, que te gusta. Vamos a la
frutería.
Hace rato que la observo, intentando encajar
a toda costa ciertas semejanzas cinematográficas con su escualidez extrañamente
provocativa.
— Mami, te pareces a la chica
de la peli de la intritutiz.
Pienso que no me escucha porque se ha puesto
el índice en la punta del labio inferior, moviéndolo arriba y abajo, señal de
que titubea. Al final coge un atado de plátanos y unas cuantas manzanas verdes.
— ¿Qué intritutiz, hija? ¿No será institutriz?
— Sí… a la morena que cuida a
unos niños en una casa que da miedo.
Me mira asombrada:
— ¿Te referís a Ana y los lobos?
— Ésa.
— Ah. Ya sé. No tendría que haberles dejado ver esa
película… fue un error mío.
— ¡La de los asesinos! —
espolea Tristán con su voz ronca y una sonrisita maléfica. Pero nadie le hace
caso y ahí se queda, junto al cajón de los repollos, torciendo el morro.
Mamá sonríe preocupada y me aprieta contra su
vientre plano:
— Mi gayinita…
Las gallinas son redondas. Yo soy redonda.
Tan redonda que me cuesta ponerme la ropa cuando van bajando las mangas a
través de mis brazos macizos y la falda tropieza con mi barriga. No puedo usar
ropa bonita; habitualmente no me queda bien. La ropa bonita está diseñada para
la mortificación silenciosa de las gordas, defectuosas, mal bañadas o de pocas
luces. El modelo de niña de ocho años que dictamina el mercado es la hija que
debería tener mi madre. Yo soy la gallinita.
— Yeraldín — balbucea, coqueta,
cuidándose de limpiar cada pieza de fruta con un pañuelos de papel antes de
embolsarla y meterla en el carro. Verduras y legumbres, queso, frutos secos,
pescado, ternera... Comida que a primera vista parece aburrida, pero que mamá
sabe convertir en platillos deliciosos perfumados con especias. Siempre que
esté de buen humor, por supuesto. Ahora está de muy buen humor.
No se da cuenta de que me he pillado un
bollo. Los voy trapicheando mientras nos adiestra en las ventajas de la
alimentación biológica. Suerte que los bolsillos de mi abrigo sean grandes.
Tristán me ve y se parte de la risa. Más
bollos.
Llevo caramelos hasta en los calcetines, y él
ha tenido el detalle de esconder por mí una ensalada de cangrejo en su
cazadora. Siempre lo hacemos. Nos acodamos en la línea de caja, sonriéndoles a
la cajera y al guarda jurado con cara de angelitos. Tristán, un poco más hosco.
Ellos nos devuelven la sonrisa sin sospechar nada.
Detrás de la sonrisa angelical está el
subidón de adrenalina por el riesgo de que el guarda jurado pueda revisarme los
bolsillos. Sé que no se le ocurriría registrarme los calcetines, lo cual me
asegura los chuches. Pero el momento de máximo placer ocurre antes de la salida
del súper, entre los diez pasos finales y el guarda jurado más peligroso, que a
veces es una chica. Es ahí donde me corro de gusto. La guinda del pastel.
Al salir me quedo rígida contra la pared,
presa de un orgasmo incontrolable.
Siempre es lo mismo con mamá:
— ¡Fabiola! ¿Qué hacés? ¿Otra vez aguantando
el pis?
Ella no sabe que he descubierto mi sexualidad
burlando guardas jurados. No lo sabrá nadie, nunca. De eso no se habla, eso me
lo guardo. Es mío.
Dentro del coche, en el parking, Sancho está
conversando con una mujer asomada a la ventanilla. Mamá acelera el paso y
nosotros la seguimos correteando. La mujer lleva un vestido amarillo con motas;
él le sonríe. Oigo el golpeteo del carro contra el asfalto, un ruido metálico
que hace que me rechinen los dientes. A mamá se le tuerce un tobillo a causa de
una plataforma, pero se endereza y continúa avanzando a galope de carro. La
mujer nos ve, se aparta de la ventanilla y se mete en otro coche sin dejar de
mirarnos. Arranca.
Ahora la que está junto a la ventanilla es
mamá.
— ¿Y ésa quién era?
Sus ojos me dan miedo. A Sancho también. La
lengua le da vueltas en la boca abierta, intentando encontrar las palabras:
— ¡Y yo qué sé, mujer! ¡Una que me pidió que
moviera el coche!
Mamá, en cambio, mantiene la boca apretada.
Le observa largamente con esa mirada negra.
— ¿Y tuvo que venir hasta acá para avisarte?
Sancho le resta importancia bajándose del
coche:
— Venga, Elena, déjate de
follones que están los niños…
Se oye un portazo del lado del acompañante.
Después, silencio. Un lapso de tiempo en el que la agitación del parking se
detiene luego de que ella ha entrado, y Sancho empieza a descargar el carro con
la ayuda de Tristán.
Salimos del parking rodando suavemente hacia
el sur. Papá se apresura a encender el autoestéreo. Suena Camarón como un
castillo de arena: “Eso fue pa’mí tu amor, tan poca era la firmeza, que
el viento se lo llevó”.
— Ésa era la valenciana, a mí no me la
contás…
— ¿Pero de qué valenciana hablas? ¡Tú estás
chalá!
Siguen discutiendo en sordina hasta que
llegamos a casa, donde el conflicto se atenúa y cada uno vuelve a sus rutinas.
En los altos de julio al mediodía el calor
dentro del piso puede ser insoportable, aunque estén prendidos los
ventiladores. Mamá odia el piso. Odia el calor. Odia la calle de la Oca. Odia su aroma a fritanga en las esquinas, el
hedor asfixiante de los contenedores en agosto, la roña en las fachadas de los
edificios. Ella odia Carabanchel.
Ha cocinado un enorme pollo a la moruna, pero
Tristán se resiste a comer. Hay que ver su
cara, sus ojos de bovino atrapado en un alambre de espinos cuando ella aparece
con la fuente. Berrea como si tuviera tres años. Si me cuido de no zamarrearle
es por la ensalada de cangrejo que se ha mangado para mí y que escondí en mi
armario. Esta noche me daré el atracón en secreto, después de que mamá haya apagado
la luz de pasillo y me haya leído, tal vez por sexta o séptima vez, uno de esos
cuentos del país remoto donde viven los cronopios. Casi todos los libros que
leo vienen de Buenos Aires.
A papá no le gusta mucho leer, prefiere
hablar con sus clientes de política o despotricar por la última decisión del
presidente del gobierno, con la rodaja de una pera apuntando a la pantalla del
televisor. A los veinte años le dieron de hostias en las pantorrillas por haber
gritado: “¡Salud y República!” durante una manifestación por Vista Alegre, y
desde entonces cojea. En la cárcel le llovieron palos, y como le habían roto
los ligamentos de la rodilla jamás volvió a caminar bien.
Mama está rara. Ahora se parece a Ali McGraw
después de que Steve Mc Queen le sacudiera unos cachetes en La huída, y
eso que papá no le pega (conste que todo lo que sé de cine lo aprendí de ella,
que nos permite ver películas para adultos cuando logra arrebatarle la
televisión a Sancho, después de una riña por la Copa del Rey) Anda por toda la
casa con la cara crispada y el moño torcido; su cuello ya no se parece a un
tobogán. Yo creo que estuvo llorando.
Algo está a punto de ocurrir, lo huelo; se
desatará en cualquier momento, así que debo prepararme. Ya viene el meteorito,
el desastre que impacta contra la calma. Aunque nadie me lo haya explicado, yo
sé que debo mantenerme serena pase lo que pase. Al fin y al cabo… ¡pasa tantas
veces!
Nadie más lo sabe, excepto yo, Tristán y la
abuela Pocha, que hoy no está.
Sancho también lo sabe, pero habitualmente se
marcha antes de que ocurra.
— Hay que colocar las cortinas — dice mama en
tono maquinal.
La ayudo a recoger la mesa y nos ponemos
manos a la obra. Las suyas tiemblan mientras se esfuerza por abrir la funda de
plástico; es curioso, porque en la tienda podía abrirla sin dificultad. Al
final la rompe en pedazos y extrae las cortinas. Las arroja sobre mi cama.
Tiene la costumbre de enfadarse con objetos inanimados, los estampa contra las
paredes. Una vez la vimos hacerle un agujero a la puerta de la cocina con la
punta de su bota. Fue porque no podía cerrarla. El agujero sigue ahí, con una
tela en forma de embudo por donde suele pasearse una araña.
Se sube a una silla y voltea hacia mí con una
mirada macha, esa marida que una a los nueve años no reconoce como macha hasta
que pasan otros diez, o veinte, pero intuye que de algún lado debe venir pero
no sabe de dónde:
— ¿Qué hacés ahí como una
tarada? ¡Alcanzame las cortinas!
Se las alcanzo con el cuidado que pondría en
ofrecerle un vaso rebosante de leche; como si fueran líquidas y fueran a
derramarse. Ella me las arrebata de un manotazo. Se las lleva al hombro y
comienza con el trabajo de las presillas. Es, en cierta forma, arduo. Éstas
deben pasar a través de cada pliegue, y luego ensamblarse a la ranura corredera
que tiene la guía embutida en la pared. Hay un problema, sin embargo: la
ventana posee un bandó de madera específicamente diseñado para ocultar la guía
del cortinaje, el cual entorpece su colocación. Consigue introducir las tres
primeras presillas, pero a la cuarta no puede por causa del bandó.
Entonces su mano monta en cólera. La cólera
le alcanza el hombro en segundos, luego el brazo y finalmente el resto del
cuerpo. Cuando se pone así tiene la insufrible capacidad, tanto física como
mental, de suprimir en toda la familia cualquier forma de compasión. Esa cólera
baja a través de la silla, repta por el suelo y me alcanza.
Mamá se convierte en mi madre. Ella es un
bólido incandescente cayendo sobre mí.
— ¡Hay que ser muy pelotudo
para ponerle un bandó a la ventana!
Lo sacude con ambas manos, furiosa; no sé de
dónde sacará tanta fuerza. Una fuerza macha. El bandó se desprende por uno de
sus extremos, arrastrando las tres presillas, y por supuesto las cortinas. El
otro extremo cae por su propio peso con un ruido seco.
Ahí está mi madre, estrangulando mis
tulipanes azules. Llora. Grita.
Yo no.
Yo no lloro. No lloro porque estoy enfadada y la odio, y si me enfado lo
primero que siento es desprecio. Después llega la ira. Esa ira encapsulada por
razones de envergadura. La ira que hincha los carrillos y cierra los puños a lo
macho. La que me emponzoña el pensamiento contra mamá-gallina-flaca.
Sancho atraviesa sigilosamente el pasillo con
Tristán pegado a los talones. Balbucea algo sobre el cigüeñal del coche. Lo
último que veo mientras están saliendo por la puerta, son sus ojos turbados por
el vino del almuerzo y su dedo, el índice, cruzándole la boca: “Cállate”. No me
lo dice, pero lo sé. Él también callará. Él siempre se calla. Su mirada, como
la de mi madre, me avergüenza. Sólo que la de él no es amenazante; la de ella
sí. Conozco muy bien esa mirada, y entre temerla y resistirla, prefiero lo
segundo. La torpeza grotesca con que retuerce las malogradas presillas con sus
manos enrojecidas, y la manera en que se esfuerza denodadamente en que las
cortinas no se le enreden entre las piernas, los hombros o alrededor del
cuello, me exasperan. Hay una especie de viento fuerte que la envuelve.
¿Debo ser su madre, y así aprendo todo sola?
Ella se autolesiona con las palabras y los
gritos. Son las palabras con las que creció y que no piensa abandonar porque
igual se entiende y es como si una parte de ella nunca hubiera querido salir de
ahí. A veces nos habla de esos barrios lisos al otro lado del mundo. De la
forma en que decidió salir de Adrogué.
Pero ahora es distinto.
Hay que colocar esas cortinas aunque se caiga
el viaducto de la calle Bailén. Y el viento sopla fuerte a su alrededor, es un
viento emocional que la zarandea a ella y me alcanza a mí. Papá conoce ese
viento, lo ha visto. Y le teme. Le teme tanto que se va.
— ¡Mirá cómo se tomó el raje,
el otro! ¡Y se lleva a tu hermano! ¡No ofrece ayuda, se raja! ¡Él y su auto!
¡Si llego a enterarme de que va a encontrarse con ésa para que lo consuele, te
juro que le meto azúcar al motor y le encajo el bandó de pico por la ventanilla
cerrada! ¡Le va a costar saladito el arreglo! — Hace una pausa reflexiva,
intentando enfocarse en algún plan. Pero no llega a ninguno porque la guía está
rota, así que vuelve a la carga: — ¡Si esta casa es más vieja que Matusalén!
¡Cuántas veces le dije que hay que comprar otra, pero él insiste en seguir
viviendo en el piso de tus abuelos, porque de chiquito jugaba a la pelota en el
potrero donde ahora está la fonda del gashego! ¡Hay que ser pelotudo!
¿Dónde estará mamá? En qué parte de ese
cuerpo que grita estará, y por qué ya no me parece perfecto su vientre chato,
el regazo blando en el que me acurruco cuando me duele la tripa. Se convierte
en otra persona cuando habla así. Odia el piso grasiento de los abuelos. El
gotelé erosionado por los años, y desde luego la marca con pelusa que ha dejado
el bandó en la pared. Para ella, todo esto es un indicio de pobreza. Yo no le
encuentro el drama, pero ella sí. Ella se angustia. Quisiera, y lo sé, colgar
las cortinas en un piso como los que salen en las revistas que compra. Así que
llora, y se pone violenta, y su cuerpo escuálido se crispa. ¿Qué pasó con la
mamá que hoy por la mañana me llamaba gayinita?
— ¡Agarrá! —. Me lanza las cortinas a la cara,
las atrapo y las dejo caer. Ya no me importan, sólo quiero salir de aquí, que
acabe el desastre. Ella se baja de la silla, descendiendo a la altura de mis
ojos: — ¿Ves el mal momento que estoy pasando por tu caprichito de las cortinas
nuevas, pendeja?
Entre sus manos soy como la zarza ardiente de
la abuela Pocha, vieja bruja. A la abuela, que la conoce bien, no le sorprende
su mirada terrorífica. Varias veces me ha sugerido que aguante. No me extraña:
cuando Pocha intenta alisarme el pelo con el cepillo, me arranca lágrimas de
dolor. Piensa que a la vida hay que alisarla por la fuerza, como a mi pelo,
doblegar la naturaleza de las cosas aunque produzcan dolor. Y yo al dolor lo
resisto bien. O tal vez no tenga alternativa. En cualquier caso, siempre entro
en el drama de mi madre. No sé cómo salir, pero entrar se me da bien. Mea
culpa. Ellos huyen, yo no puedo. Incluso la abuela huye. Ella sólo tiene
ojos para Tristán, se desvive por él.
¿Por qué no huiré? Mea culpa.
— ¡Me estoy meando! —. Y corro
al baño. Mentira, ni una gota. Igual me dará tiempo para pensar alguna estratagema
mientras lucho con ese miedo asfixiante que no se proclama para que no te
derriben. Verdad que ya no puedo más, pero sí que puedo: y lo que puedo no es
esto.
La oigo salir de mi cuarto arrastrando los
pies. Ahora ha cruzado el salón.
Salgo del baño sin estratagema, ya surgirá
algo sobre la marcha.
Ella camina hacia el sofá sin notar que lleva
una cortina enredada en el tobillo. Se tumba. Su cara es como una nube roja en
la que están los dos pequeños pozos sin luz que antes eran sus ojos. Me pongo
por ahí, esperando. No sé qué espero, ya he olvidado a qué iba. Pienso, una y
otra vez, en que no debería estar aquí, así que me imagino abriendo la puerta y
bajando por la escalera hasta la calle. Voy andando firme hacia la estación de metro
bajo el sol de las cuatro de la tarde, pero antes de llegar veo a mamá saliendo
del estanco. Está preciosa, exactamente igual que en una película. Me coge del
brazo y apunta al cielo con un largo dedo cruzado por un purito: “¿Ves esa
nube? Es la madre del color verde, porque al llover genera el verde de la
tierra”.
Entonces recuerdo que estoy en casa viéndome
las puntas gastadas de los zapatos, y que mi madre está llorando a cántaros.
Dice entre mocos:
— Desde que empezaron a
medicarme, no siento nada.
Sin dejar de mirar a la pared tira
mecánicamente de la cortina hasta quitársela. Hay algo forzado en sus
movimientos, como si fuera una marioneta inanimada que acabara de despertar.
Cuando pasa —y esto pasa a menudo—, me armo de todo el valor que tengo en mis
ocho años. Es un billete de ida al ojo de la tormenta, donde ella es la
tormenta y yo su testigo. Ella es el tornado y el ojo, la calma repentina
fugando hacia los bordes. Yo estoy dentro.
Habla en tono apagado, maquinal:
— Estoy furiosa porque ya no puedo sentir… — Me
busca en medio de su confusión, agarrándose de mi mano — Las cortinas no me
importan… que las ponga tu padre. Yo sé que vos sos muy chiquitita para
entenderlo. Pero estoy tan furiosa que rompería cualquier cosa contra la pared…
¿Qué será lo que no puede sentir? ¿De qué
estará hablando?
Percibo su furia enjaulada. También su
vulnerabilidad. No sé cómo puede pasar de un estado de ánimo a otro en cuestión
de minutos. Nunca lo sabré
Ahora toda la casa es mía, con los objetos que
ella acomoda tan cuidadosamente en sus lugares sagrados. La geisha de
mercadillo con el abanico rojo de papel, en el ángulo izquierdo de la mesa. El
molino de viento en miniatura encima del televisor. Los retratos de familiares
desconocidos que me provocan sensaciones confusas, excepto el niño que aparece
junto a un un hombre alto y al que mi abuela nombra con afecto como su tío
Claudito. La odiosa vasija anaranjada con sus orquídeas de plástico en el
centro. Las porcelanas falsas en el armario de formica que el calor de agosto
despegó, y luego hubo que encolar. El cenicero de Murano que está en el ángulo
derecho, y que mi padre nunca toca para evitar una batalla. Nosotros tampoco lo
tocamos. Una vez lo intenté pero me cayó una bronca, así que me limito a
contemplar su posición venerable. Debe ser valiosísimo.
Sin embargo, la confesión de mi madre me da
valor para quebrantar las reglas temporalmente. Me siento libre, y es una
sensación extraña, nueva. Sostengo el cenicero de Murano delante de su nariz:
— ¡Si estás furiosa, rómpelo!
¡Es de él!
Ella titubea. Extiende la mano… pero al final
declina. ¿Por qué no lo hará?
— ¡Rómpelo! — le exijo.
Y no, no lo hará. El cacharro es demasiado
importante para ella, nunca rompería uno de los objetos que utiliza para
mantenernos en vilo. Aunque esté tentada de hacerlo, finalmente se acobarda y
lo rechaza. Se levanta con fatiga, como si su cuerpo le pesara mucho o hubiera
envejecido. Va agarrándose de las paredes hasta llegar a la cocina. Yo la sigo.
Abre el armario y saca una botella de aguardiente. La deja un momento en la
encimera, la abre con una mano que tiembla, y se sirve una copa. Bebe un trago.
Luego inclina la botella sobre la pila y derrama el resto del aguardiente hasta
vaciarla.
¿Dónde estará mamá?
— ¿Cómo está afuera? — me pregunta.
Yo me asomo a la ventana, y viendo la
habitual hilera de gorriones posados en la barra del balcón, le digo:
— Hace mucho sol, y está todo
lleno de pájaros.
Ella apura su copa, la pone en la encimera,
mira a la pared:
— Eso no puede ser… en la
calle de la Oca no hay ni un pájaro. Nunca hubo pájaros en Carabanchel.
FABIOLA 2
La primera vez que lo vi era verano, llevaba
una camiseta de niña, pantalón corto y botas de montar. Golpeteaba los pies con
impaciencia contra la pared del edificio, pero su cara se mantenía inexpresiva.
A unos metros del portal, Sancho está
despidiendo a una mujer que habla a toda prisa: “No he tenido tiempo para
lavarle la ropa, lo siento; está todo en la mochila”; con el coche en marcha, un estropeado
Seat negro lleno de maletas. Tiene unos pómulos amarillentos, enfermizos, y
unos ojos gris-malva completamente gentiles que esquivan a los de mi padre.
Apretones de manos, abrazos. “Hermano, eres un cielo”. Mujer pequeña y rubia.
Artificiosa. Tía Antonia. “Hasta
pronto, hijo, pórtate bien”. El chico no responde, ni siquiera se inmuta
cuando el coche se pone en marcha y Sancho le hace entrar en el edificio y
cierra la puerta. No es la primera vez que pasa por algo como eso, y conoce
cada paso, cada movimiento. Cada detalle. Sabe qué le dirán, y cómo. Lo espera
sin emoción, más bien con indolencia.
Yo bajo a husmear, tomando por asalto el
pasillo. A distancia prudente, no sea cosa que me lleve una sorpresa. Él me
echa un vistazo fugaz por encima del hombro, una mirada gris-malva llena de
arrogancia. Después me ignora. Lo siguiente que recuerdo es verle subir la
escalera detrás de Sancho, arrastrando los pies dentro de esas botas quizá
demasiado grandes, y una sucia mochila llena de pegatinas. Se vuelve a cada
instante para mirarme con una mezcla de amargura y curiosidad, algo que hasta
ese momento no le he visto nadie. Huele a césped y a chicle. Un olor vegetal.
Le dejan el tercer cuarto del piso. Tía
Antonia va a casarse, así que el niño vivirá con nosotros hasta que ella y su
marido arreglen la casa de pueblo que acaban de alquilar en la sierra de Madrid.
Se llama Jonás, como el de la ballena; y es de Granada. Sancho lo mencionó
muchas veces en la mesa. Su único sobrino. Nuestro único primo. Poco se sabe
sobre el padre, y si alguna vez ha llegado a insinuarse alguna cosa, mi madre
zanjaba los comentarios balbuceando algo sobre un gitano afilador de tijeras. “Pero
le gusta el cante”, añadía mi padre, con un cierto pudor ofendido.
Jonás se sumerge en sus diapositivas
estereoscópicas y en una pequeña radio portátil de la que no se despega casi
nunca. Dentro de las imágenes que ve en televisión. En las viñetas de Ibáñez, y
en una guitarra vieja que todavía no sabe tocar. Durante su primera temporada
en casa, y en lo que respecta a nosotros, anda por ahí como si llevara tapones
de cera en los oídos. Es arisco. Silencioso. Parece que su propósito fuera
hacerse invisible, y disimula bien. De hecho se las arregla para pasar de todos
sin que haya motivos para tacharle de intratable. Cuando le hablan, responde
con gentileza. Si le dan algo lo agradece sin segundas. Pero nunca muestra una
verdadera gratitud hacia nadie, no hace grandes esfuerzos por formar parte de
la familia, ni busca el beneficio del afecto. Mientras nosotros crecemos en
tierra fértil, él es como un nenúfar flotando a ras del agua.
Tía Antonia viene periódicamente a dejarle
ropa, siempre en un coche distinto. Le hace sentar en la cama, junto a la
ventana, y le cepilla el pelo. Él ni se mueve, dando la impresión de estar en
otro lugar. Yo miro desde el vano de la puerta, intentando hacer maniobras
complicadas con mi yo-yo, sin acertar ni una. Me balanceo, tiemblo, cuelgo de
un solo pie. No hay quien pueda vencerme en mi rutina del hilo enredado y del
perro que no camina. Si las iguanas envolvieran el latigazo de su lengua tal
como yo juego con mi yo-yo, se atragantarían.
Tengo un aspecto desastroso. Soy la pequeña
antagonista de las piernas gordas que entra en su cuarto sin pedir permiso y
ojea los tebeos diseminados en la moqueta. Se los compró mi padre. “Ya está ahí
esa pequeña canalla come niños”, dice sin mover ni un músculo. Su desfachatez a
chorros me perturba, pero no me hace retroceder. “Primo” es una palabra que
articula el hogar que ampara —o debería amparar— con la cruzada de un crío que
viene por la topografía del desarraigo. La palabra no alumbra el vínculo, éste
se reduce a compartir una mesa, cruzarnos por la casa e ir a la misma escuela.
Nunca jugamos juntos: nos vemos jugar. Incluso su silencio me atrae como un
imán. Me he tomado la costumbre de andar pegada a sus talones como un doble en
miniatura, esperando a que hable.
Me propongo amansar su altanería. Conseguir
que me quiera.
Sancho:
— Muchacho, ¿te gustaría echarme una mano en el
restaurante, algún sábado?
Jonás:
— …
Así que
Sancho decidió que Jonás quería ir.
En su
entusiasmo pedagógico, cometió el error de permitirle acceder al almacén y a la
bodega. Estaba convencido de que los niños fortalecen su confianza en sí mismos
contrayendo una responsabilidad. O varias.
No pasaron
ni cuatro semanas antes de que empezara a desaparecer el vino. Se dio cuenta
Curro, el jefe de comedor y empleado de toda confianza de papá, que llevaba el
control de todo lo que entraba y salía del almacén. A Jonás se le encargó la
función de ayudarle a tomar pedidos en las mesas. Para sacarse propinas
dulcificó la mirada abrasiva que traía antes de entrar en casa por primera vez.
Le resultó. Aprendió por dónde entraban y salían los suministros. El siguiente
paso fue empezar a piratearse las botellas. Hasta que desapareció una de
amontillado de unos veinte años, y Sancho se puso furioso como un gato en una
ratonera.
Yo estoy al
tanto. Lo vi en el parque. En la arena, contra el vallado, pretendiendo hacerse
invisible. Bebiendo quién sabe qué de su cantimplora de legionario infantil.
Recuesto la bici en un árbol y me tumbo a su lado sin quitarle ojo. Es todo lo que yo quisiera ser: alto para sus diez
años, y esbelto, con largos rizos negros que destellan. Pero si no está su
madre él no se peina, y es mejor, porque ella no hace más que arruinarlo. La
ropa que le trae ha pasado antes por otros cuerpos. Cuando no le queda
demasiado grande, tiende a hacer el ridículo con camisetas viejas teñidas a
mano de las que se avergüenza. No cuenta con nada propio, por lo tanto, vive
como si fuera la réplica de otro niño. Llegó al mundo sin que nadie supiera muy
bien qué hacer con él. Es un niño-residuo que nadie sabe dónde poner. La
criatura nómade sin geografía estable. Sin embargo, su drama no me intimida. Él
podrá sentirse un estorbo, pero a mí me estorba la forma de mi cuerpo, así que
coincidimos en una suerte de hermandad de los estorbos, de niños con una
herida.
— ¿Qué
haces, chiquilla?
— Vengo
de la escuela. ¿Y tú qué haces?
— Nada
—. Me acecha con la boca de la cantimplora apoyada en la punta de la lengua.
— ¿Me
das un poco, que tengo sed?
Niega con la cabeza y se aparta de mí en
redondo, ocultando su cantimplora bajo la axila, así que gateo a su alrededor.
Me mira con expresión avara. Soy retadora, pero todo en él me hace retroceder.
Tal vez deba irme, dejarlo solo.
Cuando me estoy levantando, habla:
— Vale,
pero vas a que jurarme que no se lo dirás a tu padre.
— ¡No,
no! Lo juro, lo juro.
—
Porque no volveré a hablarte.
— Igual
mucho no hablas.
— ¿Lo
juras o no?
— Por
la memoria de mi perro. ¿Qué es?
—
Pepsi, o una de esas mierdas…
Por la forma en que sonríe ya sé que está
mintiendo. Lo que haya allí dentro
huele fuerte y pica en la boca. “Sólo una probadita”, pienso. Está muy bueno,
sabe a avellanas. Es el amontillado.
— ¡Se lo robaste a mi padre!
— ¡Claro!, no voy a a andar por ahí comprando
alcohol, si no tengo un duro…
— Y además no le venden a los niños.
— Por eso te hice jurar que no se lo dirás.
— Te lo juro por la memoria del Motas.
— ¿El Motas?
— Mi perro, ya te dije.
— Ah… vaya, lo siento.
— Gracias, fue hace tiempo. ¿Y es de los caros?
— ¿Qué cosa?
— El vino, ¿es de los caros?
— Ah… no tengo idea. ¿Lo es?
— ¡Qué sé yo! Curro lleva la cuenta de todo, te
pillarán.
— Prefiero que me pillen, así no tengo que seguir
yendo al restaurante.
— Si es de los caros fijo que papá va a castigarte
el doble. Igual no azota, no te preocupes.
— No puede, no es mi padre. ¡Que lo intente y me
piro!
— O el triple. ¿No hubiera sido mejor que se lo
dijeras?
— ¿Qué?
— Que no te gusta ir, ¿por qué no le dices?
— ¡Baaah! Para lo que importa lo que yo diga…
Habla en
tono derrotista.
— Tu padre vive lejos, ¿no? —. Mi pregunta debería
haber sido: “¿Y dónde diablos está tu padre?”. He intentado ser sutil. Discreta
no, todavía no sé lo que es eso.
Saca una
botella de adentro de su mochila como si no me hubiera oído, y comienza a
rellenar su cantimplora, derramando un poco de vino en la arena. Pero sí que me
oyó.
— Mi padre vive en Graná y es un cantaor importante.
El viejo del
puro ha salido a la calle. Toda la urbanización le conoce. Sale todos los días
a encender un puro en el portal del
edificio que está frente al parque, una mole sostenida a fuerza de puntales y
plegarias de vecinos. Vive allí, y desde allí nos ve. “¡Os habéis hecho un buen apaño, sinvergüenzas!”. Nos da el gran susto
viniendo hacia nosotros. Jonás guarda a toda prisa la botella, cojo mi
bicicleta, me subo y le doy impulso como para que él se monte a los ejes. Mis
intentos son infructuosos. Pierdo el equilibrio. Entonces me empuja y monta él.
Repite la maniobra, y justo cuando consigo alcanzarlo nos vamos contra el
vallado. Oigo el taconeo del bastón contra la acera, cada vez más cerca. El
viejo conoce a Sancho, come en el restaurante. La bicicleta va dando bandazos
de un extremo al otro de la acera, aplastando hojas secas. Jonás logra
equilibrarla con la ayuda de la pendiente que da a la cancha de baloncesto, y
tengo que agazaparme para hacer contrapeso.
Recuerdo el
viento en la cara, y su risa.
Llegamos a
la otra punta del parque carcajeándonos, sudados y con algunos raspones.
Olvidando la amenaza del viejo desde el mismo momento en que empezamos a rodar
sobre la arena. Le hemos dejado atrás. No se me ocurre pensar lo que pasará si
el asunto llega a oídos de mi padre, si es que ya no llegó. A Jonás tampoco: ya
sacó la botella y está muy ocupado terminando la faena que le interrumpieron.
Al final se echa un trago y me pasa la cantimplora. Bebo mucho más de lo que he
bebido nunca. Cae el sol. Una mujer gorda de aspecto agitanado nos vigila
sonriendo desde un banco de piedra. “Estará aguardando a que los niños terminen
de jugar en los columpios”, pienso. Para completar el convite saco unas
galletas y le ofrezco a Jonás, pero el muy bruto da un puntapié tan certero
contra el suelo que el paquete se me llena de arena. Lo cual me fastidia.
¿Querrá que le muestre mi superioridad de comportamiento? Así que le arrojo el
paquete a la cara. Sin mucha suerte, ya que rehúsa el golpe con el brazo,
riendo con un jadeo perruno. Las galletas saltan por los aires. Comenzamos a
dispararnos con cuanto proyectil nos viene a la mano: arena, ramas, bellotas.
Llego a lanzarle el cuaderno de notificaciones, y él hace diana contra mi
hombro con un piñón seco. No nos hacemos daño, pero podríamos. La cosa va a más
cuando meto la mano en la mochila y le lanzo mi peonza.
Él la atrapa
en el aire, dando un brinco.
— ¡Espera, que este chisme es la hostia!
La arroja a
través de la cuerda y la regresa hasta la palma de su mano, donde la hace
bailar unos segundos en horizontal, y luego en oblicuo, con una destreza que
observo de reojo. Repite la operación al dorso, y está así un rato. Ya he
pillado cuáles son sus preferencias a la hora de jugar. Todavía estoy jadeando,
cuando vuelve a tumbarse y se queda muy quietecito, vigilando una bandada de estorninos que viaja a
vuelo rasante. Coge una galleta del suelo, la sopla y se la come. Parece que se
hubiera olvidado de mí.
De pronto junta las manos y rompe a cantar. Su voz
me toma por sorpresa, tiene algo que yo no comprendo, pero que me estremece.
Canta como si no hubiera nadie. Me impresiona tanto, que en un santiamén su voz
hace desaparecer el griterío de los niños, el crujido de los columpios, las
frases truncas y discontinuas que llegan a través del aire, el eco de la
ciudad, el canto de los pájaros, el parque entero. Su garganta errática, y
hasta cierto punto quejumbrosa, por donde se cuela mansa y desdeñosamente una
indeleble ebriedad que igual no sé bien si es suya o mía, es también un
verdadero misterio para mis diez años crecidos lejos de eso que los mayores
llaman cante. Sin embargo, percibo que ese niño debe tener algo. Algo que
interrumpe el momento presente e irrumpe dentro del mundo, haciéndolo ver como
si fuera la primera vez.
Ya he visto cantar a otros niños, siempre hay
alguno que se atreve. No me llama la atención porque para mí es canto de
viejos. Pero
el suyo es diferente. Él canta con todo su cuerpo, y lo que sea que esté
pasando a través de éste hasta llegar a su voz, no es cosa de niños. No sé que es, pero se está rompiendo
mientras sucede. Y después de
romperse, remonta a una altura emocional de vértigo. Conozco la sensación de haber sido revolcada
por una ola imprevista. Es algo así, sólo que en este caso quien está siendo
revolcado es él. Yo sólo contemplo. La mujer gorda también, y ahora ha
inclinado el cuerpo hacia adelante: “¡Ole, chaval!”, se la oye jalear a lo
lejos. Contempla a Jonás desde la distancia que le impone el respeto, tocando
las palmas. Tendrá unos cincuenta años. Viene caminando hacia nosotros
perseguida por unos niños que juegan con ramas. Él se detiene y voltea a
mirarla.
—
¿Y de dónde eres, chaval?
—
De Graná.
La mujer le envuelve la cara entre sus dos
manos verdosas de cuero de salamandra llenas de anillos, le aparta los rizos,
lo mira como si acabara de hallar un recuerdo. Nos cubre con su sombra enorme.
—
¿Y cómo te ha dado a ti por cantar así por bulerías?
Jonás se encoge de hombros.
—
No sé, me sale.
—
¿Y sabes tú por quién cantas?
—
Yo canto por mi padre.
Ella se sonríe en silencio con unos ojos
pequeños, brillantes, inundados por unas lágrimas densas que quizá sean el
vestigio crónico de un llanto que se secó. Casi no hay cejas en su ceño
rupestre, si no un prominente hueso en forma de arco que apunta hacia las
raíces blancas de su pelo sujeto en un moño medio deshecho.
—
Pues sigue cantando, chiquillo, que me alegras la tarde...
Se marcha. Los niños se le unen y pasan junto
a nosotros, observándonos con solemnidad y arrastrando sus ramas en la arena.
Jonás corre detrás de ella, pero se detiene a
mitad de camino. Le grita:
—
¡Y tú quién eres!
La mujer ni siquiera se molesta en voltearse:
—
¡Yo soy el cante, muchacho, yo soy el cante!
¡El cante! Quizá por efecto del vino, me lo
tomo como una guasa. Jonás, en cambio, se lo toma muy serio. Endereza la
bicicleta y la revisa por todas partes para ver si se ha hecho daño.
—
Vámonos — me dice con autoridad.
Le persigo dando tumbos. Marchando en zigzag
de un extremo al otro de la oblicua que marca el vino en mi cabeza, siempre a
punto de caerme. Él va cantando suavemente algo sobre un árbol solo, más lúcido
que pájaro bien comido. De alguna forma consigo llegar a la acera y guiarme por
la hilera de acacias. Perdida, con
la imaginación al filo del delirio, su voz me alcanza: “Yo soy como l’ árbol solo que’staba ar pie der camino
dándole sombra a los lobos”. Sin
que nadie me lo haya dicho —nadie me lo dirá nunca—, sé que su garganta está
trayendo de vuelta una muchedumbre indescifrable que viene a través del limo y
de la piedra desde la soledad de una estepa milenaria. Años tardaré en darle
forma al pálpito adivinado por el efecto de mi primera borrachera, cuando aún
no tenía palabras para describir la aventura que dibuja su voz. Por eso el
tiempo se detiene cuando canta, y a mí se me olvida donde estoy. Él no necesita
palabras para explicar nada, con cantar le basta. Y sigue por su camino sin
enterarse de lo que yo sé, y también de lo que me gustaría que supiera. Si
pudiera cantar en los patios de las cárceles, los loqueros, las comisarías, los
hospitales, los juzgados, haría brotar flores a través de las piedras. Tendrían
que ponerle un altavoz para que se oyera por toda la ciudad y se hundieran los
fabricantes de cerrojos. Si pasara, todas las mujeres querrían ser su madre y
los hombres desearían ser como él.
Se voltea:
—
Qué hay, niña… ¿estás borracha?
Completamente. Me agarro al tronco de un
árbol y lanzo el vino por la boca en un chorro único que sale con la fuerza de
un surtidor. Un perro se acerca a olfatear. Cuando termino, Jonás está
mirándome con cara de pajarillo sobresaltado.
El coche blanco de mi madre da un frenazo
junto a la acera. Pura casualidad, andaba haciendo las compras; para nosotros
es una coincidencia ominosa. Oigo su voz
esférica, inconfundible, su tono grave de contralto con acento rioplatense.
—
¡Fabiola, nena! ¿Qué hacés acá, qué pasó?
Le doy un repaso a los alrededores buscando a
Jonás, y lo veo como a diez metros tirando la botella por la papelera.
Deshacerse de la evidencia no le servirá.
Lo que a mí me sirvió es devolver el vino a
la tierra. Al levantar la cabeza ya estoy sobria, pero mi madre se ha llevado
un susto. El miedo se le disipa en cuanto huele mi aliento.
— ¿Y
esto? ¿Alcohol? ¡Mocosa! —. Tira de mí hacia el coche, donde me encierra.
Todavía fuera, hace pantalla con la mano y grita: — ¡Jonás!
Allí está él, escapando en mi bicicleta. Lo
veo a través de la ventanilla trasera.
Mamá sube al coche, pisa el acelerador, da un
giro prohibido al llegar a la esquina y la emprende a baja velocidad bordeando
el parque. Pero ya no hay rastros del muchacho.
—
¡Mocoso de mierda! —. Expulsa el humo de un Benson como si fuera una máquina de
vapor. Sin distraerse de la carretera mientras va conduciendo en dirección a
casa, me pasa un pañuelo: — Limpiáte la boca —. Y luego un botellín de agua
mineral, sugiriendo que lo vaya bebiendo de a sorbos pequeños.
Jonás no vino a dormir esa noche. Ni la
siguiente. Para ser exacta durmió tres días fuera, y si apareció al cuarto fue
porque Sancho dio parte a la policía.
— Si
no lo quieres tú, tendré que dejarlo en casa de un vecino — lloriqueó al otro
lado del teléfono tía Antonia. Por lo visto, a ella se le escapaba todo el
tiempo.
— La
cocodrila nos dejó pegados — dijo mamá, soplando el humo de un Fortuna de mi
padre. Ya a esas alturas estaría pensando en escupir la punta de un habano y
fumar tabaco del bueno. Lo ameritaba la ocasión.
—
No, no; que se vaya — dijo papá.
Encontraron a Jonás. Fue en un poblado
gitano, por Vicálvaro. Nunca supimos cómo llegó, y si habrá tenido algo que ver
la mujer del cante. Regresó sano, con una camiseta descolorida del Atlétic que
le quedaba como una túnica, y la bicicleta en perfectas condiciones, salvo un
arañazo. Mi padre se negó a poner una denuncia por secuestro.
—
¡Qué le van a secuestrar, si me cuenta la policía que el tío se resistió a que
le llevaran! Tuvieron que perseguirle entre las chabolas… ¡si es como los
gatos! Los niños no querían que se fuera, y las gitanas tampoco, fíjate. ¡Mira
si será convincente que por poco montan una barricada para que no se lo lleven!
Suerte que la cosa no fue a mayores, que si no… No quiere estar aquí, está
claro que no le gusta el piso al señorito; él prefiere las chabolas… ¡Tres días
fuera, como un prófugo! Te la suda, ¿eh, chaval? ¡Y nosotros aquí a dos velas,
creyendo cualquier cosa! — A mi madre: — Mira: primero fui a recogerle a la
comisaría, luego me dijeron que no estaba allí y al final he tenido que irme
hasta Vicálvaro. ¡Vieras el operativo que habían montado por este chavorrillo
con ganas de joder la marrana! ¡Yo qué sé cuántas patrullas! ¡Casi que voy en
chirona yo por culpa de él! ¡Porque la culpa es mía, según los maderos! Luego
va una y me dice: “Nosotros queríamos que se quedara un poco porque tiene un
cante mu’sentío”. Así me ha dicho la gitana, que tiene un cante mu’sentío…
¡Cuchi! El caso es que desde que salimos no he logrado arrancarle una sola
palabra, ¡imagínate pedirle que cante! No habla. Mutis. Si por lo menos
llorara, pero tiene una malafollá… Dime qué hemos hecho mal, chavalín… ¿Querías
probar un vinito? Yo te lo daba, venga... ¡Pero así! ¡Robando…! ¡Huyendo…! ¡Qué
te hemos hecho, coño!
Mamá escucha sin que vuele una mosca mientras
Sancho se desgañita. Por su expresión se ve que aprueba palabra por palabra lo
que ha dicho. A mí me tiemblan las piernas. Tristán está a salvo en casa de un
amigo, y Jonás continúa sin hablar, apoyado en la pared con la mirada inmóvil
sobre la planta ornamental que hay junto a la puerta.
De pronto echa a correr por el pasillo.
Yo voy detrás.
Mi madre:
—
¡Fabiola!
Mi padre:
— ¡Jonás!
Empujo la puerta del cuarto y veo que está
secándose los ojos junto a la ventana. No sé muy bien qué hacer, soy torpe para
el consuelo. Pero hay algo que registro con absoluta claridad: jamás se me
ocurriría cambiarlo, no pienso correr ese riesgo. En algún momento nuestras
miradas se cruzan, la suya, atravesada por una mezcla de espanto y de
vergüenza; y también, por una tristeza tan convulsa que hasta el día de no
sabría cómo describir. No me dice nada, sólo me mira. Doy un paso hacia
adelante y esto le basta como para ir deshaciéndose hasta quedar con la cabeza
recostada en mi cuello. Le acaricio los rizos, sabiendo que no debo hablar.
Días después. El Seat negro está aparcado
desde hace rato en el portal, y toda la familia sale a despedir a Jonás. Tía
Antonia da el último portazo y le dice que suba, pero él se queda estático
junto al coche. Tengo la certeza de que si un desconocido pasara por ahí en ese
mismo instante, pensaría que el niño está perdido. Que la mujer al volante no
es su madre. Que el grupo que está a sólo dos pasos del niño no lo conoce.
Bajo a la calle.
—
Bueno…, ya sabes tú… que nos visitaremos, ¿no? — balbuceo.
Esto le arranca una sonrisa y una exclamación
encendida:
—
¡Siempre, chiquilla!
Se mete al coche.
Han
pasado muchos años desde aquel día, pero de vez en cuando vuelvo al parque de mi primera borrachera. Los pájaros
se precipitan sobre la arena saqueando desperdicios, y tengo la sensación de
que se han llevado algo más que eso. Ojalá se precipitaran sobre mí como
caníbales e hicieran un banquete con los restos de mi memoria.
LUJÁN 1
Todas
las mañanas pasaba lo mismo: cuando el bondi se arrimaba al andén, la horda de
inmigrantes que entra a la obra justo a la misma hora en que yo volvía del
trabajo, se lanzaba contra la puerta con un ímpetu macho y un silencio
exasperante: el efecto mandril. Cierta mañana tuve una reacción instintiva: uno
me metió mano, yo me giré y empecé a repartir bolsazos a ciegas; a los gritos
además, entonces la horda se quedó como congelada, el mandril que conducía
también. Algunos se protegieron con los brazos, otros se bajaron riendo y
hablando en lenguas desconocidas. Yo revoleaba el bolso como una cachiporra,
con esa fuerza descontrolada que nos entra a las mujeres cuando ya no nos
quedan motivos para tener miedo. Llegué hasta la mitad del pasillo empujando a
lo fiera y me planté entre las dos filas de asientos, levanté el bolso para que
lo vieran bien, un bolso de cuero chiquito, de apariencia compacta: ¿Quieren
ligar otra?, les mandé. Por lo visto ya no les hizo ninguna gracia, así que se
fueron acomodando bien arrugaditos. Me puse a buscar un asiento libre antes de
que arrancara el bondi, porque acá no arrancan antes de que todo el mundo se
haya sentado, y justo quedaba uno libre al lado de una mina de cabeza rapada y
unos ojos raros entre verde, violeta y gris, que me relojeó de refilón y luego
se volvió hacia la ventanilla. Me había entrado ese temblor que le da a una
aunque no haga frío y que te hace pegar diente con diente, y seguía temblando
cuando apareció la Pedriza, el gigante de lava con forma de hombre, bien lejos
de Madrid, mientras el bondi pegaba la vuelta alrededor del Embalse. Fue ahí
donde me di cuenta de que la tipa me estaba mirando, me miraba con insistencia,
como si pretendiera entablar conversación. Lo único que me faltaba, pensé,
largando un suspiro como un rebuzno, la queja rumiante producto del hastío.
¿Qué querría esa mina? Si mal no recuerdo esto pasó un viernes de mayo bien
tempranito, en un viaje de cuarenta y cinco minutos de Madrid a Manzanares el
Real. Yo volvía del trabajo; ella quería escalar una montaña. El asunto es que
sin conocerme de nada, y ahí nomás encima del bondi, la tipa tuvo una idea
suculenta. Abrió la mochila, sacó un bulto envuelto en papel manteca, unas
lonchas de queso blanco carnoso y unas rebanadas de pan de centeno. Se hace un
bocata y me lo ofrece: Este quesillo de Liébana está que te cagas, me dice; y
ésa fue toda su presentación. Me dejó pasmada, la verdad. Buena falta me hacía
una muestra de amabilidad, a mí; que estoy mejor preparada para hacer frente a
cuarenta mandriles que a una invitación a desayunar en el bondi con una
desconocida. Soy Luján, me presento, y hubo un entendimiento instantáneo, así
que no acepté solamente porque estuviera muerta de hambre, si no porque me
pareció que en el ofrecimiento quería mostrarme su admiración, presentar sus
respetos a la luchadora, y mientras comíamos nos fuimos tentando de la risa,
hasta que ninguna de las dos se aguantó y largamos una carcajada de viejas
comadres reventonas en medio de una selva de mandriles. Y así fue como conocí a
Fabiola. Ella es filóloga y además escribe. Posta que su actitud me sorprendió.
Al bajar intercambiamos teléfonos y nos separamos en forma brusca: Mira que te
llamo para quedar, me dijo, y yo: Llamame por la tarde que de día duermo; etc;
en realidad no tenía la menor intención de llamarla y supongo que ella tampoco,
pero el destino nos hizo coincidir a fines de julio en la feria medieval del
pueblo. Apareció con unos amigos de Madrid que la habían llevado un poco a la
rastra, yo tocaba mi charango rojo y echaba las cartas por treinta pavos, iba
vestida de dama medieval con un vestido de terciopelo verde y bordes granate
que no sé de dónde habré sacado. Le gustó mi voz. Me preguntó si alguna vez
había subido hasta el Yelmo, y le dije que no, que sólo vivía en el pueblo,
nunca se me dio bien escalar. Pues te llamo uno de estos días, que no tengo con
quién subir porque estos son unos plastas, me dijo, haciendo referencia a sus
amigos. Amor a primera vista de ése que poca gente entiende porque no pasa por
el sexo si no por la afinidad de los silencios, y yo, que siempre me creí el
fenómeno de las vidas anteriores, estaba segura de que lo nuestro era una
reencarnación, un pacto entre almas o algo así. Subíamos hasta la planicie del
Yelmo una vez al mes, a pasar la noche en un vivac y comer higos con castañas.
Por supuesto, algunos pensaron que teníamos una historia; otros que intentaba
aprovecharme, ¿qué hará Fabiola con esa argentina que lleva años en la
carretera y de andén en andén, yendo de un pueblo a otro perdiéndolo todo?; o
sea con una loser… porque seguro que les contó lo del trabajo basura,
les habrá contado que en esa época yo malvivía trabajando de tele operadora en
“una de ésas líneas calientes”, como le llaman al más predilecto de sus pasatiempos
los viejos de las porterías y los camioneros que usan el teléfono erótico de
confesionario. ¿Qué hacía una profesora como ella con una tipa como yo? ¡Hasta
había publicado un libro! Pienso que le atrajo mi afición a mirar donde nadie
quiere ver, mi tendencia a formarme en psicología sin saberlo, y ese tiempo
neutro en el que no me formo en nada y en el que intento desaparecer. En estado
de shock. O de gracia, no sé. También mi manía de ir al campo bajo la lluvia
con un impermeable comprado en los chinos, para quedarme horas enteras dentro
de la música. Porque si hubo algo que nos unió fue la música. El flamenco, en
realidad. La cosa había empezado antes de conocerla a ella. Yo tenía un chongo
santafesino —el Peludo— que cuidaba un chalet con torrecita en Fuengirola, un
caserón al que me invitaba los fines de semana cada vez que en la línea me
daban alguna vacación. Bueno. El Peludo le decían, pero se llamaba Genaro,
nombre de gato, y además de laburar como casero se puso a estudiar guitarra
flamenca. Tocaba mal, pero la cosa le había pintado por ahí. Una mañana yo
estaba cocinándome al sol al lado de la piscina tratando de construir mi
personaje en un cuaderno, cuando oigo una guitarra española de ésas donde el
sonido queda vibrando hasta que se muere. Claro, no era él. Lo música venía del
equipo monumental que había adentro, la voz del cantante también: Cantante, no,
Luján, cantaor. Ok, cantaor.
¿Cuánto llevaría yo en España? Un año nomás, así que aún no estaba
familiarizada con el flamenco, y seguía pegada a la España desembarcada en el
Río de la Plata de mi abuela, que la enterró bien al fondo y nunca quiso hablar
de lo que le pasó. Cada vez que me nombraban el flamenco se me abría la ventana
del concepto España con su consiguiente distorsión, España con su sino más bien
choto, España sin Europa, España del pan negro, España del exilio, y por
supuesto la imaginería almodovariana del sofá de cuerina, las paredes
empapeladas, el chamuyo escandaloso... ¡Mirá si sería ignorante, que ni
registro de la gitanería! Para mí el flamenco era todo eso, pero cuando escuché
esa voz, me levanté de la tumbona en un santiamén y casi me caigo a la piscina
por ir a preguntar: ¿Quién es el que canta? Jonás Gálvez, me dice el Peludo.
Jonás Gálvez cantaba un fandango grabado meses antes de morir, a los veintitrés
años, solo, en un chalet sin muebles en la costa granadina, y no me olvidé su
nombre porque además había vivido en Manzanares el Real, algo que yo interpreté
como una señal. Juro que antes de él yo no tenía idea de flamenco, pero en
cuanto lo escuché me cayó la ficha más grande de la máquina: a ese pibe le
jodía el perro de abajo; cantando se avivó y lo pudo domesticar; o tal vez se
haya puesto en el blanco de fuego dejando que la gente tirara contra él, o
simplemente se haya rajado por hartazgo, no sé. Como yo. Me tiré años tras la
pista de su voz, pasando el rato en restoranes de comida rápida con una revista
musical en una mano y un bocata de tortilla con pimiento frito en la otra,
lamiéndome el aceite que me chorreaba por el dorso, como si fuera una herida
postergada. Buscaba su nombre en cualquier parte, en los centros comerciales y
en los mercadillos, en los carteles de la calle, y por supuesto en las tiendas
de discos, en los vips, en los graffiti, en las remeras... Sin embargo, parecía
que el mundo lo hubiera olvidado. Una vez lo vi en una remera, estaba en el
pecho de un chico sentado en un banco de glorieta, fue desde arriba del bondi
que lo vi. Los ojos de Jonás Gálvez se rompían al mirar el mundo, hubiera querido
comérmelos, canibalizarlos, entonces llegué a pensar, así como para mí misma,
que mi viaje acababa de empezar ahí adentro, blanco sobre negro sobre un pedazo
de tela, algo que yo nunca hubiera previsto. La sensación, quiero decir, porque
la vida está llena de remeras con cantantes, ¡qué boludez!, sin embargo ciertas
miradas no se preven, ni las miradas ni los viajes, ¡hay tantas cosas que no
pueden preverse en este mundo!… menos que menos que te asalten con una mirada
como ésa, blanco sobre negro, yo quería tener sus ojos, yo quería ser él, muy
absurdo, la verdad, y no obstante me encontré blanco sobre negro al final del
camino. Nunca le confesé a nadie mi pasatiempo, me avergonzaba la ridiculez de
mi cursilería de fan rezagada. ¡Una mina de mi edad!, tenía el asunto un cierto
patetismo. Hasta que llegó Fabiola y no me quedó más remedio que contárselo. Ya
he dicho que nos unió la música, y un poco la literatura, también. Por ejemplo,
la primera vez que fue a mi casa le llamó la atención que yo tuviera algunos
números de la revista El ornitorrinco en la biblioteca y los discos de
Ray Barretto de mi vieja, lo sé porque en cuanto lo vio le cambió la cara y me
pidió prestado por lo menos uno, algo raro en ella, que a pesar de su simpatía
es ruda, le gusta marcar distancias y casi nunca pide nada. Yo creo que después
de ver El ornitorrinco y enterarse de que también me gusta escribir,
empezó a respetarme más. Sin embargo no me pregunta sobre qué escribo, ni me
presenta a sus amigos exclusivos de la calle Sagasta. Ahí le dan a la poesía y
a la música tan bien como al vino, pero no me invita porque es demasiado
posesiva con sus relaciones como para sentirse obligada, y yo lo bastante
discreta como para no pedírselo, de forma que siempre nos vemos a solas. Hay un
detalle que Fabiola mastica con cierta malicia, y lo sé bien aunque no me lo
diga: yo sé que me usa como confidente, pero a ellos nunca me los va a
presentar. Sin embargo me presentó a su amiga Kyra, de Ucrania, que además es
la novia de Tristán, “porque las dos sois de fuera y seguro que os vais a
llevar bien”, y la verdad es que la pegó, porque la rusa es una mina sin
vueltas y bien con los pies en la tierra como toda la gente del hielo. Pero hay
un detalle que Fabiola se manya en secreto: aunque me use como íntima
confidente, sus amigotes de la calle Sagasta piensan que no tiene más
confidentes que ellos, y poniendo, como pone, tanto ahínco en componer ese
personaje que yo sé que no es, se cuida muy bien de que los gayegos se lo sigan
creyendo; ni de pedo se le ocurriría renunciar a la silla en la que cada
miércoles o viernes por la noche va a posar su culito, que según me contó antes
lo tenía muy gordo. Ahora es una pelada no digo que hermosa pero interesante,
con esos rasgos potentes que ostentan las españolas, sobre todo si hay algo de
sangre andaluza. Ella lo es por parte de padre, aunque por parte de madre sea
argentina, lo cual supongo que nos hace más afines. Total, que ese mismo día
después de haberme pedido la revista, se puso a husmear en la gaveta donde
están los compactos, mis tesoros a veinte euros la unidad, y ¡WOW!, pensé que
iba a pintarle por el punk de L7 o el rock de Spinetta, yo soy así de
heterogénea, porque nunca me dejó evidencia de que le gustara la cosa vernácula
—como el flamenco—, de hecho apenas le dije que a mí sí, llegó a sacar de su
armario un vinilo de la hermanas Utrera casi con desdén, y me lo regaló nomás
para quitárselo de encima, por eso me quedé fría cuando agarró uno muy especial
y empezaron a temblarle las manos. ¿Sabes tú quién era este tío, Luján?, me
pregunta con el alma en vilo. Claro… Jonás Gálvez. Claro, mi primo, ¿y tú
escuchas a mi primo? Me impactó. ¿Jonás Gálvez, su primo? Comenzó a dar vueltas
por el living, toqueteando mis libros, mis plantas, dando golpecitos en la mesa
con el compacto, y yo por decir algo ya se lo estaba regalando pero ella me
hizo un gesto parecido a espantar una mosca, y gruñó que no, que ya tenía como
cinco, se asomó al baño, me miró: ¡Jolín, tía, si hasta los azulejos se parecen
a los de la Chova! ¿La Chova? ¿Y ésa quién es? Pues la gitana de la casa donde
lo velaron, en el Sacromonte, y como quien no quiere la cosa me contó que los
azulejos de la Chova, donde casi rompe la pila a patadas el día del funeral,
también eran negros; que había intentado arrinconar el recuerdo de Jonás en un
apartado anaquel de su memoria, cerrando con llave el archivero en el que
estaban sus discos para no tener que abrirlo nunca, nunca. Gálvez era un
artista de culto, poca gente lo recordaba, le llamó la atención que me gustara
tanto. Se apuntó a la cara: ¿No me has mirado bien, chata? ¡Si cada vez que me
veo en el espejo me acuerdo de él! La verdad que una no asocia hasta que se lo
cuentan, pero sí, se parecen mucho, a mí esos ojos raros me sonaban de alguna
parte. No supe qué hacer, estaba conmocionada. ¿Qué se suponía que debía
decirle? ¿Qué se dice en estos casos? ¿Se dice algo? Ah, mirá vos… ¡si parecía
un chiste!, ella la literata prima del gitano, qué familia más talentosa, no
sólo heredan los ojos heterocromos sino la chupa de cuero y ese no sé qué… ¡Qué
comentario más forro! No se dice nada, en realidad. Ella ya estaba harta de oír
hablar de él y que se le pusiera algún fan, esperando a continuación la
pregunta pelotuda que me moría por hacerle pero no le hice porque probablemente
no hubiera vuelto a verla: Che, ¿y cómo era?; pero no fue necesario porque
terminó contándomelo ella sola, y así me enteré de que el día de la noticia su
padre se atrincheró en la bodega con una ponzoñosa botella de aguardiente de
ésas que matan, y tuvieron que desafiarlo para que saliera, todo muy dramático,
todo muy flamenco. Todo muy humano. Y por supuesto entraron a pelearse entre
ellos, echándose la culpa unos a otros: que si hubiera estado en Madrid no
habría pasado, que si el padre esto, si la mujer aquello —se odiaban demasiado
como para no quererse—, y lo de siempre: la violencia, las drogas, que si
habría que haberlo ingresado bajo llave y con paredes acolchadas, o mandarlo al
Amazonas con los jíbaros a beber una poción redentora, y todos los lugares
comunes —unos más, otros menos— que un día alguien con cierta solvencia
narrativa y mucha ambición escribe en una biografía acerca del artista
olvidado, para el disfrute obsceno de turistas y admiradores, literatura de
verano junto al Mediterráneo a este lado de África, y en tumbona además,
controlando que los críos no se salten la línea del castillito, ¡qué vida más
jodida, el chaval!, un gitano, claro, fiel a su estirpe y al estigma, ¡ya se le
veía venir, qué se podía esperar! ¡Y qué desperdicio de talento, tan joven!
Pero ninguno de ellos, ninguno absolutamente, ni siquiera el más pintado de los
fans, llegaría a rozar jamás ni una centésima parte de lo que Jonás Gálvez era,
y esto lo sabían hasta ellos. Así que no se hable más, dijo Fabiola. Igual se
estaba contradiciendo, porque me terminó contando algo la tarde en que nos fuimos a caminar por Manzanares, tres
kilómetros en dirección a la sierra, bajando por un sendero pedregoso directo
hacia la ribera del río. Yo iba señalando los puertos imaginarios: acá ésta la
peña, éste es mi jardín japonés, ahí está la charca donde en verano se juntan
los gitanos... Por lo visto no hablaba de Jonás desde hacía diez años, así que
me dio por tirarle un cable. Ella no esperaba que yo lo hiciera, pero lo hice:
le tiré un cable desde la boca del duelo, se agarró con uñas y dientes y lo
abrimos entre las dos. Ocurrió una tarde de agosto de 2003, a la hora en que
empiezan a chillar los murciélagos sobre la chapa lustrosa del río, sentadas en
una piedra de granito enorme que se deprende de unos pastizales, y en la que
hay que irse con mucho cuidado para no caer al agua. Al final decidimos
bautizarla, y la llamamos Puerto de Jonás.
FABIOLA 1
Dos de la tarde, la tele prendida en
la entrega de los premios de Eurovisión: el finalista es un tal Johnny Logan.
Es un día como cualquiera, con aroma a perfume de niños saliendo de los
armarios, el calor subcutáneo de la carne que la abuela bruja está cocinando en
el horno, libros y juguetes esparcidos por el suelo. Mamá está en el balcón y
se tambalea entre el suelo y el
vacío, hacia adelante y hacia atrás. Al final cae para atrás y dentro del
balcón. La ataja Tristán, que interviene rápido como una corriente de aire,
quedando los dos boca arriba, él debajo, aplastados por el ruido sofocante que
sube desde la calle y la melodía esperpéntica de What's Another Year?
conspirando para que la intención de mamá parezca un accidente.
Tristán reaparece de muy mal humor porque se
ha torcido un pie.
—
¡Sigue tú, que a mí ya me la suda!
Tiene razón, el pobre siempre la está
salvando.
Finjo que no ha ocurrido nada mientras la voy
conduciendo al baño y trato de animarme pensando en los muffins que voy comerme
por la noche. Esa sensación de que todo va a estar bien me mantiene con los
pies en la tierra. La crema rosa con azúcar. El libro que me regaló papá antes
de marcharse: Viaje al centro de la Tierra, ya voy por la mitad. Mamá no
se quita su bata azul desde hace una semana, y ya huele a estofado. Voy a
llenar la tina y a prepararle un baño de espuma.
— ¿Por qué mejor no te vas a lavar el culo,
pendeja?
Una vez dentro se quita la bata y hunde la
cabeza en el agua. Resurge con el maquillaje corrido alrededor de los ojos.
Cascarillas pegajosas por toda la cara, un tejido rezumante y traslúcido que
más tarde llegaré a ver en el túnel de la pupila de algunas mujeres, incluida
yo. Es la sombra de la abuela Pocha y una larga tradición de
mujeres medio agazapadas en el fondo de ese túnel que cruza el Atlántico, se
arrastra a través del estuario y alcanza la Argentina. Y cuando habla… ¡ah, cuando habla!
— Ahí va la conchuda ésa, ahí va… ¡Yo le
tendría que haber cobrado cada polvo a ese hijo de puta!
La conchuda se llama Toñi. Es la valenciana del
vestido verde en el aparcamiento. Cuando Sancho la contrató para trabajar en la
cocina parecía un pollito mojado secándose al sol. Enclenque, de gafas, se roía
las uñas hasta dejárselas mochas. Era de las que esperan sin hacerse notar,
aguardando el momento adecuado para asestar el golpe. Una cazadora feroz con el
tipo de una caperucita roja hecha polvo. Cada vez que mamá aparecía por el
restaurante, le elogiaba ese tipazo tan de ella. Su amabilidad, su acento
rioplatense. Pero en su ausencia buscaba la compañía de mi padre.
Mamá tiene la mirada fija sobre los azulejos
del baño, es como si la estuviera viendo.
— Ahí va esa yegua… ahí va… — Y mientras
habla se empieza a hundir en la tina. Llamo a la abuela a los gritos, que corre
por el pasillo hacia nosotras. Entra al baño, la coge por los sobacos, y en el
mismo momento en que logra sacarla fuera del agua, mamá se vomita en color
amarillo sobre la espuma.
— ¡Ay,
Elena, otra vez tomando! ¡Como si supieras!
Mamá sólo bebe si está triste, pero no le sirve
para nada porque beber la pone peor. Antes lo hacía en forma esporádica, ahora
bebe para echarse un picado por el balcón o darse una zambullida fatal en agua
enjabonada. Hay que andar salvándola todo el tiempo. Mientras Pocha se esfuerza para que no se resbale en la
tina, el chapoteo del agua se mezcla absurdamente con las voces festivas de
unas hermanitas francesas que cantan Papá pingüino en la televisión, un
single perfecto para el anuncio de un flan. “¡Traiga la toalla!”. La abuela me
trata de usté para dejar claro que no debe haber confianza entre niños y
adultos, por lo que habla como si me estuviera riñendo. Mamá vuelve a vomitarse en la espuma, así que le
alcanzo la toalla y huyo. Esta vez sí que puedo, ahora tengo las llaves.
Empiezo a comerme un muffin sentada en el
portal, viendo pasar los autobuses. Hago de cuenta que no ha ocurrido nada. No
pienso llorar. Sin embargo, por mucho que lo intente, no puedo quitarme la
imagen de mi madre hundida hasta la garganta en ese charco amarillo de vino
agrio. Anoche la vi sentada a la mesa con los codos sobre el mantel de hule
—esas flores son horribles— y un dedo tratando de enmendar el pequeño raspón
hecho por un descuido de Tristán. Me puse a espiar al otro lado de la puerta
sin que ella y la abuela lo notaran:
— Los
pesqué tomándose una caña en La mallorquina… Te juro que entré sin
sentir las piernas y recorrí ese tramo… mirá, recorrí ese tramo sin verlos nada
más que a ellos sentados en una de las mesas, fui directamente hacia los dos
como si acabara de aterrizar ahí mismo y en ese momento. Sancho la miraba con
la misma cara de cordero degollado que me ponía a mí cuando recién nos
conocimos, y ahí nomás me di cuenta de que lo que estaba pasando. Al verme se
quedó paralizado, pero ella… ¿vos querés creer que la sinvergüenza va y me
corre una silla para que me siente? Y se puso a hablar de algo, no sé lo que
decía. Me fijé en sus zapatillas blancas de lona baratas, más bien sucias, y
sentí un revoltijo de lástima y repulsión, me hizo pensar en los deditos de una
geisha, en una perrita con las patitas vendadas... Tuve el pálpito de que a
pesar de esos piecitos, esa mina podía ganarme una guerra.
Entonces me descubrió mi abuela:
—
¡Váyase a la cama, gato barcino!
Pero ya era tarde, no había mucho que
pudieran ocultar después de haber llegado a casa gritándose el uno al otro.
Mamá quería que Sancho se fuera, que se largara. Luego se revolcó en la cama.
Se volvió loca por un rato. Destripó las almohadas haciendo de cuenta que le
rompía las piernas a la Toñi, y que así se tragaba el cebo malintencionado de
sus piececillos envueltos en zapatillas sucias. Debe haber fantaseado con
masticar sus dedos, uno a uno, hasta que le chirriaron los dientes y la baba
empezó a correrle por la cara, hormonando por todos sus poros el recuerdo de la
forma en que Sancho miraba a la Toñi, cada vez que ella se hacía la que no los
veía. Se rompió en pedazos contra el colchón, y luego me atrajo hacia ella,
embadurnándome con su baba. Pensé que me desintegraría entre sus brazos.
Papá se marchó esa noche. Pero antes lo vi
temblar en el vano de la puerta como si acabara de recibir una paliza,
mirándonos a las dos. Llevaba su bolso de viaje casi vacío, tal vez le haya
dado tiempo para coger dos mudas y alguna camisa.
Recuerdo perfectamente su vergüenza.
Mamá me tapó los ojos con su mano húmeda:
— No lo
mires… ¡no lo mires! ¡Mañana voy a romperle toda la vajilla del restaurante
usando su cabeza como yunque!
Algo que nunca llegó a hacer.
Al final se decidió por el balcón. Sólo que
por suerte falló.
Tristán aparece por el portal masticando
sombríamente una lonja de jamón serrano que va tirando con los dientes hacia
dentro de la boca por la punta de los dedos.
Se me sienta al lado. Le pregunto si la
abuela ya pudo sacar a mamá de la tina, y él responde que patalea, pero que ya
está saliendo.
— Cuando se pone así la odio, Tristán.
— Ya te dije que su locura me la suda.
A mí lo que me sudan son las manos. Y además
se me quitaron las ganas de comer lo que resta del muffin. Tengo un nudo en el
pecho, algo parecido a un temblor, ¿sería así lo que le entró a Sancho la noche
en que dijo que se iba? Mi relación con mamá es bien distinta a la que tiene
con Tristán. Ella no busca su complicidad, si no la mía. Yo soy la niña, su
testigo. Cuando quiere —o más bien cuando puede—, se busca la vida para ser
terrorífica.
O divertidísima.
Por ejemplo, al día siguiente en que Sancho
se fue de casa, es decir a horas de que lo descubriera con Toñi tomándose la
caña con cara de cordero degollado, apareció por mi cuarto de excelente humor,
vestida de punta en blanco y con sus botas de ante que le llegaban hasta las
rodillas, en su versión más a lo Ali MacGraw con el pelo en hebras de miel
negra oliendo a coco. Quiso que me pusiera el vestido de pana rojo como si
fuera un día de celebración.
Pensé que nos íbamos de compras, pero no: en
realidad íbamos a meter la mano en la lata. Se le ocurrió que tenía que hacerlo
mientras cruzábamos el molinete del metro en Oporto, y además me lo hizo saber:
“Primero vamos a pasar por el banco”; sin dar muchas explicaciones. La sucursal
del BBVA acababa de abrir, y una vez adentro fue directamente hacia el cajero a
pedirle un resumen de cuenta. Yo la veía desde abajo, relajada y tranquila,
salvo por un ligero temblor en el dedo meñique donde lleva el anillo con un
brillante de mentira, que le regaló mi padre hace años. Después de echarle un
vistazo al resumen, se asomó al hueco de la ventanilla y murmuró con voz firme:
“Voy a retirar tres millones”. Seductoramente, extrajo su perfil más
vulnerable, pidiendo que le dieran el dinero en un despacho cerrado mientras
“la niña espera afuera”. Salimos del banco sobre las diez y media de la mañana,
respirando el aire de la primavera. Hasta ese momento yo no sabía que mamá
llevara un millón de pesetas en cada bota y otro millón en su bolso. Tampoco me
pareció que tuviera miedo: “Con esto reformamos el piso, ponemos aire
acondicionado y quién sabe cuántas cosas más”, me dijo toda zalamera. Llegamos
a Puerta del Sol cuando las campanas del Ayuntamiento daban las once, sin que
ella supiera que ya había avanzado lo suficiente hacia un territorio del que no
podría volver. Nos detuvimos ante una cabina telefónica, metió una moneda y
esperó. Al otro lado del tubo estaba sonando una de esas baladas cursis y
pegajosas que a ella le hacían cambiar el dial, y luego se oyó la voz de
Sancho, cascada y grave, respondiendo con el aire laxo de quien recibe una
llamada del botones.
— Ya no tendrás que
darme ni un duro por lo del coche y todo lo demás, lo saqué de nuestra cuenta.
Gananciales, tesoro, andá pensando cómo sigue.
Le colgó justo cuando él empezaba a
insultarla.
Mamá ni se inmutó, pero al instante se dio
cuenta de que había cometido un error. Por lo que supe después, tres semanas
antes había hecho un arreglo con mi padre por tres millones de pesetas, y
aunque él se negó, ella era mujer de palabra y no extrajo ni un duro más. Sin
embargo, en el banco quedaban aún veinte mil, y lo más práctico habría sido
retirar la totalidad y cancelar la cuenta. Así que regresamos al banco, que
estaba a sólo unos minutos.
No sé cómo habrá hecho Sancho para llegar tan
rápido y coincidir con nosotras en la entrada. Se lo cuento a Tristán:
— Él parecía una gárgola, yo pensé que iba a matar a
mamá.
— ¿Qué es una gárgola? — me interrumpe mi hermano con
la punta del jamón en la boca.
— Uno de esos monstruos que hay colgando en la catedral
de Barcelona, ¿te acuerdas cuando fuimos?, y que parece que se te van a caer
encima.
Tristán espabila:
— Ah, ya…
— Bueno. La agarró del brazo, así… con su manaza, y
había un policía fuera, entonces mamá empezó a chillar: “¡Oficial, oficial,
auxilio!”, porque tú sabes que mamá les llama a todos “oficial” para que se
muestren comedidos, ¿no?, así que el policía le dijo a papá que la soltara y
que arreglaran sus asuntos dentro del banco. Entramos al banco, un sitio todo
azul con plantas grandes y eso, y fue ahí que empezaron a gritarse. Papá la
acusaba de haberle robado y ella de haberse escapado con Toñi, chillaban los
dos a la vez, él con esa cara de gárgola roja y ella como si quisiera que
Madrid entero se enterara, me da que si hubiera llevado un megáfono no lo
hubiera hecho mejor, la gente miraba pero ellos seguían gritándose como si no hubiera
nadie, como si estuvieran solos, como si yo no estuviera… En eso vino un
empleado y trató de calmarlos, pero empezaron a chillar todos a la vez, el
empleado perdió la paciencia y se retiró a un despacho donde se ve que llamó a
otro… y luego a otro, pero mamá y papá seguían insultándose, papá le decía que
iba a meterla en la cárcel, en el manicomio, pero ella se le puso chula
diciendo que la cuenta era de los dos, que iba a cerrarla, y que por mucho que
hiciera no podría meterla en ninguna parte: “me pusiste los cuernos con esa
turra me dejaste sola con los niños”, así le gritaba, y él “cállate que está
Fabiola”, hasta que salió una mujer extranjera de un despacho todo acristalado
y nos hizo pasar a los tres. Y no te lo pierdas: la tía miró en su ordenador y
les dijo con un acento raro que, por supuesto, la cuenta era de los dos, por lo
que mamá podía retirar lo que quisiera, hasta el último duro, entonces la cara
de Sancho empezó a cambiar y de gárgola roja pasó a gárgola blanca, se vio
perdido y bajó la cabeza… por primera vez bajó la cabeza. “¿Qué quieren hacer
con la cuenta?, preguntó la mujer, y mamá dijo: “Cerrarla”. Ya estaban más
tranquilos, o mejor dicho más hecho polvo papá, salimos del despacho y fuimos a
una mesa donde había un señor muy amable que les hizo firmar unos papeles y le
dio un cheque a papá por veinte mil pesetas, porque ya sabes que mamá es mujer
de palabra. Y además creo que se lo estaba pasando en grande. Luego se levantó
y le dijo una cosa a Sancho, se lo dijo casi al oído pero igual la escuché:
“Mientras vos jodías, yo pensaba”; eso le dijo. Sí. Y nos fuimos.
Tristán había dejado de masticar su jamón en
la medida en que yo avanzaba el relato, hasta quedar con la boca abierta y un
puñado de jamón en la mano. Balbucea:
— ¿Y… luego?
— Nos fuimos de compras.
Me reservo que al llegar a casa mi madre
metió el dinero en la tripa de un sillón y sintonizó la radio hasta pillar La
ciudad no tiene fin, de un tal Moris, un argentino exiliado en Madrid por
causa de esos hombres oscuros que andaban matando gente en su país. Y se puso a
bailar diciendo que ese tipo sí sabía hacer música. Y muerta de risa me invitó
a bailar con ella, pero yo no quise.
— Está loca — cuchichea Tristán en voz baja.
— Yo creo que sí. Nunca tendré hijos.
— ¡Bah!, eso lo dices ahora… ya cambiarás,
todas los tienen.
— Yo no.
Lo tengo claro, no me gustan los niños
pequeños, no puedo ni oírles llorar. Cuando era una niñita tenía la fantasía
inconfesable, y muy estimulante, de asfixiar niños chillones. Esos que están
tan tranquilamente y de pronto irrumpen con un chillido horrible y se retuercen
en brazos de sus madres, como el bebé de la Duquesa que en brazos de Alicia se
convierte en cerdo. Pero yo no soy tan adorable como Alicia. Nunca he
comprendido por qué algunos —sobre todo las mujeres— les miran con esa
benevolencia, si ni siquiera son sus hijos: vas por la calle o en el autobús y
de repente un chiquillo arma un escándalo incomprensible. Algunas se sonríen,
yo les ahogaría. A los niños. Mi madre pierde los papeles con facilidad y luego
lo compensa con postres y trampolines. Y eso que nunca fui de llorar. Tristán
en cambio es un quejica. Diría que siempre fue delicado, y además dice cosas
extrañas, sin ton ni son. Tal vez también esté loco. Mejor no tener hijos.
Si yo fuera niño no sería un llorica. ¿Por
qué no seré niño?
¿Y cómo debería ser una niña, además de ser
testigo de su madre?
Esa noche, después de los tres millones,
empezaron las amenazas de papá. Los escuché discutiendo por teléfono: él quería
el divorcio. Y además pretendía denunciarla por robo, pero luego mamá le contó
a la abuela que en la Guardia Civil se le rieron en la cara porque no hay forma
de denunciar a alguien que asalta su propia cuenta bancaria, que fue lo que
hizo ella. Vuelta a ir de compras:
— Hoy vamos al Corte Inglés y luego a comer y
a los trampolines, hija.
— Yo prefiero ir a por helado.
— De acuerdo, vamos a Los Alpes y ahí
comés todo el que se te antoje.
Tristán estaba escuchando, pero esa tarde
se quedó con su adorada abuela Pocha porque esperaba a unos chavales de la
escuela. Supongo que fue él quien le dio las coordenadas a Sancho para
presentarse en Los Alpes con la cara desencajada y dando respingos, que
es su manera de caminar. No se bambolea como los otros, más bien camina dando
brincos, algo que a mamá siempre le molestó, no sé por qué. Le preguntó dónde
estaba viviendo, pero él no quiso decírselo. Con un golpe similar al que dan
los hombres cuando se juegan sus cartas al mus, le dejó el teléfono de su
abogado sobre la mesa: habiendo compartido tantas cosas juntos, por qué no
podían también compartir un abogado.
Mamá aceptó la tarjeta y cuando salimos de la heladería la tiró por el
desaguadero.
De ningún modo iban a compartir un abogado,
ella se buscaría el suyo.
Claro que antes de decidirse consultó nueve,
y después de mucho dar tumbos por despachos mareada por el clonazepam, terminó
eligiendo a una porteña dispuesta a sacarle a papá hasta el último pelo de las
cejas. No le fue tal mal. Consiguió que él le cediera el piso de Carabanchel,
accediendo además a una cuota alimentaria y a la parte de las ganancias que le
correspondían por el restaurante. “¡Luego me devuelves el piso y te largas!”,
rugió Sancho mientras salía por la puerta, el día en que se marchó
definitivamente. Y ella: “Sí, claro”. Mentira.
Tristán y yo subimos las escaleras con
resignación.
Mamá ya no flota en la tina, pero ha empezado
a pasearse por la casa amenazando con que va a tirar por la ventana todos los
jodidos ceniceros de Murano de mi padre, y por supuesto su ropa.
—
¡Fijate que no pase nadie por abajo! — le advierte estoicamente mi abuela desde
la cocina.
Al final se da vuelta en redondo y se
encierra en su taller de atrezzo echando llave.
La abuela intenta forzar la puerta para que
salga. Hay que engilipollarla y desafiarla, pero mamá pide no ser molestada,
tiene que terminar con unas cabezas de goma espuma para una obra infantil.
Sabemos que guarda el material dentro de un sofá con arcón antiguo, de patas
espesas y funda de terciopelo color chocolate. Ese lugar es un misterio, y
nunca nos deja mirar que hay dentro, además de sus cosas. Pero nosotros solemos
fisgonear a escondidas.
FABIOLA 2
El
cumpleaños de mi hermano terminó hace horas, ya es de madrugada. Pero aún
quedan pasteles en la nevera. Y me los voy a comer.
—Yo no quería que me celebraran nada… Esto es una
cuestión entre ellos para fingir el cuento de la familia feliz.
Abro la
puerta despacio haciendo que la oscuridad de la cocina destelle. Corto un buen
trozo de tarta de cerezas, cojo algunos muffins de chocolate, unos cuantos
mantecados, una tortita blanca con fondant y un botellín de Coca-Cola. Regreso
a mi cuarto sigilosamente, haciendo equilibrio con el botín. Soy adicta a todo
lo que lleve ingentes cantidades de azúcar, así que no es la primera vez. Ni va
a ser la última. Mi cuarto está abarrotado de muñecos de goma espuma y
peluches; algunos los hizo mamá. Los de goma espuma, por ejemplo, me observan
con expresión despavorida desde sus grandes ojos incrustados. Los peluches son
algo más idiotas. Tengo restos de comida por todo el armario, donde hay ropa
colgada, un columpio roto y un montón de dibujos viejos. Pilas de cuadernos con
las hojas amarillentas.
Justo
frente a mí, en una ochava entre dos paredes, hay un anticuado espejo de
caballete. Le echo una manta encima para que no me refleje, nunca me gustaron
los espejos. Tendré que deshacerme de la evidencia cuando acabe la comilona, ya
hay bastante comida supurando moho dentro del armario. Y por si no llego
después de haberme acostado, guardo un barreño bajo la cama. El barreño da
seguridad. Y es cierto que la tarta de cerezas no sabe tan bien como recién
hecho, pero qué importa, si mañana por la mañana mamá hará como que no ha visto
el pedazo que falta. Me lleno la boca hasta no dar más, masticando de costado y
con la boca abierta. Potrilla que mastica de lado su alfalfa. Ya aprendí a
vomitar sin que me escueza la garganta; ahí está el baño, y aquí la luz de la
ridícula lámpara giratoria con peces de colores para niñitos — en casa, todos
piensan que todavía soy una niña pequeña — resplandeciendo en forma
intermitente sobre los monigotes de ojos abiertos, que me observan cada vez que
la luz los alumbra. Me chupo los dedos, arrancando con los incisivos trozos de
fondant, que luego chupo. No me preocupa ser gorda, eso me protege de la
apremiante competencia que padecen las guapas. Me basta con ser la más lista.
También la más cruel. Ser fofa, pero fuerte, me pone a la altura de los
chavales: ellos me permiten acompañarles como si fuera uno más. Nadie me
acorralará nunca en los baños de la escuela, y si lo hiciera se llevaría un
buen gancho de la misma mano con la que escribo: la izquierda. Aprendí a
buscarme la vida aprovechando los rincones del patio, los escalones vacíos de
las escaleras y el silencio de la casa en madrugada para engullir toda la
dulzura que no puedo conseguir afuera. Y que sabe mejor en soledad porque no lo
sabe nadie; si lo hiciera en la mesa no tendría la misma emoción — “comé con la
boca cerrada, no seas guaranga” (mamá). Lleva veinte años viviendo aquí y
todavía no aprendió a hablar como nosotros, más bien creo que lo reniega. La
abuela también, ella es la dueña del espejo fantasmal en el que me obliga a
mirarme cada vez que estreno ropa nueva. No me cae bien, no me gusta la forma
en que me mira, nunca me toca. Sus ojos me asustan lo suficiente como para
atragantarme al atraer con la lengua las chispas de colores de un muffin. Así
que bebo un largo trago de Coca-Cola, abducida por el alcaloide y la sed.
Tengo que
terminar con esto aunque me entren ganas de echarlo todo por el retrete. Ya
viene el calor, sube como un eructo líquido y corro al baño. Me llevo dos dedos
hasta el fondo de la garganta, lo echo todo por la boca y salto a la cama. Así
de sencillo y habitual. Aunque a veces me hierva todo por entro a causa del
revuelto de ácido, he aprendido a hacerlo sin que me oigan. Vomitar alivia,
pero no adelgaza ni un gramo. Regreso a la cama tambaleándome. Lo manejo en
forma sistemática: me doy el atracón, lo vomito y vuelvo a darme otro. Es
fácil. ¡Pensar que a esas tontas de la escuela les asusta vomitar! “Ay, la niña
tiene gastroenteritis”. Son larguiruchas y frágiles. Deseables. No es fácil
sentirse a gusto dentro de un cuerpo en el que no crees, por lo tanto tienes
que compensar de otras maneras. Ser como un chaval, ganarte su confianza,
evitar la aparición cazadora de los espejos. No hay una mirada benevolente para
mí, tendré que inventármela yo misma. Huir de los espejos cazadores.
—A mí ya me quitaron el estómago, Fabiola...
Tristán
estaba sentado en su cama mirando hacia el cabecero de forja. Era su cumpleaños
número catorce. Él no quería celebrar nada,
pero mi madre insistió en que invitara a algunos de sus amigos. Incluso
permitió que Sancho viniera a casa y le dejó sentarse a la mesa con nosotros,
advirtiéndole que sólo por esa vez. Al final fue una fiesta de viejos bastante
terrorífica. Al entrar, los chicos le gastaron algunas bromas a mi hermano y le
hicieron regalos baratos, deslizándole en el bolsillo del vaquero un porro del
grosor de una tiza flamante, que fue lo único que lo hizo sonreír. Se dejaron
llevar hasta la mesa haciendo moderado barullo, y la chica que iba con ellos —
la novia de Tristán, decían — le entregó a mamá un vino que, según dijo, lo
enviaba su padre para el almuerzo. Luego aparecieron mi tío
—el hermano de Sancho, con su segunda mujer parecida a Travolta pero con tetas
—, y el fiel amigo de la abuela, Samos, un
sexagenario de una flacura lacerante, aunque rotundamente vital, con quien ella mantenía un romance platónico a perpetuidad.
“El viejo filiforme”, decía Tristán cuando se ponía perverso. La lombriz. A donde iba ella iba él, y no había manera de
callarlo. Por ser hospitalero del Camino de Santiago y un católico de lo
más comedido —no un chupacirios—, a Samos le encantaba coleccionar artilugios
religiosos y trastos de todo tipo. Obsequios,
según él, de los peregrinos que pasaban por el albergue al que lo invitaban a
colaborar cada año. Lograba impresionarlos con su destreza en la cocina y el
método tsú-chí de masaje en los pies,
que incluía la gratificante habilidad de saber pinchar ampollas con mano de
santo.
El caso es que Samos también coleccionaba
antiguos chismes de guerra, como arcabuces, yelmos y balas de cañón, tesoros
que escondía por todos lados e iba sacando conforme el visitante le diera
confianza. Cosa que a Sancho nunca le faltó. Pocha, en cambio, estaba hasta las
cejas de sus obsesiones. Pero a mi padre le chiflaban.
— ¡Cuenta, cuenta lo del arcabuz! — le
pinchó.
— Ah, el día en que casi mata a la vecina de
enfrente — rezongó la abuela.
— ¡A la portuguesa! Mujer fiera…
Sancho había estado ahí y tenía interés en
que todos nos enteráramos de la hazaña. Así se supo que el viejo había sacado
del armario una pistola de hierro del siglo XIX con un grabado en la empuñadura
de bronce, blandiéndola ingenuamente delante de ellos. Fuera por accidente o
por entusiasmo, y mientras intentaba mostrarle el grabado a mi padre, a Samos
se le accionó el percutor y hubo una detonación. Los tres pegaron un salto;
Pocha chilló. Una humarada salía por la boca de la pistola. Samos no sabía que
esa cosa estuviera cargada. ¿Cómo iba a saberlo, si nunca se le había ocurrido
tirar? En el balcón de enfrente apareció una mujer morena con una taza en la
mano. Haciendo pantalla, echó un largo vistazo soñoliento desde la ventana y
luego otro al sofá, que mostraba el respaldo a la calle. Se inclinó con pereza,
hurgando allí. Luego se volvió hacia el piso de Samos con la taza en alto:
— La
portuguesa, mujer fiera...
— Eso
ya lo dijiste — lo interrumpió Pocha, fastidiada.
—
Bueno, la portuguesa me llamó viejo cascanueces. “¿No está usted muy mayor para
el tirachinas?”. Je je, la pobre no se dio cuenta de que era munición…
Mi padre y mi tío se partían de la risa.
Recuerdos de un simulacro de guerra accidental.
Sentado a la mesa con el cuello tieso como un mastín en
una boda watusi, e inquieto pero indeciso, Tristán calculaba a quién podía
morder. Mi padre era la víctima propiciatoria. Espié sus ojos de perro atrapado en un alambre de
espinos cuando mamá apareció con el pollo en la fuente “de los días especiales”,
en su versión más abnegada de Geraldine.
— Eso está azul.
— No está azul, hijo, es pollo a la moruna,
el tono azulado es por las ciruelas — se
defendió ella con la cara contraída por un espasmo.
— Pues cómetelo tú.
— ¡Venga, chaval!, no le hables así a tu
madre que ha perdido la mañana cocinando para ti —. Sancho pretendía ser
atento, aunque el esmero de mamá le tuviera sin cuidado.
Ignoraba que ya había perdido toda autoridad
sobre mi hermano.
— Le quitaron el estómago — intervine, creyendo
que de esa manera lograría apaciguar los ánimos.
Las raras convicciones de Tristán habían
comenzado antes de que cumpliera los catorce, y sólo me las contaba a mí. Era
un asunto con el tubo digestivo. En ocasiones la comida le desgarraba por dentro,
le deshacía las entrañas. Tenía la sensación, o más bien la seguridad, de que
los órganos se le iban a desprender, que incluso despertaría sin alguno. Sin
estómago, por ejemplo. Yo le seguía el hilo entre la incredulidad y la
fascinación.
Mamá no entendió:
— ¡Por supuesto, al pollo se le quitan las
vísceras y se lo rellena!
— ¡Al pollo no, a mí! — explotó Tristán. Y
estiró una mano a través de la mesa queriendo alcanzar a mi padre, que había
vuelto a las andadas con el ridículo relato de Samos —. Oye Sancho, ¿por qué no
invitaste a Toñi? Estaríamos completos — le susurró malignamente.
Mi padre se encendió tanto que empezó a
brotarle sudor sobre la calva y se le deshizo la sonrisa, mientras Samos, tan
cotilla como siempre, preguntaba quién era Toñi. Y el muy cabrón de Tristán:
“Toñi, la de las uñas comidas, la pava con la que está mi padre”.
Mamá Geraldine seguía con la bandeja en la
mano, firme como en una escena donde la mujer es capaz de inmolarse por
mantener la unión familiar, si es que a eso se le podía llamar unión. Y
familiar, que ya es mucho decir. En fin, había que mantener la imagen. O sea la
ilusión. Pero pudo más su genio.
— ¡La
puta! — se le escapó.
—
¿Puta? ¿Qué puta? — disparó Samos, ya experto a la munición.
La abuela agitó la servilleta como si con
ella pudiera espantar el descalabro, y borrar de un sacudón el exabrupto de mi
hermano.
Si hay algo que mi hermano y yo tenemos en
común, además del ADN y la complicidad, es nuestro particular vínculo con el
estómago. Mientras él piensa que se lo secuestraron o algo por el estilo, yo
busco llenarlo y vaciarlo inmediatamente. A mis doce años he llegado
a creer que los genes enfermos de mamá empiezan a pasarme factura como a
Tristán, los genes son peor que el asalto a un banco: imprevisibles, unos
asesinos que van mermando la mente y desfiguran la percepción. No deja de rondarme por la cabeza lo que pasó mientras
me pasea por la boca ese sabor ácido y a la vez dulzón al que nunca me
acostumbraré, a pesar de los beneficios que yo creo que me trae. La negativa de
Tristán a comer el maldito pollo con ciruelas, la desesperación de mamá con la
cazuela en la mano. Pocha susurrándole al oído una frase aplastante:
“¿Ves por qué te dejó tu marido?”. Nunca
había sentido tanta pena por todos, algo inexpresable, difícil de verbalizar.
La complicidad entre mi hermano y yo por la supuesta pérdida — o tal vez robo —
de su estómago. Cuando vomito no quiero deshacerme de la comida
únicamente. Yo quisiera alcanzar la liviandad no sólo del cuerpo sino también
de los recuerdos, pero los malditos regresan entre arcada y arcada. La vergüenza
también. Escondo los platos sucios en el armario, me acuesto, apago la luz. Ya
los sacaré mañana, los tiraré por la ventana. Me siento estúpidamente culpable, como si hubiera cometido un crimen
celeste. Recuerdo la imagen de Tristán refugiado en el ángulo menos
visible de la mesa, y no obstante sobresaliendo por encima de todos.
— Venga, Tristán, que esto huele bien —
balbuceó Samos de mal humor.
— Eso digo yo — convino mi padre con voz
temblona y destapando la cazuela. Él lo zanjaba todo de forma práctica, aunque
fuera su propio hijo quien lo había avergonzado delante de su familia y varios
chavales a los que apenas conocía.
Tristán rechazó su porción.
— Tú traga el cianuro, padre, si tú te tragas
cualquier cosa…
Sancho podría habérselo tomado a broma, pero
no. Algo en las palabras casi murmuradas de mi hermano, debieron meterle el
dedo en una de sus llagas. Se echó de espaldas contra la silla olvidando poner
la tapa en la mesa, así que la salsa se le empezó a escurrir sobre el pantalón,
cosa que ni siquiera notó. El vino le daba vueltas en la cabeza, como le daban
vueltas las palabras de Tristán, sin saber muy bien qué hacer con ambos,
mientras éste, con una tranquilidad formidable, les decía a los dos:
— Molaría arrancaros esa piel de mentiras que
lleváis puesta y hacerlos salir de la crisálida, para anidar en mi lengua como
polillas.
Mamá sonrió de manera forzada y le pasó la
mano por el pelo. No fue un acto de ternura, sino un automatismo con el que
intentó dejar sin efecto el comentario. Claro que después no supo qué hacer.
Finalmente optó por sentarse al lado de Sancho, coger una servilleta, y
entregarse al acto de frotarle el pantalón con semblante extático. Estaba
espantada. Parecía que en el acto de quitar la mancha hubiera deseado borrarse
ella misma: “¿Ves, ves por qué te dejó tu marido?”. La celebración se deslizaba
ostensiblemente hacia el desastre.
Los ojos de mi padre la increparon en
silencio. Ella limpiaba la mancha y él la interrogaba sin abrir la boca. Y lo
único que se movía ahí era su mano crispada sobre el sucio pantalón
ejerciéndole presión sobre el muslo, tan confusa, que no se dio cuenta de que
le estaba haciendo daño, hasta que Sancho le sujetó el puño y se levantó de la
mesa. Mamá salió detrás de él. Sonó un portazo en el cuarto que había sido de
ellos.
Tristán disfrutaba de la escena con expresión
inanimada mientras la italiana y la abuela se levantaban protestando. Tío
Antonio, en cambio, se quedó con la mirada fija en su plato vacío.
— ¡Mujer fiera! — exclamó
Samos.
Fue la primera vez que oía gritar a Sancho de
esa manera, y me asusté. Con la voz ahogada, mamá procuraba calmarlo.
Hay cosas de las que no se hablan en las
familias, esto lo sabe todo el mundo. Muchas más cosas que una infidelidad. No
se habla de la ominosa pericia que tienen algunos hijos para hacer que una
verdad enterrada durante generaciones, emerja el día de su cumpleaños ante
varios chavales incrédulos, un viejo tirador de arcabuces y una abuela que se
niega a intervenir. O más bien, que lo niega todo. No se habla de la
estrafalaria semántica del hijo loco, de sus obsesiones, o de la saña con que
se deja entrever el secreto familiar que avergüenza. ¿Cómo se forman las
palabras y las preguntas cuando lo que se sospecha, aunque no se nombre,
impacta? Los delirios de mi hermano no eran ni más ni menos que una pregunta
salvaje. También un reclamo.
Los mayores se fueron levantando y daban
vueltas por la casa, excepto Samos, que se marchó con el pretexto de un dolor
de lumbago. Los amigos de mi hermano aprovecharon el descalabro para asaltar la
bandeja. Luego vendría la tarta.
Ahora, mientras intento dormirme, pienso que
yo también debo estar loca.
Arrojaré los cucos por la ventana, para que
mueran.
LUJÁN Y FABIOLA
—
¿Escuchás cómo chillan bajito? Son los murciélagos, que salen a esta hora y
vagan por la noche entre el cielo y el río.
— A mí
medio que me ponen los pelos como escarpias… y si no me crees, mira.
— Ya
veo. Relajá que no son vampiros si no ratones con alas… en realidad nos huyen.
Igual si querés vamos más para la Chopera, pero andarán merodeando también.
Salen cuando cae el sol.
— No,
no, que me aguanto… estamos en el puerto de Jonás, esto es un lujo, nos
quedamos, venga.
—
Cabemos las dos perfecto en esta piedra…
— Más
justas, imposible, como si nos hubiera tomado el molde. Mi primo siempre andaba
por aquí, recuerdo que le gustaba subir a la ermita a tocar con los chicos,
para que los del pueblo no les vieran…
— O a
la Charca Verde.
— ¿Y tú
cómo sabes eso?
— Lo
leí por ahí.
—
¡Dónde! No hay mucha información sobre Jonás…
— Por
ahí.
— Vaya,
eres buena rastreadora cuando algo te interesa… Subían hasta la planicie del
Yelmo a jugar con los caballos, y a tocar. Pero no quiero hablar de él hoy,
preferiría…
— Ya sé
que te cuesta hablar de él; sé que es delicado.
— Prefiero hablar de ti, que me cuentes de ti. Me da
curiosidad una argentina que cruza el charco sin un duro, que escribe en
secreto, se muestra tan persistente a la hora de buscar información sobre un
cantaor ya prácticamente olvidado… ¡y que se instala justo en el pueblo donde
él empezó a cantar!
— ¿Vos sabés que no fue a
propósito que me instalé acá? Se me dio la oportunidad del piso, nomás, fue
pura casualidad.
— No jodas…
— No jodas vos, cuando llegué a
Manzanares ni siquiera había oído hablar de él, eso vino después.
— Ah.
— Sí. Y lo de escribir yo diría
que lo hago para mí. Según mi razonamiento si no hay ambición, no hay secreto.
— ¿Me dejarás leer algo, entonces?
— Capaz que sí, voy a ver…
— ¿Escribes sobre Argentina?
— Escribo sobre España, pero
atravesada por mi lengua argentina. Yo a mi tierra la llevo tatuada en cada poro, viste... no necesito estar allá
para llevarla puesta. Seguro que el Canica se pondría muy triste si me oyera,
porque estaba muy arraigado, además él encontraba un misterio en cada rincón.
Yo no, yo salí a buscar los misterios afuera. A mí esto me gusta, acá voy tomando mundo, y me mantengo a salvo
del dolor.
— Entiendo. Tu hermano, ¿no?
— Y mi vieja.
— Claro.
— Y todo lo demás.
— Entiendo.
— Aparte
cuando vengo al río es como si entrara en mi casa, así que… ¿me das un cigarro?
— Tengo
habanitos, ¿quieres?
— Dale.
— Y mira
por dónde que voy a darte fuego con un Zippo que me regaló Jonás, está
viejillo, pero...
— …
— ¡De
veras, coño! ¡Qué! ¿No me crees?
— Ni medio.
— Haces
bien, lo compré en el Rastro. Lo que es cierto es que veníamos a fumar acá… un
poco más adelante. ¡Nos fumábamos hasta las hojas de las encinas!
— Ya veo,
ya veo que eran bien compinches.
— Primos
hermanos en el sentido más literal de la palabra, y la amistad nos unía tanto
como la sangre. No era uno de esos primos con los que te ves en los cumpleaños
y las navidades, si no un amigo, un cómplice de fechorías.
— Sí. Vos
me estás hablando de un hermano de fierro, igual que el Canica.
— “De
fierro”, algo como el hierro, ¿no? Inquebrantable, pero que hay que cuidar para
que no oxide…
— Nunca lo
había pensado.
— Por eso
prefiero el diamante. Es tan viejo como la Tierra y el mineral más duro,
inalterable. De pequeño Jonás estuvo un tiempo viviendo en casa hasta que le
hizo perder los papeles a mi padre y lo echó.
— ¿Por qué?
— Por
haberse escapado de casa y terminar en las chabolas cantando a los gitanos.
— ¡Miralo,
al pendejo! ¿Qué edad tenía?
— Unos
diez.
— Mi
hermano a los diez decía que le iba a prender fuego a la policía.
— ¿Eh?
— Sí, a los
milicos, quería matar milicos. Cuando creció se envolvió la cabeza con un
pañuelo, le metió fuego a una pila de llantas en la ruta 88, aguantó una semana
ahí, con otros cientos... y fue porque nos habían vendido el país. El nombre de
mi hermano nunca va salir en ninguna revista, él iba tapado, es otro anónimo,
pero se llamaba Adrián Bermejo, el Canica, porque vivía rodando de un lado para
otro. ¿Fabiola?
— … Sí.
— Que te
estoy presentando a mi hermano.
— Ya… y yo
no sé qué decir.
— Bien.
— Si digo que lo siento me mandarás a la mierda, pero realmente lo siento, ¿qué quieres que le
haga?
— No pasa
nada…
— Es una putada
lo que me cuentas, de ser tú, yo también me hubiera largado.
— ¡A cara’e
perro! Sin el Canica yo no extraño el país, estoy a un millón de años de
allá... No me mires así.
— No, yo
sólo… estaba pensando.
— ¿En qué?
— Pienso…
pienso en el arraigo de los desarraigados, que es un tema que me persigue, algo
recurrente. Tu Canica, tan enamorado de lo suyo, capaz de salir a intoxicarse
por una causa, expulsado, sospecho, dentro de su propia tierra, y mi primo, que
se expulsó a sí mismo. Sé que no tienen comparación: tu hermano era un luchador
y mi primo un artista que llegó a tener cierto renombre: Jonás Gálvez. Pero yo
nunca conocí a ese tal Gálvez. Yo conocí a Jonás. Gálvez es el tío de las
portadas viejas: yo conocí a un chaval inseguro que nunca supo muy bien quién
era... A mí se me murió un hermanito que no pude llorar porque me lo robó Jonás
Gálvez.
— El Canica
sí. El Canica sabía muy bien quién era.
— ¡Ay,
madre mía!
— ¿Qué?
¡Ahhhh! ¡Un mishu!
— ¡Jolines,
qué susto me dio!
— ¡Ni que
fuera un oso pardo, Fabiola! Vení… vení, mishu, vení…
— Si le
hablas así no te entiende, es gato español: Hala, minino… cariño, vente
pa’aquí, cariño...
— Mish mish
mish… ¿y qué hace acá?
— Éste no
habla en lenguas. Ahí se queda, lamiéndose.
— Mirá que
vengo seguido y nunca vi uno. No tiene collar, debe ser vagabundo.
— Anda
perdido, el pobre...
— Ahí
viene… mirá, te busca a vos, tiene los ojos de tu color.
— Vaya, sí…
— A mí ni
bola, está buscando tu oreja… quiere decirte algo.
— Ya. Por
lo que veo es niño. Me parece que me lo llevo a
Madrid.
— Buenísimo,
hemos adoptado un hijo. ¿Qué te dice?
— Ronronea. Dice…
dice que ha venido para metabolizar dolores desbocados.
— Ojalá.
— Dice
que tú y yo seremos amigas mucho tiempo… quién sabe hasta cuándo, y dice…
espera… dice que el aire, este aire, el de ahora mismo, no devuelve a nuestros
hermanitos en otra forma de sustancia, algo raro… dice que el aire recompone
las piezas que enterramos a propósito, hasta que llegue el día en que… bueno,
en que podamos...
— Los gatos
tienen ese poder.
— ¿Qué
poder?
— Son
psíquicos. Yo tuve que deshacerme de Ballesta antes de tomarme el pire. Fue
duro. Era un gato pardo callejero, de panza blanca y mordedor parecido a éste.
—
¿Ballesta?
— Sí, el
nombre se lo puso mi vieja. Se lo llevó a México y ahí sigue, por lo que sé.
— Ella se
fue de Mar de Plata cuando lo del Canica, ¿no?
— Sí. Ni
con mi vieja nunca pude hablar mucho de mi hermano, no nos dimos tiempo… yo
directamente agarré la primera valija y me vine. Y acá estoy ahora, viéndolo
por todos lados. Bajo al metro y veo un pibe que va subiendo las escaleras,
moviéndose justo como se movía él… pero no, no es él. Voy a un garito y ahí
está, tomándose una birra con un amigo…
— Mi padre
dice que a la muerte de los otros hay que esperarla de espaldas.
— ¿Y eso?
— Es que
cuando fue lo de Jonás él lo supo por la radio. En estos casos no es que vengan
a tocarte a la puerta para avisarte, acabas enterándote por la radio o la
televisión. A mí me llamó Sancho. Después del funeral yo estaba con un amigo en
el monte y se apareció de repente, así como este gato, y me habló. En fin, ya
lo dije… me importa un pimiento si te lo crees o no.
— Te creo.
Qué te dijo.
— Nada serio… nada
trascendente, pero lo vi como te estoy viendo a ti, escondido entre las
piedras, llamándome bejarilí…
—
¿Bejarilí? ¿Y eso qué es?
— Lagartija, en caló. Me llamaba así porque de pequeña
era escurridiza.
— Ah…
— Se escondió de todos… simplemente, se fue yendo
despacio, se perdió dentro de él, creo, y nadie hizo nada, joder, nadie hizo
nada... ¡No hicimos nada!
— Andá a saber si hubieran podido…Cuando alguien se va
así es… ¡Ufff!
— Si yo hubiera estado en Granada…
— No podías saberlo, Fabi.
— ¡Pero tendría que haberme dado cuenta! ¡Meses sin
aparecer!
— …
— Sí, mejor calla… ¡que se calle el boque, también! Una
vez me dijo: ¿de qué podría servirle a un crío un padre sin
razones? Hablaba del niño que tuvo, sabes.
Pero esta conversación es chunga, amiga. Ya está anocheciendo, es mejor que
vayamos.
— Bueno… como quieras, ¿te llevás el gato?
— Desde luego, no se despega de mí desde que llegó,
debe ser que le gusto.
— Te convoca.
— Eso parece, como hacen los brujos en
sueños, así me lo llevo. ¡Uy!, que no
quiero tropezar, que he olvidado el sendero…
— Vos seguime a mí que lo conozco bien. ¿Viste cómo
huelen las jaras?
— Sí… ¡me traen cada recuerdo!, llegan directo a la
amígdala, las cabronas. Mejor sigue contándome del Canica, al menos él no se
robó a sí mismo… sólo te lo ha robado la muerte.
— Por ahí otro día, Fabi, hoy no me da el cuero.
— Ya, a veces me paso… hoy ando por tonás, estoy hecha
una queja.
— No
pidas disculpas, lo que brota del río, no sale del río.
— Vale.
— ¿Y
qué nombre le pondrás al gato?
— …
—
Bueno, ya irás pensándolo de vuelta a Madrid.
— No,
no, creo que ya lo tengo.
— A
ver…
—
Sombra… se llamará Sombra.
FABIOLA 1
—¿Y tú follas con esas bragas?”.
(No, guapa, todavía no follo)
Estíbaliz se reía de mí cuando nos
arreglábamos frente al espejo; ella tan menuda y yo tan gruesa, con mi tórax
ancho, de matrona, mitad chica de la periferia embutida a la fuerza en el
uniforme de un colegio privado, mitad Cicciolina infantil. Ella usaba
triángulos, yo bragas de corte alto, porque en el caso de llevar triángulos me
hubiera quedado la tripa como una brocheta. Ella tenía el vientre chato, sin
brochetas. Yo habría hecho el ridículo con esas bragas.
Mejor que me creyera una golfa:
—Me
las quito antes de follármelos— le dije, altanera.
Una mañana descubrí que me había derramado
entera mientras soñaba con una araña de seda translúcida atravesando dulcemente
mi columna vertebral. Tenía dieciséis años. La sangre que manchaba la sábana
era del mismo color que las cerezas del Jerte con las que me dí el típico
atracón nocturno del viernes por la noche. No volví a sangrar ni una sola gota
hasta pasados tres meses. Visitas a la ginecóloga con mi madre. Paquetes de
compresas sin abrir, a la espera del segundo gran acontecimiento. Sospechas de
la ginecóloga al notar mi semblante draculino. Mientras hablábamos no me miraba
a los ojos, si no directamente a la boca. Los dientes, claro. “¿Tienes algún
problema con tus dientes, cielo?”. Caries, a secas. “¿Te pones mucho a dieta?”.
(¿Por qué no hablamos mejor de mi vagina? Para eso están las ginecólogas, ¿no?)
Pero ella estaba más preocupada por mis dientes y mis costumbres alimentarias.
La evidencia se me notaba en la boca: tenues incrustaciones color ámbar entre
mis encías y unos dientes que parecían de leche. Lo pilló en seguida. Me
preguntó cuándo había sido la última vez que había comido, y a qué horas solía
hacerlo. Sugirió una visita al endocrinólogo. Y muy discretamente, otra a un
psicólogo. “¿Te duele al tragar?”. (Pero, ¡qué coño!, ¿no íbamos a hablar sobre
mi vagina?) “¿Y los huesos?”. Yo: “Lejos, bajo toda esta capa de guata”. No le
hizo gracia y se quedó muy seria.
Justo al lado mío, a mamá empezaron a
temblarle las manos al oír la palabra “psicólogo”. Fiel a sus creencias
astrológicas sustentadas en un esoterismo de peluquería, le soltó que mi sol en
escorpio con la cúspide en sagitario —o viceversa— y en conjunción con no sé
qué planeta o estrella, me habían provocado una menarca tardía. Lo bueno era
que la cuadratura con Saturno en Urano atenuaría las consecuencias, siempre y
cuando probara con infusión de jengibre y remolachas. “Entonces inténtelo
usted”, dijo la ginecóloga, levantándose como para dar por terminada la
consulta. Ofendidísima. La ciencia contra la superstición.
O sea que ni endocrinólogo, ni psicólogo, ni
leches. Tan prudente como de costumbre, mamá decidió dejarlo todo en manos de
la naturaleza. Y funcionó.
La sangre volvió, esta vez con ramalazos de
dolor. Apareció la abuela con su poción de perejil y otras hierbas intragables,
pero el dolor era tan intenso que me regresaba a la posición fetal. Grandes
pesadillas. Me veo en un túnel abandonado, quizá una mazmorra, un acueducto,
tal vez una vía férrea. En el sueño cuelgo desnuda de unas gruesas cadenas con
grilletes, a unos veinte metros de la arcada. El frío y la humedad se me
adhieren al cuerpo como una media, y mis pies desnudos alcanzan a rozar lo que
parece un durmiente de madera grasienta. Un hombre oscuro surge a través de la
oscuridad cubierto con una capa negra. ¿Vampiro o sacerdote? Absurdamente,
eructa, y los efluvios choricíacos de su almuerzo —o cena— me alcanzan a la
distancia. Inconfundible: chorizo de jabalí, para eso hay que tener buen
olfato. Sé que va a violarme o a hincarme el diente. Tal vez las dos cosas, así
que temo por mi útero de mujercita recién nacida. Al menos me ha dejado los
pies libres para darle un buen patadón. El vampiro-sacerdote avanza lentamente
hacia mí como en esas pelis en que la doncella es secuestrada por el vampiro.
La culpa es de mi madre, que ya desde pequeños nos permitía cagarnos de miedo
con esas cintas antiguas. O reírnos entre dientes para disiparlo. Despierto
arrebatada por el aroma arrollador del chorizo de jabalí en rebanadas. Cuando
se esmera, la abuela Pocha sabe cómo sacarme de una pesadilla.
Lo comí sin ganas, la verdad. Luego me
entraron náuseas y lo eché todo por el váter.
Había aprendido a vomitar sin intención. Esa
pesadilla estuvo rondándome durante semanas, pero no se la conté a nadie. Se
hubieran reído de mí, una pesadilla no es más que una pesadilla. Aunque sea
violatoria.
—¿Y a cuántos te follaste, si se puede saber?
Año 86, en esa época se competía mucho por la
cantidad de chicos, de penetraciones, de orgasmos. Era humillante, sobre todo
porque a mí me gustaba Estíbaliz. Estaba enamorada de ella, pero nunca se lo
dije. Sus sarcasmos — a menudo inocentes y otras no tanto — solían herirme. Éramos
las típicas vecinitas que van a la misma escuela y una va a la casa de la otra
cuando no hay tarea, o la tarea se terminó.
Años atrás jugábamos a los paramédicos siempre
bajo la mesa de la cocina, mientras su madre secaba los platos. Ella era la
paciente y yo el doctor. Estíbaliz se ponía boca abajo en el suelo y empezaba a
retorcerse a causa de un dolor imaginario. “Cielo, hay que inyectar”, le decía
yo toda recia. Echaba mano del kit infantil y fingía llenar concienzudamente
una jeringa, ella se bajaba el pantalón, las bragas, y me entregaba la redondez
de su culo brillante y con aroma a galletas. Tan efectiva como un interruptor de
luz que prende una bombilla, esa fragancia a culo sucio nunca me falló, si no
que me llevó a investigar sobre el pico de avecilla misteriosa que me había
descubierto entre las piernas cuando iba a hacer pis, y que ella conseguía
inflamar hasta ponerlo tieso. Mi investigación, surgida de esos jugueteos de
los que ninguna de las dos habló jamás la una con la otra (porque si lo
hubiéramos hecho habríamos tenido que ponerle un nombre a un descubrimiento que
no nos apetecía limitar), me llevó a constatar que el pico no era una
deformidad mía, sino un clítoris. “Dame fuerte”, imploraba la muy zorra de
Estíbaliz, a los nueve años. Quería palmadas, y a mí eso me ponía a cien, me
provocaba culpa y euforia. “Doctora, me duele acá”. Y así supe que detrás de
toda perversidad yace una inocencia aplastante, dueña y señora de la
imaginación. Me cogía la mano y la deslizaba con urgencia por debajo de su
jersey, haciendo que la masajeara y le rodeara los pezones, permitiendo que yo le
hundiera el dedo en el ombligo y me rindiera a la curiosidad de comprobar que
ese pico de avecilla no era sólo cosa mía, sino más que seguro de todas. Durante
semanas Estíbaliz ahogó gemidos tapándose la boca bajo esa mesa, gemidos que
terminaban en risas y risotadas que su madre nos mandaba a callar. Yo me secaba
contra la falda la mano empapada, envuelta en una especie de atolondramiento en
rivalidad a los espasmos discontinuos que conseguía al apretar las piernas. A
esa edad Estíbaliz ya se empapaba; yo todavía no.
Llegadas a la adolescencia adherimos a la
filosofía punk de postín, con los borcegos desatados, las medias de rejilla
rotas y toda la parafernalia. Yo iba a la zaga, por supuesto, como si fuera su
chaperona, una convidada de piedra, la amiga huraña con cresta. Ella ligaba con
chicos, yo me desentendía. Mejor dicho: ellos se desentendían. Incluso no estoy
muy segura de que me vieran. Estíbaliz andaba
por las calles, los parques, las escaleras mecánicas, los hospitales y el
instituto con dejadez, como una reina aburrida, dentro de un cuerpo silencioso
conectado a un cable que le suministraba la impostura monumental del sonido y
la información. Yo quería ser como ella, una preciosa esfinge viajando en el
autobús con semblante de póster: mírame-y-no-me-toques, soy un sueño. Con su
falda a cuadros, guantes de motorista, la cresta naranja. La chula del cartel.
La Gran Masturbadora. Sin embargo,
todo el mundo sabía que el novio la había violado en un descansillo del metro
de San Bas, mientras los yonquis que rondan por la ahí pidiendo y sin
defenderse ni a sí mismos, lo observaban todo con las pupilas fosforescentes
del tamaño de un alfiler. Ella lo justificó diciendo que no había sido una
violación.
— Él sólo me forzó, Fabi.
— No: él te violó.
— No… él quería hacerlo, y como yo le daba
largas no se aguantó. Después me pidió perdón.
— Pero te violó.
— ¿Y tú qué sabes? ¡No estabas ahí!
— Apareciste por el insti con un ojo
machacado y las piernas llenas de morados y arañazos… ¡Si eso no es una
violación!
— A ver si te metes esto en la cabeza, maja,
si les das largas ellos no se aguantan, ¿me explico? Son hombres. Y él mola.
Se burlaba de mí porque ella había empezado a
sangrar a los trece. Y también por mis grandes tetas. Yo a duras penas lograba
disimular mi inexperiencia. Era
ancha y morena, con una mirada de fondo marino que hacía calentar a los
chavales cuando nadie les veía, pero a mí no me calentaba ninguno, negando mi
femineidad hasta el punto en que llegué a raparme la cabeza. Pasaba de ellos
como si no me importaran, los pobres eran incapaces de hacer coincidir un
tornillo en el agujero. Llegué a conjeturarlo: “¿Está bien? ¿Es aquí? ¿No te la
estaré metiendo en la brocheta? ¡Porque me corto los huevos!”. Torpes,
malhablados y de brazos como orangutanes, me importaban tan poco que con el
tiempo me eché fama de arisca.
Ese tropel de idiotas nunca tendría mi flor.
Un hombre sí. Tenía que salir a buscarlo.
Me echó una mano mi primo Jonás, y no porque
fuera menos chaval que los orangutanes del instituto, sino porque él vagaba
entre antros y garitos y ahí se conoce gente.
Eficacia. En sus comienzos tenía una banda
de flamenquillo. Tocaban en un garito en el que siempre les dejaban debiendo la
paga, pero al final regresaban. No podía esperarse que fueran más allá de eso.
Quiero decir que nadie lo esperaba. Ni ellos, ni yo. Sus colaboradores entraban
y salían de la banda con la misma ligereza con que entraban y salían las
mujeres, las drogas y las guitarras de segunda mano que se ganaba en las
apuestas. Si pudieron llegar un poco más lejos fue porque un productor le
escuchó cantar una bulería a dos guitarras y un cajón en Malasaña. Notó que el
muchacho arrastraba un cante aginebrado pero luminoso, y que al cantar
el aire se llenaba de algo rotundo, algo que él traía y que todos querían, pero
que nadie o muy pocos podían tener. Su voz
se le quedó pegada inmediatamente. Entonces tuvo un pálpito y le dejó su
tarjeta.
— ¿Y vosotras qué queréis, cantar?
— No, no, yo no… la que canta es ella — se
atajó Estíbaliz, que iba conmigo. Hubo un inocente coqueteo con el dueño del
bar que no pasó de unas simples miradas.
— ¿Fabiola? ¿Tú cantas, prima?
— ¡Y yo qué sé! (cualquier cosa con tal de no
seguir poniendo copas en lo de Sancho los sábados y domingos) Lo mío es más el
pop...
— Pues la próxima le mangas un vino y te
vienes conmigo a un bar donde lo flipas.
Llevaba cuatro años sin ver a Jonás y fue
como si nos hubiéramos visto el día anterior. Nunca dejamos de seguirnos a la
distancia. Tristán tampoco, y a menudo me traía noticias de él: “Parece que
vivió con su padre un tiempo y no le fue bien; ahora no sé dónde vive, y no ha
vuelto al pueblo, no volverá”.
Al final nos llevó a un reducto sotanil.
Impactaban las ternezas de los parroquianos, unos tarugos de cuidado.
—Vaya macizas.
—Buena falta nos hacía un buen par de niñas
por aquí.
—¿Quieres una copa, bonita? ¡El boquerón!
—Pá’ tós los gustos… una rolliza, una muñeca
y un quinqui.
Y el más corpulento:
—Venid, qué hay…
Jonás no lo dejó terminar. Se le echó encima,
y el grandulón —como era previsible— lo arrojó contra unas mesas de plástico,
echándonos a todos a empujones. Estíbaliz se tomó su venganza derribando a
patadas unas sillas de plástico antes de salir a la escapada.
Llegamos riendo hasta la calle del Divino
Pastor, donde Jonás nos aseguró bajo pie juntillas, y a punto de firmarlo, que
el lugar valía la pena. Se llamaba La
mona fundida, y aunque ya no existe, fue el primer y último garito donde me
dejaron cantar.
Lloviznaba.
Por esos tiempos Madrid estaba llena de gente
rara, pero todo lo que encontré al llegar fueron garitos clausurados, bohemios con
cara de querer irse a dormir, y una ciudad con el aspecto de estar desmontando
un escenario. Al amanecer el aire olía a pan caliente, a maría y a cemento
remojado. Había una cierta raritud en el ambiente, era una raritud flotante,
escuálida, la impronta difusa de lo que ya empezaba a ser historia. Su propia
parodia, aún viva en la noche de ciudad, en sus garitos, y en los ecos
vivientes que se disolvían en el aire, con el olor que se levanta del asfalto
al amanecer. Un lugar del mundo en el que el aire se había vuelto agrio y las
agujas del reloj sólo marchaban entre las diez y las seis. La posada favorita
de los búhos.
La Mona
Fundida no tenía chapa y abría hasta las tantas. No estaba mal a pesar de
la suciedad. Era un sitio acogedor. Diminuto, pero con tablado. No había mucho
más, además de la barra, una camarera belga que chapurreaba inglés, el dueño
del bar —un tal Chus—, y unos cuantos parroquianos con pinta de estar allí como
si afuera estuviera cayendo la de dios. Gente que se deslizaba por la noche con
aire empapado, aunque anduvieran secos. El único sitio en el que conseguimos
cigarros a las cuatro de la mañana sin que nadie nos preguntara la edad. Jonás
me presentó al dueño, y una vez dentro pedimos unas copas. Mucho niño pijo
hasta arriba de perico, alguna cresta, algún progre del extrarradio. En algún
momento un tipo me oyó pedir un cenicero, y dijo que debía tener buena voz para
el blues. “La llorosa". Moreno sudamericano que me miró como si yo fuera
un cuaderno en blanco y él una estilográfica. Y añadió que llorosa era un
pajarito de su tierra.
Entonces Estíbaliz se echó a reír y me
desafió a cantar. Se sumó Chus, a quien le gustaron mis ojos. Y mis tetas. Me
dijo que si quería podía usar el tablado, que me sintiera como en casa. Estaban
aburridos y pretendían divertirse a costa de alguien, aunque por esas cosas del
vino, y por la confianza que me daba mi primo, accedí. Me quedé ahí arriba,
pasmada con el micrófono en la mano, oyendo cómo Estíbaliz se retorcía de la
risa en sordina:
“A las cinco se cierra la barra del 33, pero
Mario no sale hasta las seis…”
Cruz de
navajas, a capela. No les hizo gracia, pero era la única que me salió en
ese momento. Y no porque cantara a capela, sino por la canción: los cuernos de
una tía harta del marido. “Y María se moja las canas en el café, Magdalenas del
sexo convexo, luego al trabajo en un gran almacén”. Y ¡paff!, una copa se hace
añicos detrás de la barra en manos de Chus. Seguí cantando como si no hubiera
oído nada: “Mario vuelve a las cinco menos diez, por su calle vacía, a lo
figura lejos, solo se ve a unos novios comiéndose a besos…”
— ¡Menuda furcia! — rugió el sudamericano de
la llorosa.
— ¡Qué canción más pija! — intervino el de la
cresta.
— Conozco esa canción y el tío termina muerto
al volver del curro, la furcia y el amante lo matan.
Mientras tanto, Jonás me hacía aspavientos para que siguiera.
La terminé como pude con mi vocecilla boba
(así era mi voz antes de que se convirtiera en resonante) y auxiliada por
Britt, una drag yanqui de Florida,
que en un un rapto de piedad —o de cachondeo—, agarró un pequeño sintetizador
con el que sólo se sabía cuatro acordes. El caso es que a Chus le gusté y me
contrató bajo la condición de que cantara alguna cosilla como para entretener a
la peña, siempre y cuando no fuera de Mecano. Ruido blanco, básicamente. Sin
contrato, desde luego, por ser menor de edad. Britt abría el espectáculo con su
fulgurante presencia drag-queen de
metro noventa. Al principio cantaba toda escondida detrás del mic. Crispada.
Mis melodías de ronda infantil no eran más que un pretexto para encestar versos
de otra gente, deslizando alguno de los míos sin que nadie fuera capaz de notar
la diferencia. El resultado era muy defectuoso, pero yo lo hacía convencida,
aniquilando los principios elementales del canto con la inocencia del coraje y
una torpeza anárquica que les llamaba la atención. Inclusive llegué a
fabricarme un instrumento musical con una lata y tres cuerdas de bajo acústico
al que llamé latofón. Años después Luján
me contó que los indios tobas del norte argentino tienen un instrumento
similar, el N'vique. No sé cómo
sonará el de ellos, pero el mío sonaban fatal. Sin embargo, por algún milagro
de la acústica o del mal gusto, a la gente le gustaba. Especialmente cuando me
oían cantar en bubalab, un idioma de
mi propia invención. Los sábados por la noche el garito se llenaba. Nunca
entendí por qué.
—Tienes
que sacarte esa cosa de ahí abajo — me dijo una noche Britt, revisando su
vestuario—. Hay que quitarle el hueso a ese melocotón —. Se dio vuelta: — ¿Me
entiendes, no?
Ramalazo de dolor por el que ya no pude
mantenerme en pie. La sangre tiñó mi pantalón blanco recién estrenado. Cuando
se reía, le temblaba la papada.
—
Soy Britt, el Leviatán, yo engendro dragones, me los como y luego los vuelvo a
vomitar, renovados y refulgentes. Soy todo lo que quieras que sea, y lo que no
también, así que aprovecha porque mira que llevo unos tampones en el bolso.
Mis dieciséis años.
FABIOLA 2
Y yo quería el amor aprobado, escondiéndome
dentro de una coraza fiera para disimilar al gatito pisoteado. Eso sí: quería
que fuera práctico. Nos conocimos ahí mismo, mientras yo intentaba dar un show.
De lejos me pareció un arrogante, pero en cuanto se me acercó y empezamos a
hablar quedamos como imantados el uno al otro. Me atrapó con su pinta de
mestizo y sus ojos de un color incierto, tenebrosos, todo muy bien disimulado
bajo el fulgor altanero de un tilingo que ha sabido levantar cabeza tras una
década en Europa, donde su aspecto ligeramente aindiado se confundía con lo
exótico. Que hablara el idioma materno hizo que me rindiera más fácil. “Treinta
pirulos, soy muy viejo para vos”. La forma en que me lo dijo me despertó una
fascinación atemorizante. Justo lo que yo andaba buscando, en lugar de un crío
asustadizo tratando de adivinar cómo dar en la diana. A los diez minutos dejé
de oír lo que me decía. “Es éste”, pensé. “Se hace el distraído, es éste. Va a
permitir que me abra, me llevará hasta el borde en forma natural, como si
pelara una fruta”. Me encantó su boca. Su desfachatez. Todas esas cosas que le
gustan a una cuando tiene dieciséis y quiere deshacerse de un problema, y sabe
que se ha quedado atorada en el relato porque el deseo nubla los significados.
Además, no quería saber absolutamente nada sobre él, más allá de lo que hubiera
debajo del aroma arrolladoramente varonil del cuello de su camisa. Un arete de
oro, muy pequeño, en la oreja derecha. “Vamos a dar una vuelta y te muestro un
lugar que te va a gustar”. Caminar sin sentir las piernas, haberlas olvidado
por efecto de eso que te lleva. Estar orgullosa de poder exhibirlo como si ya
fuera mío. Mi primer pequeño orgullo de mujer. Madrid en setiembre, tres de la
mañana. Saborear las miradas envidiosas de mujeres que podían ser mi madre, al
verme pasar con un hombre que ellas hubieran querido tener. “Mirá, yo vivo
allá”. ¿Dónde? “Allá, en el edificio azul”. Señaló hacia el segundo o tercer
piso de cualquier edificio, y a mí me dio igual. Por supuesto, seguimos de
largo. Se detuvo para encender un cigarro, chupó y me lo pasó sin mirarme.
Mauro, un argentino de Santa Fe. Nunca fuimos
al lugar que me prometió. De alguna manera terminamos en la escalinata de la
calle Princesa, con el aliento abrasado por el futuro. Su aliento. No hubo
besos. Me abrió el vestido y silenciosamente fue lamiendo mi vientre. Un pájaro
nocturno pasó como una ráfaga justo en el instante en que él me hizo alcanzar
lo que había estado buscando toda la noche. Después nos fuimos caminando, mi
cadera contra la suya a través de calles y glorietas, como una sonámbula, hasta
olvidar el paisaje, si es que en algún momento lo vi, creyendo que viajaba en
un vehículo de propulsión a chorro que desvanecía los detalles.
El edificio, las escaleras. Tampoco hubo
preámbulos. Él era meticuloso, y por supuesto que no le importó lo más mínimo
que yo fuera menor. Jamás me trató como si lo fuera, yo no se lo hubiera
permitido, y en ese asalto sin dolor, en esa pulseada desastrosa entre mi
inexperiencia desbocada y su pericia canalla, todo quedó vaciado, olvidado, y
al mismo tiempo me propagó, me hizo ubicua. Había perdido mi virginidad como
una pequeña puta salvajemente sabia. Desde la horizontal a la vertical con las
rodillas machacadas por su alfombra, dejé de ser la adolescente, la hija de una
ladre loca, la mocosa que se rapó para renegar de su género. Sólo era un cuerpo
de muchacha sudando bajo la seda fría de un vestido con un botón perdido en la
escalera.
Nada más verlo se notaba que no creía en la
filosofía del trabajo. Lo suyo era la vagancia llevada con discreción, donde el
vago aparece en horarios laborables como si viniera de hacer algo importantísimo,
pero nunca te dice qué. Vivía como un exiliado feliz en un piso caro con
calefacción hasta por los suelos, como un turista perpetuo y orgulloso
practicante del dolchefarniente. Me
aferré encarnizadamente al desinterés por saber quién era o lo que hacía,
porque de haberlo sabido habría dejado de interesarme. Desde el principio hubo
un tácito acuerdo de silencio sin el cual no hubiera sido posible el deseo ni
la negación de todos los personajes grises que hacían carreras de relevo por
mis venas, y me ratificaban el aciago poder de mímesis que tiene la herencia.
Salté la cerca por impulso como una novilla salvaje, buscando el campo pelado.
Yo no era de las que se iban a tientas: si tenía hambre, comía.
Los pibes como él no se iban de Buenos Aires
por las buenas. Así que siguió soñando con pirarse del barrio patoteril con un
arreglo en alguna covacha nocturna del delito. Hasta que un día la pegó. “Me
enganchó la yuta por secundar a mi hermano afanando garrafas de un depósito, y
ahí levanté una diferencia”. El hermano terminó en la cárcel pero él no, porque
no tenía antecedentes: “Me di cuenta de que tenía que rajar o estaba frito”. En
ese rincón pampeano que él evocaba borroso y casi fuera de foco, cualquier
ambición se le habría vuelto anémica. Pero ahora caminaba despacio dentro del
paraíso como si todo aquello le hubiera pasado a otro. Después de aterrizar en
Barajas trabajó arduamente en la reinvención del pibe suburbano que llegó con
cuatro bártulos en una mochila de alguien que vuelve de la mili, y la plata
justa como para vivir diez días. Sin embargo de vez en cuando se le traslucía
algún vestigio del alma tehuelche. Lo único que hacía era quedarse callado y
bajar los ojos. Otras, apostaba por una fiesta. Una fiesta del estado de ánimo
en la que retozamos durante algunos meses, hasta que se nos acabó. Y fue ahí
que entendí que al menos para mí, no puede haber cosa más horrenda que te digan
“te amo” mientras estás follando. Te corta el orgasmo. En cuanto a las flores,
deben quedar en el campo.
Escuché un golpe fuerte que me hizo saltar de
la cama. Era mediodía, y lo que me llegó inmediatamente —además del terror— fue
un potente olor a nícalos salteados con huevo. Ya en el vano de la puerta, y
envuelta en su toalla, fui interceptada por un policía enorme: “¿Qué hace aquí
esta chavala? ¡Llamad a Pili!”. El piso estaba lleno de policías. Uno mantuvo a
Mauro con la mejilla aplastada contra la pared, mientras él no me quitaba los
ojos de encima: “Perdoname, piba”. A unos metros, y en la cocina, uno con casco
y un arma colgada de un hombro se estaba dando el late con el salteado.
Acababan de jodernos el almuerzo.
Apareció Pili:
— Tú eres menor. Dime si este sudaca te violó
porque lo hago pudrir en la cárcel.
— No me
violó.
— Entonces dime si te secuestró. ¿Sabes que
secuestrar a una menor es un delito grave?
— No me secuestró.
— Igual se va a pudrir en la cárcel el
sinvergüenza, a ver si aprende.
Fue un allanamiento de rutina. Además de ser
acusado por narcotráfico, el caso fue caratulado como secuestro. Sólo estaba en
su casa porque quería. Es decir, por el sexo. El primer placer verdadero de mi
vida.
Maderos de mierda.
LUJÁN 1
Si no hubiera sido por culpa de ese culatazo
que le dieron en el pecho, por ahí el Canica estaría vivo, porque yo lo de la
enfermedad congénita nunca me lo tragué, y mamá tampoco. Ese día me arrastró
con él, así que me subí a la moto y nos fuimos directos hasta el centro con la
intención de llegar a la Municipalidad, pero nos agarró la maroma en Luro y San
Juan, donde una carga policial detuvo a la gente de los barrios, y se armó la
gran maroma, e igual Canica no se achicó y empezó a pasearse con la moto entre
la gente a los bocinazos; agarrate bien, petisa, que se viene la biaba,
entonces se subió a la vereda para pegar la vuelta a la esquina y retomar por
la calle paralela con el fin de llegar más rápido a la Muni —error de cálculo—,
porque al girar le cayeron dos balas de goma, una en el brazo y otra en la
pierna y ahí es cuando el Canica pierde el equilibrio, nos caemos de la moto
que derrapa unos metros, él amaga con tirársele encima a un cana y le encajan
el culatazo, yo con la pantorrilla ardiendo y un hilito de sangre bajando
despacio, esas balas te dejan unos buracos que te queman, el gas se te pega a
las mucosas y te asfixia, te ciega, pero aún entre la niebla ves cómo se llevan
a tu hermano dentro de un camión policial. Habría corrido atrás de él si una
mujer mayor, casi una abuela, de aspecto fino y una mirada que me impactó por
su dulzura, no me hubiera empujado hacia la entrada de un edificio para
envolverme la pierna con el pañuelo de seda que se arrancó del cuello.
¡Canicaaaaa! Mamá siempre temió por él, que era terco y se sumó a la pueblada
cuando los piqueteros tomaron la ruta 88 en el 97 después de que a ella la
echaran del frigorífico junto con otros trescientos operarios; ¿y estos qué
quieren?, preguntaba la gente, ¿y ahora qué piden?, Canica volvía a casa a la
madrugada con la cara renegrida por el hollín de las gomas quemadas, jamás
olvidaré ese olor. El gobierno había ordenado reprimir el hambre. No hubo
piedad, así que reventó. Me acuerdo de las cajeras de un supermercado sentadas
en el cordón de la vereda, llorando. ¡No vayas con él porque te quiero viva!,
gritó mamá. ¡Las veces en que les habré echado veneno a las hormigas del
jardincito de atrás, carajo!, nunca pensé que alguna vez llegaría a pasarnos a
nosotros, que fueran a envenenarnos así después de que nos hubiéramos
levantado, porque ese día la ciudad entera se levantó, jóvenes, viejos,
laburantes, ahorristas y se hizo mundial la revolución de la olla vacía
tronando como una batucada iracunda, tenaz, pero desesperada, y también cayó
entre explosiones, gritos, culatazos, bocinas a fondo, sirenas y camiones
blindados. Ese alias, la Feliz, se volvió un chiste malo, más bien un insulto.
Entonces me enteré de lo que sienten las hormigas al salir despavoridas de sus
nidos. Alguna vez fui policía de hormigas, de criaturas que sólo bregan por
meter un cachito de hoja en un agujero abierto en la tierra, o entre los
escombros que dejamos los humanos. Canica se hubiera jugado por el barrio a
cualquier precio, lo quería, y además nunca salió de ahí, era el típico pibe al
que todos conocen y saludan de esquina a esquina, un pibe sencillo que le hacía
gauchadas a todo el mundo, era la lealtad en estado puro, en cambio yo… y
siempre le alcanzó esa geografía —a mí no—, nunca sintió la valla y el candado
o la puerta cerrada con llave de la precariedad, el
barrio era su pedazo chiquito de la
Argentina, y jamás se le hubiera ocurrido borrarse del mapa de la mujer tetuda
vista de perfil con un bracito levantado y la patita de bailarina con la punta
del pie en el sur del sur. A mí sí. Pero de habérselo dicho tal vez me habría
despreciado y quién sabe si me hubiera vuelto a hablar. Para él en cada esquina
había una feria, yo nunca encontré ninguna. Habíamos crecido sin percibir la
existencia de algo más allá de un cerco alrededor del patio, de una frontera
que no superara los 150 metros del terreno, de una cadena que llegara justo
justo hasta la última avenida donde termina la Feliz. Mis compas son todos
hijos de la guerra, me decía, mis compas son todos hijos del caos y crecieron
entre el kilombo de las bombas; así que mis compas, en la resignación, se me
mueren. Yo era más pesimista, más oscura, a mí su lucha me producía un dolor
infranqueable. Veía cómo iban subiendo y cayendo gobiernos, las palabras cambiaban
de sentido, la historia se reescribía cada diez años, pero la tierra seguía
siendo de otros, y en nuestra desesperada ilusión de creerla propia, algunos
les ponían a sus hijos el nombre de un abuelo peronista. Llevaba años yendo y viniendo en bicicleta por el
campo y bajo el cielo siempre bien alto, con sol y con lluvia, con viento y sin
viento, entre la ciudad y el campo, entre el campo y el mar, y aún no conseguía
sacarme de la cabeza la idea, muy verde todavía, de que ese páramo se llevaría
de mí una tajada mucho más grande de lo que nunca había pensado. Era una
sensación inquietante, una forma de sofoco donde la palabra no te sale o no se
sabe o se te atora. Pero esa tarde, ahí arrinconada contra la puerta del
edificio con la pierna sangrando, la encontré: cerrojo. Ésa era la palabra:
cerrojo. La idea me aterrorizó casi más que los gases y la gente que se
zamarreaba por un cajón de comida. El cerrojo era la causa de todo, y yo tenía
que irme. Cerrojos que yo sólo percibía, y que al final aprendí a nombrar. Esto
es algo extraño. Tuve la seguridad de que esos cerrojos habían sido pensados
para que los lleváramos puestos detrás de la nuca, en la parte reptil, que es
la parte del deseo, hasta ese punto habían llegado... hasta el punto en que el
cerrojo no necesita ni siquiera ser visto para ser percibido. Un cerrojo
programable. Muy lejos de todas las fronteras, se nos educó de una sola forma,
para que muy pronto comenzáramos a olvidar, y para que los que vinieran después
de nosotros ni siquiera tuvieran el deseo de aprender. Nuestros barrios eran tierra de nadie, "zonas
liberadas", la tierra embarrada de la periferia, orillas que mucha gente
del pequeño casco marplatense de cara a la costa no quería ni pisar, porque el
conurbano marplatense nunca fue ciudad para ellos, nuestros barrios de arena y
piedras jamás les interesó, nuestro doliente genoma mestizo les daba cierto
prurito, nosotros éramos esos hijoparias del “malón” que a ellos los hacía dar
diente con diente, viviendo al otro lado del cuadrante que definía La Feliz, un
casco pequeño para jubilados que iban a pasar la temporada de verano en sus
departamentos cerrados durante el húmedo invierno, viento en primavera, frío en
otoño, lluvia en verano —a no ser que las condiciones del clima fueran excepcionales—,
y algún que otro día perfectamente azul, domingos por la noche sin un alma que
la pise. Pero ese 19 de diciembre estallaron todas las clases, aunque la
intención de frenar la marcha barrial en Luro y San Juan tuviera como objetivo
—más que seguro— reprimir al sector más castigado de la ciudad para que no se
viera, temiendo además que prendiéramos fuego la presuntamente primorosa villa
turística imaginada por Alvear. Y como digo, ese mismo día, gasificada,
transpirada, polvorienta y consternada por el arresto, o lo que fuera, del
Canica, empecé a elucubrar mi exilio. Yo sabía lo que dirían: ahí va la
traidora vende patria que no se quedó a yugarla. La cobarde. Pero me dio igual.
La última postal de Mar del Plata que recuerdo no es un mar verde jade, si no
la insurrección del pueblo entero incendiándose de rabia. Era el lugar ideal para perderse cuando te entran ganas de
que el mundo se olvide de vos, y yo nunca quise eso.
Así que me fui.
FABIOLA 1
El montículo de hojarasca que estaba junto al
tronco derribado comenzaba a desaparecer, pero seguía siendo un buen sitio para
ir a fumar. Por la mañana, muy temprano, había un raro resplandor en el aire
que lo volvía todo brutalmente verde. Jonás tenía su nido allí, entre las
encinas que bordean el río, en lo profundo de la hondonada, donde la naturaleza
te entra por los poros sin pedir permiso. En
invierno el agua se evaporaba en las charcas, y las raíces de los árboles
emergían del agua estancada con los matorrales, atrapando los detritos que los
turistas se dejaban en el verano.
En invierno, Manzanares el Real se convertía
en un pueblo espectral.
A Jonás no le resultó nada fácil
acostumbrarse al clima de montaña. Para un chaval por cuyas venas corría sangre
caliente y salitre, ese pueblo con un castillo imponente y un río exiguo, que
más que río parece un afluente contaminado de algún río de verdad, no ayudó en
absoluto. Tampoco ayudó que en la escuela le corrigieran constantemente su deje
andaluz, con lo cual tuvo que aprenderse por la fuerza la pronunciación
castellana. Su padrastro, un hombre insignificante que trabajaba en una planta
química, hizo sobradas aportaciones: “Cada vez que habres mal, te daré un bofetón”, se le burlaba. Y cumplió. Su única
estrategia en materia de educación fluctuaba entre el golpe y la indiferencia.
Visto lo visto, Jonás comprendió que si las caricias escasean es mejor aullar
para que te oigan, y por lo menos así te darán un bofetón. Eso, mejor que nada.
Cuando se habituó a la hostilidad del día a
día y aprendió a esquivar los cachetazos, empezó a dejar el instituto y se
decantó por la escuela de las calles y los bosques, a cubierto donde podía
siempre que hubiera borrasca, y al raso en las mañanas radiantes. Sus escapadas
consistían en subir hasta la Peña Sacra y plantarse detrás de la Ermita, donde
a primera vista la abrumadora aparición de la Pedriza quitaba la respiración.
Sin embargo, a él no. Era uno de los pocos lugares donde se podía estar a gusto
los días laborables, porque no había turistas.
Con el tiempo logró hacerse de una pequeña
pandilla que subía a hacer de las suyas después del instituto. Niños vecinos de
otros pueblos y amigos de la ciudad. Goyo, por ejemplo, era un madrileño de
familia granadina con todo el dinero, que no le importaba recoger a Lucas en coche
e ir a Manzanares con su guitarra; Yâzid
era de allí mismo, Rafa subía desde El Boalo en bicicleta. Tardes de noviembre
celebrando romerías, entre huesos que parecían piedras y piedras que parecían
huesos, mientras algún joven catedrático del verbo escrito en aerosol, añadía
algún monólogo exterior al granito, inspirado en el celibato forzoso de sus
quince años. Ahí se atrevió a reforzar su cante usando por cajón una gaveta de
cocina, palmas ajenas y cuatro o cinco chavales como único público. Ahuyentando
a la muerte con su voz ya rota de antemano, que así fue siempre su voz. Dando
de lleno en la cuerda sensible, algo que en semejantes circunstancias hubo
quien dio por confundir con el miedo.
En vez
de apuntarse las letras de sus canciones, las perdía en los fondos del abrigo,
y a propósito, calculando los detalles para mejorarlas: “¿Ya has oído ésta?”, y había que oírla. Quería que sonara
sencilla, pero pura. Que resplandeciera, pero sin luz. Quería un estribillo que
no se cargara una canción, y una rumba para que supieran que él estaba ahí, con
la camiseta manchada de helado y una sonrisita dulcemente cínica en el ángulo
privilegiado del retrato. En la zona honorífica.
La noche en que se le ocurrió quemar la casa,
yo estaba pasando unos días en el pueblo. Al llegar me llevó a conocer su nido
junto al tronco derribado, cerca de las encinas bajas: “Me gustan los árboles con estatura de hombre… ¿para qué quieres uno al
que no le puedes tocar las hojas? Yo soy andaluz”. Cuando volvimos, tía
Antonia estaba revolviendo su armario y había ropa desparramada por todas
partes. Ni él lo hubiera hecho tan bien. El aire pesa. Le sacude una camisa por
la cara:
— ¡Cabrón! —. En la otra
sostiene un sobre de plástico con hachís.
Jonás se la quita
delicadamente, y se pone a tocar las palmas a su alrededor marcando un fandango
imaginario, hasta que el sobre se le revienta.
— Mira, éstas no son cosas
para niñas, esto…
La bofetada lo alcanza antes de que pueda
terminar la frase. Le caen encima una lluvia de sopapos, sobre la cabeza, la
cara, los hombros. El vientre. Extrañamente, los golpes de su madre se parecen
a los manotazos que diera alguien a punto de ahogarse, y no a bofetadas
certeras, tanto que en ellos creo notar una forma de piedad. Jonás los encaja
protegiéndose con los brazos como un pugilista. Se deja golpear sin emitir ni
una queja, sin decir ni una palabra. Me interpongo entre ellos recibiendo un
ligero arañazo en la mejilla, nada de importancia. Los gritos de Antonia me
apuran también a mí, ordenando a grito pelado que me largue.
Intento centrarme para entender qué diablos
he hecho yo.
Jonás lo resuelve por ambos mientras Antonia
no para de chillar, y su marido hace las veces de coro desde el garaje,
intentando arrancar su camioneta con un eco iracundo que no cesará hasta que
ella pare. Y nada, nos vamos. Acá lo que importa no es el hachís, si no la
impotencia que le produce saber que nunca podrá con un crío tan parecido a su
padre. Y con lo que diga la gente, por supuesto. Para una oveja descarriada
como ella, que en su juventud desafió a toda la familia para irse con un gitano
y concebir un crío al que nunca acabará de entender, el hecho de conservar el
buen nombre y no perder a un tipo sin matices pero bien situado por culpa de
Jonás, es una cuestión vital. Arroja su mochila en medio del salón y le ordena
que se vaya “para siempre”. Pero no lo dice en serio, su única intención es
darle un escarmiento.
Sin embargo, Jonás sí que se lo toma en serio.
Voltea el catre donde duerme, le quita el tapón a una pata, mete los dedos en
el hueco de acero y saca un sobre pequeño, todo a ojos de su madre y sin que le
importe lo que piense, total, esa mercancía de emergencia es la mancha del
tigre ratificatoria de la manera en que ella acaba de perderlo. Agarra su
mochila, su guitarra y me hace la seña de salir. En cierta forma, la
performance de su madre le sirve de alivio, pues lo destierran al hogar que
mejor conoce: la calle. A ésa la maneja mejor que a su madre.
Tía Antonia nos persigue hasta afuera:
— Deja esa guitarra aquí que
ya vuelves a por ella después… ¿qué harás por ahí sin un duro? — Y ya viendo
que lo pierde: — ¡Aunque no lo creas, esos golpes me dolieron más a mí que a
ti!
Él sale al aire sin mirarla:
—Te confundes, madre, a mí no
me dolieron.
Deambulamos por el pueblo en silencio,
bordeando el castillo hasta llegar a la carretera, justo frente al embalse de
Santillana. Se trepa a la muralla a liarse un cigarro, vencido por el peso de
la mochila y la conciencia de lo que le espera.
— ¡Hay que ser gilipollas! Que
la encontrara fue un descuido mío...
Ya estaba listo para este momento desde hace
años. Me mira con su cara de angelote desencajado, con todo el sol de octubre
dándole de lleno en los largos rizos castaños. Sonriendo de lado, como sonríen
los reos, los tímidos y los bribones:
— Tendré una banda. Trataré de
tapar los arañazos, los de afuera. Me pondré unas gafas, me pintaré una herida
en la cara, me teñiré el pelo de verde, me abriré las venas con el filo de una
estrella negra y me coseré una enorme M en el culo para que todos me lo
admiren.
Lo que tiene a su favor, de momento, es que
Antonia olvidó pedirle las llaves. Necesita el dinero. Según sus cálculos va a
precisar unas cien mil pelas para largarse de veras. Antes habrá que encontrar
la manera de entrar en la casa sin que los viejos lo noten. Hacemos tiempo por
los alrededores del castillo para ver la luna roja que se levantó, y bien
entrada la noche, mientras duermen, regresamos a la casa, nos metemos por el
garaje y bajamos al sótano, que es donde su padrastro esconde la pasta: justo
adentro de una lavadora averiada. Cuenta el dinero a toda prisa, viendo que no
es suficiente. ¡Sólo setenta mil! Tendrá que arreglárselas con eso. Buscarse la
vida cantando, que es lo único que sabe hacer. De ser mayor se vendería a las
tías, pero a los diecisiete no tienes mucha experiencia en ese tipo de faenas.
Su indignación comienza a ser tan grande que da vueltas por el sótano como un
zorro que no sabe cómo salir del gallinero, y eso va en camino de convertirse
en algo peligroso.
Antes de pasar por su casa nos hemos cuidado
de comprar la coca cola y un vino barato para ponernos hasta arriba de lo que
él llama jocosamente jugo de reines.
Calimocho. Y aunque su plan consista en largarse lo antes posible, comenzamos a
beber. Mientras tanto, dice, va a quemar
la casa. Vaciar las garrafas de gasolina que hay en el sótano y cargársela,
seguro que los viejos duermen como troncos. Será una operación sencilla: una vez
esparcida la gasolina, hay que salir por el tragaluz, tirar una cerilla
encendida dentro del sótano, cerrar y salir.
Mirada de
pájaro alucinado:
— Tú te vienes conmigo, ¿no?
A estas alturas
ya estoy como una cuba, así que le digo como si tal cosa que cuente con ello.
El calimocho me
da vueltas en la cabeza, tanto que llego a confundir con un leopardo gigante de
juguete una bicicleta plegable cubierta con un abrigo de piel que mi tía
desterró al garaje. El asunto me hace gracia, pero no veo ninguna garrafa de
gasolina. Él sí. Levanta una bien llena de un líquido rojizo. La abre, y parece
que huele bien porque sonríe. Efectivamente, huele a keroseno. Hay como diez.
Las trae su padrastro de la planta química, ese viejo se ha cavado su propia
tumba sin saberlo. Jonás las va poniendo en hilera delante de mí con toda
calma.
— ¿Has visto el mechero? —. Se revisa los bolsillos del
pantalón, pero no encuentra nada.
Manoteo el
bolso en forma maquinal, borracha, mareada, y tampoco hay mechero. De repente
mis yemas dan con la superficie lisa de un boli.
Tengo una idea
disruptiva, para esta ocasión. Le hago un gesto para que se acerque y él se
deja caer de rodillas frente a mí sobre una bolsa de comida para perros. Le
dibujo un círculo de tinta en la frente. Si puedo matar simbólicamente la furia
que siente por la Antonia allí dentro, no tendrá que hacerlo de verdad y para
siempre. Se ríe. Rasgo la bolsa y arranco un gran pedazo de papel, provocando
un derrame de alimento. La verdad, no sé cómo se me ocurre que podamos ponernos
a escribir. La borrachera, quizá. O la forma en que me aterra comprobar que
está buscando un mechero para meterle fuego a la casa. Es decir, el miedo. Pero
vamos a escribir canciones como sea. Tengo papel y un boli, mi imaginación
aturdida y su rabia. Es suficiente material. Le obligo a hacerme un sitio a su
lado, en la bolsa, que sigue derramando alimento. Sólo necesito convencerlo.
— Escucha, tú y yo podemos cargarnos esta casa y que
nos pille la pasma o ponerle letra al fandango ése que intentabas bailarle a la
Antonia, y alguna cosa más...
Jonás juega con
la tapa de una garrafa que aprieta celosamente entre las rodillas. El aire
apesta a keroseno, y a la vez, él empieza a encenderse con la media sonrisa que
le baila por la cara.
— A palo seco.
— A palo seco, primo. Yo tengo las ideas y tú la voz.
Me sostiene la mirada como si fuera a atrapar
una mosca. He conseguido provocarle una atención sostenida, caliginosa, basada
en cuestiones que nos afectan. He aquí los monstruos. Mi cuerpo pesado
reventaría cualquier bolsa de forraje, estoy convencida de que no soy el
Titanic, si no el iceberg que le laceró la quilla por el costado. Así me
siento. Así me he sentido toda la vida. Y a veces, cuando me encierro en el
baño pulcro de la casa de mi madre a vomitar el sobrante, yo quisiera que
alguien me hiciera justicia en una canción. Yo quisiera que él se hiciera
justicia a sí mismo y a todos los chavales que esconden cocaína en el tubo
hueco de la pata de su cama. A los que crecen en los cajones fracturados de la
periferia, y que ni siquiera roban por
necesidad, sino más bien porque están saciados, o no; e igual que nosotros, y
en un forzoso equilibrio de profundidades y superficies, sólo buscan
divertirse, disolverse en el placer. Olvidar la amenaza de un futuro incierto y
la evidencia de un presente sonámbulo. ¡Ah!, y a las chavalas que intentan
disimular los cráteres de sus piernas debajo de unas medias de rejilla que
nunca llegan a durar, porque los brutos se las rompen con prisa, por no ser
guapas. Ellas serían capaces de cortarle la cara a quien se atreviera a
mostrarles compasión. A todos los críos
raros, pardos, residuales, de hombros desencajados, a los que piden cigarros en
los andenes y dejan pasar los trenes sin subirse a ninguno, y siempre están
ahí, siempre el mismo niño, la misma niña, críos feos hijos de operarios en el
paro. Mientras voy enumerando enfados, él les va poniendo forma con su
voz, sigilosamente. Y yo escribo. Cierra bien la garrafa y la deja a un
costado, ya habrá tiempo para esas cosas. Le
hablo de una zapatilla perdida al saltar una valla, y de los padres locos que
amenazan con ponerle cadenas en la puerta de la habitación a sus hijas
vírgenes. Él me habla de una cabina telefónica aniquilada a cabezazos, y me
muestra la cicatriz bajo los rizos. De las rolas que hay dentro de un blíster
de pastillas, una por pastilla. Sigo escribiendo. De la madre de Lucas, una
canaria fuerte y dulce que trabaja como charcutera en Ciudad Lineal. Me cuenta
que esa mujer le enseñó a follar, pero que no podría escribir sobre el amor
porque no sabe cómo es. Amar se dice fácil, casi todas las canciones hablan
sobre eso, y mal. Así que, impulsivamente, le planto un tachón a la palabra
“amor” mientras él empuja la garrafa de keroseno con la punta del pie, más
lejos. Nos quedamos muchas horas escribiendo. Las palabras me dan
vueltas en la cabeza, surgen y las apunto. Él parpadea y me pide que se las
repita. Canturrea, juega con ellas, las transfigura, las traduce en caló.
De a ratos me hace detener y se queda como congelado delante de un animal
salvaje; luego sigue cantando. Al final me arrebata el papel y apunta unas
cosas. Sonríe. Me mira con expresión fructífera. Enarbola la botella de
calimocho, y venga otro trago. Amanece.
Con sus ojos turbulentos me pregunta:
—
¿Te queda alguna otra idea, bejarilí?
—
No de momento, tal vez otro día.
No se me ocurre decirle que en algunos casos
la distancia entre un delito y una canción puede ser muy corta, la misma que
hay entre dos postes de alumbrado unidos por una fina tela de araña al
amanecer. Cosas que a los dieciséis se sospechan, pero no se comprenden. Cosas
que yo sospechaba, y él también.
Salimos por un tragaluz, y ya fuera de la
casa, Jonás abre la mano y me muestra el mechero dentro de su palma sucia y
llena de estrías. No sé de dónde lo sacó, pero al ver su sonrisa maliciosa
comprendo que la idea de quemar la casa le sigue rondando por la cabeza, tanto
como el trozo de papel de comida para perros que guarda en el bolsillo de su
camisa. Aunque, para dejar bien clara su lealtad, tira el mechero bien lejos y
se encarama a la verja, ayudándome a subir.
Cogimos el autobús de línea a las siete de la
mañana de un martes nuboso. Para él iba a ser el primer viaje de una larga
serie con destino incierto. Para mí no era más que un regreso a casa antes de
lo previsto. Aunque nadie habló durante el viaje, él iba agarrado a su mochila
con un miedo que rompía de lado a lado el silencio.
— Que yo sepa no hice nada malo… y si lo hice, no
me acuerdo — me dice.
Ya en Madrid, no se marchó hasta que me vio
subir al metro y copar un asiento junto a la ventanilla. Desde allí le veía ir
y venir de un lugar a otro, entre abrumado y feliz.
Yo
pensaba que siempre habría un lugar para mí en cualquier parte del planeta que
no fuera ése. Él, en cambio, pensaba que siempre habría un lugar en cualquier
parte del universo que no fuera este planeta. Me di cuenta ahí mismo, dentro de
un bus. Sólo cuando se puso en movimiento y su diminuta silueta se quedó
en la parada viendo cómo me alejaba, vi la gran mancha que le mojaba el
pantalón a la altura de la entrepierna, y el pequeño charco amarillo, en el
suelo. El pobre se había meado.
FABIOLA
Sancho se aparta a un rincón de la barra
para hablar conmigo, mientras Toñi atiende las mesas. Lo hacemos en susurros,
no sea cosa que se entere todo el restaurante. Y mucho menos Toñi. Él está
mortificado.
—
¿Y cuándo dices que sucedió?
—
Ahora, en cuanto pude zafarme vine corriendo para acá. ¿Puedo quedarme a dormir
en la bodega? Me da miedo volver a la casa…
—
En la bodega no, te vienes al piso con nosotros.
—
Tal vez habría que ingresarla…
—
¿Cómo está Tristán?
—
Ni idea, aunque supongo que estará con ella.
—
¡Mierda!
—
Sí.
Mi padre sacude la cabeza con los ojos
húmedos, como si lo lamentara en silencio, y eso que aún no le conté todo con
lujo de detalles.
—
Cuando conocí a tu madre era guapísima… ¡guapísima!, me enamoré apenas la vi.
¡Era un monumento! Divertida, coqueta, inteligente… ¡con ese deje! Luego fue
pasando el tiempo y…
—
Tú la engañabas siempre que podías.
Sancho se desespera:
—
¡Y qué querías que hiciera! — se frota las manos y los codos con un trapo de
cocina —. Sé que no fui un buen marido… tal vez tampoco sea un buen padre…
¡pero ella!
—
Está loca, ¿no?, eso piensas… Piensas que está loca...
Al principio mamá sólo daba vueltas por la
casa sin saber muy bien dónde estaba, sin embargo, con el tiempo empezó a
complicarse. Intuyo que la abuela cocodrila tuvo mucho que ver con la
estremecedora volatilidad de mamá. Nunca la quiso. Ni a mí. Es mutuo. De
pequeña me decía cosas terribles, por ejemplo, que yo le había arruinado la
vida a mi madre. ¿A quién se lo diría, si no a ella misma? Hoy lo demostró
mientras mamá me apretaba el cuello para estrangularme. Pocha observó el
espectáculo animándola a seguir “por haber llegado tarde a casa, igual que las
putas”. Desde que papá se fue a vivir con Toñi duermen juntas en la cama
matrimonial, “por falta de espacio”, dicen, porque en la casa de Carabanchel
nunca hubo más que tres habitaciones y las otras dos las ocupamos Tristán y yo.
Mamá y la abuela están casadas por la misma enfermedad del alma. Se aman tanto
como se odian entre sí.
Cuando intenté abrir con mis llaves la puerta
estaba cerrada desde adentro. Mala señal. Fue mamá quien me abrió, y aunque el
salón se hallaba en penumbras, en cuanto vi su cara abrasada por un rojo
temible que la avejentaba veinte años, supe que habría problemas. Graves. La
extraña luminosidad de su mirada habría sido capaz de oscurecer la nieve. Tuve
miedo, por supuesto, así que intenté mostrarme natural, pero la que me recibió
no fue Yelaldín, sino la Otra, mi
madre, el vehículo por el cual llegué a la sala de parto y alguien, una
desconocida o un desconocido, me dio una nalgada para que pudiera respirar. En
su delirio, la Otra creyó que yo volvía del antro más repugnante e infecto de
las drogas. La realidad era muy distinta: solo me había ido de tapas con mis
amigos de la calle Sagasta para celebrar el 2 de mayo. “Tenés olor a droga”,
cuchicheó. Mi boca olía más bien a boquerones en aceite, pero ella imaginó una
aguja pinchada en mi antebrazo. “¡Más que seguro que anduvo drogándose por ahí,
la atorranta!”, reforzó la abuela desde el descansillo. A mi madre le corría un
hilillo de baba blanca por la comisura del labio. Entonces se me echó encima y
empezó a estrangularme, y de no haber sido por Tristán, que oyó los gritos y
apareció para quitármela de encima —no sin dificultad, ya que tenía, según me
contó después, una fuerza viril—, probablemente me habría matado, ya que a mí
me faltaron fuerzas para detenerla.
A punto de perder el conocimiento alcancé un
sillón, y como en un sueño escuché el griterío entre Tristán y la Otra, que
chillaba: “¡Todavía quiere
comermeee! ¡Todavía quiere comermeee!!”. La voz metódica
de la abuela Pocha sentenció algo sobre la desobediencia de las malas mujeres.
Al final pude levantarme y salir
pitando.
Terrorífico, lo sé.
—
La vieja contaba que de pequeña tu madre le cortó la cara a una amiga, peleando
por unos cristales de colores. A la niña le dieron siete puntos. Yo la verdad
nunca le creí, hasta que…
Sancho se detiene antes de seguir hablando. Toñi se le ha puesto al lado
para consultarle algo sobre un menú. Por la forma en que me mira, adivino que
mi presencia le molesta.
—
Diles que no hay calamares, dales la carta y que elijan otra cosa —. Sancho
retoma: — No le creí hasta que pasaron unos años y empezó a comportarse de esa
forma... Cambios de humor, riñas, y esa maldita obsesión que tiene por guardar
papeles y cosas dentro de bolsas de plástico que a la vez guarda dentro de
otras bolsas y que después no encuentra, porque ni ella sabe dónde las puso. ¡Y
claro!, según ella era yo quien se las quitaba...
Le echo una ojeada a Toñi:
—
Mira, yo prefiero dormir en la bodega.
—
Ya vale, duerme donde te apetezca y quédate el tiempo que quieras, pero no
regreses allí — Se queda pensativo un buen rato —. ¿Recuerdas aquel médico
alemán que fuimos a visitar cuando eras niña?
—
¿Por mi gordura? Sí, el homeópata, le recuerdo por sus ojos azules.
—
Efectivamente, ése.
—
Sí, sí… fuimos los tres.
—
Vale, yo nunca te he contado lo que me dijo.
—
¡Ay no, padre! A ver…
—
Él me lo dijo: “Su hija no está enferma, la que está enferma es su mujer”.
Me deja tiesa y enfadada.
—
¿Y de qué me vale ahora que me cuentes eso? ¿Por qué no…?
—
¡Y qué querías que hiciera! ¿Dejarte al cuidado de la mujer de mi hermano, que
es más tonta que una gallina? ¿Con la bruja de tu abuela? ¿No ves que ella la
enfermó? O en un orfanato. Imagínate, tú y tu hermano en un orfanato...
¿Hubierais preferido eso?
—
Nuestra casa siempre fue una especie de orfanato, padre.
—
¡No seas injusta, Fabiola! No tenía dónde dejaros, nadie me hubiera creído y
los servicios sociales…
—
Los servicios sociales hubieran sugerido un tratamiento, nos hubiesen
protegido.
—
Mira, niña… los servicios sociales no habrían movido ni esto — junta índice y
pulgar —; en aquella época, y hasta no hace tanto, no hubieran hecho nada. Lo
sé. Por eso decidí quedarme con vosotros. Pensé que cambiaría… Creí que… — se
agarra la cabeza con las manos, vencido — Jamás pensé que llegaría tan lejos.
—
Pues fíjate que yo siempre pensé que la crianza es de a dos.
—
¡De a dos! ¿Y quién os daba de comer? Escuela, ropa, medicinas…
—
Ya, todos decís lo mismo. Nunca vi que le prestaras atención mientras ella se
extraviaba por la casa. Hemos tenido que hacerlo nosotros.
“Todavía la noche es joven”, pienso. Por suerte es
sábado y Madrid no se apaga hasta el amanecer. Ya no hay miedo en mí: ahora
estoy enfadada con Sancho, lo que no sé todavía es que lo estaré para siempre.
Pero finjo que no. Como está por cerrar el restaurante le pido una llave para
entrar y le imploro que me preste el coche, total ellos viven cerca y pueden
irse andando. Me da todas las llaves de mala gana, y otra vez salgo pitando
directo a Malasaña. Entonces me siento más sola que antes. En la plaza del 2 de
mayo hay fiesta con globos, cientos de esferas multicolores brincan por los
aires. Me sumo al jaleo y empiezo a golpear globos maquinalmente; algunos
revientan. Si estuviera en una cadena de montaje tal vez le pondría más
entusiasmo. ¿Qué coño hago aquí? Así es mi vida: paso del intento de
estrangulamiento materno a una fiesta con globos. Soy una sobreviviente más que
se ha tomado por costumbre salir a beberse algún trago con desconocidos en la
escalera mugrienta de un garito. Algunos piensan que con tal de follar, una
gorda se folla a cualquiera después de haber charlado un rato en la escalera.
Se equivocan, siempre me he tirado tíos buenos. Si esa noche, además de golpear
globos yo me hubiera ido con uno, al menos se habría justificado la acusación
de mi abuela. ¿Y por qué no ponerme en serio hasta las trancas? Venga, un
porrillo. Pero no. Venga, una pastilla —de ser mejor una anfeta—, o un
ansiolítico con una flor de lis, alguna raya de perico, chupitos. Lo tenía servido
en mano. Y tampoco. Eso sí, me pasé por el Diplodocus a tomarme un cóctel para
que el dinosaurio herbívoro me sirviera de antídoto al tiranosaurio materno,
huyendo también del torpedeo de la Pocha y la cobardía de mi padre.
Esa noche me desprendí de una consigna que
las mujeres solemos confundir con un deseo propio de nuestra supuesta
naturaleza. No sabía qué sentir por mi madre. Repulsión, vergüenza, compasión,
horror. Sólo tengo clara una cosa: en medio del jaleo de ese 2 de mayo, yo
decidí no procrear. No procrear jamás. La prudencia te hace libre. Las mujeres
que decidíamos no tener hijos éramos tachadas de egoístas, incompletas,
perezosas, raras, y en el mejor de los casos, valientes. En cambio mi decisión
fue por amor.
Llegué al restaurante previsiblemente
borracha. En la barra encontré una nota que decía:
Tu madre te estuvo buscando, sería mejor que
vuelvas con ella, pero si quieres quédate hoy. Tristán se pasó la noche
buscándote, no le hagas esto a tu familia. Papá.
Me imaginé lo que vendría. Vamos, que aquí no ha pasado nada. De vez en
cuando a una madre se le va la mano al cuello de su hija y luego le pide perdón
de rodillas, con la abuela monitoreando la escena desde el mismo descansillo
donde la puteaba. Nadie se lo hubiera creído: ¿una madre que ataca a su hija
con furia homicida? Imposible. Abolida cualquier idea al respecto. No se
contempla la enfermedad materna, si no la insumisión de la hija. Hasta mi
hermano guardará silencio. También mi padre. Ella aparecerá revoloteando como uno
de esos lepidópteros que no se te despegan hasta dejarte al borde del colapso
nervioso. Morena. Perfumada. Parloteando y cubriéndome de besos. De caricias. Lo de siempre: “Hija… ¡perdoname!,
viste como es mamá… andá a la cocina
que hay una sorpresa para vos”. Albóndigas, mi platillo favorito. Mimos.
“Sacate esos harapos y andá a
ducharte”. Mis harapos. Mi
atuendo sudado de fugitiva pincha globos.
Sancho levantó la persiana metálica a las nueve de la mañana. Inmediatamente
puso en marcha la máquina de café.
—
¿Todavía estás aquí?
—
Ya me iba.
— ¿Has
dormido bien?
— Un
poco entumecida, pero sí.
— Te
dije que vinieras con nosotros. ¿Fuiste de fiesta? El centro ardía anoche.
— Sí,
la verdad fue la hostia.
—
¿Leíste la nota?
— Sí.
— Muy
bien. Ahora vas donde tu madre, ¿no?
—
Claro, si he venido aquí de turismo, ya sabes…
Mi padre sonrió con la mente perdida en su
mala conciencia.
—
Intenta hacer las paces con ella, ya sabes cómo es…
Cancelada toda la preocupación por lo
ocurrido hace tan solo unas horas.
—
Sancho… ¿puedo seguir echándote una mano en el restaurante, aunque no me lleve
con Toñi? El dinero me viene bien.
Se hace el sorprendido:
— ¡Por
supuesto! ¡Y te subo la nómina, si quieres!
—
Gracias, es muy buena noticia. Así puedo mudarme cuanto antes.
Mi padre se sirve de la máquina sin
saber muy bien qué hacer con sus manos: si envolverme en un abrazo, o acabar su
café. Opta por el café.
— ¿Y ya sabes a dónde vas a ir?
— Hay alguna cosilla por ahí, creo.
— Si necesitas un aval…
— No hará falta, tranquilo.
— Pero si necesitas…
— Lo sé.
— Ahora llega el de los bollos… ¿te apetece un café,
para quitarte la resaca?
— No, gracias, me ponen como una foca. Se me acaba
de ocurrir que a partir de hoy dejaré de ser una gorda y nunca más intentarán
estrangularme. Ni volveré a callarme, como tú.
Cojo el bolso con
rapidez, me pongo el abrigo sin acomodarme el cuello, y me marcho del
restaurante dejándolo boquiabierto, con su taza de café en la mano.
LUJÁN
Me bajé del Bondi la Adversidad
el día en que miré el zócalo del baño del aeropuerto y vi la roña, esa roña
veterana que se acumula en las juntas y que ningún producto de limpieza puede
quitar porque se ha pegado al granito, lo ha erosionado hasta fundirse con él y
darle vida inmutable de zócalo fundacional, mugriento y definitivo para que
aguante hasta que se rompa el futuro. Tiré la cadena para siempre, y eso que
antes de salir de mi casa había pensado: bueno, cualquier cosa me vuelvo. Luego
levanté la vista y me fijé en el picaporte, un gancho oxidado en forma de
martillo, me relamí pensando en todo lo que se me venía y dije bien bajito, así
no me oían: lo vas a hacer, aunque no te lo perdonen, lo vas a hacer. Por
suerte tuve la prudencia de hacerme el pasaporte antes del desastre; fue mi
vieja la que insistió. Me acuerdo del cielo encapotado y de la vigilanta con
cara de recién bajada del subte —sería por la hora—, con esa pinta de malaria
subfluvial y de letargo no identificado que teníamos, con los ojos brumosos de
haber hecho un viaje de hora y media en un tren tiroteado. Una no puede
asimilar mil quinientos años de historia sin suponer con qué se encontrará,
pero yo lo hice, y mamá también. Nos jugamos, y si lo hicimos fue por Canica,
que piqueteaba por desesperación y convicción, y encontraba una solución para
todo, un parche, un conejo en el fondo de la galera. Él tenía un pacto
doméstico con la ciudad, la quería con una especie de orgullo resignado,
nadándola como pez en el mar cósmico, era mi ancla el Canica, pero se me fue de
un día para otro, muerte súbita, dijeron. Fue en enero de 2002. Había viajado a
Buenos Aires con unos amigos para asistir a la asamblea interbarrial de Parque Centenario
y traerse la idea para Mar del Plata, a Parque Centenario decía todo contento,
que está justo en el medio de Buenos Aires, en el corazón decía, pero de
repente se desmayó y no volvió a levantarse, quedó perfectamente estampado
contra el suelo, blanco mi negro, entonces nos llaman y nos avisan que está en
el hospital, viajamos, y después de haber estado esperando como tres horas en
la guardia mugrienta sale un médico y nos empieza a explicar, esa voz me
llegaba como si me estuvieran pasando por la centrifugadora, escuché algo sobre
una enfermedad cardíaca congénita y un coágulo en no sé dónde, nos dice que no
se ha podido hacer nada, que tendría que haberse tratado… ¡Tratarse, Canica!
¿Para qué? Si era más fuerte que un roble, habría que bautizar alguna especie
de árbol pampeano con su nombre, mi hermano tenía unas manos que levantaban
cualquier bulto, a lo burro, nunca se lo había visto enfermo, y de golpe y
porrazo va y se nos muere en una asamblea. Mamá anduvo un tiempo alucinando. Salía
a la calle en camisón, con una media limpia y otra sucia, dormía vestida, se recogía
el pelo lleno de nudos y salía para el supermercado pasada de Tramadol y
somníferos. Mis tías sólo mandaron su pésame y ni aparecieron. Ella hubiera
querido verlas, eso lo sé, pero le pusieron pretextos aberrantes, como la
graduación de un hijo en la universidad, o una misa en compañía de las nueras.
Así que al tiempo decidimos autoexiliarnos. Ella se subió a un avión con
Aurelio, su compañero, que tenía un hermano en México, y aunque me invitaron yo
preferí España. ¡Las veces que pienso en el Canica! Nunca hablo de él con
nadie, excepto con Fabiola… sólo pienso, me viene la reminiscencia amable de
una tarde de Año Nuevo mientras los hombres duermen la siesta, en la cocina
todavía quedan los restos de la noche anterior y mamá, la abuela y las tías
empiezan a lavar los platos, se hace todo muy discretamente, en un silencio de
final de fiesta, pero en el patio la burbuja envolvente del sol invita a darse
una vuelta por el barrio, cuatro de la tarde, mamá me agarra de la mano, la
abuela Bego va despacio tocándose el broche toledano que lleva en la solapa de
la blusa, al lado va el Canica sacando mandíbula, en el trayecto ha improvisado
un bastón con una rama de acacia para hacerse el viejo y vamos saltando las
veredas, esquivando la calle todavía de tierra con pistas de neumáticos en
forma de zig-zag entre montañas de humus y charcos de agua de lluvia, nos
siguen los perros y otros pibes, otras madres y otras abuelas y otros perros,
el barrio empieza en la asfaltada y se acaba en el pinar. Yo quiero ir al
pinar. Me gusta el galpón donde venden fruta y verdura con las paredes de chapa
tapizadas de carteles arrancados y vueltos a pegar, será porque mamá me lleva
de la mano y va cantando una canción de Leonardo Fabio, o será que me gusta
porque en el fondo está el pinar. Si el Canica estuviera vivo me lo traería
para acá y tal vez no tendría que recordar estas cosas, no tendría que traerlas
de vuelta para no olvidar quién soy, para no olvidar quién fui, el kiosko las
monedas los chupetines con olor a tutti frutti, quiénes éramos y de dónde
venimos, no haría falta, y capaz que no le habría cerrado la puerta al país,
seguramente no, él tenía la virtud de llevarlo en cada poro, lo cruzaba en moto
a toda máquina como si llevara un Chrysler desde casa hasta el centro y desde
el centro hasta Ganímedes sin haber dejado el barrio ni por un momento, mi
astronauta de nudillos morochos, era tan simpático, un buenazo, pero que no lo
jodieran mucho porque perdía la paciencia y te dejaba cortada delante de una
puerta altísima, infranqueable, dando a entender que no hay nada que decir ante
las cosas que a veces no tienen arreglo. Como la vida que llevábamos allá, y de
la que él nunca se quejó. En cambio yo sí. Yo siempre me quejé. Ahora lo tengo
entre ceja y ceja como una fantasía furiosa: me lo imagino tomándose un café en
lo de Percio, viendo pasar un Taunus del 82 pintado a mano detrás de un
colectivo, con mi recuerdo nublando la vidriera, ojalá le esté yendo bien a la
piba, y quisiera pararle un avión en la puerta para ayudarlo a rajar, rajar de
ese presente en círculos, agarrarlo y llevármelo, rajar; me lo llevaría a la
Capadoxia, a la Alhambra, a los yocules de Islandia, a los jardines de
Aranjuez, al Trastévere... cosas que él nunca imaginó y que no sabría
despreciar porque nunca las había ambicionado. Pero al toque me acuerdo de que
ya no está y me la tengo que bancar. Después del Canica ya no tuvimos ninguna
razón para quedarnos, nada que nos atara, necesitábamos un movimiento
ascendente, el salto evolutivo hacia lo impredecible: Vos hacé tu vida, petisa,
me dijo mamá con las ojeras violetas de haberlo llorado tanto, y yo no me lo
pensé mucho, recogí mi último sueldo de mierda en Telefónica, hice un par de
mochilas, saqué la plata escondida en el tapa rollo y me compré un pasaje a
Madrid, con mucha suerte porque casi todas las aerolíneas estaban colapsadas.
Cualquier cosa que pase fijate acá, me dijo mamá el día en que la descubrí
guardando algo ahí adentro, y aunque no quiso dar detalles me señaló los
tornillos ocultos. Eran todos sus ahorros laburando en el frigorífico y otros
cuatro lugares más haciendo de todo, una plata que por suerte nunca depositó en
el banco y que había cambiado en dólares, porque ella siempre había desconfiado
de los bancos. Eso nos dio para los pasajes. Ella debe haber presentido la
parte del avión, el momento en el que me levanté de punta contra la realidad de
un país que se cayó y dije BASTA, ella conocía la sensación, la angustia
endémica que produce el eterno retorno de los trenes que cada tanto vuelven
vacíos, robados, y sabía que cuando pasa eso se sobrevive siempre bajo una
lluvia de piedras, pero se sobrevive para poder vivir, ella y yo nos movíamos en mundos paralelos aunque inconciliables, y
esto a pesar de querernos muchísimo, pero a la distancia, porque yo jamás
hubiera elegido México como destino, andate para donde sea pero andate que yo
te quiero viva, me dijo, y aparte a mí siempre me tiró el país de la abuela,
ese broche que llevaba en el pecho me llamaba la atención, así que no
tardé nada en planificarlo, unas pocas semanas nomás. Cuando mis amigos
supieron que me iba, algunos me miraron mal: para ellos fue una traición, no un
renacimiento, no un plan de cabotaje en busca de oxígeno emocional. Pero el que
se lo tomó peor fue Alejandro, que no me quiso acompañar, un tipo más agarrado
a la familia que una almeja a una piedra, él no iba a abandonar su colonia de
diez hermanos por mí, así que se quedó llorando lágrimas de cocodrilo en el
aeropuerto. Sin embargo llegué boqueando, y para colmo
apenas me paré en la escalera del avión después de doce horas de viaje, el aire
madrileño apestaba a desperdicios y aceite de cocina, un olor vetusto,
inexplicable. Fue catastrófico. Igual me dejé conducir hasta la terminal, y
abrumada por el hambre, el cansancio y las ganas urgentes de pegarme una ducha,
me paré frente a una pastelería, relojeé a la empleada y le señalé a través del
vidrio una gran medialuna de queso y jamón, era como si las palabras me las
hubiera olvidado en Mar del Plata, entonces ella, que estaba aburrida, se
enderezó y me chantó la primera exhibición de condescendencia mezclada con
altanería a la española, el primer desaire: eso es un curasán, ahora ya has aprendido algo nuevo. Gracias, turra. Esa
tipa nunca sabrá la vergüenza que me dio su mirada de arriba abajo sobre mi
vestidito naranja, para ella yo era una extranjera, pero no cualquier
extranjera si no extranjera y sudamericana, es decir extranjera y sudaca. Primera ley de supervivencia
en el territorio hostil: nadie debe notar tu vulnerabilidad, si no te
destrozan. Que nadie lo sepa, ni acá ni allá, porque te destrozarán de todas
maneras. La vida es esto: un día estás en el baño de Ezeiza viendo un picaporte
en forma de martillito oxidado y la noche siguiente estás tirada boca arriba en
un hotel barato de Madrid, cama con resortes de metal que chirrían, baño a
compartir, olor a butano y aceite industrializado, preguntándote qué carajo
hiciste, cómo lo hiciste, en qué estarían pensando los gayegos cuando
decidieron pintar de amarillo orines ese cielorraso con molduras ornamentales,
y en qué estarías pensando vos cuando decidiste tomarte ese avión; es el
momento en que vuelven las palabras que creías que te habías dejado tal vez en
el baño o entre los pliegues de un último abrazo antes de salir por la puerta
de embarque, sonando muy fuerte o más bien chillándote en el cráneo: Hoy no
puedo volver a casa. O sea, el aterrizaje perfecto después de haber tirado la
cadena del país que estaba como moribundo y hasta arriba de basura con sus perros
muertos en las cunetas, con todo su material vendido al extranjero, con su
corralito calcado a las medianeras. Así que me la aguanté, y para dejar de
pensar en el resto de mi vida me clavé un ansiolítico con un trago de agua
mineral y la primera semana me dediqué a hacer turismo, como para relajar.
Baretos nocturnos, museos, lo típico. Conseguí trabajo como cuidadora de una
vieja arquitecta uruguaya que llevaba treinta años viviendo en Madrid, ya
jubilada, y la pegué, porque empezó a hacerme los papeles en cuanto le conté lo
del Canica. Un amor de mujer, sólo que al año y medio va y se me muere.
Fabiola: Has sido muy valiente, maja. Mientras se lo contaba me puso un
platillo de aceitunas negras con una copa, y ahí apareció el olivar. Nada nuevo
las aceitunas… ¡pero lo hizo con tanto mimo!, faltó que me pusiera las
pantuflas y el chal, en esa época ella vivía por Tirso de Molina. Cuando nos
conocimos en el bondi yo tenía un laburito de lo más bizarro: trabajaba en el
teléfono de las mil y una noches, había conseguido la residencia de pura suerte
nomás, y la ciudad me tenía sin cuidado, aún no la había descubierto.
¿Valiente, yo? Ni ahí, mi coraje es postizo, nadie lo tiene que saber, yo me
agarro con alma y vida a la primera ley de supervivencia, acá los humillados y
ofendidos siguen siendo los mismos con un escenario más elegante: una empresa
de teletrabajo cambia de razón social cada seis meses para no tener que
contratar a la empleada que trabaja desde hace tres años, sin representación
sindical, ésa soy yo. Pero cuando Fabiola cayó en mi vida empecé a mirar Madrid
de otra manera, ella me mostró la ciudad de abajo, la de los carozos de las
aceitunas que siempre van al suelo, los cambalaches de Lavapiés, las pipas de
agua, los sótanos que van directo al paraíso de los batiks, y de un día para
otro me encontré paseando por la ciudad como un ciego al que le han devuelto la
vista, un sereno llama a la línea y me cuenta que es gay y que tiene el culo
prieto, el pobre se inventa todo tipo de historias sucias con las que fantasea
pero que en la vida real no haría jamás, porque apenas cuelga se convierte en
un marido obediente yendo a comprar el pan después del trabajo, frustrado al no
darle rienda suelta al culo prieto que ocultará hasta el día en que lo
amortajen, esta gente es así, son una argamasa fantástica de vulnerabilidad,
desesperación y vergüenza, necesitan una Scherezade que los alivie para no
tener que matarse, y además el oficio sólo me da de comer, no es lo que soy, me
los apunto en un inventario abarrotado de minutos y dibujos en las márgenes
donde todo queda anotado, luego cuelgo el auricular y salgo al aire de Madrid,
que ya es parte de mí, un negro toca el djembé en estación Becerra y le
tiene sin cuidado que lo miren, da la impresión de que todo es fácil, de que
podrías comprar cualquier cosa —una farsa, claro—, y puede que haya
indiferencia en esas caras pero no hay tristeza ni resignación, hay una marcha
hacia adelante, algo que nunca volverá, tal vez por la estructura de laberinto
circular que tienen algunas esquinas, no como allá, donde ciertas geometrías
hacen predecible la repetición y se presiente la valla imaginaria de alambre de
púas de la cárcel difusa, sin frontera demarcatoria, y el fantasma de la picana
del atrás, el maldito fantasma de la picana en la lengua, algo de lo que no me
había percatado hasta que llegué acá. La turra del curasán acabó convirtiéndose
en una anécdota de auto superación, en una nada que superé rápidamente en
cuanto me propuse atarle cuatro ajos anti vampiros a la España de charanga y
pandereta, iba advertida por mi abuela, que era muy devota, y yo no quería
repetir. Pero fue más que eso. Me di cuenta de que Madrid me había devuelto la
capacidad de desear. Así que el medio de vida me importaba un carajo, podría
haberme anotado con gusto al mito de la chica lavacopas que ve cómo sus
lágrimas se van por la pileta junto con la mugre de los platos, y después
cuelga el mandil y sale de nuevo a la ciudad a tomarse una copa y apunta en una
libreta las cosas que se le ocurren, ese mito tan temido por algunos de los que
me dijeron adiós en Ezeiza, y que imaginaban tan humillante. Jamás sucedió.
Tampoco me fui para hacer guita, no sé cómo se hará, soy una ilusa que se queda
colgada ante un amanecer, mientras el disco brillante del sol sube por la pampa
castellana, un sol fuerte que ni comparación con el de allá, entonces agarro un
autobús y me voy al sur. En Cádiz, por ejemplo, la fachada de los edificios tienen la pinta
herrumbrosa de todas las edificaciones castigadas por el aire marino que
grafitea las tapias, es lo primero que se ve desde el muelle, y la sensación de
estar ante una espalda curtida por la corrosión se te pega como una bocanada
nauseabunda, típico bar de paisanos con silla en la vereda, pregunto por una
calle y de lo más amable uno de pucho ladeado, gorra con visera y camisa
hawaiana me lleva hasta la puerta del hostal de Antonio, uno al que
conoce desde que le salieron los diertes, mi cuarto tiene un
pequeño balcón que da al castillo que fundó Alfonso X el sabio por los tiempos
en que los cristianos conquistaban a los moros, nos asomamos al
balcón: Allí es de donde salían pa’ las Américas de las que vienes
tú, me dice, apuntando hacia el castillo, y debe ser verdad porque en la
calle hay un pibe que vende unas carabelas hechas con latas de cerveza y Coca
Cola. Cada vez que puedo, me voy para adelante, me escapo, huyo… ¡es tan
fácil!, tan necesario huir de mi hermano —su recuerdo—no quiero recordarlo,
prefiero… porque él no va a volver. ¡Ay, abuela, si me hubieras dejado alguna
pista!. Cuando toco las piedras de los pajares abandonados tengo una sensación
inexplicable, después me quedo con el dolor, alguna vez creí oírte decir que la
tierra olía a boñiga pero nunca nos quisiste contar nada, abuela, eras dura
como esas piedras, recién al tiempito noté que vos también enterrabas algo, tal
vez para protegernos, pero no creas que voy a plegarme a la idea de que más
vale negar lo que pasó porque un futuro así es como la copa de un árbol
plantado en el cielo… Te enojabas conmigo cuando te preguntaba cosas sobre
España, entonces el Canica daba un portazo y salía corriendo, llegó a enojarse
tanto que nunca quiso hacerse los papeles… Y yo tampoco. ¿Por qué un papel
tiene que garantizar mi validación? ¿Acaso garantiza algo? ¿Por qué ellos me
miraron de esa manera cuando vieron el pasaporte azul, y me atiborraron a
preguntas? Entré de carambola, por pura suerte. Después de dar muchas vueltas
el tipo de la Aduana me hizo un cabeceo como diciendo: Dale, entrá ya que si me
lo pienso dos veces te quedás afuera. Se lo cuento a Fabiola y tuerce la cara.
Andate ya que si te lo pensás dos veces no te vas, había pensado yo misma antes
de armar la valija. Luego me pregunta de dónde era mi abuela y cómo era mi
hermano, grande, le explico, con mucha pinta de criollo, vamos al Boabab, me
decía ella, cuando Lavapiés no estaba gentrificada, quería que le siguiera
hablando del Canica mientras nos comíamos un arroz con sus amigos senegaleses y
planeábamos viajes y empresas que las dos sabíamos perfectamente que nunca
llegaríamos a realizar; los viajes sí… y por cada viaje que hacíamos yo me iba
cada vez más lejos, Mar del Plata se convirtió –o mejor dicho, ya era—, uno de
esos sueños que se han tenido en la infancia y que se recuerdan con dificultad,
se fue disolviendo de a poco y hasta se me empezó a desdibujar la cara de
Alejandro. Esa ciudad siempre será mi puerto, mi cuarto, mi bulo y mi demencia,
apenas recuerdo sus cruces. Además, es una ciudad que está hecha para irse, en
sus orígenes era una villa fabricada para pasar el rato: el recreo de la
oligarquía. Sin embargo me clavo ansiolíticos para no recordarla y me aferro al
jazz de los rumanos en las calles de Madrid y a los chiringuitos al final de la
noche en las Vistillas, me cuelgo de las nubes filosas que pasan por adelante
de la luna y del sol andaluz que te moja a la sombra, mientras cuatro gitanos
sentados en el mirador de San Nicolás se hacen unas pelas dando la espalda al
séptimo cielo, y de las fiestas del fuego en Finisterrae. Yo vine a buscar el fuego y lo encontré, pero si
hubiera alguien esperando una exhibición de pirotecnia podría quedar
decepcionado. Me acuerdo bien de una noche de juerga por
Madrid. Fabiola había invitado a una amiga de ojos perversos que usaba un
vestido violeta de seda salvaje con cuellito blanco, la mina tenía más marcha
que un avión a chorro, y mientras íbamos por Huertas yo me encontré un pegaso
de juguete con ruedas dentro de un contenedor, fue como si nos hubiéramos
encontrado una cebra viva y nos sorprendimos, porque esos encuentros seguro
traen presagio, y además del caballito no es que haya ocurrido nada
especialmente memorable, salvo que íbamos las tres contentas porque era una
noche espléndida y éramos jóvenes y éramos hermosas.
FABIOLA 1
Yâzid está
sentado al ras de una tumba fenicia. Busca su propio reflejo en el agua que ha
dejado el levante dentro de la fosa, en la que flota un bote de cerveza
abollado. Pero no se encuentra, porque el agua no refleja nada. Nadie sabe
cuándo y por quiénes fueron profanadas esas tumbas que están ahí desde hace más
de mil años, y ya hemos olvidado cómo llegamos desde la medina, porque si hay
algo que no abunda en este viaje es el dinero. Estoy flotando entre el
acantilado amarillo y el estrecho de Gibraltar, absorta en la línea del
horizonte, que se riza un poco sobre la costa de España. Sostengo sobre mis hombros la cúpula de una
mezquita imaginaria en cuyo centro hay una estrella de ocho puntas por donde
creo que se filtra un rayo de oro. “El mejor kif de Tánger”, nos dijo el
marroquí de ojos astutos que anda disfrazado de tuareg.
Mañana iremos a Fez, la ciudad santa.
La
pasta resplandece entre los dedos de Yâzid. Pienso que está fundiendo la
piedra, que es de un amarillo crepuscular. Todo es amarillo: la piedra donde me
apoyo, el agua dentro de las fosas, la basura, e incluso nuestro baile inmóvil
del kif. Hasta su piel color champaña se ha vuelto más amarilla. Da un paseo y
regresa riendo con un balde de pintura en desuso que ha encontrado por ahí. Sin
hacer mucho caso comienza a tocar una rumba, mordiéndose el labio inferior con
una sonrisa que lo sustrae del espacio. Antes de salir de Tarifa estaba
descorazonado; ahora fluye plácidamente. Hemos cruzado el Estrecho por él, que
viene a relajarse después de que Jonás lo expulsara de la banda. La causa es
sencilla pero frustrante: no tiene suficiente oído como para acompañarlo en el
bajo. Además le hace falta técnica. Esto provocó una fricción entre ellos, pues
se conocen desde la infancia. Igual no es que sean grandes amigos: a veces
riñen, a veces se lo pasan bien, y a veces van detrás de las chicas con sus
grandes ojos sombríos llenos de deseo.
Pienso en Jonás. Yâzid, en cambio, da la
impresión de haberle olvidado. Es un devoto impuro de Alláh agobiado por raras
supersticiones. Cree que ciertas criaturas invisibles confunden los destinos de
la gente que cruza el desierto, enviándola de regreso al punto de partida. Por
la noche me baja una flor del paraíso y follamos a toda hora y en todas partes.
Al despertar para espabilarnos, después del desayuno para bendecir el día, y
luego por la tarde para celebrar la caída del sol. El desorden de estas calles
extrañas en el costado oriental del mundo le hacen sentir como en casa, son sus
raíces. Me dice que quiere tener un hijo conmigo, y yo respondo: “Sí, sí”,
mareada por el humo del incienso, algo que por supuesto no ocurrirá nunca. Se
asoma a la ventana tenebrosa del hostal en el que nos hospedamos, abriendo los
brazos a poniente para recibir el llamado a la oración desde la mezquita.
Pero nuestro cuarto da a una
callejuela oscura que no obstante huele a jazmín y a naranjas, así que a la
mezquita hay que imaginarla, y al sol también. Allahu-àkbar. Me cuenta
que algún día irá a La Meca.
Yâzid y Jonás eran vecinos en Manzanares el
Real, se habían conocido allí. Los padres, de origen cristiano, lo llamaron
Adán, pero él rechazó ese nombre para continuar llamándose Yâzid, que
significa “dotado por Dios de buenas cualidades”. Decía que ése era el nombre
que le había puesto su verdadera madre, y el verdadero nombre del primer hijo
de Dios. A los quince años su padre le compró un bajo eléctrico. Una semana
después falleció. Al día siguiente del funeral, que se hizo a lo grande,
apareció por su casa una magrebí con dos niños pequeños pidiendo hablar con la
viuda. El primer impulso de ésta fue echarla, pero cuando vio los ojos color
champaña de los chavales y los comparó con los de Yâzid,
tan amarillos como los de su marido, despotricó a los cuatro vientos por haber
gastado tanto dinero en una ceremonia cara, y los huesos del difunto terminaron
en el osario.
Yâzid
evitaba que Jonás se metiera en problemas. Era una especie de protector
silencioso. Al principio me miraba con persistencia desde el tronco derribado
en el bosque profundo, sentado sobre el cajón y sin decirme una palabra. Yo me
iba de juerga con ellos nada más que para beber hasta olvidarme de la
vergüenza. Me aceptaron en la pandilla como a otro muchacho, y al no ser muy
guapa nunca se metían conmigo. Diría que fui testigo de la formación seminal de
la banda de un modo involuntario. Y se formó en La Pedriza, junto a una poza
donde para llegar había que tener coraje y piernas fuertes. Fue Yâzid quien me enseñó a tocar las palmas
casi al mismo tiempo en que empezamos a hablar. Era un chaval sencillo, pero
realmente guapo, que vendía fruta de
estación con su verdadera madre en el Rastro y se hacía unas pelas a la gorra
tocando el cajón en Lavapiés.
Al cumplir dieciocho nos fuimos juntos a
Barcelona. Le impresionaban las honduras marinas y las azules profundidades
terrestres, así que una noche de luna nadamos juntos mar adentro hasta que se
apagaron todas las luces de los chiringuitos y estuvimos flotando boca al cielo
y a la deriva, ligeros como agujas, tan hasta las cejas de ácido que nos
quedamos viendo cómo todas las estrellas caían. Allí sellamos un pacto de amor
eterno que duró tres semanas. Al final lavé su cabeza con agua de romero, le
hice trenzas en el pelo y le regalé unos libros de Genet que nunca leyó.
Pasaron algunos años antes de que volviera a llamarme: “Tengo dos billetes a Tánger,
ven conmigo”. No sé cómo me encontró. Era como si tuviera un GPS.
“Tu primo me humilló”.
En Fez nos hospedamos en casa de su tío
Hassán, el hermano de su madre, un bereber tímido pero muy amable que vive en
una callejuela no mucho más ancha que una pierna de hombre. Después de abrazar
a su sobrino y hablar largamente con él, nos conduce a través de un pasillo
tapizado de mosaicos y nos hace subir varios pisos por una escalera enclenque,
hasta llegar a una terraza en cuyo fondo asoma una pared baja con una puerta
tallada que da a la vivienda. Nos dejan dos habitaciones idénticas, una al lado
de la otra, en las que sólo hay una esterilla enrollada y unas cuantas vasijas
de azulejos policromos. En la mía, una diminuta lámpara de cobre con vitrales
acribillados por el sol del mediodía cuelga de la ventana en forma de
cerradura, pero cuando voy a tocarla me estremezco al ver los tanques de las
curtidurías, por donde sube un olor a estiércol y a orina de animal que me echa
para atrás. Yâzid, en cambio, ha empezado a golpetear la pared con los puños.
No es por el olor, si no por el “desprecio cobarde” —que así lo llama él— con
que lo trató Jonás cuando le dijo que ya no podía continuar con ellos. Está
pensando en eso. El olor a curtiduría no le molesta, la familia de su madre
trabaja ahí desde hace generaciones. Se recarga en la ventana con los ojos
enfurecidos, y resoplando fuerte, insiste: “¡Me humilló delante de todos!”.
Aparece
por la puerta Bashira, su tía. Advirtiendo mi impresión, me ofrece un gran
cuenco lleno de flores aromáticas en las que prácticamente me zambullo. Me
froto la cara con los pétalos crujientes que caen al suelo mientras ella ríe y
yo me libro del hedor insoportable que se me pegó al paladar como un catarro
infectado. Luego se ocupa de Yâzid, con quien mantiene una revuelta
conversación donde él le parlotea en magrebí, en español y en francés; y ella
le contesta sólo en magrebí sin perder la calma ni por un momento. Al final de
las caricias consigue dulcificarlo. Comemos pollo con olivas, arroz, pimientos,
y otro montón de alimentos cuyos sabores, muy agradables, me caen como agua de
mayo. Algo más lejos, Hassán prepara el té tumbado en su esterilla. Lo deja
burbujeando dentro de los vasos, nos acerca la bandeja y regresa a su rincón.
Enciende su kiffie y se queda mirando a la pared, pensativo.
Después del té suena el teléfono. Es uno de
sus hijos, que quiere hablar con Yâzid. No ha podido venir porque está
trabajando en la curtiduría. Gran jaleo e interminables exclamaciones a ambos
lados del teléfono, lo cual provoca que mi amigo vuelva a la mesa de muy buen
humor y hablando de una plaza. Apenas lo oye, Bashira alza las manos al cielo,
las recoge contra su pecho y empieza a juntar los platos. Balbucea alguna
protesta. Hassan, en cambio, sonríe en silencio echando humo por su pipa.
— ¡Era
Rayan, mi primo! ¿Quieres oír música de Marruecos?
— Por
supuesto, y quiero oírte tocar… ¿cuántos primos tienes?
No me responde él si no Bashira, que sin
voltearse a mirarnos despliega todos los dedos de una mano, y sigue con la
faena.
— Los
otros cuatro viven en Marrakech — explica Yâzid.
Igual a los tíos no les importa mucho lo que
hagamos, no son musulmanes estrictos. Hassán, por ejemplo, fuma kif todo
el día, y me da la impresión de que le encantaría acompañarnos, pero que no lo
hace por miedo a su mujer. Sin embargo, nos da el visto bueno para salir. Y
ella también, claro, no sin antes soltarnos una interminable sucesión de
advertencias y recomendaciones. Yâzid pasa de ellas con benevolencia.
Nos lanzamos a través de las callejuelas de
la medina, y el tan mentado laberinto aparece, viviente y frondoso, abarrotado
de hombres y mujeres, ancianos, niños, animales de corral que deambulan en
aparente condición de extraviados, perros, gatos y todas las especies de la
raíz hundida en el desierto, que da todo lo que hay. El mundo es más abrumador
que en cualquier otro lugar donde haya estado antes. Esas tapias interminables
se reservan historias que nunca conoceré, y aunque Yâzid me diga que en la
medina hay más de diez mil calles, es inútil, porque sé que jamás llegaré ni
siquiera a rozarlas. Mientras vamos pasando, veo celosías por cuyo misterioso
follaje de madera policromada se adivina la luz del interior. Han tallado una
constelación. Esas estrellas me obsesionan. Cada vez que las miro recuerdo la
que creí que pesaba sobre mi nuca en Tánger, cuando mirábamos Gibraltar desde
las tumbas. Sin embargo, algunos pasadizos son tan estrechos que no resistirían
el paso de un niño de tres años, son embudos de barro y madera centenaria que
se clausuran a sí mismos.
Pasamos por debajo de un arco de piedra que
parece calcinada por un incendio antediluviano, y tras evadir el bulto de un
hombre con un burro transportando alfombras, el pasaje se ilumina ante la
geometría perfecta de un palacio entre dos callejones. Rumor de agua fresca.
Una piscina celeste, la fuente. No sé bien cuánto tiempo llevamos aquí, ni
cuánto ha pasado desde el momento en que él aporreó la pared en casa de Hassán,
si fue hace un momento, ayer, o lo imaginé. Yâzid me
muestra su orgullo: “¿Ves? Aquí está la mitad de mi sangre”.
Por primera vez desde el momento en que
bajamos en Tánger me dice que está contento, que va a contarme cosas. Por fin.
En el zoco me compra baklava, dátiles, almendras, flores secas,
pendientes, y hasta una chilaba llena de incrustaciones que él hace fulgurar en
la semi oscuridad. Se ha puesto la suya antes de salir, además de un kufi
multicolor en la cabeza, de modo que lo toman por un local y ningún listillo se
aprovecha con los precios. Señala hacia el fondo del pasaje, que es donde dice
que está su primo, e insiste en que me monte a su espalda a horcajadas, que él
me llevará. Sale corriendo a través de la calle, conmigo muerta de risa pero
sin tropezar con nada ni con nadie, hasta llegar a una pequeña plaza donde el
sol de las cinco de la tarde todavía arde un poco. Un grupo de músicos
callejeros están sentados en los cimientos de una construcción que ya no
existe, entre el polvo y la arena. Me deja en el suelo, y se les acerca. Son
como veinte. Tocan los tambores, la flauta y los qraqeb con entusiasmo.
Al verlo aparecer algunos se incorporan para saludarlo, otros celebran su
llegada avivando el ritmo de los tambores. Hay magrebíes, españoles, bereberes,
turcos… Yâzid me presenta a su primo Rayan, un adolescente de mirada mansa, tan
tímido que muy bien podría pasar por antipático; y a Karima, que es pequeña
pero tiene una voz grande y además viene de Madrid. Lleva la melena rizada
envuelta en un paño africano.
Me hacen un lugar en el anfiteatro
improvisado. Sin más protocolos Yâzid coge un tambor y rompe a tocar con
elegancia, exhibiendo su belleza natural, sin que se le mueva ni un músculo de
la cara, aunque sus hombros y todo lo que baja desde allí hasta llegarle a las
yemas de los dedos se mueva en forma sinuosa, y a la vez enérgica, sobre el
parche de cabra. Tocan durante largo rato, con la voz de Karima cantando en
bereber. Se agrega la flauta turca de un anciano negro enteramente vestido de
blanco, y a quien todos tratan con especial devoción. De a ratos el ritmo decrece
y ellos conversan, el anciano sirve el té de menta y me pasan un vaso a mí.
Está delicioso, aunque por lo picante intuyo que contiene bastante jengibre.
Además gastan bromas, ríen e improvisan algún ritmo sordo en los tambores.
Yâzid deja el suyo a un costado. Se acerca a mí arrastrando las sandalias en el
polvo, y se sienta a mis pies con las rodillas recogidas.
—
Marruecos es duro, no es siempre así — explica.
— Me
imagino —. Y pienso en las pateras.
— Mi
madre es de Fez, ella se escapó cuando era pequeña... más pequeña que nosotros.
Sola.
— ¡Qué
coraje!
— Oh,
sí… Ella no quiere Marruecos, yo sí. Mi primo Rayan toca el tambor y curra en
la curtiduría, pero el tío Hassán ya no puede porque tiene reuma y se le
estropeó la piel... ¿Le viste la piel?
— No,
la verdad no me fijé.
— Mejor
—. Yâzid hace una pausa. Continúa: — Mis otros primos se fueron a Marrakesh,
uno tiene una farmacia, Samira está casada y el mayor es guía en el desierto —.
Me señala a Karima: — Ella es de Fez El Bali, su padre era curtidor como
Hassán. Vive en Madrid por dinero, pero si llegara a descuidarse, terminaría
casada con uno de aquí y ya sólo podría cantar canciones para dormir a sus
hijos, o en los hoteles para turistas por unos cuantos dírhams.
— ¿Y
eso es malo?
Yâzid reflexiona un momento y responde:
— Para
ella sí.
Le estoy dando vueltas a la pregunta que
quiero hacerle desde hace rato, hasta que finalmente me armo de valor:
— Yâz,
¿por qué dices que Jonás te humilló?
Él no se va con vueltas.
—
Verás, un tipo nos contrató para una gira por la península, y de tocar en
garitos las cosas empezaron a ir mejor. Así que nos vamos a Zaragoza. Allí
Jonás consiguió perico, y estaba metiéndose mucho… yo no tengo nada contra eso,
sabes. Entonces va, y es justo después del concierto que el tío me humilla delante
de todos los colegas, y empieza a los gritos porque según él yo no le estaba
siguiendo. Los chicos medio que le frenaron, porque no era para tanto,
estábamos cansados y hasta ahí todo bien. Fue la noche siguiente, en
Villafranca del Ebro, cuando interrumpió el concierto y me echó a la mierda
delante de la gente. Yo tiré el bajo y me fui.
— Un
papelón. Lo siento, Yâz.
— Sí.
Lo que más lamento es haber roto el bajo que me regaló mi padre, porque lo
arrojé y se partió.
— Uff…
eso es malo. ¿Habéis hablado luego?
— ¡Oh,
sí! Hablamos, hablamos…
— ¿Y?
— Nada,
que ya consiguió otro bajista, un tío de Granada con el que se entiende de
maravilla, según él. Es cierto, porque es cierto, que soy un bajista mediocre y
él un cantaor de la hostia, pero no tenía derecho a humillarme.
Intento animarlo.
— ¿Y
qué importa lo que diga Jonás? Te vi recién, te he visto docenas de veces,
también con el cajón, tú eres capaz de sacarle ritmo a cualquier superficie. Lo
tuyo es la percusión, ¡sigue con los tambores!
Yâzid se mira las manos, dos cuencos abiertos
en los que brillan el polvo y el sudor. Luego me mira a mí, largamente y con
calma. Noto que ya no está enfadado, que quizá la furia se le haya disipado
mientras aporreaba la pared en el cuarto de Hassán. Por supuesto que lo suyo es
la percusión, sólo que esto no le supone un conflicto. Lo que a él le preocupa,
en realidad, es Jonás. Y no tanto por lo que sucedió en el concierto de
Zaragoza —como yo creía— si no por una razón más profunda, algo que poco tiene
que ver con haber sido expulsado de la banda.
— Él es
de otra especie, Fabiola, no es como nosotros. Yo sé hablar tres idiomas, pero
no podría explicarte lo especial que es ese tío en ninguno de los tres. Jonás
nació para interrumpir las cosas que ya estaban hechas, romperlas y
convertirlas en cosas nuevas. ¡Lo que sea!, él las romperá. Tiene la habilidad,
o tal vez la suerte, no lo sé, de revolver y encontrarlas sin buscar, o de
buscarlas de una forma bien jodida. El caso es que él simplemente encuentra lo
que nosotros andamos buscando. Cuando canta, visita las grietas que hay entre
las notas musicales, los silencios que hay entre unas y otras…, algo que para
mucha gente es un misterio. Entonces puede cantar como un jilguero y encontrar
el paraíso, o caerse hasta el fondo del infierno, eso no lo sabe ni él. Y a mí
me acojona, ¿entiendes?
Esperó casi una semana para decirme, de la
manera más extraña que escuché hasta ahora, que teme por la vida de Jonás tanto
como yo. Jonás está en las mentes de todos nosotros, aunque su recuerdo nos
provoque cierta incomodidad.
Siempre habrá algo que nos haga acordar de
Jonás.
Y siempre habrá algo que hará que le
olvidemos.
El amarillo crepuscular que remata los muros
de la plaza durante la puesta de sol hace que le olvidemos. Yâzid también le
olvida, refunfuñando por no haber hecho las abluciones para el salat. El
llamado a la oración se oye a través de la medina; es parte de ella, como el
canto de los pájaros o el ruido de las motocicletas. Y me entra un deseo
furioso de tomar un baño. Cuando se lo digo, él se ríe. Un tío alto en
brillante chilaba y un qraqeb en cada mano se me pone por delante
tambaleándose y balbuceando sin ganas un cántico para Alláh. Al ver que nadie
lo filma ni le da dinero, se va. Quisiera beberme un barril de cerveza ahí
mismo. Tenemos un viajecillo para regresar a lo de Hassán, y Rayan se ofrece a
llevarme en burro. La idea me resulta divertida, pero la rechazo por no abusar
del animal. Karima, que viene con nosotros porque vive cerca, trae de nuevo a
Jonás al centro de la conversación, aunque lo hace brevemente. Me comenta que
escuchó a la banda en Madrid, y tiene el pálpito de que se harán famosos muy
pronto.
—
¡Famosos! — se burla Yâzid.
Ella cree haberle ofendido y se disculpa:
— Lo
siento, hermano, por ti.
—
Hermana, no me tengas pena. Yo me voy al desierto — responde él con dulzura.
Nos despedimos de Karima en la puerta de su
casa y luego emprendemos camino hacia lo de Hassán, ya bien entrada la noche.
Bashira nos dejó una sopa muy apetitosa dentro de un cazo de barro, y zumo de
zanahoria en la nevera. Después de cenar, salgo a tientas y tomo una modesta
ducha de agua tibia con jabón negro. Paso por el cuarto de Yâzid y empujo la
puerta.
A través de la débil llama de una lámpara de
aceite, veo su cuerpo desnudo tumbado en la esterilla. No creo que Bashira haya
dejado esa lámpara ahí para que nosotros podamos montar una fiesta, si no más
bien para evitarle un tropiezo. Pero el cuerpo de Yâzid es una fiesta que huele
a sándalo, y además me espera con una erección. La envuelvo en una mano, y
gime. Follaría con él hasta el último día de mi vida y el último de alguna
otra, si es que hay. Aunque nos odiáramos por lo que sea —cosa que no pasará,
porque es imposible odiar a Yâzid—, yo me lo
follaría igual. Comenzamos follando entre los restos de una ermita, hace años.
Me encantaba verlo andar por el camino de robledales, fingiendo creerle cuando
decía que iba a mostrarme las ruinas. ¿Las ruinas de qué, si ya estábamos?
Follaría con él donde fuera, bautizando cada rincón. Me lo hubiera follado en
el zoco, pero había mucho que hacer. Me lo follaría en una chalupa durante un
naufragio, en el metro, en la calle, dentro de la trinchera en un campo de
batalla, y en ese cuartucho, aunque no hubieran puertas. Su vulnerabilidad me
provoca una fascinación atemorizante, y al mismo tiempo me propaga, me hace
ubicua. Cuando lo asalto sonríe conteniendo el aliento, muestra cierto asombro,
se abandona y luego comienza la revuelta de escorpiones.
Yo le gustaba en serio, y jamás necesitó
decírmelo. Jamás me mostró una complacencia gratuita, ni prejuicio o desdén, ni
apuraba comentarios alentadores para encubrir con embustes lo que otros
hubieran considerado un defecto. Lo único que hacía era mirarme en silencio
como si estuviera viendo un fenómeno natural ante el cual te quedas sin
palabras. Luego follábamos hasta hacer temblar la tierra.
Esta noche lo haremos hasta hacer temblar Fez
El Bali. Yo misma le quitaré con mi saliva todo remanente de sándalo para que
no pueda quitarse mi olor en semanas, porque ésta va a ser la última noche, y
mañana lo dejaré marchar al desierto. Tiraremos el cuarto por la ventana en
forma de cerradura hasta que amanezca sobre los olivos de la medina en ese
agujero maloliente donde nos correremos extasiados, porque tal vez no vuelva a
verlo. Mi viaje termina aquí, esta misma noche, en la alegría genésica de su
piel. Y en la mía. Ha sido un buen viaje, ya no necesito más.
— Vente
conmigo.
— No,
no… me vuelvo a Madrid.
— ¿Para
qué? ¡Vente conmigo! Iremos a las dunas, haremos una fogata, habrá música… Tú
nunca has visto de qué color es el cielo en el desierto.
—
Negro.
Él se ríe de mi ignorancia:
— No es
negro. ¡Vente conmigo!
— No,
Yaz… es tu viaje, no el mío. Cuando regreses me cuentas.
— ¿Y
cómo sabes que regresaré?
No tengo nada que decir, porque su respuesta
confirma mis intuiciones. Ya hemos aprendido lo suficiente el uno del otro, y
si seguimos juntos podríamos envejecer sin haber aprendido nada de los demás.
Entonces comprende.
— El
autobús a Tánger sale mañana después del mediodía. Yo te acompaño — balbucea.
FABIOLA 2
La gente entra y sale del camarín como si
fuera un baño público o un gran orinal. Unos ríen y otros beben de una botella
de coca—cola llena de calimocho y que va y viene de unos a otros. Nadie se queja por
el charco de agua sucia que hay en la entrada, proveniente de vaya a saber qué
tubería rota. El agua forma una poza grasienta entre botellas de cerveza,
servilletas sucias de papel, ceniceros volcados boca abajo y restos de barbacoa
desparramados por el suelo. Se huele en el ambiente el sudor de una noche de
juerga a tono con la atmósfera incandescente y ácida de los venenos.
Jonás rehúsa de mala gana los disparos del
flash. En cuclillas delante de él, un tío de la prensa graba todo lo que le va
contando. "Qué buen concierto", dicen, y lo de siempre, a él se le
suelta la lengua y venga hablar y hablar. Quiere contarlo todo, pavonearse,
exonerarse. Darse letra para un culebrón flamenco de proporciones épicas. Su
primera biogra, al parecer.
— ¡Toma ya, chiquilla! ¡Dame una foto con ella, tío!
Abrazo sencillo. Oveja que ha vuelto al redil. Los flashes de la Nikon le siguen
dando en la nuca, algo que Jonás recibe pasmado, con una mueca entre vacilante
y risueña, casi como un bebé al que le toman una foto por primera vez.
"¡Esta noche puedo contarte la vida entera, colega!", le dice al de
la prensa, todo contento. Su mirada se le clava en algún punto detrás de la
espalda, como si pudiera ver a través de mí, y al mismo tiempo como si no viera
nada en absoluto. Como si no hubiera nada más para ver, mientras un muchacho muy serio con un
corte de pelo a lo Mr. Spock que
lleva los lóbulos dilatados, le mantiene capturado en una lente.
Entra
Reyes. Morena y preñada, cruza el camarín y se deja caer en un sofá, justo
frente a nosotros. Más allá de ser la mujer de Jonás, nunca
ha quedado bien claro de dónde ha salido. Si se ha criado entre los gitanillos
de San Blas, en pleno centro, o si acaba de materializarse allí mismo por obra
de un encantamiento. Lo que sí se sabe es que miente mucho. No es que sea
altiva: es del todo altanera, y no se corta un pelo a la hora de hablar.
Tampoco de mirar. Aparte de su avanzado estado de gestación, es feúcha y lleva
una minifalda de plástico de un naranja chillón que no se quita ni para dormir.
Le llamaban la Pájara.
Jonás me la presenta sin
muchos miramientos y sigue hablando con su interlocutor. Le sonrío, pero a
Reyes no se le mueve ni una pestaña. Y eso que él está hablando de ella. De
cómo se conocieron. De lo fantástica que es. De cómo la vio llegar una noche en la escena de un río sucio, sobre una espesa
manto de niebla que le mojaba el pelo y la hacía brillar como una aparición. Estaba
sentada en el tronco de un árbol con los codos apoyados en las rodillas, la
espalda recta, el pulso sereno, los labios apretados como los de una mujer
vieja, y desde allí le mostró la forma en que deshacía un terrón de azúcar
dentro de una copa de absenta, con una pompa etérea de fuego color añil.
Función de la niña: fiscalizar la llegada a puerto de conocidos y advenedizos,
como una lechuza que espera sobre la copa de un árbol. Apenas verla supo que le dejaría sentarse en sus rodillas como un
hijo, que se le podía meter hasta en los sueños. Tardes de vigilia dejando que
el niño durmiera su siesta del fauno. Luego diría que no recordaba haber vuelto
a tener sueños más profundos que esos. Algo bonito, aunque no fuera
verdad.
Sin embargo, lo único que le dijo ella fue:
“Bebe”.
“Y yo bebí, pero aquello sabía a demonios y me
acordé de un campo de hinojos”.
Horas después le entró una alegría rara y se soñó en un
pasadizo subterráneo, a la sombra de un árbol en su terraza favorita, allí por
Huertas. Y mira por dónde, que era la misma en la que,
tiempo atrás y con muy escasos huesos, el
afilador de tijeras —su padre— cantaba
siguiriyas absorbiéndolo todo a fuerza de desesperación. No es que fuera
ninguna chorrada, sino pura inspiración, como romper los bordes de la oscuridad
en un estado intermedio entre esos que te dejan grogui y una alucinación divertida.
Se llegaba allí a través de la garganta de
una morena con ojos de lechuza, que daba la absenta a dos mil pesetas. Que era
como tener la polla metida en una breva en almíbar.
— Un
coño trágico — matiza Jonás,
saboreando con gusto su desfachatez.
Y ella, para rematarla:
—
Soberano.
El chico de la prensa está indeciso: ¿de
verdad quieren que ponga eso? Pausa incómoda, y luego todos se echan a reír.
Pero la que más se ríe era Reyes:
— ¡Eso
no, eso no va, eso no lo pongas!
Jonás se
está partiendo de la risa, no se sabe si por la gracia que le hacen las manitas
de Reyes azuzando al periodista con sus uñas mordidas, o por la alegría de
llamar la atención por una vez en su vida. Tratándose de él, cualquier arrebato de felicidad resulta desconcertante, igual que
un árbol de navidad con las luces a tope en octubre. Pero lo deja claro en un
momento:
— Se lo
conté todo con lujo de detalles, sabes, para que las cosas se supieran desde el
principio y luego no hubiera que pedir disculpas o dar explicaciones…
La Pájara había aceptado el reto, aunque años
después admitiría que su vanidad le impidió oler el peligro. Podía ser pretenciosa, e inclusive temible, y
lo que para algunos era un azote, para él era un entretenimiento
delicioso, el momento cumbre. Juntos solían confundir el día con la noche, los
hoteles de lujo con las pocilgas, sus rostros con los espejos. Fue
ella quien le rescató del olvido y de su propia indiferencia, animándolo a
cantar en cualquier parte —en las escaleras, en los parques, en el metro, en
las terrazas—, por dinero o sin él, y con ella como único público echando
miradas pendencieras a todo el auditorio, que al ver sus ojos corrían una silla
y se apuntaban al descarnado espectáculo del chaval hijo del padre cantando por
bulerías, sin guitarra, y a pelo, sólo por verla palmear. A ella. Y mejor que
se dejaran alguna moneda, porque de otro modo hubieran empezado a echar de
menos esos ojos sucios mucho antes de comprobar cómo se largaba despotricando,
de querer matar al unicornio...
— ¿Matar… al unicornio? — Hay
que ver la cara del reportero en esta parte.
Sí, al unicornio. Jonás se vuelve hacia mí:
— ¿Por dónde andabas,
shiquilla?
Me mira encantado: ¡CERRAD EL PICO, JODER! Me atrae
hacia sí y nos quedamos quietecitos esperando la foto. Sonriendo los dos, como
dos cachorros de Chesshire.
El teclista se interpone entre nosotros queriendo saber quién soy
yo. Todos, a excepción de Goyo —que ya me conoce—, quieren saber quién soy. Qué
hago ahí, de dónde he salido y por qué. La melena del teclista me hace
cosquillas en la oreja, y logra pegarse a mí con intenciones depredatorias.
¿Soy de la prensa?
¿Una fan?
¿Una cotilla?
¿Una ex?
Jonás lo aparta.
— No le
hagas caso, Fabi, es un gilipollas —. Y agrega misteriosamente: —Nunca digas
"éste es mi hermano", porque las hermandades se acaban con los
contratos.
—
Háblame del afilador de tijeras — interviene el de la prensa.
Jonás se
lía un pitillo pensativo mientras elige las palabras adecuadas para hablar de
su padre.
—Si todavía me parece verlo,
ahí… echado en su camioneta fanfarroneando con los amigos… diciendo requiebros
a las mujeres. Pero tiene una polla enana y no se atreve con ninguna.
La impresión que se llevó al ver por primera
vez a su padre no tenía desperdicio. Antes vivía con su mamá, pero un día le dieron
puerta y se instaló con él en Madrid. Aunque no quiere dar
detalles de dónde había pasado su primera noche, comenta que a la semana pudo
localizar al afilador y que éste le hizo un sitio en el trastero donde reparaba
sus bicicletas. No es que le agradara mudarse con él, pero la idea de que le
robaran las setenta mil pelas que le había robado a su padrastro le obligó a
buscar refugio en casa de un conocido. Que es lo que era en realidad su padre:
un conocido. O más bien, un desconocido.
Su aparición le vino como anillo al dedo, ya
que el afilador debía tres meses de alquiler y no le faltaban deudas con gente
de la trastienda. Gente a la que Jonás decía no haber conocido nunca. Sin
embargo, a los diecisiete años el sólo hecho de tener un techo para cobijarse y
un plato de comida caliente, lo obligó a confiar en su papá, aunque éste fuera,
inclusive, capaz de robarle.
El afilador era de Granada,
pero se había criado en Madrid. Huérfano de padre, la mamá se volvió a casar
con un apuesto viudo pobre de Ourense, que andaba por el sur buscándose la vida
en su motocicleta y su esmeril, afilando cuchillos y tijeras y ligándose a las
gitanas con su deje gallego de habla baja, dulzona. La idea de que ella se
escapara con un afilador no resultaba tan paradójica como comprensible, si se
piensa en las palizas que le daba el marido —un tal Desi— muerto bajo la
dentellada de una navaja, seguro que muy bien afilada, por un lío que nunca
acabó de aclararse. La familia jamás se lo perdonó. A ella, vamos.
—
Viendo lo que había, el gallego cogió a mi abuela y a mi
viejo y se los trajo para Barna.
— ¡Bien hecho! — observa Goyo,
ahogando su voz bajo un trémolo de guitarra.
El afilador había trabajado en el oficio
hasta que se hizo mayor y empezó a engolosinarse con las terrazas de verano,
allá por fines de los ‘70. Entre tijera y tijera, se hacía sitio en una mesa y
pedía una caña. Y luego otra, y otra más. Más tijeras y más cañas. Y cada vez
con menos dinero, ya que entre terraza y terraza casi que se dejaba el jornal.
Con tan escasos huesos, aceptó la desventaja de pasar desapercibido, corriendo
el riesgo, además, de que el padrastro le quitara su motocicleta. Y lo que
quedaba del jornal.
— Pero mi viejo siguió yendo,
y un día, después de afilar toda la tarde, aparcó su moto, pilló una mesa,
pidió su caña, prendió su cigarrito… y dice él que el pecho se le bajó hasta la
tripa y el miedo le nubló la cabeza. Entonces se puso a cantar.
Jonás lo cuenta todo con sigilosa devoción.
Con el correr de los años la gente había
dejado de necesitar a los afiladores, el oficio ya no resultaba rentable. Su
padre se empleó como soldador, pero le despidieron cuando se comprendió que lo
suyo no eran los capataces, ni las comidas a escape en tiempo de descanso, ni
el encierro en una planta fabril ocho horas al día y marcando tarjeta. Y que
además le perdía el alcohol.
El único capataz al que
siempre había pensado que podría respetar, ya que padre no había, era el padre
de su verdadero padre, un gitano:
— Mi bisabuelo — dice.
El afilador le venía siguiendo el rastro desde
niño a través de los datos que dejaba caer su madre, mientras alguna vecina le
teñía el pelo en la pila de cemento que había en el patio, y ya relajada bajo
los dedos de esa cómplice silenciosa que la escuchaba con la barbilla tiesa,
roía su resentimiento en un tono entre ronroneante y desdeñoso, quejándose de
que el teñido nunca llegaría a cubrirle esas raíces negruzcas que ella tenía, y
que siempre se quedaban a medias entre un rubio cobrizo y un pardo agitanado,
al que hubiera querido redimir tapándolo con tintura.
— La vieja necesitaba esa
rabia, sabes… la rabia la mantenía viva en el destierro.
Cuando supo lo que tenía que saber, el
afilador se compró un pasaje de ida a Granada. Al llegar empujó una puerta azul
y lo primero que vio fue a un viejo armándole una cometa a unos niños. Al rato
habían sacado las sillas y estaban todos sentados delante de la casa, tomándose
una sangría servidos por una gitana hermética de boca apretada, de manos
cónicas como pinzas, muy limpias. "El hijo de la Pepi", dijeron. Le
tiraban de los rizos, de las orejas. Le daban palmaditas en la nuca. Hubo una
mujer que le acechó las muñecas, tanteándole las venas a punta de pulgar.
— ¡Faltó nada más que le
miraran lo dientes! —. Jonás se ríe como
si le hicieran cosquillas en los pies.
No se los miraron, porque las venas de sus
muñecas eran las de su padre, así que no había nada más que mirar: el afilador
era el hijo del Desi. "A mí me llaman la Chova", le dijo la gitana
que servía, con ojillos de ternera. Y ya no tuvo manera de quitársela de
encima. Era casi una niña, no pasaba de los dieciséis años.
Se interrumpe:
— ¿Me vas siguiendo?
— Más o menos… sí. Pero, ¿cómo
sabes todo eso?
— ¡Porque me lo cuentan en
sueños!
Todo el mundo quería verle la cara al
afilador. Hubo quién lloró inclusive. Pobre Desi, vaya, con un hijo tan guapo;
ése sí que había perdido todos los pleitos… Algunos salieron para felicitar al
patriarca. En media hora se definió que el afilador iba a quedarse donde el
padre de la Chova, y que a la mañana iban a llevarle a la feria. El viejo dijo
que no iba, ya no le apetecía ir a las ferias. Por entonces llevaba una vida
relajada, en la huerta, dando la espalda al mundo de los payos. Luego el
afilador trabajó por un tiempo en la feria con su familia, pero notó que se le
veía como un intruso, un mestizo por adopción queriendo sacar partido de la
pretendida inocencia del padre verdadero. Así que se volvió a Madrid:
— Y al llegar se dio de
narices en una mesa con un convite en forma de sol hecho con seis rayas.
Años después seguía yendo a la misma terraza
en la que en otro tiempo solía aparcar su moto, y ahí se quedaba horas, viendo
pasar a la gente. Ni rastros quedaba del chaval enclenque al que le daba por
cantar, sino un bulto de ojos saltones envuelto en la guata de las malas noches
y los trapicheos de vez en cuando como para salvar el mes. Volvía de ser el rey
del mambo, el don nadie con un negocio en puerta —un chiringuito en Vallecas,
un taller de forja, una comisión para trabajar con máquinas tragaperras— que
siempre se torcía a último momento. La farlopa le enseñó a crecerse
artificialmente:
— Conoció a mi madre
vendiéndole un sujetador en una feria de Granada.
Y eso que el puesto ni
siquiera era de él, sino de un colega que le permitía estar allí para echar una
mano, y por supuesto, una buena provisión de cañas. Nadie entendía cómo
consiguió engatusarla. Lo que sí se sabía es que al conocerla su vida mejoró de
forma notable… ¡Y cómo no iba a mejorar, si ella había heredado la mitad del
piso de sus padres!
Aquí Jonás hace una pausa para señalarme a
mí:
— Ella es la hija del tío
Sancho, el que heredó la otra mitad…
— Gitano sin primas es un
embustero — dice Reyes. No me gustan nada sus ojos, son como una emboscada.
Creo que los usa
como armadura para protegerse contra el mundo, sólo que el mundo no sabe cómo
protegerse contra ella.
— Yo soy gitano por la mitad —
le interrumpe él, en tono seco.
Reyes se levanta fingiendo un aire compungido, me
sonríe por cortesía y sale del camarín. Algo que a Jonás no parece importarle
lo más mínimo, mientras sigue hablando de su madre. La Antonia. De lo que el
afilador le ha contado de su madre. Decía que era graciosa y que el pelo le
brillaba como una melena de muñeca bajo el sol de la feria, un sitio al que
casi nunca solía ir. Pero el afilador sabía que bajo su aparente finura se
resguardaba la vergüenza de una forzosa aprendiz de peluquera que había
abandonado la escuela con doce años a raíz de la dislexia. Esa elegancia suya
se le cortaba en las manos, que dejaban a entrever una rudeza hereditaria:
dedos cortos y rojos de yemas esponjosas, manos de mariscadora, peladas por el
amoníaco. Manos de colada recién hecha, o de bochorno, cuando un hombre que le
gustaba decidía avanzar sobre ella. Era de esperar que esas manos lo
enternecieran, y parece que lo hicieron. Sin embargo, lo que más le atrajo de
ella fue su total ignorancia a la hora de ligar, y los pájaros que tenía en la
cabeza. Tanto, que en pocos meses consiguió que empezara a acompañarlo a los
casinos. La suerte quiso que allí el afilador duplicara en cuestión de semanas
la pequeña fortuna que ella había heredado por la venta del cortijo de nuestro
abuelo que había heredo con Sancho. Que empezó a reducirse en cuanto Desi
siguió apostando. Para entonces, la Antonia ya se había quedado preñada.
— ¡Y todo por un convite en
forma de sol hecho con seis rayas!
El reportero parece desorientado, no era eso
lo que anda buscando. Más que conocer los detalles de su genealogía familiar,
quiere que le hable de su relación con el afilador. Eso sí que es útil para la
biografía, pero lo otro…
Jonás se
encoge de hombros, casi como pidiendo disculpas: ¡cómo va a hablarle de eso si
ya no hay relación! ¡Si no soporta ver un plato de fideos sin que le traiga el
recuerdo ingrato de las veces en que comían juntos sin decirse una palabra, en
esa cocina de azulejos mugrientos en la que su padre tiraba sobre la mesa un
plato de comida recalentada! Siempre lo mismo, un plato de fideos baratos, de
los grises, con salsa de tomates pillados en las huertas que hay atrás de las
vías. Bueno, de una huerta excepcional que había detrás de las vías, y que era
de una amiga del afilador…
— Me
mandaba a pedirle los tomates que crecían entre los pedruscos.
Le tomó años deshacerse del sabor a petróleo
que le venía a la boca cada vez que veía tomates o fideos. Luego había que
lavarse e ir a probar suerte en alguna calle. Y aquí Jonás hace un alto:
— Fue
mi primer representante, la verdad… aunque muy bien no lo sé, porque siempre
intentaba ligarse a alguna. Después me tocaba pasar la gorra a mí.
Claro que no volvía a ver el dinero nunca
más, y si lo veía era para ir a dar el cante con el casero, un buen hombre al
que jamás se le hubiera ocurrido discutir con un chaval. “Dice mi padre que el resto se lo da el
viernes”, etc. Su cándida
desfachatez adolescente le servía de
escudo y de muleta cuando se trataba de conseguir fiados.
— Igual
te largaste pronto, ¿no?
— Sí,
pero eso mejor lo dejamos para otra, que es cansino —. Jonás
extiende el brazo para que alguien le pase
una botella: — Dadme zumo, tengo la boca seca...
El de los lóbulos dilatados coge una botella
de zumo y se la pasa a través de Reyes, que ha vuelto de entrar. Está
mosqueada. Fuera del camarín ha oído que lo
de ellos está muy bien pero que no tiene ni pizca de flamenco, que la fusión
con sonidos mestizos hace que no sea ni
chicha ni limoná, y por mucho esfuerzo que pongan tanto en la nueva
estética como en la ética de la insurrección, no es más que una moda
aprovechada por las disqueras, algo que acabará pasando.
Desde la otra punta Goyo se ríe con sorna:
— ¡Que
acabará pasando! Ya verán cómo pasa, esos capullos… ¡Diles que nos lo digan en
la cara, en vez de andar cotilleando por los pasillos! Hoy mismo hablar de
pureza en el cante es lo mismo que
hablar de pureza racial.
— Yo,
desde luego, yo no me pringo con ninguna forma de pureza — coincide Jonás a
desgana.
El reportero ha encontrado una buena veta en
el asunto del cante y ahora quiere hablar de eso. Él no. Incluso se niega a
hablar de cómo había sido su vida después de que dejara la casa de su padre.
Que le pregunte a la Pájara, que se conoce la historia perfectamente. Ella se
revuelve con petulancia, estirando el pico hacia el periodista, comedida,
dispuesta a hablar hasta por los codos, a contar cuanta mentira se le ponga a
tiro. Poco o nada puede saber sobre el momento en que él salió por patas de esa
casa, ya que se conocieron años después. La cara de Jonás es todo un
espectáculo mientras ella cuenta sus faroles.
Se me asoma a la oreja, divertido: "Esta
tía es la hostia, chata". Y sigue escuchando con la lengua en la punta de la
botella, entre trago y trago. No piensa intervenir. No le hablará al periodista
de de los albergues, ni de la comida que mangaba en los chiringuitos. Ni de las
noches en que ha tenido que dormir con una navaja escondida en el abrigo,
negociando algún trapicheo con el de seguridad para poder quedarse en las
escaleras de la Renfe cuando llovía. No tiene la menor intención de contarle a
ese tipo cómo se siente ser un cero a la izquierda, para que después unos niños
pijos succionadores de psicotrópicos compren tu biografía y vayan por ahí
diciendo que eso les ha pasado a ellos. Cantar con el cuello crispado por las
malas posturas, por los sobresaltos de los vagabundos, no era una hazaña digna
de narrarse, sino cosas de un cachorro aturdido dando diente con diente en un
mundo de cimarrones. Asignatura aprobada en el metro cuadrado de un retrete,
algo de lo que no te enorgulleces. Bendito decálogo de los supervivientes
escrito con rotulador en una puerta vaivén.
Le hace una seña al reportero:
— Tú
pon que en cuanto pude me compré una casa dentro de la Pájara, y ya está.
Nos mira a todos sonriendo candorosamente.
Fin de la historia.
LUJÁN
Bonete, bonete (capirote) de
rea sin caperuza, o caperuza con muchos inviernos baqueteados en Madriz y ya
sin bolsillos, ésa soy yo: ay bonete simbólico que llevás en andas a la rea que
lleva en andas a la mula y la mula con bonete es llevada sin herraduras cuesta
arriba con la piedra y su bonete, ay mula que aplaude con sus dos patitas
delanteras la alegría de estar viva, chapotear en el charcal y viajar, ¡qué
rico huele!, se me cae el bonete, caracho… (tengo que ajustarle el elástico y
asegurar los tornillos), pero los gusanos de seda que mi vecina echa
directamente a la calle me tienden sus manitas para que salte sin que se me
caiga (el bonete), y saludan con un cabeceo blanco de invertebrados
perspicaces, como diciendo: ¡qué bien te sienta el bonete!, lo sabés llevar
mejor que ayer, y probablemente mañana lo llevarás todavía con más garbo, ese
bonete sin caperuza, ese bonete (capirote) de rea digna, honorable esa
presencia con bonete, místico ese charco que ya es alfombra mágica… ¡saltá la
piedra que te sirve de escalón!, así está bien, piba, cuchichean los gusanos de
la seda de la blusa recién enjugada de mi vecina, que me odia. Es lo que tiene
esto de vivir en una finca con una sudaca: yo. Por suerte hay una gallega de
Pontevedra que de vez en cuando me invita a tomar el té y comemos bollos, una
vieja como de dibujito que me sirve otro té mientras los finísimos gusanos de
seda de la vecina odiadora suben a la mesa a servirse unas migas, la mula
rebuzna a orillas del color verde de la sombra que forma mi cuerpo, y por
supuesto, me acomodo el bonete para fijar mi honorabilidad. Lo que me inspira
este relato son, por supuesto, las pinturas negras de Goya; me quedé lela al
verlas en el Museo del Prado. El bonete resiste hasta la lluvia, por eso lo uso
de paraguas, la mula sonríe —como buena mula— presumiendo de ama que no te pone
cadenas. La nube es la madre del color verde porque al llover genera el verde
de la tierra, me explica la gallega, y yo le digo qué bien, ¿llueve mucho por
allá?, y ella dice que sí, y que no le haga caso a la vecina pelotuda. ¿Y allí
has dejado a alguien? ¿Tenías un hombre? Su pregunta me hace un crack, pero me
hago la tonta. Prefiero ni pensar en las dos cartas que le mandé a Alejandro y
que nunca respondió. Ya lo perdoné, él tenía otras prioridades: su familia, una
familia grande con diez hermanos y diecinueve sobrinos, una familia hinchable,
una familia ineludible, ¿quién se iría teniendo tanto? Así que le digo que no y
me pongo a contarle cuánto me gusta Manzanares — a la vieja le encanta que le
digan eso—, pero que prefiero Madrid porque es grande y parece que el cielo
tocara la ciudad, le cuento que en Mar del Plata —pampa con mar, por supuesto—
el cielo está muy alto, pero que en Madrid siento como si cada calle y cada
esquina fueran mi casa, que me pongo a leer en la fuente de Orfeo a la vuelta
de la Plaza Mayor porque acá el cielo casi siempre está limpito y pocas veces
llueve, o yo no recuerdo que haya llovido mucho desde que llegué, que me
desparramo bajo las farolas de la Plaza a ver las burbujas con detergente que
hacen los rumanos para que los pibes las rompan al tocarlas… ¡Madriz!, y le
confieso que soy feliz cuando me siento a tomarme una birra en la ciudad vieja,
pensando que acá es donde siempre he querido estar, que nunca jamás había
vivido en una ciudad tan grande, que antes no la entendía pero ahora sí porque
tengo una amiga que me la va mostrando; ¿y cómo se llama tu amiga?, me pregunta
la gallega un poco celosa; Fabi, es Fabi, ¡ah, pues qué bueno que tengas una
amiga de tu edad!, siempre lejos, eso sí, por el barrio de Lavapiés, pa’lante,
pa’lante, sigue pa’lante… ¡Ánimo! ¡Ánimo! ¡Ánima!, que se puede seguir
adelante… Le explico, o trato de explicarle, que si sobrevivo en España es por
Madriz, que si no me moriría, y también por las fiestas medievales que se arman
en el pueblo, donde vendo cuencos tibetanos y toco el charango… que es también
donde conocí a Fabiola, con quien me fui a Venecia hace poco, pero eso no se lo
cuento, ¿a ella qué le importa? Igual, vaya a donde vaya, es casi seguro que
nunca llegue a sacarme el bonete (capirote), porque los inmigrantes somos los
adolescentes del mundo —mirá vos, incluso rima—, esto lo pensé una vez y me
puse a buscar la etimología de la palabra un poco infructuosamente, ad esto, ad aquello, adolescencia, adolecer, doler, que le duele, el que
está en crecimiento —y por tanto le falta—, es decir que es carente, está
incompleto, sufre, se las aguanta, sostiene el peso de los que —se supone—
están completos y contenidos en un continente que no contiene. Europa. En
Venecia, por ejemplo, la llovizna es pegajosa y te levantan una galería de arte
en un localcito de tres por tres, además de que acá no hay capirote que valga,
ni paraguas, cuando llueve te mojás hasta… bueno, quedás empapada de arriba
abajo, y a mí y a Fabi nos tocó lluvia en primavera. Tomamos vino blanco en una trattoría de la piazza
Margherite mientras los japoneses, que nunca faltan, sacaban fotos de la
catedral de San Marco, entonces a mí me dio por retratar recovecos con una pocket, puertas a ras del agua,
picaportes, rejillas incomprensibles en paredes descascaradas, galerías
fantasmales... y estuvimos volviendo a la misma trattoría hasta que casi se nos acaba la plata, pero igual teníamos
que ver la ciudad flotante, caminarla, olerla, fumarla. Si Venecia fuera
hombre, su frágil osamenta no habría resistido el paso de los siglos. Pero es
mujer, y dilata. En una calle cualquiera y bajo la lluvia, la mirada confiable
de Fabrizio —a quien todavía no conocíamos— nos convenció de entrar, o quizá
fuera por su sombrero de fieltro, auténtico, tipo piamontés y su cara de
canalla de ala ancha; no íbamos a perdernos algo como eso y además nos hacía
señas: ¡Avanti!, para que entráramos
a su galería de no más de treinta metros cuadrados cuyo único atractivo
consistía en estar ubicada — ¡oh! — en Venecia. Nosotras ni una palabra de
italiano, las pinturas lamentables, la esperada cincuentena de invitados o
quizá gente que tal como nosotras había entrado para protegerse de la lluvia,
vaya a saber, porque nadie parecía conocerse pero todos se presentaban entre sí
y luego fuimos empujados ¿hacia el centro? del sucucho, sin embargo los
italianos son muy habladores e inmediatamente entablan conversación con una
copa de lo que sea en la mano. Venecia será muy bonita, yo diría que
extraordinaria, pero el precio de una cerveza puede competir con medio barril
de petróleo, así que viendo la simpatía del hombre con sombrero y que además
había vino y canapés gratis, nos quedamos. Algunos descorchaban botellas de
champán. Reían. Boludeaban. Y acá empieza la aventura. Fabrizio nos invita a
dejar los abrigos, indagando de dónde somos, a qué nos dedicamos, qué hacemos
en Italia… dónde nos hospedamos. En Mestre, responde Fabi, que nunca se va con
vueltas. Él abre un book de fotos con
gente desconocida que de haberla conocido hubiéramos preferido no recordar, tan
elegantes que a mí casi me da un ataque de pánico y Fabi tuerce la boca con un rictus
de muñeca diabólica. Entendemos que la galería es suya, los amigos son suyos,
los cuadros son de sus amigos, pero como están en su galería ahora también son
suyos. En definitiva, que todo es suyo. Venecia no, porque no se lo
permitirían. ¿Los artistas? Tres: un gordito ligón de traje azul, una chica con
un corte de pelo a lo Susan Vega, y una anciana medio sorda que pinta caballos.
Olor a pluma quemada. ¡Guarda, le piume!
Y ahí me sale la argentina de arrabal: ¡La concha de la lora!, algo que por supuesto
nadie entiende, pero que tiene gran significancia para mí porque ese
chubasquero me lo compré en Florencia hace poco y me salió un ojo de la cara,
lo había puesto encima de una lámpara de mesa y se me estaba quemando la
capucha. El capirote. ¿Será una señal? El calor de la lámpara había logrado
atravesar la tela impermeable y adiós capucha, así que en cinco minutos la
galería se llena de humo y hay que abrir puertas y ventanas, la ciudad huele a
pescado, a gasoil, a plumas chamuscadas… ¿Cosa
fai dopo la esposizione, ragazze? Nada, de momento, y si tuviéramos planes
Fabrizio decidirá por todos y nosotras nos dejaremos llevar, aunque no sepamos
ni a dónde nos lleva: ¡Andiamo!,
Agarramos los abrigos, el paraguas y salimos todos a la calle, a mangiare a casa de Fabrizio, a la festa. Callejuela sombría
atiborrada de esas pequeñas tiendas donde venden unas enigmáticas máscaras
bipolares llenas de filetes de colores, que por la noche parecen observar al
turista con una expresión inmutable en la que coagula una sonrisa satírica.
Fabrizio va a la punta con el clon de Susan Vega, la vieja pinta caballos, y un
par de maricones que lograron colarse mientras salíamos. Yo voy atrás del todo
charlando con el gordito ligón, que me cuenta de sus viajes por l’América. ¿Argentina? ¿Chile? ¿Brasil?
Sonríe con cierto pudor: no, Nueva York, Boston, Chicago... Ah, yo pensé que l’América era todo, la de arriba y la
de abajo, pero no me entiende. Fabiola: Qué locura vivir aquí, tía… ¿En
Venecia? No, en Venecia… una locura. Fabrizio vive en un piso enano, casi
liliputiense, e igual que en la galería allí hay que arreglárselas en vertical,
y para colmo la compañía eléctrica le ha quitado la luz a toda ¿la cuadra?, o
como se diga en Venecia, que no tiene cuadras porque las calles son espirales
que siempre van a dar a un canal de aguas verdes. Pero la gente se lo toma con
buen humor: ¿para qué se van a preocupar si hay sopa de col y risotto al azafrán a la luz de las
velas?, vino tinto y más tinto hasta que nos rescata Susan Vega, simpatiquísima
ella —que en realidad se llamaba y seguirá llamándose Beatrice—, con un habla
peninsular que parece que marchara a 50.000 hz: ¿Il vino italiano è buono, vero?, mirando a Fabiola intensamente; por supuesto, hace que el espacio se
vuelva esférico, la porta di Roma,
dice con la boca llena de pastel, y no sé por qué lo habrá dicho, ¿más sopa?
No, grazie. Charlan un rato, incluso
coquetean. ¿Nos largamos, tía?, me consulta Fabi. Pero afuera le entra el
desvarío y a mí la histeria criolla. Sabemos cómo llegar al vaporetto que lleva a Mestre cruzando el
Gran Canal, pero con la ciudad inundada no se puede, a menos que lleves unas
botas de goma muy altas o vayas en góndola, y alrededor de la plaza donde vive
Fabrizio no hay manera de encontrar una calle que no esté inundada. Nos entra
una cierta desesperación provisoria. El italiano vive en un segundo y han
puesto música electrónica a toda máquina, así que no nos escuchan cuando
empezamos a tirar piedras contra la ventana cerrada. Fabi profiere dos o tres veces
me cago en diez y yo la concha de la lora, entonces va y aparece Beatrice por
la ventana. Gesto de agua va, pero desde abajo: ¡Il acqua! ¡il acqua! ¡la strada!, Fabrizio se asoma a la ventana
con un plato de pastasciutta y la
mirada echando destellos. Risas: ¡Aspetta!
Baja al portal, se calza el sombrero hasta las cejas, se sube las solapas del
abrigo a lo Humphrey Bogart y nos ofrece un brazo a cada una: ¡Andiamo presto! El tipo se conoce todos
los atajos, los puentes y las callejuelas, mientras yo voy regurgitando
plegarias de vino y buen agüero. Se despide de nosotras calurosamente
pronunciando palabras incomprensibles, me da una nalgada —el caradura— y lo
vemos perderse en la oscuridad. Al otro día veo Fabiola me dejó una nota en la
mesita de luz: Me voy a lo de Fabricio, ya imaginarás por qué. Beatrice, más
que seguro. Me tomo el vaporetto desde
Mestre, y vuelta a Venecia. Al llegar me siento a orillas del Gran Canal al
lado de una farola, de cara a Santa
Madonna della Salute, azul y herrumbre, donde me armo un porro y me lo voy
fumando con tranquilidad con las botas de goma rozando el agua que va y viene
dulcemente; al menos hoy la ciudad no apesta a pescado podrido y a basura, si
no a la atmósfera en la que yo me envuelvo con mi propia marihuana. Lo bueno,
además, es que acá no soy inmigrante si no turista, acá me camuflo, desaparezco
y hasta puedo darme el lujo de que ni siquiera reconozcan mi acento. Ayer
llovía, hoy brilla el sol y Venecia no es para tanto a pesar de sus colosales
palacios, así que me pongo los auriculares, prendo el discman relajada y más
bien estúpida, y arranca Jonás Gálvez, que me acompaña a todas partes con su
cante de guerra. Entonces me levanto y pego la vuelta, feliz feliz feliz, pero
estoy tan atontada que me resbalo y me caigo al agua. No sería gran cosa si al
menos supiera nadar, pero no sé. La típica paradoja de la piba que no aprendió
a nadar porque el mar estaba cerquita y nunca era demasiado tarde para
aprender. Por lo tanto, jamás aprendí. Después de chapotear a lo perro unos
segundos comencé a hundirme con los ojos abiertos, porque si una tiene el
privilegio de morir ahogada en las aguas de la Serenísima, no se va a perder la
oportunidad de echarles un vistazo entre acuático y atolondrado a los palafitos
de madera petrificada que la sostienen. Y los vi, o creí verlos. Miles y miles
pegados el uno al otro, como si la ciudad fuera una súper célula gravitando
sobre un bosque de escarbadientes. Mientras voy bajando, se me ocurre una idea
iluminadora: si Venecia ha logrado mantenerse en pie durante mil quinientos
años sobre unos pilotes de madera, yo podría mantenerme en pie —no en el agua,
por supuesto, y siempre y cuando logre subir—, nadie ni nada van a derribarme
más que yo misma, que soy como esos críos que se pegan un tortazo cuando
empiezan a caminar, pero se levantan y siguen, y no porque me haga la valiente:
es que no tengo otra opción. Entonces tiro para arriba con todas mis fuerzas, y
ya subiendo, un par de tipos se arrojan al agua y me sacan. Uno habla alemán y está
consternado; el otro, un italiano, intenta darme los primeros auxilios, pero no
es necesario porque empiezo a toser violentamente hasta que se me abre la
tráquea y respiro. Respiro. El italiano sonríe aliviado: ¡Brava!, ¿stai bene? Estoy bien, gracias por salvarme, le
digo en castellano. ¡Ma no! ¡Venezia ti
ha battezzato!, Venecia me ha bautizado; ¡Figo! ¡Argentina! Se ríe, no sé cómo reconoció mi acento, yo
pienso que nadie lo registra: Non
lascerai mai l'Europa, cara;
nunca me iré de Europa, según él. Afortunadamente mi mochila se quedó apoyada en la farola y nadie la
tocó. Saco el celular y llamo a Fabi: Me caí al agua, estoy empapada, ya sé que
es un coñazo, pero… ¿podrías venir? Silencio horrorizado al otro lado, mientras
oigo la voz meteórica de Beatrice, no tan lejos: ¿Va bene? Va bene. ¡Ya voy!, responde Fabiola temblorosa. Lástima
el disco de Jonás. Me cubren con una manta, y espero. Espero. Mi zambullida
accidental en el Canalizzo puede
haber cortado un polvo inolvidable, quién sabe, pero una amiga sabe ser leal. Y
ella lo es. Hoy, sólo por hoy, me salvé como me vengo salvando desde hace diez
años, así que de momento al diablo con los capirotes.
Espero boca arriba un poco deslumbrada por el
sol y a un millón de años de la cerca, sabiendo con dolor que nunca podré
explicarle esto a mi gente de allá. Cómo explicarles las auroras
de Granada, sus carreteras. Las distancias. Los bajo cielos. Las aceleraciones.
Los ritmos. Las noches. Los otoños. Las tiendas. Las vacas de ojos mansos. La
multitud, las aldeas. Los cencerros. La tortilla de patatas con pimientos. Los
Apeninos. La dama de Elche. Las catedrales vacías. Los símbolos grabados en las
piedras. El musgo. La comunicación sin barreras. La húmeda tristeza de Sintra.
Los ferrocarriles. El aire azul, la lluvia. Los zapatos, el olor a ropa limpia.
La calma y la locura del mediodía en Callao. La memoria futura. Los ancianos de
ojos azules, las mejillas coloradas de los nenes, la nieve. Los balcones de
Sevilla y las callejuelas de Tirso de Molina. El cine, el cante, las arias. Los
curasanes. Los bomberos guapos. Los libros en 1000 idiomas. Las rotondas
interminables de París. Los castros asturianos. El ravioli genovés. La
tranquilidad de las 3 am. El Guernica. Las teteras. Las máquinas de tabaco. El
ascensor antiguo de Lisboa. La multiplicidad los viajes, el vino, los puentes
románicos, los meandros, la costa de Niza llegando a la Alta Italia. Las jaras.
Los garitos. Los juguetes. Los abrigos. El mes de octubre. Caminar bajo el sol
por la calle de Alcalá. Los traga fuegos. Los artistas, los floristas, los
músicos a la gorra, los anónimos del viento en las esquinas. Los
contemplativos. Los pintores de cuadros con mostaza en la ochava relente de un
garito. Los barrenderos meteorólogos. El obrero sin andamio. El dios sordo y el
diablo atento. La octogenaria mendigando una moneda en el parque. La cafetería
llena a las ocho y media de la mañana pidiendo un café antes de entrar al
laburo. Las velas negras que parecen blancas y las blancas que parecen negras.
El monólogo interior del borracho de los martes en La Mona Fundida con Faviola. La Divina Comedia del cura que no
bendice, del macarra que se enamora, de la chica que cuelga una veleta en el
balcón. Mi bonete deshaciéndose en el agua de Venecia para siempre. Los
secretos que aprendí leyendo a libro abierto sentada en una fachada de piedra
que seguirá estando ahí hasta que se caiga el mundo.
Quien
percibe el aroma del relato, lo completa.
FABIOLA 1
La Pocha se murió de un día para otro con más
de ochenta años. Incluso mientras se moría, no dejaba de rebotarse contra Dios,
queriendo doblegar a la muerte por la fuerza, como hacía con todo. Pero no hubo
suerte para ella. El suceso afectó mucho a Tristán, a quien le volvieron las
ideas raras. Según él, habían vuelto a extirparle los órganos. Primero le
ingresaron por anemia, y después en la unidad psiquiátrica. Para no dar
disgustos a la familia, al final se ingresaba solo. Mamá y yo íbamos a verlo a
menudo; pero papá no, ya que no hubiera sabido qué decir ni cómo tratarlo. Ella
haciendo un esfuerzo supremo por el duelo de su madre, y yo porque era mi
hermano. Encontrábamos a mi hermano fuera de su habitación ojeando una revista,
en lo que él llamaba “el salón de fumar”, rodeado por tres o cuatro gigantones
que nos miraban desde un pozo abierto por los químicos. Cuando le daban el
alta, se ingresaba mamá —parecía que fueran por turnos—, y quien iba a
visitarla era Tristán, que se volvió muy unido a ella, tal vez por
identificación. “Lo mejor es que me
vaya a vivir solo”, dijo Tristán después de que le dieran el alta en su tercer
o cuarto internamiento, completamente seguro de que sus delirios daban
demasiados problemas en casa. Una conclusión coherente. Así que tras
mucho deliberar, Sancho le rentó un piso por Vallecas. Mi hermano lo escogió a
propósito: un edificio antiguo donde la mayoría de los pisos estaban vacíos.
Los pocos inquilinos tenían trabajos convencionales, lo cual le permitía
pinchar discos en horas diurnas sin que nadie se molestara. Con un gran balcón
a la calle. Una bicoca.
La historia clínica de algunos psiquiatras —a quienes mi hermano llamaba cínicamente
“alienistas”— es un prontuario elástico donde se le pone firma y sello al
destino de alguien que no encaja: está a medio camino entre el delito y la
enfermedad, más del lado de la enfermedad que del delito, algo que
eventualmente se purga en la presunta asepsia de un psiquiátrico. Es el delito
de la percepción que ha sido capturada por un mal sueño. La pesadilla que viaja
a través del túnel desmañado de un ADN cuyo tejido hace aguas por todas partes,
un código infinito de cenizas, huesos e historias olvidadas o silenciadas a
través de los siglos, donde hay agujeros sin suturar. Tristán debería haber
sido cirujano.
Él me pasea con parsimonia a través de su nuevo hogar.
La música está muy alta y casi no escucho su voz señalándome cada rincón
desastroso. No hay mucho para ver: una sala pequeña con una desmesurada
colección de vinilos y su equipo de DJ, la cocina, la habitación con un colchón
en el suelo, el trastero, un baño minúsculo, y ese balcón donde hay espacio
para colocar tumbonas y plantas. La contigüidad entre balcones permite saltar
de uno al otro sin dificultades. Esto le permitió conocer a Kyra, su vecina.
Kyra baila música industrial frenéticamente, como si le
hubieran dado cuerda a una barbie robótica, como
una medusa dentro de una lámpara de lava.
Es fabulosa. Verla es un pequeño espectáculo en el extremo de ese revuelto
salón atiborrado de plantas y vinilos. Lleva un pantalón cargo, botas negras de
combate sobre unas plataformas equinas, un pequeño top fucsia fosforescente, y
el pelo muy rubio sujeto en una larga trenza amarilla.
— Está
ensayando — explica Tristán, bajando gradualmente la música.
Ella se detiene sin aliento. Sonríe sin
brindarme mucha atención hasta que él nos presenta, entonces su actitud cambia
y me abraza. Me apresuro a preguntarle
si es profesional y se encoge un poco de hombros:
— Soy gogó —. Su pronunciación no es de aquí.
Tristán
pincha discos en una discoteca, con Óscar-Moska. Su psiquiatra descubrió que es consumidor ocasional de MDMA. Dice
que en vez de confundirse, cuando está en la discoteca su mente se acomoda.
Obviamente, el médico no le cree. Mi hermano está convencido de que si el
loquero pasara una noche en la discoteca, se convertiría en su paciente.
— El éxtasis hace que te vuelvas propenso al pegoteo, que ames al
enemigo. Una droga apostólica — comenta.
Bebemos té
con limón.
— ¿De dónde eres, Kyra?
— Soy de Ucrania.
Días antes,
Tristán me contó que baila para olvidar, que por eso le pone tanto empeño. No
es que gane mucho dinero en la discoteca, porque además trabaja de estampadora
con un artista de aquí, y los viernes por la noche de camarera
en el Nexus, un pub para gente vip que está por Huertas.
Después de
encender un cigarro, Kyra apoya el brazo escuálido en el sillón y veo que lleva
una escarificación sobre la muñeca: U-235.
No sé que puede significar. Ella lo verifica y me mira de reojo, pero no dice
nada. Tristán nos observa con gesto huidizo, quedándose
tieso en su postura de pensador delante de un voluminoso potus que le asedia el
carrillo izquierdo. De pronto, nos suelta su última aventura en el consultorio
de su nueva terapeuta:
— ¿Tienes algún hobbie?, me preguntó la tía.
Escuchad la raíz de la palabra: hobbie
proviene de job (trabajo), o sea que jobi es un trabajito. Un currillo,
vaya. Odio esa pregunta. Es como: ¿Y con qué rellenas el tiempo, ahora que
estás loco? Le dije que me gusta fumar, ver pelis, pinchar discos... Sonrió y
se lo apuntó: No, me dijo; me refiero a algo que sea productivo. ¡Será cabrona!
Oh, espere: además se me van muchas horas hablando con mi amigo imaginario. La
tipa apuró el boli, porque tener amigo imaginario es un dato importantísimo
para la confección de una historia clínica. ¿Pero no te gustaría tener un jobi? ¡No, madre mía! ¡Para qué, si
convivo con mi amigo imaginario y nos lo pasamos pipa! ¿No te apetecería hacer
un curso, aprender algo nuevo...? No se me había ocurrido... ¿habrá alguno?
¡Claro que sí! Hay cursos de office, jardinería... Son muy terapéuticos. ¿El
office? Ya me lo sé. Pero la jardinería es interesante, me machacaba; estás en
contacto con la naturaleza… Y ahí no me aguanté: mientras vas picando las hojas
podridas con un palo con pincho, interesantísimo, le dije todo sarcástico. O
desmalezar. No, no es desmalezar, Tristán, es podar, un trabajo más sencillo...
¿Más sencillo que arrancar maleza? ¡Jolín! Y además hablas con la gente, con
los niños… Claro, con los viejecillos que dan vueltas por el parque en
trípode... ¡flipante! Lloraba por dentro, os juro. De la risa. No sé por qué
puñetera razón desde hace medio siglo piensan que esos curritos son
terapéuticos. Me fui levantando de la silla, ya sabéis: mi incurabilidad es una
bendición de Minerva. ¡Y otra vez!: Pero a ti qué te gusta hacer, Tristán. Ahí
empezó a subirme la sangre a la cabeza: pues la verdad que me gusta meterme en
casas ruinosas para poder cascármela a gusto sin que nadie me pille, le digo...
Kyra lo
interrumpe con una risita, pero él sigue:
— Había que verle la cara cuando se lo dije, tías:
intento hacer lo mejor por ti, me dijo, ahora, si no quieres… etc. Y despegarme
de las sillas, también me gusta. Así que me levanté. Deberíais haber oído el
ruido metálico contra las baldosas que hizo esa silla: ¡música industrial
espontánea, una gozada! Lo mejor que me pasó al ver a esa mujer fue la silla.
Me largué lo más rápido que pude. En la acera había un árbol precioso con las
hojas acribilladas por quién sabe qué bicho que las llena de unos agujeros por
los que se cuela el sol. Quizá no esté tal mal coger el curso de jardinería,
vaya… Me darán una escalera metálica, supongo. Y si chillan…
Tristán es así:
o habla mucho o no habla absolutamente nada. Horas y días igual, como si
hubiera hecho voto de silencio. No es el caso, hoy.
— Te darán la escalera. Y seiscientos euros por
currar cuatro horas diarias, no te quejes — le dice Kyra con pereza. Se vuelve
hacia mí: — ¿Y tú qué haces? ¿A qué te dedicas?
— De momento canto en un garito y le ayudo a mi
padre en el restaurante.
— Más bien aúlla — se burla Tristán. Yo paso de él:
— Pienso dejar el garito cuando ingrese a filología.
— ¿En la Complutense?
— Sí.
— Eso está bien.
— Lo hace para asegurarse el curro en un instituto y
dar clases a un montón de pirañas. Ya está institucionalizada.
— Qué jodido eres, Tristán… son chavales. Además me
dará recursos para mejorar mi escritura — (Respuesta institucionalizada. Tal
vez tenga razón él)
— Porque escribe, es la más brillante de la familia.
— Discrepo, el más brillante es Jonás.
— Vaya… sí, es cierto. Yo soy el loco, tú la
intelectual y Jonás el genio.
— ¿Quién es Jonás?
— Nuestro primo, tiene cierto éxito en la música— le
explico a Kyra.
— Fabiola le adora —. Mi hermano está celoso.
Siempre ha estado celoso del buen rollo que tengo con Jonás.
— Y tú no estás loco, lo eres, que es otra cosa.
— Bueno, no estoy tan de acuerdo, Fabiola. El dolor
psíquico, por lo que sea... es insoportable. Mucha gente piensa que
puedes hacerles daño o algo así. Nadie está blindado, entonces te apartan de
sus vidas y llegas a sentirte un residuo. Para mí el abandono es peor que la
muerte, porque te agarras de lo que haya con desesperación. Mientras peor te
sientes, más les demandas y por tanto más se alejan. Es como un bucle.
— Sabes que no te pasará
eso conmigo — le dice Kyra, atrayéndolo hacia sí.
Él me guiña un ojo:
— ¡Esta mujer es la hostia!
Ella le planta un beso de tornillo y se
levanta, dice que tiene trabajo. Se despide de mí con otro abrazo. Un encanto
de chica.
— ¿No es maja? — susurra mi hermano, una vez que
Kyra se fue.
— Sí.
— Y entiende que tenga las pastillas guardadas en el
cajón. Esas mierdas te impiden hacerlo… ¿entiendes?, te vuelves insensible como
una planaria.
— Algo había escuchado sobre eso... ¿dejaste de
tomarlas?
— Sí. Mi alienista no lo sabe, por supuesto, y dice
que no debo dejarlas, que no me preocupe, que esto es
como la diabetes, me dice... No he conocido ni a uno solo que no ponga a la
puñetera diabetes como ejemplo, ¿entonces el manicomio qué sería, una diálisis
vacacional? ¡Que le aproveche!
— Tú nunca has estado en el
manicomio, Tristán, eso ya no existe.
— Sólo le cambiaron el
nombre, quédate una semana allí y me cuentas.
No sé qué decirle, nunca pasé más de un par de
horas en el psiquiátrico para visitarlo. Pero me entran ganas de llorar.
— Tranquila, niña, que
bromee o me ponga cabroncete no significa que no te quiera. Tengo las pastillas
en el cajón. Sí, las que me recetó el loquero. Dice que debería ser más
estable, equilibrarme… y las horas pasan con las pastillas en el cajón. A veces
el tiempo es mi peor enemigo, las horas corren, pero yo no pierdo el tiempo con
las palabras; no quiero impresionarte, sólo quería decirte que tengo las
pastillas en el cajón.
— Nadie puede obligarte a
tomarlas.
— Me chutarían si no les
mintiera. Entonces en vez de ser un cabroncete que bromea sería un idiota, un
manso.
— ¿Y qué prefieres? ¿Seguir
sufriendo, delirando…?
— No, seguir eligiendo.
Mira, el tío me manda unas pastillas y me dice: ante cualquier efecto
colateral, llámame, y si le envío un e-mail para decirle que se me está cayendo
el pelo a mechones, no me contesta. Frío. Entonces dejo de confiar. Bueno, la
verdad es que nunca he confiado en un loquero que escribe, firma y pone el
sello… ¡pero si no es nada del otro mundo, soy parte del dos por ciento de la
población mundial! Una originalidad. Ya me cambiarán la etiqueta cuando toque.
Así que el mes pasado, como todos los meses, fui a buscar las pastillas al
loquero y las guardé en el cajón. El tiempo miraba y me acosté a dormir sin
tomarme ninguna. No crean hábito, insiste. Esto es crónico, te dicen. ¿Y si es crónico
para qué vamos a pensar en el hábito? Y la sociedad: ¿es como la diabetes? Y el
rechazo: ¿es como la diabetes? No sabe qué decirme, tía. Tengo esas pastillas
de mierda en el cajón, y no voy a tomármelas, tal vez las revenda, o me haga
camello sin bata blanca. La locura es paja en boca de los alienistas, y cuando todo haya mejorado, si es que mejoro, ¿qué haré con
el tiempo? ¿Qué haré con el tiempo?
Como siempre, me deja sin argumentos. Tal
vez, en su lugar yo haría lo mismo. Ya ha visto cerca de diez loqueros y
ninguno le acertó, ni en el diagnóstico ni en el tratamiento. A los veintidós
años mi hermano ya luce ojeras amarillentas y una calvicie incipiente. Sólo hay
dos situaciones que le hacen feliz: producir música y estar con Kyra.
Al hablar de ella me mira con una especie de
manía vaporosa que le va encendiendo poco a poco de una forma extrañamente
impasible. Ama a Kyra con una pasión perpleja, y ella a él, pero sin
perplejidad, ya que carece de ese tipo de flaquezas. Las superó todas de un golpe
el día en que la subieron a un camión y las viejas lloraban acurrucadas en el
fondo creyendo que se venía otra guerra. Después de eso el miedo a cualquier
cosa tendía a disolverse antes de empezar, como un síndrome de China auto
infligido. Y es que a pesar de su esbelta delicadeza, Kyra es una mujer de gran
determinación. Una determinación sigilosa, que unida a su talante de niña
albina que nunca ha roto un plato, llega a dar reparo. Sin embargo la gente no
se fía de ella.
— La
suspicacia se huele en el aire, hermana, ni siquiera hace falta que digan
nada... La rusa esto, la rusa aquello. Nadie se fía de la rusa. "Para ser
rusa lo ha tenido fácil", dicen los rastreros. Una aprovechada, la rusa….
¡Claro! Sobre todo porque es rusa. Pero es la única mujer que conocí compatible
con el litio.
Al principio solían coincidir cada cual en su
respectivo balcón, sea para tender la ropa, sea para fumar. Kyra le saludaba
por cortesía; Tristán le respondía con un gesto de perilla. Hasta que un día,
mientras ella dormitaba tranquilamente bajo el sol, le dio por saltar el
balcón. Una de esas iniciativas tan de él, que dejaban a la gente de piedra.
Cuando Kyra abrió los ojos, lo primero
que vio no fueron las siluetas inanimadas de los geranios de siempre brotando
de sus tiestos —que era lo último que había visto antes de estirarse en la
tumbona, y se supone que debía ser lo primero que viera al abrirlos—, sino la
vívida osamenta de un muchacho con aspecto de cigüeña encaramada a un
campanario, que sentado en la tumbona de al lado con las piernas cruzadas y un
libro abierto en el regazo, la miraba sonriendo beatíficamente: “Para que te
asustes, le advirtió Tristán; “te he estado observando durante veinte
minutos”.
Me cuenta que la pobre se llevó tal susto que estuvo a
punto de caerse de la tumbona. Que iba a echarle, y que incluso le chilló; pero
que al final se retrajo. Lo bueno de esos encuentros fortuitos es que te
distraen del aburrimiento, y son un motivo para creer que no todo en la vida
tiene que pasar por un psiquiátrico. Mi hermano espoleó su curiosidad, y
excluyendo el susto del principio, se ve que ella no debió pensar que pudiera
hacerle daño. Lo que le molestaba era su desparpajo. Sin embargo, también le
atraía por eso. No hay que olvidar que una mujer con agallas jamás se
resiste a un hombre que va por los balcones buscando confianza.
— Y
además tendrías que cuidarte de mí, le dije, todo chulo; debería tener el
aspecto natural de un hombre feliz, pero habitualmente sólo hago el payaso. “¿Y cómo es el aspecto de un hombre
feliz?”, me preguntó ella. Eso me
dejó helado, tía. Tuve que reconocer que no lo sé, que nunca he visto uno.
Si nos atenemos a los hechos,
Kyra no tenía ninguna razón para echarlo (recordemos que estaba aburrida y que
no había nada más para hacer), ni tampoco para no echarlo (se había metido por
su balcón sin pedir permiso y ése era suficiente motivo como para deshacerse de
él en toda regla). Así que se decantó por lo primero. Hasta le permitió entrar
en su casa y preparar un té helado que luego bebieron, mientras Tristán
elogiaba sus geranios y le contaba algunos secretillos para evitar la plaga de
la mariposa.
La gente suele mentir cuando empieza a
conocerse, pero él empezó diciéndole la verdad. Era una fijación: no creía que
pudiera seguir hablando con la chica si no le confesaba el rollo de la
enfermedad mental: su disidencia. Además, la cota de angustia era tan grande
que de no haberlo hecho, la chica habría dejado de importarle.
Le explicó que se había vuelto loco para
comprender la locura —y a los locos— en sus propios términos. El resultado de
eso fue que tuvo que descender al mundo inferior, lo cual no está tan mal, si
se lo sabe llevar. Al ver que iba de alucinación en alucinación cruzando el mar
y hablando con los cuatro elementos, acabó por darse cuenta de que lo que
estaba viviendo tenía que ver con algo mucho más profundo que la locura misma,
sólo que en vez de buscar otro tipo de consejo, se hizo aplicar la etiqueta
para mantener contacto con gente que se hundía en el viaje. Le resultaba útil
estar ingresado de vez en cuando y abrirse a ellos, estar con ellos, e incluso
sufrirlos. El mundo psicótico es duro, y había desafiado a los médicos tantas
veces, se había hecho daño tantas veces, y había abandonado el tratamiento tantas
veces, que no tenía el coraje de pedir perdón a nadie. Por eso vivía solo,
porque solo estaba bien.
Sin embargo, el amor era otra cosa. Había un
abismo entre lo que él consideraba el buen amor y la realidad. Por lo visto
Kyra le escuchó sin mover ni un músculo y le dijo: “Ah, o sea que estás loco.
Yo sólo estoy triste”.
Quizá haya valorado la posibilidad de que
Tristán pretendiera impresionarla con sus extrañezas, aunque es más que
probable que se lo tomara como lo que era: la presentación honesta de un chaval
con un problema. Su análisis de la realidad estaba lejos de ser intelectual. Se
basaba, más bien, en las evidencias. Y según las evidencias, Tristán era un
chaval con un problema a quien su padre le alquilaba un piso para mantenerlo
lejos. Aunque, por alguna razón que nada tenía que ver con las evidencias,
Tristán era también un chaval que le gustaba. Que anduviera perdiendo los órganos, según decía él, la llenó de
curiosidad. Eso sí: el órgano eyector nunca lo perdió.
Cuando vivía en Ucrania, le contó, tenía la
costumbre de asomarse a la ventana para ver a la gente del circo de Moscú, que
todos los años montaba la tienda justo frente a su casa. Por la mañana, muy
temprano, docenas de niños se arrojaban sobre los botes de basura y los
tumbaban en la nieve, vigilados por una anciana calva en cuya boca risueña
brillaba, como una aparición en un agujero ártico, un sólo diente amarillo. Si
pillaban algo interesante, lo restregaban en la nieve y se dejaban caer al
borde de la acera, para comer. A veces encontraban algún juguete chungo, lo
metían en bolsas de plástico y se lo llevaban. Otras echaban a correr en
dirección a las tiendas de los artistas y perseguían a los domadores, pegando
saltitos alrededor de los elefantes, que se movían con fatiga sobre la nieve
empapada en gasolina. Su padre, que estaba en el paro desde hacía mucho tiempo,
también se asomaba a espiar. No había mucho más para hacer en la ciudad, además
de emborracharse hasta la cejas y envidiar el destino de los que podían
emigrar.
Después pasó lo de Chernóbyl. Su abuela
materna, que vivía en Kiev, les hizo un sitio en su casa y allí escucharon las
primeras noticias en un televisor blanco y negro del ’69, enorme, comprado por
su abuelo en Europa occidental: había explotado el reactor. Dada la magnitud
del desastre y la cercanía de Prípiat con la central nuclear, se quedaron en su
casa. Y ellos sabían que estar con la abuela no iba a ser fácil. La mujer vivía
sola desde hacía mucho tiempo y no creía necesario el uso de agua para otra
cosa que no fuera cocinar y preparar infusiones con hierbas raras, con lo cual
las riñas para asearse eran constantes. A pesar de la catástrofe, su padre no
alteró su rutina de ponerse frente a la ventana a esperar la llegada del circo.
Algo que nunca sucedió.
Todos los días, antes de ir al instituto,
Kyra acompañaba a su abuela al centro de Kiev a echar unas horas como mujer-anuncio. La vieja daba vueltas
alrededor de una plaza con un cartel sobre los hombros, anunciando el nombre de
abogados, gestores, dentistas, cafeterías... Le pagaban por la cantidad de
folletos que presentaban los posibles clientes. Si había. Y si no, le pagaban
unos mínimos por llevar el cartel. La mar de las veces la gente aceptaba el
folleto con desgana, y lo tiraba sin haberlo mirado. Los más escrupulosos se lo
metían al bolsillo, y cuando pensaban que nadie les vería, lo arrojaban a la
papelera. Kyra los recogía del suelo y se los daba a los que venían detrás.
Prácticamente les obligaba a cogerlos, bajo la mirada filosa de la abuela, que
aguardaba al otro lado de la plaza sosteniendo un cartel con una leyenda: Abogado:
primera consulta gratis.
Los barrenderos siempre
hicieron la vista gorda.
Luego volvían juntas a casa y ella
conseguía que la vieja le pasara sus recetas de hierbas medicinales y pomadas
para todo tipo de dolencias. Interesantes conocimientos que agendó y metió en
una de sus maletas antes de salir de Ucrania.
— Me tuvo confundido un buen
rato, ¿sabes? —. Tristán hace una mueca de ésas que intentan ser una sonrisa y
se quedan a medias entre el amago y la vergüenza —. Y al final caí en que si yo
no le hubiera dado tanta confianza, nunca me hubiera contado todas esas cosas…
Y yo sé que ella llora sin que la vean, pero nunca lo reconocerá. Ese número
que lleva en el brazo… ¿se lo viste?
— ¡Sí! ¿Qué es?
— Significa Uranio 235… esa
cosa que había en el reactor nuclear que explotó. ¿Tú sabes lo que fue de Yuri?
Yo tampoco, ella nunca habla de él. Ella jamás podrá tener hijos; yo tendría
cuatro o cinco, pero tampoco puedo por esto que me pasa. No queremos dañar
chavales, ¿entiende? No sería justo para nadie… Así que nos aceptamos tal como
somos. Cuando empiezas a oír a un loco siempre acaba teniendo alguna lógica,
especialmente si estás en su territorio, o más allá de él, como Kyra. En cada
salto que pega cuando baila, vuelve a sentir esperanza. ¿Ves que no estoy tan
loco, hermana? Todo lo que dicen de mí los alienistas es falso. Sancho lo intenta,
pero no comprende…, mamá no puede, y tal vez tú… pero Kyra… ¡Kyra! ¿Quién la
habrá inventado? ¿De dónde habrá salido? Para mí ya son preguntas rancias...
Ella me centra y se preserva sin juzgarme —. Y aquí me hace la gran confesión
de su vida: — Siento por ella por una mezcla de repulsa y adoración… y vamos, no es que vaya por ahí quemando almohadas, no
soy un elucubrador de fantasías solitarias, pero tengo práctica, y sé cómo
hacer para que mi polla levite sin tocarme un pelo.
Después de primer encuentro
tomaron por asalto su piso sin otra intención que no fuera la de enrollarse.
Kyra era la única chica que no le trababa como a un loco, y también la única
que le aceptó tal como era sin poner una excusa para largarse o decirle que era
un colgado o un mentiroso. No le daba ninguna vergüenza admitir que prefería
reconocerse en él mismo que desconocerse en un mal polvo. Con ella había sido
bueno, muy bueno. Lo suficiente como para preguntarse qué demonios hacía él, un
tío sin pizca de gracia, en esa cama con una mujer como ella.
Mientras se fumaban un cigarro tumbados uno
junto al otro, Kyra le miró con la emoción que hubiera puesto en una barra de
pan: “Pues nada: follar”.
¿Follar? De ser así, él ni siquiera hubiera
tenido la amabilidad de ducharse. Los canarios se dan la zambullida y siguen
cantando como si tal cosa, y tan felices en cautiverio, que por ella se dejaba
meter en chirona siempre y cuando no le ataran de pies y manos para poder
tocarla, de ser necesario se hubiera duchado tres veces diarias, ofreciéndose
limpio, lubricado, aromatizado, emulsionado y hecho un pincel. Y todo por un
pastelillo como ella para llenarse la boca de plumas. Pero Kyra parecía tener
la mala costumbre de jugar siempre con los mismos niños, y seguro que iba a
darle calabazas. Porque las tías como ésas siempre dan calabazas: piensan,
luego son, y aunque la lógica cartesiana se le diera bien, tendría que admitir
que mejor se les daba a los dos el discurso voraz de un bajo vientre en
creciente, que le hacía sentir como un sasquatch tapado de luces de Navidad, y lo dejaba deshecho y lleno de
inseguridad, y también un poco triste por esa cosa suya de querer follar y nada
más.
— Me hice un ovillo bajo su
axila y le dije: ya que estás ahí, podrías meterme en la cartera y sacarme de
vez en cuando; juro que me quedaré quietecito y que no daré problemas.
Le pidió que le dijera si quería que
volvieran a verse. O por lo menos, que se lo pensara.
— Ella eligió quedarse,
hermano, eso me hace feliz — le dije, acariciándole el cuello. Por fin una
buena.
— Efectivamente. ¿Y sabes qué
es lo mejor de todo?
— Dime.
Tristán me arroja una sonrisa asombrada:
— ¡Que existe!
FABIOLA 2
Bruno era un
mulato de Guinea con los ojos oblicuos como una cobra. Lo intercepté en un garito por los tiempos en que todo
el mundo quería montar una revolución, aunque nadie tuviera ni idea de cómo o
hacia dónde hacerla: años 90. Yo estaba aburrida; él estaba ahí porque no podía
dormir. No
tardó nada en mostrarme, todo orgulloso, el
tatuaje que tenía en la palma de la mano. Luego la apartó rápidamente para que
yo no pudiera quedarme con la imagen. Me dijo que hay una ley que está escrita
en las pintadas de callejones, pero que sólo los negros saben descifrar. Que él
la llevaba grabada a fuego en la palma, y la bendecía.
Se levantó la camiseta para mostrarme su
escayola. Tres costillas rotas. Al principio no le dio importancia, hasta que
empezó a dolerle y tuvo que ir al hospital. “Yo bajaba por la cuesta y le vi venir, pero no podía pararme… así que
salté”. Bajaba a toda hostia acostado en su skate en posición
bicho bola, cuando al llegar al cruce apareció ese coche. Un cortejo fúnebre
marchando a paso de hombre, con el ataúd, las coronas y toda la parafernalia.
No fue el golpe del coche, sino la caída lo que le había roto las costillas.
Tumbado boca arriba, con el sol en la cara, su estrecho campo visual se llenó
de gente en un momento: "¡Traed oxígeno!". Y él sin sentir su cuerpo,
sin poder moverse, ni respirar. Pensó que iba a morirse, pero al cabo de unos
minutos se sintió bien y se levantó. Agarró el skate, lo examinó para
ver si se había estropeado, sonrió al comprobar que no, y salió caminando
tranquilamente.
Bruno me contó sobre Rebeca, su hermana
mayor. Desde luego, era la chica más guapa del país. Cuando eran pequeños sus
padres les dejaron en casa de sus abuelos. El viejo tenía una tienda de
instrumentos musicales y su abuela nunca le hablaba de sus padres, decía que
aún no era tiempo, que todavía era demasiado joven, que viviera bien. El asunto
estaba cubierto de misterio. Pero la vieja lo adoraba: “Ay mi niño qué guapo es
mi niño qué pelo qué ojos tiene mi niño qué piel qué bueno es mi niño ten
cuidado mi niño ten fe mi niño abrígate bien mi niño haz esto haz aquello pero
hazlo bien mi niño, ten fe en Legbá”.
No obstante, la persona más importante de su
vida seguía siendo Rebeca. Si hubiera tenido que elegir entre ella y sus
abuelos, no se lo hubiera pensado dos veces: la hubiese elegido a ella. La
chica era cantante de hip-hop y viajaba por todo el mundo, algún día iba
a mostrarme sus discos. Rebeca era la chica más guapa de Guinea. Rebeca tenía
unas tetas enormes, ¿cuánto tenía yo? Y estaba bien jamona. Cuando se acostaba
a dormir, se sostenía las tetas con las manos para que no se le cayeran hacia
arriba, de tan grandes que eran. Rebeca iba con él a todas partes, creía en
Legbá y era virgen como él. Se erizaba toda convocando a los chicos con
infusiones heladas de hierbabuena, pero no se acostaba con ninguno, pues de
pequeños se habían hecho la promesa de no abandonarse jamás. A Rebeca le
encantaban los aviones, sus destinos imprevistos. Su primera costa le dejó un
recuerdo imborrable: espigones iluminados, docenas de radiales sobre una lengua
oscura e inmensa, al alba, sobre el mar.
Sin embargo, Rebeca no había tenido la
visión, y él sí.
Bruno tuvo
la visión después del accidente de coche. Se la había dado Legbá, el dios vudú de las diez mil lenguas, el que
abre y cierra puertas para pasar al otro lado del río. Un día se acostó y no pudo
dormirse, entonces se abrió una gran puerta blanca en medio de un póster de Bob
Marley que había en la pared, y apareció un hombre alto con una melena como una
burbuja, que lo tomó de la mano y lo introdujo en el paraíso. Allí Bruno vio un
precioso jardín lleno de cipreses, flores de especies desconocidas, agua clara
y mil cosas más, que por supuesto, no valía la pena contarle a alguien que
nunca ha tenido una visión. Después
de llevarlo a pasear por el paraíso, el hombre le hizo la escarificación que
tenía en la palma y le dijo: “Ya que has elegido andar con una sola mano y por
tu cuenta, yo te doy esto para que nunca olvides de dónde saliste”.
Me preguntó si entendía, y yo ni idea.
"La gente no sabe lo que es vudú",
dijo. Cuando el blanco cruzó el mar con sus barcos negreros y convirtió al
negro en esclavo, éste llevó el vudú a las tierras del blanco y lo subvirtió,
dando a conocer la parte oscura del rito. Y puesto que el blanco trató al negro
como si fuera un animal o una cosa, las brujas vudú convocaron a los espíritus malignos valiéndose de objetos y
cosas del blanco, para hacerle pagar su injusticia. En África, donde el negro
es libre, la religión es buena. Allí vudú
significa que tienes que mantenerte cerca de los espíritus bienhechores. Si te
alejas de ellos, Legbá también se alejará de ti. Por eso prefería estar cerca
de Legbá, que lo elevaba como una bengala desde el fondo de ese montón de
mierda.
Sólo que últimamente Bruno andaba preocupado.
Y no era porque no pudiera dormirse, ni por sus tres costillas rotas, ni
siquiera por la visión. Era por los sueños. Habían empezado después del
accidente y llevaba sesenta y seis sueños idénticos. Desde entonces le costaba
mucho pegar el ojo, así que optaba por salir a dar unas vueltas, o se metía en
un garito y se dormía tumbado en un sillón.
Bruno soñaba que Rebeca se moría. Que llegaba
a casa de sus abuelos y encontraba a su familia hecha un mar de lágrimas. Le
hacían pasar a una habitación, y ahí estaba ella, en la caja, vestida como la
última vez, con su faldita corta y sus botas militares y su gorro con la
bandera de Guinea vuelta del revés. Cubierta por un cristal, pálida y bella.
Inmóvil. Su abuela se había cuidado de cruzarle las manos sobre los pechos
—para que no se le cayeran hacia arriba—, y Rebeca no sintiera vergüenza al
verse desde el cielo. Había en el cuarto una luz rara, como si estuviera lleno
de candelas, pero no vio ninguna, y se percató de que en realidad la luz surgía
de las paredes. Entonces Bruno rompía a llorar y daba un golpe de puño sobre el
cristal, que estallaba en pedazos. Alzaba la cabeza hacia el techo, pero no
había techo, y todo lo que veía eran unos postes altísimos, rematados por
esferas cubiertas de fieltro alrededor de la caja, como en un sacrificio
ritual.
Bruno terminó su relato hablando a
hurtadillas, con la inquietante incertidumbre de quien despierta en el fondo
del mar, ahogado ya, pero vivo, pivoteando entre la condición humana y la
anfibiedad. En cierta forma me trajo de vuelta a Yâzid, pero mucho más triste,
como un niño perdido que cree que nunca ha salido de casa. Me derrotó con su inocencia terminal.
Esa misma noche le hice prometer que si me
permitía compartir piso con él iba a cuidarlo como a un hermano pequeño. Y quiso.
LUJÁN 1
Para llegar a la línea caliente tuve que
conocer a Encarna, una veterana recién divorciada con la que trabajé una
temporada repartiendo folletos presuntamente instructivos para los porteros de
Madrid, un proyecto del Ayuntamiento que al poco tiempo se pinchó, pero que era
divertido, porque además de enseñarles a reciclar la basura según el color del
contenedor — papel, plástico, vidrio, residuos orgánicos—, les entregábamos
como obsequio un contenedor de juguete con ruedas que les hacía mucha gracia:
incluso uno llegó a pedirme tímidamente si podía darle otro para su nieto, y se
lo di. Llevábamos un chubasquero amarillo y un carrito repartidor, y como nos
daban un vale para las comidas, nos metíamos en los restoranes más baratos con
plato del día y vino peleón, y ahí empezaban las anécdotas de Encarna, que por
ser bajita y rechoncha se nos perdía de vista muy seguido por la calle: Si veis
un punto amarillo en la acera de enfrente, ésa soy yo. ¡Encarna!, nunca más la
volví a ver. Ella me habló de la línea caliente por primera vez, de la línea caliente, de la erótica por
teléfono, pero lo hizo con tanta discreción, que me pareció la salida más
viable para zafar de la hostelería, y del mal momento que me hubiera llevado
revoleando una bandeja con varias birras por la cabeza de un cliente, un
talento con el que no nací. Pero sí que nací para hablar, con lo cual me anoté
los números de las empresas que Encarna me había dado, y llamé. Ya venía
intuyendo algo y no estaba segura de que pudiera hacerlo, sin embargo me fie de
cierta perversidad natural oculta bajo la máscara de la buena chica: no se
trataba sólo de hablar, si no de escuchar las fantasías más retorcidas que se
le puedan pasar por la cabeza a un tipo, cosas que nunca le diría ni su mujer
ni a su hombre. En un plano muy superficial, para eso están las líneas
calientes. Por ejemplo, la noche de estreno se me puso a la espalda una sabuesa
llena de granos para ver si yo era una idiota o tenía destreza para el teléfono
porno. Primera llamada: un chico me cuenta titubeante su última aventura gay
masoquista con tanto realismo que me lo creo. Fue mi prueba de fuego, porque a
los quince minutos de conversación la sabuesa ya se había ido. Mi gancho era la
voz ronca, insinuante, con ese puntito de atorrantismo de arrabal que a ellos
les encantaba. Cuando le conté a Encarna el episodio del chico gay, le dio un
ataque de risa. Todos mienten, me dijo; si le hubieras preguntado en qué peli
porno vio esa chorrada, te hubiera colgado, ¡seguro que ni salió del armario!
Según ella no hay ni un solo hombre que no haya llamado a una línea caliente
que lo reconozca, y todos han llamado alguna vez aunque sea por curiosidad,
hasta nuestros padres: ellos lo negarán siempre y tú harás como que les crees,
pero sabrás que mienten, porque admitir que llaman a una 906 deja al
descubierto que tienen una carencia, y en el país de la felicidad, ningún tío
aceptará que la tiene, entonces tú tira pa’lante que es buen curro y puedes
decir lo que te salga. Mentira. Al principio tuve que ganarme el derecho
lenguaraz de estar ahí con sueldo en blanco, seguridad social, derecho a paro,
aportes jubilatorios, vacaciones pagas y si no te gusta te vas “a la puta
calle”, que es lo mismo que le decían a todo aquel empleado o empleada sin
cualificación que se atreviera a cuestionar sus demandas, trabajaras en un call center, un restaurante, una casa de
familia, un geriátrico o barriendo portales, si te enarbolabas exigiendo tus
derechos, la frase siempre era la misma: “si
no te gusta, te vas a la puta calle”. Básicamente, mi trabajo era el de
una actriz mal pagada, pero mejor pagada que una camarera, y para adquirir
cierto manejo sin salir corriendo al primer día, fue necesario que descubriera
mi habilidad innata para desdoblarme temporalmente, sin que me mandaran “a la
puta calle”. Con el tiempo le tomé la mano y decidí que mi secreto en la línea caliente no pasaba por complacer
la imaginación del cliente contándole la “ropita” interior que llevaba puesta o
depuesta, con ruido de fondo y timbrazos de teléfonos, en un cubículo lleno de
papas fritas y chocolatinas —lo del esmalte de uñas es un mito
cinematográfico—, pero la sílaba des
ya les provocaba una contracción espinal, nu
los llevaba al colapso fugaz, y da
los ponía en estado de catatonia eyaculatoria. Listo el polla, siguiente
llamada. ¿Estás casado o soltero? Estoy empalmado. De acuerdo, cielo, mi tanga
es roja; listo, que pase el siguiente. Esos tipos no servían porque se iban muy
rápido, y la empresa línea caliente, gran villana de todas las líneas de
servicios, empezaba a pagarnos a partir de los tres minutos. ¡Minga! A los
cachondos los dejaba jadeando al otro lado del auricular apoyado en el
escritorio mientras prendía un cigarrillo e iba a sacar un sandwich de la
máquina. Ni se enteraban. No, lo mío pasaba por engancharlos al teléfono sin
hablar ni una palabra de sexo, aunque solía darse el caso de algún llamante con
quien conseguía que la conversación evolucionara hacia un erotismo más o menos
potente: ¿Cómo es mi cuerpo?, pues común, como el de cualquier otra mujer de
unos treinta y cinco años, medianamente delgada, con celulitis, un poco de
barriguita y casi todas las marcas que deja el paso del tiempo cuando se ha
vivido intensamente, por lo tanto no tengo que rendirle cuentas a nadie; ahora
te toca a vos: ¿cómo sos? Podría haberme colgado, pero no lo hizo. Ese hombre,
que había llamado con la idea de encontrarse con una Barbie imaginaria o una
conejita complaciente con una borla en el culo, se encontró con una argentina
que hablaba un castellano defectuoso, pero que tenía algo que decir, soñar y
desear, con lo cual se quedó hablando, soñando y deseando conmigo toda la
noche. Por lo que sé, nunca vi entre nosotras a Nastassia Kinsky sacándose el
suéter fucsia como en París-Texas. Nosotras éramos mujeres buscándonos la vida
sin dejar de pasar un buen rato entre noche y noche, con llamantes que repetían
durante semanas. Nunca nos faltó, eso sí, alguna despistada que se equivocaba
de línea y pedía que le adivinaran el futuro, que le dijeran que el chico que
la había dejado hacía cinco años aún pensaba en ella, y que incluso se le
escapaba su nombre cuando cogía con otra. Así descubrí cuál iba a ser mi
próximo trabajo para aliviar la alienación: echar las cartas (¡pobre de mí!).
Por supuesto en la línea caliente casi nunca falta una gitana o medio gitana
quien a cambio de una birra al salir del trabajo, te pone una baraja de Tarot
sobre la mesa, y antes de desplegar sus conocimientos arcanos con una mirada
rara, levanta el dedo amarillento marcado por una colilla, y te dice que a la
magia hay que tomársela en serio. Ellas, porque saben. Pero yo aprendí en los
libros, o sea que no sé nada. Mientras tanto continué trabajando en la línea
pajera, preparándome para mi próximo trabajo marginal. Si digo marginal es
porque nadie se toma en serio el currículum de una operadora que no puede
declarar el nombre real de la empresa donde trabajó, y si lo hace —esos
engendros también se dedican a la venta de “otros productos”—, seguro que
ninguna empresa que no sea del rubro la contratará. Me tomé mi trabajo como un
medio de subsistencia y punto, pero cuando me preguntaban dónde trabajaba nunca
decía la verdad, lo cual desembocó en una situación alienante: no sólo me veía
obligada a mentir por teléfono para que no me despidieran, sino que esa misma
situación me forzaba a seguir mintiendo en la vida real para que no me
rechazaran; era como si me hubiera enredado en un cable y pretendiera
desenredarme tironeando. Ahora, viéndolo en retrospectiva y aunque pueda
provocar asombro, sé que mi elección de aquellos primeros años fue la correcta.
Nunca me interesó ni me interesará la forma de vida burguesa. Yo quería
estudiar a fondo la soledad humana, lo que se esconde bajo el rostro
aparentemente relajado de lo que llaman sociedad occidental, ¿primer mundo?,
quería hundirme en la verdad hasta el meollo, usar la línea caliente como un experimento personal y social
antropoerótico dentro de la maquinaria capitalista del tele marketing que, entre otros productos, vende sexo por teléfono:
la línea caliente es la madre de la webcam
y la abuela del sexting. Y cuando
sospeché soledad, no me equivoqué. Y cuando sospeché miseria, no me equivoqué.
Y cuando empecé a quedar con alguno que otro sabiendo que la fantasía no se
mezcla con la vida real, tampoco me equivoqué: no estoy hecha para irme
pudriendo de a poquito con una gratificación económica a cambio de sexo, pero
ellos insistían como si fuera una norma. Ofrecer dinero, una cena cara, un
viajecito, ropa guapa, tiempo y diversión siempre es más fácil que entregarse
uno. ¿Libre? Sí, mucho. Espía también. Prostituta no: no me gusta dejarles el
poder. Alguien me llamó una noche y no quiso decirme su nombre, sólo quería que
lo acompañaran al otro lado del teléfono mientras se dormía, y así durante
horas, hasta que a los treinta minutos se cortaba la llamada y él volvía a
marcar: ¿estás ahí cielo?, es bueno saber que hay alguien al otro lado… Está
bueno saber que hay alguien ahí,
hasta que le dio por llamar la noche de Año Nuevo —sí, esa noche pagaban el
doble—, y lo volví a atender. Me contó que su verdadero nombre era Fernando, de
Jaén, y que le alcanzaba con asomarse a la ventana para ver la sierra de
Mágina, su sierra, Mágina, Mágina,
imagina Mágina, sonaba poético porque al decirlo la voz se le llenaba de una
emoción lejana, como si la estuviera viendo; reconoció que si llamaba de vez en
cuando era porque la noche es el único momento del día en el que un hombre se
encuentra a solas consigo mismo, y eso aterra. Cuando fui a mi médica y le
conté tartamudeando, pero sin dar detalles, lo rara que me sentía, la tipa
movió la cabeza de arriba abajo y escribió el diagnóstico: depresión reactiva.
Antidepresivos. Te paso un buen llamante, Luján, me advirtió la supervisora,
una pelirroja de pantalones rayados y botas militares, ruda ella, que presumía
muy oronda de ser una dominatriz, y debía irle muy bien en el oficio porque ya
a los veinte siete se había comprado un chalet en Alcalá. Ahora va y me tirá un hardcore, pensé; pero no, posta que era
un buen llamante: presunto novelista, tipo culto y misterioso, andaba buscando
una mujer “diferente” para hablar sobre literatura, música, cine y poner el
mundo patas arriba, incluidos los atolones de Malasia, los independentistas
catalanes y los Ultras del Madrid, todos temas muy afines. El tipo no entendía
qué hacía una mujer como yo —inteligente—, subrayó, trabajando en una línea caliente. Le respondí con gomera:
¿de dónde sacás que una mujer que trabaja en una línea caliente no puede ser inteligente? Otro piedrazo:
¿y por qué llama un hombre inteligente a una línea caliente? Por aburrimiento,
me dijo. Bueno, yo también, yo también… trabajo acá porque en otra cosa me
aburriría y porque además pagan mejor. Yo creo que el tipo estaba llamando para
recabar información sobre lo que hay detrás de las líneas, tal vez un estudio
de comportamiento para alguna sub trama, o simplemente por pura curiosidad.
Capaz que habíamos llegado al teléfono con similares intenciones, eso sí, que
con clara desventaja para mí. Después de haber hablado toda la noche, no pude
resistirme y se lo dije. Me colgó. Montse se dio cuenta y se tentó de la risa.
Me había sacado la ficha. Ella sí que era inteligente, una piba alta,
flaquísima, que andaba siempre de negro y dominaba tres idiomas. Era un misterio
de piel blanca e hileras de cicatrices en los brazos, nunca hablaba con nadie y
hacía su trabajo sentada en la mesa, gesticulando con el codo apoyado en la
rodilla doblada, borcegos, y pinta de haberse emancipado a los catorce. Tenía
el detalle de regalarle chocolatinas pagadas de su propio bolsillo a una
pequeña andaluza embarazadísima, que trabajó un tiempo en la línea porque la
habían echado de casa y estaba sola en Madrid. A Montse la echaron bajo el
supuesto de que se metía heroína. Para mí no: yo creo que la echaron porque a
Consuelo, la jefa entre las jefas, una obesa autoritaria que en vez de consolar
metía miedo, la morocha nunca le cayó bien. Esas marcas en los brazos no eran
de pinchazos, si no de hoja de afeitar. Por supuesto, la línea caliente es un trabajo extremo. Typer era muy tímido, pero
le gustaba pedir a la carta y con la mayor educación, una voz de mujer para que
le hiciera un masajito de cerebro,
shiatsu neuronal, mientras iba recitando la Canción del Pirata de
Espronceda. Una vez era afinador de pianos, otra arqueólogo, otra fontanero, una noche era
Francisco y la siguiente Gorka, siempre otro, siempre feo —dicho por él—, pero
todas sabíamos que era Typer; un día tenía veinticinco años y estaba en
Santander, otra cuarenta y era vasco, otra treinta y seis y estaba en
Barcelona, otra cincuenta y le apetecía una dómina a quien lamerle los pies con
golpes de fusta en la espalda, y yo siempre le consentí, imaginariamente, el
vestuario a lo Betty Page que lo ponía cachondo. Aprendí a convertir mi trabajo
en una aventura alucinante, y a veces, alucinatoria. Para bajar a una cloaca ni
siquiera hace falta mojarse, alcanza con grabar un anuncio provocativo y
esperar a que te llamen, me las rebuscaba para evitar que me comieran los
puercos usando mi imaginación sin tener que hablar de sexo, porque en el fondo
le tenían pánico al rechazo y lo que buscaban era alguien que los escuchara,
así que el salón imaginario se iluminaba cada vez que yo abría la boca, y hacía
con ellos exactamente lo que me salía del bestiario que ellos mismos iban
diseñando. Poco a poco me fui convirtiendo en la sultana, y terminaban entrando
en mis cuentos noche tras noche con el guion que ellos mismos construían,
fantasías que ni se atrevían a pensar en solitario porque necesitaban el
empujoncito de Scherezade, de ahí que desembucharan las confesiones más
turbulentas, pues el anonimato les garantizaba la intimidad, y les aterraba
estar con una mujer de carne y hueso que podría haberles hecho en cinco o diez
minutos lo que ellos buscaban en una
línea caliente por mucho más dinero. Para ellos, un alivio; para nosotras
un fraude hasta cierto punto fructífero. Todo se puede sobrellevar, excepto los
psicópatas. Se esconden bajo la trama invisible de las voces, se infiltran a través
del cable hasta llegar a tu oído e intentar triturarte el cerebro despacito,
delicadamente, con tanta habilidad que no te habrás dado cuenta hasta que te
hayan tragado, y posiblemente digerido. Puré de operadora. Cuando se encuentran
con alguna que les interesa —me ha pasado— comienza la pulseada fagocitatoria,
que incluso puede ser tentadora, sobre todo si te atrae bucear en lo oscuro
para encontrar alguna perla brillante que al tocarla se transformará en tu
propia sombra, algo que ni siquiera sabías que anidaba en vos antes de que él
apareciera: eso, cuanto menos, es lo que puede conseguir un psicópata. Entrar
en el juego siempre dependía de una, y aunque la empresa pretendiera que no les
cortáramos, el precio de ponerles el límite podía costarte el puesto de
trabajo. Así terminaron mis noches en la línea caliente. Por haberle colgado de
golpe a un psicópata; a mí me hubiera dolido, a él seguro que no. Me quedé seis
meses en el paro, y más antidepresivos. Sin embargo, durante ese tiempo me
dediqué a estudiar los 78 arcanos del Tarot que me había regalado Fabiola,
después de que Tristán me diera alguna clase improvisada. Decidí que si quería
trabajar por lo menos un tiempo en eso, tendría que aprender a echar las cartas
en serio, así que me compré algunos libros y me puse a estudiar. Era fácil. Tan
fácil que cualquiera aprende el significado de los 78, pero muy pocos saben
interpretar lo que hay detrás de la forma en que combinan; el resto es lectura
fría y mucha astucia. Las verdaderas adivinas cobran fortunas y nunca muestran
la última carta. Mi interés por la magia, el Tarot, las mesas de tres patas, el
esoterismo, la metafísica y todas esas cosas raras no sobrevino de repente:
comenzó cuando vivía en Argentina, en España lo convertí en mi medio de trabajo.
Los programas de pitonisas que te leen el horóscopo por televisión, y te ayudan
a decidir si seguís tomando el antidepresivo o lo dejás para siempre, empiezan
como a la diez de la noche. Escucharlas me relajaba, ruido blanco. En ese
tiempo conocí a Yolanda, que no era bruja —bueno, casi— pero tenía un piso
precioso por Príncipe de Vergara, y daba clases de reiki en su coqueto ashram alfombrado de blanco. Ya era hora
de empezar a entrenar, de ir calentando, de adquirir conocimiento, de
infiltrarme entre toda esa gente de clase media alta y demostrar que los
argentinos no somos ningunos charlatanes (porque sabemos muy bien cuándo usar
el chamuyo y cuándo no). Kyra y yo nos anotamos en varios talleres de
herboristería y empezamos a comprar libros y e ir al campo con especialistas, a
recoger plantas: queríamos interiorizarnos en las especies autóctonas, sus
propiedades y todo el conocimiento milenario que hay alrededor. Ella iba a
fabricar cosméticos naturales y yo bálsamos para el dolor. Durante un tiempo anduve
deambulando entre espiritualitos, que es como los bauticé, incluso nos hicimos
amigos y venían a Manzanares para hacer senderismo, beber chocolate espeso y
recoger moras junto al río. Meditatio.
Para limpiar el aura y los chakras conviene comer plantas y hacer un retiro
depurativo, por ejemplo, en Cádiz; y como muchos eran funcionarios, el descenso
a la dimensión de los ministerios lo hacían en cámara lenta. Después de haber
pasado por la línea caliente, no
puede haber nada peor que la línea caliente,
así que mezclarme saludablemente entre dentistas cuarentones y funcionarias
maduras de vida relajada, que me invitaban a sus chalets para que viera cómo se
prepara una parrillada de verduras al wok,
fue motivador. Luego dábamos vueltas
en grupo alrededor de una mesa bailando una danza hopi. Todo parecía tan fácil, tan armónico, todo tan regulado, tan
aparentemente seguro, tan protegido, que tardé mucho tiempo en darme cuenta de
que me había convertido en una boluda. No hay mucha diferencia entre una cosa
comprada en el Corte Inglés —una taza, un collar— y los chirimbolos que compran
los reikianos para abrirse los chakras con espíritu y todo. Productos
espirituales para personas espiritualmente pudientes. Señoras que nunca han
usado una valerina amarilla van cargadas de palabras leídas en el hall de un apart-hotel. Juro haber visto a Yolanda meditando, mientras la
empleada ecuatoriana metía la mano en el retrete para limpiar la sombra de la
señora, cagada recientemente, los restos del ama, los jugos de la chuleta en
forma de brócoli, de caqui, de ahuacate, de cus-cus. La ecuatoriana es amiga
íntima de Dios pero ella no lo sabe, le confié a Fabiola, que se me quedó
mirando confusa. Faltó nada más que le recitara el sermón de la montaña. Dios
es líquido: vive en un envase de Green
Cleaner, con flores en la etiqueta. La valiente mujer se ponía los guantes
y pasaba la escobilla por el retrete, se empapaba en el jugo de su ama, de la
espiritualita feliz, de la iluminada, conociendo su sitio residual. Cuando veía
esas cosas me entraban ganas de llevarle la escobilla a Yolanda y hacer que la
oliera, de hecho la explotación adquiere muchas formas, además del sexo.
Palabras clave de Yolanda: amor, ego, ashram;
su color favorito: el blanco, blanco, impoluto, santo blanco incorpóreo
adquirido en un restaurante vegetariano, y de los otros. Hasta me pareció
haberla visto en sueños vomitando la chuleta en forma de brócoli: la sangre de
animal mojaba el felpudo de una habitación de línea caliente el en Madrás, con
un buda de jade en el pasillo, decían que la sangre había llegado al río, pero
después se supo que no era río, ni sangre, sino sólo un nicho, el nicho de
Yolanda alquilado en Madrás, India; sus aposentos para después de iluminarse.
Fue una experiencia sedante conocer a los espiritualitos después de pasar por
la línea caliente, y antes de empezar
a echar las cartas en otro call-center.
Por supuesto, me quedé con las ganas de ir a la India con ellos, porque estaba
en el paro y no me cerraban los números. A ellos, que volvían iluminados, sí.
De la noche a la mañana les caía una platita adquirida en herencia, una platita
por aquí, otra platita por allá… y abracadabra-pata-de-cabra, mataban a la
muerte y se abrían una cuenta en el Triodos Bank. La primera regla del
espiritualito decidido a abrir la consciencia, es que nunca se mencione la
plata. De pronto la plata se volvió precio simbólico, aportación voluntaria,
inversión consciente, donación intencional. ¡Bendita sea la santidad del
intercambio (también la del tráfico de esclavos! ¡Benditos los traficantes de
todos los puertos, los gobernantes de todos los secarrales del mundo, los
parásitos de todos sus vergeles! Acá, en mi propio sitio residual, busqué a
Dios durante años y años, desesperadamente. Lo busqué en las plantas, sí, pero
aún no estaba lista, tendría que esperar. Qué asco de vida, le dije un día a
Fabiola, sosteniendo la cápsula bicolor por la punta. Divina Sertralina. Cerré
los ojos, y me la tragué.
FABIOLA 1
Todavía sueño con Bruno. Su
imagen en retrospectiva, o lo que ha quedado de ella, aparece corriendo por la
sabana, bajo la silueta intimidatoria de una pantera agazapada en el bucle de
una nube. Fumado, el chaval, y con cara de hueso, de zahorí, o de chivo
expiatorio en la boca de un volcán. Le veo escapando de sus monstruos
imaginarios, de las piras sacrificiales, de las pesadillas incestuosas. De la
orfandad. O
tumbado en un sillón del garito donde yo solía dar algún recital los viernes
por la noche, sonriendo o jugando al billar sin perderme el ojo ni por un
minuto. En otras ocasiones estamos
desayunando en la cocina del piso que compartíamos, coge una galleta y se queda
escuchándome con los ojos llenos de legañas y la polla empalmada bajo los
calzoncillos que le compraba su abuela. Una polla que jamás sería para mí. Mi
boca capta todo su interés sólo por los cuentos que me invento para
entretenerlo. Su polla, jamás.
Al despertar
soy mayor y él ya no está aquí.
Luego de que diluviaran los quebrantos tras
el fallido estrangulamiento de mi madre, Bruno me aceptó en su piso de
alquiler. Acepté pagar la mitad de la renta con el dinero que ganaba trabajando
en el restaurante de Sancho —donde casi todos los martes le servía el plato de
día a Rosendo y le arrancaba alguna canción—, y los fines de semana continué
trabajando en el garito. En fin, el
cálculo infinitesimal de dividir la vida entre un trabajo de mierda y la
vocación. Su abuelo le alquilaba un piso pequeño para que tuviera ahí su
picadero y pudiera hacerse hombre, cosa que no suele suceder de un día para
otro.
Él dormía en el único cuarto que había en el
piso y yo en un catre replegable del pasillo, junto al servicio. Si andaba
cerca, su aliento en plena ebullición, medio dulce, medio ácido y hasta cierto
punto trémulo, lograba ponerme cachonda. Pero la evidencia de su extravagante
pasión por Rebeca me echaba para atrás, así que vivíamos como hermano y
hermana. Fue en esa época que aprendí a dormir cortado: me acostaba a las ocho
de la noche y me despertaba a las tres de la madrugada para escribir, sobre las
siete volvía a dormirme y a las once aparecía por el bar toda dormida y a la
vez más encendida que nunca por el siguiente cuento o capítulo que pensaba
escribir. En cuanto a Bruno, yo me tiraba a sus amigos y a las amigas de sus
amigos. Él nunca se tiró a mis amigas. Ni a mis amigos. Que yo sepa, no se
tiraba a nadie. El único amor de su vida, Rebeca, la divina mulata con ojos de
búho, siempre estaba en otra parte, envuelta en la cría de anaconda que le
había dado Legbá. Sus fotos
colgaban de la pared, y en una de ellas aparecía envuelta en una serpiente. La
serpiente dormía, Rebeca no.
Fue por esa época en que empecé a escribir
con una honestidad devastadora. Escribía con desespero, sin ninguna presión, y
a la vez como si fuera a morirme al minuto siguiente. Luego se lo leía a Bruno.
Él me dijo que
no era tanto lo que escribía como la forma en que lo hacía lo que le gustaba de
mí. El apetito por las palabras me había entrado hacía bastante tiempo, con la crueldad de Artaud dulcificada por el
hachís y el aullido de la generación beat agitando mis nervios, cuando era una lectora voraz de
anticuario empecinada en hallar coincidencias entre los escritores ocultistas
del siglo diecinueve y los grafitis que están debajo de las autopistas.
— ¡El jodido Proust! Si hubiera querido montar
una empresa, todavía la estaría pensando…
Conocí a Ramón
en la tienda del abuelo de Bruno. Era un editor aficionado a los instrumentos
musicales, que se empeñaba en ocultar su homosexualidad porque estaba casado.
Un pelirrojo flacucho, más bien bajo, cuyos ojos no perdían rastro de todo lo poco
que pasaba a su alrededor. Lo controlaba todo como si anduviera por un carril
ya trazado de antemano, igual que una ruta. De todas maneras, no hacía falta
mucho olfato para advertir que el verdadero motivo de sus visitas diarias a la
tienda no era su afición a las guitarras, sino Bruno.
No me extraña.
El muchacho era realmente guapo y su inocencia al respecto lo tenía embobado.
Para ligárselo le pasaba discos de Youssou N’Dour y le regalaba camisetas
caras. Llegó a comprarle la mitad de la tienda. Todo con tal de volver a verle
y mantener con él una agradable charla-señuelo sobre vudú, guitarristas negros
ya muertos, geles cicatrizantes para los tatuajes, patafísica, astrobiología y
las prehistóricas pin-ups de Gaspar Camps.
Bruno se dejó
instruir. Un poco de cultura sumergida. ¿Podría la patafísica, esa ciencia de
las soluciones imaginarias, explicar lo que le había pasado a él frente al
póster de Bob Marley? Si el universo no es tal como lo vemos — porque todo el
mundo sabe que el universo no es tal como lo vemos —, y hay universos
adicionales (sabiendo lo que hay en éste, puede que otros valgan la pena)
entonces Legbá no era ninguna superstición, como creían los ignorantes. Y
tomando en cuenta la topología de los agujeros de gusano y la posibilidad de
que fueran usados para transportar la materia de un lado al otro, no le parecía
tan absurdo que él, una criatura muy poco singular en un universo excepcional,
pudiera descomponerse en millones de partículas subatómicas y vivir una
existencia paralela en la magnitud de los sueños. Era la solución imaginaria
para estar más cerca de Rebeca.
Ramón nunca le llevaba la contraria. Es
asombroso lo que es capaz de consentir un hombre con tal de pillar
un polvo adolescente.
— Dicen que Proust escribía en una habitación forrada
de corcho.
— Pues yo no lo leí, no me como esos novelones;
prefiero el cine.
— Pero escribes.
— Sí.
— ¿Y dónde escribes?
— En la cama comiéndome una tarta.
Acodado junto a
la caja como el sempiterno cotilla que era, Ramón sonrió con gentileza sin
quitarme el ojo de encima.
— Es muy buena — intervino Bruno a bocajarro.
— Ya me lo imagino.
La respuesta de
Ramón fue una cortesía para quedar bien
con el chico. Vamos, para insistir en la jugarreta de poder follárselo,
de ser necesario, mostrando interés por mi supuesto talento. La gente como
él era justo el tipo de espejo desfigurado donde yo me miraba con vergüenza, y
al que por esa misma razón necesitaba conquistar a toda costa. No sé
qué habrá visto en mí, pero creo que le gustaron mis ojos mordaces y mi cuerpo
de matrona bajo un vestido de nylon verde comprado en una tienda de segunda
mano. Sin embargo, no hice el menor esfuerzo por disimular mi hostilidad.
Estaba
acostumbrada a que me tratasen con indiferencia, a ser el bicho raro que la
gente observaba de soslayo, y que acababa por olvidar. Nunca esperé que me
prestara atención.
— Entiendo que te atraiga lo decadente, a mí también me
pasa. Fíjate que mi próximo proyecto editorial es la edición de la obra
completa de Emilio Carrère… ¿sabes quién es?
Le dije que sí.
Entonces continuó hablando de Armando Buscarini. Yo había oído hablar de él
vagamente, pues en alguna ocasión me llegué a una librería de lance buscando
algún cuaderno suyo de poemas, pero tuve que marcharme sin cuaderno y una
anécdota contada por un muy puesto anticuario de bigote sin recortar:
Buscarini, el chiflado que vendía sus poemarios por el precio de una zambullida
desde el viaducto de Segovia. Si no le compraban el libro, él amenazaba con
tirarse. Uno que había muerto dos veces, decían en Madrid.
— Leí una novelita de Carrère… Más hombre que cura, se llamaba.
Él se
sorprendió:
— Bueno, veo que eres rata de anticuario…
— La verdad, sí.
Ramón me sondeó
con ojillos aviesos.
— Pues esa novelita que tú dices vale ahora una pasta…
Me entusiasmé:
— Barrio bajero hasta las trancas, pero bueno. Los del
boca a boca, que ya no existen. Un macarra. Y rojo, claro…
— ¡Qué dices! —arremetió Ramón, con un repentino
desprecio que echaba por los suelos su aparente interés por Carrère —. Fue un
desertor que se vendió a la derecha en sus últimos años, cuando ya rico gracias
a una herencia, y no a su fama naturalmente, invitaba él mismo a sus
contertulios con absenta… — Y más calmado: — Igual tienes razón, eso no le
quita mérito como autor.
Recordé las
ilustraciones y la tibia textura del papel de arena, como le llamaba mi abuela.
Cuando esa novela llegó a mis manos, yo tenía más edad para leer Mujercitas que a Emilio Carrère, pero
formaba parte de ese listado de autores borrosos que se leen con delicia bajo
los efectos de la penicilina y en la cama, generalmente en invierno, que es la
mejor manera de leer. “Los menores”,
como les llamaba mi padre con el nostálgico apasionamiento que surge de
haberles leído con idéntica delicia bajo los efectos de la penicilina y en la
cama, veinte años antes que yo.
— Ese tipo de autores no son los que veis en la
universidad. Allí la literatura se acaba en el 27, ¿no? — terció Ramón
insidiosamente, para averiguar si yo tenía formación.
— Todavía no ingresé en Filología Hispánica, pero
pienso hacerlo.
Bruno nos
miraba sin entender.
— Joder, qué
conversación más chunga... ¿de qué habláis?
Ikañi no les
prestó atención, encendió un cigarro y soltó el humo muy lejos, pensativo.
Luego pareció despertar:
— En fin, Fabiola, ahora el timón lo lleváis vosotros.
Tenéis mucho trabajo por delante, y es duro, lo sé… pero va a tener que ser
así. Las catástrofes históricas, a mi entender, se salvan reflotando los restos
que han quedado enterrados. Tanteando, de ser necesario, en la más chunga
oscuridad… que es como os hemos dejado, en pelota viva, para qué mentir…
cogiendo referentes de otras costas y rebeldías de exportación. Ahora lo que
era tierra de nadie empieza a ser algo…
Ahora el tanque empieza a llenarse, hay chicha, hay queso…
— Queso mierda de zorrillo...
— intervino Bruno, mirando al techo.
No tuve muy claro hasta dónde quería llegar
Ramón, y lo dejé pasar. Después hubo un breve silencio en el que Bruno rapeaba:
— Sunshine turns to rain,
baby… I can take away ya pain... — Sus dedos repiquetearon sobre la campana de una
vieja victrola, insistiendo, sin éxito, en darle a las notas de Tupac: — Away
ya pain if ya trust me close ya eyes... uhhhhhhh... uhhh…I do ya just like…
daddy.
Ramón batió palmas:
— ¡Bravo! ¡Bravo!
Bruno le dio un repaso fiero y cesó el
repiqueteo. No cabía duda de que si Ramón quería obtener alguna cosa del
muchacho tendría que seguir siendo amable conmigo. Se volvió hacia mí un poco
de manera forzada:
— Puedes
traerme algún escrito si te apetece, veré qué puedo hacer.
Y me dejó su
tarjeta: Bifronte Ediciones.
Me aseguré de
pasar por varias librerías para comprobar que la editorial existiera, y
efectivamente, no sólo existía sino que estaba sacando títulos de nuevos poetas
y narradores españoles y extranjeros que yo no conocía. Me compré uno de
Porfirio Barba, que todavía conservo, y un libro de cuentos de Delmore
Schwartz, que lamentablemente he perdido. El diseño editorial era sencillo, pero
atractivo.
Un día le
pregunté al mulato si Ramón le gustaba. Él desató su risa de diablillo:
— ¿Estás de coña? Sólo le sigo la corriente, ¿no ves
que el tío es un chollo? ¡Si se compra toda la tienda!
Y me sugirió
que aprovechara, no perdería nada por llevarle alguno de mis escritos. Además
—añadió con un guiño glotón— el hombre invitaba a cenar en buenos restaurantes
y nunca te aburrías con él.
Cuando le
pregunté si alguna vez le había llevado a casa, Bruno se puso a parlotear
eludiendo la respuesta, pero siguió hablando de Ramón. Según dijo era un tío
muy listo, y un aventurero. Había llegado de Bayona a los catorce con su padre,
un carnicero, y a los veintiocho ya estaba en una guerra de África trabajando
como corresponsal para El País (mentira). Vale, que tíos como ése los hay a
montones, pero ¿cuántas oportunidades tienes de conocer a alguno? Vamos, de que
se te meta por la puerta y te cuente sus obras y que además quiera ser tu
amigo... Pocas, sin embargo él la tenía. Un cerebrito. Uno de esos tíos que se
embarcan en mil negocios diferentes y, aunque fracasen, nunca se hunden. Andaba
en el negocio de las telecomunicaciones, también, algo de… (Bruno no se
acordaba) Pero bueno, al volver de la guerra fundó un periódico que al final
quebró, luego se volvió al África y les sacó fotos a los mbuti de la
selva de Ituri, hombres diminutos como niños de ocho años que cantan como
ángeles. Un blanco hijo de carnicero con alma de negro, eso era Ramón. Que
además escuchaba a Fela Kuti, le gustaba el rap, y —todo hay que decirlo— le
iban los chicos negros tanto como las guitarras, asunto del que él pasaba sin
mojarse. Y por si todavía no me había dado cuenta, también era editor. Lo tenía
servido en bandeja.
— Tienes que mostrarle lo que escribes — me exhortó con
los ojos brillantes como bujías.
No me faltaba
material, pero tuve que elaborarlo. Terminé escribiendo una novela fragmentaria
en tercera persona a fin de encubrir a la verdadera protagonista: yo. Una pieza
literaria desarticulada en clave onírica. Nada demasiado original, es verdad,
pero genuina, libre: su lectura podía llegar a doler, aunque en la página
siguiente pudiera hacerte estallar en carcajadas y en la próxima provocar
perplejidad. La escribí en un libro contable de mi padre, uno que él había
desechado. Luego la pasé a una Talbos que aprendí a usar sola, machacando las
teclas con un ritmo discontinuo en clave morse. Encontré mi vocación cuando
acepté que vomitar en los jardines de los pijos o en el restaurante me hacía
daño —jamás llegué a hacerlo en la casa paterna—, por lo que escribir se
transformó en un acto casi tan subversivo como dejarlo todo en el retrete.
Aunque mucho más saludable. No se lo conté a nadie, salvo a Bruno, de la misma
manera en que nunca llegué a contarle a nadie mi ritual de la epiglotis en los
baños.
Sin embargo
ocurrió algo extraordinario: empecé a dejar que mi cuerpo asimilara los
alimentos, y al menos durante las horas en que golpeteaba las teclas de la
Talbos, o llenaba páginas enteras del libro, conseguía olvidarme de los
espejos. Volcaba mi desprecio hacia los adultos en forma arrebatada, definiendo
lo que creí que sería mi posición ante la vida: ser siempre fiel a mí misma,
aunque el precio de ello fuera dejar de crecer. Confié en que el resto llegaría
por acción del tiempo. O más bien por erosión.
Meses después
le entregué a Ramón el borrador. La llamé Los espejos cazadores, una novela testimonial escrita en primera
persona donde mi madre aparece como Ella, y sólo se deduce su rol
maternal. Ramón me dio las gracias y la metió en su portafolio sin
haberlo abierto.
Pensé: “Nunca
va a leerla”.
Pasó el tiempo.
Un día llegué a
la tienda de visita y reconocí la copia anillada con las tapas de color rojo
sobre la caja registradora. Me tomó por sorpresa la aparición de Ramón viniendo
del baño.
— ¿Habéis
cenado?
Bruno y yo
respondimos que no al unísono.
— Bueno, no se diga más, recoged todo que os invito.
Nos pusimos en
marcha sin hablar mucho; era una noche lluviosa. Al llegar al restaurante
señaló con admiración un friso de azulejos pintados que había bajo el
escaparate —una patética reproducción de Las
Manolas goyescas—, y apartando la silla con gusto, apoyó la espalda contra
la cadera muelle, redonda y azul, de la manola más desvergonzada. Nos sugirió
tomar una parrillada de verduras con merluza en salsa verde, que estaban bien
sabrosas. Luego encendió un cigarro y se arrebujó contra la silla para
observarme con más detalle:
— Leí tu manuscrito — dijo —. Tienes oficio.
Aunque no
hablara con gran entusiasmo, me pareció que inclinaba más la balanza hacia el
halago. Austero, eso sí, que de otra manera no me lo hubiera creído. Abrió la
copia en una página marcada con una cinta papel pegado con celo, y leyó:
— “Uso la escritura como trinchera y señal de
expansión: es mi bandera blanca y mi cañón de guerra, mi marca identitaria. No
me da miedo la famosa hoja en blanco, si no al contrario, me gusta la
experiencia del tachón rabioso con la punta del boli hiriendo el papel hasta
dejarlo hecho un rizo. Y cuando lleguen las máquinas, que llegarán, yo seguiré
rayando cuadernos para dejar mi marca rupestre en sus cuentos inacabados. Y
cuando vuelva a leerse después de mucho tiempo, me diré si fui yo quien hilvanó
palabra por palabra, u otra, y me convertiré en la cándida lectora de una
ausencia”. — Cerró el libro, justamente, y lo acomodó a un costado de la mesa,
sonriendo: — Tu escritura, sea como sea, es publicable.
Llegó el
camarero con la parrillada. Mientras repartía las verduras en los platos,
quitaba las servilletas y servía el vino, tuve la fantasía más rematadamente
ingenua de toda mi vida: vivir de la literatura... ¡Ja! Los comentarios de
Ramón me provocaron escalofríos en la nuca. Supongo que buscaba halagarme, y yo
estaba en la época embrionaria en la que una necesita que la elogien. Su
discreta admiración enardeció mis sueños de revancha contra todos mis enemigos
históricos, reales o imaginarios, esos que me creían una holgazana sin porvenir
o una friki de garito, donde el dueño no me dejaba cantar por mi talento si no
por mi culo redondo, y
de vez en cuando me permitía recitar algún poema sentada sobre lo que yo
pensaba que eran las ruinas del dadá. Cada
vez que me subía al plató, grave y vidriosa como Safo, todo lo que veía esa
escuálida calaña era mi culo en un taburete, y no una escritora en estado
embrionario. Evidentemente, mi mundo interior y el de afuera resultaban
irreconciliables.
Ramón, en
cambio, fue capaz de ver algo más allá de mis ojeras amarillentas y mis uñas
sucias bajo cuatro capas de laca, y era alguien que sin duda entendía muy bien
cuánto me molestaba tener que forzar las apariencias.
Debí haberle mandado a la mierda, pero… ¡las
cosas que yo era capaz de soportar con tal de publicar mi librito!
— Escribir me sirve para olvidarme de… esto — me señalé
el cuerpo con asco.
— No sé a qué te refieres.
— A mi gordura, ¿a qué va a ser?
— ¿Gorda tú? Yo te veo bien.
Encendí un cigarro nerviosamente.
— Y fea. Las gordas necesitamos explotar nuestra
inteligencia, en caso de que se tenga, para hacernos interesantes.
Viendo que
hablar del asunto empezaba a molestarme, se abrió del tema:
— Tranquila, no se quitará nada que tú no quieras.
Amalia, la correctora, es una chica maja, os llevareis bien… te pongo en
contacto con ella apenas te decidas.
Como me viera
indecisa, esbozó una sonrisita comprensiva y siguió comiendo como si nada, con
ruido de platos y tintineo de cubiertos. Algo que a Bruno no se le daba muy
bien: él prefería comer con las manos. Deshacía la carne sin perdernos detalle.
Ramón le miró
de mala manera:
— Muchacho,
coge el tenedor... ¡esto no es un Burguer!
El mulato dejó caer la carne en el plato con expresión
caníbal. Ojos de cobra ya fuera de su
cesta. Dijo que tenía que ir al baño y se levantó.
Le vimos alejarse entre las mesas, bailoteando.
— Es buen chico, sólo que a veces... —Ramón le hincó el
diente a una almendra, con rabia. El resultado fue un crujido y una almendra
intacta dentro del cenicero junto a un montón de colillas: — ¿Y tú, qué? ¿Le
conoces desde hace tiempo?
— ¿A Bruno? No mucho. Pero es listo.
— Tú también. Eres fría. Pareces mayor... ¿cuántos años
tienes?
— Veinte.
— Ya ves. Yo a tu edad era un pardillo.
— Mi padre siempre dice lo mismo.
Ramón se echó
a reír.
— Bien, vayamos al grano... — Revolvió sus ojos ante el
plato de merluza: — Tu libro me ha sorprendido. Lo empecé a leer en el metro y
no me detuve hasta acabarlo, con tu prosa incendias cortinajes en cuestión de
minutos. Vamos, que lo encuentro viable y creo que va a venderse. Además se lee
fácil, lo cual ya es mucho decir en una autora tan joven...
— Bueno, no exageres…
— ¡En qué! ¿Eres autora o no eres autora?
— No lo sé… no es algo que me haya
propuesto, es decir…
— Aún no, aún no, entiendo, porque aún
no publicas, cuando lo hagas otro gallo cantará. Sólo decirte que ni soy un iluso ni estoy ahorcado. Tengo una
editorial, el negocio va bien y la publicación de autores consagrados me ha
servido para hacerme de un cierto capital, sólo que ahora estoy lanzando
autores emergentes. Puedo echarte una mano en eso.
Ya
no me daban escalofríos en la nuca, si no que me sudaban las manos. Pensé que a
los autores nóveles se les rechazaba por lo menos una docena de veces antes de
publicar. No comprendí por qué me lo estaba poniendo tan fácil, pero tampoco se
me ocurrió pedirle explicaciones.
En eso
apareció Bruno. Venía fumado. Ocupó su lugar en la mesa y se quedó viendo a
Ramón intensamente, algo que me confundió.
— ¡Oh!, tu amiga y yo estábamos hablando de trabajo...
La respuesta
del muchacho fue un sonoro eructo que hizo volver a medio restaurante. Yo me
apresuré a llenar su copa con un poco de vino, pero Ramón se la quitó y se la
bebió él como si tal cosa.
Condiciones del
contrato: ciento cincuenta mil pesetas por el proyecto de portada, algo que
corría por mi cuenta. Él iba a ocuparse de gestionar la distribución, las
entrevistas, y si me apetecía una portada en particular, adelante. Me ofreció
el cuarenta por ciento y una tirada de quinientos ejemplares a ocho la unidad
—poca cosa, es verdad—, pero no era mal negocio. Igual podíamos discutir las
condiciones del contrato. Él era un hombre razonable, estaba abierto a todo.
Y ahí lo
entendí: ¡se trataba de una editorial de autoedición!
— No me dijiste que tuviera que pagar…
— Nunca me lo preguntaste.
— ¡Es que yo no tengo pasta!
Ramón respondió
con un gesto humillado:
— Bien, perdona por haber sido tan insistente, pero es
que tuve un pálpito. Pensé que te interesaba dar tu primer salto desde el
restaurante familiar a la publicación de un libro… ¡a los veinte años!, pero
veo que el dinero te echa para atrás —. Se apuntó a la cara: — ¿Tengo pinta de
retirarme al primer asalto? Mi oferta sigue en pie. El problema no es el
dinero, sino que no puedes conciliar tu talento con tu falta de ambición, y yo
hasta ahí no llego. Piénsatelo.
Dio un golpe de puño sobre la mesa y los cubiertos
saltaron. Bruno también saltó. En ello pareció haber despertado.
— Piensa en alguien, Fabiola… — dijo con modorra.
Me volví hacia Ramón:
— Si tanto te gusta el libro, hazte cargo de los
gastos, lo vendes, y me das mi porcentaje.
Él sacudió la
cabeza categóricamente.
— Lo siento, no me arriesgo a tanto.
— Piensa en alguien — insistió Bruno.
— Ya es hora del postre, ¿qué vais a tomar? — preguntó
Ramón, cortante.
— ¡No me dijiste que fuera una editorial de
autoedición! — protesté.
— Mira, hay budín de pan con nata... que lo recomiendo;
y almendrado. ¿Os apetece alguna crema casera?
Viendo que Ramón ya lo había dicho todo, me mordí la
lengua para no decir algo de lo que fuera a arrepentirme. No sé cómo pudo saber
que yo jamás me resignaría al triste destino del restaurante familiar. Así que
tuve un sentimiento nuevo: no estaba dispuesta a tirar la toalla sin haberme
arriesgado.
¡Cincuenta mil
pelas!
Naturalmente,
pensé en mi padre. Era mi prestamista. Los cinco minutos que duraba la
negociación yo quería estar en otra parte, y él también. Él hubiera querido
tener una hija que nunca le pidiera dinero, y yo hubiera querido tener un padre
que no empuñara un bolígrafo con la nerviosidad de quien pone una queja en un
libro de reclamaciones. Lo más razonable habría sido pedir un préstamo al
banco, pero éste iba a pedirme un aval, y el único aval seguía siendo Sancho.
Un tira y afloje entre el orgullo y la necesidad. Ni hablar. Sin embargo,
contaba con algo a mi favor: yo no quería ese dinero para darme un antojo, si
no para publicar un libro. Claro que después él lo querría leer, y eso me
aterrorizaba. Quizá a sus treinta años ese libro disruptivo le habría gustado,
pero Sancho ya no era el mismo, se había rendido hacía mucho tiempo. Nunca
llegó a ver que mientras se compraba un futuro, en el camino perdía algo. Algo
que si se pierde, no vuelve a recuperarse nunca. Ese libro era un patadón en la
puerta de todo lo que te dicen que es bueno, pero que te deja sin resplandor.
Como a él.
“La niña piensa
ingresar a la Universidad”, decía todo orgulloso. La niña. Ni idea de que
escribiera, nunca se lo dije, y jamás le dio importancia a que también cantara.
Mejor echar mano de otro. Pero, ¿quién?
Fue cuando pensé en Jonás.
— Dame unos días — le dije a Ramón.
FABIOLA 2
Imaginé la situación: quedar con él
por teléfono y convencer a mi padre de que me prestara el coche. Esperar
cualquier cosa, como por ejemplo que me dejara plantada. Y no porque le falte
intención de quedar o porque se hubiera vuelto repentinamente mezquino, sino
porque tratándose de Jonás y de la extraña manera en que compaginaba su
carácter errático con lo apretado de su agenda, era imposible saber qué
sucedería. Nunca fui capaz de enfadarme con él: a veces me llamaba a las tres
de la mañana para tararearme algo pillado en ese mismo momento en un cuarto de
línea caliente el a quinientos kilómetros de Madrid, “no te lo pierdas,
chiquilla”; luego me invitaba a beber una caña el sábado por la tarde, “si es que estoy”. Si es que iba. Así
que decidí ir yo. Me largué a la carretera sin expectativas, contando conque no
estuviera. Incluso me figuré volviendo por la misma carretera y en sentido
contrario sin haber conseguido el dinero para pagarme el maldito libro. O
encontrarle, como debía ser, y hablar de tonterías, bebernos unas cañas, verlo
tragar pastillas con esa cara de andar confundiendo las puertas que él tenía y
que tanto les gustaba a las mujeres, y ya casi al despedirnos, soltarle alguna
indirecta acerca del dinero.
“De acuerdo, vamos allá”, pensé.
En definitiva, que conduje como cinco horas para ir
a verlo a él.
Jonás había alquilado una casa rústica en Salobreña,
a diez minutos de la playa. Al bajar del coche me abatió el calor granadino y
la fragancia de los claveles y las rosas chinas del parterre que adornaba
la entrada de la casa, en el que docenas de libélulas azules y doradas se
liaban unas con otras sobre la superficie de un diminuto estanque artificial.
El suelo estaba lleno de cajones de madera con plantines listos para la
siembra, y aunque no hubiera nadie a la vista, las herramientas diseminadas en
el pórtico junto a una camioneta Mitsubishi
roja, impecable, me hicieron pensar que la ausencia del jardinero era temporal. A unos
veinte metros, bien al fondo del parque, dos tíos tocaban el djembé
debajo de un alcornoque.
Apareció un anciano alto y corpulento, muy risueño,
a quien conocía de oídas.
— ¡Hola! Fabiola, supongo…
Era el Chepe, que vivía con ellos. Una vieja gloria
de la guitarra con tres dedos de la mano perdidos en un accidente. Salía en todas
las revistas, no por él mismo como por Jonás. Se rumoreaba que había tocado con
Sabicas.
— ¡Sí!
— Pues está abierto, pasa que él ya viene.
Y me vuelve el alma al cuerpo.
Adentro me recibe un crío descalzo embutido en un
pañal de tortugas amarillas. Es un encuentro gracioso. El pequeño se tapa la
boca entre risas y sale dando tumbos hacia la mitad del salón. Allí se queda
viéndome. Sus ojos, de un gris—malva luminoso, muy similares a los de Jonás, me
absorben de tal forma que ya no puedo mirar a otra parte. En una proeza de
equilibrio en la cual consigue mantenerse en pie sin caer, se inclina sobre una
moqueta llena de manchas, coge un bote de cristal con la tapa agujereada, y me
lo ofrece. Adentro hay un saltamontes.
— Qué te cuentas, Fabiola…
Contento, Jonás se pone en cuclillas delante del
niño, coge el bote y lo observa gravemente.
— ¡Venga,
Mateo! ¿Ya le diste de comer?
El niño
sacude la cabeza de un lado al otro.
— ¿A qué esperas? Ya está canijo el pobre, ve a por
unas hojas…
Jonás me
envuelve en un abrazo, haciéndome sitio en un sofá de plástico rojo que hay en
medio de la sala. Lleva un chándal rosa manchado de pintura y una camiseta de
rejilla azul.
— Es como yo — comenta —. Colecciona sus propios
depredadores.
Abre un cofrecillo
de pana negra que contiene un polvo color chocolate endiabladamente aromático.
Lo revuelve con una cucharilla de plata y esnifa. Me lo pasa; y como huele
estupendo cojo un poco y esnifo también. Un flujo refrescante empieza a subirme
por las fosas nasales como un torbellino. Estornudo.
— Schmalzler bávaro — comenta riendo. Esnifa otro
poco, cierra la cajita y la deja en la mesa como si se tratara de un objeto
precioso, que lo es. Si Federico el Grande lo usaba, ¿por qué no iba a usarlo
él? Un vicio inocuo, el rapé...
Mateo ha
vuelto de la cocina con una hoja de arándano.
Jonás abre
el bote, secuestrando el animalito por las patas. Sabe cómo hacerlo y sabe
también cómo evitar que se le escape, él siempre ha tenido maña para esas
cosas.
— Venga, Mateo...
El
saltamontes ha sujetado entre sus patas la hoja de arándano. Cuando
Jonás lo
pone en la moqueta se queda muy quieto, como si pudiera oír el murmullo de
nuestros pensamientos.
— Nocome — balbucea el pequeño, a
punto de llorar.
Su padre
sonríe con los ojos llenos de legañas. Roza al saltamontes con la punta de la
chancla y el bicho sale brincando perseguido por Mateo.
Jonás se vuelve hacia mí:
— ¿Qué tal el viaje?
— Muy bien, este pueblo es chulísimo. Afuera he
visto al Chepe. ¿Es sevillano?
— ¡Y de Triana! Chepe es nuestro salvador, mi mujer
le adora. Le afina las guitarras.
Sé que
miente; la Pájara no toca la guitarra.
— Me alegra verte, chiquilla.
— A mí también, pero mientras conducía para acá
pensé que me ibas a dar plantón.
Se sonríe,
exhibiendo como un sabueso su dentadura biliosa, aliñada con tabaco de liar por
las mañanas y ginebra a todas horas, excepto cuando duerme.
— Pues te equivocaste.
Le acaricio los rizos, como hacía cuando éramos
niños y le perdonaba alguna maldad.
— Ya eres feliz, ¿no?
— ¡Venga, Fabiola!
— Bueno — titubeo —; tienes a alguien… Os tenéis el
uno al otro…
— Sí, estoy con la madre de mi niño — dice en forma
brusca.
— Habéis formado una familia.
— Claro. Una improvisación.
— Y además está la banda… Todos piensan que eres un
genio.
Él cambia de posición en el sofá para hacerme
frente:
— ¿Y qué piensas tú, Fabiola?
— Que ojalá pudiera escribir tan bien como cantas
tú.
Me sostiene la mirada un momento, aprobando en
silencio. Y dice:
— Pues el día en que frotes una lámpara y aparezca
un genio, me avisas.
Cruza el salón arrastrando los
pies en sus chanclas. Mientras, aprovecho para observar los alrededores. No hay
mucho para ver, la verdad. Nada más que una
enorme sala medio vacía apestada de olor a tabaco, porque los muebles escasean
y los pocos que hay tienen pinta de haber sido pillados en la calle, o son de
remate. Noto que han intentado disimular el empapelado de flores color granate
que asfixia las paredes con posters, pegatinas y anuncios de conciertos. Veo colchas de batik quemadas con colillas
por todas partes, lo cual no hace más que acentuar el aspecto ya de por si
chulesco de una casa que en su momento debió haber sido pensada para que
vivieran sus propios dueños. Basta con observar el rancio enmoquetado borra
vino para llegar a la conclusión de que quizá debieron marcharse envenenados
por el pegamento, o aturdidos por la sugestión de los crisantemos. Algo extraño
en una casa granadina, donde habitualmente abundan la luz y las paredes
encaladas. Pero es lo que hay, además de algunos colchones diseminados y un
chiquillo dando tumbos a la caza de un saltamontes, que vete a saber por dónde
andará, mientras su padre explora dentro de un cajón.
Regresa
con una casete Sony y la pone sobre la mesa delante de mí.
—
Sabiendo que venías he apartado esto para ti.
— ¿Qué
es?
Se encoge de hombros.
— Nada,
una cinta.
— ¿Y?
— ¡Que
ahí están tus letras, chata! ¿No te acuerdas?
Me acuerdo, sí. Deben ser las letras que
escribimos hace años sobre una vieja bolsa de comida para perros en el sótano
de su casa de Manzanares el Real. No sabía que hubiera completado la
composición, y mucho menos que siguiera existiendo después de tanto tiempo.
Pero allí están ahora dentro de una cinta con un título borroneado en la
etiqueta.
Estoy sorprendida.
— O sea
que has llegado a ponerles música…
— Por
supuesto, y quiero que la tengas tú porque son tus letras. Eres la mejor
letrista que conozco.
No entiendo qué espera él que deba hacer yo
con la cinta.
— Primo,
lo único que quería esa noche era evitar que fueras en chirona...
Él se
ataja:
— Que
fuéramos, chiquilla, que fuéramos...
Yo eludo la sutileza.
—
¿Es de estudio?
— Sí,
las grabamos con los chicos.
— Igual
no me apetece tenerla. Te regalé esas letras para que hicieras lo que
quisieras, y además no son más que una coña...
— Esa
coña inspiraron las mejores canciones que hice y prefiero que las tengas tú—.
Se queda buen rato en silencio, chulo, solemne, y hundido—. Por si acaso.
Esto no
consigue dejarme tranquila, sino sólo ponerme en sobre aviso de que algo no
anda bien. ¿Qué significa “por si
acaso”? Se lo pregunto, y él adopta una pose evitadora que consiste en
quitarse las motas de su camiseta de rejilla mientras sonríe cándidamente
mirando a otra parte.
—
Nada... que si algún día lo dejo, pues las tienes tú. Eso.
— ¿Y
qué vas a dejar? ¿La música?
Cruza las manos sobre el regazo, callando.
— Si
vas a dejar la música no quiero tener esta cinta —. La deslizo resueltamente a
través de la mesa, haciéndola chocar con un conejo de latón a cuerda que no
había visto.
Entonces el conejo se pone a brincar
emitiendo un chirrido destemplado, irritante. No ha llegado aún al borde de la
mesa, cuando cae de bruces y ahí se queda, con las patas agitándose en el aire.
Su presencia resulta incongruente y hasta grotesca, así que lo quita. Es fácil
detener un artilugio de esos, le das dos vueltas a la cuerda del revés y se
para.
—
Quédatela, es un regalo — dice, empujando la cinta hacia mí.
—
Tendrá tus derechos, me imagino…
— No
irás a rechazar el regalo de tu sabandija favorita sólo porque piensas que
tiene sus derechos, ¿no? — comenta, sonriendo con desgana.
Me hace gracia. Yo no pienso tener una cinta
con los derechos de la banda en mi cajón, eso podría traerme problemas con toda
su gente. Así que vuelvo a empujarla a través de la mesa, hacia él, que da la
impresión de aceptarlo.
Mientras tanto Mateo ha cogido el conejo de latón y se ha puesto a darle
vueltas como si se tratara de un objeto maravilloso caído de las estrellas.
Cuando se cansa de hacerlo, y sin que nadie se lo impida, la emprende contra la
mesa usándolo como martillo, con tan mala suerte que le da un golpe a la caja
del Schmalzler
bávaro y ésta
cae boca abajo, con todo el rapé derramado por los suelos. Encantado de su
hazaña, el crío se queda en suspenso delante de la montaña de rapé, esperando
la aprobación de su padre. Que no llega. A Jonás no le resulta divertido que
alguien se haya cargado su apreciada caja. Sin
moverse del sofá, la rigidez de su cuerpo erguido hacia el niño evoca a un
perro de caza al momento de saltarle a una presa. Estoy a punto de creer que va
hacerlo en serio, pero no llega.
Le arroja un grito furioso:
— ¡¡ME CAGO EN LA PUTA!!
Mateo cae de
cúbito justo delante del rapé y rompe a llorar.
Entonces entra el Chepe. No pregunta lo que
ha pasado, ni le perturba el comportamiento de
Jonás, que ha puesto fin en un pis pas a
la adorable atmósfera creada por él mismo media hora antes, mientras jugaban
con el saltamontes. Tampoco pregunta lo que hay que hacer. Sencillamente coge a
Mateo en sus brazos y se lo lleva. Los gritos del pequeño siguen oyéndose en la
distancia hasta que el viejo sale al jardín, donde poco a poco se van
disipando. Conociendo a Jonás, estimo que este tipo de incidentes suelen
repetirse a diario.
Sin
embargo se queda como si hubiera sido abofeteado. Probablemente, ni él mismo se
crea lo que acaba de hacer.
Es el
momento ideal para poner una excusa, agarrar el bolso y largarme echando
leches, pero me aguanto. Cuando me conviene, sé esperar. Él continúa sentado a
mi izquierda, ya no enfadado, pero sí afligido, arañando la piel del sofá con
la yema de un dedo con el que podría atravesar la lustrosa funda de plástico hasta
llegar al relleno. Un largo dedo capaz de
pulsar la cuerda de una guitarra con la misma resolución conque se cargaría un
sofá.
Le cojo la mano:
— Quieto.
Se sobresalta un poco al sentir mi contacto, pero deja
en paz el agujero. Sonriendo desde algún lugar lejano, protesta con
sobrecogedora ingenuidad:
— ¡Si
no me he movido...!
Por fuera no, evidentemente.
Comienzo a recoger el rapé a punta de cuchara
para meterlo dentro de la caja. No es que me importe mucho el rapé, sólo trato
de aliviar el paso del tiempo haciendo algo útil.
Él
cambia de actitud en forma instantánea:
— ¿Tú
te acuerdas de mi padre, el afilador?
Claro que me acuerdo, estuve en el camarín la
noche en que le habló de él a un periodista, después de un concierto.
— Pues me fue a ver en Tarifa,
sabes, se apareció así, todo chiquitico… — Enciende un cigarro, soltando el
humo muy lejos con cierto orgullo, y una chulería cautelosa, aunque cargada
también de amargura —. Como un pichón de gorrión mal comido, se apareció. Pero
el tío tiene el cante. En el camarín nos dejó a todos flipaos, nadie sabía que
mi padre cantara así…
— Y cómo es que fue a verte…
— ¡Porque sí, chata! Pasa que
el pobre ha tenido mala suerte. Verdad que el tío algo debía meterse, y se le
nota, pero de ahí a lo otro... Mira, esto pasó hace años. Resulta que el tío
sale de chirona y ya tiene encima a toda la pasma por culpa de una zorra con la
que compraba a escote mientras le vendía por diez pavos, la zorra a él, ¿me
entiendes?, y luego fueron por ahí diciendo que mi padre era el camello y que
se quedó con la pasta de mi madre, lo cual todo, todito, es falso —. Habla
chupando del cigarro ansiosamente, como si quisiera tragarse todo el humo de
una sola vez, junto con sus mentiras. Y sigue: — Su mirada puede ser una
trampa, sabes, como las trampas con las que cazaba a sus conejos, te caes allí
dentro y para salir te las ves putas. Me pasé la mitad de mi vida haciéndole
creer a todo el mundo que él no me importa... la gente siempre trata de
buscarle una explicación al hecho de que seas como eres, pero no tiene que
haber ninguna razón para que te conviertas en un gamberro.
Pongo
la cajita en la mesa y me hago un sitio a su lado. Cruje el sofá.
— Tiene
motas — dice, señalando el rapé.
De tanto raspar en la moqueta se me ha
escapado alguna mota dentro de la caja, así que las quito.
— Tú no eres un gamberro, eres
una estrella.
— Pero lo fui, lo fui —
insiste él, con absoluta honestidad —. Y mi padre no quería estar conmigo por
vergüenza, sólo que al crecer me di cuenta de que no se avergonzaba de mí tanto
como de él. Mis ojos también le daban miedo, sabes, eran un corte doloroso y
seco como el de un alicate... Renunció a mí el día en que acabé en chirona por
romperle la luneta del coche. Pero a mí no me importó, porque yo había
renunciado a él hacía mucho tiempo.
Le acerco un puñado de rapé y lo esnifa,
celebrándolo con un estornudo de caballo. Yo hago otro tanto. Luego me arrebujo en el hueco de su cuello y así
nos quedamos un buen rato, contando los lunares de moscas muertas que hay en el
techo, hasta que él rompe el silencio:
— La
verdad, no me sirvió para nada ese viejo, si al final… sigo sin saber qué hago
aquí —. Se aparta de mí para desperezarse, y cuando vuelve del bostezo ya se le
ha ocurrido una idea: — Ayúdame a escribir, Fabiola — dice.
El nunca ha destacado por su generosidad en
materia de creación, de echo casi siempre se niega a compartir el podio con
otros. Pero ahora no sólo me deja la cinta, sino que además me pide que le
ayude a escribir. Que lo haga casi con humildad resulta preocupante, ése no es
su estilo. Antes, la desesperación era su principal acicate para componer, un
sentimiento áspero y sin embargo fructífero que le servía para estimular su
arrolladora codicia de perro apaleado con un olfato sensible a los manjares.
Pero ahora es sólo eso: desesperación. Ya no puede escribir y me necesita. Necesita
la puerta en el suelo. La catatonia de aquella noche, en el sótano. Algo que
probablemente ya no tengamos ni él ni yo.
— Te
daré todos los créditos, y por supuesto te quedas porque cuarto de huéspedes
hay; podemos cenar juntos y ponernos pedo hasta las tantas… y hacer rolas,
nadie nos molestará. En esta casa todo el mundo va por su cuenta.
Me mira de lleno con unos ojos cargados de
ilusión. Una mirada hambrienta.
— ¿Te
quedas?
Yo respondo que sí. Pero los dos sabemos que
eso no va a pasar.
— ¿Has
visto a los tíos que están afuera? Son de Motril.
— ¿Los
de los tambores? Los he visto.
— Son
de la peña, esos tíos tienen una marcha… Les tendremos aquí hasta el concierto
de Almuñécar, rockeando su flamenquillo, como nosotros. Luego conoces a la
Pájara, que ahora está durmiendo…
—
Conozco a la Pájara, Jonás.
— Oh.
Ya lo sé, ya lo sé…
Se pone a dar unas vueltas por la sala con
las manos en la nuca, hablando para sí mismo como si yo no estuviera ahí:
— La Pájara yo yo tenemos algo
personal que no es lo que parece. Se lo advertí. Le dije: mira que no me van
los cuentos de hadas; y ella: vale. Vale… y es verdad que no me van, pero igual
lleva años ahogando eso que… buscándose todo el placer que podía tomar de mí
hasta que ya no le quedó más. Voy a vejarte el alma, le dije; te la vejaré
hasta meterme dentro de tu pupa y ver que hay y rasgar tu cojonuda burbuja,
chica, no quiero reñir contigo, no quiero andar por ahí fingiendo que me
divierto siempre, que por otra parte bien saben todos que no es verdad… Y a veces,
cuando la tengo delante no sé qué hacer, pero a mí me gusta igual. Me da igual
porque me gustan sus huesos. Me gusta porque es ella, porque es mía, porque no
lo es, porque puedo tenerla y no quererla. Me gusta…
Me mira:
—
Creerás que son chorradas.
— ¡Qué
va!
— Es
que últimamente no hago más que decir chorradas, les miento a todos. A la gente
del equipo, a la banda, a mi mujer... sobre todo a ella, claro. Lo malo de estar jodido es que sólo es bueno para
ellos… ¡Para ellos está chupao! Pero a ti no, quilla, a ti no te miento… tú vas
aparte. Por eso me gustas.
Canturrea
despacio con una sonrisita llena de avaricia, y mientras palmea una rumba,
va diciendo:
— ¡Es que la banda nunca llegó a nacer, maja!
Como yo me la imagino, ¡nunca! Lo que quiere esta
gente es un espectáculo rentable para ver bailar a las ratas en los tejados de
los pijos, como los chavales de Motril que están tocando ahí fuera…. ¡como
nosotros! ¡Como tú, que de flamenca ni pizca! Nos la hemos montado bien
haciéndoles tragar el hueso, por lo menos así nos dejaron asomar del albañal y
vivir en un sitio como éste, a orillitas del mar… con terracilla propia… ¡Arsa
que toma! —. Arroja las chanclas por los aires y amaga un taconeo imposible con los
pies descalzos —. ¡Aunque sea alquilado! ¿Lo ves? Esto es una
jodida pantomima y nada más. ¡La banda era la peña que iba al río a cantar y
tocar! ¡Entre las piedras! Está en las cintas que andan dando vueltas y nunca
grabaremos —. De repente se detiene, coge la casete y me la arroja al regazo: —
La banda está ahí dentro, ése es el embrión.
Su exhibición me ha dejado pasmada. Cuando
se hizo famoso me alegré por él y también me aproveché del parentesco,
básicamente para ligar. De hecho guardo un póster autografiado en los fondos de
mi armario, uno que no colgaré jamás. Mejor pensar en una vieja foto suya
puesta en la pantalla del PC. Una bien creíble, evocativa, en plan:
"Cuando comíamos pipas él siempre las escupía más lejos que yo, y ahora
echan gajos". El puto orgullo. Pero mi
admiración, o más bien mi envidia, responde a motivos más profundos que la
música. Lo que yo admiro es su instinto. Él va de la corteza a la profundidad,
del páramo a la sombra, de la periferia al suburbio de lo imaginario. Por su
imaginación puede ascender del suburbio a la dimensión de los castillos, o ver
el suburbio dentro de un castillo, como David Bowie. La banda es buena pero no
me impresiona, yo soy más del rock, lo que me impacta es su voz.
No
obstante, su posición es conflictiva: demasiado bueno para la banda y demasiado
innovador para el cante, todo a su alrededor amenaza con disolverse. Lo cual ya
es algo. Mientras él se disuelve, yo nunca acabo de empezar. Y tanto, que a la
hora de escribir esbozo mis imágenes con la pulcritud de un entomólogo progre
con una colgadura de vanidad. Cada vez que lo escucho no puedo dejar de pensar
en mis escritos como en una fórmula de mierda. Pero él… ¡él! Él seguirá estando
un paso más adelante que yo, en el futuro.
— ¡No
te entiendo, Jonás! — protesto — ¡Si tienes las cintas! ¿Por qué no las grabas?
Ahora se muestra indolente. Conozco esa
actitud, y estoy segura de que nunca me dirá lo que está pensando.
— Bah…
tal vez lo haga, quién sabe —. Se da una palmada en las
rodillas, contento: — ¡Pero chica!, estoy
hablando demasiado, tienes que reñirme. Cuéntame de tu libro, anda… ¿cómo se
llama?
—
Los espejos cazadores.
—
¡Hala! Está chachi.
— Sí, al editor le gusta.
— Es muy
tuyo.
— Ya. Iba a
pedirle el dinero a Sancho, pero…
— ¿Sancho?
—. Al oír el nombre de mi padre frunce el ceño aún más —. Bah… yo me lo
pensaría, el tío es bueno pero tú… tú tienes esa cosilla…
— ¿Qué?
Él intenta
acertarle a las palabras:
— Tú tienes tus diablos, te conozco. Tú tienes tus
diablos, pero no es eso. Tú lo que tienes es… — me acecha como si estuviera a
punto de atrapar una mariposa por las alas, y al final le acierta: — Tú les
muestras sus diablos cuando escribes, y hay gente que no se merece ese
privilegio.
Me deja expuesta ante algo que no he pensado,
y me inquieta. Pero él no lo advierte y se ha puesto a revolver en un armario
lleno de vinilos. Lo que busca debe ser de suma importancia, a juzgar por la
gravedad que pone en el asunto. Saca un sobre arrugado. Está a punto de
cerrarlo con saliva, pero da la impresión de arrepentirse, entonces regresa al
sofá y me lo ofrece abierto, con un gesto indeciso. Adentro hay unos billetes,
todos de diez mil pesetas, nuevos y lustrosos.
Debería
darle las gracias, pero no sé cómo hacerlo. Es una sensación rara.
Jonás
disfruta mi confusión.
— Te
los devolveré — le digo. Y los dos sabemos que eso tampoco va a pasar.
Asiente con calma.
—
Quiero leer ese libro cuando esté listo, ya sabes —. Enciende otro cigarro y se
queda dándole vueltas entre los dedos. De momento sólo se escucha el gorjeo de
los pájaros en el jardín y sus tranquilas exhalaciones.
— Me apetece una birra, ¿tienes?
— Claro — dice, haciendo un gesto somnoliento
en dirección a lo que parece ser la cocina. Que es enorme. Demasiado espacio y
muy pocos muebles: apenas una mesa de castaño con tres taburetes junto a la
galería que da al patio, un antiguo aparador, y unos electrodomésticos caros
con aspecto de haber sido poco usados. Alguien se ha dejado un apaño de
botellines de cerveza sobre la encimera de mármol, así que los cojo y me los
llevo al salón, quedándome con la imagen de Mateo jugando con Chepe en el jardín.
Mientras se bebe un botellín, Jonás me
observa dulcemente encapsulado en un ángulo del sofá. Pero me olvida en cuanto
vemos aparecer por el vano el rostro moreno y optimista del Chepe. Y a Mateo, que se lanza dentro del salón a los gritos.
Nada
más verles, su padre reacciona con nerviosismo. Tira el botellín entre unas
plantas y va hacia el niño, se arrodilla en la moqueta, le mira, le explora, le
coge en sus brazos, le arrulla, lo besa, le huele. Se huelen. Luego se levanta
y desaparece con el niño dentro de la cocina. Se escucha el ruido de una puerta
al abrirse, el canturreo de los pájaros, rumor de agua vertiéndose en un cuenco.
Y otra vez la puerta. Después la casa se queda en silencio.
El Chepe estaba de pie en el vano,
imperturbable. Se me acercó, y haciendo una ligera inclinación de cabeza, me
tendió una mano nudosa. Yo se la cogí en forma involuntaria y él hizo el gesto
de besar la mía. Menudo personaje, el sevillano. Se comportaba como un
mayordomo eficiente ante la ausencia de un señor despistado. De sólo mirarle a
los ojos he llegado a la conclusión de que en esa casa el que sacaba las
patatas del fuego era él.
— ¿Ha
visto qué día más bonito? Vayamos al jardín — me dijo con tacto.
Estaría bromeando. Yo sólo quería saber dónde
estaba Jonás. Por qué se había marchado. ¿Es que no iba a volver? Entonces
escuché la voz de una mujer en la planta superior de la casa, mientras en algún
lugar más cercano a nosotros sonó un portazo y oí la tos de mi primo alejándose
a través de un pasillo.
Me incorporé.
— ¿A
dónde va? Quiero despedirme de él...
El Chepe sacudió la cabeza de un lado al otro
y se me puso delante, formando con su cuerpo un bloque amable con el que me
impidió avanzar. De forma sutil empezó a empujarme hacia la puerta. “No se
preocupe, yo se lo diré; ahora, mejor márchese”. Ya sabemos cómo se pone la
carretera a esas horas, y después de semejante viaje estaría cansada.
Últimamente Jonás ha estado muy liado componiendo, yendo y viniendo de aquí
para allá... limpio. Ahora mismo
estaba en un buen momento. Mejor no molestarle. Podía sentirme afortunada: hay
quien sirve para comprender y hay quien sólo sirve para ser comprendido. Un
bebé de veintitantos perdido en el lado chungo. Cuando el jefe se larga
hay que dejarle solo, a nadie se le ocurriría buscarlo por toda la casa para
despedirse, él se regía por sus propios parámetros: su patrón de medida era el
zigzag. La constante: el bandazo emocional, la visita aplazada, el encuentro
interrumpido. Todo era parte del juego. Habíamos estado hablando, nos habíamos
bebido unas cervezas, lo habíamos pasado bien... Una velada con limitaciones,
pero agradable. “Yo la guiaré hasta la carretera: servidor”, la vía de acceso era un verdadero laberinto.
Hablando consiguió conducirme hasta la camioneta.
Una vez allí le di un repaso a la casa, pero Jonás no se veía por ninguna
parte. Así que me subí al coche, mosqueada.
— Haga el favor de recordarle que me llame.
Él se asomó a la ventanilla, sonriendo:
—
Tranquila, lo haré. Pero no se fíe de que vaya a acordarse.
Se subió a la Mitsubishi y arrancó.
FABIOLA 3
De
regreso a Madrid hice un alto en Granada. Busqué hospedaje en un
albergue cerca del Sacromonte, y me quedé una semana escribiendo, bebiendo
sangría y mojándome a la sombra de la tierra de Jonás. Al anochecer me
apoltronaba en una terraza con el cuaderno lleno de jeroglíficos y palabras
encontradas, mientras los gitanos se hacían unas pelas de espaldas al
séptimo cielo de la Alhambra, sentados en una muralla de piedra sin caerse.
Ellas bailaban.
Ya tenía el dinero y la escena más bella, pero nunca
logré conectar.
Había conseguido mi objetivo, pero me sentía
incómoda.
¿Jonás me hubiera recibido en su casa? Posiblemente,
pero me daban miedo sus reacciones imprevistas. También las mías. Así que me
marché.
Camino
de Madrid me detuve en un parador a refrescar el estómago. Me apetecía un
granizado, pero en el bar no había más que coca—cola, cerveza, y otras marcas
de refresco ordinarias. Opté por un bote de coca—cola, y me puse a ojear el
periódico sentada en la esquina más pringosa de la barra, que era la única
esquina libre, con niños de turistas sedientos brincando a mi alrededor, vasos
de plástico aplastados, y un camarero negro que me echaba el ojo a través de la
barra, bajo un desmesurado gorro de punto en forma de hongo, de esos que tienen
los tres colores de la bandera de Etiopía, y que él llevaba hundido hasta las
cejas.
Decidí no hacerle caso. Ni a él, ni a los
baqueanos que merodeaban entre los turistas buscando forasteras jóvenes. Me
puse a ver la página de espectáculos y topé con una foto de Jonás dando una
entrevista reciente. Arranqué la página, la plegué en ocho partes, y me la
llevé al bolsillo discretamente. El rastafari me observó sonriendo con sorna.
Habrá pensado: “Chica blanca, funky, vasalla de reyes pardos bastardos”. Metí
la mano dentro del bolso buscando los cigarros, sacando lo que al tacto me
pareció que era un paquete de tabaco. Pero no era el tabaco, sino un objeto
envuelto en papel marrón, como el que se usa para el forraje. Un trozo de bolsa
de comida para perros con el texto ya borroso, aunque todavía legible. Era la
cinta. Volví a cerrarla, la dejé encima de la barra, y me bebí el último trago
de coca—cola, pensativa. ¿Cómo demonios había llegado hasta allí? Fácil. Fue
cuando me ausenté unos momentos para ir a buscar las cervezas a la cocina. No más
de dos minutos, el tiempo suficiente como para que Jonás hubiera deslizado la
cinta dentro del bolso sin que yo me diera cuenta.
¿Qué debería hacer con ella?
Aún con
el recuerdo de sus palabras dentro de mi cabeza, dejé un billete en la barra y
me subí a la camioneta. Saqué la casete y la metí en el stéreo. La música
empezó a sonar a todo trapo, provocando la atención del camarero negro, que
seguía espiándome desde su puesto detrás de la barra. Le vi desde el espejuelo,
meneándose al ritmo de una rumba que no sabía bailar. Chico negro, rastafari,
vasallo de reyes negros bastardos. Puse
el coche en marcha y salí por la autovía, riendo hasta que empezaron a rodar
las primeras lágrimas. Así es como nacen las buenas canciones.
LUJÁN Y FABIOLA
— Chupá de la bombilla despacito que está
un poco caliente. Lo preparé dulce para que te guste… si es que te gusta.
— ¿Bombilla? ¿Esto es una
bombilla? ¿Va a encenderse si chupo? Eres la leche eh…
— No no, es un sorbete de
metal, no una bombilla eléctrica, a eso nosotros le llamamos foco.
— ¡Jolín, está que quema!
— Te dije que chuparas
despacio… y no revuelvas la bombilla porque se lava.
— Ah. ¿Se lava? Ok, se lava.
— Sí, es… bueno, vos tomá pero
no revuelvas la bombilla. Bien. Así.
— ¿Y la calabacilla…?
— El mate, Fabiola, el mate.
— Ah, la calabacilla y el mate
son lo mismo, vale. Sabe a… vaya, no sé, es… ¿luego lo compartís entre
vosotros, no?
— Exacto, es nuestra pipa de
la paz. Caá Porã, el espíritu de la
yerba mate, un regalo de los dioses, según los guaraníes. La magia no está en
el sabor, si no en el ritual, vos ponés la boca donde yo la puse y al aceptarme
un mate tocás lo que yo toqué. Eso es confianza.
— Me gusta.
— Viste... Yo vengo siempre y
generalmente me los cebo sola en esta playita.
— Te los cebas…
— Que me pongo unos mates.
— ¡Ah! Está guay, además este
sitio me trae unos recuerdos...
— Sí, acá fue donde leí la
única biografía que encontré sobre Jonás. Era un día precioso, me acuerdo.
— ¿Te la leíste aquí mismo, en
un solo día?
— Sí, sí… en un día nomás.
— ¿Y te gustó?
— Es una de esas biogras
escritas por un periodista becario. Vos podrías escribir una que de verdad le
haga justicia.
— Entonces tendría que
escribir la de toda la familia, no puedo sustraerlo. Eso sí, la mitad están
piráos.
— Mejor, Fabiola. Una historia
de locos es una buena historia.
— Pienso que cualquier cosa
que se escriba sobre mi primo perdería sentido si no se contara la historia
completa.
— ¿Incluyendo a tu familia?
— Incluyendo a mi familia. Y
no quiero cagarla.
— Se me hace que a él le
encantaría que tuviera un poco de caos... Cuando chupás y hace ruido es que el
mate ya se terminó.
— Dame otro. Sí, ten por
seguro que le gustaría enrevesada.
— ¿Te pone, eh? Jajaja, es una
joda, el mate no pone… la maría pone, el alcohol pone, el MDMA pone, Jonás
Gálvez pone…
— ¡Qué obsesión!
— Una buena voz pone, Fabiola,
y la música también.
— No voy a negarlo.
— Te vendría bien hacerle un
repaso a esa historia, pienso.
— Lo estoy intentando, Cas,
pero de momento es sólo un boceto. A mí me cuesta horrores escribir, soy más
lenta que un desfile de cojos. Y sacar a Jonás del archivero, pues…
— Sacarlo duele, me imagino.
¡Ya se lavó! Pará que voy a cambiar la yerba… Y el dolor puede desarmar, claro.
— Estoy hecha de un material
resistente, y no creas que voy de chula, eh… pero he logrado superar cosas
fuertes. ¡Me cachis!, logré escapar de casa cuando era una cría justo después
de que mi madre intentara estrangularme, y me salvó Tristán. Con él me llevo
estupendamente a pesar de sus manías, que no me asustan, me da que puede ser
una especie de psíquico, o algo así... aunque los putos psiquiatras lo llenen
de pastillas. Dicen que nunca va a curarse, y como él piensa que su
disfuncionalidad agobia, pues… se las toma, o dice que se las toma para dejar
de agobiar, para que le queramos más, ¡yo qué sé!, para que su dolor le duela
menos… para ser removido sin dolor. A Jonás le pasaba lo mismo, fijo, le pasaba
igual. Por eso no es que vaya a desarmarme escribir sobre todos nosotros, pero
seguro que volverían los fantasmas.
— ¿Sobre ustedes?
— Sobre una familia de locos,
sí.
— ¿No iba sobre Jonás?
— Ya te digo que tengo un
boceto, algún día lo terminaré. Jonás es una ausencia contundente que ellos no
quieren ni nombrar.
— No: Jonás es una ausencia contundente que nadie debería olvidar.
— …
— Y lo sabés.
— Lo sé. Tristán me insiste,
también… pero si ese libro llegara a manos de mi padre, o de la madre de Jonás…
me darían mucha caña. Escribir algo tan personal siempre es un riesgo, y puede
hacer daño a los implicados, así que tendré que pensármelo muy bien. Entonces,
si escribo algo sobre Jonás, será cosa aparte. A mi hermano le encantaría, él
se considera un tío lúcido transitando un sueño tenebroso.
— No me extraña que insista,
entonces…
— Kyra le da cierto
equilibrio. Ahora vive enclaustrado en esa masía a seiscientos kilómetros de
Madrid, y se ven cada fin de semana: cuando no viaja él, viaja ella. El pueblo
es guapo, pero…
— ¿Qué pueblo es?
— Cabrera de Mar, cerca de
Barcelona. Cuando se enteró de que Sancho intentaba tramitarle el certificado
de discapacidad, se largó. No sé cómo habrá hecho para que lo contrataran como
casero en esa finca, pero me da que algo ha tenido que ver Jordi, uno que
conoció en el psiquiátrico de aquí.
— ¿Por?
— Porque también se escapó de su
familia y ahora vive en Barcelona, el tío se busca la vida haciendo curritos en
las fincas… algo ha tenido que ver en esto seguro.
— O sea que Tristán se fue a la
otra punta de la península para zafar de tu viejo... ¿Y por qué Kyra no está
con él?
— ¿Y por qué tendría que estarlo?
Así van bien, tienen la relación perfecta.
— Capaz que lo que quiere tu
hermano es estar solo.
— Habitualmente sí, pero me
preocupa. Iré a verle en cuanto pueda. ¿Te apuntas?
— ¿Me invitás? ¿Cuándo?
— En vacaciones, que no falta
mucho. Trata de pedírtelas la primera semana de setiembre y te vienes.
— Dale. ¿Y vos estás con alguien
ahora? Porque nunca hablás de eso…
— Naaa… ¿Y tú?
— Nada estable, soluciones
temporales.
— ¡Ja! Hace tiempo que no me atraen los
hombres, Cas, quiero tener una mujer. Ya me venía corriendo desde niña con una
guarda jurada de supermercado, imagínate…
— ¿Una guarda jurada? ¿Y qué edad tenías?
— ¡Yo qué sé! Ocho, nueve, no recuerdo… Era fea y rellenita, como a mí
me gustan, pero me ponía cachondísima.
— A mí me pueden atraer unas tetas, sí, pero todo lo demás…
— El coño no, claro. Ese coño que tú crees q sólo está entre las
piernas, además.
— No lo reduzco a eso, Fabi, pero no necesito probar una mujer. De
momento. Nunca burqué la oportunidad, ni por curiosidad. El coño que está entre
otras piernas que no sean las mías más bien me repele, para mí no hay como una
polla. Ni tampoco, ¡faltaba más!, es como si ahora te saliera conque que me
gustan en forma de cimitarra, o violetas. No, la verdad que no se me pasan por
la cabeza las minas… ni siquiera vos, y eso que me encantás.
— Tú también, pero tampoco.
— No estamos hechas la una para la otra.
— No. ¡Pss!
— Nadie con medio dedo de frente se arriesgaría a cargarse una amistad
por una intentona donde podríamos perder algo hermoso.
— …
— Qué.
— Nada, que dices bien. En cambio yo me arriesgo siempre en lo que sé
que va a fallar. Me atrae la cuerda floja.
— No das ese perfil.
— Pero sí. Soy hija y hermana de la cuerda floja. Baja estima por regla.
Mira: en los 80 por ser mujer bisexual te humillaban, y si
para colmo eras gorda y rara, peor. ¡La Movida! ¿Qué fue eso? Yo soy de
Carabanchel, crecí allí… yo me vestía con ropa de mercadillo, no soy una niña
pija que se fue a Kings Road a
comprarse unas botas militares y un collar de pinchos, mi padre tiene un
restaurante que ofrece platos del día, ¿entiendes? Un currante. La Movida me
cogió pequeñaja y casi al final, no pasaba de los dieciséis. Pero una gordilla
con la cabeza semi rapada, y encima bisexual, no es lo mismo que una guapa de
cabeza semi rapada que va de florero, así que me lo pasaba vomitando para
evitar hacer lo que yo creía que era el ridículo.
— ¿Tus viejos lo sabían?
— ¿Qué van a saber? Yo tenía mis
propios fantasmas y ellos también. Cuando vomitaba en el restaurante de Sancho
y luego seguía poniendo copas, se hacía el que no veía. Y mi madre también, que
vivía más en su pasado argentino que en Carabanchel. Comer y vomitar siempre ha
pertenecido a mi exclusiva jurisdicción. Pero a mediados de los 80 algo empezó
a cambiar…
— ¿En vos o en ellos?
— En todo y en todos. Cuando
Franco se fue para el otro barrio la pibada salió a la calle a vomitar
metafóricamente lo que nuestros padres y abuelos se habían tragado durante
cuarenta años, porque a ver cómo haces para vomitar algo que ya hizo quiste. Lo
digo por ellos, que ni siquiera habían aprendido a vomitar. ¡En cambio yo,
llevaba haciéndolo materialmente
desde los nueve! El miedo y los fantasmas de la dictadura no se fueron de un
día para otro. Cuarenta años sedados como pollos en un criadero. Se cargaron
dos generaciones, tal vez tres, y por mucha revuelta que montes, lo viste en
tus padres. Entonces te sigues sedando a ti misma, y la fiesta es el sedante
perfecto.
— Yo no puedo imaginarte ni
gorda ni fea a vos...
— Lo superé yo misma, todavía
no sé ni cómo. Tú eres una tía muy sanota, no permitas que este continente te
quite eso.
— Ya lo sé, este es un
continente que no contiene.
— Sí. Yo estuve un tiempo
haciendo como que cantaba en ese garito donde me presentó Jonás, suerte que lo
dejé por la escritura y la universidad. Pero allí aprendí algunas cosas.
— ¿En “La mona fundida”, decís? Estuvimos ahí, es un antro importante.
—
Sí, y lo hacía un poco por diversión y otro poco por
dinero. Todo en secreto y a espaldas de Sancho. Otros tiempos.
— ¿Por qué le decís Sancho a
tu viejo?
— No sé, siempre le hemos
llamado por su nombre; y ya que preguntas por qué, la verdad ni idea.
— Ah. Mi viejo se llamaba
Andrés, pero si lo viera por la calle no lo reconocería. Era un casado milonguero,
mamá lo dejó después de que yo naciera. Se cansó de esperarlo y decidió seguir
por su cuenta. Ella es así… además nunca le reclamó nada, que yo sepa.
— Te habrá mostrado alguna foto…
— No, ni falta que hace. Me
acuerdo del abuelo Cipri, eso sí: él nos crio y nos quería como padre, ya está.
— ¿Vive?
— Falleció cuando éramos
adolescentes, y al año nomás se nos fue la Bego. Quedaron tres tías y algunos
primos con los que no hay relación.
— Bueno, la sangre es el
vehículo que nos trae y a veces poco menos que eso. Mi padre no es mal tipo,
pero mujeriego y bastante gilipollas. Cuando era un chaval estuvo a punto de
perder la pierna por culpa de la policía, antes de que se muriera el Cabrón.
Vaya, ¿desde cuándo somos amigas? ¿Ocho años? Y de mi familia sólo conoces a
Tristán...
— Sí.
— Te presentaré a mi madre uno
de estos días, así lo flipas.
— ¿Por?
— Porque es el polo opuesto de
la tuya.
— Entiendo.
— ¿La echas de menos?
— A veces, pero no soy de
extrañar. Nunca extrañé el mar, por ejemplo. Fue una de las cosas que me sorprendió:
¿por qué no lo extraño, cuando en agosto Madrid es un infierno seco entre
bloques de ladrillo? Fijate que hay una conexión misteriosa entre cierta
playita a la que íbamos con Alejandro, en el río Colecole, y éste... ¡a más de
diez mil kilómetros! Los dos coinciden de vez en cuando en mi cabeza, y me
hieren. Y con la vieja nos hablamos dos o tres veces por semana… siempre es un
reencuentro.
— Nunca hablas de Alejandro…
¿piensas en él?
— Como un extraño que alguna vez fue
íntimo, sí. Es una suerte que no haya venido porque se hubiera vuelto al toque,
hay gente que se cría con un sentido de pertenencia que es…
— ¿Y habéis estado mucho tiempo
juntos?
— Seis años.
— Eso es mucho, Lu… Eso no tiene
que ser fácil…
— La relación estaba desgastada
antes de que me fuera. Por supuesto, era el tío más bueno del mundo. Uno de
esos que quieren la esposa perfecta, la madre ideal, la enamorada de “su
bichito”. Pasado el tiempo hasta dejó de importarme que el tipo funcionara como
un soporífero: mientras pudiera entretenerlo, no tenía que preocuparme por
pagar las facturas; y mientras lo dejara bajarme las bragas… tampoco tenía que
preocuparme por llenar el tanque del auto con mi sueldo. Era mi pareja, y había
“derechos”. Todo tiene un precio, viste, y con los años los dos empezamos a
sentir que el otro siempre se quedaba con los vueltos.
— Ah. Un gilipollas.
— Que siempre caía parado, como
los gatos. Su familia me tenía entre ceja y ceja por rebelde. Ya sabés.
— Gilipollas con familia grande.
— Casi todos son carniceros.
— Y tú vegetariana. La pareja
ideal.
— Pero él no, él estudiaba
Historia.
— El culto de la familia…
— Se tiró once años estudiando,
supongo que después de veinte ya tendrá el título.
— ¿Once años? Yo que él, a otra cosa.
¿Y por qué siempre caía parado?
— Por su manera de ser, y hasta de
follar, todo correcto, irreprochable. Era el hombre corcho que nunca se hunde:
flota.
— ¡Ja! Follar correcto es más
triste que hacer fila en urgencias…
— Tal cual. Mi vieja no podía entenderlo,
decía que me había aferrado a Alejandro por falta de padre, se atribuía la
culpa… Éramos el día y la noche ella y yo. Ella liberal, yo tradicional. Ahora
nos parecemos más.
— Igual tuviste el coraje de
cruzar el charco sola y sin papeles… en eso no fuiste nada tradicional. Y te
quitaste de encima al hombre corcho. ¿Pero dónde está el río ése que mencionas?
No me acuerdo el nombre…
— El Colecole. En la
Patagonia.
— O sea que conoces bien tu
país…
— ¿Qué? No, no conozco bien al
gigante, nunca tuvimos la plata para conocerlo bien, allá los pobres no se da
esos lujos… y nosotros éramos pobres, vivíamos en un barrio sin pavimentar en
una casita que mi vieja se compró laburando en un frigorífico… éramos fuerza de
trabajo. Bah, como todo el mundo, siempre corriendo la coneja, un deporte que
te saca buenos músculos porque a la coneja nunca la alcanzás. La maratón de la
coneja. Eso sí: mamá supo ahorrar, y si estoy acá es por ella. Por mis venas
debe estar corriendo sangre india de un linaje bien mestizo. Una vez tuve un
sueño increíble, ¿querés que te lo cuente?
— Dale.
— Ahí va. Yo era un soldado
que iba cabalgando por la Pampa, sediento y con los pies arañados por los
cardos. Resulta que entro en un toldo y hay una india con un nene de unos cinco
años. Ella tenía en la mano uno de estos… un cuenco de barro lleno de yuyos
aromáticos, tanto que cuando me desperté seguía sintiendo ese aroma. Fijate que
en el sueño le rompí el cuello a la mujer sin darle tiempo ni a gritar, y la
dejé tirada ahí... El pibe, que vio todo, curvó el cuerpo y salió corriendo del
toldo, a los gritos. Como tenía hambre agarré un pedazo de cordero que había en
una tabla y empecé a comérmelo, robándoles el manjar a las moscas. Entonces
entra un indio grandote, fibroso, marrón, y se me tira encima. Me clava acá una
especie de cuchillo. Acá, justo acá, ¿ves? Pero a mí no me duele y empezamos a
pelear…
— ¡Eso no es un sueño, tía, es
una pesadilla!
— Sí, pará. Empezamos a luchar
y yo le clavé mi bayoneta justo abajo del estómago, le di un tirón hacia arriba
y se abrió como si fuera de manteca, las tripas se le salían por el agujero,
eran de un rosa brillante, igual que las de un ternero cereza que tenía en el
campo un amigo de mamá, como las de los soldados muertos que se pudrían en la
pampa dentro del sueño, comida de caranchos. Mientras intentaba contener las
vísceras que se le salían, el indio me mira así… incrédulo. Y se me cae encima
el pobre, muerto. Cuando salgo del toldo veo que el pibito va corriendo a
través del campo, empujado por el viento del este. Había que limpiar la pampa
hasta dejarla hecha un desierto sin indios.
— ¿Eras un soldado español?
— No. Era un soldado criollo,
un mestizo, creo.
— ¿Y por qué me cuentas una
pesadilla tan siniestra, tía?
— Porque acabo de inventármela,
boluda.
— ¡Ay! ¡Me cago en… serás
capulla! ¡Me la había creído!
— Es una mentira a medias,
porque el ternero color cereza existió y lo carnearon delante mío cuando tenía
once años. La campaña de exterminio indígena es un hecho.
— ¡Hala!, entonces hay que
terminar la historia sin dejar hilos sueltos. A mí me interesa el niño. Yo
supongo que los indios vivirían en comunidad, y como no quiero matar al
huérfano, le veo llegando a un toldo pidiendo ayuda.
— Considerá que la pampa es un
llano inmenso, y que diez soldados, incluido el que mató a los padres vienen a
galope hacia los toldos…
— Entonces sale una india para
recoger al crío y los hombres de la toldería se preparan para atacar… seguro
que en la toldería habrán muchos indios, ¿tenían caballos, no?, y sabrían
defenderse...
— Esta vez no hay malón,
Fabiola: hace poco la toldería fue diezmada y los soldados traen pólvora.
— Tal como me lo pones, es
muerte segura para la india y el niño, final trágico.
— ¿Pero no te acordás de que
antes de salir corriendo el nene se curvó todo?
— ¿Y?
— Que mientras corre a toda
velocidad entre los pajonales hacia el toldo donde está la india, se va
convirtiendo en una mulita y lo soldados le pierden el rastro.
— Define mulita.
— Un armadillo.
— Ajá. Suena a leyenda. O sea
que te acabas de sacar de la manga otro cuento, y esta vez con mi anuencia;
pero al menos salvas al niño, no eres tan desalmada después de todo. Igual a la
india la matan, a menos que se convierta en arbusto.
— Muere en el acto, y aquí
viene lo bueno, porque la mulita se refugia bajo su cuerpo y queda empapada con
su sangre.
— Mulita roja.
— Sí, pero tendrá larga vida
esa mulita, y además se apareará. El niño-mulita se morirá de viejo sin haberse
quitado nunca el color rojo de la sangre tehuelche.
— Ya puedo ver a los
bebés-mulita corriendo por la pampa. Eso si no los cazan, claro, porque el
hambre…
— Sí, sí, se cargan algunos,
pero sobreviven dos, uno de ellos con el caparazón tan rojo como el de su
padre. El alma tehuelche encarnada en una mulita, que también muere de vieja. Y
un día, a principios del novecientos, un jujeño va cruzando la pampa en su
caballo y se encuentra el caparazón rojo entre los pastizales, lo levanta y se
lo lleva.
— Define jujeño.
— Alguien de Jujuy, la
provincia más al norte de Argentina. ¿Te suena Humahuaca?
— Sí.
— Ok. El jujeño recoge el lomo
de mulita, que es muy duro, y con eso se fabrica un charango… como el que me
viste tocar por primera vez acá en Manzanares.
— Me acuerdo, claro… Sigue.
— Ese hombre era mi bisabuelo,
gran charanguista, que le enseñó a tocar a mi abuelo Cipri antes de que
emigrara de Jujuy a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Mar del Plata, donde
laburó de cocinero toda su vida, aunque tocaba el charango como dios y formó un
grupo folclórico que luego se deshizo por cuestiones laborales: tuvo que elegir
entre mantener a su familia, o seguir tocando en fiestas por dos mangos. No
pudo con las dos cosas. Ya te conté que Cipri se casó con Bego, mi abuela
materna, la gallega, algo que que le enseñó a tocar a mi abuelo Cipri antes de
que emigrara de Jujuy a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Mar del Plata, donde
laburó de cocinero toda su vida, aunque tocaba el charango como dios y formó un
grupo folclórico que luego se deshizo por cuestiones laborales: tuvo que elegir
entre mantener a su familia, o seguir tocando en fiestas por dos mangos. No
pudo con las dos cosas. Ya te conté que Cipri se casó con Bego, mi abuela
materna, la gallega, algo que en Argentina es muy común… Él me enseñó a tocar
ese charango que viste, de lomo rojizo… su charango. El charango de mi
bisabuelo jujeño.
—O sea que un niño se
convierte en mulita para que no le maten, y luego se hace instrumento musical
hasta llegar a ti.
— Claro. Yo siempre hice como
que me lo creía, porque mi abuelo vivía diciendo que ese charango primero había
sido un niño tehuelche empapado en la sangre de una mujer. ¿Vos se lo
discutirías?
— Yo le amaría. Pero esto que
me cuentas, ¿es otro farol, no?
— Es posta, te lo prometo. El
sueño sí que me lo inventé, la historia que me contó el Cipri empieza cuando el
niño se convierte en mulita, vaya a saber por qué.
— Ya.
— Sí.
— …
— ¿Qué pasa?
— Nada, Lu, que oyéndote… quizá la historia de
Jonás tendrías que escribirla tú.
— ¿Y eso a qué viene?
— Tú podrías narrarla, yo la he vivido.
— ¡Justamente por eso tenés que
escribirla vos!
— ¿Y revivirla? No me cierra, y
además soy demasiado cobarde para abrir esa puerta.
— Él querría que la escribieras
vos.
— No seas romántica, amiga… ¿y tú
qué sabes lo que él querría? No está aquí para dar el visto. Tú tienes fuerza
narrativa.
— No me interesa.
— De acuerdo. Pero me gustaría
leerla, créeme. Podrías usarnos a los dos… A él le conoces a través de su
garganta, y a mí… ¡A veces pienso que me conoces tan bien como a la palma de mi
coño! ¿Me das un mate?
FABIOLA 1
Kyra me cuenta que aún sueña con la explosión. Se
ve a sí misma despertando en su cama agitada por el temblor que sacudió toda la
ciudad, y a su padre entrando a su cuarto para evitar que llegara al balcón. Ve
sus ojos, muy azules y encapuchados, cubiertos por una película amarillenta
parecida al celofán. Sueña con la luz encendida en el descansillo, cuyo muro le
impide alcanzar la visión del incendio en la línea del horizonte. Se oye
chillando y peleando con él para que la deje avanzar hacia la ventana.
Sueña también con los abedules
plateados antes de que el bosque se volviera rojo. Con aquel interminable viaje
en autobús envuelta en la atmósfera gris de una nube eléctrica. Dice que a
veces se despierta sin saber dónde está, sintiendo que no lleva cuatro años,
sino mil viviendo en Madrid. Y si en algún momento la soledad le abre
fisuras en el estómago, busca refugio en un bar y se harta de comida
chatarra y sales digestivas, recordando a Yuri. Los viernes por la noche,
después de llegar a casa y ducharse, se calza los cascos y baila rabiosamente
durante horas.
Mientras habla me sostiene
la mirada con la serenidad de una talla eslava, los ojos entornados, distantes,
y algo flotando ahí dentro, algo que no es para mí. Sin embargo nos hemos caído
bien desde el principio, el buen rollo es evidente. Su castellano es casi
perfecto, no sé cómo lo aprendió.
Como tantas veces, soy la espectadora. La que
escucha. La que replica cuando la dejan.
Conoció a Ceballos antes de enrollarse con Tristán.
Se encontraron en un bar mientras ella se aburría, esperando a que acabara el
concierto de Jànos, un saxofonista húngaro con quien hasta hace poco mantenía
una relación informal. Mientras tanto iba cambiando de amigo cada fin de
semana, sólo por probar. Esos tipos le duraban el tiempo de un flash neuronal,
y otro seguramente más intenso aunque de distinta naturaleza, tanto como para
desear librarse de ellos con la urgencia del desgaste. Practicaba la lógica de
lo efímero. Del desapego absoluto. De la filantropía sexual con miras al
placer. “Venga, otro día nos tomamos una copa por ahí, o no nos tomamos nada y
hasta luego”. Beso. Un beso hondo aunque inconciliable, un beso de rapiña con
un semblante que habitualmente prefería olvidar.
Al otro extremo de la barra, Ceballos la
observó callado.
—
Estaba imaginándose cómo haría coincidir la punta de esta trenza en el hueco de
mi rabadilla… si yo me quitaba la blusa
Kyra se sonríe, me encanta como arrastra las r. Me muestra por
un instante su larga trenza amarilla, y la suelta con desdén.
Durante el concierto la invitó a tomar una copa.
A la primera se dedicó a engatusarla, pero no le resultó.
A la segunda le habló de su trabajo. El tipo es un artista de nombre que además
posee una academia de idiomas. Parece que Kyra lo escuchó con cierto interés, y
que a la tercera copa le dijo que le gustaba Escher. Aunque no sea capaz de
distinguir un grabado original de una lámina comprada en una tienda, una vez
vio la imagen de unas hormigas circulando por una cinta en forma de 8. Fue en
un libro donde explicaban el infinito. Ella se quedó con el nombre del artista.
Con el infinito, no.
—
Eso también se lo dije, y le hizo gracia. Le puso cachondo. Le encantó que me
importara un bledo su opinión. Intentó emborracharme, pero… — Sofoca una
carcajada maliciosa; por lo visto es difícil emborracharla. Y concluye: — Le
gusté porque no hago preguntas.
Tampoco le pareció que fuera una arribista o una puta con disfraz. Sólo una
mujer marcada por el accidente de Chernóbyl buscándose la vida en un mundo
extraño. Lo cual no es poca cosa. Sin embargo, desde el primer momento ella
prefirió enterrar muy profundamente los detalles del desastre y el recuerdo de
la boca seca con sabor a herrumbre. Las pastillas y el tratamiento, también los
enterró. Mejor no hablar de todo eso. A
Ceballos no le preocupó que no encajara en su mundo. Un mundo donde ella era
una célula-hembra aislada, y él una célula-macho de cierto prestigio,
perfectamente ensamblada en el sistema social. Un mundo hecho a base de mentiras,
hipotecas canceladas, éxitos fugaces, esposas y ex esposas rencorosas, hijos
acusadores, lamentaciones inútiles, cobardías y arrepentimientos. Kyra era una
ofrenda limpia que lo devuelve lúcido a un territorio boyante entre el placer y
el olvido. De algún modo, se parecían.
—
Yo anduve un tiempo con János, pero al final éramos como hermanos. Además es triste llegar a casa y ver que no hay
nadie.
—
¿Entonces?
—
Nada, que se vino a la barra para beber una copa conmigo después del concierto,
y se llevó por delante a Ceballos. Los presenté y ni se hablaron. Ceballos pagó
la cuenta.
Kyra es vanidosa. Le gusta repetir que Ceballos hubiera sido capaz de invitar a
un regimiento entero de cosacos con tal de retenerla. Las cosas estaban a la
vista, todas las cartas sobre la mesa. Así que Ceballos soportó a Jànos sentado
entre los dos bebiéndose la botella sin dirigirle la palabra y arrugándole la
falda a ella con su mano roja y escuálida, algo que siguió aguantando
estoicamente, convencido de que tarde o temprano, y de una forma u otra, Kyra
acabaría yéndose con él.
Tuvo razón.
—
János se enfadó cuando le di las llaves del piso para que se fuera a dormir. Al
final me tiró las llaves a la cara y se largó del local… Luego volvió para
llevarse el saxo.
Ceballos
lo vio todo desde su lugar de siempre. No se había movido de allí, y no se
movería hasta que ella se fuera. Con él, naturalmente. Al regresar a la barra
Kyra se encontró con una copa llena y una chocolatina. Cosas de Ceballos. Un
Ceballos apacible y atento que se las arregló para recapturar su atención
refiriéndole su último viaje a Tailandia. Le dijo que el verdadero nombre de
ese país es Prathet thai, tierra que nunca ha sido
conquistada. En Bangkok el cielo está lleno de peligros, de paraísos y tormentas
imprevistos. Se necesitan seis líneas escritas en sánscrito para nombrar su
verdadero nombre. Seis líneas para nombrar la ciudad del séptimo cielo. Como es
tan largo, nadie lo nombra, y los tailandeses han optado por llamarla Bangkok.
Se levantaba con el amanecer, y al regresar, sobre las diez de la mañana,
encontraba una orquídea en una jarra de agua fresca junto a la cama, detalle de
la recepcionista.
Hacía bocetos de orquídeas. De mujeres delgadas como espigas. De gigantescos
budas ocultos en la espesura. Pero eran las orquídeas las que se llevaban la
palma entre el público. Flores cortadas del cielo que se ahogaban en los
salones de los bienaventurados ricachones de Salamanca o La Moraleja. Daban
ganas de sacarlas del papel. De exhibirlas, de olerlas. Costaban mucho dinero.
Tanto, que podía vivir de ellas. Sólo que últimamente tenía un problema: “Tuve
una buena estampadora, pero se volvió a Madrid y ahora trabajo solo. ¿Tú en qué
trabajas?”.
—
Pensé: “Cuando se lo diga va a decirme que merezco algo mejor”. Y… ¡zaz!
—
Se cumplió.
—
Sí, se cumplió. Renuncié al curro de camarera para trabajar en su estudio por
el doble de pasta. No es tanto, si lo ves… bueno, si piensas que además nos
acostamos.
El tema le incomoda. El sexo representaba la letra pequeña de un contrato que
volvían a firmar cada vez que se metía en su cama. Después se iba a casa e
intentaba olvidarlo. Pero Ceballos se
quedaba enganchado a ella. Enganchado a su manera de deslizarse por el cuarto
envuelta en su bata. Enganchado a su manera de hacer, a su instinto. Al pálpito
de que nunca la tendría por completo.
—
Deberías haberle pedido más.
Se lo piensa mientras expulsa el humo del cigarro que acaba de encender.
—
No, no… me pagaba bien. Incluso hoy lo sigue haciendo, aunque ya hemos terminado
desde que estoy con Tristán. Ahora anda pinchándome para que estudie Bellas
Artes, porque siempre se me dio bien dibujar.
—
¿Lo harás?
Se
endereza, mostrando desprecio.
— ¡Govno! ¿Mientras
en Ucrania los niños comen basura?
Kyra tiene este tipo de reivindicaciones.
Piensa que el arte es una actividad ociosa llevada a cabo por gente rara en las
antípodas de un mundo justo. Pero nunca se lo dijo a Ceballos, no hablan de
eso. Él la entrena y ella responde con un silencio frío y una obediencia basada
en el interés por su trabajo. Tal vez porque ama las cosas y los seres
concretos, prefiere desterrar el arte de su sistema de valores.
No sé hasta qué punto estará consciente de sus contradicciones.
Le pregunto cómo fue lo de las fotos,
queriendo saber cómo consiguió montar una exposición de cierto éxito en una
nave industrial. Me explica que hasta
hace un tiempo se quedaba en el estudio trabajando después de hora. Él le
dejaba las llaves, y por la mañana la encontraba dormida en el sofá, con todo
el trabajo hecho sobre la mesa.
Un día, revisando entre sus fotos personales, encontró las que le había tomado
Yuri la mañana del 28 abril de 1986, en Prípiat, mientras subía a un autobús
con su padre. Habían intentado montarse a uno de los trenes, pero iba tan lleno
que no pudieron. Fueron momentos muy angustiantes, en los que la policía no
lograba organizar la evacuación. Todo el mundo quería largarse de allí
cuanto antes, todo el mundo quería subir primero. Algunos iban con lo
puesto, lo importante era llevarse a sí mismos y a sus hijos. Pero no recuerda
que la gente hiciera mucho ruido, parecía que el miedo les hubiera dejado los
recursos justos como para actuar, que las palabras, los gritos o las quejas
fueran un excedente con el no se podía contar, justamente porque ninguna
palabra, grito o queja les hubiera servido para describir la desesperación que
provoca una amenaza que se percibe, pero no se ve. Tampoco hubo tiempo para
decidir qué maleta elegían o qué se llevaban. Lo que flotaba en el aire, ese
resto de incendio invisible que los estaba friendo, se apoderó del tiempo y los
deseos. .
Movida por un impulso incomprensible llevó las fotos al estudio, las fotocopió,
las amplió y las intervino con tinta. Con porfiado salvajismo borroneó su
rostro, el de su padre y el de casi todas las personas que hacían fila para
subir al autobús, hasta hacerlos desaparecer bajo una niebla sucia de tinta
encharcada. Necesitaba evacuar de su memoria el recuerdo de aquel día,
borrándose a sí misma y borrando a todos, borrando la radiante membrana del
aire y la alegría de la ciudad suprimida de repente bajo la niebla luminosa del
silencio.
A pesar de los resultados, fue un intento ineficaz.
Nunca podrá borrarlo. La memoria es su némesis, por eso ha borrado los rostros.
— Yuri, mi hermano, era… bueno, es aficionado a la fotografía, le sacaba a casi
todo. No me explico cómo pudo tomar ésas sin que lo detuvieran o se las
quitaran.
—
¿Son muchas?
—
Yo tengo unas veinte. Me las dio en casa de babusya.
— ¿Babusya?
—
Mi abuela de Kiev.
—
¿Os llevaron allí?
—
Sí… él tomó muchas de Prípiat antes de que nos evacuaran. Las vi a todas, pero
sólo tengo las que usé para la exposición.
—
¿Y Yuri? ¿Aún vive en Kiev?
Kyra enciende otro cigarro sin que le tiemble el pulso. Guarda silencio.
Me
hablará de Yuri siempre y cuando quiera y hasta donde quiera, hay asuntos que
no me incumben.
Con respecto a las fotografías, por lo visto continuó trabajando con ellas
hasta que no le alcanzaron, y empezó a replicarlas e intervenirlas. Yo he visto
la exposición. En cierta foto, alguien se tomó una a sí mismo, pero sólo se ven
parte de sus pantalones de trabajo y unas botas de aspecto pétreo que parecen
sacadas de un museo bélico. En otra, una larga fila de seres anónimos sube a un
autobús que se mete por un túnel de tinta de plata desvaída, hacia el punto de
fuga de un incendio. Sólo que en esa ocasión no había dónde fugarse. En otra ha
dibujado peces bicéfalos colgando de los árboles. Transformó esas humildes fotos
en parques temáticos de alucinación.
A Ceballos le impactaron.
—
Nunca quiso tocar las fotos —. Hace una pausa, sin disimular su mosqueo: — Es
estúpido, porque a mí me tocaba siempre.
De todas maneras la animó a realizar una exposición electrográfica con técnicas
combinadas, como la reproducción en serie y el calco. Además le regaló un par
de serigrafías inspiradas en las fotos. Fue muy convincente. Le advirtió que
ella podía ser una de las pocas personas en posesión de un documento
fotográfico inédito desde el interior de la evacuación, y no desde una agencia
de noticias. Yuri las había tomado entre la gente, con la cámara escondida bajo
el platok de su madre, un chal adornado con un ramillete de
jazmines. Su sombra alargada aparece proyectada en la chapa grasienta del
autobús, las maletas, las mascotas jadeantes. Esa mañana todo el mundo tenía
sed. “El chico tiene intuición artística, supo dónde poner el ojo”, indicó
Ceballos con admiración.
Kyra desconfía de eso; ella cree que las tomó por una razón mucho más básica:
el miedo a olvidar.
— Anduvo por toda la ciudad sacando fotos de la espuma blanca con la que
lavaron las calles. ¿Viste las fotos que se sacó de las botas? Las estrenó ese
día, yo se las regalé. Eran marrones, pero se volvieron grises por la ceniza. Y
nadie nos dijo nada. Los ojos nos ardían, pero nadie nos dijo nada. Sacó una
foto de su ventana, que tenía una araña negra de goma colgando del balcón. Se
volvió de un rojo rarísimo. Marcó la ventana con un círculo y escribió: “Ése
era mi cuarto”.
—
Se comentó que iban a volver en tres días…
—
Nosotros sabíamos que no.
Ceballos,
que tendía a ver el costado artístico de los acontecimientos, se quedó con su
propia interpretación. Para Kyra es distinto: Chernóbyl no es Tailandia, esas
fotos no son orquídeas, ella no se considera una artista. Saber dibujar no la
convierte en eso.
Él levantó una imagen y la dejó colgando al trasluz de la ventana, para
que la viese. Esa imagen y ella eran un todo indiviso; el resto iba a hacerlo
él. Tendría que enseñarle qué decir y cómo. Por ejemplo, que era discípula de
un artista ruso opositor al régimen soviético —ya iba a pensar quién. ¿Leónid
Sókov? No, ése no, a ése lo conocían hasta en España. Otro. ¿Que era una
impostura? Tal vez, ¿y qué? La vida lo es. Posiblemente, la mayor parte de las
verdades conocidas lo sean. La artificiosidad es moneda corriente en un mundo
donde se manipulan tanto la materia como lo otro.
Le hizo dar unas vueltas por el estudio, explicándole que muchas veces las
cosas funcionan así, y que realmente funcionan. Le habló de la construcción de
una artista. De su invención. De las posibilidades que tenía ella en ese mundo.
Era guapa, carismática, y aún joven. Había que buscarle una estética para salir
a la palestra. Un disfraz que pudiera confundirse con su piel. La
estética personal es como un sello. Y la actitud también. Importa más la
actitud que el talento, y el concepto tanto como la actitud. Ser capaz de
reconocer el mundo con mirada errática, nutrirse de él. Provocar perplejidad, y
a la vez, despertar atracción. Con eso, ya tenía la mitad ganada.
Le sugirió que ideara un
personaje atractivo, algo que definiera a la futura artista. No iba a contarle
a todo el mundo que trabajaba de estampadora, y que estando en Ucrania su abuela
sólo le permitía darse un baño de vez en cuando. Usar como gancho el largo
tentáculo radiactivo de su trenza amarilla y
esa piel de nácar que hacía pensar en niños con branquias aprendiendo a
nadar en agua pesada. Su apariencia etérea, más cercana a la de una criatura
celeste que a la de una mujer, con su ligera osamenta de niña mal crecida
envuelta en una túnica de seda, evocaban la magnanimidad occidental. Lejos
habían quedado las tarjetas de racionamiento y las estadísticas de los
científicos japoneses. Ella era la viva imagen de la derrota soviética hecha a
golpe de cuchilla y con sombra para ojos. Al fin y al cabo, el éxito de la
exposición no dependía exclusivamente de la obra, sino también de lo que le
había pasado, y de su imagen. Si a eso le añadía un título dudoso en alguna
universidad del Este, un máster en Berlín y un amigo como Ceballos, el resto
estaba asegurado.
Nada podía resultar más provocador ni más
exótico que una sobreviviente de Chernóbyl. Y lo que esa gente conocía de
Chernóbyl estaba muy lejos de ser lo que realmente había sido Chernóbyl.
Ceballos supo mover las fichas correctas y esa
noche no faltó nadie, ni la prensa. La sala estaba llena de pajarracos y
críticos de arte moderadamente avarientos, gente correcta para la ocasión: el
amigo del amigo del poeta de turno. El ligue del poeta. El fulano. El primo del
fulano, que había ido por el vino. El dueño de la galería de al lado y un
séquito de tira orejas, imanes de otros treinta y seis que se le pegaban como
una entusiasta manada de coyotes. Querían saber quién era esa chica rusa, si de
verdad era una artista emergente o se trataba de otro fraude de Ceballos.
— O
sea que la tragedia de Chernóbyl te convirtió en artista — me arriesgo a
decirle.
Se queda
pensativa. Al final, dice:
—
No… no soy artista, si no el desgraciado resultado de un reactor nuclear que explotó. No
volveré a exponer, no me interesa. Si
no fuera por Ceballos, yo sólo sería una ucraniana trabajando en un bar sin que
nadie sepa que he pasado por Prípiat y…
Deja la frase inconclusa y una vez más
aparece esa mirada distante, y algo flotando ahí dentro, algo que es sólo para
ella.
Lo bueno de todo es que el dinero resuelve
asuntos pendientes. Después de la exposición se mudó a un piso más grande, con
dos habitaciones y una pequeña terraza en Vallecas, que fue donde conoció a
Tristán. El resto del dinero lo invirtió en un pasaje de avión para su padre.
Lo había visto por última vez antes de salir de Kiev, mirando por la ventana
con una copa en la mano. Cuando llegó a España hacía más o menos lo mismo:
quedarse horas enteras frente a la ventana, sin hablar.
El cáncer de pulmón acabó con él treinta y cinco
días después.
FABIOLA 2
El timbre
suena a las dos y media de la madrugada, cuando ya se han ido los músicos,
y a través de las ventanas abiertas empiezan a colarse los primeros efluvios de
una tormenta urbana. Tormenta estival, de las que agobian, algo que en esa
parte de la ciudad siempre huele a basura sin recoger.
Me asomo al telefonillo para averiguar quién
podrá ser a estas horas. Al otro lado
alcanzo a reconocer la voz acuosa, ronca, de Jonás. Luego, un golpe formidable
en el altavoz y algo que se desliza hacia abajo, como un pájaro que se estrella
contra un muro, resbala, y cae desvanecido. Dos minutos más tarde le tengo en
el pasillo. No al pájaro: a Jonás. Desde adentro le pido que encienda la luz, y
él se da lumbre con un mechero. Su cara aparece dentro del marco de la mirilla
irisada por el mortecino resplandor azul de la bencina. Con pinta de legionario
apestado de disentería y la sonrisita insensata de un viejo que se ha dejado su
bastón en el taxi. A juzgar por su asombrosa capacidad para desplazarse en
posición vertical, siempre sin caer, es como si hubiera conseguido llegar hasta
una cornisa y estuviera a punto de soltarse. Espera a que yo le haga entrar de
un tirón, cosa que hago. Sólo que en vez de saltar dentro de la ventana
imaginaria, él salta a mis brazos —o más bien cae entre ellos— y allí se queda
un buen rato. Demasiado rato.
A veces pienso que todavía sigue ahí. Ta vez
por eso al día de hoy siga reviviéndolo en presente.
— ¡Feliz cumpleaños, prima!
¿Puedo quedarme? — susurra, trémulo. Quiere usar mi baño.
— ¡Primo, qué sorpresa! ¿No
deberías estar en Granada?
— Lo estaba… hasta ayer.
Mañana tocamos aquí, por eso…
— El baño está averiado,
Fabiola — interviene Óscar, que acaba de aparecer por el corredor, con
suspicacia.
Óscar-Mosca, el irreparable socio y
contrapunto de Tristán. Además de pinchar discos por pura diversión, trabaja
como en enfermero en el Hospital Clínico. En la discoteca le adoran. Cuando
alguien se pone pesado, él deja la cabina, lo lleva aparte, lo tranquiliza y
las cosas se arreglan en minutos. El dueño lo encuentra refinadísimo, toda una
adquisición. Gusta a la clientela femenina y a los turistas. Hasta a los
borrachos les cae bien. Ni hablar de mamá. Ya la veo retocándose el moño que lleva en
lo alto de ese cuello que tanto me recuerda a las mujeres sin pupilas que
pintaba Modigliani. Con Óscar se derrite en alabanzas. Y él con ella, porque no
la conoce bien. Óscar esto, Óscar lo otro. Óscar, el neonato ideal nacido del cruce entre un surtidor de
cerveza listo para el desguace, y una ONG. El novio—piloto con pinta de dibujo
animado japonés y carrera profesional que cualquier madre vacilante querría
para una hija acomplejada como yo. La versión sana de su propio hijo.
Óscar es tan fiable que yo
nunca me fiaré de él. Me he pasado
mucho tiempo intentando encontrarle el lado flaco, la termita que corroe la
madera del cajón donde se guardan los remordimientos. El callo, la ulceración.
Pero al tío no hay por dónde agarrarle. Va limpio como un bebé recién bañado,
hasta se puede pensar que incluso huele bien por dentro, como si estuviera
relleno de hierbabuena, de mentol, o de azafrán, y no de carne y sangre como
todo el mundo. La causa: su insufrible optimismo crónico, que él atribuye a la
dieta macrobiótica de George Osawa. Me
enrollé con él porque se parece al capitán Harlock, el romántico navegante del
Manga que viaja en un barco estelar con una niña que toca la ocarina. Es
su versión riente. Ya estoy grande para esas boberías, lo sé, porque ni él es
el capitán Harlock ni yo la niña de la ocarina. Somos tan distintos que Bruno
se retuerce de la risa al vernos juntos. Tristán también. La única que da
cierto voto de fe, tal vez para llevarles la contraria, es Kyra. El resto
estará haciendo apuestas por saber quién de los dos pondrá fin a la farsa, así
que nos juegan a la baraja en cafeterías de mala muerte. Nadie sabe quién va a
ganar.
Óscar se acerca dando la impresión de que
avanzara retrocediendo. Cauteloso, como un cangrejo. Afinando una sonrisa. Lo
del baño es mentira, alguien como él jamás permitirá que mi baño esté averiado.
Habiendo Óscar,
siempre habrá pasta para un fontanero. Lo que Óscar no quiere es que haya “gente
rara” haciendo “cosas raras” en el baño.
Los presento, y él le estrecha la mano a
Jonás de manera jovial, algo que éste recibe casi con lástima. Ha notado que
Óscar finge no haberle reconocido y eso le indigna más que si se le hubiera
echado encima para decirle que su último disco es maravilloso.
— ¿Por qué no me llamaste?
¿Dónde tocas? ¡Quiero ir!
— A eso venía, guapa… además
de usar tu baño, venía a decírtelo. ¿Quién es éste?
— Mi chico, Jonás… es mi
chico.
Se sorprende, como si me hubiera vuelto uno
de esos monstruos en forma de furgoneta que salen en la National Geographic una vez al año, y que tanto desconciertan a los
especialistas. Tampoco él entiende qué hago con el capitán Harlock.
— Vale, un placer, tío.
— Lo mismo. ¿Y dónde tocáis
mañana? —. Óscar intenta ser amable.
— En La Riviera — responde
Jonás sin mirarlo. Disimuladamente, me entrega varias entradas. Luego se da una
palmada en la frente: — ¡No te jode! Olvidé el regalo en el coche, tendré que
bajar de nuevo… Espera que…
— ¿Qué? No, tú te quedas acá, me lo darás después
—. Lo que no quiero es que baje borracho, o como quiera que se encuentre, y
luego se pierda o no recuerde dónde vivo.
Jonás no protesta, dejándose conducir
suavemente dentro del salón, donde algunos amigos se reponen de una noche de
juerga. Pero la presencia de tanta gente junta lo voltea hacia mí
escandalizado, haciendo que salte a mi memoria, como pato al agua, el recuerdo
de un mascarón de proa inflado de demonios:
— ¡Hostia! —. Y se vuelve
hacia la concurrencia.
Ahí están mis amigos, todos amontonados en un
piso pequeño. Sólo que en el giro se balancea en un pie, luego en el otro y
está a punto de caerse, pero logra mantener el equilibrio agarrándose del
biombo que hay a su derecha, la única cosa de la que puede cogerse. Algo
frágil, mucho más frágil que él. Toda una joya de madera balinesa en cuyas
finas alas de papel restallan dos criptogramas grabados en tinta china: Cuerpo—Espíritu, regalo de cumpleaños de
Óscar-Mosca.
Tan inútil como un delfín dentro de una bañera. Lleva ahí toda la tarde, pero
él se lo ha cargado de un manotazo en el tiempo que dura un pestañeo,
provocando que el biombo se desplome sobre la novia de Rodrigo, un compañero de
la universidad, que duerme la mona en mi sofá.
Se oyen risas soñolientas y la guitarra de
Raimundo Amador tocando blues en un vinilo.
Con algún esfuerzo logran sacar a la chica del hoyo abierto en el biombo.
Tampoco es que ella muestre mucha colaboración, porque le entra tal ataque de
risa que parece una colombina hundida hasta el cuello en una tarta de hojaldre
descomunal. Después de eso nadie sabe ya qué hacer con el trasto. Si plegarlo,
tumbarlo o arrojarlo por la ventana. Hay una lucha de voluntades entre Rodrigo
y el biombo, que se agita en el aire como una cría de pterodáctilo. Finalmente
es doblegado, plegado y puesto en un sitio más seguro. Todo sucede tan
rápidamente que cuando terminan, Raimundo Amador sigue tocando y Jonás ya se ha
hecho un hueco junto a la ventana. Atento al espectáculo.
— A ver cómo le echas —
refunfuña Óscar
entre dientes. Mataría a Jonás, si pudiera. Mal lo lleva, si pretende que me
deshaga de él. Y mal lo llevan todos si pretenden sacarle algo que Jonás no
quiera darles. Tendrán que conformarse con verle mirar a través de una copa
mientras se buscan la vida para conseguir robarle un pedazo. A esas alturas, ya
es una pequeña celebridad. Dentro de su copa el mundo debe ser redondo,
supongo, y la gente gris, así que elige asomarse a la ventana y hacer de cuenta
que no hay nadie al otro lado de la oxidada tela metálica en la que los
mosquitos se fosilizan hasta disolverse. Cucharas, tridentes, jabalinas...
Nadie le pide que sonría: más bien esperan todo lo contrario, y de haber
llorado o montado un pollo, clavarían su cabeza simbólica en la punta de un
palo e irían a visitarle de vez en cuando para volver a casa con una parte suya
tan rancia como la cerveza que se están bebiendo: "Mira, tengo un trozo de
Jonás Gálvez en mi mochila". Con caras de turistas y de espías.
En algún momento la aguja falla y el disco se
queda atorado en un acorde; pero
nadie lo quita, y se decreta de forma tácita que ese acorde de guitarra no es más que ruido de fondo. Observan a
Jonás en silencio. Por lo visto, esperan que sea él quien lo quite. Es un
silencio peculiar, casi audible, como el que se percibe en las iglesias, en los
accidentes de tráfico y en los tribunales, cuando el juez está a punto de
dictar sentencia. Un silencio expectante. Lleno.
Risita nerviosa de Jonás:
—
¡Vaya, se nos ha jodido el Raimundo! —. Y se tumba por todo lo ancho en el
sillón que hay detrás de una cornisa, deja la copa en la mesa y se queda
dándole vueltas al único anillo que lleva puesto; una joya de oro blanco con
una piedra negra. Su semblante muestra la expresión blandengue de alguien que
aguarda en la cola del supermercado rascándose la oreja. Allí no hay nadie de
su interés. Lo único que quisiera es pagar y largarse.
Me concentro en la faena de sacar el disco y
poner otro, algo tan original como para distraer a la gente y que poco a poco
se vayan olvidando de Jonás. Pero es un problema, porque los discos los guarda
Bruno, que está fuera desde hace una semana y ni siquiera ha llamado por mi
cumpleaños; Tristán sí, pero ha viajado a Barcelona. Aparece un muchachito de
sonrisa rara haciendo gestos cómplices en dirección a mi primo.
— Sí, es él — le digo a secas,
y el pobre se larga echando leches.
Acabé decidiéndome por una casete de Jeff Buckley, un californiano de voz
asombrosa, otro regalo de Óscar para su lucimiento. Casi nadie lo conoce al
yanqui, pero los que sí se deshacen en alabanzas. Y los que no dicen que es un
mamón. Ya hay gente murmurando que Jonás es un mamón, da igual el estilo;
aunque el hecho de tenerle a sólo dos metros de distancia les sigue pareciendo
una circunstancia extraordinaria. Se ríen, murmuran. Y reanudan el
ritual de abrir botellas.
Él me espía con resignación.
— Si te doy problemas me
largo, prima —. Sus ojos acechan la figura de Óscar, que se pasea de un lado al
otro buscando pretextos para no dejarme a solas con él. Se sirve un trago de
Málaga dulce que ha encontrado por ahí. Me sirve uno a mí y otro a Jonás, que
lo rechaza con gesto crispado.
Afuera ha empezado a llover.
— Llueve — dice Óscar. Y se
queda mirando el vaso.
Jonás
no le que el
ojo de encima, así desde que llegó.
— Oye, perdona que te haya tratado mal en la
entrada… ¿Óscar?
— Óscar, efectivamente.
— ¡Efectivamente! ¡Flipo con la gente que dice
“efectivamente” para todo! “Efectivamente”. ¿Por qué no dicen “sí”, a secas?
Como si llamarse de tal o cual forma fuera algo efectivo, es como… darse
importancia —. Me mira buscando mi aprobación, pero no obtiene más que silencio
y un airecillo en cierta manera electrificado.
— Jonás, es una costumbre, no la
líes — protesto.
— Efectivamente, Gálvez — machaca Óscar, echándose
un trago con nervio.
— Es que hoy ando atravesado, ya lo habéis visto,
con ganas de marear la perdiz… — se defiende Jonás sin ninguna
maldad.
Óscar ahoga
una risita y se echa el resto de su copa de una sola vez. Nos miramos. Nadie
sabe hasta dónde llegará mi primo, si es que llega. Habla sin dirigirse a nadie
en particular, además de su copa:
— ¿Nos das un momento? —. Óscar
me coge por debajo de la axila y me saca de allí. Su mano se ciñe alrededor de
mi brazo con la precisión de una llave francesa hecha a la medida de mi
circunferencia. Sin hacerme daño, piensa él. Como resultado de la faena
acabamos encerrados en la cocina. Él, con la espalda bloqueando la puerta; yo,
colgando de su llave francesa, más atónita que atemorizada. Entonces empiezan
los reproches: ¿no me di cuenta aún de que ese tipo viene a mi casa sabiendo
que es el único sitio donde no le buscarán? Su caso es de manual. Basta con
examinar de vez en cuando a la página de espectáculos para ver lo que hay.
Cuando no le pescan en plena juerga es que suspende una gira, y cuando no está
ingresado en una clínica es que la banda no ha llegado a un acuerdo con la
discográfica, algo que en caso de estar muerto se convertirá, como que dos y
dos son cuatro, en un acuerdo inmediato. Una carrera brillante yéndose por la
alcantarilla. Para que luego alguien risueño, el delegado de turno, o un
abogado, salga a desmentirlo y se publique una foto de Jonás en sus mejores
tiempos, con una leyenda declarando que la instantánea se había tomado dos días
antes en Formentera, en Cádiz o en Madrid. Nadie, o muy pocos, admitirían que
ese hombre lleva meses, años, intentando desengancharse. Que no le ingresan de
vez en cuando en una clínica por neumonía, sino que vuelve de su primera muerte
por la ruta del caballo. Ya nadie se fía de él. La banda está acostumbrada a denunciar sus escapadas. El niño no
está: ¿dónde andará el niño? Es una constante que se viene repitiendo desde que
tenía nueve o diez años. La historia de su vida. Yo misma se la conté.
Mientras habla, el pez de oro que le cuelga a
Óscar de la gargantilla se sacude frenéticamente de un lado al otro, se ahoga,
boquea. La vena que tiene bajo la sien izquierda se le hincha, y la veo
zigzaguear como una culebra atrapada en una bolsa de hule. El dragón chino se
le ahoga en su propia corriente sanguínea. Cuerpo—Espíritu.
No me pedirá que lo eche porque sabe cuánto me importa Jonás, sin embargo
—cuchichea— ¿por qué mejor no nos damos una vuelta por ahí? Cuando volvamos
seguro que ya se habrá ido… Apenas advierta que no estoy, le entrará un ataque
de pánico, o una rabieta, y se buscará otra cueva donde escabullirse. Esos
mendas son así. Por mucha pasta y mucho éxito que tengan, van a la deriva
aunque estén varados en puerto. No son más que un instrumento lucrativo para
tíos trajeados en despachos a puertas cerradas con montones de organigramas
sobre la mesa. Gálvez no es mi problema.
Me pasa la mano por la mejilla, amorosamente:
“tén cuidado”. Puede también que sea
el antepenúltimo cordero sacrificado —nunca se sabe quién será el último—,
aunque por mucho que intenten sacrificarlo, jamás logrará limpiarse. La gente
que está con él terminará forrada o salpicada, y siendo realistas, no seré yo,
precisamente, una de las que vayan a forrarse.
La remata con un golpe maestro:
— Piensa que ya no lleva botas
de montar, Fabiola, piensa en eso…
— Tú tampoco, Óscar — le
interrumpo —. ¿Por qué no te largas?
Si antes se le hinchaba la vena, ahora parece
que estuviera a punto de saltársele de la sien. Mi resistencia le sienta como
una bofetada. Es normal, tomando en cuenta la verdad de sus argumentos. Al fin
y al cabo no ha dicho nada que no sea cierto. Pero su fallo no es ése, sino que
nada de lo que ha dicho es nuevo para mí. Sólo
quiero que se largue. Si continúo con él, su llave francesa empezará a dolerme y yo me
transformaré en algo que no soy. Así que abro la puerta, y él me suelta como si
mi brazo estuviera ardiendo. Como si acabara de recordar que su mano estaba
ahí. Como si ésta, que antes parecía una llave francesa, no formara parte de su
cuerpo y no quisiera hacerse con ella. Avergonzado, quizá.
Tras cruzar
el umbral, se da vuelta.
— Luego hablamos… ¿vale?
— Mejor no.
Cierro la
puerta, oyendo sus pasos alejándose por el corredor. Es la primera vez que me
doy con la puerta en las narices yo misma para echar a alguien, y la situación
tiene cierta gracia. No obstante transcurre sin sobresaltos.
Ya iba
siendo hora de librarme de Óscar. De su incontestable sensatez, sus
intenciones conciliadoras siempre a este lado de las puertas y su manía
cultureta de presentarse con un librito de Raymond Carver bajo el brazo,
cuidándose, por supuesto, de que fuera una edición de bolsillo. Pedazo de snob. Lo que realmente le
molesta de Jonás —fuera a reconocerlo o no— es que no huela a roña como creía
él. Que su cuerpo no despidiera poro a poro el olor amargo, opresivo, de los
alcohólicos fashion que dan la talla
exacta para sus estadísticas positivas sobre el fracaso capitalista.
Vuelvo al
salón, pero mi primo ha desaparecido y mis amigos han retornado a sus
tareas habituales de dormir la mona por los rincones, arrullados por la lluvia
y la voz de Jeff Buckley, que según él mismo confiesa, había hecho vino de un
árbol de lilas. Me sale al encuentro Rodrigo:
— Está allí — dice, señalando el cuarto de Bruno, el
único que hay en la casa. Y ahí
le encuentro, acurrucado en la revuelta cama del mulato como
un gran gato viejo dormitando junto a una chimenea.
—
¿Quién es el tipo que canta?
Yo dejo caer
el nombre.
— Pues canta como un angelito — dice.
Y ahí nos
quedamos los dos, oyendo los acordes finales de Lilac wine.
— Es bueno, ¿eh?
Él me responde
con un presagio lapidario:
— Sí… pero lleva tanto dolor encima que va a diñarla
antes de perder la voz.
Cabrón. Luego cambia de tema y me pregunta
por mi libro. Quiere saber si ya lo he publicado. Pero no, todo lo que hay de
momento es un contrato firmado, y estoy a la espera de su publicación. Él
asiente en silencio. Aunque es exiguo como un adolescente, tiene un rostro
oscuro y una mirada poderosa, de esas que te chupan hacia dentro. Me sondea en
silencio, con una mitad infantil inmóvil, y la otra, más bien canalla,
sonriendo de forma inofensiva, casi como un peluche.
— ¿Y dónde está “Efectivamente”?
¿Ya le echaste?
— Se fue a tomar una birra por
ahí.
— Perdona la burrada, pero sabes
que a los arrogantes les devuelvo con la misma moneda.
Tal vez sospeche que me hace un favor.
— Puedes dormir aquí si quieres,
no creo que Bruno vaya a venir.
Intento incorporarme, pero él me coge del
brazo:
— ¿Qué sabes de Yâzid?
Su pregunta,
hecha repentinamente y en tono angustiado, me pilla por sorpresa.
— Nada, ¿y tú?
— Tampoco, por eso pregunto. Te molestó mucho que lo
echara de la banda ¿no?
Vuelvo a
tumbarme.
— Un poco, sí. ¿Por qué lo hiciste?
— No estaba desesperado.
“No estaba
desesperado”. Vaya.
— Y además toca mal. Pero yo tengo algo… — se toca
la entrepierna un momento, y sigue como si tal cosa: — Desesperación.
— Ya. La última vez que nos vimos marchaba para el
desierto y no le he vuelto a ver.
— Está bien, tiene su corazón puesto ahí. Tal vez
nunca volvamos a saber nada de él, le gustaba perderse a ese chaval… y al menos
era honesto. Cuando ya eres alguien los demás dejan de ser
quienes eran, y tú dejas de saber quién es quién.
Y ahí
comprendo por qué pregunta por Yâzid: no es que lo eche de menos, más bien lo que
echa de menos es lo que representa para él. Que es lo mismo que le atrae de mí:
que yo puedo atestiguarlo. Los demás, ¿qué? No es de extrañar que aparezca por
mi casa de incógnito con el pretexto del cumpleaños y del concierto, para
esconderse entre las sombras espesas, pero amables, del cuarto de Bruno.
Sobre la mesita hay un peine lleno de pelo
rizado. No es más que un peine, un grasiento y sencillo peine de bolsillo, pero
él lo coge y se pone a observarlo como si fuera un objeto extraordinario.
Parece que le diera seguridad. Acaba de hallar un nido, aunque sea de otro. Ha
tomado por asalto la cama de un completo desconocido cuya fragancia acre huele
en las almohadas y en las mantas, deleitándole con visible satisfacción el
tentador anonimato de alguien que por supuesto no es él.
— Sé que te molestó que lo
echara, pero no tuve alternativa — dice, devolviendo el peine a su lugar —. Y
eso que yo no sirvo para esas cosas… soy torpe, muy bruto para deshacerme de la
gente.
— Igual lo hiciste.
— Sí, claro, tenía que
hacerlo.
— Aunque fuera tu amigo.
Silencio naufragante, temblando entre su vergüenza y
mi solapado resentimiento.
— No debería hablar de él —
rezonga, más bien para sí mismo. E intenta escurrirle al bulto cambiando de
tema: — ¿Ya escuchaste el disco? El último… mi último disco, ¿te gustó?
— No me gustan los discos de
encargo.
He procurado ser deliberadamente brutal, sólo
que en vez de enfadarse, él retoza de felicidad:
— ¿A que es una mierda?
Ese júbilo repentino me hace flaquear.
— Bueno, no sé si tanto… una
mierda, lo que se dice una mierda…
Me coge la cabeza con la mano abierta y me la
estrecha contra su barbilla, casi eufórico. Mientras me sostiene contra sus
huesos, a punto de soltarme como a una piel de zapa, el calor de su aliento me
llega de lejos, templado, y no obstante lleno de gratitud:
— Dilo… ¡di que el disco es
una mierda, mi niña, y seré tuyo para siempre! ¡Dilo por todo lo alto, para que
lo escuche hasta Dios!
Me río. A carcajadas, además; lo cual acaba
por derribar mis defensas, y recuesto la cabeza en su hombro, cuidándome de
apartar las sábanas a fin de hacerme un sitio confortable en esa diminuta cama
en la que sólo cabemos los dos apretados como sardinas.
— Voy a dejar la banda, pequeña; ahora voy a
hacer lo que me gusta —. Sonríe con expresión forzada, aparentemente ambiciosa
—. He cogido la manía de largarme por ahí mientras se supone que debo estar en
el estudio. Busco un escondite cualquiera y me quedo en mi refugio hasta que
cae el sol —. Saca un cigarro y hace el amago de encenderlo, pero al mechero se
le acabó la bencina en la entrada de mi casa, y lo tira por ahí. Revuelve en
los bolsillos buscando uno. En su lugar solo encuentra cerillas. Un cartón con
su propia caricatura estampada en la cubierta, algo bonito, quizá el regalo de
un fan. Raspa y prende el cigarro, abrumado por una pena específica. Me mira: —
¿Tú me entiendes, no?
Más que entenderlo, lo sospecho.
— Todos los que llegan arriba
se sienten agobiados —replico.
En estos casos resulta fácil y hasta
conveniente aventurar un cliché, algo que él ya sabe que es.
Se queda pensativo. Me pregunta si recuerdo
el nombre del tío ése que perseguía a la ballena. El de la película que
habíamos visto juntos hace mogollón de años, cuando él vivía en casa. Se
refiera a Moby Dick.
— Era el capitán Ahab.
— Sería. Uno que de tanto
perseguir a la ballena, el bicho acaba hincándole el diente…
A mí me corre un escalofrío.
— Sí…
— Trabajaba ese tío flaco, uno
que hizo también una peli que tenía nombre de pájaro…
— Matar un ruiseñor.
— ¡Ésa! Más vieja que
Matusalén… ¿cómo dices que se llamaba el tío?
— Gregory Peck.
— No, ése no. El de la ballena
— protestó con nervio.
— Ahab.
— Pues ése. El tío encontró su
canción. Uno va a por su canción, y ese tío encontró su canción. Tuvo suerte,
yo no. Habrá quien piense que sí, pero no.
— Mucha gente piensa que sí,
Jonás.
Sonríe, pasando por alto mi comentario.
— Yo aún no la encontré. O
quizá sí, pero todavía sigue aquí — se da un golpecito en la sien —. La
naturaleza ni siquiera es bella, sabes, y hace un tiempo estaba llena de ruidos
raros, de silencios que… en fin, de estridencias por las que nadie mostraba interés.
El sonido del mundo era mi único contacto con el mundo, y yo lo prefería
livianillo, fugaz. No puedo explicar esas cosas, y además no creo que le
importen a nadie. Dentro de mi cabeza son como un puzle, algo que siempre ha
estado ahí. Yo tenía que cambiarlas de contexto, articular las piezas y
volverlas a montar de otra manera… ennoblecerlas, electrizarlas.
— Y lo hiciste.
Escupe el humo con desdén.
— ¡Qué va! Lo que hice fue
atraer a mi viejo y comprarme un coche de la hostia, ¿tú qué te crees? Lo de mi
viejo sí que es la leche, porque me lo dijo. A él no le des olivos, dale un
cuchillo bien templado. Me habló del cante de las minas, de los hierros… me
habló del padre de su padre, mi bisabuelo, que era minero y cantaba como un
pájaro. Y a mí, claro, cómo no iba a entrarme el gusanillo… ¡si ya me venía
pasando desde niño! Si en mi vida no he sabido hacer otra cosa que cantar… que
cuando canto y aprieto la quijada y cierro los ojos sólo veo hierro y polvo y
olivos… Afuera es una cosa y dentro es otra. Afuera es funk o una rumba
salpicada de reggae, y por dentro a
mí me viene el quejío de un gitano cantando una taranta por los caminos. Secos
los caminos, aunque por fuera todo sea de color… Es así como me muerde por
dentro la serpiente.
— Entonces tienes que
cantarla.
— ¿Y tú qué crees, que es
fácil encontrarla? — Se revuelve en la cama, no se sabe si con entusiasmo, con
rabia o ambas a la vez —. Llevo veintitrés años siendo un quinqui arañador de
montañas pegado al funk, con un gitano medio grogui durmiendo en mi espalda. A
mí no me quieren ni los payos ni los gitanos... soy cebo, cebo de pescado.
Deslizo un brazo por debajo de su cuello y él
recuesta su cabeza en mi hombro, falsamente enfurruñado. Se ha pasado media vida quejándose de lo mismo, sólo que ahora su queja
suena a berrinche de estrella compungida.
Entre nosotros hay una promesa
pactada en silencio. Un pacto entre hermanos de sangre que nacen de vientres
distintos; hijos nacidos de madres y padres diferentes por broma del destino.
Niños jugando en el césped. Pequeños espías de los lazos de colores que le
dejaba el diablo a la vasca del lunar en la garganta, para que pudiera adornar
los paquetes en su tienda de regalos, en Carabanchel. De los carillones de
bronce que estaban en las tiendas de los portugueses y servían para ahuyentar a
los espíritus de los acreedores judíos. Eran cosas que nos contaba mi padre, y
que Jonás se creía a pie juntillas, porque necesitaba un padre que se las
hiciera creer. Siempre mirando con la boca redonda. Hasta que la vida le fue
cercando los párpados y su boca se volvió apretada, tensos los labios, como si
los llevara cosidos a una cremallera que sólo se abría para hacer comentarios
intencionadamente perspicaces. Circunloquios. Trabalenguas. Hasta acabar una
noche cualquiera tumbado en la cama de Bruno boca arriba, viendo el ojo de una
bujía colgada del techo mientras me cuenta sus tramoyas y yo intento animarlo.
— Tú no
eres un quinqui.
— Sí,
porque soy medio gitano. Medio, por desgracia, y sin ánimo de ofender a mi
madre, que es paya por los cuatro costados y no sé qué le habrá visto al
afilador; pero así me hicieron...
— Por
suerte. Pedazo de duende que tienes.
Él hace como que pasa de halagos.
— Nadie
sabe por dónde ando… ¡nadie!, ni siquiera la Pájara. Cuando vuelvo siempre está
tumbada en la cama, en bragas, mirándose los pies. El suelo está lleno de esas
pequeñas bolas de algodón llenas de laca que os ponéis las tías entre los
dedos. Ella tiene unos pies preciosos, sabes, parecen de cacao… lleva las uñas
pintadas de púrpura, ese púrpura profundo que a mí… ¡me mata! Antes de que diga
algo me echo entre sus piernas y me hago un nido justo bajo su ombligo, a la
sombra del olivo, pero no le digo nada de lo que he visto ni oído…
— Eso me gusta. Podrías
dejarme algún detalle escabroso.
Suelta una carcajada burbujeante.
— ¡No te jode! ¡En vez de
largarme el rollo modosito, la tía va y me pide que le cuente!
— A mí no me jode. El que se
jode eres tú cada vez que te colocas. Pero de esos detalles no hablarás… ¡si
basta con verte!
Ahí le tengo, sentado en la cama y mirándome
con tal lío de emociones, incluida la ira, que estoy a punto de creer que va a
saltar sobre mí, que me hará papilla y quedaré convertida en un montón de
cenizas grises. Otro error. ¿Cómo puedo pensar tal cosa? Me doy cuenta por la
profunda, colosal decepción que se le pinta en ese rostro tan parecido al de un
niño que él tiene y que no obstante tanto me recuerda al de un viejo. Cuando se
pone así no puedo ni mirarlo. Pienso en esas viejas muñecas de la infancia que
acaban arrumbadas en un anaquel con el cuello roto y los ojos torcidos llenos
de pestañas, incólumes, observando a los visitantes con cierta saña silenciosa,
y en cuyo brillo se refleja la vulnerabilidad de quien las mira. Pero sé nunca
me hará daño, ni me cogerá del brazo con una mano como si fuera una llave
francesa.
— Y ahora me sermoneas. Eso sí
que no lo esperaba de ti, nunca, jamás me has juzgado… hace mucho tiempo tenías
el refinamiento de una marquesa y el cerebro de un gamberro, por eso me
gustabas. Bueno, cuando te salía… esa cosa helada que tienes con la que no
obstante derrites un volcán.
— Y sigo siendo así, primo,
sigo siendo así. Sólo por fuera.
Se ríe.
— Lo sé, porque cuando te
ablandas tiemblas como una hojita… ¿por qué me sermoneas ahora?
Vuelve a tumbarse, cogiendo mi brazo como si
fuera una bufanda de lana y envolviéndose en él. ¿Acaso dejará de drogarse
porque yo se lo diga? Al contrario, se
pondrá más porque yo lo juzgué.
— Siempre he temblado por ti,
y lo sabes.
— Ya, ya, Fabiola…
— Desde pequeña. Pero a ti
tanto te daba dormirte en el baño que acabar en la trena.
— ¡Claro! Por eso tus viejos
me dieron el trastero; para dejar bien claro que duraría poco. Tú insistías en
andar pegada a mis talones día y noche: “Mi hermano tiene un aeroplano con
mando a distancia”, decías con esa vocecilla. “¡Y a mí qué, joder! ¡Niña tonta,
que te den, vete a jugar con tus mascotas de plástico!”. Sonaba en mi cabeza,
pero no me daba la gana decírtelo. En lugar de eso, prefería fulminarte con mi
tristeza.
— Pues lo conseguías.
— Lo siento, mi niña.
Cierra los ojos y se abandona al sueño. Yo
también.
Por la mañana descubro que me he quedado
dormida con la ropa puesta y que me han cubierto con una manta. Es una mañana
de domingo, silenciosa como cualquier mañana de domingo antes de las nueve. La
lluvia rebota en el patio dando respingos, llueve
con vigilantes, diría mi madre, y eso significa que va a llover hoy y
mañana. El lado de la cama que ocupaba Jonás está revuelto y frío, señal de que se
marchó hace rato. Así que me envuelvo en la manta y recorro la casa en
puntillas, eludiendo las servilletas de papel y los botellines vacíos que hay
por los suelos. Todos se marcharon dejando la puerta abierta, seguramente.
Amigos, pocos. Los verdaderos puedo contarlos con los dedos de una mano. Eso
sí: ni rastros de Jonás.
Al regresar al cuarto veo que me ha dejado un
par de presentes. Su primer disco —mi favorito— con firma y dedicatoria, y un
origami. Están en la mesita de noche, bajo la luz de la lámpara todavía
encendida. Por lo visto ha cogido un buen trozo de chicle, lo ha masticado, y
tras amasarlo, lo pegó allí a modo de base. Encima, y en vertical, clavó el
peine de Bruno, y lo remató con una figurilla de papel en equilibrio sobre el
peine. Es toda una obra de ingenio en miniatura, una especie de tótem absurdo y
frágil.
Cojo la figurilla. En esta ocasión es un
saltamontes. Jonás siempre ha tenido una habilidad innata tanto para los
origamis como para emerger de la nada y largarse. Y esos artilugios se le dan
bien desde pequeño. Para fabricarlo ha tenido que sacrificar la contracubierta
de uno de los pocos libros de Bruno, y escribir algo sobre ella. No se trata de
palabras aisladas que fueron escritas para decorar, ya que las líneas se
pierden entre los pliegues. Acercándome mucho a la lámpara, despliego el
saltamontes para ver el texto completo. Su letra es muy pequeña y casi tan
enmarañada como sus rizos:
(sabía
que ibas a abrirlo)
Buenos
días,
he
cogido el último trozo de tarta y me llevo unas cervezas… por si las moscas.
Acabo
de tener un sueño cojonudo, sabes, soñé que tenía una Scorpa negro azabache con
los cromados impecables, preciosa. Olía a combustible y a perfume de mujer, un
suave aroma de almizcle mezclado con aceite de motor, arándanos rojos y cuero
salvaje. Estoy contento, porque he conseguido dormir sin calmantes, y nos lo
pasamos bien. La pena es que me haya despertado, pero bueno, es una pena menor
porque estoy aquí y no en otra parte. Si vine a tu casa, es porque contigo todo
vuelve a ser como siempre ha sido y como nunca debió dejar de ser. Me acuerdo
de ti hace años: andabas por ahí dando vueltas… bailando con el peligro. Nos
jodía saber que por más que lo intentáramos, no podría inventarse nada nuevo en
un mundo que nos pensó el futuro antes de que pudiéramos imaginarlo. Si no
sabes qué puñetera excusa poner para no hablarles de mí a tus colegas cuando se
pongan pesados, tú di solamente que voy montado sobre el techo de un tren que
conduce al paraíso de los idiotas, con el viento en la cara y solo. Y que yo no
tengo el duende. Que él me tiene a mí. Que a veces mola que te cagas, pero
otras...
piensas
en matarlo.
En
fin, olvídalo, voy de coña.
Bueno…
¿te veré esta noche en el concierto?
Quiéreme,
prima (porque yo te quiero). Ah, y vuelve a escuchar ese disco, anda...
PD:
al final he conseguido usar tu baño.
(espero
que no te dé por casarte con esa ampolla).
Deduzco que la ampolla
es Óscar. ¡Casarme con él! Suelto la risa, porque nunca me casaré con nadie,
eso me ahogaría. Es cuanto a la carta, es un misterio. Ni hablar del resto.
Intuyo que cada palabra ha sido pensada meticulosamente. El disimulado tono de
despedida que hay en ella la hace todavía más reveladora. También preocupante.
Algo me impulsa a volver sobre mis pasos, abrir la puerta y asomarme al
pasillo, en espera de que quizá todavía pueda estar ahí. Nada, el pasillo está
vacío. Escucho la puerta del ascensor antiguo, que se cierra con un golpe
estentóreo.
Una mujer morena, inmensa, avanza por el
corredor dando contra el suelo con la punta del paraguas: pomc—pomc—pomc,
envuelta en un enorme abrigo pasado de moda que le llega hasta las
pantorrillas, haciéndola parecer un espantapájaros montado sobre unos palillos
de regaliz. Sé quién es, Bruno y yo ya la he visto antes; vive en el piso de
enfrente. La oímos cada noche al regresar del trabajo, haciendo un ruido seco
con sus mocasines de tacón y canturreando una viejísima melodía de Chabuca
Granda: La flor de la canela, siempre la misma canción. Los
sábados trabaja también por la noche y regresa ya bien entrada la mañana.
Al pasar por delante de mí me mira fijo,
inclina la cabeza y dice con voz fuerte:
— ¡Buenos días!
Con la punta del paraguas, señala algo en el
pasillo.
— ¿Es tuyo?
Miro hacia abajo y veo el anillo de Jonás
tirado en el suelo. Lo cojo, notando que la piedra —posiblemente una oxidiana—
está rajada de punta a punta. Más que seguro se le habrá caído al salir, o ya
estaba rajada de antes. Me lo pongo en el dedo corazón y allí se queda, como si
hubiera sido hecho a medida para él.
— Sí, sí, es mío — le miento.
Ella suelta una risa burlona.
— No… —dice con desdén,
empujando la puerta para entrar en su apartamento — Ahora es tuyo.
LUJÁN
La tipa era especialista en Flores de Bach: la mejor, vete a verla, me
dijeron; así que fui. Una mujer simpática. Consultorio monocromático, té
pakistaní, masitas… Me pidió que le contara, que le contara todo, qué me
pasaba, cómo me sentía, qué tal me iba en el trabajo, con mi familia… ah, lo
mío con la familia es un poco escuálido acá, le dije, ¿y qué te ha traído a
España? Se hacía la española todo el tiempo usando el pretérito perfecto por
cualquier cosa. Al rato empecé a notar que cuanto más le contaba los detalles
de mi relación agridulce con el país, más abría los ojos y más estupefacta se
quedaba. Claro, mi vida un desastre organizado y la de ella todo ordenadito,
todo nacarado y beige, plantas ornamentales al lado de la ventana, cortinas de
gasa, cadenita bizantina en la muñeca, vestido ibicenco, la foto de los niños
en el escritorio y por supuesto un marido —gente normal—, ya muy afincada en
Madrid, ya tan integrada a pleno que apenas se le nota el origen amerindio,
aunque debajo de ese alisado de peluquería, con sus mechas doradas aclarando el
castaño oscuro natural, seguro que debe haber también sangre mulata. ¿Pero, por
qué te has quedado?, me preguntó toda horrorizada. Porque me gusta la
multiculturalidad, respondí instantáneamente; me estimula compartir
experiencias con gente de otros continentes, no saber lo que va a pasar mañana
me asusta y a la vez me exalta, es algo… ¿Y esos trabajos que me comentas no te
producen mucho estrés? Dedo en la llaga: ¿estrés?, a rabiar, todavía no perdí
la costumbre de preguntarme qué hago acá cuando me siento en un andén, a una
edad en que habría, dicen, que asegurarse la vejez. Estoy alienada y a punto de
descarrilar, ¿habrá alguna esencia para bajar la angustia? Sí, claro, claro. ¿Y
puede mezclarse con medicación alopática o…? Las flores son totalmente inocuas.
Bien. Me dijo que volviera la semana que viene a buscar la pócima. Un frasquito
de vidrio con gotero y etiquetita primorosa, incluso me dieron ganas de ponerla
de adorno en el comedor al lado del bambú. A los diez días estaba en Cabrera de
Mar, Barcelona, tirada boca arriba en un murallón de piedra siguiendo la
trayectoria de un águila culebrera que vuela a mucha altura, y en círculos,
como un borrón ambulante. Es un pueblo apretado entre callejuelas y masías,
mucha vegetación y rosas chinas; un laberinto mediterráneo con un sol que dan
ganas de abrirse la blusa y cantar, el escondrijo perfecto para la creciente
misantropía de Tristán. Mientras los demás duermen la siesta, me echo las dos
gotitas de rigor bajo la lengua y prendo un cigarro, a más de diez mil
kilómetros del pasado. Me dejo llevar por el recuerdo sin melancolía de mamá,
del abrazo que nos dimos en Ezeiza cuando emigró con Aurelio y antes de que se
nos fuera el Canica, del momento en que su pubis y el mío se fundieron en uno
solo, de la forma en que me agarró la cara a la distancia de un beso y me dijo:
Sos una guerrera valiente, vos… ¡tenés una fuerza!, pero las cartas estaban
marcadas desde el principio, porque ella nos educó en libertad y alegría en una
época de silencios, y aunque yo supiera que no tenía derecho a impedirle nada
ni ella a nosotros, lloré. Una de las pocas veces que me puso límites fue el
día en que me zafé del casamiento y me hizo bajar la escalera a los saltos
raspándome con los anillos… ¡Como si ella hubiera creído en esas cosas! Pasado
el tiempo entendí que habíamos ido para no angustiar a Bego, porque mamá nunca
se llevó bien con sus hermanas, que la excluían por ser madre soltera: la puta.
Decile a tu hija que deje de escribir, se le quejó una vez la mayor; no es
normal que una criatura esté escribiendo todo el día, decile que salga a jugar
con los chicos. Así que para hincharla nomás mi vieja sacó un cuaderno nuevo de
adentro del bolso y me lo dio a propósito, se asomó a la ventana de la cocina y
dijo: ¡Uy, la que se viene! ¡Neeeegro se puso, viento y tierra!, lo que alertó
a tía Flor, que metió a los chicos adentro y yo toda airosa empecé a recitar:
“¡Hijo audaz de la llanura y guardián de nuestro cielo, que arrebatas en tu
vuelo…!”, haciendo que flor de tía me hiciera callar. ¡El pampero, tía, de
Rafael Obligado! ¿Y ése quién es? Flor de tía, nunca me quiso, ni ella ni las
otras; pero la abuela Bego sí, nunca me quisieron porque para ellas yo era la
extensión enana de mi vieja, que hacía lo que quería. A mí me alcanzaba conque
me quisiera ella, imprevisible y loca. Llegaba del frigorífico, agarraba el
Citroën Batata y nos urgía a subir, apurensé que vamos lejos, a las playas del
sur, llegábamos justo en marea baja, cuando las olas se amansan y besan bajito
la orilla como un baño de jalea, y hay que internarse mar adentro para que te
cubra hasta el pecho, una capa tras otra de jalea, ella me alzaba en brazos, yo
me agarraba de su cuello y nos dejábamos llevar por las ondulaciones de un mar
en calma, riéndonos al ver al Canica intentando hacer surfing con su barrena de
tergopol. Mis tías no, ellas se alquilaban su parcelita de playa en el centro
para quedarse todo el día jugando a la baraja, sin tocar el agua, creo que
siempre le tuvieron envidia y además les tenían miedo a las playas salvajes, y
como preferían obedecer a sus maridos, alimentaron durante años ese típico
resentimiento que se convierte en astucia femenina frente al control macho que
las privó de su libertad, algo que convertían en manipulación deshonesta. Mi
vieja siempre desconfió de eso. Yo también. En cuanto al Canica, él siempre
prefirió salir a cazar alguaciles — libélulas gigantes —, antes que andar a los
tortazos con mis primos, pero cuando se agarró a tortazos con la policía yo no
vi que ninguno lo apoyara, ya se habían comprado sus coches y sus departamentos
en el centro y nos ignoraban por completo, para ellos éramos una mutación de su
ADN viviendo “en ese barrio”, qué desgracia. Y ahí seguirán, en el lugar donde
quedaron, protegidos, habitando el territorio que les estaba asignado incluso
desde antes de nacer, no como yo, que tiré por la borda mi casa de origen, y
también la desmonté. ¿Hubiera sido más fácil seguir en el mismo lugar donde
vivía hace un millón de años? ¿Hubiera sido más fácil vivir otro millón en la
casa de origen sin haberme hecho ni una sola pregunta, intentando ser como
ellos hasta que se me murieran los mandatos, y me pusiera a prueba a mí misma
para ver si yéndome podía extrañar? La verdad, no. Al fin y al cabo, así crecí.
Te oigo de lejos, Argentina. Siempre supe que me iría, no fue solamente por el
corazón roto del Canica, sino también por todo lo que prefiero reservarme,
dejando como pista nada más el tiempo que se paró antes de que lo mataran.
Boska se mudó, pero a la larga Ketzaedro reaparece cuando el mundo se vuelve
amenazante. ¿Esta gente se dará cuenta de la que se les viene? Acá los
zaguaraños eligen a los blancos y emparedan a los que son de otro color,
amontonan a los desesperados en centros de detención, o en la antigua cárcel de
Carabanchel, clausurada hace años, que es el mismo lugar donde paradójicamente
vamos a renovar nuestras residencias, nos llevamos nuestras viandas, nuestras
sillas plegables, nuestros libros, y cortamos clavos por cada metro que avanza,
por miedo a que después de haber pasado un control zaguaraño nos reboten los
papeles en ventanilla. Justo al lado de la fila que dobla la cuadra dos veces,
hay una alambrada, una vereda y un pabellón amarillo con persianas azules,
desde donde cuelgan unas camisetas, alguien podría pensar que se están secando
al sol como en cualquier balcón de Madrid, pero no son camisetas, si no
declaraciones juradas: ACÁ NO HAY PAPELES PARA NADIE, esto fue en 2009. Los
zaguaraños aplastan a un africano contra un coche, lo baquetean, lo insultan y
le ponen la cadena simbólica del esclavo, unas esposas que lo mantienen
amarrado a la democracia blanca del paraíso animal; los que logran burlarlos
venden CDs pirata en algún pasaje grafiteado y con olor a orines. O bien los
ves en hilera vendiendo réplicas de Dolce
& Gabanna, esbeltos ellos, con los ojos perdidos en un lugar lejano del
que alguien los arranca para preguntarles un precio. Ellos también esperan a
los zaguaraños. Luego están los blancos rotos que viven bajo el túnel que cruza
la Castellana: se esconden ahí para protegerse de la lluvia y los zaguaraños,
yo los vi, el jaco se calienta en papel de plata, es tan marrón como la mugre
de unas uñas sucias. ¡Ven a vivir con
nosotros la aventura más salvaje!, anuncia una presentadora por la tele; diez
zaguaraños entran en un piso, en una nave industrial o en un barracón, y sacan
a empujones a unos simpapeles, sale a la calle un andaluz y les grita:
¡Hijoeputas, dejadlos en paz!, pero no hay paz; un niño escapado de la madre
intenta interponerse entre los zaguaraños, quién sabe por qué y para qué, luego
se ve que no quiere que se lleven a su amiga Aminata, lo empujan, lo hacen caer
y lo recogen; los zaguaraños siguen la redada y en pleno día amenazan a un
viejo que tiene que irse, el viejo sale en calzoncillos y les rebolea con lo
primero que encuentra, ¡Tome Actimel (para la caca) agitar, disfrutar y listos
para empezar!, los zaguaraños entran en la vivienda protegida de una abuela que
no pudo pagar la luz e intentan sacarla, pero la abuela se agarra del marco con
brío y los putea, tironean de ella hasta dejarla en posición horizontal sin
soltarse, y mientras la sujetan patalea, un zaguaraño recibe un zapatazo en
pleno casco, todo el vecindario ha salido a la calle porque la Herminia creció
en esa casa y nunca se casó, así que les gritan, les silban: ¡soltadlaaaa,
soltadlaaaaa!, y los filman. Insisto: ¿esta gente se dará cuenta de la que se
les viene? El indígena de la tele todo simpático le dice a la presentadora
Nuria Roca que no lo estrese, y la tele audiencia se ríe porque es divertido
escuchar a un salvaje, quizá un reducidor de cabezas o un caníbal, hablando
como blanco. Ley blanca y mueran los jíbaros. La doctrina de los porcentajes.
¡Democracia! ¡Vamos! ¡Dame una pastilla de azúcar! Ketzaedro encarna en todas
partes, va mutando. Yo busqué un remanso lejos del mundanal perro, y en la
escapada conocí gente extraordinaria que me invita a compartir su comida, su
casa, que me da su ropa, sus discos y me confía sus pequeños secretos. No somos
hijos de la madre si no de la manada, dice Fabi, que alquila un piso enorme en
el casco viejo de Madrid, donde renta habitaciones a extranjeros. Ya han pasado
un subsahariano, un estudiante alemán, una sudamericana, un malagueño, una
argelina, un vasco aspirante a chef, un dibujante cubano, un becario de
Rumanía… y seguro que me olvido de alguno. ¡Ah, sí!, la noche en que se armó
una fiesta senegalesa en un saloncito donde apenas cabíamos diez. Esto desafía
el prejuicio, lo arrincona. ¡Ea, a comer! Fabi sale de la finca bostezando, con
un lotecito de cerveza en la mano. Tristán cocina, dice. Es un buen anfitrión,
pero raro: nos deja a las tres en el patio y se va al bosque sin dar
explicaciones, después reaparece con un montón de nueces y una bolsa de setas,
pone todo en una mesa enclenque debajo de un castaño y se va para dentro: tengo
algo de comida en la nevera, vosotras quedaos que yo ya vuelvo. Setas de
estación cortadas en rodajas, tortilla, queso, jamón, nueces, un frasco de
aceitunas negras, pan, ensaimada, anchoas… y birra, que nunca falte la birra.
Tristán dice la verdad de una manera que puede parecer brutal, pero nunca
miente, no sabe cómo se hace. Ahora que dejé las pastillas puedo beber a gusto,
tías, porque con toda esa mierda en el cuerpo la cabeza me daba vueltas... así.
Agotamos el botín con parsimonia. Es la primera vez que lo veo bien en
mucho tiempo, diría que hasta tiene buen color. Como los dueños de la finca
viven en Alemania y sólo aparecen en julio y agosto, Tristán se pasa todo el
día haciendo el loco a su gusto. Subraya todo contento que ya no toma
pastillas. Hablando de locos en una escala del uno al diez, él piensa que anda
por un seis. Siete, quizá. La locura lo protege contra la humanidad y lo eleva
por encima de sí mismo, haciendo que se rebele contra la memoria del mundo y su
herencia, y aunque se sabe bastante el DSM 4, ahora está en otro punto del
proceso y le dan igual los diagnósticos: ya vio que expuestos a la luz, todos sus
delirios se desintegran como vampiros. ¿Qué más me queda demostraros? ¿Qué no
voy por ahí clavándoles cuchillos a la gente, hablando con marcianos o
intentando follarme un árbol? Nada, Tristán, a nosotras no tenés que
demostrarnos nada, me da por decirle, y arriba su botellín de cerveza. En
cambio Fabi se toma un poco más de tiempo en hablar, porque al fin y al cabo se
trata de su hermano: Si tú estás loco todas tendríamos que colgarnos el
sambenito, lo que yo admiro de ti es que eres el único de la familia que se
atreve a decir verdades como puños, incluso llegas hasta el punto en que,
sabiéndolo, sigues estando dispuesto a correr el riesgo. Chocamos los cuatro
botellines. Tristán se tira hablando un rato sobre la manera en que manejó su
problema durante años, dice que al principio se lo contaba a todo el mundo, y
obtenía dos resultados: unos le tenían lástima y no sabían ni cómo abordarlo, y
los otros desaparecían silenciosamente, pero no dejaban de hablar sobre él con
terceras personas. El diagnóstico es una construcción, básicamente una trampa
ratonera: una vez que te lo crees, te das vuelta y ya estás en la cárcel. Los
calmantes funcionan un tiempo y luego dejan de hacerlo, entonces el loquero
piensa que tu locura ha crecido, así que para bajarla te da más. Dice Tristán
que mientras al yonqui le bajan la droga porque la causa es el abuso, al loco
se la suben porque la causa es la locura, unas drogas son buenas y otras son
malas, imaginaos al loquero diciéndole al yonqui: voy a ajustarte la dosis de heroína,
ahora en vez de pincharte seis veces al día te pinchas doce, el tío le estrecha
la mano y que pase el siguiente. Son calmantes, como cualquier otra droga, pero
aprobada por el gobierno y tus parientes. Acá disfruto como un enano. Sancho no
puede alcanzarme, el loquero tampoco; de madre no hablemos porque está
atascada... ¿Amigos? Vosotras y alguno más, pero hay que irse con un cuidado…
hace tiempo que dejé de creer en cuentos de hadas, mi acompañante terapéutico
viene dos veces por semana y actúa como amigo de pago; si no le pagaran, ya se
hubiera largado, yo podría pagármelo, pero Sancho insiste y así me deja en paz,
oye… El opio, siempre. Su reflexión atropellada me provoca movimientos
telúricos. Decido ir a echarme un ratito. Claro, ve, ve… Asalto una habitación
— total, en la finca hay seis —, y me tiro boca arriba en la cama, pero no
puedo dormirme. Voy a cerrar mi corazón, pienso, voy a cerrarlo para poder
seguir adelante y que no me siga afectando la muerte del Canica, y los miles de
kilómetros que me separan de la vieja, una nunca deja de necesitarla aunque ya
hayan pasado un montón de años, y la inmigración y el futuro y la pastilla de
azúcar y eso de tirar para adelante sola… voy a cerrar mi corazón como hacen
casi todos, le pondré una coraza como hacen casi todos para que no puedan
traspasarlo, de forma que el amor y el amar no me hagan pedazos. ¿Fuerte, yo?
¡Si ni siquiera aprendí a lidiar con el dolor! Algún día no tan lejano me daré
cuenta de que el gusano que pudre la manzana no es la indiferencia de la otros,
su transitoriedad, si no el inconveniente calculado de no poder amar. Siento
envidia de Tristán, que se lleva genial con su soledad cundo no está Kyra y que
tiró todas las pastillas, incluso me da vergüenza decirle que yo aún no puedo tirar
la mía, porque a la larga o a la corta una se va rompiendo y es mejor no decir
ni ay. Yo también quise despertar por encima de todo, pero en el fondo no hice
otra cosa que escaparme. Me distrae la voz de Jonás Gálvez, que empezó a sonar
a todo trapo en el equipo, comiéndose mis fantasmas. Esa música puede conmigo
como las olas en marea baja, desarma el revoltijo que tengo a la altura del
plexo, espanta a las hienas que lo arañan. Oigo las botas de Tristán yendo y
viniendo por la casa. Le da un par de golpecitos a la puerta: ¡Eh, argentina,
levanta que vamos a ver Andrómeda! Les digo que vayan, que yo los alcanzo
después, pero que deje la música así de alta. Él se ríe: Vale. Agarro la
libreta y retomo los apuntes de herboristería que venía escribiendo cuando salí
de Madrid. Algún día, si hay suerte, Kyra y yo tendremos nuestra una tienda,
pues me falta poco para adquirir la nacionalidad. Noto que en la habitación hay
una mosca-perro. Me levanto para agarrar la libreta y me sigue, vuelvo a la
cama con la libreta y un boli, y me sigue; no puedo quitármela de encima. Es
una mosca cojonera de las de antes, de libro. Ahora mismo la mosca me está
leyendo.
FABIOLA 1
Yo conocía el Nexus. Se
llegaba bajando una escalera, diez metros bajo tierra. Te recibía un gigantón
extremeño vestido de negro del cuello a los pies, que muy educadamente y con
voz afeminada, nos decía:
¿Os apetece algo en especial?
¿Música privada?
¿Un vídeo?
¿Un show?
¿Alguien para hablar?
¿Para cenar?
¿Para beber?
¿Para follar?
Relax.
Pero no era ni de lejos un burdel, sino un
elegante cabaret para pijos ubicado en la zona alta de Madrid, fundado por
Wally, una italiana de conquistas tan improbables como Berlanga, a quien
llamaba misteriosamente “el sepulturero”. Igual nada de lo que pasaba en el
Nexus era cierto, y también podría haber sido que Wally ni siquiera fuera la
dueña sino sólo su cabeza visible, y que el cuadro atribuido a Frances Bacon
que había en el vestíbulo, no fuera en realidad de Frances Bacon sino una
falsificación. O bien una pieza ganada en una apuesta con el irlandés antes de
que éste se fuera a vivir a South Kensington, y acabara muriéndose asistido por
una monja, en la atmósfera esterilizada y fría de un hospital de Madrid.
Kyra trabajaba allí como camarera, pero nunca
se fijaba en nada. Decía que para trabajar en el Nexus era mejor no fijarse.
Sin embargo, la noche en que vio a Bruno sentado a una mesa con un tío
pelirrojo, sí que se fijó. Y se fijó mucho, porque lo conocía y sabía que Bruno
no era de los que suelen ir a sitios como el Nexus, así que tuvo que mirar dos
veces para comprobar que la vista no la estuviera engañando. Ojalá se hubiera
confundido, pero no.
Bruno no la reconoció, por lo que casi ni
cambiaron palabra, más allá de los saludos formales y el pedido, tenso el
clima. Les llevó dos copas y alrededor de las tres de la mañana quedó libre
para irse a casa, ya que esa noche sólo cubría un turno parcial.
Según me refirió ella misma, estaba esperando
el bus en la parada que había a metros del local cuando escuchó una voz
conocida. Era Bruno discutiendo con alguien en la entrada del Nexus. Delante de
ellos había una Cherokee verde oscuro. Kyra vio que el cuerpo recargado en la
puerta del conductor, ya abierta, era la del pelirrojo que había ordenado los
daikiris. Su vehemencia dirigía la discusión; la voz de Bruno era llevada y
traída por la brisa de la madrugada. El pelirrojo increpaba y Bruno se
defendía. El tono de la discusión crecía por momentos, con el pelirrojo dando
golpetazos al filo de la puerta, y el mulato canturreando sus argumentos, de
modo que empezaban a parecerse cada más a un débil tono de auxilio arrojado al
aire, que a una ofensiva.
Al despegarse de la Cherokee, alumbrado por
los faros de un coche que se le puso a menos de un metro, Kyra vio que Bruno se
lanzaba a la calle corriendo. No entendió qué podía estar haciendo ese mulato
inocentón en un lugar como el Nexus. Se lo preguntó a sí misma al verle cruzar
la calle a toda velocidad, y se lo siguió preguntando hasta que oyó el golpe.
“Vi algo tirado en medio de la calle… pero
no parecía una persona. Entonces escuché acelerar la Cherokee, que se fue”.
Kyra me estuvo llamando toda la mañana, sólo
que yo tenía una cita con Ramón. Ya había visto la prueba de impresión, le
había pagado la mitad del contrato con el dinero de Jonás, y llevaba meses
esperando el resultado. Fue extraño que Ramón no se presentara, que no cogiera
el teléfono, y más raro todavía que no apareciera por la editorial con su
Cherokee verde oscuro.
Regresé a casa con todo tipo de pensamientos
malignos.
Kyra y Tristán me esperaban justo delante de
la puerta, nerviosos. Quisieron saber por dónde andaba, por qué no atendía el
teléfono, y si me habían llamado del hospital. No comprendí. “Prepárate, porque
es chungo”. No es que mi hermano destacara por su diplomacia a la hora de
comunicar una noticia delicada, y lo primero que me vino a la mente fue que le
había ocurrido algo a mis padres. Kyra lo negó categóricamente, y aunque se
adelantó para suavizar de la mejor manera posible el sombrío comunicado, no hay
forma de reducir el impacto de la muerte, si no la esperas. Y la verdad es que
nunca la esperas.
“Es Bruno”.
Esas miradas de
compasión me hablaron por sí mismas, no fue necesario que dijeran nada más. La
misma expresión tenían los ojos de mi padre cuando entró en mi habitación,
teniendo yo unos doce años, para decirme que el cachorro que habíamos
encontrado en la calle había muerto. Rompí a llorar mientras mi hermano corría
el pasador.
Kyra me contó que al escuchar el frenazo tuvo
el impulso de lanzarse detrás de Bruno, sólo que al cruzar la glorieta tuvo que
parar. Vio una Ranger negra cruzada en medio de la calle, con los faros
encendidos y la puerta del conductor abierta. A unos veinte metros, un hombre
inclinado sobre un bulto daba voces desesperadas pidiendo auxilio. Ni un alma
en la calle, salvo ella, el hombre de la Ranger y el chico tirado en el suelo.
Recordó la proximidad del Nexus, al que llegó minutos más tarde dando tumbos
sobre un solo tacón, y sin aliento. Desde allí llamó al SAMUR, y luego a
Tristán. Y claro que al salir no se le ocurrió pensar dónde se metería la
Cherokee, no piensas en esas cosas si a la vuelta de la esquina tienes una persona
que ha sido arrollada por un coche. El caso es que al regresar al sitio del
accidente acompañada por el extremeño, vieron que ya estaban las patrullas. El
hombre de la Ranger se cogía la cabeza con las manos, sentado en el asfalto; y
ella intentó acercarse al mulato, pero no se lo permitieron. Un guardia
intervino para tomarle declaración. Kyra lo exhortó a que buscaran al hombre de
la Cherokee verde oscuro. Después apareció la ambulancia y fueron obligados a
apartarse.
Nunca llegó a ver a Bruno. Estimó que le
trasladaban al hospital La Paz porque lo vio grabado en la bata de un
paramédico. Mi hermano apareció justo después de que se marcharan todos, cuando
el aire de la madrugada empezó a oler a salitre y a ella le entró un deseo
furioso de ver la luz del día, de perderse en algún árbol, alguna otra calle.
“Dejamos al extremeño en el Nexus y nos
fuimos al hospital... Allí nos enteramos de que Bruno falleció en la
ambulancia”.
Largo silencio en el que todos nos quedamos
viendo el suelo sin saber qué hacer ni decir. Encendí un cigarro y me apliqué a
ello como un murciélago neurótico. Con rabia. Así que ellos habían estado en el
La Paz y yo no. Pues yo también quería ir al La Paz, que me llevaran. Pero él
me contuvo con un brazo que hacía de barricada. Su boca pronunció un “no”
rotundo, y su brazo un preventivo otro “no”. Dijo que en el hospital habían
obtenido un dato curioso: Bruno no tenía familia. Ellos venían de allí, donde
les aseguraron que la policía no había conseguido localizar a ningún familiar.
No había padres, ni hermanos, y mucho menos abuelos. El chico estaba solo en
Madrid. Añadió que a Bruno le habían trasladado a la morgue. A Tristán le cayó
la tarea de reconocerlo, y no creía conveniente que yo le viese. Incluso así no
hubiera servido para nada, porque Bruno, o lo que quiera que fuese ahora, ya no
era Bruno sino otra cosa, nada más que una cáscara rota esperando que alguien
apareciera para reclamarla.
Le di un puñetazo en el pecho: “¡Una cáscara
rota! ¡Vete a la mierda!”.
Tristán encajó bien el golpe, y aunque me
liberó, no logré disuadirle. Fue Kyra quien supo hacer frente mejor a la tarea
de contenerme. Ella había visto la muerte de cerca, yo no. Bruno era mi primer
cadáver. No sabía hasta dónde podía llorar, ni cuándo parar. Su presencia en
cada centímetro del apartamento no resultaba tan abrumadora como mi obsesión
por el impacto del hierro contra sus huesos. Me entró un malestar que no
recordaba haber experimentado nunca, una angustia sorda que conseguía imponerse
sobre la precariedad del lenguaje.
Lloré toda la tarde.
Por la noche, y ya más calmada, pensé que
mientras Tristán y mi padre se encargaban de los trámites para reclamar el
cuerpo, Kyra y yo podíamos revisar el cuarto de Bruno, a ver si encontrábamos
algún dato que nos permitiera localizar a su familia, si la tenía. Revolví
dentro de los armarios, arranqué los pocos libros que habían en los estantes,
los exploré, saqué las cajas que había debajo de la cama, las tumbé, abrí todos
los cajones, arranqué los pósters de las paredes —excepto el de Rebeca envuelta
en su anaconda— y le pedí que me ayudara a encontrar algo, algún indicio, algún
número, alguna dirección, que me permitiera relacionar al mulato con algo que
no fuera una mentira.
Luego me fui al salón y comencé a buscar
entre los pocos discos que había dejado. Miré en su pequeña agenda con la
bandera de Nueva Guinea, pero sólo hallé los números de sus amigos —algunos de
los cuales compartíamos—, no más que una media docena, entre los que figuraba
también el número de Ramón. Marqué el número, pero el que estaba apuntado en la
agenda no coincidía con la editorial. Luego llamé a dos de sus amigos, y nadie
lo cogió. Lo mismo hice con los otros, pero me respondían contestadores o
madres que no sabían dónde estaban sus hijos. No había en su agenda rastros de
unos abuelos. Ni de una hermana llamada Rebeca.
Al regresar me encontré con la ucraniana
sentada en la cama con un viejo cuaderno escolar abierto en el regazo. Lo había
encontrado en un escondite debajo del colchón, y era un hallazgo
desconcertante. En él, Bruno había pegado una carta garabateada con lápiz de
color, un lápiz rojo que imaginé diminuto, un lápiz para niños, escrita por la
mano de alguien sin mucha instrucción. Ya desvaída por el paso de los años,
decía:
Moriba,
mi niño, se me cuida. Se me abriga. Me come bien que no lo quiero flaco. Me
estudia. Mire que allí no hay vudú—si, y es peligroso. Me obedece a Suleiman y
me reza y sobre todo, quiero que usted esté orgulloso de su color. Nunca olvide
que cuando su abuelo vivía se compró una carreta y un caballo y que se
levantaba al amanecer, recorría las fincas, cargaba las provisiones, y las
llevaba al único mercado que había en la capital. Sepa que luego ganó mucho
dinero y se compró otra carreta y otro caballo y los arrendó, y al ver que el
negocio marchaba bien, compró más carretas y más caballos y luego fue el único
propietario de la única flota de carretas que había en la capital. Pero un día
los blancos trajeron motonetas con remolque, y el negocio de las carretas se
hundió, y con el negocio también se le hundió el corazón.
Sepa
que su abuelo no quiso cambiar sus caballos por motores porque los motores no
le entusiasmaban, y los caballos sí. Se los quedó él durante un tiempo, hasta
que ya no pudo darles de comer y tuvo que venderlos. Vendió los caballos que
había bautizado con el nombre de sus hijos, y también vendió las carretas que
había bautizado con el nombre de sus caballos. Después se compró un billete a
Norteamérica y cuando tuvo moneda suficiente, compró los billetes y nos embarcó
a todos en un carguero. Y así fue como acabamos en Nueva Orleans, y pasaron
muchos años antes de que pudiéramos volver a Guinea, muy pobres. Sepa que
después el abuelo nunca volvió a ser feliz, ¿y sabe por qué, mi niño?, pues
porque así como en Guinea había sido un hombre importante, en Nueva Orleans no
era más que otro negro trabajando para los blancos. A todo el mundo contaba él
que en su tierra había sido un hombre libre. Sepa que su abuelo se acostaba
viendo las fotos de sus caballos, porque eso le mantenía vivo. Se murió con
ochenta años viendo los retratos de sus animales en la pared, después de toda
una vida trabajando como operario en una fábrica americana de motores para
coches. Una ironía, como dice Suleiman, y usted que es más inteligente que yo
sabrá lo que quiere decir esa palabra.
Moriba, mi niño, yo no quiero que le pase eso
cuando se vaya a España. Yo no quiero que me le quiten el alma, porque no tiene
repuesto. Si usted ve que le cambian los caballos por motonetas, compre
motonetas, y si teniéndolas viera que el pecho se le sigue poniendo frío cuando
se va a dormir, yo le digo, porque sé de la vida más que usted, que eso es mala
señal, así que sea sensato y vuelva, que aquí nunca va a faltarle nada. Tenga
fe en Legbá,
mi querido Moriba, y recuerde quelas manos se lavan siempre con el agua de la
tierra.
Que los santos le acompañen, Moriba mi niño. Ma djing
wa.
Nos miramos sin saber qué
decir. Finalmente, Kyra habló:
— Voy a renunciar al Nexus.
También pienso denunciar lo que pasa allí.
— Estoy contigo, yo te
acompaño.
El pequeño Bruno. El Bruno aparentemente
virginal, tan volátil él, que podía rellenarse con cualquier visión. Tan
misterioso, mi queridísimo Bruno. ¿Quién había escrito esa carta? ¿Su madre?
¿Su abuela? O tal vez la bella hermana que se cogía las tetas con las manos
para que no se le cayeran hacia arriba mientras dormía… ¿Una vudú-si? ¿Quién era Suleiman? A juzgar
por el celo con que protegía su cuaderno —un diario—, esa persona debería ser
muy importante para él. Nuestro amoroso Bruno, el niño de la selva cubierto con
un vellón de Charmoise. Ni siquiera
sabíamos que se llamaba Moriba. Podría haber sido guionista, intérprete,
director, impostor. Un cuentista ocasional que trama cuentos de terror mientras
da de comer a las palomas. De los que llegan a casa con los pies embarrados y
la ropa empapada, lunes de invierno con pronóstico de borrasca, y una borrasca
al fin, agua hasta las orejas, el mar en creciente, pueblos enteros bajo sus
aguas, y él hecho una sopa ante el umbral de cualquiera, sonriente, sin
sospechar el desastre. Bruno, el hijo adoptivo de los tenderos de la calle
Huertas. Parecía tan fiable dentro de su colgadura natural de adolescente, que
a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que fuera capaz de inventarse una
biografía, y en caso de que sí, tampoco entendimos la razón. Pero si alguien se
cree su mentira tan bien, resulta fácil sucumbir a la tentación de creerle.
Siempre que se hablaba de él se pensaba en un niño interminable, en una
infancia continua, y por lo bajo —muy por lo bajo— se presentía, si acaso, ese
temible porvenir que el tiempo echa a perder antes de los veinte años. Que le
raja a uno por la mitad. En pedazos, mi pequeño y virginal Bruno. El
no—follado. El infollable Bruno.
“Yo bajaba por la
cuesta y le vi venir, pero no podía pararme; así que salté…”
La Ranger le había arrollado mientras cruzaba
la calle a la carrera y le hizo volar diez metros, rompiéndole suficientes
costillas como para aplastarle los pulmones. Un golpe rápido y eficaz, el que
haría coincidir carne y acero en el punto de intersección de una calle por la
que en ese momento no pasaba nadie más, salvo sus huesos. Un punto cualquiera
en el que no quedó marca de sangre, porque Bruno se derramó todo para dentro,
como una cobra cachorro que se va lamiendo la sangre mientras muere.
— Localizaron a su madre —
dijo Tristán, asomándose por la puerta muy nervioso —. Parece que vive en
Sevilla; llegará en el primer vuelo.
— ¿Y eso? —. Nos miramos —.
Pero… ¿están seguros?
— Me da que sí. La poli no
suele equivocarse.
— ¿Llamaron ellos?
— ¡Qué va! Llamé yo, hablé con
el poli que vimos esta mañana y dice que dieron con su madre.
— Sí, claro, se lo he dejado,
sí… y la dirección la tienen, también.
— Pues que te digan a qué hora
llega… si pueden, o que nos llame cuando lo haga.
Nadie llamó. Y tampoco se nos permitió
retirarle para organizar un funeral. Sólo cabía esperar, algo que a mí nunca se
me dio bien. Además crecía mi intriga y mi preocupación con respecto a Ramón, a
quien estuve llamando casi todo el día sin que me cogiera el teléfono. Esa
tarde pareció que los relojes no dieran las horas, y en su lugar lo que hubo
fue una alerta roja en mi cabeza palpitando todo el tiempo como un púlsar.
Aunque lo de Bruno me hubiera dejado hundida, no era tanto el dolor como una
mala corazonada lo que me impedía repetir mi visita a la editorial. La Cherokee
verde oscuro. El pelirrojo. Un bar de ambiente. Era él.
Cuando se lo dije a Kyra, al principio guardó
silencio. Con cierto tacto me reveló lo llamativa que resultaba últimamente la
presencia de chicos cada vez más jóvenes en el Nexus. Nunca iban solos, porque
Wally tenía sus normas. Básicamente, dos: si el chico era menor de edad debía
presentarse con un adulto, y si el adulto se presentaba con un menor, debería
realizar una contribución económica para una supuesta fundación. Así pues, las
normas de Wally se reducían a una sola: la extorsión. Claro que Bruno tenía
veinte y ni a él ni a su acompañante se le hubiera aplicado la norma. Lo
extraño había sido verle allí con un tío que ella ya había visto antes, y que
siempre llevaba chavalitos.
Por la mañana me levanté con la absurda
intención de ir a la morgue, no sé bien para qué. Quizá necesitara que unos
extraños me repitieran lo que ya me habían dicho los conocidos: que Bruno no
iba a levantarse de entre los muertos. Pero sobre las diez empezaron a llegar
sus amigos, por lo que tuve que recibirles y postergar lo demás. Yo me había
enrollado con dos de ellos. Tener que volver a verlos en semejantes
circunstancias no lo hacía más llevadero, sino francamente incómodo. Baba, un
senegalés alto como una puerta; y Jacques, un francesito de ojos azules que
había estado llamándome durante meses. No me corté un pelo a la hora de
averiguar si conocían alguna otra versión sobre la vida de nuestro amigo.
¿Sabían que Bruno no tenía familia en Madrid, y que posiblemente ni siquiera
tuviera familia? Baba estaba desolado: “No puede ser, él trabajaba en la tienda
de su abuelo”. Y francés asintió con
otra media docena de chavales igualmente desorientados. Nadie había oído hablar
de Ramón. Nadie podía acompañarme a la morgue. Todos tenían un compromiso
inaplazable. Todos me rehuían la mirada y tiraban de sus mangas hacia abajo
como niñitos. Todos lloriqueaban. Antes de salir por la puerta, Baba se atrevió
a preguntarme, entre tartamudeos, qué pensaba hacer con la colección de discos
de Tupac Shakur que Bruno atesoraba en su salón. El muy caradura. Ni siquiera
le respondí.
Estaba bebiéndome un café para salir del
sopor, cuando escuché el portazo de un coche, abajo, en la calle, delante de la
finca. Me asomé a la ventana justo para ver como una negra muy gorda con un
estridente tocado africano, daba la vuelta al taxi tirando de una maleta.
Delante iba otra mujer que no alcancé a ver bien porque se metió en el portal.
Sonó el telefonillo y se me heló la sangre, pero igual las dejé subir. Dos
minutos después estaban paradas delante de mi puerta. Asustadas, tiesas,
solemnemente hundidas. Una mujer de mediana edad y otra mucho más joven,
mulata, de aspecto modesto, con el pelo recogido de prisa en una cola de
caballo y una fina corona de rizos que le brotaban de la frente como
cuernecillos. Las dos eran bellas, las dos llevaban una maleta y las dos tenían
los ojos oblicuos como una cobra. Fue la más joven quien rompió el hielo,
dándome la mano con mucha educación.
— Yo soy Ruth y ella es mi
madre, Lucrecia… la madre de… bueno, Moriba es mi hermano — balbuceó.
A su lado, y en la semi penumbra del pasillo,
la negra gorda se restregaba los ojos con un pañuelo que le hacía juego con el
tocado. Tenía todas las trazas de estar a punto de desplomarse.
— Aquí todos le llamábamos
Bruno, pero por favor pasad, pasad…
La mujer se desmoronó en el único y
resollante sofá que había en el salón. “Maldita esta tierra que se ha muerto mi
niño… mala mala tierra ésta, mala tierra”. Y le hacía mil dobleces al pañuelo,
buscando en el estampado un sitio libre de mocos y de babas, algo que no halló.
Le alcancé una caja de pañuelos de papel, pero los rechazó. Mi presencia le
tenía sin cuidado. A mí la de ella, no. Tampoco la de Ruth, que suspiraba a
cada rato sin levantar los ojos del suelo.
En ese instante tuve un pensamiento perverso.
Me pregunté cómo haríamos para levantar a Lucrecia del sofá en el que estaba
incrustada, cuando acabara de maldecir a la mala tierra donde había muerto su
niño. Un pensamiento infame, lo sé, aunque nadie podía negar que fuera
razonable. La incógnita quedó resuelta en el mismo instante en que se incorporó
ella misma de envión, con un movimiento asombroso, casi sobrenatural.
— Quiero ver dónde dormía Moriba, muéstrame
sus cosas… ¡voy a llevármelas!
No era de las que se van con rodeos. Llegó
cojeando hasta el cuarto, y una vez allí se dio la vuelta. ¿Era yo la mujer de
su hijo?, con suspicacia hembra de madre—cobra rastreadora. Me apresuré a
responder que no, que sólo éramos compañeros de piso. Ella me arrojó una mirada
de arriba abajo y pareció llegar a una conclusión: yo era demasiado vieja para
su niño. Apuntó al póster de la muchacha envuelta en la anaconda: ¿y ésa? Espié a Ruth, que no mostró señal
alguna de conocerla. Les dije que se llamaba Rebeca, que era cantante de
hip—hop y que Bruno hablaba de ella como si fuera su hermana. “¿Su hermana?”. Se miraron incrédulas. Empezaron a
cuchichear sobre quién podía ser la chica. Ruth dijo que le sonaba a una modelo
guineana, pero su madre lo negó categóricamente, diciendo que a ésa la tenía vista
en tierra blanca y que no era de Guinea. Se olvidó del asunto en un santiamén y
se puso a revisar las pertenencias de Bruno. Abría los armarios, cogía la ropa,
la olía, se reía, lloriqueaba. “Niña,
tráeme una maleta”. En eso vio el cuaderno de Bruno encima de la mesa.
— Es su diario —me apresuré a
explicar—. Lo encontramos debajo de su colchón. Lléveselo también. La mujer lo
cogió y se lo quedó viendo, llorosa.
Mientras la obediente Ruth marchaba hacia el
salón en busca de la maleta, aproveché para preguntarle qué pensaban hacer con
el muchacho. Me endilgó una mirada estremecedora en la que creí descifrar una
suerte de sigilosa amonestación, algo que no comprendí:
— Mi madre quiere llevarlo a Guinea, que es de
donde nunca debió salir.
Polvo eres y a Guinea volverás. No habría
funeral. Aquí, no. Le pregunté por los abuelos del muchacho, y ella volvió a
mirarme, esta vez como si estuviera loca. Imposible, sus abuelos habían muerto
antes de que ellos nacieran. Moriba había llegado a España a los doce años con
su hermano mayor, Suleiman, de veinte. A buscarse la vida. El pequeño se adaptó
bien y el mayor, que era músico, nunca llegó a adaptarse, así que regresó a
Nueva Guinea. Pero el pequeño se quedó. Tenía catorce años.
Traté de figurarme cómo se las habría
arreglado Bruno en España a los catorce.
— ¿Y no le buscaron?
— No, porque él quería buscar
a su padre.
— Ah, tu padre vive aquí…
— No, he dicho que buscaba a su padre; el mío vive en Guinea.
— Comprendo. ¿Y qué hacéis
vosotras en Sevilla?
— Yo estoy de paso, mi madre
vive en Sevilla porque su marido es de allí.
— ¿Y tú?
— Yo vivo en París, porque
estoy becada.
— Qué bien. ¿Y sabes si Bruno…
eh, Moriba, encontró a su padre?
— Sí, hace años, en Andorra.
Igual no tenían relación.
— ¿Y con vosotras?
Surgió un agudo grito procedente del cuarto.
Corrimos hacia allí y encontramos a Lucrecia dando tumbos por los suelos. La
pobre mujer había descolgado el skate
de Bruno y se agarraba al artefacto llorando a lágrima viva. Chillando con grandes
aspavientos. Dio con el skate en
tierra e intentó incorporarse usándolo como soporte, pero se le escurría. El
resultado fue una caída de costado y un skate
con dos ruedas menos. Furiosa, lo arrojó contra la pared y se quedó
despatarrada junto a la cama, berreando con cara de demonio. “¡Ay Moriba, hijo,
vuelve vuelve vuelve…! ¡Legbá devuélveme a mi niño!”.
Sentí el impulso de ir
a por ella, algo que Ruth impidió con un gesto escrupuloso. Una vez más me
sentí amonestada. Su madre agitaba los brazos hacia el cielorraso hablando en
una lengua desconocida, y se daba golpes contra el suelo, golpes fuertes acompañados por movimientos convulsivos de
todo su cuerpo, ojos en blanco, etc. Estuvo chillando y hablando en su lengua
mucho rato, antes de caer de bruces, extenuada, bajo la mirada vigilante de
Ruth. Que ni se inmutó. No fue fácil ayudarla a incorporarse, la mujer pesaba
como un yunque.
— Esperad aquí, haré un té.
Ellas asintieron en silencio. Nos bebimos el
té en el cuarto de Bruno en una especie de ceremonia resignada, bajo la lumbre
de una lámpara de mesa cuya tulipa cubierta con un pañuelo palestino de seda,
dibujaba sobre la pared un tablero de ajedrez evanescente. Ruth se asomó al
oído de su madre para repetirle la pregunta que yo le había hecho en el salón,
acerca de si tenía relación con ellas. Lucrecia me escrutó desde lo alto de sus
párpados, y le cuchicheó algo en su lengua. Interpreté su voluntad de no hablar
en castellano como una necesidad de poner distancia entre nosotras.
Ruth tuvo la amabilidad de traducirla:
— Mamá hace tiempo que no le
veía… como dos años, porque Moriba y su marido no se entendían.
La negra me dedicó una amable sonrisa que
interpreté como señal de conciliación. Luego siguió parloteando en guineano con
tan enérgicos ademanes que el anémico somier de Bruno botaba de arriba abajo,
rechinando. Primero se había ido su marido y luego se fue Moriba. Ella había
rezado mucho para que Moriba sentara cabeza y regresara a Guinea a trabajar con
Suleiman, y buscarse una mujer buena, pero el mundo blanco le tenía seducido, y
cuando alguien le preguntaba, él siempre decía que no hay mucho que contar
sobre África. Bruscamente, se dirigió a mí en castellano:
— Yo le dije: “Hijo, te di la
vida, déjame ahora ser feliz con mi hombre”, y él me dice: “Ya, vale, ¿y qué
esperas de mí ahora, que te la devuelva?”.
Ruth me pidió que las dejara a solas para
recoger las pertenencias de Bruno, pero antes de marcharse noté que tenía algo
que decirme y no sabía cómo. Al final me llevó junto a la ventana y me dijo que
pensaban llevarse las cenizas de Moriba a Guinea. Habían reservado un vuelo
para el día siguiente a última hora. Como ella no conocía a sus más íntimos y
yo sí, me pidió que les llamara para explicarles el plan: permitirles tomar una
pequeña parte de sus cenizas.
— Así él no tendrá nada que
reclamaros y vosotros no le deberéis nada a él. Hará su viaje en paz.
Espartana, la niña Ruth. Hablaba desde lo
alto de sus párpados, igual que su madre, pero sin pizca de arrogancia. Aunque
su creencia no acabara de cerrarme, me impresionó su generosidad.
La urna era una pieza de orfebrería finísima
que debió costarles buena parte de sus ahorros. Lucrecia la abrió para nosotros
en el hall del aeropuerto. Kyra, Tristán, Jacques, Baba y yo, nos quedamos
titubeando delante de la caja. Colapsamos en silencio, mientras los altavoces
anunciaban los números de vuelo y los pasajeros pasaban arrastrando sus maletas
con el rumor inconmovible de las terminales. A mí me sudaban las manos, y al
coger un puñado de ceniza para meterlo en una cajita diminuta de marfil que
había comprado especialmente, una fina película de polvo blancuzco se me quedó
adherida a la palma.
Quiero creer con todas mis fuerzas que ésa,
justamente ésa, era la parte del tatuaje,
FABIOLA 2
Calle de las Huertas, seis de la tarde. Un
viejo hippie subía la cortina metálica de la tienda, manoteándose los bolsillos
de la cazadora en busca de unas llaves.
— Buenas tardes.
Se me quedó viendo como si acabaran de
pillarle en una travesura. Tendría unos sesenta años, llevaba unas gafas
cuadradas de los 80 y una melena semicalva larga y enmarañada. Me recordó
inmediatamente a Max, el personaje frágil que interpreta John Hurt en Expreso de Medianoche.
— ¡Muy buenas!
— Hola… ¿sabe dónde puedo
encontrar al dueño de esta tienda?
Se echó a reír.
— ¡Servidor!
Me presenté como una amiga de Bruno, pero al
oír el nombre su expresión se volvió sombría.
— Bruno… sí —. Me estrechó la
mano con precaución — ¿Sabes lo que le ha…?
— Sí, claro… compartíamos
piso.
— Ah… ¡pobre chaval! Lo
siento, hija, lo siento… — metió la llave en la cerradura y abrió la puerta: —
Pero pasa, pasa… yo soy Ugarte.
— Sólo un momento.
— ¡Lo que quieras! Pasa…
¡pobre chaval! Todavía no puedo creérmelo. Se le echará de menos… ¡si tenía
veinte años!
— Así es.
— Mal asunto, sí… un niño
casi.
— ¿Era su empleado, verdad?
Me miró extrañado.
—Naturalmente… ¡claro! Oye, no
serás de la inspección…
No se me ocurrió que semejante pregunta
pudiera despertarle tamaña desconfianza, y le tranquilicé diciendo que sólo
bajo amenaza hubieran conseguido que yo me apuntara a un trabajo como ése. Pero
que solía ir mucho a la tienda, de visita, a ver a mi amigo, y me extrañaba no
haberle visto nunca. Omití añadir que estaba muy lejos de parecerse al mulato
ya entrado en años que había imaginado.
A Ugarte pareció cerrarle mi aclaración.
— Es que yo vivo en
Moralzarzal...
— ¡Ah!, con razón…
Entré en la tienda donde tantas veces me
pasaba las tardes charlando con Bruno. El hombre dio la vuelta al mostrador y
empezó a lustrar la caja registradora con una bayeta.
— Es que ha estado cerrado
desde la mala nueva… ¿me entiendes? — explicó.
— Ya, está bien… ¿y cómo se
enteró usted?
Estuvo pensativo unos momentos, dándole
vueltas a la bayeta. Se ajustó las gafas. Me pareció que se le humedecían los
ojos.
— Pues yo me enteré porque me
lo dijo el de la tienda de regalos... no sé muy bien cómo lo sabría, y porque
luego se pasó la guardia civil… ¡un jaleo! El chico llevaba dos días sin venir,
cosa rara… y yo llamándole, y nada. Cuando lo supe casi que me voy de espaldas.
El accidente habrá salido en el periódico, supongo… ¡pero yo no lo vi! ¿Tú has llegado
a verlo?
— Sí, medio escondidillo, pero
salió.
— Medio escondidillo, claro…
es lo que pasa, medio escondidillo… —. Continuó limpiando la caja.
Di dos pasos dentro de la tienda.
— Yo querría saber, solamente…
querría saber cuándo conoció usted a Bruno, y cómo.
Volvió a sondearme, esta vez con un deje de
suspicacia.
— Mira, chica... tú haces unas
preguntas muy raras, pero como no tienes cara de ser de la inspección y además
yo no tengo nada que ocultar, igual te lo cuento. Si te digo la verdad, yo al
chaval me lo encontré allí mismo, mira… — señaló en dirección a la calle —,
echando una siesta. No tenía dónde dormir.
— ¿Dice que dormía afuera?
— Pues no lo sé, en algún lado
dormiría, el caso es que dormía en esa calle. O eso fue lo que me dijo, vaya,
porque era más misterioso… — Ugarte arrojó la bayeta dentro de un cesto,
bajando de la pared junto al mostrador una especie de cítara con la que se
llegó hasta mí: — ¿Ves esto? Se llama kora.
El chaval me dio pena porque parecía buena gente, así que le hice entrar y
mira por dónde, que mientras mi mujer le preparaba un bocadillo, él se puso a
tocar esta cosa… ¡y nos dejó boquiabiertos!
— Ah… ¿sí?
— Como lo oyes. Primero cogió
ésta, luego se puso con los tambores… ¡y vaya por Dios, tendrías que haberle oído
con los tambores! —. Apoyó suavemente el instrumento sobre una mesa ratonera
donde se exhibían djembés de
distintos tamaños. Me miró, sacudiendo la cabeza: —¡Pero qué te voy a decir yo
a ti que tú no sepas! ¡Si erais amigos!
Tuve que confesarle que no
tenía idea de que el mulato supiera tocar algún instrumento musical.
— ¿Ah, no? Qué raro —. Él
decidió pasar por alto mi sorpresa —. Y fíjate qué suerte tuvimos los dos, que
cuando le pillé durmiendo ahí fuera yo precisaba un dependiente y él un
trabajo… ¡fíjate qué suerte tuvimos! Por aquí viene mucha gente joven, el
chaval conocía los instrumentos musicales, me pareció listo, buena gente… ¡si
no mataba una mosca, y hablaba un castellano perfecto!, sin problemas legales,
además… así que nada, le metí a trabajar. Creo que compartía piso por aquí
cerca...
— Claro, conmigo. ¿Por qué no
se pasó?
Hizo un gesto vivaz:
— ¡Me pasé! ¡Me pasé dos
veces! Pero como no salía nadie…
— No estaría yo.
— Ya. Luego he querido
averiguar… ya me entiendes, por el funeral, y además… —Observé que se sonrojaba
vivamente, como si lo que iba a decir le diera pudor —. Además… vaya, quería
darle a su familia la paga del muchacho, ¿sabes cómo localizarles?
Le dije que no hubo funeral porque su familia
le había llevado a Guinea, y aunque su madre vivía en Sevilla, ignoraba cómo
encontrarla. Me preguntó si les conocía y yo respondí que sí, que habían estado
en casa.
— Pues si vive en Sevilla
habrá manera. Si consigues localizarla me avisas que le giro el dinero. Lejos
estará ya el pobre muchacho, si pasaron… ¿cuántas? ¿Dos semanas? ¿Tres?
— Hoy hacen doce días.
— Doce… ¡increíble! ¡Toda una
vida por delante! Mi mujer no acaba de creérselo, ella le quería mucho...
¡mucho!
— A Bruno le gustaba trabajar aquí.
— Mucho. Le encantaba la tienda,
era un chaval agradecido… ¡pobrecillo!
— ¿Y nunca le mencionó a su
familia?
— ¡Qué va! Si estaba solo, ya
te digo… Hay muchos chavales como él en esta ciudad. Pasan cosas como éstas y
es ahí cuando aparecen, porque… ¡hombre!, todo el mundo tiene una familia, sin
embargo él nunca contaba nada. Siempre me pareció que escondía las nueces,
sabes, pero como era su vida y a mí nunca me ha faltado nada…
Le di las gracias a Ugarte y
me fui de la tienda preguntándome cuántas cosas sobre Bruno me quedaban por
saber. Y cuántas no conocería jamás. Qué importaba, de todas formas, si tenía
el tatuaje de Tupac guardado en su caja de marfil junto a mi botella de agua de
magnolia, en el lavabo, que era donde yo suponía que él hubiera querido estar.
Bruno había elegido vivir desdoblado, y por
esa misma razón, incompleto. La inviabilidad de su deseo por Rebeca resultaba
conmovedora. ¿Habría conseguido engañar su soledad, soñando con ella durante
algunos años? Una soledad inmensa, quién sabe. Entonces era de suponer que si
Legbá se hubiera llevado a Rebeca, Bruno se habría vuelto loco. La necesitaba
para sobrevivir. Esa mentira le permitía empinarse en paz sobre un skate de primera clase comprado con
sus ahorros, luciendo una imagen de liviandad que le ponía a cubierto de sí
mismo ante los primeros skyters que tomaron por asalto el paseo marítimo de
Sitges, cuando tenía dinero para viajar a la costa. Y ante mí. Y ante todos los
demás. ¿Sería que el niño Bruno sólo daba rienda suelta a Moriba en lugares
como el Nexus? ¿O era al revés?
Pensé que Ramón podía responder a esa
pregunta mejor que cualquiera de nosotros. El siguiente paso consistía en
averiguar en qué andaba ese cabrón, y por dónde. Por qué seguía sin contestar
al teléfono cuando teníamos un compromiso postergado por dos años, y sobre
todo, qué hacía con el mulato la noche del accidente.
Tras la muerte de Bruno mi desidia empezó a
flaquear, y comenzó la vacilante metamorfosis de una oruga que no acaba de
convertirse en mariposa. Súbitamente, dejé de admirar a los caídos. Ya no me
servía tomar sus pastillas. Ya no tenía gracia beber su vino. Había ofrecido
mis partículas chungas a las rapaces, y ellas me devolvieron un cuerpo
extenuado que jamás volvería a engordar. Pero la muerte de mi amigo hizo que me
diera de narices contra la realidad, y quedó claro en un santiamén lo que venía siendo últimamente. Había confiado
en el bribón de Ramón por ingenuidad. También por vanidad. De alguna manera,
estaba de estreno. Fui a la editorial para declararle mis principios y acabé
mezclada en un sainete.
Me resultó extraño encontrar la puerta
arrimada. Ramón era muy cuidadoso con su privacidad, y para acceder había que
tocar el timbre. El piso estaba situado en la cuarta planta de un edificio de
oficinas con vistas a Plaza España, y en la puerta había una placa de bronce
que ponía Bifronte Ediciones. Al
empujarla noté que la cerradura había sido forzada. Eso sí, que con mucho
cuidado. En el suelo vi un destornillador y algo que parecía una ganzúa. En el
descansillo, dos carros de supermercado vacíos. Y cajas, muchas cajas.
Los últimos rayos de sol caían desde los
ventanales sobre los dos altísimos anaqueles que partían la amplia estancia en
dos. Una se usaba como almacén, y la otra como recepción y oficina. A la derecha
estaba el despacho de Ramón, totalmente enmoquetado, con su biblioteca traída
de Jordania y en el ángulo izquierdo del escritorio, su venerada Bourroghs
modelo 40, de exposición. Yo había estado allí lo menos tres veces, y me
sorprendió que a primera vista faltara la silla labrada en plata en la que
invitaba a sentarse a los visitantes, obsequio de un supuesto jeque con el que,
según él, salía a navegar por el Mar Rojo. En su lugar había una de plástico
plegable de las que se venden en los grandes almacenes.
Pero lo más sorprendente no era todo eso,
sino lo que estaba sucediendo allí. Dos sujetos iban y venían cargando con unas
cajas. Una operación realizada a toda prisa y con sigilo. Claramente, un
desvalijamiento. Los anaqueles habían sido vaciados, y había libros y papeles
desparramados. Libros cerrados y libros abiertos boca abajo, cubiertas
arrancadas, archivadores vacíos tirados por doquier y plantas marchitas
volcadas en los rincones.
Uno de los sujetos parecía un mochuelo: era
rechoncho, con una calva lustrosa en forma de U, mirada impenetrable y un
bigotillo casi grotesco sobre un labio rematado de sudor. El otro, bastante más
joven, tenía largas greñas sujetas en una coleta. Llevaba unas deportivas
blancas, como de bailarín, con las que se movía de una punta a otra del recinto
revisando libros, abriendo y cerrando cajas.
Al verme aparecer por la puerta, el mochuelo
quedó como petrificado.
— ¡Qué…! ¿Quién diablo…?
Se vino hacia mí con paso firme, cerró la
puerta, cogió la ganzúa y la metió en la cerradura. Todo conmigo dentro. Ni
siquiera tuve el impulso de salir echando leches, más bien me interesaba saber
qué hacían.
— Hola, ¿dónde está Ramón?
Ni estaba Ramón ni él podía con esa puñetera
cerradura. Lanzó un grito:
— ¡Mateo! —. Del baño salió un
muchacho moreno, cejijunto, alto como un estandarte, que me saludó con un
cabeceo apático —. Anda, inténtalo tú, a ver si puedes…
Repetí la pregunta:
— ¿Dónde está Ramón?
— ¡Ramón Ramón Ramón! ¡Ya vete
despidiendo de ese fantasma, chata! ¡Es un fantasma! ¿Que todavía no te
enteras? —. Así me regañó mientras abría su caja con una navaja. Sacó un libro
y le pasó la mano por el lomo, embelesado —. Sí… estos son —. Se encaró con el
muchacho: — ¡Cómo va eso, Mateo!
Oí la voz monótona del estandarte:
— Bien, padre, que ya no
entran.
— Pues nada —. Luego, conmigo:
— Venga, lo siento… soy Alfonso Saldívar.
De pronto se había vuelto muy escrupuloso. Me
cogió la mano, la acercó al bigotillo, hizo una mueca. El hombre era un
polvorín.
— Y yo Fabiola.
— Un placer, chata... ¡Mateo!
El chico apareció por detrás moviendo los
brazos como una mantis.
— Dime, padre.
— Échame una mano con los
otros, anda, que todavía hay para un rato...
Entré al despacho de Ramón y di unas vueltas.
No me lo dudé a la hora de abrir los dos cajones de su escritorio. Estaban
vacíos. Lo mismo la biblioteca. No hallé ni un solo papel, ni un archivero,
nada. Faltaban también el teléfono y su lámpara birmana de mesa rinconera. Me
extrañó que se hubiese dejado la Burroughs. Regresé a la estancia principal
tropezando con la mirada de Alfonso, que descifró mi estado de ánimo
inmediatamente.
— Ya lo has visto, chata. No
está, se largó, adiós muy buenas... abres una cuenta afuera, le pegas el parche
a cuatro pardillos, pillas la pasta y hala… ¡viva España!
Saltó el de la coleta:
— ¿Quién es?
— Dice que se llama Fabiola.
Busca al berberecho ése… otra literata, supongo.
Se me quedaron viendo de un modo irritante.
— ¿Tú también vienes a
llevártelos? — preguntó.
Yo casi no podía hablar. Me agarré
fuertemente a la silla.
— ¿A llevarme qué?
— Tus libros… ¿vienes a llevarte tus
libros?
Oía su voz como si me llegara a través del
agua.
— No… yo venía…
A ver la
pre-impresión de mi novela, que según él ya estaba lista, y de paso a
preguntarle por Bruno, aunque ya supiera de antemano, y por pura intuición, que
la primera cosa era falsa y que iba a negar la segunda.
Mientras se dirigía a la puerta cargando con
una caja, Alfonso no tuvo reparo alguno en replicar que seguramente estaría en
algún país bananero recibiendo un masaje de aceite de papaya. Su colega se rio
entre dientes y me tendió la mano: Jesús
Álvarez Diez. Me hizo una seña amable
para que lo acompañara al fondo del almacén. Abrió una caja, sacó un libro: La medianoche del arcángel, su novela.
Recién salida de imprenta. Quinientos míseros ejemplares que nunca llegaron a
distribuirse. Alfonso pasaba por idénticas circunstancias. ¿Y yo?
— Nada, venía a constatar que
mis pensamientos malignos no fueran ciertos — repuse. Y le vomité en los pies.
Me quedé vomitando tan a gusto
en la pulcra moqueta azul claro de Bifronte
Ediciones, con ellos dos zumbándome alrededor. Alfonso me hizo sentar y
Jesús se metió en el baño a limpiarse las deportivas. Entró despotricando y
salió con un vaso de agua y un balde. Me ofreció el vaso de agua, poniendo el
balde en el suelo.
—
Por si te apetece seguir… mira que Ramón es un pez gordo.
Pero en vez de vomitar, solté un eructo
monumental. Todo lo que al novelista le hacía gracia, a Alfonso le servía para
desatar su indignación. Ni pez gordo ni leches: Sanmiguel era un estafador y
punto, tratándose de él sobraban las metáforas. Se interrumpió un momento para
ver cómo me encontraba:
— Buena la hemos hecho dejando
entrar a la niña —. Me dio una palmadita paternal, y siguió diciendo que Ramón
debía dinero a medio mundo, principalmente a la imprenta, donde si a alguien se
le ocurría mencionar su nombre por poco le sacaban a punta de pistola. Tenía
una docena de contratos firmados con autores que llevaban semanas tratando de
localizarlo, porque habían pagado un dinero y los libros nunca se vieron,
porque jamás habían llegado a la imprenta.
Como el mío, claro.
— ¡Oye, Jesús! ¿Conoces a
Romero Linares, el de los flamencos?
El otro asintió.
— ¿Y sabes lo que le pasó con
su antología, que llevaba tres años y medio esperando? Tres años y medio, tío…
y resulta que cada año, al llegar el mes de marzo, al molusco éste le daba por
llamarle para marear la perdiz: que el libro sale el mes que viene, y nada.
Bien. El caso es que Romero se cabreó profundamente con Sanmiguel, que tuvo el
descaro de soltarle, haciéndose el confuso, que no comprendía su ansiedad por
ver el libro publicado, habiendo asuntos más importantes en este mundo…
— Claro, como salvar a los
narvales o evitar la extinción de la abeja africana — rezongó Jesús
sarcásticamente.
— Parece que llegaron incluso
a las manos, porque hubo pasta de por medio, y además porque a Sanmiguel no le
alcanzó con que Romero le explicara que publicándole el libro no le hacía
ningún favor, sino al revés —. Me miró, intentando con éxito recoger mi
complicidad: — Llegas a pensar en dedicarte a la salvación de la abeja, vaya,
pero sigues escribiendo. Siempre habrá un Sanmiguel que pretenda hacerte creer
que tú no eres el dueño de tu propio trabajo.
— ¿Y no lo llevó a la
justicia?
Me miraron desconcertados.
— Debería haberlo llevado a la
justicia —insistí.
— Es lo que iba a decir —
continuó Alfonso —. Y si me das un momento te diré que lo hizo.
— ¿Y?
— Pues que le dio un tiro en
la mano… ¿qué te parece?, un tirillo… ¡tsé! de nada, un rasguño…, pasa que al
pobre le agarró la policía, pero todo quedará en nada, ya verás, porque el
cabrón de Sanmiguel se largó con mano y todo y ya no va a declarar. A ése no
vuelven a encontrarle en la vida, tenlo por seguro…
— ¿Entonces…?
Alfonso se echó a reír.
— ¡No creerás que todo esto lo
hicimos nosotros! El colega y yo vinimos por nuestros libros, y ¡hala!... que
ya nos vamos. Con ganzúa pero bien, nosotros somos de esa gente rara que
escribe y ya ves que ni siquiera hemos sabido echarte y eso que has dejado el
suelo hecho una pintura... — Hundió las manos en los bolsillos y se encogió de
hombros, casi como pidiendo disculpas por tan magnífica aclaración. Concluyó: —
Aquí el único ladrón es Ramón Sanmiguel, chata, que tiene otros seis casos en
los tribunales.
Jesús me mostró su condescendencia
preguntando qué tal me sentía. Ya se me había quitado el malestar, pero no
pensaba beberme el agua. Nunca he soportado el agua clorificada. Y viendo por
dónde iban los tantos, sólo quería largarme de allí inmediatamente. Al diablo
con la prueba de impresión, que naturalmente se había quedado en agua de
borrajas. Si las fatídicas conjeturas de Alfonso eran ciertas y me dejaba
llevar por la evidencia de un piso desvalijado y un editor fugitivo, ya podía
despedirme también del dinero.
Mientras ellos marchaban con sus cajas hacia
los carros, tuve la ardiente necesidad de llevarme la Bourroghs modelo 40.
Alfonso abría camino y yo la cerraba cargando con el trasto. Los cuatro en fila
india marchando hacia los carros.
— Tendremos que hacer varios
viajes —advirtió Jesús—. La finca no tiene montacargas.
Suerte que justo ese día el portero estuviera
de baja.
LUJÁN
— La playa a esta hora es… ¡la
leche!
— Pensar que él vivía acá, che...
— Sí; pero
en el lugar donde estaba la casa construyeron un hotel con vistas al
Mediterráneo, ya sabes cómo es esto. Cogieron esa parcela y la de los
alrededores, ahora está lleno de alemanes cociéndose al sol.
— La tiraron abajo... es una
lástima.
— Bueno, igual la casa era de
alquiler, él nunca se compró una, pero aquí es donde vivía con la Pájara y el
niño hasta que cortaron. Luego él se fue a vivir solo.
— Mateo. ¿Lo volviste a ver?
—
Sí…. antes vivía con su madre, que se casó con un tipo de la tele, así
que yo no iba. Pero ahora ya se independizó, y nos llamamos de vez en cuando y
hasta nos hemos encontrado. Es una fotocopia de Jonás.
— Nunca me lo contaste. ¿Se parecen en el carácter?
—Ya
sabes que yo me guardo las cosas, o me olvido. No, se parece mucho en lo
físico. Está un poco cabreado, el chaval.
— ¿Por lo de Jonás?
— Me da que sí.
— Comprensible.
— Ahora su madre sale en los
programas del corazón con un vestido de Balenciaga, reclamando una pensión
alimentaria a su ex, no me acuerdo el nombre del último…
— La verdad no la sigo.
— Pues uno que la amenaza con
quitarle la custodia del tercer hijo. Antes la Pájara controlaba las entradas y
salidas del camarín con ropa de mercadillo y unas medias corridas… en esa época
tenía la boca almagre de tabaco y una rajadura en el incisivo que no la dejaba
ni sonreír… ¡Y ahora se ha operado hasta los dientes!
— Ya estará grande el pibe…
— Sí, y es productor musical.
— Y… lo lleva en la sangre. ¿Está
en Granada?
— En Madrid.
— ¿Se acuerda del padre?
— Ni idea, era muy pequeño. Igual
se fue lejos de Andalucía.
— Bueno, se entiende en su caso, y
eso que este lugar es increíble.
— Es una gozada.
— Dan ganas de quedarse a vivir.
Mirá lo que es el mar…
— Da gustito.
— Podríamos estar acá sentadas
horas y horas hasta que amanezca, y el mar nos seguiría besando los pies, así
de tibio. Yo no me voy más de acá…
— ¡Pues en algún momento tendrás
que levantarte, por muy borracha que estés!
— Es un decir.
— A mí me flipan los chiringuitos
de Salobreña… ¿has visto cómo querían ligarnos esos dos?
— No me gustan los calvos, Fabiola...
— Pollacalvas italianos. Vienen
aquí a ponerse de sangría hasta caer redondos, luego se vuelven a Milán. ¡Ahora
pusieron al Camarón! Escucha al Camarón: “Yo me pregunto mil vece’ mi paso por
este mundo…”
— Hoy están clásicos.
— Depende de la hora, también hay
espectáculos en vivo, sólo que hoy… Escucha…
— ¡Otra galaxia! 1986.
— Sí, qué
pasada este cante… Jonás lo admiraba, por supuesto. Cuando Camarón lo mencionó
a él como el futuro del flamenco, se metió varias rayas para celebrar y le
entró un subidón que le duró tres días.
— Y hubo gente a la que no le
gustó nada…
— ¿Qué Camarón dijera eso? No, les
jodía.
— ¿Llegaron a conocerse?
— ¿Con Camarón? No. De pequeño
Jonás empezó repitiendo las coplas flamencas que le había oído a él y a otros,
pero con los años empezó a escribir por su cuenta… tú ya le conoces, temas más
afines a nuestras necesidades, fusionando estilos con letras que resultaban
entre cachondas e incómodas.
— Bueno, conociéndote…
— Temas que ni siquiera el
flamenquillo trataba.
— Digo que, conociéndote, algunas
canciones parece que las hubieras escrito vos, hay una impronta muy tuya ahí...
— ¿Yo? ¡Ni de coña! Eran todas
suyas. Fíjate en…
— Fabiola, estoy segura de que
metiste mano en alguna.
— …
— ¿O no?
— ¿Por qué piensas eso?
— No sé… lo intuyo. Tienen tu
huella, me parece.
— Pues intuyes mal.
— Es que hace un tiempo leí una
entrevista que le hicieron a Goyo, el guitarrista, y a Lucas.
— ¿A Lucas también? ¿Y qué
dijeron?
— Goyo habló sobre una maqueta
perdida que Jonás no pudo haber escrito solo y en la que ellos sólo
participaron para grabar. Una maqueta donde estaría el material seminal de la
banda, parece que es muy valiosa y ahora la andan buscando ambiciosamente…
— ¿Qué no pudo haberla escrito
solo? ¿Eso dijo? ¿Dónde lo leíste?
— En la Rolling Stone.
— ¡La Rolling Stone! ¡O
sea que ahora salen en la Rolling Stone! No sigo a Goyo, la verdad, pero hay
que reconocer que es el único que hizo una carrera respetable en solitario.
Lucas sigue viviendo en Madrid y de los otros no hay noticias… ¿qué más
dijeron?
— Nada, eso. Que están a la
pesquisa de una maqueta, porque no hay copias.
— ¡Bah! Igual andarán tantas
maquetas dando vueltas… de vez en cuando las desentierran y empiezan con los
homenajes de culto, después lo vuelven a olvidar. Goyo es pura ambición y Lucas
dejó la música hace tiempo, o sea que no sé qué hace dando entrevistas en la
Rolling Stone. ¿Por qué no le preguntan a la Pájara? Ella la debe tener.
— Ni la nombraron. Goyo se lo pasó
haciendo un repaso de la banda y aprovechó para anunciar su nuevo disco, donde
parece que colabora Lucas.
— Ya te dije que no lo sigo, Luján.
Un tío que tira abajo la casa donde vivía su amigo para construir un hotel para
guiris, no me interesa.
— ¡¿Goyo?!
— Como lo oyes. Es un señorito,
estaba forrado desde antes de conocer a Jonás… su familia tiene un centro
comercial en Málaga e invernaderos en Almería. Con africanos currando,
claro.
— ¡Pufff!
— Sí, y después de la muerte de mi
primo lo que hizo fue comprar la casa, demolerla y empezar un supuesto museo.
Al final levantó un hotel.
— Pero al menos intenta encontrar
esa maqueta perdida, tal vez quiera hacerle justicia...
— ¿Con qué? ¿Con una maqueta
grabada en una cinta vieja? Quiero leer esa nota, ¿la tienes aquí?
— La dejé en Madrid, salió hace
unos meses.
— Pues que esperen sentados porque
nunca la van encontrar.
— Estás muy segura, por lo visto.
— Es que no la van a encontrar, te
lo digo yo. Jonás no era tonto.
— A ver…
— Si la supuesta maqueta es el
germen de la banda y todo lo que vino después, Jonás se habrá cuidado bien de
dársela a alguien de confianza.
— ¡Pero si ellos estaban en la
banda, Fabiola!
— Ya, ya… Jonás era así de raro.
¿Y dijeron alguna otra cosa además de eso, o sólo les interesa la maqueta para
poder sacarle pasta? A Goyo nunca le alcanza con lo que tiene, y Lucas… bueno,
me enteré de que puso una charcutería en Madrid, tal vez le dé por tocar las
palmas en alguna fiesta familiar. ¡Qué morro!
— Te enojaste...
— ¿Yo? En absoluto, ¿por qué?
— Por ellos.
— Pues no, hija, que hagan lo que
quieran… que sigan buscando la maqueta filosofal, a mí me tiene sin cuidado. Lo
que me jode es que intenten sacar tajada del finao, eso es lo que me jode.
— No tendría que joderte porque
vos misma dijiste que no van a encontrarla.
— ¡Es que no van a encontrarla!
— Entonces no hay motivo para
cabrearse. Che...
— Qué.
— Acabo de darme cuenta de que hoy
es noche bruja… ¡Mirá qué luna!
— Y ahora, como para bajar la
sangría, estas dos curdelas se quedan mirando la luna… ¡A ver!
— Luna de sangre.
— Sí, bien. Ya la veo. “Por la
luna nadaba un pez… El agua duerme una hora y el mar blanco duerme cien…”
— Eso me suena… lo leí hace un
montón.
— Lorca, “Poeta en Nueva York”.
— Ah… buena elección para seguir
esquivando el tema.
— ¿Esquivando qué? Mira que estás
rara, eh… ¿Harás una profecía o algo? ¡Qué pasa, Cas! ¿La luna te inspira?
— Profecía no: pálpito, tengo un
pálpito.
— ¿Con qué?
— Con vos. En las noches de luna
roja las mujeres nos volvemos brujas, y susurramos al oído de los hombres cosas
que ellos guardan con celo. ¿Alguna vez te pasó?
— …
— ¡Dale, Fabiola!
— ¡¿Qué?!
— ¡Que si alguna vez te pasó!
— Ah…
— ¿Te pasó?
— Bueno… puede. Ya sabes que no
creo mucho en estas cosas, pero seguramente algún susurro brujo se me habrá
escapado, sí.
— ¡Así te quería agarrar!
— ¿Cómo?
— ¡Que así te quería agarrar! Me
juego manos, pies y cabeza que esa maqueta la tenés vos.
— ¡Qué hija de puta!
FABIOLA 1
Ofreces tu número de titiritera en el metro. Ya te he visto otras veces,
estudias en la Complutense, como yo, y andas con un hombrecillo de loza llamado
Malaquías, cantante y bailarín. Ese muñeco no levantará del suelo más que unos
treinta centímetros, pero parece tener vida propia, porque tú se la das. A la
gente le hace gracia cuando lo pones a bailar y a mí me produce un efecto
sedante instantáneo. También te he visto sacando fotos urbanas con una réflex.
Siempre dentro del metro, donde solemos coincidir en el mismo andén. Desde que
te vi por primera vez me atrajeron tu pelo color remolacha cortado a
tijeretazos, tus ojos encapuchados de un verde indefinido, tus pantys
anaranjadas, tus viejas merceditas de colegial y ese abrigo negro que llevas,
casi rozando el suelo. Todo eso a la vez. Un día dejé pasar varios trenes sólo
para verte. Me figuro que te habrás dado cuenta, así que fingí estar cautivada
por Malaquías. Lo cual no impidió que nuestras miradas se liaran
inmediatamente. En la tuya había algo perentorio, como una inexplicable
clarividencia. Luego sonreíste extrañada, y continuaste moviendo la marioneta.
Viene el tren. P.J Harvey suena a todo trapo a través de mis cascos. Vas a subirte al siguiente vagón. Se
abren las puertas y entramos las dos a la vez sin dejar de mirarnos. Damos un
paso dentro, casi al mismo tiempo, casi el mismo paso. Te ubicas junto a la
ventana del fondo; yo también. Nos miramos de vez en cuando. Te bajas en la
siguiente estación y pienso que voy a perderte, aunque en realidad lo que haces
es pasarte a mi vagón. Cojo el primer asiento que veo, haciendo como que revuelvo
en el bolso. Si al menos se me cayera algo, pero no, todo está en perfecto
desorden. Por el rabillo del ojo observo que estás agarrada a la barra cromada
haciendo como si no me vieras — ¿y piensas que me lo voy a tragar? — hasta que
te me sientas al lado. Cruzas las piernas y me miras, codo en la rodilla, mano
en el mentón, muy seria:
— ¿Filología, no? —. Lo debo
llevar escrito en la frente, o será por el libro que aparento leer.
— Sí. Y tú Historia, te he visto.
— Es verdad, los que me conocen
saben que la chica de Historia se hace unas pelas por aquí con el muñeco.
— ¿Me dejas verlo?
Lo extraes de una pequeña valija de piel y sin
pedir permiso me sacas un casco y te lo pones. Sonríes. Luego se lo pones a
Malaquías, que se echa para atrás como si se hubiera dado con un canto en los
dientes. Unos dientes que no tiene. Suelto la carcajada.
— A éste le gusta más clásico — lo
disculpas.
— ¿Y a ti?
— A mí no, no vayas a creer que
Melqui es mi alter ego, él va a su aire, es más de Black Dog.
— Zeppelin.
— Claro, lo que le gusta a la peña
y da algo de dinero. A P.J le tiene miedo por Rid of me, la parte en que dice… eso del cuello… ¿cómo era?
— I'm gonna twist your head off, see…
Ella quiere retorcerle el pescuezo porque el tío se ha tirado a otra.
— Exactamente, flipas con lo
sobria que va esa tía, locura controlada, pasa del susurro a la explosión
amenazante en un pis pas. ¿Qué lees?
— Laura Esquivel, Malinche.
— Buen título. Yo voy a Sol, ¿tú?
A mí me da igual, yo voy a donde vayas tú, maja. Si vas a Sol, voy a
Sol; si vas al Golfo Pérsico, voy al Golfo Pérsico. No tengo ningún plan por
delante además de ti, y si lo tenía ya lo olvidé.
— Yo también.
Haces como si no supieras que estoy mintiendo.
— Soy Diana — te presentas.
Nos bajamos para hacer trasbordo; y al rato
estamos marchando hacia la salida. Me dices que quieres ir al Corte Inglés
porque es el aniversario de tu madre y te apetece regalarle una cosa de buena
calidad y más bien pija. Ella vive en Andorra y es tu única familia. “¿Te vienes?”.
Vale, por qué no. Una pashmina de gasa en suaves tonos color salmón. Tienes las
manos regoretas, uñas minúsculas y un rostro lunar. Eres hermosamente fea.
Justo mi tipo, alguien que podría pasar por invisible, y que para ser vista se
vale de un desparpajo heredado de alguna bisabuela que en la guerra tiraba con
fusil desde una barricada. Esa mujer nunca llevó el pelo color remolacha, por
eso ahora lo llevas tú. ¿Alguien sabrá que freak
quiere decir monstruo? No es una palabra divertida, nosotros la hemos
convertido en una marca de identidad vindicativa. ¿De qué? ¿Cuáles son nuestras
armas, contra qué o quiénes luchamos? ¿Contra qué o quiénes pretendemos luchar?
Me haces una pregunta intrascendente, como para no soltarme la correa:
— ¿Y cuánto te falta para sacarte
el título?
— Estoy en tercero, empecé tarde.
¿Tú?
— Yo voy por la tesis. Pero no me
preguntes de qué va porque todavía no me decido, o tal vez no tenga el coraje
de meterme con el despojo de las Américas. O con la Inquisición.
— Lo de la Inquisición suena bien.
Vas a Segovia, subes la torre del Alcázar y en cada descansillo te asomas a un
cadalso; con eso ya tienes la mitad de la tesis escrita.
— No…quizá me decida por el
despojo de las Américas, que podría traer cola. ¡Bah! Igual no soy muy buena
estudiante… ¿Y tú a dónde ibas?
Me detengo con sutileza y te propongo ir a tomar una caña. Mediodía
espléndido de junio, apetece refrescarse (esto no te lo digo, ya que por muy
lanzada que seas te conozco desde hace media hora, y aunque no haya parado de
mirarte las tetas con disimulo desde el metro, algo que ya has notado, no
quiero pasar por gilipollas y perderte) Me dices que sí con una sonrisa, y allá
vamos, apenas hablando, ¿prefieres éste o aquel?; no, mejor ése, que no está
lleno mosaicos taurinos y de tíos. Pero si está más claro que el agua, hija… ¡y
yo que estuve a punto de cagarla diciendo que me había bajado en Sol para
comprar bollos en la Mallorquina!
— Vale, un rato nomás porque tengo
que ir a las Escuelas Pías… ¿conoces?
— Sí, es la que está en… sobre la
plaza de…
— Lavapiés. La que tiene… - haces
un gesto circular con la mano —, con la cúpula…
— Sí, sí, la del incendio… —
afirmaciones constantes con la cabeza, para disimular lo ridículamente absurdas
que nos sentimos y a la vez lo fascinadas que estamos la una con la otra. Y a
punto de echarnos a reír, porque ya es una cita.
— Estoy sacando fotos para un
documental sobre la ciudad.
Intento ponerme seria:
— Oh. ¿Una filmación?
— No, no, es un relevamiento
fotográfico.
-— Oh.
— ¿Te vienes? —. Veo que eres de
las que prefieren lanzarse antes de que la timidez te traicione. Tu voz
tiembla, porque temes el no. Una siempre teme el no. Y una se estremece como un
pajarillo cuando escucha el sí.
Te estremeces como un pajarillo. Como un pollito rojo.
Estamos en 1992, pero el reloj de las Escuelas Pías se detuvo para
siempre a las diez de la mañana — ¿o a las doce menos diez? — del 36, y nadie
lo ha vuelto a tocar desde el día del incendio. Acerca de lo que sucedió allí
hay muchas versiones, la más difundida es que los falangistas tomaron la
iglesia y le disparaban a la gente con ametralladoras, así que el pueblo les
incendió el edificio.
Nos metemos por el costado de lo que había sido la iglesia, para tomarle
unas fotos. Yo me planto justo debajo de lo que alguna vez fue una cúpula que
ya no existe. En su lugar sólo queda un gran ojo de cielo azul abierto de par
en par en el fondo de una estremecedora órbita de piedra, que las urracas usan
como balcón. Debajo, y justo en el centro de lo que debió ser la cúpula que se
desplomó, hay una pila bautismal intacta. Su lúgubre concavidad está llena de
agua sucia en la que flota un pájaro muerto. Me echo atrás por instinto. En la
estancia circular, y cerca del suelo, hay algunas bóvedas cavadas en los muros
de ladrillo calcinado. ¿Qué habría allí? ¿Cofres para guardar esos chismes de
oro que se usan en misa? ¿Entradas a catacumbas secretas? ¿O simplemente
servirán para dar cobijo a los indigentes que hoy deambulan por los
alrededores? Suena el obturador de la cámara una y otra vez, haciendo huir a
las urracas. Salvo a una, la más grande, que desciende hasta el borde de la
pila y suelta un graznido que resuena como si estuviésemos dentro de una nave
vacía, con una cáscara hueca por pavimento. Al final sale volando por el
costado del edificio y nos quedamos quietas oyendo el ruido de la ciudad, que
nos llega desde fuera como algo de otro tiempo. Oigo el click del obturador. Me
has tomado una foto sorpresa, donde salgo desorientada contra un paisaje granulado
que parece de alucinación. Todavía la conservo.
— Tienes que darme esa foto.
— Pues entonces habrá que volver a
verse…
Pasamos el resto del día juntas, hablando de nuestras cosas.
Improvisando sobre la marcha.
En una callejuela del Rastro encontramos un solitario contenedor de obra
repleto de botones. Nunca he visto tantos botones juntos, hay millones de
ellos, de todas las formas, tamaños y colores. Divertida, me encaramo al
contenedor y te ayudo a subir. No me resulta fácil hacer pie y me tumbo por
todo lo ancho, con el sol dándome de lleno cada vez que tu sombra se mueve para
hacer equilibrio sobre la montaña movediza. Finalmente caes junto a mí y nos
abandonamos al calor de la tarde, fumándonos un cigarro. Me dices que te buscas
la vida filmando conciertos, y que haces algún que otro currito para salir del
paso. Que estás sola en Madrid. Me dices que ya sabes que eres rara y no te
importa. Riendo, me cuentas que hace algunos años tuviste un novio con el que
no te podías correr, así que fuisteis a una analista que le dijo a él, y no a
ti, lo intensa que eres. “¿Y eso qué quiere decir?”, le preguntaste, pero él no
se animó a responder. Así que le preguntaste a ella y te llamó neurótica. En
cambio él sólo era un hombre. No tardaste nada en dejar al hombre y no volver
nunca más a la analista. Dices que después de aquello te quitaste para siempre
ese peso sin ambición, que a veces te enfurecen los gritos de los machos que
oyes a través de tu ventana, y como cualquier bruja, ves sin ver la sangre
manando por las heridas abiertas de sus mujeres. Que todavía te sorprende
escuchar la música que hay en los estambres, y lloras y gritas cuando piensas
que quizá deberías hacer más, o deberías no hacer, y te dices lo siento, no
puedo hacer otra cosa, no tengo epidermis. Que a veces caes como un pollito
recién nacido dentro de cada respiración, como una elefanta juguetona en una
fiesta, como una llorona despechada en un examen, pero que no sabes hacerlo de
otra manera, que no puedes hacer otra cosa o simplemente no quieres hacerla.
Me quedo hipnotizada, oyéndote.
— ¿Y tú?
— Yo tengo mucha suerte, Diana.
Estoy rodeada de gente extraordinaria como tú, pero ninguna me gusta tanto.
Hay veces en que no puedes esperar. Decir que nos despedimos con la
noche despuntando en las farolas, y en la entrada de la misma estación donde
nos conocimos sería un embuste. Si me hubiera marchado de esa forma habría
tenido sueños abrasadores con tus manitas recorriendo mi cuerpo. En esa época
vivías en un un edificio con un balcón roído por los cincuenta aguaceros de
cincuenta inviernos, en el segundo de San Cayetano 10, por Embajadores. Un piso
barato, a punto del derrumbe. La cama cubierta con una jarapa recién sacada de
la lavadora, aunque vieja, un armario para la ropa y un escabel por mesita de
noche. Olor a tabaco. A incienso. Todo ocurrió con la familiaridad con que se
deshace una cama. La tuya. Te metiste con la rapidez de un ciempiés, y yo me
recogí contra la pared para hacerte un sitio. Fue fulminante desde el momento en
que entramos con el mismo paso en ese tren. Feromonas. Recuerdo un gran batik
amarillo como cabecera, las velas blancas, la forma en que dejé que me
desnudaras. El sol del poniente se coló por la ventana a través de una cortina
de gasa blanca, que al reflejarse en los muros hacía que la habitación se
volviera de un naranja vaporoso mientras yo te lamía el ombligo, oyéndote
gemir. Mi boca en tu entrepierna húmeda, y en tu coño, mi ardor de pequeña
orangutana resplandeciente, follándonos entre birra y birra, entre croqueta y
croqueta, dejando la cama grasienta de aceite y sudor. Desde el primer momento
me quedé dentro de ti con dos vueltas de llave, y al diablo con las
penetraciones que definen el fin de un polvo. Me recogiste como a una muñeca
sucia mientras yo visitaba el Madrid de arriba, para mostrarme el de abajo, que
dejó de ser lo que era para convertirse en la ciudad donde te conocí, una
ciudad nueva. Luego hubo un largo verano de algo muy parecido a la felicidad.
Eras la única persona que no me trataba como un terrón de azúcar, una copa de
aguardiente o una bomba de tiempo en la mochila de un chiita. Te encantaba la
improvisación. Nunca te molestó verme proceder como un accidente natural dando
bandazos por la ciudad. La norma: que nada sea real, y en realidad lo sea. Para
ti soy la quintaescencia del material invisible que hay en la concha de las
perlas negras, y a la vez una ilusa. Y te ríes de mí: “guapa, si te evades, por
lo menos intenta sacarle algún provecho”. Mi escritura. La estratagema subversiva
para encubrir a la escapista. A la cachorra asustada reclamando favores. Algo
que, por supuesto, a mí no se me hubiera pasado por la cabeza, tan ocupada
estaba en parecer la reina de los andenes. Tu honestidad de zapatos viejos me
aplastó, y ponerme en evidencia sirvió para que me percatara de que ese lugar
en el mundo que yo venía buscando desde muy joven, mi único y verdadero lugar,
no podía ser otro que la escritura.
“Entonces quita esa valla, que el sitio es tuyo”. Dulce bollito.
FABIOLA
“Ese
pájaro tiene los colores de una calesita en los altos de febrero”, dijiste; y a
mí no se me olvidó más. Ni la calesita ni los altos de febrero, ¿cómo olvidar
una palabra así? Calesita. Por la mañana, y durante aquel brevísimo, casi
insignificante momento donde el sueño abre paso a la vigilia, yo escuchaba — o
creía escuchar — el trino de un fabuloso pájaro entre las rosas enredadas del
balcón. Era el primer momento de mi consciencia, el más feliz. Entonces tú
aparecías por la puerta sonriendo de oreja a oreja y hablando con tu acento
argentino de cosas que yo no entendía, pero que me gustaban, sobre el final del
verano en ese país desconocido. Luego fueron pasando los años, y pájaro que
comió, voló. La abuela Pocha dijo que me diste a luz mal, porque no habías
aprendido lo que ella no te pudo enseñar, ya que su madre se le fue en el parto
y ni siquiera llegó a conocerla (¡como si esas cosas vinieran con manual de
instrucciones!) Así que aprendimos juntas como pudimos, tú y yo, a darnos a luz
la una a la otra, y sospecho que lo hiciste contra ella y contra todos,
gritando con tu voz de sirena loca. Sin embargo, apenas me pusieron en tus
brazos me cantaste. Hay voces altas que se heredan, hay altas locuras que
también. A la gente no le gusta hablar de estas cosas, prefieren los buenos
rollos y descorchar botellas en Navidad, haciendo de cuenta que no será su
mente la que vaya a quebrarse, si no —casi siempre— la de otra, y si se
quiebra, mejor que lo haga en la ciudad sitiada de los manicomios: ¿cómo hacer
para atarse al mástil cuando la que canta es la madre? Algunos nunca llegaron a
conocer tu dulzura, tuviste que ponerla a resguardo bajo el trueno de tu voz
para sobrevivir a la brutalidad el mundo.
— Si queréis verla tendréis que esperar.
Tristán:
— ¡Pero ya llevamos más de dos horas!
— Es que hay mucha visita y no está permitido
hacer pasar a más de diez familiares.
Nos
quedamos rebuznando en nuestros asientos.
— Así de capullas son, espérame aquí que veo si
encuentro alguna conocida…
— ¡Tristán, ven acá!
— Tú déjame a mí que tengo experiencia en esto…
— ¡Tristán!
Mi
hermano intenta empujar las puertas que conducen al pabellón, pero están
cerradas. Golpea: “¡Ehh!”. Lo alcanzo:
— Tris, ya sé que eres el rompecorazones de las
enfermeras, pero aquí no te conocen, así que deja de incordiar, ¡venga!
Justo
en ese momento aparece una chavalita menuda y con coleta reclamando a los
familiares de Elena Pintos. Es tu psiquiatra. Pasamos a su despacho, hace como
que nos tranquiliza y nos comenta con vocecilla de colegiala que ya estás
compensada pero que tu patología es resistente a los medicamentos. Al final
desliza un papel a través del escritorio y suelta la bomba: el equipo médico
necesita nuestra aprobación para realizarte un TEC. Vamos, el electroshock de
toda la vida pero con anestesia general y las debidas precauciones médicas bla
bla bla. Necesita nuestro consentimiento informado. Su voz se parece a una
tetera silbadora, intento escucharla y no lo consigo. Para ser más explícita:
no entiendo, ni quiero entender lo qué nos está diciendo y lo único que escucho
son significantes saliendo de su boca.
Sea lo
que sea lo que esté diciendo, mi respuesta va a ser NO.
Simultáneamente, veo a Tristán gesticulando sus propios significantes.
¡Pensar que fui yo quien te ingresó aquí! Con el apoyo económico —a
regañadientes, y por supuesto callado— de Sancho, parte de mi nómina, todo sea
por verte bien (¿o para dejarte en una guardería para locos a fin de cubrirnos?
El loquero: un seguro contra todo riesgo) Sólo que ya no podemos seguir pagando
la póliza y tendremos que sacarte. Tristán se opuso a colaborar desde el
principio: “Cualquier loquero, sea público o privado, es una mierda, así que no
me pidáis ni un duro”. Pero al menos vino a verte desde Barcelona, como
siempre, conectado por cables a una banda experimental japonesa de los 90, con
la que está obsesionado a pesar de su edad: Boredoms,
en la que un tío chilla como un marrano. Escucha la cinta día y noche, unas
cincuenta veces por lo menos, tal vez más: su dosis de dopamina.
La
psiquiatra intenta ser amable con él, aunque por la forma en que lo mira me doy
cuenta de que ha llegado a una conclusión: si grita, es porque hay algo
hereditario.
Los
oídos se me abren justo cuando Tristán está emitiendo sentencia. La tía no se
inmuta, pero me mira a mí. Espera una reacción más favorable. No la consigue.
— Ya escuchó a mi hermano (no tengo la menor
idea de lo que ha dicho Tristán, siempre que una bomba me noquea sólo escucho
significantes, además no necesito haberle oído para imaginar lo que pudo haber
dicho: me basta con observar la expresión de ella zigzagueando entre la
benevolencia y el hartazgo. La opinión de un loco no es fiable, si no
enajenable. La opinión de Tristán no cuenta; la mía, que no estoy diagnosticada,
sí) Ya escuchó a mi hermano y coincidimos… no vamos a firmar nada, nos la
llevamos a casa.
— ¿Su hermano ha dicho eso?
— Algo así, sí.
— ¡Hay que ser muy canalla para querer meterle
electricidad a la gente! ¿Ve esto? — Tristán extiende a pleno sus diez dedos de
nudillos inflamados, espatulados e imponentes, delante de ella: — En cada punto
hay un electrodo que usted no puede ver, porque necesitaría un tubo de ensayo
para demostrarlo. O una máquina de aturdir. Pero yo tengo un electrodo en cada
yema, y todos conectan al corazón.
Empiezo
a levantarme de la silla.
— Nos la llevamos.
— Vale, si no dais el consentimiento no se
hará, pero si os la lleváis ahora sería contraproducente… Le hemos agregado un
nuevo medicamento y lo que recomiendo es que nos la dejéis hasta el mes que
viene para monitorearla. Luego, lo que queráis.
— Nos la llevamos ahora y usted prescribirá lo
que corresponda.
Tristán
sigue protestando:
— Yo quiero darle un achuchón, Fabiola, no sé
tú… ¡no vine aquí desde Barcelona para escuchar a una alienista de una clínica
para pijos, si no a darle un buen achuchón a mi madre, y que se ría todo el
puto capital!
— No estoy diciendo que no puedan verle, ahora
les llevarán, sólo os digo que la dejéis ingresada unos veinte días más para
monitorear cómo funciona la nueva medicación, ya que no dais el consentimiento
para el TEC…
La
psiquiatra guarda el papel sin preocuparse en disimular el mosqueo que le hemos
metido.
Dos
enfermeras nos guían a través de un corredor de paredes color malva. Huele un
poco a pintura fresca y otro poco a desodorante ambiental de jazmín. Es hora de
siesta y la mayoría de los pacientes duermen, pero tú no. Tú estás sentada en
la cama a punto de bajarte, intentando alcanzar unas chanclas. Tristán corre a ponértelas.
Sonríes adormecida. Estás en los huesos, y tu pelo, ese largo pelo negro y
espeso que yo tanto te admiraba, se ha vuelto gris en cuestión de meses. Madre,
estás desapareciendo. Casi todos los días, estando en el trabajo, con mis
amigos, tomándome una caña, donde sea… pero sobre todo antes de ir a verte al
hospital o a tu casa, tengo que hacerme a la idea de que podría no encontrarte,
o encontrarte muerta — hasta me he imaginado la escena para que no me tome
desprevenida —, lo cual me demanda un grado de estrés inimaginable. Encima no
puedo contárselo a nadie porque me llamarían catastrofista. Sé que te
aterroriza perder el control de tu cuerpo y morir; y a mí me aterroriza
perderte, aunque habitualmente no sepa ni cómo tocarte y tu abrazo me resulte
pequeño y blando, como el de esas muñecas de trapo a las que se aferran las
niñas, fingiendo que es la muñeca la que abraza, y no ellas. Otras te odio
impasiblemente.
— ¿Precisas ir al baño?
— No, no… Sancho ya debe estar en camino para
acá, ¿no?
Desde
hace años sigues creyendo que él vendrá. En los últimos años ha sido imposible
convencerte de que mi padre y tú se divorciaron hace décadas, parece que
hubieras olvidado todo aquello.
Una de
las enfermeras aprovecha para reñirte en broma porque llevas tres días sin
cagar. Por lo visto es bueno que lo sepa la familia, lo cual vuelve a despertar
la reacción de Tristán:
— ¡Y cómo va a cagar con las mierdas que toma!
¿A su alienista no le pagan comisión por dispensarle un laxante? —. Mi hermano
es cruel a propósito.
Saco el
cepillo del bolso y empiezo a cepillarte el pelo con máxima delicadeza. Pero es
inútil, porque se te cae igual. Ya tienes una calva franciscana en la nuca.
— Es la edad — comenta la otra enfermera, toda
compungida.
La
mirada que le echo le hace bajar la vista:
— Aunque tenga setenta no me parece que sea
normal que se le caiga el pelo a mechones.
— Pues a su edad se quedan calvas — insiste la
de la caca, como si fuera un dogma.
— Son los venenos — se entromete Tristán.
— Eso tiene que hablarlo con los médicos,
nosotras no prescribimos.
— No, vosotras sólo chutáis – machaca él.
Intentas levantarte pero no puedes tenerte en pie, y es Tristán quien
impide que te caigas. Tus pantorrillas de corredora de fondo están casposas y
escuálidas. Más que compensada, parece que acabaras de salir de terapia
intensiva. Tengo que acercarme mucho para oír lo que intentas decirme, pero me
lo dices:
— Por poco me leen la caca.
Con tu
coherencia loca, metafórica, me explicas que las enfermeras exploran lo que
cagas, cómo y cuándo. Ellas lo niegan. También te leen la sangre y los órganos,
es parte del protocolo médico, supongo, tomando en cuenta la cantidad de
fármacos que te dan, pero no saben descifrar lo que sientes cuando chillas. Por
eso te atan. El verbo leer es contundente: lo que cagas es sólo una pequeña
prueba empírica de tu biología, así interpretan y evalúan los resultados de la
terapia, en vistas de que te mantienen dopada la mayor parte del tiempo. Un
punto más arriba o más abajo te ingresaría en la estadística del 3% del dolor
psíquico en varios diagnósticos. ¿Cómo te alivian? Con calmantes. O por la
fuerza, con correas y mortajas temporarias. Sólo hay tres o cuatro grupos de
fármacos básicos para millones de personas como tú, con singularidades
específicas, y todos son calmantes más o menos efectivos. El antipsicótico te
baja los delirios donde dicen que te refugias, lo cual te deprime, así que para
que subas te dan antidepresivos que te animan, entonces agregan ansiolíticos
para volver a bajarte, un circuito ostensiblemente interminable de ascensos y
descensos. Doblando la dosis según tus reacciones. Pasas las horas subiendo y
bajando hasta que llega la noche y te dan un hipnótico para dormir. Te dicen
que son vitaminas. Vitaminas para el sistema límbico, ese toro de Miura que te
desboca.
¿Sabrán, de verdad, cómo funciona el cableado de tu laberinto?
Se cree
que el cerebro humano contiene 100.000 millones de pasadizos, un computador
rematadamente complejo que les levanta el dedo corazón a las corporaciones. ¿Te
habrán visto perderte entre ellos, o sólo están afuera oyéndote gritar? Ellos
apenas alcanzan a vislumbrar los pasadizos. Saben que existen, pero no podrían
nombrarlos. 200.000 años de evolución se reducen a una chapuza rápida en el
taller mecánico de un laboratorio. Ningún fármaco logró mejorarte nunca. Eso
sí: todos mutilaron tu vida sexual. Algo de lo que se habla poco en los
consultorios, pero que tú me confiaste cuando tenía doce años. El efecto
secundario del deseo aniquilado, de la vulva desechable, no se toma mucho en
cuenta, y tampoco se cuenta. Además ya engendraste dos veces, ¿qué más puedes
pedir? Esa mirada zigzagueante entre la benevolencia y el hartazgo que la
psiquiatra le dedicó a Tristán, se hace extensiva a ti, parece que el personal
la llevara cosida como parte de su indumentaria. Él ya conoce todo eso, no
necesita ni imaginárselo. Y sabe, también, que incluso los médicos más
afectuosos se desorientan y desesperan ante un tratamiento que no funciona.
¿Por qué
te habré traído aquí? ¡Ah! Porque quiero que me dejes vivir...
— Vamos a ponerte la bata y te vienes con
nosotros.
— Se viene con nosotros — me copia Tristán en
voz alta, para que se oiga bien —. Si hay que cargarla, yo lo hago.
— Yo le preparo la maleta.
Cuando
estamos saliendo contigo en brazos, aparece la psiquiatra toda horrorizada. Dos
grandulones vestidos de blanco se pasean discretamente a unos metros de
distancia. Es el tipo de gente que ponen por si el asunto se desmadra.
— ¡Pero qué hacéis! ¿Os la vais a llevar así,
sin que le hayamos dado el alta, sin consultarnos el tratamiento…?
— Y dónde están los otros — responde Tristán,
como si le estuviera hablando a la pared.
— Trabajamos en equipo y yo estoy de guardia
hoy. No os la podéis llevar así, sería irresponsable…
— Tráiganos su historial clínico y la
medicación que toma, ya consultaremos en otra parte. Vamos, Tristán.
Ella se
afirma en su posición:
— Si os la lleváis cursando un tratamiento
puedo dar parte a las autoridades.
Tú
levantas la cabeza medio aturdida y la increpas:
— ¿Pero a vos de qué película te sacaron,
pendeja?
Avanza
un grandulón para arrancarte de los brazos de mi hermano, así que los dos salen
persiguiéndose por el pasillo. Yo salgo detrás, y detrás la psiquiatra y luego
todos. Esto parece causarte mucha gracia, porque vas riéndote:
— ¡Agarrame la chancleta que se me cayó, yo sin
chancleta no salgo a la calle ni loca, y además no quiero que Sancho me vea
así!
Pero os
detienen justo cuando estáis a punto de salir del pabellón. La psiquiatra me
engancha el brazo y nos paramos todos en seco, jadeando. Nos miramos la una a
la otra sin querer rendirnos.
— Fabiola, escúcheme… déjela aquí unos días
hasta que esté en condiciones de andar por sí misma; entonces os la lleváis. Os
dejo su historial clínico, todo… si queréis consultar con otro médico y darle
el teléfono de la clínica para ponerle al tanto del tratamiento, perfecto… pero
no os la llevéis así, por favor, sería peligroso para ella, y muy difícil para
vosotros.
— ¡Y una mierda! — protesta Tristán, que te
trae de regreso andando sobre tus propios pies, bien sujeta por la cintura y
agarrada de su abrigo como si fueras a caerte de un tercero. Pero contenta y
sonriendo. Una enfermera ha recogido tu chancla perdida, mientras los dos
avanzáis hacia nosotras. Quieres tu maleta, quieres despertar del todo y la
idea de escapar empieza a espabilarte. La psiquiatra intenta convencernos de
que al menos te dejemos pasar la noche en planta, que los medicamentos, que devolverte
a tu ambiente podría desencadenar una nueva crisis…
Mi
argumento es un clásico:
— Es que nos cortaron la póliza y no podemos
seguir pagando.
Ella
reacciona mal:
— ¿Y por qué no lo habéis dicho desde el
principio en vez de montar todo este jaleo?
— Lo habría hecho si usted no nos hubiera
puesto ese papel por delante.
— Tendrán que pasarse por administración y
explicar su caso. Puede continuar el tratamiento en forma ambulatoria, pero al
rellenar el alta acepta que la clínica no se hace responsable de lo que vaya a
suceder después. El protocolo no es éste, vosotros debisteis avisar…
— ¿Qué no escuchó a mi hermana? Ya le dijo que
lo habría hecho si usted no hubiera salido con lo de la electricidad. No se
hacen responsables de lo que pueda suceder después, pero tampoco se hacen
responsables de los efectos secundarios del cortocircuito, por eso querían que
firmáramos un acta de consentimiento, ¡qué jeta!
Lo que
dice Tristán tiene lógica (incluso lo de la jeta)
El
papeleo es importante y en la administración me lo hacen de tan mala manera que
logran ponerme de los nervios, pidiéndome que regrese al día siguiente a
recoger la firma del administrador. El vil metal puede obrar maravillas incluso
cuando falta. Ahora tendremos que pensar quién va a cuidar de ti mientras te
buscamos un hospital de día y una acompañante terapéutica. O no. Tal vez no
haya que pensar mucho. Luján. Ella es buena gente y necesita el dinero.
Sí, voy
a llamar a Lu.
Yo no
sabía que Fabiola confiaba tanto en mí. Por lo visto prefiere mil veces que la
acompañe yo a que siga internada en esa clínica para locos. Elena me cayó bien
desde el principio. Me encantó ese orgullo atormentado que tiene, tan de ella,
casi espástica, tan de mina que no ha podido arrancarse el barrio ni en cuarenta
años — o más — viviendo en España, y también lo boca sucia que es. Fabiola me
contó que de joven era muy linda, y debe ser verdad porque se le nota. Muy
linda e infeliz. Ella no puede ni sabe cuidarla, hay una herida ahí, pero yo sí
que puedo. No me da miedo lo que le pasa, yo no la considero una enferma. A mí
la locura me despejó el camino. Sin esa locura yo no hubiera probado mis
límites. Cuando se lo comenté a Fabiola, me dijo que si yo supiera el dolor que
produce “la locura verdadera” no diría esas cosas. Tal vez tenga razón. Sin
embargo, igual me encargó el cuidado de su mamá. Voy a sacarla de esa cama como
que me llamo Luján.
— ¿Vos de dónde sos, querida? Yo de Adrogué.
— ¡Ahhh! ¡Porteña de mi único querer!
— Sí… ¡bah!, en realidad mi familia era de un
pueblito de Santa Fe. ¿Vos de dónde sos?
— De Mar
del Plata, seguro que conocés.
— No creas, eh… una vez me llevaron de chica,
pero ya ni me acuerdo. ¿Y qué hacés acá?
— Vine a acompañarte, Elena.
— No… qué hacés acá, por los Madriles…
— ¡Ahh! Viviendo, me gusta. ¿A vos?
La
pobre se encoge toda. ¡Qué le va a gustar! Se lo banca, nomás...
— Me
gusta un poco Madrid… pero no pude salir de Carabanchel desde que llegué,
además a Sancho le encanta esa casa. Me gustaría rajar de ahí pero él no… ¿Me
pasás el agua? — Le paso un vaso lleno —. ¿No habrá algún vinito, che?
Fabiola
ya me lo había advertido: Elena habla de Sancho como si todavía estuviera con
ella. Ese desalmado se olvidó de ella para siempre. Para mí que no está loca,
lo que pasa es que no puede superar eso. Más bien está loca de rabia.
— Es que
estás tomando medicación, tu hija me dejó dicho que ni una gota de vino.
—
Pendeja de mierda… ¿En qué anda mi hija? ¿Trabaja?
— Es
profe en escuelas secundarias.
— ¿Y
para eso la criamos? ¿Para que sea profe de secundaria? ¡Si tiene más
potencial!
También
escribe.
— Yo te
dije que tenía más potencial… Traete un vinito, dale.
— Mejor te voy a traer a mi vieja, que llegó de
México hace unos días. Tiene más polenta que la ginebra, te va a gustar.
— ¡Avisá! ¡A mí me gustan los vinos dulces, que
para amarga está la vida! Un Oportito… ¿cómo se llama tu vieja?
—
Raquel.
— ¿Es
mexicana?
— No, es
argentina, pero se fue para allá hace mucho con Aurelio y ahora está en España
por un tiempo. Te la voy a traer.
— ¿Y quién es Aurelio?
— Su pareja, un argentino.
— ¿Y querrá conocer a una loca, tu mamá?
— Ah. O
sea que estás loca…
— Y… si
empiezo a decir que no, la cago, viste... Lo que espera de mí esta gente es que
reconozca que estoy loca.
— Claro…
ahí es cuando piensan que vas mejorando y te dan el alta, ¿no?
— ¡Ahí está! Igual nunca se sabe bien qué es lo
que duele más, eh… si el raye que tengo o que la gente lo llame locura. Qué fea
el agua, che...
— A mí me gusta tu raye, Elena.
—
Entonces traete un vinito.
Fue
buena idea invitar a mi vieja. Por lo menos consiguió sacarla de la cama por
primera vez en quince días. Elena me pidió que le arreglara el pelo, se puso un
pantalón vaquero, una blusita floreada y se maquilló. Tiene unas facciones que
en su tiempo debió haber sido de película, a ella que le gustan tanto; es el
perfecto contrapunto de Fabiola, que tiene unos rasgos más penetrantes, más
andaluces.
Andaba
nerviosa.
— ¿Y
dónde vive tu vieja? ¿En el DF?
Le dije
que mamá vive en Cuatro Ciénegas, una
reserva natural en medio de un desierto de dibujito al norte de México, donde
regentea un pequeño hostal con Aurelio y su cuñado; así van tirando. Ya es la
tercera vez que viene y se queda conmigo en Manzanares el Real.
Lo que
no le conté, porque no es cosa suya, es que vino para pedirme la firma de un
poder que le permitirá vender la casa de Mar del Plata. Como el Canica ya no
estaba, la propiedad era de las dos. No le hacía ninguna gracia venderla, pero
era más práctico que alquilarla o arriesgarse a que se la usurparan, y además
iba a dejarnos un capital. La descubrí varias veces lloriqueando por los
rincones, sabiendo bien que no lloraba sólo por esa casa que le costó un Perú
conseguir, y por la cual en su momento tuvo que subirse a un préstamo, si no
por mi hermano. Jamás va a superarlo. No deja de ser tomada por sorpresa, como
dice ella, “entre refucilos de recuerdos”: se ve a si misma pedaleando un
karting de alquiler en la plaza Pueyrredón, unas veces con mi hermano y otras
conmigo, viendo desde lejos la
humareda que se levantó del caucho quemado y la basura en descomposición el día
del desastre, o “tirando el cuerito” a los chicos del
barrio, una práctica curanderil para la indigestión que consiste en agarrar con
dos dedos la piel de la espalda y tirar hacia arriba, hasta despegarla de la
espina. Mamá no será una mujer instruida, pero sabe que no hay manera de
escapar a la historia personal, de la historia de un país, de la historia de esa
niebla que no se disipa, vayas a donde vayas, y que por muy lejos que te vayas,
así te fueras a otro planeta, la historia se va con vos, te persigue, la llevás
adentro, está siempre camines por los adoquines que camines, así el paisaje sea
otro, la historia siempre se lleva adentro.
Elena
la recibió intranquila, como avergonzada, pero en cuanto mamá la abrazó creo
que empezó a aflojarse. Ella se avergüenza de lo que es. De su su soledad, su
vejez, de la arruga que le cruza la frente de un lado al otro:
— ¿Nos hacemos unos mates?
Tomarse
unos mates con mi vieja no es como tomarse un café, que te lo terminás y te
vas. No: el mate detiene los relojes. En Argentina hay una clase de mujer que
existe en muy pocos lugares del mundo: la cebadora amorosa. El mate de la
cebadora amorosa equivale a un abrazo. Mi vieja es una cebadora amorosa: si lo
querés dulce te pone azúcar, si lo querés amargo te lo ceba amargo, a ella le
da igual, se adapta. Te conversa mientras busca la yerba en tu alacena sin que
te des cuenta de que es una extraña, porque desde el momento en que la
encuentra, ya es parte de tu casa. Elena se disculpó diciendo que hacía añares
que no tomaba, pero al final aceptó uno, nos sentamos y empezamos a charlar.
Todo bien hasta que le mencionó a Fabiola. Hablar de ella la desorganiza. Se
volcó el mate en la blusa y corrió a la pileta a limpiarse. Fabiola ya me lo
había advertido, sólo que a mí se me pasó advertírselo a mamá. Que le pregunten
sobre Fabiola hace que la culpa la carcoma. Fabi me contó el tipo de relación
conflictiva que tienen desde que se encerraba en su pieza a comerse todo, de
cómo Elena la agredía y del asco que le tomó a su abuela —una tal Pocha—
después de que la llamara puta, sin comerla ni beberla, cuando a Elena se le
fue la mano y casi la mata. Me comentó que tuvo que ponerles corte a las dos,
que anduvo boyando por ahí, “vomitando en los jardines de los pijos”, como dice
ella; a los diecisiete o dieciocho, no me acuerdo. En esa época le ayudaba al
viejo en la cocina del restaurante, cantaba en un bareto y vivía con un amigo
que perdió.
Parece
que Elena le pidió perdón de rodillas en plan culebrón colombiano. Aunque no
fue ni gracioso ni cursi, es hasta el día de hoy que Fabiola no sabe qué sintió
exactamente cuando lo hizo, y no poder ponerle palabras a eso la mortifica
tanto como a su madre la culpa. Ya a los cuarenta años ella sigue preguntándose
cómo puede ser que la misma persona que le dio la vida haya querido quitársela,
no le entra en la cabeza, y no sabe cómo conciliar el horror con el amor. ¿Como
hacer para que coexistan esos dos sentimientos? ¿Cómo, esas dos madres, la del
amor y la del terror?
Al
final trató de encajarlo desde la lógica de la enfermedad. A los años, nomás, y
con la muerte de Pocha, Elena cayó en un estado de inestabilidad en el que
Fabiola tuvo que tomar la decisión de ingresarla por la fuerza. A falta de
padre y hermano, buenas son las hijas. La pobre salió llorando: ¿quién quiere
dejar a la vieja en un manicomio, por muy desastrosa que haya sido? Dice que en
su adolescencia la perseguía alrededor de la mesa del living repitiendo como un
autómata te odio te odio te odio, un ritual extraño, un juego maligno en cámara
lenta del que ella nunca se corrió, porque nunca llegó a sentirlo como algo personal,
al contrario: mientras tanto, se preguntaba qué podía haberle pasado a Elena
para quedar así, o a quién estaría viendo mientras lo repetía. Y cuando se lo
contó a los demás no le creyeron. Nunca le creían, miraban para otro lado,
achacaban sus relatos a los “ataques de nervios” de Elena, a su excentricidad,
incluso llegaron a tratarla de mentirosa por contarlo. Su padre se plantó en
posición de víctima para poder “rehacer su vida” con una mina tan
insignificante como él.
Fabiola
se mantuvo muy sola en todo hasta que a Tristán empezó a pasarle lo mismo que a
la madre.
— Yo no sé por qué esta chica no tuvo hijos, me
gustaría ser abuela a mí…
¡Hijos,
Fabiola! Apenas le caen bien los adolescentes, no soporta a los menores de
seis. Yo ya le tengo sacada la ficha, aunque ella no lo sepa, así que me hago
la zonza:
— Y…
andá a saber, Elena.
— ¿En
serio no sabés nada vos, que son tan amigas?
No,
madre, ella no puede responderte a eso porque hay cosas de nosotras que todavía
no sabe (¿o hará como que no sabe?) No tuve hijos porque no quería repetir. Soy
una mujer compleja, y lo poco que escribo y publico, no lo hago para entretener
a nadie, ni para dar respuestas: los escritores no estamos para dar recetas, si
no para interpelar. Pero necesitaría escribir un libro entero para demoler lo
que tú eres capaz de aplastar con una sola palabra, aunque sé que muchas veces
te quieras largar, movida por el delirio furioso de que al otro lado caerás en
los brazos de un ángel. Yo te expongo a la luz para que te vean, y a la vez me
expongo para que me vean a través de ti. Para dejar expuesta la herida, nuestra
herida, aunque mane la sangre. Hasta cuándo, eso ya no es prioridad. Tendrán
que horadar mucho nuestro áspero corazón para ganarse la dulzura. Mis palabras
son palabras de un amor diferente, uno que aprendí de ti. Todo se fue yendo por
los caminos enmarañados del tiempo, pero es hasta el día de hoy que me sigo
preguntando qué cosa tan maravillosa pudiste haber hecho como para que yo no me
diera por vencida, y continuara labrándome tan bien los tesoros de la infancia.
Años mirando por mi herencia, atajando con diez dedos -dos garras, esto lo sé
bien- y a fuerza de traspiés, papeles borroneados, drogas que me embrutecían,
gente que me humillaba, yo la perla rara, yo la oveja que siempre se espanta,
yo la que escarba y sigue a ciegas la pista de la tatarabuela acaso desconocida
u olvidada, que la Pocha nunca quiso revelarnos hasta que la descubrió Tristán,
dejándome indefensa frente a esta roca que eres tú, con esos huesos y esa
lengua filosa que provoca a los médicos. ¿Cómo iba a hacerte abuela, si nunca
dejé de ser tu madre?
Para
esta civilización adulterada, la disidencia psíquica es peor que el cáncer. Así
que la escondemos, como se esconde todo lo que se reconoce distinto. En los
tiempos de las redes sociales donde tantos salen muertos de risa dando un
brinco en la playa, las miserias familiares se barren bajo la alfombra
tecnológica, y nadie se entera de que pueden haberte abandonado entre las
cuatro paredes de un manicomio ambulatorio. Años de invalidación en un hospital
de día, o en un piso sin cables ni conexión a internet. La política del
avestruz exilia las disidencias al confinamiento detrás de una ventana con las
persianas bajas. Para que nadie lo sepa. Para no tener que reflejarme nunca en
ese espejo que no se pierde a nadie.
Lo que
nunca voy a olvidar son los tiempos buenos, porque nadie sobreviviría sin
ellos. Los días en que parloteabas en
casteshano con la abuela mientras nos pasábamos el cazo a través de la
mesa. El calor del hogar le gana a las palabras. Es algo más que un lugar donde
te sientes a salvo: tiene que ver con una sensación de pertenencia que aparece
en el mismo momento en que empiezas a masticar y el estofado se mezcla con la
saliva y tú me pasas mano por el pelo: “¿Está rico, pichona?”. Tú, la dueña del
nido, la madre de acento extranjero con la que crecimos y del que nunca te
quisiste desprender. O tal vez no hayas podido.
Siempre
tuve una idea romántica de ese país. La Argentina era una rareza continental
que paradójicamente yo solía imaginar como una isla preciosa y triste al otro
lado del mar. Para qué negarlo, crecí con el sueño de ir. Me hacía ilusión
embadurnarme de barro e intemperie, hasta que se me olvidara el recuerdo
insípido de nuestra manera más o menos europea de organizar el mundo. Cuando
estabas bien, a ti no se le escapaba nada, lo resolvías todo por ti misma, me
acuerdo bien. Te convertías en la abeja obrera de la familia, la constructora
silenciosa de colmenas, eras nuestro hogar fundacional, por la mañana un
corazón beatífico y por la tarde un diablo.
Sé que
yo tampoco tengo remedio y que acabaré poniéndote de uno de esos hogares de
tránsito. Pero dime: ¿qué más puedo hacer? ¡Tengo una vida! Además tú y yo no
esperamos nada de nadie, ¿verdad? Tristán no puede, y en cuanto a Sancho… vaya,
dejé de contar con él la tarde de las cortinas, en que mientras salía
sigilosamente por la puerta a buscar no sé qué del coche, me dijo “Cállate”. Ya
no contaba con él cuando puso a parir a Jonás porque se había ido con los
gitanos. Y cuando en lugar de abrazarme, eligió tomarse su café.
— Igual no voy a echárselo en cara a m’ijita,
ser madre agota; y no va a ser madre nada más que para darme el gusto a mí.
— ¿Y tu
hijo?
—
¡Tristán es un grandulón! Nunca va a crecer. Heredó lo mío, el pobre… ¿Vos
tenés más hijos, además de Luján?
Mamá
hizo que sí con la cabeza mientras desenrollaba arriba de la mesa un paliacate
mexicano lleno piedras. Serían unas veinte, entre cuarzos, obsidianas,
amatistas y turquesas. Al verla moqueando me di cuenta de que estaba pensando
en mi hermano.
— Sí, le decíamos Canica…
— ¿Le
decían? ¿Por qué le decían? ¿Dónde está?
— En un
lugar inalcanzable.
— ¿Y cuánto hace que no lo ves?
—
Añares, desde que se me murió.
Elena
contuvo el aliento, no esperaba semejante respuesta. Mi vieja le contó un poco
sobre mi hermano, pero al final se repuso y volvió a lo suyo. Le mostró una
piedra negra que parecía un terrón:
— Mirá
esto… ¿ves?
— Sí…
¡Parece sorete de perro!
No era
sorete ni piedra: era fósil. Un estromatolito es una pequeña fábrica de
bacterias que hace cientos de millones de años vivía en el océano y tomaba la
luz del sol para producir oxígeno. A mamá le contaron que fue así como empezó
la vida en el planeta. Cuatro Ciénegas
está llena de estromatolitos vivos produciendo oxígeno en las pozas celestes
hijas de los meteoritos y cometas que bombardeaban la Tierra, cuando el mar era
de azufre.
Le dice
que se acueste, que va a mostrarle cómo funcionan. Elena se dejó llevar
aguantándose la risa. Mamá tiene larga experiencia en aquelarres, ya venía
haciendo magia en Argentina, donde la metafísica es imprescindible para la
subsistencia. Prendió unas velas y el sahumerio de rigor. Me robé una silla
para ver el espectáculo sentada a la vaquera, con los codos en el respaldo. Le
puso un estromatolito a la altura del pubis, justo sobre el monte de Venus, y
otro en el pecho. Hizo un abracadabra silencioso sobre las piedras, y a mí, un
gesto para que me subiera a la cama. Dudé, pero al final cedí. Me recosté bien
pegada a Elena por el lado izquierdo, y ella se le puso al otro lado en la
misma posición, abrazándonos unas a otras, como entretejidas, mujeres abrazadas
en el revoltijo que guarda la memoria arcaica del azufre y los meteoritos.
Elena se arrebujó, se ablandó, tembló y se rio con un chillido penetrante que
se fue apagando de a poco. Al final se quedó frita.
La
madre de Luján cree en eso de las piedras mágicas, ¡qué gracia!, pero cuando
llegué las piedras habían rodado por el suelo y vosotras estabais enredadas y
dormidas en la cama grande. Me dio pena despertaros, así que me fui a duchar.
Parece que la mujer va de chamana o alguna cosa de ésas, ¿quién se creerá que
es? Por suerte se marcha dentro de poco y no nos hace falta, ya que Lu se ocupa
muy bien de ti, es dinero bien invertido, tiene un calor especial, muy
sudamericano, muy de allí. Tal vez debería invitarla a una lectura de poesía
con mis colegas, ya lo pensaré… pero ahora hay que centrarse en otras cosas: a
levantarse, pues, que hay que comer; yo invito.
Luján
se despereza, pegando un salto en la cama. Tiene una turquesa incrustada bajo
la cadera, y empieza a recoger el resto.
— No, no… ¡cuidado con estos! — protesta su
madre sobre unos guijarros negruzcos llenos de pinchos, que vaya a saber qué
serán.
Tenemos
que convencerte para que te levantes, te duches y se vistas, porque no puedes
salir así. ¿Cómo se te pudo ocurrir ponerte esa blusa? Es un espanto. Casi que
te arrastran hasta la ducha, al menos a ellas les obedeces, porque de mí pasas
o me insultas. Prefieres exponerte desnuda ante unas desconocidas que ante tu
propia hija. Con ellas eres una seda, a mí me tratas como a una morera: si
pudieras devorarme, quizá lo harías con gusto (aún no lo consigues del todo) Te
peinan, te secan el cabello, te ayudan a ponerte un vestido bonito.
Vamos a
un restaurante que conozco donde sirven un pulpo a la gallega que te chupas los
dedos, pero a ti le apetece algo más liviano y pides una sopa de marisco. Me
fijo en el arco altivo de tu ceja al echarte hacia atrás fingiendo
refinamiento, ese gesto de diva que se ha sabido hermosa, la reina del
restaurante durante los cinco minutos en que el camarero pone los platos. De
repente arrojas una cucharada a tus espaldas. La mujer de la mesa de atrás
chilla y se levanta de golpe.
— ¡Madre!
Otra
cucharada de sopa con marisco y el traje blanco de la pobre mujer queda teñido
de pústulas anaranjadas. Creo que incluso le da en un ojo. Nos quedamos con una
rebanada de pulpo colgando del tenedor sin saber cómo detenerte. Me clavo una
copa de agua, muerta de vergüenza.
Luján:
— ¡Elena, pará!
Pero tú
estás de lo más divertida desviando cucharadas de sopa a retaguardia:
—¡Mirá cuando aparezca tu padre y me vea!
La
mujer del vestido blanco sale desbocada del restaurante, seguida por su marido,
que también se ha llevado una colleja de marisco en la nuca. En la entrada les
detiene un camarero. Tienen que pagar. Se niegan, anteponiendo el argumento de
que hay una loca suelta arrojando cucharadas de marisco a la gente. No sé bien
cómo lo arreglarían, el caso es que se van ofendidísimos. Con justa razón. Tú,
que estás más allá del bien, del mal y de la sopa de mariscos, recoges una
cucharada y amagas con bebértela, pero al final la arrojas hacia atrás. Así una
media docena de veces. La gente empieza a correr las sillas y yo tengo que
quitarte el plato. En realidad estoy a punto de arrojártelo a la cara, pero me
contengo. Viene el camarero y sin muchas contemplaciones nos invita a
marcharnos. La casa se reserva el derecho de admisión y expulsión, es lógico.
Raquel, que ha estado mirándome atentamente durante mucho rato, se planta ante
el tipo y le dice que no, que nos quedamos, que ella se ocupa y que va a
dejarle una buena propina por permitirlo. El tipo se pone chulo:
— A ver si dejáis de molestar a la gente y os
marcháis, joder…
Ese
“joder” fastidia particularmente a la madre de Lu, que al ser latinoamericana
ciertos bríos le resultan brutales.
— Mi amiga tiene Parkinson. ¿Qué pasa, acá
discriminan a la gente con Parkinson? — le miente con agallas.
Levanta
una silla, le da la espalda al camarero y pone su plato de sopa junto al tuyo.
Sólo así consigue que dejes de tirar. El camarero se retira rezongando. Cruzo
los dedos para que no aparezca el dueño. Sancho nunca permitiría un
comportamiento como el tuyo en su restaurante. Es como el cocodrilo secándose
los ojos en el agua.
LUJÁN
Al tipo le rompí todo porque Fátima y yo nos habíamos tirado dos noches
seguidas esperando llamadas, entre sobresalto y sobresalto, en un piso que
supuestamente funcionaba como call-center,
donde había dos catres con dos colchones mugrientos y dos teléfonos que no
sonaban nunca. La primera noche nos tomamos el asunto estoicamente y abrimos
una botella de cerveza (Mahou), para empinar a gusto. Con rabia, también.
Fátima era una quinqui que sonreía con la boca apretada porque le faltaban
algunos dientes. Pegamos buena onda inmediatamente: soy Luján, un gusto; y
ella: ¿eres argentina o uruguaya?, etcétera; y como vimos que no sonaba el
teléfono, nos tiramos a dormir. Hay que joderse, tía, me dice, insomne, y yo:
estoy recontra podrida de que me estafen. En 2006 la línea caliente donde yo
trabajaba cerró y nos dejaron a todas en la calle, sin haber hecho nada mal.
Después de hacer mis cálculos, vi que el dinero de la indemnización y el seguro
de desempleo sólo me alcanzaban para un año, así que me puse a buscar trabajo
empecinadamente. Me gastaba la miseria del paro en el alquiler y el resto lo
conseguía haciendo alguna que otra changa artesanal. En esa época prosperaban
las líneas de tele marketing dedicadas a contratar tarotistas, yo había
aprendido a echar las cartas y nunca me faltó conversación. ¿Por qué no
intentarlo, si pagaban bien? Tampoco me importó que no fuera un trabajo muy
bien visto, había que comer y que yo sepa no hay nada peor que el hambre. Seis
horas diarias por el sueldo de ocho, horario corrido y decían que buena
comisión. Decían. Todo en blanco: seguro de salud, derecho a paro, aportes
jubilatorios y vacaciones pagas, igual que en la línea caliente. Nos pusieron a
prueba en una empresa española que tenía franquicia en Hungría; sin embargo
nunca llegamos a pisar Hungría, y juro que los colchones de la supuesta empresa
donde nos citaron tenían chinches. En cuanto vi el falso parquet y las
ventanucas de aluminio, un sexto sentido me indicó que el asunto no podía ir en
serio, entonces nos llama la personaja que nos había entrevistado, una tal
Fernanda —la supervisora—, para darnos la bienvenida a uno de los diez call-center recién estrenados en Madrid,
con mucho futuro en los países del Este. ¡Mirá qué futuro! Nos entró una sola
llamada en toda la noche y era de un tipo que se había equivocado al marcar. Le
dimos una segunda oportunidad la noche siguiente, sin esperar sorpresas, en
todo caso nos tomábamos otra birra y aprovechábamos los colchones para echarnos
un sueñito. Fátima se aseguró de llevar una sábana limpia y yo también. Estiramos
el cable de los teléfonos para hacerlos llegar hasta la altura de los catres y
esperamos, compartiendo la birra, las papas fritas y nuestras cuitas. Fátima
era de Cádiz, tenía veintiséis años, un chiquito de ocho y estaba juntando
plata para ponerse una peluquería por Aluche; ¿y por qué te viniste a Madrid?
Se encogió de hombros, entre resentida y apática: porque el padre del niño la
molía a palos, “un payo más basto que bocata de esparto”. ¡Mierda! Encendió la
luz y se dividió el pelo para mostrarme la cicatriz que tenía a la altura del
parietal. Le dieron seis puntos: Ahora está en la cárcel, que se pudra. Su
mayor sueño era tener esa peluquería, hacer las uñas, rastas, poner
extensiones… ¿Y los hombres? Ah, esos… Prendió un cigarro, soplando muy lejos el
humo: si quieren una chica mona que se vayan al zoo. El timbrazo del teléfono
nos cortó la carcajada. Era la personaja avisando que en menos de diez minutos
empezarían a entrar las llamadas. ¡A ver si es verdad!, rezongó Fátima,
desplegando los 22 arcanos del Tarot sobre el colchón. Yo hice otro tanto. No
entró ni dios. Ni a la media hora, ni a la hora, ni hasta las seis de la
mañana, que fue cuando nos levantamos bostezando y dejamos el piso para
siempre. Dos días después me llama personaja para echármelo en cara: ¿por qué
no habíamos ido? ¡La prueba era de una semana, no de dos días! Amenaza: tenía
nuestro nombre, nuestro DNI y hasta nuestras direcciones… ¿qué clase de
seriedad le poníamos al trabajo? Me quedé helada y le colgué. A Fátima le pasó
lo mismo, sólo que ella había dado una dirección falsa porque no estaba
empadronada en Madrid. ¡Bienvenidas a la república independiente del esclavismo
laboral, señoras! La personaja y su invisible jefe, un tal Ramón, nos robaron
dos noches de nuestras vidas sin ver ni un mango. O sea, ni un duro. Y
pretendían, además, que siguiéramos yendo. Aparte tuve que soportar el talante
competitivo de la cubana, que se apuntó a un juego de roles donde ella era la
jefa sudamericana con privilegios, y yo la subordinada paisana del Che. Tenemos
que ir a dónde nos entrevistaron y refregarles a estos pelotudos que en ese
lugar no entran llamadas, le dije a Fátima. Ella: ¿Quieres que lleve una
navaja, o algo?, como si me estuviera preguntando si quería que llevara un vino
a la fiesta. Tragué saliva, me acuerdo. No, no… basta con ir hasta el edificio
de San Bernardo y meternos sin avisar. Nos metimos sin avisar. Segundo piso,
largo pasillo en penumbras con las paredes tachonadas de puertas azules. Yo
sabía que era la puerta H. Como el silencio, que a veces se mantiene mudo para
ocultar verdades repulsivas. Lo había sospechado desde el mismo momento en que
nos entrevistó la cubana, y se me quedó esa H. A ver cuál de las dos entraba
primero, Fátima con su navaja (si es que la llevaba) y yo con mi brazo rabioso.
Al final terminamos atravesando la puerta las dos a la vez, y empujándonos.
También sin avisar. Yo: hagamos rápido que en veinte minutos me pasa a buscar
una amiga; y ella: ¡venga! Fuimos directamente hacia la pecera donde estaba el
supuesto jefe. En la puerta decía: Ramón Sanmiguel, gerente. ¿Gerente de qué,
ese colorado? Sentí la mano de Fernanda, a la que aún no había visto,
intentando detenerme, pero me le zafé y entré en el despacho junto con Fátima.
Él nos miró como si fuéramos a saltarle encima. Buenos días, venimos a
presentar la renuncia nomás, le dije lo más educadamente que pude; queremos que
nos devuelva la fotocopia de nuestros DNI y que haga de cuenta que nunca
aceptamos la prueba. Paz. Sí, claro, pero sentaos, sentaos… Empezó a revolver
unos papeles donde ni por asomo se veían nuestros DNI, porque nunca los había
visto. No sabía quiénes éramos, ni cómo nos llamábamos, ni de dónde veníamos,
dónde habíamos trabajado, si trabajábamos para él o para el tipo de la tabaquería;
no tenía idea de nada. Fernanda le explicó entre tartamudeos que éramos las dos
chicas de la línea de Hortaleza, las del tarot, donde entraban llamadas y nadie atendía. Entonces el tipo se
recostó en su sillón de directorio y se me quedó mirando un rato: ¿Eres
argentina? Tienes un acento inconfundible, precioso. Le dije que gracias,
secamente. Nos ofreció un cigarro que rechazamos, entonces llamó a la personaja
para que nos trajera un café. Se disculpó por no haber estado presente el día
en que ella nos entrevistó, hubiera querido hacerlo en persona, pero la empresa
era nueva y había viajado para concretar asuntos en Budapest. Continuó con una
larga diatriba en defensa del futuro de la empresa. Nos explicó que tenía mucha
experiencia en el campo de las telecomunicaciones y también en el negocio
editorial — otros tiempos, subrayó —, por lo que nos animaba a tener paciencia,
ya que la publicidad es cara pero en menos de quince días la empresa iba a
pegar un levantón que nos llevaría a ganar mucho dinero: tú con esa voz,
insistió… y tú, Fátima, no quiero imaginar lo que eres capaz de hacer con la
baraja española, ¡ésa nunca falla, el cliente lo sabe! Cuanto más se
justificaba, más nerviosa me iba poniendo. Desde el primer momento en que abrió
la boca me di cuenta de que nos iba a contar un bolazo, y que intentaría
vendernos motos y buzones, usando un argumento que de tan trillado que de
verdad me dieron ganas de saltarle encima: la ambición. Nos lo veía pintada en
la cara. Chicas con ambición y muchas pero muchas ganas de trabajar y
participar en la próxima feria esotérica de Atocha, donde no sólo se ganaba más
dinero aún… ¡incluso se podía llegar hasta la televisión! Apareció la personaja
con dos cafés de máquina para nosotras, y otro de verdad para él, en taza. Asco
el café de máquina, mordió Fátima. Asco, sí. Ramón se encendió. ¿Así que le
gusta mi voz? Él: ¡Por supuesto, si eres astuta eso atrae clientes desde el
minuto cero! Le tiré la granada: No, no me voy a tomar el cafecito porque esa mujer miente, nunca entraron
llamadas, y nos tuvieron dos noches esperando sin pagarnos ni un duro… ¿qué
pretende, que nos quedemos otros quince días perdiendo el tiempo en ese piso de
mierda? Lo de Fátima fue más contundente: ¡Pues vete sabiendo, majo, que hemos
venido aquí para deciros que si vais a tratar así a la gente que necesita
currar, que os den por culo! Silencio H. Ramón se puso tan rojo que hasta el
pelo se le volvió más naranja. Porque ese retobado tenía el pelo realmente
naranja. Se paró, calzándose el saco con
aire bravucón —la americana, le dicen acá—, y nos sale con no sé qué historia
sobre unos contratos, algo que nosotras nunca habíamos firmado, y que sí él,
siendo el gerente, nos estaba tratando con respeto, no esperaba menos de
nosotras. ¿A quién pensábamos que iba a creerle, a la supervisora o a nosotras?
¡A los registros de llamadas que no pueden demostrar, porque no existen!, le
grité, golpeteando el escritorio con el índice. Agarró un papel cualquiera y me
lo sacudió por la cara. Una lista de llamadas que podría haber pertenecido a
cualquiera de los diez supuestos gabinetes que tenían en Madrid. Ésa era la
prueba, según él, de que sentíamos más atracción por los catres que por el
trabajo. Lo escuché con cuidado mientras nos reprendía: encima que nos habían
ofrecido un piso (mugroso) para trabajar a gusto, teníamos el morro de aparecer
por su despacho a quejarnos, sin haber hecho ni un solo minuto al teléfono…
¡Hala, fuera! Nos hizo un gesto con sus manos rojas, para que nos fuéramos.
Pezuñas de cochinillo, me susurró Fátima al oído. De jabalí consumido, más
bien, le susurré yo. Ese ¡hala, fuera!, hizo que toda mi furia contenida por
años de trabajos precarios en empresas fantasmas, donde cambian de razón social
cada tres meses para nunca tener que hacer fijas a sus empleadas — y poder
echarlas a la calle sin indemnización—, se acumuló de repente en mi antebrazo
izquierdo, y en unos segundos arrasé con todo lo que había sobre el escritorio:
monitor de computadora, teclado, mouse, teléfono, papeles, carpetas,
calendario, rotuladores, y por supuesto los dos vasitos de plástico con el café
aguado y también la taza, todo se cayó al suelo. Antes de rajar alcancé a oír
el chillido de la cubana y el gruñido furioso de Ramón Sanmiguel. Ruido en el
chiquero. Fue liberador, hacía mucho tiempo que no me mandaba una cagada tan
perfecta. Hasta Fátima tiraba de mí para que rajáramos. Rajamos, claro. Primero
buscamos el ascensor que no venía, luego nos tiramos escaleras abajo a los
saltos, asustadas y a la vez muertas de risa, jugadas hasta la última carta, y
con muchísima suerte, porque el de seguridad nunca apareció y ellos no salieron
a perseguirnos. Podrían haber llamado a la policía, alguna cosa. No lo
hicieron. ¿Qué iban a hacer, si la empresa no existía? El monitor sí: vi cómo
se rompía en pedazos contra el suelo. Los teléfonos suelen ser inmunes, y todo
lo demás ya lo estarían recogiendo. Una vez afuera corrimos varias calles bajo
la lluvia, hasta que Fátima me frenó. Estaba sin aliento: ¿Nos tomamos una
copa? Le dije que mejor en otra ocasión, porque se había hecho tarde y una
amiga me estaba esperando para ir al cine, así que me dejó su teléfono escrito
en el 7 de bastos. ¡Niña, estás hecha un cisco! ¿Te ha pasado algo? No me di
cuenta del raspón hasta que entré en el coche de Maribel y el aire
acondicionado me heló el brazo exterminador. Nada, nada, me caí en el Metro, le
mentí, sin darle mucha importancia. ¿Pero estás bien? Maribel, la espiritualita
que me enseñó a cocinar verduras al wok y
la primera que se lanzó a bailar una danza hopi alrededor de la mesa de
Yolanda. ¡Joder, qué atasco!, se quejó. Que haya atasco en la Gran Vía un día
lluvioso, y en general todos los días es algo que puede poner de los nervios
hasta a un monje tibetano, pero su dilema no era ése, sino cómo iba a
arreglárselas para hacer una mudanza ella sola, ahora que el osteópata le había
descubierto la hernia de disco. Llevó su drama hasta el borde de la ventanilla
con los ojos arrasados en lágrimas: ¿quién le mandaba comprarse un piso tan grande
teniendo la espalda rota? (¿quién me habría mandado a mí subir a ese coche
justo después de haber aniquilado un escritorio?). Te echo una mano, arriesgué.
Ella fue rotunda: No, no. Todo era suyo, y no pensaba compartirlo, ni siquiera
su dolor. No estoy tan segura de haber hecho bien en invertir tanta pasta en
ese piso, sabes, viendo los problemas que van a darme las reformas... Se atusó
el pelo platino, arqueando las cejas, revolviéndose frente al volante, y aunque
su rabia —o mejor dicho, su impotencia— parecieran devorar cada partícula
dentro del vehículo, incluidos los volúmenes, me pareció que su cuerpo
chiquitito se había vuelto repentinamente enorme. Y que además le molestaba el
mío, de por si más grande. Tuve un brote de inspiración incendiaria: Dale,
Maribel, miralo por el lado bueno… ya tenés tu segunda vivienda, pensá en la
cantidad de gente que no… ¡uy!, que no… Se puso histérica: ¿Pero tú qué te
crees, que yo ando por el mundo salvando a la humanidad? ¡Ya sé que hay gente que no tiene piso, que
los niños se mueren en África y en Sudamérica, pero yo me lo vengo currando
desde chavala sin hacer mal a nadie, y eso no es culpa mía! ¡Si soy una
curranta con un niño de once años! ¿Tan malo es que me haya comprado otro piso?
¿Qué quiera invertir mi dinero y progresar? Y seguía: ¡Ahora va a ser que soy
yo la culpable de todos los males del planeta, de los pobres que llegan a
España, las pateras, las epidemias, las guerras del tercer mundo, las
enfermedades venéreas! No serás tú una de ésas que va por ahí quejándote de ser
una inmigrante, porque tú no eres inmigrante… ¡eres argentina!, los argentinos
no son inmigrantes, vosotros descendéis todos de nosotros, ¡allí no tenéis
indios! ¿Y por qué crees que me compré ese piso, si no es para aliviar el
problema de la vivienda para gente como tú? Me incrustó una mirada rencorosa.
Maribel nunca aprenderá a lidiar con lo imprevisible. Cada centímetro de vida,
para ella, tiene que ir bien hilvanado, paño con paño. Para la gente como ella,
el futuro es la única tragedia que nunca sucederá. Bajé la ventanilla para no
ahogarme. Cierra eso, que entra agua, me dice en tono mandón. Abrí la puerta
cuando el coche iba marchando a paso de hombre por delante de la boca de metro,
estación Callao, lista para bajarme. Ella frenó bruscamente e intentó
impedirlo, pero no pudo. Oí una queja, algún grito, un infructuoso quédate.
Nada funcionó. Me di vuelta justo para verla hacer el ademán de alcanzarme el
paraguas, un elegante artefacto de empuñadura de caña — ¡su paraguas de Bruselas!
— que le rechacé antes de dar el portazo. Un buen portazo. Uno de esos que
hacen que la gente deje de hablarse (a veces, para siempre). Un portazo que
ella aún debe estar tratando de descifrar. Entonces se le abrió el paraguas
dentro del coche cerrado y se le estampó contra la ventanilla. El pequeño
accidente le hizo perder el control, golpeando el Audi que iba delante. Ruido
de parachoques, faros que se rompen, nada de importancia. ¡Mierda mierda
mierda! Salí corriendo y me metí por la boca del metro, al raje. Adiós
película. Primavera, verano, otoño,
invierno... y otra vez primavera. Adiós Kim Ki-duk. Mis planes estaban
saliendo para el ojete, tampoco sabía muy bien a dónde iba... ¿A dónde iba? El
tipo de la taquilla arrastró un boleto a través del mármol, clavándome una de
esas miradas de sos o te hacés, se me desesperó la mano izquierda dentro del
bolso para encontrar el monedero, y al final terminé volcando todo arriba de la
taquilla: cigarrillos rotos, papel de caramelo, un rimmel seco, un pañuelo sucio,
varios mecheros, boletos usados… un euro. Atrás empezaron a cabrearse. Normal,
porque estaba dando un espectáculo desastroso, la atracción insufrible del
metro. Primavera, verano, otoño,
invierno... y otra vez el tornado. Mientras esperaba en el andén tuve la
fantasía de viajar a México por un abrazo de madre, y volver. Todo en tres
segundos, como si México estuviera en la siguiente estación. Pero no. “Tú no
eres inmigrante, eres argentina, vosotros descendéis de nosotros”. Mirá vos.
Por suerte pude desahogarme a gusto sentada en un banco de andén, tapándome la
cara con las manos, igual acá nadie mira, y si miran no se animan a acercarse,
a menos que alguien se haya tirado en las vías. Anestesia. ¿Qué hago yo acá, en
un lugar donde gente como Maribel compra pisos para gente como yo? Tal vez tendría que haber aceptado esa copa con
Fátima, la quinqui mestiza entre gitano y paya, entre payo y gitana, tan
bastarda como yo en la zona invisible de los trabajos marginales para gente “no
cualificada”, no calificada —ser mujer, ya de por sí, no califica, o califica
menos—, de menor calidad, o sea “de quita y pon”, como dicen acá, números como
las cabinas numeradas donde atendemos los teléfonos, piezas de reposición y
deshecho. Maribel no es más que otro peón en el juego, con los tristes
privilegios que da la alienación capitalista del paraíso animal: otro piso en
su haber, y algún viaje guiado a tierras ancestrales y exóticas. O sea, a
tierras de la vida real. Si hay algo que aprendí en la casa del padre natural,
es que una amistad puede durar el tiempo en que dura un viaje, y si hay algo
que tuve claro desde el principio, es que pase lo que pase jamás regresaré al
país donde me mataron a mi hermano. Si yo, en ese mismo momento, me hubiera
encontrado parada en medio del riel donde se cruzan dos trenes que nunca llegan
a tocarse, me hubiera bebido todo el viento caliente de las dos tierras que
tiemblan, pero no me hubieran derribado. Yo no vine acá para que me derriben, y
la única que podía entender esto era Fabiola. Me subí al tren hasta Sol e hice
transbordo para bajarme en Antón Martín, a unas cuadras de su casa. Pero no
estaba. Le dejé una nota: “Llamame en cuanto puedas. Luján”. Me llamó a la
noche. Cuando le conté el incidente con Ramón, Maribel y todos mis desvaríos,
se quedó muda al otro del teléfono. Me sentí un incordio, la verdad, alguien
que te tira todos sus problemas de golpe sin preguntarte cómo estás. Pero no,
el problema no era ése. Me hizo repetir el nombre y apellido del tipo varias
veces, además de sus características físicas, me preguntó la dirección, etc, y
en la medida en que yo iba hablando aumentaban los ruidos de tazas y objetos al
otro lado del teléfono. Su voz se tornó seca. Se escuchaba el molesto
movimiento del cable y me pareció que hasta podía ver sus nervios
materializados en forma de hidra, envolviendo el tubo: ¡Yo a ése le conozco! Me
lo resumió todo en tres minutos. El editor. O más bien, un falso editor. El de
la Burroughs que yo había visto en su casa. El de las ciento cincuentas mil pesetas
que ella le pidió a Jonás. El que provocó la muerte de Bruno. Como diez años
sin saber nada de él, quién sabe por dónde andaría. Escondiéndose, el muy
cabrón. Tan bajo había caído, que ahora se dedicaba a comprar franquicias para
explotar gente en los teléfonos… ¡Has hecho justicia tía, has hecho justicia!,
me decía; ¿y no has podido arrojarle el teléfono para que se llevara una buena
hostia? En realidad no hubo tiempo para hacer más destrozos, seguro vos lo
hubieras hecho mejor, tomando en cuenta los detalles... ¡Yo le rapaba con la
navaja de Fátima, porque asesina, eso sí que no soy! ¡Y a la cubana ésa le
agarraba de los pelos! ¿Tiene pelo? Largo y rizado, temblé. Oí el ruido de una
taza rompiéndose contra el suelo. ¿Sabes lo que te digo? Que mañana vamos las
dos y le destrozamos el chiringuito a ese capullo; o no: las tres, mejor le
dices a Fátima. Ni qué hablar, Fátima iba a estar encantada de poder usar su
navaja en el rapado. ¿Otro día, tal vez? Ya era mucho con los dos energúmenos y
el paraguas, el parachoques, los faros... Incluso me faltaba coraje para llamar
a Maribel y preguntarle si estaba bien (no querría verme nunca más,
seguramente, y fue tal cual: cuando la llamé me dijo que no quería verme nunca
más) Fabi intentó calmarse: De acuerdo, de acuerdo, comprendo, mejor vamos
pasado mañana. Las dos habíamos sido estafadas por un sátrapa, con el
beneplácito de un sistema legal igual de tramposo. Pasó un tiempo antes de que
me enterara en qué consistía la famosa expansión a los países del Este: desviaban
las llamadas a esos países para no tener que declarar impuestos en España, y
además la gente contratada allí no gozaba de los privilegios que teníamos en
Madrid. Era el boom de los call-center:
cualquier sinvergüenza podía contratar los servicios de línea que brindaba la
mayor empresa de telecomunicaciones de España, mediante una maniobra en la que
el número de tarificación adicional era ofrecido sin costo alguno a la
franquicia, bajo la condición de pagar impuestos únicamente en España. Economía
sumergida, señores, con la que se llenaban de dinero a costa de la explotación
de planteles mayormente constituidos por mujeres solas divorciadas y ahogadas
por la hipoteca, inmigrantes, gays o transexuales con dificultad para
integrarse al mercado laboral. Si bien al ingresar te prometían el oro y el
moro, tenían un sistema esclavista: media hora de descanso en seis horas de
trabajo ininterrumpido, grabación de las conversaciones telefónicas —lo cual es
ilegal, ya que los clientes no sabían que estaban siendo grabados—, acoso
laboral por razones de género, maltrato de las supervisoras, coacción para
mentir por teléfono, coacción para trabajar los días festivos como Navidad y
Año Nuevo —que es cuando la gente más quiere conocer su futuro y más se forran
ellos—, y otro montón de detallitos inalcanzables aún para la unión sindical de
los proletarios, donde si intentabas denunciarlos, una abogada te decía con
tristeza que eran perfectamente legales. Ramón Sanmiguel, editor. Ramón
Sanmiguel, propietario de una línea que ofrecía “servicios de tele marketing”.
El sexo como producto. La mentira como producto. Personas como productos.
¿Dónde habrá estado Ramón Sanmiguel durante todo este tiempo? ¿En Cuba?
¿República Dominicana? ¿Hungría, Rumanía? ¿Zambia? O en Argentina, por qué no.
Busqué el 7 de bastos, que es la carta de dar batalla. Marqué el número de
Fátima y nos encontramos las tres en la calle de San Bernardo, al frente del
portal. Nos metimos sin avisar. Segundo piso, largo pasillo en penumbras con
las paredes tachonadas de puertas azules, puerta H. Por supuesto, nos metimos
sin avisar. Nos encontramos con un piso vacío, una “empresa” sin personal, un
despacho sin gerente. Ramón y Fernanda se habían marchado, también sin avisar.
Fátima intentó quitarle hierro al asunto con pragmatismo:
¿Nos tomamos una cañita?
Sí, unas cuantas, hasta reventar.
FAVIOLA 1
A Jonás le encontraron tumbado en el suelo
en una posición rara. Estaba encogido y desnudo, con el brazo izquierdo
extendido y la mano crispada, el otro brazo aplastado bajo el cuerpo y la
mejilla derecha contra el suelo. Todo hacía pensar que había intentado ponerse
de pie para alcanzar algo o ir a alguna parte, pero que la desnutrición lo
venció. El rigor mortis indicó que llevaba así por lo menos dos días. Costó
mucho enderezarlo para meterlo en la caja. Los vecinos dijeron que vivía solo
desde hacía un tiempo y que casi no salía. Le tenían por un muchacho solitario
que volvía de hacer la compra al anochecer, y andando, con una bolsa de
plástico en la mano. Últimamente no se le oía cantar, ni recordaban que diera
fiestas o que recibiera visitas. De hecho, la guardia civil sólo halló una cama
de dos plazas en la habitación principal, un baúl magrebí lleno de ropa sucia,
más ropa diseminada por toda la alfombra, algunas sillas y una maleta vieja.
También hallaron dos guitarras y un cajón fabricado con la parte de una gaveta.
Pensando que debía tratarse del típico caso
de muerte por sobredosis, lo pusieron todo patas arriba. Excepto la cama,
claro. Buscaban caballo, pero no encontraron nada, ni hachís. Por mucho que
buscaron, no hallaron ni tan siquiera una tableta de aspirinas, ni una sola
botella, ni un mísero paquete de tabaco. Luego fueron a la cocina y al abrir la
nevera vieron que sólo había una caja de leche caducada y una patata sucia
echando raíces blancas. Los maderos no daban crédito: era como si Jonás nunca
hubiera vivido en esa casa, como si cada día hubiera estado de paso. Se decidió
que el funeral iba a ser en el Sacromonte, donde la Chova, una vieja amiga de
su padre.
La Pájara se presenta a media mañana con
Mateo colgándole de la cadera, la pelambrera atada en un moño, unas chanclas
viejas y ropa de andar por casa. Es la viva imagen del desastre, del
quebrantamiento convertido en mala conciencia. Separada de Jonás desde hace
meses, terminaron en los tribunales peleando por un régimen de visitas que
nunca llegó a suceder. Se comenta que golpeó a uno de la prensa, así que ni las
gitanas mayores se atreven a meterse con ella. Su lema: “Idos tós a la mierda”.
Por lo visto la noche anterior hubo un tira y afloje entre viuda y madre para
decidir dónde sería el funeral de Jonás, y qué destino iban a correr sus
huesos. Tía Antonia quería llevárselo a Madrid, pero la Pájara resolvió por si
sola que se quedaba en Granada. Y vete tú a discutir con la Pájara. No le falta
razón al decir que su marido merece descansar en su tierra. Mi tía se le arrojó
encima con la intención de abofetearla, pero se interpuso mi padre y la
agresión no pasó de unos cuantos insultos
—sinvergüenza, furcia— que la Pájara recibió contoneándose, gallita, sin
abrir la boca porque ya había dicho todo cuanto hay que decir, y que callar
también. Al final Tía Antonia terminó llorando en brazos de Sancho.
El afilador de tijeras se baja de un taxi y
entra por la verja con propia llave. Como nunca le había visto, tienen que
decirme quién es. Un hombrecillo
menudo, melancólico, de cutis verdoso y mejillas adheridas a una osamenta
prácticamente sin dientes, más que seguro caídos a causa del jaco. Cruza el
patio ante una media docena de gitanos que agachan los ojos en señal de
respeto. Ya para subir los dos peldaños del portal tienen que ayudarle. “Te doy
mi pésame, Manuel”. Él no abre la
boca, pero al verle aparecer por la casa se produce un pequeño alboroto seguido
de un silencio caliginoso, y una vieja gitana se pone a llorar. El afilador no.
Avanza entre la gente como fosilizado, sosteniendo en una mano los restos de un
cigarro que ya no fuma. Se pone a la cabecera del ataúd. Le da a Jonás un beso
en la frente y se está mucho rato peinándole los rizos, con la barbilla
contraída por vaya a saber qué emociones inescrutables. No pierde el control en
ningún momento, ni se tambalea, ni llora, sólo tiene esa barbilla contraída y
el empeño de rehuirle la mirada a todo el mundo, como si se avergonzara de sus
propios ojos. A una señal de la Chova le traen una silla y allí se queda,
arrinconado contra la pared como un herido de guerra.
Al otro lado de la verja se amontonan algunos
fans. Pululan por todos lados, fracasando en el intento de burlar la valla
policial. Hay una pequeña revuelta en la entrada con el consiguiente empujón a
la verja. Es Goyo. No va solo, si no con un tipo de atuendo musulmán y kufi de
punto en la cabeza. Yo conozco a ese tipo. Al verme se queda pasmado, pero
sonríe y viene hacia mí. Me abraza con fuerza. Nos separamos riendo a pesar de
las circunstancias, nos miramos y volvemos a abrazarnos.
— ¡Yâzid!
¡Qué haces aquí! ¡Viniste!
— Lo
siento tanto, niña, lo siento tanto… Yo…
Prefiero cortar en seco los lamentos.
— Lo
supiste por la prensa, ¿no?
— Paso de
la prensa, lo escuché decir en la tienda y casi que me voy de espaldas. ¿Sigues
viviendo en Madrid?
— Sí —. Le
quito el kufi y él se pasa la mano por la cabeza semi rapada, sonriendo entre
avergonzado y orgulloso. Se ha dejado crecer la barba y tiene un aspecto
hierático que le hace parecer mayor de lo que es. Al mirarme noto que tiene los
ojos húmedos. Se aturulla un poco al explicarme que está de paso por Granada
ayudando a construir una mezquita, que si no la desgracia le hubiera pillado
lejos, porque ahora vive en Marruecos.
— Yo hubiera querido volver a verte en una
situación feliz, Fabiola, pero así es la voluntad de Alláh.
— Vaya. Bueno, veo que te has vuelto un
converso con todas las letras
— Sí, ahora soy el muecín de mi mezquita, en
Fez... me honra haber sido convocado para llamar a la oración.
— ¿Vives en casa de Bashira, tu tía? ¿Estás
con ellos? ¿Con tu madre?
— Y con mi esposa
— ¡Eh! ¿Te casaste?
Se ríe.
— Sí, ella se llama Falak.
— Oh. Falak.
— Falak, mi estrella.
Se acerca Goyo.
— Venga, Yâzid… ¿ya le viste? Fabiola, ¿le
acompañas a verle?
Entramos. Llevo entrando y saliendo desde
el amanecer, y aún así me resulta imposible no quedar sobrecogida por los llantos,
gemidos y hayes que nada más asomar la nariz me caen encima igual que un objeto
sólido, junto con el calor del cuarto sin mucha ventilación y las coronas
llenas de flores olorosas que ya empiezan a pudrirse por efecto del calor. Ni
hablar de Yâzid, que al ser musulmán no está acostumbrado a los funerales
escandalosos. Vemos pasar por delante de nosotros a dos gitanos con una
monumental ofrenda de hibiscos rojos. Goyo y los demás miembros de la banda se
amontonan al fondo, todos contra una ventana, escrutando los alrededores con
los ojos abotagados, no se sabe bien si doloridos por Jonás, por tener que
mezclarse con gente desconocida, por aburrimiento, mala leche o todo a la vez.
No sabiendo qué hacer, tragan a duras penas los restos de un vino caliente que
les van trayendo sus mujeres en vasitos de plástico, cuatro infiltradas de
aspecto insolente y grácil, ansiosas por abrirse camino a corto plazo en algún
plató de televisión: una mano lava a la otra. Femme-fatales a la andaluza. Caricias, abrazos. Lloriqueos.
Reconozco de inmediato a Lucas, Habanero Cantos y a Fema Ramírez, el manager,
célebre en el ambiente musical tanto por lo espabilado como por lo irascible.
Yâzid se acerca a saludar. Al principio hacen como que no le reconocen, pero al
final se adelanta Habanero, un virtuoso del bajo. No sin justicia, ocupó su
lugar desde el día en que Jonás le diera puerta a él. Le estrecha la mano
efusivamente, animando a los otros a hacer la misma cosa con gestos
conciliadores.
— Espérame aquí — me susurra Yâzid, y se
escabulle. Detrás de mí oigo los cuchicheos de Goyo y el Fema:
— Tú piensa mejor en cómo llegas a las
navidades, ahora que ya no está… Esa cinta puede costar una pasta, macho, hay
que encontrarla.
— ¿Y cómo sabes tú que existe? ¿Quién te lo
ha dicho?
—
Existe, el caso es que a saber quién la tendrá. Siempre hablaba de esa cinta y
ahora vale una pasta... Hoy mismo alguien se nos estará riendo en las narices,
y yo quiero saber quién. Si le encontrara…
Yâzid se ha puesto a los pies del ataúd, y alzando las dos manos abiertas
a la altura del pecho, comienza a cantar una plegaria árabe. Tiene una voz de
tenor, potente y nasal que disipa el rumor de las demás y mueve al silencio,
haciendo que se vuelva casi imposible no prestarle atención. Se me ponen los
pelos de punta mientras lloran las gitanas como una suerte de coro estático, y
emerge de su rincón el perfil del afilador. Pelos de punta y oídos como
antenas, pendientes de dos acontecimientos muy distintos: la emotiva ofrenda de
mi amigo, y los murmullos cohibidos junto a la fragancia dulzona de los
claveles y las rosas:
— Ocho inéditos.
— Ocho, sí. Y la Pájara no la tiene.
— Él pudo haberle dado esa cinta a
cualquiera, yo que tú ya me iría olvidando.
— De ninguna manera, el tío se echó a perder
y eso no es culpa de nadie… no va ser que con él nos arrastre a todos.
Yâzid se detiene, regresa a mí. Alrededor
del ataúd se apiñan las gitanas. Dueñas y señoras del lamento, forman un
cortejo fúnebre tipo fortaleza por la que no pasan ni Dios ni el diablo. La más
llamativa, una joven enorme de gemido persistente, machacón y sin lágrimas, se
apoya contra la caja amenazando con derribarla. Ésta emite un ruido seco,
similar al de una chispa que surge de una hoguera y estalla en el aire,
haciendo un ligero movimiento pendular que por un momento nos quita la
respiración. La chica se echa a llorar histéricamente mientras es sacada de
allí por dos hombres. Dos payos. “A ver cuándo acabamos con esto, que es un
funeral y no un circo”, dice mi padre. Payos
por un lado, gitanos por otro, y sobre todo mucho quinqui pasando por payo,
aprovechan el incidente de la chica para hostigar suspicacias. Parece que todo
el mundo rehusara mirarse a los ojos. Las pupilas recogen la figura de Jonás
muerto y luego se evitan entre sí con una suerte de escrúpulo. El
enfrentamiento está a la vista. Flota en el aire como un pájaro nocturno que se
pone a cubierto entre el follaje para protegerse de amenazas imaginarias.
— Salgamos de aquí — sugiere Yâzid empujándome
hacia fuera. Él, como los otros, no sabe lo de la cinta. Nunca lo sabrá.
Afuera ha comenzado a lloviznar.
— Eso fue hermoso. ¿Qué cantabas?
— Inna
Lillahi Wa Inna Ilayhi Raji'un, porque a Dios pertenecemos y a él volvemos.
— ¿Esas palabra significan eso.
— Sí.
Nos quedamos viéndonos el uno al otro, que es
cuando aparece Tristán:
— Falta nada más que empiecen a cortarle en
lonjas, monten un chiringuito y se pongan a vender las reliquias a diez pavos
la unidad — refunfuña. Viene huyendo de la lluvia. Le estrecha la mano a Yâzid,
cambia unas cuantas palabras con él y entra en la casa. Le aterrorizan los
muertos, y aunque fueran primos, nunca conectaron, pero al final ha reunido el
valor para ver a Jonás, y se lo quiere quitar de encima cuanto antes.
Yo llevo de otra manera. He llegado de
Madrid con la esperanza de que el muerto que iban a mostrarme no fuera Jonás.
Aunque tenga cierta experiencia en eso de evitar toda identificación con
sentimientos peligrosos —una técnica de doble filo—, ya en el avión estaba
muerta de miedo. Pero adentro el impacto fue tan grande que no pude llorar, y
me dio por chillarle a mi padre que ése, justamente ése, no-es-Jonás. No podía ser él esa talla de cera acostada en una caja
de madera lacada y envuelta en una lujosa mortaja de puntilla bordada a mano,
con ese ramillete de rosas y claveles a la altura del corazón. Ni siquiera se
habían cuidado de cerrarle completamente los ojos, y sus párpados, todavía
entreabiertos sobre una espesa media luna de mucosidad ambarina similar al
pegamento, hacían pensar en un joven buda con dolor de tripa. El resto era como
ver una enorme seta que, al ser arrancada de la tierra, comienza a envejecer ya
mucho antes de que la metan en una bolsa de plástico.
Ese
mañana mi mundo, mi puto mundo, se tambaleó y quebró. Todo quedó hecho un nudo,
vaciado, olvidado. Inflada de rabia me fui a encerrar en el baño y una vez allí
la emprendí a patadas contra los azulejos negros, sordamente, hasta no poder
más. Con todas las partes de mi cuerpo crispadas, agarrotadas, trémulas, fui
resbalando hasta el suelo y me ovillé junto al lavabo. Que no me movieran de
allí. Que no me tocaran.
Dentro de mi pesadilla de dolor vi la imagen
de un chaval delgaducho y ojeroso escapándose de casa al amanecer. Los huesos
de las clavículas se le incrustaban en la ropa, alitas de pollo envueltas en
algodón, pequeñas alitas, frágiles alitas, bajo una lonja de carne plumífera
encorsetada en una camiseta negra, un viejo bermudas en hilachas y unas
playeras de goma. Parecía un pájaro canijo posado sobre un montón de escombros
tras un derrumbe, o un animal volador colgando de algo. Llevaba una guitarra
barata que le faltaba alguna cuerda y cambiaba una cuerda por un dibujo o por
una bola pequeña de hachís, desafinando a seis un concierto privado para una
media docena de chavales desencantados. Niños ebrios exiliados en los charcos
que se dejaban las tormentas cuando no había otra cosa que escoger. Y si no
había cuerda de guitarra, ni dibujo, ni hachís, desafinaba a cinco por el
precio de una pastilla. Cualquiera. Generalmente no había mucho que decir, y
cuando sí, las ideas se nos quedaban flotando entre las cometas sin otro
destino que el olvido. Él se tumbaba entre nosotros en la sima de un cielo
intensamente azul envuelto en el humo dulce del hachís, y les cantaba a los
pájaros, a los murciélagos, a las ranas. Mejor eso que soportar la mirada
helada de su madre, o perseguirse con la idea de que por muchos atajos que
cojas, siempre llegas al mismo lugar.
Diez años después se convirtió en una
pequeña celebridad. Yo sabía dónde encontrarle, aletargado en una tumbona
detrás de una cortina de abalorios, inmóvil como un cromo, soltando opiniones
en las que no creía y callando otras en las que sí, porque las opiniones —como
los discursos y sus significados— habían dejado de importarle hacía mucho, y ya
no le producían ninguna emoción. Sus emociones habían sido reemplazadas por
necesidades urgentes. Sus urgencias, cubiertas por químicos. Sus amigos,
reemplazados por artefactos. Así que últimamente sólo se quedaba muy quieto
dejando que la prensa disparara contra él, respondía que sí a todo lo que había
que responder que sí y respondía que no a todo lo que había que responder que
no. Cuando quieres largarte todo te importa un carajo, y él ya había meditado
todas las alternativas posibles descartando todas las que consideraba
imposibles. La única salida que tenía era seguir cantando, y él sabía hacerlo
mejor que nadie. Entonces se apoderaba de la atmósfera feroz de los conciertos,
le daba vueltas a su antojo, la asimilaba, se nutría de ella, se la bebía con
aparente indiferencia, la masticaba en silencio, la restauraba sigilosamente, y
la transformaba en un sonido que dividía la sala, el club, lo que fuera, en dos
mitades: el que era antes de que empezara a cantar, y el que sería después.
No, esa talla de cera no puede ser Jonás. Y
si lo es…
Tampoco necesito que Yâzid me responda, diga
nada o que me lo explique, ni me contradiga o consienta mi rabia. Su abrazo me
reconforta, y aprecio el detalle del silencio.
Como ha dejado de lloviznar, las gitanas que
están en el porche se van a fumar en medio del patio, oteando con celo a la
multitud que sigue montando guardia al otro lado del vallado. Gente joven de
aspecto sudoroso, con ojeras, hambrienta, que con el paso de las horas, el mal
tiempo y el polvo del monte ha ido perdiendo hasta el color de la ropa.
"¡Dejadnos pasar, que queremos verle!", se atreve una chica desde la
verja. "¡Venimos de Mérida!", se arriesga alguien más. Las gitanas
les vuelven la espalda atemorizadas, sólo que al no haber mucho sitio donde
esconderse tienen que conformarse con quedar expuestas.
Le cojo la mano a Yâzid, marchando con paso
firme hacia la verja:
— Mejor salgamos de aquí.
Salimos, seguidos por un puñado de fans.
También por dos o tres de la prensa. Soy la tía que ven ir y venir desde la
mañana abriendo y cerrando verjas, y eso me da cierto prestigio. Tengo los ojos
gris-malva, como Jonás. ¿Seré su hermana?
Se me pone por delante un fotógrafo de aspecto juvenil, con el pelo
recogido en forma de ramillete de lechuga en lo alto de la nuca. Cuarenta años, mínimo, y gran
agitación, como de buitre. Alguien que come, bebe y se paga las facturas a
costa de una cara desencajada, un testimonio rastrero, una muerte en la cocina
de un barco. Cuando oigo el disparo del flash, ya es tarde. Quiere saber qué ha
pasado realmente con Jonás. Busca la primicia hallada bajo presión, para que
luego nada pueda ser probado y que al final se convierta en cotilleo.
¿Verdad que estaba separado de su mujer y
que ella ya no le dejaba ver a su hijo?
¿Qué hacía en ese chalet, solo, y por qué
nadie sabía nada de él desde hacía meses?
¿Verdad que tenía líos de dinero importantes?
¿Verdad que había muerto de hambre? Pero:
¿cómo puede morirse de hambre alguien como él?
Yâzid lo agarra por el brazo y lo va
arrastrando hacia el costado del camino sin que el tipo oponga mucha
resistencia. No ha conseguido arrancarme ni una sola palabra. Después de eso ya
no se atreve a perseguirnos.
Continuamos bajando por la pendiente un
poco a la rastra, buscando una fisura por donde internarnos en el monte, hacia
el campo, hacia las matas y las piedras. Lejos de la prensa, los recelos, las
ofrendas florales, las horas, y sobre todo, lejos de ese cuerpo en una caja de
lujo que dicen que es el de Jonás. Nos desplomamos en la hierba todavía húmeda
por la lluvia en la dehesa. Vistas desde allí, las torres de la Alhambra
adquieren un aspecto incorpóreo, casi fantasmal, aplastadas bajo el peso
aparente de un formidable cumulonimbo.
Yâzid saca un canuto, se vuelve hacia mí:
— A que no sabes de dónde lo saqué.
Me cuenta que llegó al chalet de Jonás
guiado por los informes de prensa después de que se lo dijeran en la tienda.
Una vez allí notó que los guardias civiles habían cercado la casa con metros de
cinta, olvidando cerrar desde adentro la ventana balconera. Un descuido del que
se aprovechó, bien entrada la noche, para encaramarse a la trepadora que da al
mirador. Allí mismo encontró una vieja tumbona llenándose de telarañas y unas
cuantas macetas ganadas por los cardos. Por la ventana entreabierta se escurría
el faldón de una cortina rota, agitada por una brisa que anunciaba chubasco.
Verdad que no tenía muy claras las razones de semejante intrusión, aunque
reconoció haber obrado por impulso, que era como él solía obrar. Quizá fuera
por el deseo de ver de cerca la forma en que vivía Jonás, o de tomar alguna
cosa que no hubiera podido conseguir de ninguna otra manera.
Eso cree, sí, que ha ido por eso. Se
figuró que cada tarde Jonás salía a beberse una caña tendido en el trasto,
posiblemente la horizontal donde germinaran sus composiciones.
— Siempre quise saber…
Empujó la puerta ventanal y entró. Recorrió
los ambientes toqueteando los discos. Titubeando ante la ropa desparramada por
los suelos. Se quedó con algún disco, metió las narices en el baño, en la
nevera, dentro de los armarios… Pensó que el sitio conservaba todavía un cierto
aroma a Jonás, ese ligero olor a césped y a chicle mezclado con tabaco y con
alguna otra sustancia indefinida que sólo podía ser de él.
— Siempre quise saber por
qué se le daba tan bien, a ese pájaro, encontrar las cosas que buscábamos los
demás…
Entonces se acordó de la cama y regresó a
la habitación. Levantó el cobertor, la volteó. No se equivocó al suponer que no
hallaría cama, sino catre. Alguien como Jonás, que ya estaba en condiciones de
comprarse una cama de madera asiática, prefería hacerse con un catre chirriante
de los que te dan en la mili. O en la trena, vaya. No podía esperarse otra cosa
de ese pájaro. No había ningún mal en él, pero estaba lleno de cosas oscuras.
Alma de quinquillero, es inútil. Dormir en la litera agarrado a su mercancía, y
esto aunque hubiera vivido en un palacio con
cuatro entradas secretas, todas selladas con un tapón de goma: las
cuatro patas del catre. Que era ahí donde él guardaba sus tesoros. El mejor
hachís que había probado en su vida.
Yâzid asumió la noble misión de salvar el
honor de Jonás haciendo desaparecer toda la evidencia, con una segunda y,
digamos, litúrgica intención: la de darle el último adiós a su amigo poniéndose
hasta las trancas en su nombre, tumbado en el mirador que daba a la costa.
Le arrebato el canuto:
— ¡El muy cabrón pensaría que con eso no iba a
morirse de hambre!
— Cuando te drogas te olvidas de comer,
Fabiola.
Tiro bien lejos el canuto, aunque desearía
fumármelo. Compartirlo con el bueno de Yâzid y agradecerle haber soportado mi
verborragia sin intentar moderar mi dolor con algún subterfugio religioso o
comentario presuntamente profundo o inspirador. Esas cosas me repugnan. Sólo
puedo usarlas yo. Me habría repugnado hasta la arcada si en vez de contarme su
asalto a la casa de Jonás, se hubiera puesto a filosofar mientras yo me
exasperaba.
— ¡Pasa de quejarte, bejarilí, y de
agobiarlo al pobre conque si soy yo o no el de la caja! — protesta Jonás. Está
sentado en una peña a metros de nosotros, mirando hacia el Generalife, todo
encogido y desnudo, con la brisa alborotándole los rizos. Tiene pinta de haber
pasado por una catástrofe.
— ¡Ay mi
madre! ¡¿Y tú qué haces ahí, Jonás?!
—
Nada, esperando…
— ¡¿Cuánto
tiempo hace que estás?!
—
¡Fabi! ¿Qué te pasa? — interviene Yâzid sin entender nada.
— Aquí no hay tiempo, niña… ¿dos minutos?
¿Seiscientas horas? — insiste Jonás.
— ¡Pero si estás muerto!
— Eso parece, sí…
— De qué moriste, dime de qué moriste…
— Lo que dijeron, chica, no hay ningún
secreto, sólo me dejé ir.
— ¡Pero por qué!
Jonás parece
que sintiera pena por mí, y no responde.
— ¿Y a quién esperas? — le pregunto, trémula.
— No lo sé, me dijeron que vendrían a
buscarme.
— ¡Fabiola! ¿Con quién hablas?
— No le digas, si le dices pensará que vas
puesta.
— ¡Pero si estoy
más sobria que una monja! ¡Tendría que
darte una hostia por haberte largado así, dejándonos a todos hechos polvo!
— ¡Fabiola, con quién hablas!
— ¿Qué no le ves, Yaz?
— ¡A quién!
— No me ve, prima, no insistas… y mejor no hables. Sólo escucha. Haz el
favor de decirle a esa gente que me repugnan los hibiscos, que los quiten.
— ¡Jonás!
— Calla, y escucha. El vino es un asco, tira
todas las botellas y compra algo decente, bien frío.
— ¡Fabi! ¿Qué estás viendo? ¿Qué te pasa?
— Y en cuanto a la cinta, tú ya sabes lo que
tienes que hacer, no irás a dejársela a esos pringaos…
— No, no.
— Bien — Jonás se levanta y me mira. Nunca he
visto su mirada tan hermosamente iluminada: — Lo siento, bejarilí.
Desaparece. Para siempre.
¡Cabrón!
Sinceramente, nunca me creí que las drogas
fueran la causa principal de su progresivo deterioro, sino otra de sus
coartadas para evitar que la verdadera causa asomara a la superficie. Mejor
vivir dentro del monstruo, entonces, con los ojillos vidriosos sumidos en
lágrimas de cocodrilo y unas piernas que sólo reconocían las oblicuas.
Haciéndose daño para que no se le notara el daño que infringía a los demás.
Dando palos de ciego en su batalla contra esa manía química que le daba ese
aspecto frágil, y que no era sino otra manera de protegerse. Era capaz de
inventarse cualquier cosa con tal de no admitir una verdad descorazonadora: que
estaba cansado y, según él, viejo. Viejo, a los veintitrés. Quemado como un
árbol que ha crecido de golpe y ya no da sombra porque el sol devoró sus hojas
demasiado tiernas. La copla consumada. Ante una realidad como ésa, cuando salía
al ruedo sólo le quedaban dos alternativas: cantar como si fuera la última
noche, o cantar de manera convincente. Cuando dejó de interesarle cantar como
si fuera la última noche, ni siquiera se planteó la posibilidad de cantar de
manera convincente. Sencillamente, dejó de cantar.
Y por lo visto, también dejó de comer.
Hubiera querido decirle todo
esto, pero no me dio tiempo, se fue muy rápido.
— Fabiola… ¿con quién hablabas?
— No
me lo creerías.
— Yo
te creo, ¿hablabas con él?
— Sí,
pero ya se fue. Me dijo que quiere que le quiten los hibiscos, que compre un
buen vino, y que…
— ¿Qué?
Hago una pausa, fingiendo que lo he
olvidado. Pero no he olvidado nada. Y ahí me quedo, tambaleándome en el ripio,
porque no puedo quitarme la mirada sobrenatural de Jonás evaporándose en el
aire.
Yâzid está como petrificado. Es natural, a
mí me pasaría lo mismo si él acabara de ver un fantasma. Me viene a la mente
una idea extraña:
— Hay partes sanas en las personas… ¿no? — Y
una pregunta todavía más rara: — ¿Qué pasará con esas partes cuando se mueren?
¿A dónde se irán?
Yâzid me observa con tristeza, sin mover ni
un músculo.
— ¡Dime! ¿qué pasará con esas partes? ¿A
dónde se irán?
Él me rodea con sus brazos como si fuéramos
a caer desde un peñasco.
FABIOLA 2
Encontré por ahí una frase que le había dedicado André Breton a Joseph
Delteil, que decía: “Sí, creo en la virtud de los pájaros. Y me basta una sola
pluma para hacerme morir de risa”. Llegué a ese punto cuando acepté que yo
también iba a morirme algún día. De risa, seguro que no.
Para bajar la muerte de
mis amigos busqué el placer como escapatoria. En principio no encontré a nadie
dispuesto a escucharme, cada cual iba a lo suyo y lo llevaban como podían. La
autopsia de Jonás dio muerte por inanición. La de Bruno había sido un
accidente, no hubo mucho más que agregar. ¿Qué puede hacerse? “La vida sigue”,
me dijo Britt, life goes on.
Britt
era más guapa que una diabla lista para saltar sobre el primer menda que le
saliera a tiro, pero se cuidaba las tetas como si fueran de mantequilla, porque
se las había hecho hacía bastante en una clínica de New Jersey y tenían fecha
de caducidad. Una giganta de pies y manos grandes, capaz de hacer lo que nadie,
capaz de estropear lo que nadie. Ya estaba un poco rechoncha, pero conservaba
el morbo de sus años juveniles, cuando presentaba shows de transformismo en
ciertos tugurios de Florida. Gringa
hasta la médula, vaya a saber por qué decidió escaparse de ahí. Difícil que
volviera a llegarle otra oportunidad como la de The Rocky Horror Picture Show, no puedes pasarte el resto de tu
vida jactándote de haber sido extra en una película de culto de la que pocos se
acuerdan. En esa época todavía no se rasuraba las piernas, y se parecía más a
Jack Nicholson con medias y ligueros, que a Joan Crawford en Johnny Guitar.
Sin
embargo fue la única dispuesta a doblar el codo en la mesa para escucharme,
porque ni siquiera Diana me escuchó. Y además con ellas las cosas empezaban a
ir mal.
Yo no
conocía clubes de intercambio, Britt sí. Así que me llevó. Esa noche estábamos
dispuestas a gastarnos medio el salario en juerga, dos pringadas pretendiendo
pasar por potentadas. Cachondas. Britt iba con su gato persa plateado, un
animalito sibilino que usaba como coartada para desviar la atención de la
hojalatería barata que le ennegrecía las muñecas. Pedimos dos chupitos de ron,
y luego otros dos más. Ya entonadas, subimos. No es que tuviera en mente
fornicar con ella, sino más bien pillar a alguno dispuesto a hacerlo con las
dos. Un guiri, en lo posible, alguien que apenas supiera hablar castellano y
que pudiéramos olvidar inmediatamente. A Britt no le apetecía hablar y a mí no
me apetecía pensar. La dupla perfecta.
Arriba,
algunos pares de ojos se volvieron hacia nosotras: dos parejas de maricones que
ya se iban, y un nórdico grandulón con pinta de funcionario de embajada que
estaba bebiéndose una copa solo en una de las mesas de hierro que había en el
salón. Me vi reflejada en el espejo ovoide colgado en la pared de enfrente, sobre
una consola de jade llena de
botellines. Con mi ligero vestido de viscosa en forma acampanada, parecía una
huérfana sacada de una novela de Dickens. De mí pasaron, pero de Britt no, que
inmediatamente se convirtió en objeto de chismorreo, mientras oíamos el fru-fru
de los abrigos de unos italianos marchando hacia la puerta.
“¿Quién
es ésa?”
"Nadie, un maricón," dijo un maricón. Britt torció la cara,
les dio la espalda con rabia y se arrellanó en un diván redondo tapizado con
falsa piel de animal.
— Pienso en volver a llamarme Michael — voceó,
para que además la oyeran. Porque cuando quería hacerse oír, Britt se hacía
oír.
Los
maricones salieron envueltos en sus abrigos perfumados, riéndose. Cuando
abrieron la puerta nos llegó desde el pasillo la voz de Tom Waits berreando un
blues sobre una tarjeta del día de San Valentín que según él era como un ladrón
que le puede romper el cuello a una rosa. Su queja rellenaba los agujeros
abiertos por el hastío de las cien divas amaestradas que visitaban el bar, haciendo
que las distancias se volvieran borrosas, las identidades más humanas, más
inspirados los chupadores de alcaloides.
El gato
abandonó su postura de esfinge. Saltó al suelo y de ahí a la mesa donde el
grandulón saboreaba su coñac. Sobresaltado, el tipo lo echó de un manotazo. Un
ejecutivo aburrido haciendo fechorías lejos de casa, seguramente. Guiri, fijo.
Cuarenta años, quizá más. Guapo. Britt quería que la mirara, pero él ni caso:
más bien dio la impresión de estar esperando en la sala de urgencias de un
hospital. Igual no pasó mucho tiempo antes de que nos cayera encima: “Buenas
noches”, dijo en un castellano aceptable. Agarró una silla y empezó a liarse un
gigantesco canuto. Luego se pasó al diván, ingenuamente exaltado. Britt, que
siempre lamentó haberse perdido un papel de dama virulenta en una cinta de John
Waters, se le pegó al costado. Él le dijo algo al oído, se rieron, y ella le
pasó el dorso de la mano por la cara. Luego empezó a bajarle la bragueta.
Muy
cerca de la escena, el gato bostezó como un centinela fantasmal.
Al tío
le dio por explicar que estaba ahí por su mujer, una viciosa —ella, una
viciosa—; a él esos ambientes le resultaban más bien chungos. Le gustaba Britt,
pero también quería estar conmigo mientras su mujer se lo hacía con un
muchachito detrás de la otra puerta. La muy guarrona.
“Soy
Helmut”. Un danés. Primero se presentó y luego empezó a sobarme una teta. Ah,
pues qué bien: sigue. En la otra mano sostuvo el canuto como si fuera un
dirigible. Me lo presentó delante de la boca y chupé. Básicamente, para
olvidarme de mi vergüenza. Para tener el valor de meterle mano a la parte de
Michael que había en Britt debajo de sus lentejuelas. El clima empezó a ponerse
interesante. Justo lo que yo andaba buscando: una huida temporal hasta que
pudiera bajarme de mis muertos. O hasta que ellos pudieran bajarse de mí. Hasta
ese instante, lo único seguro era que bajo la falda de Britt había una
erección.
Con un
gesto crispado Helmut se incorporó y fue a cerrar la puerta. Le vimos regresar
sujetándose el pantalón. Esto me envalentonó. Un calor ardiente y vivo me
inundó el bajo vientre, haciendo que me abriera sobre el diván como una
gimnasta espontánea. "Eres una zorrita egoísta", se me rió Britt con
deleite, dándome un interminable masaje en la espalda hasta la rabadilla, y
desde la rabadilla hasta la base del cuello pasando por los omóplatos. Con una
mano consoladora, dulcemente procaz y buscando la cremallera del vestido a
través de mis vértebras. Whore.
Helmut también se rio, y aunque su cuerpo se mantuviera de pie frente a mí con
la polla al aire, su risita sofocada rebotó de una esquina a otra del salón
como una bola invisible. Polla en forma de cimitarra de color morado oscuro. Ni
muy grande ni muy pequeña, pero una digna polla. Me tomó por la nuca igual que
a un perrito y me la restregó contra la cara sin permitir que me la metiera en
la boca, suave como la guata. Luego volvió a ponerme por delante el canuto y yo
volví a chupar (del canuto). Ellos repitieron.
Creo
haber balbuceado, sin darle mucha importancia, que eso no era hachís. Largo
beso, profundo beso de Helmut. El dolor que había en mi corazón comenzó a
ceder. Mi adorable Britt, que lo sabía, me envolvió las tetas con sus manos. Su
respiración se cortaba de a ratos, fluctuando hacia un ronco jadeo que crecía
según le iba creciendo el lío que tenía entre las ingles. Sujeté la polla de
Helmut, la masturbé, la estiré, la doblegué. Conduje la mano de Britt hasta la
comisura de mi vulva y me fui subiendo el vestido hacia arriba, atornillada a
su entrepierna. La posición perfecta por pura inspiración. Por donde ella
quisiera entrar, me di a Michael. Pero Michael no me tomó, sino que profundizó
su caricia y se pegó a mi espalda con un largo, larguísimo suspiro de mujer. El
inmutable Helmut sonrió recibiendo su mamada, fumando su hachís. Todos
queríamos llegar al final, pero nadie quería parar. Yo la primera, lo último
que se me hubiera ocurrido era parar. Estaba demasiado cachonda y quería seguir
fumando y follando. El humo se deshizo en una tromba de partículas flamígeras
que nos cayó encima igual que la ceniza, y que al llegar al suelo brincaron
como saltamontes. Adentro afuera. Afuera.
La
guata adquiere una consistencia viscosa, aromática, y por alguna razón me
invita a vivir dentro de ella y a beber de su tibieza hidrófila, vertical, en
un igualmente inexplicable orgasmo continuo, sin espasmos. Entonces veo mi
rostro reflejado en el espejo y comprendo que la guata es guata y la polla es
polla y que llevo mucho tiempo, probablemente horas, limpiándome el maquillaje
con un trozo de guata empapada en crema facial. En mi estado calculo que nunca
llegaré a quitármela por completo. Podría pasarme semanas enteras intentándolo,
sin éxito, y a pesar de ello esa estúpida acción, esa insignificante rutina,
adquiere un sentido importante, no sé por qué. Noto que el tiempo ha empezado a
estirarse —no, esto no es hachís — o que más bien se detiene, viendo que las
cuatro notas de esas cuatro palabras se columpian en el aire y son engullidas
por el espejo dentro del cual Britt — y no yo — se está engullendo a Helmut,
demasiado preocupada en buscarse la vida sobre el bulto que cae sobre el diván
como un peso muerto. Sobre el imponderable Helmut, que se deja hacer, muy
caliente, muy ebrio. Entonces veo mi rostro reflejado en el espejo y pienso que
es el de Cronos, el devorador de humanos. Le veo revolviendo calaveras en los
surcos de mi cara, una cañada de vértigo, el axioma ratificador de la muerte.
De mi propia muerte. Porque hasta este momento los únicos que podían morir eran
los otros, nunca había tomado verdadera conciencia de que yo también moriré.
¡Seré
estúpida! ¡Ese jodido guiri y su hachís de mierda mezclado con jaco!
Toda
pena o sensación se desvanece, y lo que empieza a detenerse no es el tiempo,
sino mi mente. Soy la chica que está sentada ante el espejo quitándose el
maquillaje con la crema de Britt. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí, ni me
importa. “Siempre” o “jamás” son palabras de un idioma que no llega a formarse
en mi cabeza, conceptos que están más allá de mi entendimiento, nociones que
ahora no me pertenecen. El tiempo está ocurriendo fuera de mí. Britt y Helmut
ocurren afuera de mí. Son dos cuerpos en movimiento, figuras discontinuas,
roles intercambiables. Soy la tregua, la parte del juego que corresponde al
comodín. Posiblemente el sexo con Helmut no me haya ocurrido a mí, e igual
nunca lo sabré. Incluso el trozo de guata, la frescura olorosa de la crema y la
mano circulando sobre un rostro que observa, todo eso tampoco me ocurre a mí.
Nada me está ocurriendo, porque estoy vacía. Congelada como un pez, y al mismo
tiempo envuelta en algodón de azúcar, tibia como un cachorro recién nacido. A
salvo de cualquier emoción, y no obstante ingrávida, expandida, impasible.
Mientras ellos se corren chillando, yo soy un orgasmo que nunca termina. Podría
permanecer así durante horas, días, semanas, quizá años.
Pasaron
las horas, y yo seguía quitándome el maquillaje. Amaneció.
—Me
habéis arrugado el vestido— me quejé.
— ¡Le
hemos estropeado el vestido a la niña! — se carcajeó Britt.
Un
muchacho joven, vestido de segurata, se me puso a la altura del cuello y me
subió el bretel, quitando al gato que deambulaba por la consola sin rozar las
botellas. Su rutina de cada mañana:
— Señorita, vamos a cerrar.
Britt
se marchó ofendidísima, cogiéndose la falda de un manotazo. Quedamos el
segurata y yo mirándonos el uno al otro, mientras Helmut intentaba subirse la
bragueta. Una vez fuera vimos que a la gringa se le había metido el pliegue de
la falda por debajo de la braga. Helmut zanjó el asunto dándole un tirón.
— Menudo pedo llevas, honey — me susurró ella. Al
otro lado de la calle, los perros merodeaban aullando. Esperaban para roer mis
huesos.
El
rapto de Europa.
LUJÁN
La primera vez que estuve presente de verdad fue en verano, mientras
rodaba por una montaña de arena en el fondo de un patio, junto con otros
rapaces en un barrio perdido del que ya ni me acuerdo el nombre. Era uno de
esos atardeceres que se vuelven eternos en la memoria histórica de un adulto,
con limoneros bajitos, gallinas y mujeres colgando la ropa; algo que una
recuerda a través de los años como si hubiera sido un sueño, o un mito, la
atmósfera de la era arcaica de la vida, que a pesar de percibirse en parte como
bruma, y en parte como la imagen inalterable de unas nubes naranjas en forma de
pelambre erizada, definen la vocación perfecta por lo espontáneo. Sí, ésa fue
la primera vez que estuve presente. Sin castillo medieval a unas cuadras de
casa al otro lado del mundo, sin tejados, sin un gran jardín todo ordenadito.
La tarde vuelve a ser la tarde, y la nube, y la luna vuelve a ser la luna. Hoy
voy a levantar el teléfono para decir en tono retador, y hasta arriba de
adrenalina e inundada de endorfinas, que renuncio. Voy a decir que renuncio.
Las secretarias perversas de línea no esperan reacciones como ésas, si no
operadoras histéricas clamando por el jefe, que siempre está reunido, a ver por
qué no les pasan más llamadas o no les mejoran las condiciones laborales, y
cuando se pone peliagudo, llaman para saber por qué el cálculo de sus
comisiones no coinciden con lo que figura en el recibo —esto siempre y cuando
se lo hagan—, entonces la secretaria perversa responde secamente con una excusa
y las manda de vuelta a laburar. La vida se reduce a las
necesidades básicas del acá, y los matices de la vida desaparecen bajo la arena
que una ya no se atreve a saltar, abandonar y olvidar; tapar y enterrar. Pero
cuando le digo que llamo para renunciar, ella se queda helada y sólo atina a
preguntarme toda resentida si estoy segura de lo que voy a hacer.
Completamente: al primer aviso que pongan habrá una fila de mujeres desesperadas
por ocupar la celda que estoy dejando. ¡Has debido de avisarnos antes, hoy no
tengo operadoras! Jodete. Ya no necesito esto, ahora tengo un pequeño capital,
ahora quiero ser mi propia jefa, tengo el conocimiento de las plantas, sé cómo
destilarlas para curar… ¡No más pastillas de azúcar! Lo pienso, pero no se lo
digo: Ahí se queda tu jefe “reunido” y amarrado a esa silla con la baba
pegajosa del gualicho que le hice, y quién sabe cuánto solvente vayan a
necesitar para despegarlo. En cuanto al chiringuito sumergido del que viven, te
prometo que se les habrá hundido en quince días. Hoy quiero tirarme de vuelta
por mi monte de arena y estar presente. ¡Ahhhh, cómo me gustó patear el
tablero! A ver si me explico: la más deliciosa noche de agosto
con luna llena y fandangos sucedió el mismo día en que decidí dejar los
teléfonos. A veces sólo quedan dos opciones: perpetuarse en la ilusa seguridad
del esclavo, o recuperar la libertad. Decidí recuperar la libertad. Googleo los
espectáculos programados para la Virgen de la Paloma, una de las 10.000
vírgenes de España y la más importante de Madrid —que en vez de quedarse ahí
levantando el dedito se va de fiesta—, y reservo una entrada para un concierto
de flamenco en los jardines de Sabatini. Llamo a Fabiola, pero como es sábado y
yo soy la amiga de lunes a viernes, hoy se junta con sus amigos de la calle Sagasta
a presentar no sé qué libro de no sé qué escritor que conoció en la ex
editorial de Ramón, la que ellos mismos saquearon cuando el tipo se rajó. Ella
y su propia montaña de arena. Otra que por mí puede joderse. Llamo a Kyra, y
aunque no se apunta al flamenco, me dice que sobre las once de la noche estará
con Ceballos, el grabador, y unos amigos en el mirador de las Vistillas,
esperando los fuegos. Nos vemos poco, e igual lo
pasamos bien sin tantas palabras. Iré cuando termine el concierto
porque pienso quedarme en Madrid toda la noche. Quiero ver la luna roja sobre
los jardines, y el amanecer, dejarme llevar por los melismas gitanos que me
perforan con su dolor desaforado y esa alegría en caló que les entra de golpe, pasando
de un estado de ánimo a otro en cuestión de segundos. Ellos se toman su vinito
y siguen; adoro esa desfachatez. Cualquier pueblo en el exilio puede
identificarse con el dolor gitano, y yo me exilié. Hoy pegaron un grito tan
alto que los oyó el mundo entero. Fabiola se lo perdió, que se joda de nuevo.
El Chubái, de Jaén, lanza su primera presentación invitado por un cantaor
veterano de papada cimbreante, no me acuerdo el nombre, y se pega una siguiriya
que hace temblar hasta las estatuas. Mejor ahorrarse la inutilidad de explicar
un sentimiento, sin embargo, sigo creyendo que las sensaciones pueden repetirse a voluntad si una se empeña en generar
los escenarios: mientras tiembla el aire, por ejemplo, puedo hacer el cálculo
de una perpendicular imaginaria de 400.000 kilómetros entre mi asiento y la
súper luna de hoy. Y si justo cuando vas por la calle Bailén rumbo a las
Vistillas para encontrarte con una amiga, te cruzás con los cantaores de recién
deliberando dónde ir a cenar, es que también se confabularon las oblicuas.
Reconozco al de la papada, y por supuesto al Chubái. Hay gente que saluda,
otros dicen cosas que no entiendo, y de repente, sin comerla ni beberla, se
arma la batahola. Voy frenando la marcha disimuladamente. Parece que un cantaor
sevillano se la agarró con el pibe: ¡Mira que atreverte con una siguiriya sin mecer el
cante! Ahí en la vereda, riña de gallos por cuestiones técnicas. ¡Claro!, si
está cantado… el Chubái es un novato con un buen padrino y aún no
forma parte del panteón de los consagrados, ¿cómo se le puede ocurrir hacer una
siguiriya sin mecer el cante? Horror.
Hace un gesto con la mano para decir que se va por su cuenta, y sale caminando
con nervio en la misma dirección que yo. Calladito, pero ofendido, no busca
roña, presiento que huye de los enfrentamientos y también de las cenas opíparas
en compañía de gitanos arrogantes con veinte años en los tablaos. Todavía no me
ve. Caminamos a unos cinco metros de distancia, yo haciéndome la boluda. Lindo
guacho. Uno de esos tímidos sinvergüenzas de mirada intimidante. Peligroso. Tu
voz me hizo yorar, le digo, aprovechándome de mi acento rioplatense que tan
irresistible les resulta. Tengo que ponerle algo de romanticismo, levantarle la
moral. Y la pego. Se para de golpe, sonríe. Me hace un gesto de agradecimiento
con la mano en la que lleva el cigarro y sigue caminando. Yo atrás toda
modosita: Perdoname si te molesté. ¿Y tú qué sabes quién soy? Sos el Chubái, se
me quedan los nombres. ¿Y sabes lo que quiere decir? No. Sonríe. Piojo,
explica. Ah, piojo. Sí: piojo. No es que el nombre me motive, pero si me
apuran… Eso en mi país se dice con cariño. Le hace gracia: En el mío también.
¿Y tú qué vas a hacer?, me pregunta. Lo que se me canta, le digo, y la
expresión le gusta. Ese hacer lo que se te canta para dejar cantar
a los otros tal vez sea la única manera de vivir. ¿Le importará mi edad? Me
sigue, lo sigo, nos seguimos. Vente a cenar conmigo. ¡Pero si puedo ser tu madre!
Déjate de chuminá y vente a cenar conmigo, muéstrame ese idioma que hablas...
Lo del flamenco es una pasión, y haciendo como que le resta importancia me dice
que en realidad va para arquitecto, porque a la gente de su pueblo le hacen
falta casas decentes. Es educado y sereno, todavía no me puedo creer que ese pendejo
que por poco me hace llorar desde un escenario esté caminando conmigo por
Madrid. Hay días, y sobre todo noches, en las que una pasa sin lupa por el ojo
de una aguja. Yo paso. Me ayuda mi acento, mi castellano alunfardado. Cambiamos
cena por encuentro con Kyra y sus amigos en las Vistillas. Increíblemente, se
prende. Los amigos de la rusa son justo el tipo de gente a la que
nunca le contaría la forma en que me gané la vida hasta hoy: todos tienen
puestos fijos en empresas normales, todos son europeos, todos están
hipotecados. A pesar de su relación de añares con Tristán, su amistad con
Ceballos persiste: el viejo sigue siendo su pasaporte financiero. O capaz que
todavía mantienen una relación “esporádica
pero constante” y yo no lo sé, porque ella es muy reservada y casi nunca cuenta
nada. Además no me incumbe. Ya no es el bellezón que me contó Fabiola,
si no una cuarentona de pelo rubio un poco desteñido, muy flaca, muy apacible,
muy trabajadora. Lo de bailarina de discoteca pasó a la historia hace años,
ahora se acuarteló en la hostelería, que es lo que le da de comer y paga su
hipoteca, pero sigue conservando ese aire de femme-fatale que hace que los tipos no sepan muy bien cómo
encararla: si lanzarse o dejarla en paz. Optan por dejarla en paz mientras ella
se les ríe a la bartola con los ojitos rasgados de ese celeste tan ruso, y
todos se paran como un rayo cada vez que dice “ah”. Le presento a Chubái. Ah. Nos sentamos,
pedimos unas cañas con gambas y nos ponemos a hablar de trabajo; o mejor dicho,
de nuestro futuro trabajo: las
hierbas. El gitano se interesa, o hace como que se interesa: ¿Vais a montar una
tienda? Kyra le sonríe, me sonríe a mí. Con la mirada nomás nos saca la ficha,
mira a otra parte. Le explico a Chubái que tenemos un proyecto de micro
emprendimiento. Kyra se me arrima al oído: sabe dónde encontrar beleño en la
Pedriza, y además le pasaron una receta medieval infalible, para relajarse.
Revisionismo botánico. Saca su libreta, me la muestra y va repasando con el
dedo renglón por renglón: lleva treinta gramos de beleño y
treinta de semilla de amapola blanca, machacas todo y lo pones en un litro de
agua de manantial, lo cocinas hasta que se consuma la tercera parte, lo cuelas
y le agregas azúcar negra, luego vuelves a cocinar hasta que el azúcar se haga
jalea, le agregas siete gramos de semilla de nuez moscada… Ceballos se levanta:
¡Ey, que ya empiezan los fuegos! Primer petardazo, pero Kyra no se corta: Lleva
madera de Agar, dice, la contra es el precio —carísimo—, así que buscaremos un
sucedáneo; la segunda parte, que es afrodisíaca, me la explica en luna nueva.
¡Pero si yo tengo un montón de copal que me trajo mi vieja de Michoacán! No
hace falta ninguna receta antigua o árbol raro, tengo copal. ¿Por qué, el copal
es afrodisíaco? Kyra le pega un relojeo al Chubái, me da con la cadera: ¿Dónde
encontraste a ésa criatura? En la calle. Ah, con él no necesitas luna nueva.
Segundo petardazo, cascadas de colores en el cielo. A mí los fuegos me
encantan, pero a él no le interesan, se clava un porrón de cerveza de un solo
trago y lo deja en la mesa con los ojos inflamados, luego se me pone al oído y
me tira el dato, por si llegara a interesarme, de que se hospeda en el hotel
Plaza de Castilla. No es que tenga dinero, eh, me aclara; que no me vaya a creer eso… en
realidad paga la compañía. Se me erizan los pelos del brazo, estoy volviendo a
rodar por la montaña de arena. Me despido de Kyra, de Ceballos y de los otros
mientras siguen estallando los fuegos artificiales. Nadie entiende nada,
excepto ella. Vamos ya, si total después no volveré a verlo nunca más y su
recuerdo va a ser siempre en este tiempo, en el único tiempo que no duele, que
es el único que existe. Me tiré años buscando Ítaca detrás
de una pista falsa, que va y viene y ni te va ni va a volver, que es como los
gigantes que el Quijote veía en los molinos, un recuerdo fuera de foco, un
motor cortando en dos las geografías, con algún otro nombre distinto al de la
pampa, aunque todas la geografías me la reflejen. La noche se pone mientras
caminamos. Y ahora sólo puedo pensar en la voz salvaje de Chubái rompiendo el
cielo. Me sentaré ahí, me acostaré con mi rapaz a regar las horas y luego
sepultarlas con ternura en lo hondo. Entrará la mañana, la veremos abrazarnos
con calor, y sin que importen latitudes, el sol va salir por detrás de la
ciudad cuando él descorra la cortina. Pero no fue así, porque cuando salió el
sol quien descorrió la cortina fui yo, y al volver a la cama él estaba mirando
una foto en su billetera. Me la mostró con la mayor inocencia: Mira, ésta es mi
hijita, ¿a que es preciosa? Y ésta, mi mujer… luego están los dos pequeños,
espera que te los muestro. No sé en qué estaría pensando cuando se me puso en
la cabeza ese rapaz, no sé cómo pude suponer que no iba a molestarme dar de
cabeza contra el suelo. Así es como se deja de estar presente. Así es como se
forma el tiempo y los futuros para el desguazadero.
(Igual te quiero, rapaz)
FABIOLA 1
Desde
la noche en que me quedé varias horas delante de un espejo sacándome el
maquillaje con la crema de Britt, los diez años restantes se me pasaron como
una centella. Y la verdad no quise volver a mirar, intentando con todas mis
fuerzas seguir adelante sin pensar en mis muertos. Me valía de mis dos ojos
salvajes, mi cabeza afeitada y mi desidia intencional para hacer creer que iba
a mi aire, que no estaba domesticada, que nunca pasaría por el aro. Pero pasé.
Como casi todo el mundo, pasé. Yo creía estar muy cómoda en mi trabajo, y
aunque continué escribiendo e incluso me publicaron en algunas antologías y
revistas literarias, no pensaba resucitar aquella vieja novela. Con veintiocho
años me presenté a oposiciones y conseguí una plaza como profesora de Lengua y
Literatura en un instituto. La estabilidad del funcionariado me animó a dejar
el piso del alquiler donde rentaba habitaciones y comprar un ático en un
antiguo edificio de cinco plantas, con un ascensor recién estrenado. El precio
era una ganga porque sólo tenía ventanas en el techo, desde donde podían verse
los viejos tejados del Madrid de los Austrias, mierda de paloma y el cielo.
Pero lo reformé y quedó interesante, a pesar de la mierda y las palomas. Y por
supuesto me llevé a Sombra, el gato que se me había pegado en el río Manzanares
cuando fuimos con Luján y que desde ese momento iba conmigo a todas partes.
Amigo fiel.
Yo
solía imaginar una carretera con las rayas blancas recién pintadas en dirección
a un futuro que se parecía cada vez más a todo lo que siempre había
despreciado. Día tras día iba viendo semblantes que daban ganas de cruzar de
acera: parecían esculpidos en piedra. La sexualidad era litigante, a veces
resultaba imposible mantener una charla relajada sin perder la resistencia.
Diana y yo íbamos y veníamos fuera de la otra, y con otras y otros, sin
cruzarnos jamás en los andenes. Pero siempre volvíamos. Y no volvíamos bien.
Mi
vieja afición a la escritura fue quedando olvidada.
Una vez
me quedé dormida en un tren y me pasé cuatro estaciones por bailar con ella en
un sueño. Ocurrió por un italiano con el que se andaba acostando. Nosotras
teníamos un pacto, y el pacto no incluía hombres. En el sueño cantaba Perales:
“Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti”, mientras bailábamos desnudas un pas de deux ridículo en un programa de
televisión de tirada nacional, agarradas de las manos y pisoteándonos los pies,
porque ni en sueños sabíamos bailar. A ella le brincaba la tripa y a mí el
culo, en sentido hermosamente inverso a la derrota en la vida real.
Al
despertar me bajé del tren a empujones.
Meses
después se vino a vivir conmigo. No tenía a dónde ir. Compartíamos el espacio
con Sombra. Entre las dos intentamos construir una vida estable. Burguesa, es
decir. Sabiéndolo, que es lo peor.
Ella
no. Cuando por fin le aprobaron la tesis sobre la re-colonización migrante, se
negó a ir a buscar el diploma. Dijo que jamás iba a dar clases en una escuela
ni universidad, así que las daba en casa a chavales inmigrantes, y se convirtió
en un clásico de estación de metro con Malaquías. O se llevaba a los pibes a la
plaza del Conde de Barajas, donde ellos terminaban dándole una clase de
sociología a ella, cuando le confesaban el terror que le daban los desahucios.
A veces terminaban bailando una cumbia o un ballenato, para amedrentar esa
sensación de haber perdido los orígenes que veían en sus padres, orígenes que ellos
no conocían porque habían nacido en tierra extranjera. Por su color de piel,
andar y forma de vestir se los hacía de lado con una sonrisita indulgente (y a
veces no tan indulgente, sino excluyente y el silencio) aunque tuvieran
papeles. Debe haber sido en esa época cuando comenzó a romperse todo entre
nosotras.
Mirábamos el horizonte asomadas por la claraboya. Ella rompió una nuez,
cogió una berenjena, le hizo una incisión y metió el fruto en la herida abierta
del vegetal. Mientras se la comía, me dijo tan tranquila:
— Tienes que sacar ese libro de ahí dentro. ¡No
vas a seguir quedándote con lo de Ramón toda la vida! Habrá editores fiables,
digo yo… —, porque después de Ramón Sanmiguel yo guardé la copia original en un
mueble que sólo abría de vez en cuando para revisar documentos. Siempre que lo
hacía le echaba el ojo a la tapa de acetato negro encuadernado en una imprenta,
y volvía a cerrarlo.
— Sí.
— Entonces te haces unas cuantas copias y te
vas a la feria a venderlo, así le sirve a alguien y dejas de esconder tu
ombligo en el cajón.
Me
estaba agrediendo (o yo sentí que me agredía)
— Diana, dime qué pasa.
— Nada, que el libro vale y tú te comportas
como si lo que te pasó con el viejo fuera el fin del mundo. ¡El fin del mundo
empieza donde viven mis chavales! ¡El fin del mundo es también una niña que
vomita a propósito todo el dulce que se comió, y que encima esconde sobras de
comida por todas partes y nadie se da por enterado! ¿Cómo puedes ser tan
egoísta con lo que escribes y prefieres dar clases en un bachillerato donde
siguen un protocolo de mierda poda-cerebros?
— Porque tengo una hipoteca y el libro no va a
pagarla. Y tú tampoco — machaqué.
Ahora
ya nos estábamos agrediendo la una a la otra.
— ¡Por supuesto! Antes que darle dinero a un banco
prefiero cortarme los dedos y okupar.
— Igual no tienes un duro.
— Sabes que no soy como tú, Fabiola.
Eso dolió.
— Lo sé y ni falta que hace. Di al menos por
qué utilizas mi libro para recordarme que ya no podemos comunicarnos (sólo me
faltó decirle “ni follar”, pero me contuve a tiempo)
Diana
también contuvo lo que podría haber dicho. Convivíamos por necesidad. Ella no
tenía a dónde ir, y a mí no me daba el corazón para echarla. Con el paso de los
años le fuimos regateando al amor y una noche me di cuenta que hasta el olor
natural de su cuerpo me repelía, que su cuerpo era como el cuerpo de otra, y
eso nos dejó devastadas a las dos. Sobre todo a ella.
Al
final habló:
— Tienes mucha jeta para preguntar eso, cuando
lo sabes. Igual no importa, eh… lo que me importa es todo lo que vale, por eso
digo que no soy como tú. Ahora vete hasta el cajón a ver si está el libro.
— ¿Eh?
— Vete a ver y terminemos con esto.
Me
levanté como un resorte y fui a ver. El libro no estaba. Regresé a los gritos,
preguntando (es un decir) qué había hecho. Y ella tan tranquila:
— Como no tengo la copia digital hice muchas en
papel y las envié a las editoriales. Me gasté una pasta, eso sí. Luego esperé.
Debo haber escrito una carta de presentación muy convincente porque la
respuesta llegó hace unos días. Quieren publicártela.
— ¡Quién!
— Un tal… ¡Ay yo qué sé, está por ahí!… ¿Por
qué te pones así?
Soltó
nueces, berenjenas y cuchilla justo un momento antes de que yo me le arrojara
encima, medio en broma, medio en serio —igual no le di— y empezara a
perseguirla por todo el ático.
— ¡A ver quién va a lamerte el coño ahora que
se va esta Santa, no te veo haciendo acrobacia!
— ¡Quién te dio permiso para pillar mi libro!
Y ella,
entre la mesa y yo, bien chula:
— ¡A mí no me da permiso nadie, maja, te hice
un favor y encima te ofendes!
— ¡Qué favor! ¡Es mío, no tenías derecho! ¿Y
qué tiene que ver el coño con esto? ¿Quieres un polvo de agradecimiento?
— Jolín, pareces un tío…
Me
detuve. Ciertamente, ella ya tenía asumido el final y sólo quería lo mejor para
el libro. No era necesario pelear, ni que yo me sintiera culpable por algo que
ya no podía sentir.
A los
días me llamaron.
Les
colgué. Pero volví a llamar para disculparme.
Cuando
nos conocimos, Jaime Alfaro rondaba los cuarenta años. Era un tipo escuálido,
de fisonomía campechana, mirada vivaz, con un cráneo hiperbólico cuyos rizos
indomables intentaba someter contra el cuero cabelludo con un montón de gel,
sin mucho resultado. Se veía gracioso en sus gafitas de leguleyo, e imponente
en su empeño por finiquitar contratos y sellar acuerdos inmediatamente. Me
estrechó la mano con una fuerza que llegaba a doler. Me ofreció un café y dijo
que volvía en un momento. Yo me escabullí en un libro de los expuestos en la
consola de autores norteamericanos: el Kaddish
de Allen Ginsberg. Esto tiene su lógica: algunas editoriales suelen arriesgar
el material nuevo con los ingresos que obtienen de autores consagrados como
Allen, Pavese, Pizarnik…
Jaime
se frotó las manos:
— Aquí tienes un cafelito bien caliente —. De
máquina —. Verás, la publicación no me supone un riesgo económico, porque el Ministerio
acaba de aprobar una subvención solicitada por la editorial para la edición de
nóveles. Como creo en la novela, se me ocurre que podríamos reunirnos unas
cuántas veces para ponernos de acuerdo acerca de ciertas correcciones. Se ve
que te fuiste con prisa.
— Sí sí… escribo con prisa — le mentí.
Me
estrujé contra el respaldo de piel todo lo que pude, generando distancia
instintivamente. Con la boca seca a causa del miedo y la mala leche. Lo único
que faltaba era que me hubiera citado para pedirme que le hiciera cambios al
libro. Y ahí empezó el diálogo interno de la aspirante a escritora, disociada a
raíz del cortisol o alguno de esos jugos invisibles que te hacen la zancadilla
cuando te sientas por primera vez en el despacho de un editor, después de haber
pasado por una estafa. Él estuvo hecho una seda:
— Me gustaría que trabajáramos para echar un
poco de luz sobre el caos y que la novela se lea bien, sólo para abrirle camino
al lector, lo cual no es que vaya a garantizarle el éxito, pero al menos le
dará más fluidez.
Una
observación coherente.
— Entiendo —. Entonces adelanté el cuerpo: —
Sólo dime por qué apuestas por ella.
Le hizo
gracia:
— ¿Por qué? ¿Tú no?
— Sólo quería saber, ya que sugieres hacerle
unos retoques…
— Ni más ni menos los que se le hacen a toda
primera novela escrita por alguien tan joven. Porque hoy mismo no podrías
volver a escribirla así ni soñando…
Me
alivió que se diera cuenta.
— La escribí a los veinte, y el e-mail que
recibiste no lo envié yo sino mi amiga, que cree en el libro igual que tú. No
debería contarte esto, pero… la verdad me da igual, abandoné la idea de
publicarla hace mucho. Pensaba que a nadie le interesaría leer la historia de
una chavala con bulimia que esconde sus papeles en un cajón como si fueran las
migas de un pastel devorado a escondidas.
Se lo
solté así todo de golpe, sin comas. Jaime sonrió de buen humor:
— Ten por seguro que sí hay un público que
puede identificarse con esa chavala.
Él no
era de los que dan su palabra para resultar verosímil, si no con la intención
de cumplirla.
Los espejos cazadores vio la luz en
noviembre de 2001, versión revisada y corregida, ya que Jaime y yo terminamos
llevándonos bien y me ofreció las mejores recomendaciones, cuidándose muy bien
de recordarme que si bien el título era un puntazo, el lanzamiento de un libro
a la vida pública siempre es un salto al vacío.
Igual
acepté.
La
presentación se hizo en la Librería de
mujeres por cuenta de Diana, que trabó amistad con las chicas cuando
consiguió que se proyectara su documental sobre la ciudad, en la Filmoteca.
Ella se escurría en ambientes interesantes clavando sus pupilas a fuerza de
encanto.
Naturalmente
no invité a nadie de la familia, sólo a nuestros amigos y a mis colegas del
instituto, a los cuales se sumó la gente que contactó la editorial, atrayendo
también a la prensa. Poca, pero hubo. No voy a negar que nunca hubiera
fantaseado con la idea de una entrevista, siempre y cuando llegado el caso no
tuviera que ir. Pero en cuanto los vi me entró dolor de tripa. Y hambre. Mucha.
Yo hubiera preferido saborear la adrenalina del posible encuentro convencida de
que nunca iba a producirse, o esconderme en el baño a zamparme un pastel de
fresa mientras me reemplazaba un clon. Siempre tuve hambre de clon. Justamente
yo, tan audaz para unas cosas y tan cobarde para otras, a la vez que extraña y
salvaje, un avestruz en la Biblioteca Nacional: me veía más en el sitio de las
aves zancudas — o de las gallinas — que en una librería leyendo un fragmento de
mi libro, midiendo la cadencia, cuidándome de no meter la pata. Un clon hubiera
sido ideal para poder sacarlo en ocasiones así. Aún me pasa. Un clon que
siempre esté de buen humor y sea de lo más majo, que nunca esté emponzoñado, o
al contrario, se deje picar sin sentirlo, que sepa qué decir cómo y cuándo, que
sea agradecido y no se le estropee nunca el maquillaje igual que a mí, que se
me estropea a los diez minutos y me deja los ojos hereditarios llenos de
cascaritas secas. Un clon que se infle con una máquina cuando haya que sacarlo
y sacuda la cabecita de goma, sabiendo cambiar de registro según la ocasión.
Pero
no.
Diana
me tocó la espalda para anunciarme la catástrofe: “Cuidado que llega
Hiroshima”. Mi madre, o sea. Emergió después de las presentaciones y cuando la
gente había empezado a comprar los libros. Es hasta el día de hoy que no sé
cómo se enteró. Pero ahí venía, deslizándose entre la gente, enhiesta, casi
inanimada, con su pelo largo y suelto de un gris brillante, guapa aún a sus
cincuenta y tantos. Todavía puedo verla. Eran los tiempos en que aún no
habíamos tenido que ingresarla en el psiquiátrico, a pesar de estar dando los
primeros indicios de algo peor a lo que estábamos acostumbrados. Su aura
parecía electrificada, haciendo que la gente se apartara instintivamente, no se
sabía bien si por admiración o intimidación, por las dos cosas a la vez, o por
la onda expansiva. Se había echado encima todos los colores del prisma que
encontró en el armario, lo de mejor calidad, sólo que su manera de combinarlo
me preocupó. En su caso una mala combinación de estampados es señal de
hecatombe, ya que siempre ha tenido buen gusto. Estilo. Y esa tarde se paseó
por la librería con un chándal deportivo a rayas, un pantalón floreado con puño
al tobillo y los tacones blancos de su boda. Purito en mano, sedujo sin intención
a cuanta mujer rozó con su cuerpo, y a los hombres también. Sin decir ni mu se
me pegó al costado justo cuando el fotógrafo nos tomaba una foto a mí y a
Jaime. La conservo: yo salgo conteniendo la respiración. Ella sonríe
felicísima.
Obviamente, había leído el libro, lo llevaba en la mano, quería mi
firma. La firma de la hija. Se las arregló para acaparar la atención mientras
los que estaban cerca se preguntaban quién era esa mujer extasiada. Si alguien
hubiera entrado en ese momento habría creído que la autora era ella. Sólo le
faltó decir: “Yo lo parí”.
Diana
se me vino al humo para evitar incidentes: “Está orgullosa”, dijo, y ahí sí que
me dieron ganas de echarla de casa.
Madre
me abrió el libro en la cara provocativamente:
— ¡Mi hija, la autora! — dijo, de modo que se
oyera bien mientras daba un repaso a los alrededores.
Saqué
un boli y le planté una firma sin dedicatoria.
— ¿En ningún momento pensaste que esto podía
hacer daño, nena?
— Es auto ficción — me defendí.
— ¡Auto ficción!
Algunos se dieron vuelta, alertados por su voz. Un desastre, lo peor que
te puede pasar en una presentación. Diana estaba equivocada: mi madre nunca fue
Hiroshima. Hiroshima soy yo, ella es el Enola Gay. La agarré de la manga
intentando arrastrarla detrás de una estantería. Pero no se dejó. Continuamos
la riña cuchicheando, lo cual no impidió que todo el mundo se diera cuenta.
— Yo te enseñé a leer, gayinita... Yo te compraba los libros y a vos te encantaban... Yo
sabía que ibas a servir para algo, lo que nunca pensé es que fueras capaz de
escribir… ¡esto! ¡Una pasada de factura como un rancho!
— Venga, no sois vosotros si no personajes que
se parecen a vosotros…
— ¡Soy yo! Y tu abuela… ¡Y tu padre y hermano!
¡Mejor que ni se enteren! ¡Que ni se entere tu padre porque le da un soponcio!
— Papá explotaría si supiera que no lo mencioné
escapándose de la policía, él espera que escriba sobre la guerra civil, que
reivindique a la República y eso.
— ¡Muero de vergüenza, mirá!
— Entonces calla y haz de cuenta que eres mi
madre.
Le echó
un vistazo a Diana, que intentaba disimular ojeando un libro a pocos metros de
las dos.
— ¿Todavía seguís con ésa mujer?
— Se llama Diana.
—¿Y es tu… pareja? — Me pareció que estaba
afligida y creí que iba a ponerse a llorar.
— Ahora somos amigas.
— Ah. Amigas.
— Sí, como tú lo entiendas. Mira, no esperes
que vaya a decir: “Ay, lo siento, no era mi intención hacerte daño con el
libro” o algo así, porque este libro es el último de mis vómitos. Luego vendrán
otros, pero ya no más vómitos. No fue contra vosotros, tenía que escribirlo y
ya.
Jaime
se apersonó todo risueño con dos copas. Me susurró al oído que ya se habían
vendido unos cuántos ejemplares.
— Él es Jaime Alfaro, mi editor.
Después
de saludarlo superficialmente, mamá se puso a elogiar las virtudes del vino.
— Mirá qué buen vinito, che, Málaga virgen, mi
favorito… ¿Cómo sabían?
Amo a
mi madre, pero cuando se pone así la extirparía como a un forúnculo.
— ¿Te importó un carajo que fuéramos a leerlo,
no? — dijo sonriendo a la multitud mientras se bajaba la copa —. ¿Es así como
nos ves?
— No, quería que se supiera lo que siente una
chica con bulimia en una familia rara.
— Es lo que hacías mientras todos dormíamos,
¿no? Comer hasta reventar. Y lo publicás. Bueno, acá estoy para darte el abrazo
fuerte que según contás nunca fue porque eran blandos. Para que me vean, para
que conozcan a la bruja… ¡A la loca!
Ahora
sí tenía los ojos enrojecidos e iba a echarse a llorar.
— No.
— ¡No las pelotas, ya te dije! Es terrible
leerse en la hija y que ni siquiera te haya invitado al banquete, así que te
voy a dar un abrazo pedo y me voy a ir. Y ahora, levantá esa cabeza y mirame —.
Se apuntó a los ojos con dos dedos —: Mirame bien para que no tengas que
heredar esta mirada. Ya sé que te fallé. Supongo que querrás saber si me gustó
o no, o por ahí te importa un pito, ¡qué sé yo! Y no. No me gustó, no te voy a
mentir. ¿Cómo va a gustarme, si todo lo que contás es cierto?
Me
abrazó en forma intempestiva. Más bien nos estrellamos una contra otra como dos
cuerpos que se accidentan. Luego me dio la espalda, espantando bichos voladores
invisibles, y se fue.
No
volvimos a vernos en bastante tiempo.
Las
bombas no te dan tiempo a reaccionar, en general saltas por los aires. Caes.
Lloras, chillas, te haces pedazos. O sobrevives. Todo lo que escribí, tal como
ella decía, era la pura verdad. Más honesta no podía haber sido. No es que me
hubiera dejado la piel en ello: simplemente, esa piel se desprendió de mí
cuando terminé de escribirlo, y aunque me eché un pellejo nuevo, a nadie se le
quita la cicatriz.
Mi
madre siempre llegaba para recordármelo.
Yo
sabía que una publicación nunca es garantía de éxito. Después del subidón, hay
quien es olvidado para siempre. O ponderado sin ningún motivo. O postergado
durante décadas, hasta que sople viento a favor. O glorificado por razones, yo
que sé, climáticas. En el caso de Los
espejos cazadores, al principio no tuvo éxito. Pasó sin pena ni gloria ni
premios, y por supuesto sin escaparates. Aguanté con gratitud y también un poco
abochornada las palmaditas de aliento de mis amigos y colegas del Instituto.
Uno me dijo que después de leerla había llegado a la conclusión de que yo era
una mujer “casi” inteligente. No le respondí ni una palabra, pero mi silencio
hizo efecto: fue retrocediendo, y como llevaba unas chanclas muy abiertas
tropezó con una silla y se dio de lleno en el dedo pequeño del pie, qué digo,
el meñique, ése que cuando te das duele como el demonio y te lo tienes que
entablillar contra el otro hasta que sane. Apareció días después por el Insti,
cojeando. La pena fue tener que soportarlo el resto el curso, evidentemente no
buscaba una plaza fija allí porque al año siguiente no volvió. A otra le había
gustado, aunque no pensaba dárselo a su hija de dieciséis para que lo leyera,
“porque la chica siempre ha comido bien” (entrelíneas de lo que no me dijo yo
leí: “No quisiera que a la chavala le dé por cuestionar nuestros hábitos de
crianza, además no pienso incentivarle la idea de que esos trastornos
alimenticios podrían pasarle a ella, de ninguna manera, a mi hija se la educó
bien”) Otro me habló de los saltos temporales haciendo el gesto de estar
hundiendo la mano en una dimensión desconocida.
El
libro empezó a gustar como a los tres años, cuando por la misma editorial salió
una antología de autores en la que participé con un relato. A la crítica le
atrajo. Como era una edición pequeña, Jaime se atrevió a reeditarlo
aprovechando para introducir Los espejos
cazadores en versión reducida — una propuesta que al principio no quise
aceptar —, y ahí se conoció que alguna vez Fabiola Bermejo había escrito una
novela bajo el mismo título. Tuve mis quince minutos de fama con más de una chavala
entrando y saliendo por librerías de usado para encontrarlo. Y ex punkies,
también. Punkies tardías mayores que yo, dulces y duras cuarentonas solitarias,
ávidas de verse reflejadas en la niña que se excitaba con la guarda jurada a la
salida del súper sin decírselo a nadie. Aparecían por la Librería de mujeres a preguntar por el libro, porque alguien les
había dicho que lo tenían. Y ya no lo tenían pues estaban todos vendidos; sin
embargo otras librerías llegaron a devolver la remesa completa. Un fiasco.
Jaime se quedó con varios lotes, sin contar con todos los que yo llegué a
regalar. Así que volvió a colocarlos en dos librerías de amiguetes y al fin se
vendieron. Tuvo un par de buenas reseñas y alguna nota demoledora. Lo cual me
aniquiló por un tiempo. Años, en realidad. A Sancho no me molesté en
alcanzársela, sabía que no iba a gustarle. Hasta el día de hoy llevo cinco
libros escritos y Los espejos cazadores
es el único que no leyó. Mejor.
Meses
después estaba en una terraza de La Latina corrigiendo unos exámenes, cuando me
distrajo el bullicio de unos niños moros riéndose de un viejo que meaba entre
los hierros de un portal. Yo lo vi de lado mientras las palomas rapiñaban
migajas de alguna cosa que había sido pan, pero que ya no era pan, y entonces
todo se esfumó, para padecer la tragedia inmensa e indiferente de un hombre
loco meando a perpetuidad ante un portal en ruinas. Sabiéndose espiado, el
viejo alzó la vista directo hacia mí y se le torció la cara en una mueca
repulsiva. En la solapa del abrigo llevaba el bordado de un haz de flechas en
rojo y negro, el emblema falangista de las JONS. Tenía un ojo color café y el
otro en tinieblas. Me eché a temblar.
Todavía
temblaba cuando llegué al ático, y no dejé de temblar hasta que me encontré delante
del PC, lista para escribir. Antes, sucedió algo extraño. Una energía
imprevista me subió por la garganta, casi como si no formara parte de mí.
Y
grité.
Estoy
segura de que fue el más saludable de mis gritos después de que viniera al
mundo, un grito tan profundo que me di de narices contra la realidad y se me
abrieron los tímpanos.
Con el
tiempo empezaron a llegarme otros gritos, muchos gritos. Durante años oí el
rumor en baja frecuencia de miles de gargantas que rugían, como si de tanto
luchar contra la memoria, el olvido hubiera anidado en sus entrañas. Eran
gargantas que se abrían. Gargantas rompiendo la armadura. Gargantas locas de
libertad. Gargantas donde se disolvía el lenguaje y se daban a luz de nuevo por
la boca como se dan a luz los lunáticos, los insurrectos y los desesperados
(los desesperanzados no, que esos ya están muertos). Después de aquello ya no
volví a ser la misma, ni quise. Me crecí metro y medio hacia dentro. Me hice
tridimensional.
Me
había criado en una casa construida sobre los restos de una guerra, oyendo
refranes e ignorando lo que significaba en otro tiempo que alguien te
advirtiera que iría a por ti. Mi padre siempre nos estaba hablando de eso,
aunque habitualmente era interrumpido por mamá. Cuando el pasado es tan chungo,
mejor que los niños no se enteren, que nunca lleguen a ver lo que has visto tú.
Así que Sancho enterró al bolchevique bajo un revoltijo de bargueños
granadinos, alguna gesta entre paisanos en el bar donde de vez en cuando les
daba por cantar, ya borrachos, que no se rinde un gallo rojo más que cuando
está ya muerto, y su bandera republicana roída por los años con un gran manchón
de gasolina sobre la franja amarilla. La suya era una historia de leones y de
ciervos, donde a él le tocó la parte del ciervo. Mi hermano y yo vivíamos
oyéndole hablar de la posguerra con naturalidad, como si le hubiera ocurrido a
otro. Mientras pasaban los años vio cómo después de la derrota, el ciervo
sobrevivía a la dentellada y se convertía en león. Decía que por encima de las
ruinas y de los huesos, mis abuelos habían escuchado durante años el rumor en
baja frecuencia de miles de vientres que rugían, como si de tanto luchar contra
el león, éste hubiera anidado en sus entrañas. Y una vez acabada la guerra,
corrieron detrás de los camiones por una hogaza de pan y una lata de conservas.
Se quedaban mirando la hogaza con los ojos perdidos, hundidos en órbitas
febriles, y sólo por un tiempo se arrastraron a través de los campos, como
perros, en pos de la limosna humilladora.
Para
él, España es y será siempre la posguerra. Desde el principio pretendió que yo
escribiera sobre ésa España, la que él conoció. Quería que yo hiciera retumbar
los huesos y chillar las calaveras bajo los montes, que desenterrara por él
cada adoquín. Al contrario, yo intenté sepultar todos los dolores, los de él,
los míos, lo de mi madre y mi hermano.
Lo
conseguí durante mucho tiempo, hasta que vi a ese viejo con la insignia en la
solapa del abrigo. Ese mismo día renació mi deseo de escribir. Y fue el mismo
día en que Diana se marchó.
FAVIOLA 2
Tristán se
levanta con la salida del sol y después de hacer sus ejercicios de tai-chi en la terraza, bajo las encinas,
se pasea por el pueblo en bicicleta sin molestarse en saludar a nadie. Desde
hace unos meses se dedica a rentar habitaciones a los turistas que visitan el
Maresme a espaldas de los dueños, que por lo visto no se dan por enterados. Los
recibe hurañamente, les muestra la finca, y si consigue captarlos, se queda
observándolos con un cigarro de armar, a escrupulosa distancia, sentados todos
a la sombra de un gran parral, riendo y parloteando en quién sabe qué idiomas.
Con el paso el tiempo se ha venido hundiendo más y más en las elucubraciones
inexplicables que le vienen a la cabeza montando en bicicleta. Aunque ya pasa
de los cuarenta años, la melena se le puso blanca y espumosa como clara batida.
Cosas de la herencia.
Trisha —como le llama Kyra, con quien continúa viéndose de
forma esporádica pero constante— me visita cada tanto para confiarme sus
secretos. Me pidió que lo vaya grabando, firme en la idea de que tarde o
temprano podrían servir para algo. Hace un tiempo me contó la experiencia que
tuvo el año pasado, en concreto a la noche del 23 de junio, víspera de San
Juan. Nunca le gustaron las hogueras, así que decidió alejarse del pueblo y
caminar calle arriba, hacia el bosque. A él le gusta fichar estrellas con sus
binoculares, sentado en una piedra y envuelto en el aroma de las flores
nocturnas. "Esa gran pizarra sin fondo está llena de navegantes, y se
mueve", me cuenta. Jura haber visto la galaxia de Andrómeda coagulando
lentamente en el espacio, como un pulpo en llamas, a dos mil quinientos
millones de años luz de su diminuta humanidad.
Quizá por el resplandor de los fuegos,
aquella noche no hubo suerte con Andrómeda, y mientras regresaba a la villa por
la carretera desierta, sintió el peso del Generador cayendo sobre él. Diría más
bien que lo derribó, primero de rodillas y luego de costado, porque al caer se
le dobló la muñeca, aunque no se hizo daño ni le dolió. Aguantó con la cara
contra el suelo… uno, dos, tres… diez segundos, tal vez más. Le dio miedo. Un
ligero viento barrió la grava que no había llegado a pegársele en la mejilla, y
muy cerca, se oyó el aullido de una lechuza. A la postre tuvo el coraje de
darse vuelta y mirar. No ocurrió nada de lo que temía; no fue fulminado por un
rayo ni aplastado por un elefante estelar. A no más de cuatro metros del suelo,
flotaba una guirnalda aérea del tamaño de un carrusel. Era delicadamente
hermosa, como una filigrana de plata que empieza a desvanecerse en el último
instante de un sueño. Tenía una cantidad incalculable de pétalos multicolores
en forma radial, muy diminutos, y tan vagos en su contorno como perfectamente
definidos. Recordó haber capturado uno en particular —el violeta— y examinarlo
bien de cerca, por todos lados. El Generador le explicó que el pétalo era una
réplica suya en un plano al que aún no se le permite acceder. Se miró el pecho,
y vio que se le llenaba de una luz violeta que al instante se proyectó hacia el
carrusel en forma de un haz iridiscente, por el que empezaron a subir miríadas
de partículas blancas, como cáscaras de cebolla. Esto le infundió frescura, y
se sintió liviano, feliz.
Lo interrumpí:
—
Perdona… ¿qué es el Generador?
— ¡Y
qué va a ser! ¡El que hizo todo lo que hay!
—
¿Dios?
— ¡Qué
dices, mujer! ¡Si Dios no existe!
Regresó al pueblo cuando las hogueras de San
Juan ya se estaban extinguiendo, y al pasar frente a una arrojó los binoculares
a las brasas. Ya no iba a necesitarlos. Luego caminó hasta la finca, se acostó
y se durmió. Al día siguiente madrugó como de costumbre, cogió la bici y bajó
al pueblo a comprar provisiones, intentando olvidar lo que le había pasado en
el bosque. Fue imposible. Todo en él había sido afectado por la experiencia.
Ahora el Generador vive en su interior, y
utiliza su mente como laboratorio de pruebas. Lo ha transformado —secretamente—
en un vehículo biológico por donde los seres del espacio filtran información. Ellos
le dijeron que la velocidad de la luz no es la mayor que existe, si no la del
pensamiento, sólo que aún no hemos hallado la fórmula capaz de medirla, ni
conocemos la materia sutil que vincula en forma instantánea el pensamiento de
una persona con el de otra, aunque ambas estén en puntos remotos del planeta,
incluso del universo; ni cuál es la materia ingrávida, sutil, o qué unidad de
medida tendríamos que usar para saberlo, porque al no haber develado el
misterio nos resulta imposible hallar ese patrón usando las herramientas de la
física tradicional. No quiso hablarme
mucho más sobre esto, ya que se trata "de una ciencia oculta". Otros
escribirán sobre él dentro de mil años, dijo; o antes, porque ni él se cree que
este planeta vaya a durar tanto tiempo.
Suspira en el sofá cerrando los ojos.
—Bien,
¿pero no te parece una idea un poco obvia? — lo hostigo. Él no hace caso.
— Ellos
limpiaron mi corazón, Fabiola. El corazón es como una alcachofa, sabes… lo más
sabroso está en el medio.
Desde ese momento, y más o menos contenido en
su dolce far niente serrano, Tristán
se volvió un investigador de alienígenas. Ahora colecciona libros de astrónomos
famosos, recortes de periódico y revistas en los que anuncian encuentros de lo
más curiosos con supuestos extraterrestres y cosas raras del espacio y de la
Tierra, a lo Charles Forbes. Asiste a cuanta ponencia haya sobre el asunto, y se
planta en el fondo, yendo y viniendo entre los que siempre llegan últimos
—igual él siempre llega primero—, tironeándose de los cuatro o cinco escasos
pelos que le brotan de la barba. Una barba de adolescente perpetuo, desprolija
y blanda. Al final le echa coraje y se sienta, con un pie en el pasillo y el
otro bien afirmado a la tierra, por si acaso hubiera que salir corriendo. Toma
apuntes. Hace preguntas. Le va bien.
Llevamos una semana parando en la finca con Luján,
tal como hacemos casi todos los años entre agosto y setiembre. Kyra no podrá
venir hasta octubre, los meses de verano son los más agitados en hostelería,
que también es cuando gana más. Sé que mi hermano la echa de menos hasta los
huesos, pero que evita admitirlo.
Esta
noche aguantamos los cuatro hasta el amanecer apurando una botella de crema de
orujo que está como para dejarse ganar cualquier argumento. Tristán emerge en
forma sorpresiva por el porche, con un manojo de fotos, otra botella y una
lámpara de keroseno. Pone todo sobre la mesa de piedra con aires de estar a
punto de hacer una revelación. Nos pasa algunas fotos. Tenemos que acercarnos
mucho a la lumbre para verlas. Son muy antiguas, quizá de principios del siglo
XX. En ambas se ve a una mujer joven y delgada, vestida con una blusa alta,
cerrada con botones de perlas y una falda negra, larga. Lleva botas fuertes, a
la usanza de la época. Aparece de pie y con el brazo doblado sobre un taburete
alto, rodeándole la cintura a una niña de unos dos años. La chavala sonríe,
ella no. Intercambio fotos con Lu, pero no hay mucha diferencia entre las dos,
salvo que en la otra se ve a la misma mujer sentada en un sillón con la niña en
brazos.
Reconozco al instante el diván con arcón
antiguo que mamá ha tenido siempre en su taller de atrezzo. ¿Qué hace en esa foto?
— Son
de Argentina — dice mi hermano.
Se interpone Lu, queriendo
saber quién es la mujer.
—
Eugenia, nuestra bisabuela —. Hay que ver el brillo exaltado en la mirada de
Tristán cuando le habla a ella. Pero me está desafiando a mí. Me desafía a
recordar.
Me sustraigo al piso de Carabanchel donde
todavía vive mamá, o mejor dicho al taller, donde generalmente iban a parar
casi todos los trastos. De pequeños nos gustaba andar fisgoneando entre los
cachivaches cuando ella olvidaba echarle llave. Bajo la ventana estaba ese
descomunal diván tapizado de terciopelo color chocolate, que por ser además un
baúl se abría con bastante esfuerzo, y por tal razón se suponía que era el
lugar más seguro de la casa, pues disimulaba muy bien su función secreta. O eso
creíamos nosotros, lo cual aumentaba nuestra curiosidad infantil. Ella guardaba
allí algunas telas y mucha gomaespuma. También viejos libros con lomo de piel,
archivadores con documentos, cortinajes de casas que nunca habíamos visto… Un
vestido de niña, de muselina, muy antiguo, que ella nunca me dejó tocar y olía
a naftalina. Un teléfono suizo de pared con campanillas, y varios álbumes de
fotos amarillentas. Pasábamos las hojas de papel de araña, lentamente, como si
al revisar esos rostros brumosos, casi desdibujados, nos estuviéramos
exponiendo a un peligro inexplicable. ¿Quién era toda esa gente? Mamá siempre
se las arregló para negarse a hablar de ellos. ¿Nuestros parientes al otro lado
del mar? ¿Por qué tantas veces, al mirar esas fotos, me entraba un malestar tan
raro?
Un día encontré un álbum de cromos antiguos
forrado con papel de periódico, y se lo mostré a Tristán. Mientras lo
examinábamos algo se deslizó entre el forro y la tapa, yendo a parar al suelo.
Si mal no recuerdo, eran las fotos que estamos viendo ahora. Me sorprende que
mi hermano las tenga en la masía. Llevo añares sin saber de ellas.
Luján deduce que la niña debe ser la hija de
Eugenia.
— Sí,
sí, es la abuela Pocha — confirma Tristán.
¡La abuela Pocha! Es casi escalofriante verla
de pequeña en una foto antigua, con las mejillas y los labios coloreados, como
se hacía con los retratos antiguos, un moño del tamaño de una magnolia
adornándole los rizos, justo con el vestido de muselina que mi madre nunca me
dejó tocar. Qué será lo que ha venido a revelarnos Tristán…
—
¿Nunca te preguntaste por qué estaban esas fotos escondidas en el forro del
álbum de cromos, Fabi?
—
Siempre.
— Pues
mira atrás…
Lu arrastra la silla hacia nosotros, para ver
con todo detalle la fecha y dedicatoria escritas con tinta borroneada al dorso
de la foto: Para Eugenia y Pochita, 18 de
mayo de 1910. Esto garantiza que Pocha nos estuvo mintiendo durante años al
decir que su madre había fallecido en el parto. ¿Qué motivos tendría para
mentir así? ¡Diablos!
— Ese
año pasó el cometa, Fabiola — me avisa Tristán.
— ¿Y eso qué tiene que ver?
Luján me arrebata la foto, chupito en mano:
— ¡Mirá vos, che! Faltaban unos
días nomás para el centenario de la revolución de Mayo, que cae el 25, día en
que festejamos… bueno, la caída del virrey. Fiesta nacional. ¿Esto donde es?
— En un pueblo pequeño de Santa
Fe. ¿Conoces?
— No.
— Nosotros tampoco, jamás nos
llevaron a la Argentina. ¿Y cómo conseguiste robarle las fotos a mamá, Tris?
¿Ella te contó algo?
— Todo.
Aquel año la gente esperó con el corazón en
la boca el paso del cometa, y como se dijo que la Tierra atravesaría la cola y
habían informado que contenía gases mortíferos, muchos temieron morir
asfixiados. O quemados, en el caso de que explotara en el aire o se estrellara.
Algunos se suicidaron. Nadie en el pueblo de mi abuela sabía lo que iba a
pasar, y ante la duda les dio por montar una fiesta a la criolla con servicio
de aguardiente para los angustiados, porque además ya empezaba el frío. Si
había que morir, mejor borrachos. A pesar de los cielos despejados en aquel
pueblecito santafesino, muy lejos de Buenos Aires, parece que el intento de
apreciar el espectáculo con telescopios caseros fue un fracaso.
Luján alza una patata frita para hacerse oír:
— En
Buenos Aires invitaron a una Infanta de acá… ¿cómo se llamaba? Bah, no sé. Una
de la nobleza… y se mandaron un derroche a lo grande con fuegos artificiales,
desfiles con milicos y cosas así; me lo contó mi abuelo.
No puedo verme a mí misma,
pero imagino que mi cara debe ser una pintura:
— ¿Dices que en Argentina
celebraron la revolución que os liberó de España invitando a una infanta de
acá?
— Hemos hecho cosas peores.
Empiezo a impacientarme. No sé a dónde conducen esas fotos. Quiero
saberlo.
— Sería una fiesta con mucho jaleo
porque alguien aprovechó para cagarla — interviene mi hermano, desplazando hacia mí una foto en sepia,
bastante deteriorada, de unos chavales arrojando tubos al aire. Me señala a uno
en particular. El niño mira directamente hacia la cámara, y es el único que
sale arrinconado contra un muro, diría que triste o con susto.
— Ahí
les tienes, jugando con sus telescopios de cartón… salvo él, que no jugaba.
—
Conozco a este niño... ¿no hay un retrato suyo en casa?
—
Correcto, es Claudio, el hermano pequeño del marido de Eugenia.
—
¡Claudito!
— Sí,
él lo vio todo. Fue esa misma noche, cuando la peña estaba entretenida con la
fiesta, el cometa y el aguardiente... lo vio desde la ventana.
— ¿Qué cosa?
— Cómo colgaban a Eugenia.
Generalmente sé qué responder, y además no me
asombran las asperezas de Tristán, su necesidad feroz de provocación. Sin
embargo, la imagen de una bisabuela colgada me quita el habla. Y el aliento.
Nos quita el habla y el aliento a las dos. Él se da cuenta, claro. Nuestro
silencio pesa. Mi pobre amiga tampoco sabe qué decir, haciendo como que aplasta
bichos invisibles con la punta del dedo contra la mesa mientras me mira de
reojo, buscando mi complicidad. Sé que no se fía del relato de Tristán, pero yo
sí.
— Madre
me lo contó. No fue fácil, se lo guardó toda la vida, pero bastó con mostrarle
las fotos y preguntarle quién era esa mujer. Por ahí está la otra.
Luján las coge prudentemente y las empuja
hacia mí. En una, Eugenia posa junto a un hombre alto de traje oscuro. Ella,
igualmente esbelta, resplandece en un vestido de encaje de bolillos al talle,
pero su semblante está triste. Abajo, sobre el cartón que le hace de marco,
pone: A don Bernabé Menéndez, con mis
felicitaciones por la publicación de su libro. A ella ni se la menciona. El
firmante es un tal Jaime, amigo, servidor y fotógrafo de afición.
O sea que el bisabuelo era escritor. Aprovecho
para repasar las fotos.
— ¿Estás seguro de lo que
dices?
— Repito lo que me contó mamá.
Estas cosas no se inventan.
— ¡Cómo que la colgaron, Tristán!
— Pregúntaselo a ella, si no
me crees...
— No, quiero volver a oírlo de
tu boca. ¿Dices que a la bisabuela la mataron?
— La colgaron. Sí.
— ¡Quién!
— Pues… su marido, ese tal
Bernabé, el de la foto. El niño lo vio colgando a Eugenia ya muerta, con un
cable, en la cocina...
— ¡Hostia!, no sigas…
Le vuelvo la espalda, pero él continúa dando
detalles:
— Me da que ha de haber sido el 18
de mayo, porque eso pone en su acta de defunción… luego la busco y te la muestro.
O sea que el bisabuelo era un asesino.
Tengo un lío en la cabeza. Suelto
las fotos como si estuvieran ardiendo, pero las recoge Lu, que ha empezado a
temblar. Tristán está liando dos cigarros, uno para él y otro para mí. Me lo
pasa. Que haya conseguido hablar sobre esas fotos con mi madre roza el
prodigio. Él mismo las sacó del viejo diván semanas atrás al pasar por Madrid,
y fue porque siempre tuvo el presentimiento de que contenían la respuesta a sus
preguntas, desempolvando una verdad horrible. Ahora comprendo por qué me
mortificaban esos retratos de familiares desconocidos que estaban en el salón.
De repente Luján hace una pregunta tan simple como imprescindible:
— ¿Y quién se lo contó a tu
abuela?
— Vamos por partes, majas… El
chavalito contó lo que vio pero ningún juez le hizo caso, y además de llevarse
tremenda paliza le metieron interno a una escuela en Buenos Aires. Bernabé era
un tipo muy respetado en el pueblo, conservador y cristiano, claro, escribía
para el periódico, su familia tenía campos y toda esa mierda... Dijeron que el
caso de Eugenia fue suicidio y no se habló más del tema.
— Pero hay cosas que no me
cierran, hermano... Me apunto a la pregunta de Lu. ¡Cómo supo la Pocha que le
habían matado a la madre, a ver!
— No lo supo hasta que Claudio
salió del internado y la contactó antes de largarse a Brasil. Nunca volvió a
hablarse con su hermano mayor, nunca volvió a hablarse con sus padres, al tipo
se le perdió el rastro.
Luján se impacienta:
— ¿Y qué fue de Pocha? ¿Qué hizo?
¿Cómo lo sobrellevó?
Tristán y yo nos miramos. Es que nunca lo sobrellevó. Pocha jamás
mencionaba a su padre. No sabíamos casi nada de su vida con nuestro abuelo, a
quien nunca llegamos a conocer. Sabíamos que se escapó con él a los catorce
años, aunque la doblaba en edad. También sabíamos que tuvo varios abortos
naturales y que pasados los treinta consiguió concebir a mamá. Mamá, su única
hija. El abuelo era un improvisado sin formación que se ganaba la vida llevando
y trayendo correspondencia en el periódico donde escribía Bernabé, pero cuando
se escaparon de Santa Fe rumbo a Buenos Aires se convirtió en conductor de
tranvías. Y por lo visto, Pocha nunca llegó a recibir nada en herencia.
— Ya sabes que el abuelo la dejó
viuda joven, pues murió del corazón.
— ¿Del corazón? ¿No era del
páncreas?
— ¡Y qué más da el órgano,
Fabiola!
Tristán la emprende con una voz en falsete de
vieja urraca, imitando el acento argentino:
— Imagínense lo que dirían por las
pampas, igual que acá, más o menos: “¡Mirá qué loca la Eugenia que “se colgó”
mientras la nena dormía en la otra habitación! ¡Qué horror! ¡Que Dios se apiade
de su alma y al cura no se le meta en la cabeza enterrarla afuera del
cementerio, madre de Dios!” —. Suelta una carcajada estremecedora. Al ver que
no nos hace gracia, se pone serio: — Ahora que sabemos que el bisabuelo era una
bestia, Fabiola, nos queda aceptar que nos guste o no llevamos su ADN. Pasa en
las mejores familias, el que no corre, vuela. Tal vez la naturaleza se haya ido
apiadando de nosotros haciendo que heredemos unas taras benignas.
Mi amiga lo viene escuchando atentamente sin quitarle ojo. Se le sienta
al lado. Larga calada al cigarro:
— La que no corre, vuela, y si no
vuela, la cuelgan — le retruca. Así es ella.
Tristán asiente con la cabeza, abrumado. Y nadie sabe qué decir. Y si
hubiera algo que decir, no sabemos si habría que decirlo. Luján me contempla a
través de la lumbre atajándose disimuladamente algo que le molesta en el ojo
derecho: ¿una lágrima?
Pienso en Pocha. Ahora sus zapatos son mis zapatos. ¡Con razón decía que
a la vida hay que alisarla por la fuerza, y doblegar la naturaleza de todo,
aunque duela! ¿Qué pensaría Bernabé de su única hija con la mujer que mató? ¿Le
habrá importado su desobediencia, si es que lo fue? Estoy aturdida, puedo
inferir cualquier cosa. Lo primero que me viene a la cabeza es que nunca le
importó esa cría. Si no le importaba su mujer, menos su hija. ¿Por cuántas
miserias habrá pasado la Pocha desde los catorce, con un hombre de quien tan
poco llegamos a saber? ¿Habrá masticado culpa durante años, o simplemente se la
tragó para arrojársela a mi madre, y a mí, cada vez que se le presentaba la
oportunidad? Tal parece. ¿Habrá logrado ser feliz con mi abuelo, aunque sea un
poco? Me cuesta creerlo. En ese caso no hubiera sido tan sombría. Su mirada
siempre me dio mala espina, porque presagiaba una larga tradición de mujeres
agazapadas en el túnel de su pupila, y yo temía que ese regusto a lana amarga
que parecía escupir por su boca llegara a replicarse en la mía como una suerte
de maldición. Su lengua de espada sobre mi madre, que la enloqueció. Su lengua
de espada sobre mí, que me cabreó. Y el asesino enterrado con honores,
seguramente, bajo una lápida con un crismón en el panteón familiar. ¿Cómo se
hará para cargar con un secreto así, no en los fondos de un arcón, si no en la
memoria y a lo largo de toda una vida, sin quedar jodida?
Todos me miran.
Tengo que superar esto (respiro hondo), y nunca le diré a mi madre que
lo sé.
Tengo que superarlo (más hondo), y nunca le diré a mi madre que lo sé.
Tengo que superarlo ya (otra vez), y nunca le diré a mi madre que lo sé.
Tengo que hacer el esfuerzo (¡si ocurrió hace como un siglo!), y nunca
le diré a mi madre que lo sé.
Tengo que hacer el esfuerzo de olvidarlo (como un siglo, cuando pasaba
el cometa), y nunca, pero nunca le diré a mi madre que lo sé.
Tengo que olvidarlo y evitar que me influya. Tenemos. Chasqueo los dedos
en un acto de psicomagia improvisada: esto ya no me importa, no tiene nada que
ver con nosotros, no tiene nada que ver conmigo. Chasqueo los dedos por debajo
de la mesa sin que nadie me oiga, para ver si despierto. Pero no. Nada va a
cambiar y mis dedos no harán que el pasado desaparezca. El cielo se empieza a
poner violeta por efecto de la aurora; es como amanece cada mañana de verano,
la rutina de la belleza. Luján arrastra una foto a través de la mesa, aquélla
donde están Eugenia y Bernabé, y sin pedir permiso la va rompiendo con calma,
separando en dos lo que seguramente nunca debió estar unido. Luego enciende el
mechero de la República española que Tristán le robó a mi padre, y le abre
fuego a mi bisabuelo, murmurando: “Cebame un par de mates, Catalino, la abuela
también tenía secretos y nunca los contó”. El retrato se enciende sin mucho
vigor, así que ella sopla, y sopla también un poco de brisa, el suficiente
oxígeno como para que Bernabé comience a deshacerse con la llama azulada que
lame el cartón hasta convertirlo en un raro pétalo de betún amarillento, y
después en cáscaras negras, y finalmente en cenizas que caen al suelo.
Lu observa. Tristán calla. Yo
tiemblo. Hace calor, pero tiemblo. ¿Cuánto tarda en salir el sol después de la
aurora? ¿Diez minutos? ¿Cuánto tiempo tarda en pasar del morado al amarillo? Es
el tiempo que debió durar nuestro silencio.
No hay mucho que decir mientras sube el sol. ¿Qué se dice en estos
casos?
Yo no lo sé, pero mi hermano sí. Se sirve un chupito y eleva un brindis:
— ¡Aspirad el aire! ¡Salud,
abuelas! — Y hace reventar el vaso
contra el suelo de piedra. No me queda muy claro si es por rabia o celebración.
Luego me rodea los hombros: —
¿Estás bien?
— No, por ahora.
— Estás temblando…
— Ya se me quitará.
El pobre piensa que la ha cagado. Y no, no la ha cagado. Él es de los
que se atan al mástil del barco para
enterarse del canto. Está dolorosa y salvajemente lúcido, por eso ahora mamá le
cuenta las cosas a él, y no a mí. Su descubrimiento me facilita el camino,
derribando el laberinto que me separa de ella y de mi abuela. Me reconstruye.
Eso que acaba de hacer Luján debería haberlo hecho yo.
La noche siguiente pillé una manta y emprendí
camino hacia el bosque. Me tumbé sobre la piedra donde mi hermano se pone a
explorar el cielo, esperando que ocurriera alguna cosa extraordinaria.
Andrómeda, quizá. Al este, un puñado de estrellas desbocadas y enormes
destacaban sobre el resto formando una constelación. Era como si el cielo
tuviera una cremallera y se hubiera abierto para mí, como si debajo de
cualquier cielo estrellado, anodino, hubiera un mundo repleto de vida
dialogando con todas las especies del universo. Más que cielo, aquello parecía
una celebración. Algo se estaba celebrando ahí arriba; no sé qué sería, pero
algo estaba pasando. Igual no me importó, porque ya se me había quitado el
temblor, y me sentí parte de ello, y en otro estado, siendo testigo de un
hallazgo estelar. Algo que estuvo ahí desde siempre, con la cremallera cerrada.
Entonces escuché la inconfundible voz de mi abuela, muy tenue, sonando justo
dentro de mi oído izquierdo: “¡Así que no
tuviste hijos por amor!”.
Me desperté sobresaltada. No vi a nadie más
que yo por los alrededores, ni los grillos cantaron esa noche.
LUJÁN 1
Hay
cosas que no tienen explicación. Por ejemplo, que un gallo cante en plena
ciudad cuando está amaneciendo: ¿a quién se le puede ocurrir tener un gallo en
un edificio de ocho pisos? ¿O lo tendrán en el balcón? Nadie sabe decirme de
dónde sacan el gallo, ¡nadie!, y yo siempre quise saber. O que todos los
miércoles a las diez de la mañana le dé por pasar al afilador con su flauta de
pan, igual que pasaba por el barrio cuando yo era piba, y sentía ese calorcito
en el pecho como si la cantinela de la flauta cortara en dos la monotonía de la
mañana, todavía agarrada a la bruma del sueño. Cosas que a mí siempre me
resultaron inexplicables, insólitas, y que da vergüenza preguntar por lo
triviales que son. La casualidad también suele ser insignificante, pero hay
algunas que te ponen los nervios de punta. Como que te encuentres en una fiesta
popular a un atorrante que conociste hace tiempo, justo mientras andás
callejeando por el Rastro con tu mejor amiga, que también lo conoce porque
también la estafó. El tipo va disfrazado con una de esas capas a lo Sherlock
Holmes y galera negra. ¡Es Ramón Sanmiguel! ¡Pero qué cambiado está, madre mía!
¡Parece que todas las chanchadas que se ha venido mandando le pasaron factura!
Más adelante, media docena de Sherlocks van hamacando con cadenas un ataúd en
miniatura donde yace solemnemente una sardina de plástico policromada. Él forma
parte del cortejo junto con otros hombres. Cierra el séquito un grupo de
mujeres vestidas de luto, llorando de mentira o más bien tentadas de la risa,
porque es la fiesta del entierro de la sardina, una costumbre madrileña que
empezó en el siglo XVIII, creo, con un rey que en cuaresma recibió un
cargamento de sardinas podridas y las hizo enterrar para que no largaran olor.
No es que Fabi y yo hayamos ido ex profeso, es sólo que esa mañana habíamos
quedado por Tirso de Molina para celebrar con unas cañas el reciente
descubrimiento de mi embarazo: es del Chubái, el rapaz que conocí en la fiesta
de la Paloma y a quien seguro no volveré a ver en mi vida. Estoy de ocho
semanas. Todavía no se me nota, pero quiero tenerlo: ya rozo los cuarenta, es
mi última oportunidad y estoy hecha una ñoña comprando chirimbolos y batitas.
Quiero un hijo, siempre quise uno. Fabi es reacia a los pibes, pero tuvo el
detalle de regalarme un llamador de ángeles con campanas tubulares para poner
arriba de la cuna, o en la ventana. Un carillón, bah. Al salir de la tienda
coincidimos con la Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina. El sinvergüenza
pelirrojo anda por ahí. Nos costó reconocerlo porque está muy cambiado a lo
bajo y a lo ancho, ¿será él? ¡Sí, sí, es él, es Ramón!, dice Fabi. Cruzamos
miradas malévolas, se nos inflaman las carótidas. ¡Ah, qué bárbaro! Nos
anotamos al cortejo para seguirlo, es una de esas casualidades maravillosas que
una llega a confundir con la predestinación, un encuentro digno de ser
aprovechado, algo que probablemente no vaya a pasar de nuevo, nuestro momento,
tan nuestro que al principio sólo nos dejamos llevar. Pelo colorado con
manchones blancos, más petiso, más viejo, más roto… ¡pero es él! Lo que
empezamos Fátima y yo en su despacho hace años, lo terminará Fabi hoy, es su
turno. Hay que ver la cara de gran señor que pone, actuando su papel de cofrade
enterrador, de sepulturero folclórico, y es justo cuando pasamos por el frente
de unos bancos de los que dan billetes que se nos da por planear un secuestro
espontáneo. Tú por un lado y yo por el otro, dice Fabi, ¿el BBVA o el Caja
Madrid? Yo voto por el BBVA, porque Ramón tiene cara de BBVA. Vamos prácticamente
pegadas a su sombra sin que nos haya visto, bien cerca, bien cerca… hasta que
lo agarramos y empezamos a empujar hacia la vereda; él forcejea para zafarse,
rebolea un manotazo que no llega a darme, y mientras Fabi se mantiene abrochada
a su brazo izquierdo, trata de quitársela de encima como a un parásito gigante.
Al no conseguirlo intenta pegarle otro, ella lo esquiva, y en el desastre —al
que la alegre cofradía asiste confundida, creyendo, calculo, que es parte del
espectáculo— logramos nuestro objetivo: él sin entender, nosotras entendiendo y
decididas a meterlo a toda costa en el banco. ¡Quiénes sois y qué coño queréis!
Claro, no nos reconoce... ¿Cuántos años habrán pasado? En el caso de Fabi por
ahí son muchos, en el mío no tantos. ¿No iréis armadas, eh? Muy, gruñe ella, y
es ahí cuando veo que saca del bolso el llamador de ángeles, plim plim plim, lo
empuña como un arma —si alguien vio un llamador de ángeles sabrá que en caso de
necesidad puede empuñarse como un arma— y se lo planta musicalmente a través de
la capa a la altura del culo. Ramón pega un saltito musical y se curva para
adelante. Los cofrades que acompañan al cortejo desde la vereda piensan que
está de broma y le hacen chapó con sus galeras. Entramos al cubículo del BBVA,
donde por obra del diablo no hay nadie, y nos plantamos los tres frente al
cajero electrónico, retorciéndonos. ¡Quién coño sois, qué queréis! El boludo no
cae, no se entera, sigue en babia, así que Fabi le refresca la memoria: le
debes a Jonás Gálvez, mi primo, unas ciento cincuenta mil pelas desde hace
mogollón y a mí la publicación de un libro que pagué, y como sé que tienes
pasta y no querrás que sigamos haciendo el numerito, ¡pues hala! Ramón mira a
Fabi. Al no identificarla, nos toma por dos chorras. El llamador le sigue
apuntando directamente al culo y lo tenemos acorralado contra el panel del
cajero: ¿de mí te acordás? ¡Me debés dos noches de insomnio en ese sucucho de
cuarta donde no entraban llamadas! Ay, que se nos patina… ¡Ay! Ciento cincuenta
mil pelas, tío, novecientos euros… ¿Irás con tarjeta, no? Él: ¡Que no, que no
llevo nada, chorizas! ¡Sudacas! ¿Le llamas sudaca a mi amiga, tarugo de mierda?
En el pataleo Ramón me clava la punta del mocasín en la pantorrilla, que duele
y me pone furiosa, por lo que empiezo a revisarle todos los bolsillos hasta dar
con la billetera: ¡o sea que sucada, mirá vos, que te cunda entonces! La reviso
y encuentro como seis tarjetas. Le doy a elegir: ¡sacá una! ¿Os estáis
divirtiendo, zorras? Mucho, admite Fabi; tú pon la clave que nosotras esperamos
como buenas zorras, que acá nadie está robando nada, eh, sólo nos estamos
cobrando lo que te corresponde pagar en metálico, tomando en cuenta que nunca
llegarás a pagar lo que le pasó a Bruno… ¡Venga, mamón! Cuando oye el nombre de
Bruno, el viejo se convulsiona y tira la tarjeta al suelo. Fabi le susurra al
oído lo que él sabe que pasó, algo de lo que yo nunca había oído hablar. Me da
que se nos cae, así que lo sujetamos bien, pero al viejo se le resbalan las
patitas y se nos viene encima como un tronco, entonces empujamos en sentido
contrario, y vuelta a resbalarse sobre nosotras echando burbjitas por la boca.
¡Che, pará, a ver si se muere! Ramón está empeñado en hacer la comedia, y
nosotras vuelta a empujar, hasta que conseguimos dejarlo bien derechito contra
el cajero. Parece que Fabi tuvo un amigo, Bruno, uno a quien suele nombrar y
que la palmó en un accidente. Ramón hace que no y no con la cabeza y se da
vuelta para mirarla con pupila de estilete, como decía el Canica, y rabia por
no reconocerla, aunque sepa que la conoce, hace un esfuerzo, luego más y al
final grita: ¡ah, la gorda del vestido verde! ¡La de los espejos! La gorda del
vestido verde, la que invitó a cenar con el negrito hace añares… ¡Qué memoria,
madre mía! ¿Tú ves que ahora yo esté gorda, Ramón? Él lo niega a regañadientes
largando esos globos de saliva amarillos que revientan al contacto con el aire.
Fabi dejó de ser gorda hace mucho tiempo, ya no le dan miedo los espejos, y
menos él. ¡Si eso fue en otra vida, mujer, qué quieres ahora! ¿Qué voy a querer
sino el dinero del libro que jamás me publicaste? Las ciento cincuenta mil
pesetas que me dio Jonás Gálvez, mi primo. Ramón está estupefacto: ¿Jonás
Gálvez? ¿Y quién es Jonás Gálvez? No voy a explicarte eso, tarugo, tú mete la
tarjeta o te olvidas de tu culo sucio, y que sepas que no vamos a conformarnos
con novecientos euros si no con tres mil, pues ya pasaron como veinte años y
viendo que los viejos empelucados de Ginebra nos vienen jodiendo a base de bien
desde que cayó la peseta, ya sabes… tres mil euros, hijo, que es lo que cuesta
hoy la publicación de un librito de mierda cualquiera. Nos sorprende in
fraganti una vieja toda apuntillada, apeinetada y enguantada, muy folclórica,
que empuja la puerta para entrar: ¿Ramón, estás bien? Sí, sí, mujer… estoy
bien, lárgate que estoy terminando una operación... La vieja nos mira con
suspicacia pero como aparece otra y la agarra del brazo, suelta la puerta y se
va, afuera continúan reboleando las cadenitas y el cajoncito en miniatura, se
oye la charanga, etc. Fabi sigue firme, a lo perro: ¿a cuántos escritores
estafaste antes de largarte con el dinero? ¿Y el chanchullo de las líneas 806?
¡Pon la tarjeta y saca tres mil, venga! Para Ramón esa suma es un escándalo:
no, no, tres mil nunca, novecientos y ya, que ese libro era una mierda... Pero
ella es porfiada, así que se embroncan en una lucha a codazo limpio y punta de
mocasín para quebrar la tacañería de un Ramón entre miedoso y dispuesto, con
tal de que no le hundan más el carillón, que eso duele. ¿Os seguís divirtiendo?
Y Fabi: ¡como locas! Al final es ella quien marca los tres mil, Ramón intenta
cancelar, ella pierde la punta de una uña y de aquí a la eternidad el cajero
del BBVA entrega los tres mil euros, la gota gorda. Fabi me los da a mí. Dice
que también me guarde la cartera, que es cara, un flanco de caimán más
peligroso que él, que la guita va y viene, los amigos no. Quiere que Ramón se
empache de vergüenza por Bruno, que sienta en sus entrañas la impresión musical
del llamador de ángeles, ya que tanto le gustaban los instrumentos musicales
que iba a comprar a la tienda de Bruno, a quien espantó antes de que muriera
aplastado por una camioneta mientras se escapaba de él: ah, el negrito… ¡ese
chaval no tenía cabeza, salió corriendo a la desbandada, no fue culpa mía,
nunca hacía caso! Fabi le grita que no era de tarde si no de noche y en la
puerta del Nexus, que los vio una amiga, y cuando Bruno quedó tirado en la
calle el muy cagón cogió el coche y se largó. Ramón tiembla, dice que estaba
borracho, que no se acuerda, que no sabe qué es el Nexus… ¿el Nexus?, que no
tiene la culpa de que el chaval haya salido corriendo, que no fue su coche el
que lo golpeó, que deje de retorcerle los huesos… ¡si ese negrito no sabía ni
chuparla! Fabi se queda helada. “Ese negrito”, oye, y por la cara que pone me
parece que las palabras de Ramón la enfurecen. Todo un tema bien jodido. Es ahí
cuando lo empuja contra el cajero y yo le grito que pare: ¡pará!, pero ella no
me hace caso y el viejo pierde el equilibrio, y se tambalea y cae contra un
rincón, y queda atrapado entre el cajero y el cesto de basura enredado en su
capa de Sherlock. Así que hay que salir rajando. Alcanzamos la esquina,
doblamos, nos perdemos… Ella se habrá roto una uña y va llorisqueando, pero yo
sé que no llora por la uña. Yo sé que no llora por el libro, sé que llora por
Bruno, y también por Jonás. Olvidemos a ese cabrón, me susurra como si no
hubiera pasado nada, tú coge el dinero que yo no lo quiero... quédatelo, úsalo para
el niño o la tienda... ¡te lo debe, si le debe pasta a medio Madrid, estoy
segura! Lo que te apetezca a mí me vale, se llevará a la tumba el momento del
golpe después de que atropellaran a Bruno por su culpa; y a ti voy a comprarte
un carillón nuevo, te lo prometo, ése ya cumplió su función
desconsoladora.
Nos arrastramos por la calle sin rumbo fijo.
La verdad, me importa un pito el llamador de ángeles.
FABIOLA
Diana y yo terminamos, pero la
amistad no se rompió a pesar de las broncas. Un día le dio por salir a la calle
con un altavoz. Se ponía en la plaza de Santa Ana a denunciar sus carencias — o
más bien las de sus protegidos — en plan mariscala de las causas perdidas.
Luego se mudó a la Cibeles y finalmente a Puerta del Sol, ella sola, una okupa
callejera sin respaldo. No es que tuviera mucho público. Al principio la gente
se iba acercando con timidez y se quedaban allí a escuchar su arenga, hasta que
alguien cobraba coraje y le pedía el altavoz para continuar con sus propias
peripecias.
Casi al
mismo tiempo las redes sociales capturaron la insatisfacción ciudadana que
presintió el derrumbamiento de un sistema representativo caduco, y empezaron a
generarse plataformas de difusión que promovían la asamblea espontánea. El
alzamiento se olía en el aire, aún muy esporádicamente, pero constante y
organizado. Se deben haber inspirado en la estrategia de las hormigas, que te
derrumban una casa cuando ya se han comido los cimientos. En este caso, con la
ayuda del activismo digital y de papel. “¡Indignaos!”, rezaba el panfleto de
tapas rojas escrito por Stephane Hessel, un nonagenario de la resistencia
francesa. Diana lo vio venir, y fue una de las primeras en gritar por el
megáfono: “¡Esto no sirve, queremos una democracia y no una farsa!”. En
cuestión de meses pasó del megáfono solitario a manifestarse el 15 de mayo de
2011 en la calle de Alcalá con miles de personas, una semana antes de las
elecciones autonómicas. Yo la seguí, a pesar de que no lo había visto venir.
Pero Luján sí. Embarazada. Embarazadísima. Creo que ella lo vio venir incluso
antes que nosotras. “Qué indignados tan alegres”, decía con sorna.
Al día siguiente ya eran más de un centenar en Puerta del
Sol. La junta electoral mandó desalojarlos, entonces la cantidad se duplicó, y
volvió a duplicarse al día siguiente. Ya el jueves la presunta precariedad de
ese “poblado chabolista” —como lo llamó el gobierno— era aparente. Fue la
acampada más grande que nos tocó ver jamás, como un zoco construido a base de
palets y lonas azules, gigantescas, para que la gente pudiera pernoctar y
guarecerse de la lluvia, porque también llovió. Dentro se percibía el
organigrama, la intención, el método. Estamos preparados para
todo tipo de sabotajes, se leía en un cartel.
Aunque hubiera surgido de un día para otro, costaba creer que se tratara de un
movimiento espontáneo. Pensar que empezó a escribirse el 15 de mayo de 2011, y
de manera fortuita, es ingenuo. Ya venía circulando por la red desde hacía
meses, sino años. Se gestó también en los blogs y a través de la libre difusión
de power-points, manifiestos, foros y
comunicados que circulaban por internet, fue creciendo a su sombra, amparado en
la gratuidad de una vigorosa trama que en poco tiempo se hizo fuerte frente a
los medios oficiales, e incluso los sobrepasó. Tuvimos la sensación de estar
asistiendo a la creación de una patria aplazada y escrita, además, en discurso
directo libre sobre un palimpsesto.
Sin embargo, el 22 de mayo la derecha ganó las autonómicas en Madrid y
en gran parte de España. Estábamos todos con los tapones de punta, pero a ellos
ni les sorprendió ni les desalentó: no había partido político que los pudiera
representar, por lo tanto, ganara quien ganara daba igual. Decidieron vivir al
costado del sistema solar. Y del sistema en general, costase lo que costase.
Nunca el nombre de la plaza había tenido más sentido que hasta ese momento: Cuidado,
señores, que aquí viene el sol.
El 25 de mayo quedé a las tres y media de la tarde con el hijo de Jonás,
quería verlo y darle una cosa. No fue casual: el chico estaba en una de las
comisiones. La que me introdujo en la acampada fue Diana, que llevaba un tiempo
okupando un edificio. Y Luján, claro, entre atolondrada e incrédula, ella no
podía faltar a semejante acontecimiento: conocer al retoño de Jonás Gálvez.
Diana nos empujó por los pasillos como si
llevara diez años ahí, aunque el asunto no tuviera más que diez días. ¡Si hasta
había biblioteca! Y yo donde haya biblioteca, sea en una jaima improvisada en
Puerta del Sol o en una cueva en los Himalayas, fijo que me paro a husmear. En
principio no hubo nada que me atrajera particularmente, excepto una vieja
edición, ya descatalogada, de Bruguera: Nova
Express, de William Burroughs. Me hubiera gustado quedármelo, pero no
aceptaban dinero. Lo revisé. Caramba, una edición del 78, eso ya no existe...
Pensé en robarlo, pero me sentí vieja para eso. Entonces pensé en sobornar a la
bibliotecaria para que me permitiera tomarlo prestado y devolverlo después. La
chica elevó una vocecilla de masa corporal mínima, aunque firme: “Lo siento,
los libros se consultan aquí”. Fin de
los argumentos. Luján se dio la vuelta: “¿Qué hacés?” Nada, dándole un repaso a
un libro. Terminamos las tres tumbadas en un sillón cubierto con jarapas para
tomar un respiro, el calor era insoportable. Lo abrí al azar, en la página 63:
Asaltad el Estudio de la Realidad. Y
reconquistad el universo.
Se lo
mostré a Diana.
— En eso estamos —
dijo.
A unos metros, dos chicas arriesgaban una partida de ajedrez
en un silencio absorto, bajo una niebla de carteles de colores y carillones de
papel. Un hombre disfrazado de abeja y en bombachos pasó entre nosotros
refrescando con un pulverizador.
Me fui a la primera página del Nova Express:
Escuchad mis últimas palabras en todas
partes. Escuchad mis últimas palabras en todos los mundos. Escuchad todos
vosotros consejos de administración sindicatos y gobiernos de la tierra. Y
vosotras potencias protegidas por sucios acuerdos consumados en alguna letrina
para robar lo que no es vuestro. Para vender el suelo bajo pies no natos para
siempre.
¡El cabrón de
Burroughs, siempre dando en el blanco!
Me levanté, ansiosa:
— Ya es la hora, vamos por Mateo que nos espera
en información. ¿Estás bien, Lu? —.
La pobre hizo un gesto como para
decir “sí”, tras lo cual la extrajimos del sillón entre las dos.
Diana:
— No se te ocurra romper bolsa aquí, chica,
solo eso te pido.
Luján
soltó una risita extraña, casi sarcástica.
— No es tiempo — dijo, a secas. Pensé que estaba nerviosa
porque iba a conocer a Mateo.
Yo llevaba tiempo sin verlo. La última vez
fue en marzo de 2010, en la presentación de mi biografía sobre su padre, porque
al final hubo una. Después de la recepción, me pidió que le firmara dos
ejemplares, uno para él y otro para Majo, su compañera peruana. Hacen una
pareja formidable, tan guapos los dos, a pesar de que ella le saca unos diez
años. El chico es un poco tímido, no sé a quién habrá salido. Exhibe un perfil
bajo y lleva una vida sencilla. Desahogada, pero sencilla, sin grandes
pretensiones, con un piso en el barrio de las Letras y la Scorpa negro azabache
que heredó de su padre. Reyes hizo un buen trabajo sabiendo protegerlo de la
prensa, y él se mueve como pez en el agua en su saludable anonimato. La pureza
de su mirada habla de una vida lejos de las presiones que podría suponerle ser
el hijo de Jonás Gálvez, con alguna salvedad. A ojos del chico, mucho trabajo y
muy poco glamour, que para eso
estaban las señales que le fue dejando la Pájara durante toda su infancia,
siempre que daba una nota en calidad de viuda mártir, mientras él se quedaba
esperando solo en la zona para juegos.
Estábamos allí porque me había llamado a fin
de comentarme sus impresiones sobre la biografía, que se leyó en cuarenta y
ocho horas. No sabíamos —o al menos yo no sabía— que iba a estallar el 15 M; él
no sé. Me dijo por teléfono que tras la segunda página ya no pudo detenerse, y
empezó con los halagos formales propios de un chaval bien educado. Cuando
consiguió aflojarse disparó el revólver caliente de su conmoción (“Qué putada
ser hijo de Alguien”, llegó a decir, dejando bien claro en la expresión que la
última palabra iba con mayúscula). Fue un momento incómodo, pero al final
confesó el alivio que le producía saber que el último libro sobre su padre lo
hubiera escrito yo. Supuso desde el principio que yo no iba a lapidarlo ni a
reivindicarlo, y pensaba que al menos había logrado aproximarme “a la verdad”.
Luján le pidió un poco de agua a una mujer de pelo afro que
cocía alguna que otra hierba en un mortero, junto a una mesa donde recogían
firmas. Mateo me hizo señas levantando el brazo. Por su aspecto se diría que
llevaba semanas en la estacada. Me costó reconocerlo, porque se había envuelto
la cabeza en un turbante hecho con un pareo, había bajado de peso y tenía la
piel mucho más morena. Pero seguía siendo el vivo retrato de Jonás, con los
dientes torcidos de su madre y los ojos gris-malva de su padre, un rostro
anguloso, de líneas firmes, de boca ancha, sensual, con un persistente rictus
de insolencia que nunca llegaba a desatarse. Nos abrazamos.
— Qué tal vas, primito…
— Hecho polvo, pero bien...
Llevamos muchos días, ya.
— ¿Estuviste desde el
principio? No te vi el 15…
— ¡Éramos demasiados!
Estuvimos, por supuesto, y seguimos estando desde la noche en que aparecieron
los antidisturbios y nos arrastraron… sí, desde la primera noche.
Se refería a la madrugada del 16 de mayo,
cuando la gente que decidió ocupar pacíficamente Puerta del Sol fue arrastrada
por la policía. No funcionó, porque recibieron apoyo ciudadano y al día
siguiente se montó la acampada. Días después, cuando quedamos, me comunicó por
teléfono que estaba entre ellos y hablamos un poco. Según él, tal vez se les
hubiera tomado más en serio de haber salido a la calle con palos y piedras, a
amenazar o a matar. Lo de ellos, más que indignación, era una fuerza a todo
color saliendo a chorros por los poros de un cuerpo social que estalla. Algo
que llegó a admitirse a medias, y con aparente desidia, desde un sillón de
despacho, que les exigía ir tomando posiciones políticas concretas. “¡Sois el futuro!”, se les decía,
“¡Subid al Parlamento!”, se les tentaba; “¡Bautizaos!”. Para ellos todo eso ya era agua pasada. El movimiento carecía de
conductores, se resistía a los liderazgos, y sobre todo a los partidismos. Que
observara, si no, cómo se les tachaba de nihilistas y cómo los supuestos
adalides del ideario revolucionario de antaño les miraban con una mezcla de rabia,
escepticismo y desprecio. En algunos sectores la desaprobación estaba a la
vista, pero no se admitía. Se sentían agobiados por la intachable dialéctica
proletaria, ésa que justificó los grandes idearios de otro tiempo y que a la
larga acabó colocándolos en la cúspide del sistema. Un sistema vendido al
administrador de turno a cambio de un puestecito funcionarial, que a la larga
terminó pagando su segunda vivienda en las afueras.
— No nos fiamos de nadie, ni
de los políticos, ni del bipartidismo… ¡ni qué hablar de la prensa! La lucha es
contra la dictadura del mercado. ¿Firmas?
Papel por delante, Luján le plantó la suya.
Mateo sonrió.
— ¿Y tú?
— Claro, dame…
— ¡Eh, Diana! —. Por lo visto
ya se conocían.
— Es que estamos en la misma comisión — aclaró ella.
Me dio
cierta estúpida envidia.
— ¿Y tú? — a Luján.
No,
ella no, ella no estaba en ninguna. Ella no podía quitarle los ojos de encima,
nomás. Creí justo presentarlos:
— Es Luján, la que me motivó a que escribiera sobre tu
padre.
Quizá
no debí haberlo dicho, porque Lu retrocedió instintivamente. Por lo visto
pretendía mantener bajo el perfil delante del muchacho y yo lo arruiné. Igual
supo arreglárselas:
— La voz de tu papá casi me hace caer adentro de una
piscina cuando lo escuché por primera vez, apenas llegada a España.
Como
Mateo no entendiera, ella se enredó un poco explicándole la anécdota que la
convirtió en fan. Noté que al momento siguiente se sintió ridícula. Él sólo
atinó a decir: “Pues un placer”. ¿Y qué iba a decirle, la pobre criatura? Luján
venía con nosotras sólo para conocer al hijo de Jonás Gálvez, y en un contexto
insólito, con Diana temblando porque rompiera bolsa en medio de la acampada,
aunque aún le faltaran cincuenta días.
— Venid a comer.
En la carpa nos recibió Majo. Con el cuidado
de un feriante, la mujer extendió el mantel en el suelo y colocó los alimentos.
Tortilla, queso, jamón, nueces, un frasco de aceitunas negras, pan, ensaimada,
anchoas, un trozo de melón… té helado. Una mesa apetecible. Yo saqué un pack
con cuatro botes de cerveza para compartir, algo que Mateo rechazó
discretamente, haciéndome un guiño con el que me dio a entender que antes bebía
como un cosaco:
— Paso, lo dejé hace años.
— Han declarado la acampada
zona libre de botellón, pero igual dame una — afiló Diana.
— Otra — dijo Luján. Se colgó del brazo de un
un rechoncho clown que pasaba por ahí
refrescando a la gente con un pulverizador, camiseta amarilla y gaita al
hombro, un colega del hombre-abeja. ¡Agua, agua!, que la rociara con agua… Él
se detuvo riendo y le mojó la cara, el pelo, la camiseta. Abrí tres botes de
cerveza, y el líquido brotó a chorros.
— ¿Estuvisteis en alguna
asamblea?
— No, niño, yo no.
Mateo se inclinó hacia Lu con curiosidad:
— ¿Y tú?
No,
tampoco.
— Porque en Argentina ya habéis pasado por esto — comentó
él candorosamente.
Luján
se enderezó por instinto y lo enfocó de lleno con el fogonazo de una mirada
triste. Yo ya lo sabía. Ese zoco en el que se aglomeraban jóvenes
universitarios con amas de casa, abuelos, tenderos, parados, pensionistas,
migrantes y un sinfín de colectivos, a ella le tenía sin cuidado. Desde que la
vi haciendo rebotar racimos de globos de colores en la calle de Alcalá el 15 de
mayo, me dio la impresión de que estuviera asistiendo a un concierto de rock, o
más bien esperando que entrara de una buena vez la banda, abstraída, como
mirando las musarañas. Cada vez que alguien mencionaba el ejemplo de la debacle
argentina del 2001, ella lo escuchaba torciendo la boca con un gesto que
hablaba más alto que las palabras. Para mí que tenía escrito algo sobre el
asunto, pero que no le interesaba darlo a conocer. Por alguna razón nunca me
hice un espacio para preguntárselo.
— ¿Argentina? No, en Argentina no fue así.
El
muchacho no entendió, así que ella fue muy directa:
— En Buenos Aires si te agarraban en una
protesta te molían a palos como a un muñeco. Yo lo vi. No, en Argentina no
fue así.
Mateo
intentó meter su bocadillo:
— Ya, ya… tengo entendido que allí hubo violencia, sí.
Igual, el contexto…
Luján,
que había venido a conocer al hijo de Jonás Gálvez, terminó soltándole la
epopeya penosa y sin gloria de la Argentina quebrada, toda de golpe:
— En mi país la moneda nacional se esfumó y fue reemplazada por unos bonos
que en algunos lugares te los aceptaban y en otros no. Había fábricas vacías,
supermercados quebrados, plantas desmanteladas, gente tirada en los hospitales…
faltaban medicamentos, borraron décadas de industria nacional, hubo saqueos…
— Lo de
Argentina fue trágico — intervino Diana.
— A un pibe le saltaron por encima y le bajaron
las encías de un manotazo. Había gente por todos lados… balas, piedras, una vez
llegué a ver el mar a través el humo. No, la verdad que allá no fue como acá.
Mateo
se había apoyado en un codo y miraba a Luján con atención.
— Esto te parecerá Eurodisney, entonces… — dijo
sombríamente.
Majo le ofreció a
Lu un bocadillo de anchoas. Se le puso al lado en complicidad y le preguntó de
cuánto estaba. Siete meses y medio.
— Vosotros habéis derrocado un presidente…
— Sí.
— Después de que decretara el estado de sitio para poder justificar la
represión con balas de plomo — me entremetí —. Porque allí hubo muertos.
— En Mar del Plata, la ciudad de donde soy, a los jefes sindicales les
llovieron palos, todos terminaron en el hospital. A mi hermano…
— Una puta cacería — machacó Diana, mirando a la nada.
— Sí, y después todos los que pretendían gobernar, arrugaban. Nadie sabía
cómo hacerse cargo del marrón.
— Supe que mataron a unos chavales en una carga policial — balbuceó Mateo.
— Se los cargaron antes de que lograran cortar un puente
en Buenos Aires. Mi hermano conoció a uno de ellos. A él también le dieron,
pero fue de otra manera.
Mateo
pensaba con la cabeza gacha, apretando la barbilla contra el pecho.
— Yo sé que no puede compararse — dijo con tiento —. Lo sé. Pero en
Argentina la gente no se entregó. Montaron asambleas, circulaba el trueque… es
un buen referente, aunque no queremos
repetir ciertos traspiés como el caudillismo en algunos sectores.
— Aquí hay horizontalidad en la toma de decisiones — dijo Diana.
— Allá también, al principio, el caudillismo aparece después, cuando hay
alguien que le encuentra el gustito al poder. Pero no creas que las asambleas
duraron mucho, eh… además de la que la mayoría eran en Buenos Aires. Canica…
Canica era mi hermano, él estuvo en una grande que se hizo en un parque enorme
que hay allá después de la represión brutal que nos tocó a los dos, donde le
dieron un culatazo en el pecho que para mí a la larga lo mató.
Mateo
hundió aún más el mentón contra el pecho sin saber qué decir. Ese gesto
ensimismado se parecía más al de su abuelo en el funeral de Jonás que al de su
propio padre.
— Ustedes pueden estar tranquilos, eso nunca va a pasar acá — continuó
Luján —. En España no hay la brecha de desintegración social e institucional de
Argentina, dentro de todo están más relajados, el sentimiento de urgencia es
menor. Allá la sensación fue de urgencia absoluta, sentir que los escombros se
nos venían encima. Yo impugné el voto, me acuerdo, el de las legislativas.
— Yo directamente no fui — dijo Mateo.
Los
demás tampoco habíamos ido.
— Pero en Argentina es obligatorio, eh…
— Ya. ¿Impugnaste a cero?
— No. Puse un recorte de Mendieta, el perro de Inodoro
Pereyra, diciendo: “¡Qué lo parió!”, y metí el sobre en la urna.
Además
de Luján sólo yo sabía quiénes eran Inodoro y Mendieta, pero de igual manera
todos estuvimos descojonándonos un rato.
— La mitad del país impugnó, y nunca había pasado. Ya se
nos venía subiendo el calentón.
— ¿Y cómo te ha ido aquí?
La
pregunta del hijo de Jonás no tomó por sorpresa a mi amiga. Habiendo superado
los sabotajes y auto sabotajes del pasado, sólo se agarró la tripa a dos manos
y su respuesta fue breve, pero firme.
— Creciendo por todas partes. Una amiga y yo montamos una
herboristería por Ciudad Lineal y esperemos que la crisis no nos tumbe.
Majo
habló con cautela:
— Bueno… al menos…
— ¿Al menos qué?
— Que si no funciona tienes donde volver. Dicen que ahora
la Argentina está en alza.
Luján fue tajante:
— No, ya no hay por quién volver, yo me quedo acá pase lo
que pase.
Mateo se mantuvo un rato pensativo mientras
comíamos, y al rato dijo:
— Vale, yo sé que a la gente
de Latinoamérica y a los africanos esto le parecerá una minuncia... Aquí mismo
se nos ve como una pandilla de perroflautas jugando a las trincheras entre dos
frentes de guerra. Piensan que esto es romanticismo… Hiroshima con Dylan, un love and peace and freedom a la española
con el no future punk, la cocina
ayurvédica y el mayo francés, todo en el mismo número. Pero no es tal, porque
nos apoya gente de varias generaciones... porque el país entero salió a la
calle y hay que estar muy ciego para no verlo. El capitalismo nos quiere a
todos en el calabozo, arrodillados o muriendo despacio. Entonces hay q ir a por
los sobrevivientes.
Él sabía que desde el oficialismo bicéfalo el
sonido de la flauta había empezado a chirriar: “vale vale, que ha estado bien
el pataleo, muchachos, pero ya va siendo hora de concretar”. Los críticos del
movimiento alimentaban el sueño de ganar la pulseada por nock-out técnico. Ni siquiera se contemplaban los escasos diez días
que tenía, y el fenómeno que significó dentro y fuera de España. La manera en
que había cambiado el mundo desde que empezó. La spanish revolution se escudriñaba desde ventanas acristaladas con
una mezcla de sarcasmo, desprecio y esa cierta condescendencia que se tiene con
los chavales en la edad del pavo.
— Como
sea, en una semana habéis conseguido poner de pie a tres cuartas partes del
planeta.
Paradójicamente, él sonrió con pereza.
— Es que
hay que empezar a cavar, prima —. Estuvo callado un buen rato con el rigor que
exige toda comida al aire libre, treinta grados a la sombra. Luego me clavó una
mirada exploratoria: — ¿Qué te parece todo esto?
Recordé las palabras que su padre escribió en
un papel hacía tantos años. Aún guardo esa carta en un cofre de madera forrado
con papel de estaño repujado, junto con un origami en forma de saltamontes
hecho con el peine de Bruno, y la casete que llevaba en mi bolso. Hay dos
líneas que me vienen persiguiendo desde entonces, y que intento refutar cada
vez que por alguna razón vital se me ponen por delante. Dicen, salvando los
tiempos y las personas, que nosotros nunca llegaríamos a inventar nada nuevo en
un mundo que nos pensó el futuro antes de que pudiéramos imaginarlo. Me hubiera
gustado tener esa carta allí para leérsela. De seguro él me la habría refutado.
Mientras Jonás se veía montado sobre el techo de un tren que conducía al
paraíso de los idiotas, con el viento en la cara y solo —algo que llegaba a
sonar como el truco ya muy visto de una mala película de villanos—, Mateo se
ponía al mando de la locomotora. En el punto de partida. En el centro mismo del
sol. Naturalmente, él esperaba que yo me mojara al ciento por ciento. Sin
embargo, todo lo que obtuvo fue una respuesta profiláctica:
— Pues, cojonudo. Me gusta la
cultura asamblearia, a la larga o a la corta esto será un éxito.
Se lo tomó a guasa:
— ¿Éxito? ¡Qué es eso! ¡Éxito! ¡A que no te lo
crees!
— Bueno…
— ¡Éxito!
— A ver, niño, tú me preguntas
y yo quiero creer eso.
— Ya, pero decir que quieres creer en algo, no significa que
te lo creas...
Chiquillo insufrible. Suerte que no tuve
hijos. Hubiera sido una madre desastrosa. Hubiera sido una madre como mi madre,
siempre con un as en la manga. O dos. Intenté corregir, recomponer la pieza y
justificarme. Dejar al descubierto las limitaciones de mi generación siendo
agorera. Y perspicaz. Simplificando mucho, yo pensaba que pasado el entusiasmo
inicial, quienes no estuvieran realmente comprometidos con el movimiento más
allá del clima festivo que había generado, se esfumarían tan rápido como
llegaron. Se quedarían quienes sobrevivieran a las tentaciones de los egos
personales y a las argucias de los egos ajenos (lo cual era impensable). Los
asamblearios y los obstinados. Se quedarían quienes no tuvieran nada más que
perder, y quienes confiaran tanto en lo tangible como en lo inmanifiesto. Y
algún malvado, también se quedaría. El proceso de saneamiento iba a ser largo.
La España del movimiento no atacaba porque no estaba a la defensiva, pero atacaba. Mucho antes de optar por la
vía de la revolución pacífica, hubo que pasar por algunas guerras perdidas y
muchos abuelos muertos. La experiencia había dado cierta sabiduría. Por lo
tanto, su generación no golpeaba con furia, pero golpeaba. De lo contrario se
hubiera golpeado a sí misma, y cualquiera que lo lleve en los genes sabrá que
usar la fuerza no es la mejor manera de golpear.
— ¿Te quedas, Fabiola?
Diana llevaba tiempo intentando meter baza en
la conversación y esperó mi respuesta alzando una ceja. No me había percatado
aún de que estuviera sentada frente a una mesa examinadora.
— Por supuesto, mientras me
hierva la sangre… a lo que no voy a apuntarme es a las luchas intestinas. Que ya
se ven en las asambleas. Sucederán mientras haya humanos... si hasta los
pájaros se pelean por una migaja de pan, ¿no se van a pelear los humanos por
una migaja… de lo que sea? Creo en una democracia directa, sí… creo, y creo que
sacudirá estos cimientos y que a la larga levantará los suelos.
— Sí, la vía va por debajo,
esto requiere paciencia — convino Mateo relajadamente.
— Para algunos este movimiento
no se comprende sin palos y piedras —ponderé —. Y para otros es una provocación
justamente porque no los usa.
Él asintió.
— Sólo plantamos la semilla,
de aquí saldrá la tercera fuerza —. Y
cambió de actitud al instante, sonriendo como un niñito: — ¿Nos damos una
vuelta? Os muestro la acampada.
Caminamos por la vereda de la concordia, ésa
que tanto repateaba a los políticos y hacía que transeúntes de cualquier edad y
condición se miraran a los ojos sonriendo, con una alegría cercana a lo pueril.
No recuerdo haber visto gente tan relajada desde que tenía ocho años, antes de
que empezáramos a vivir en celdillas, como las abejas. En compartimientos
estancos, como bestias cebadas a base de pienso de lujo, a salvo de cualquier
emoción demasiado extrema. O simplemente, a salvo de cualquier emoción. A
cubierto de la gravedad colectiva, las miradas espías, los silencios
asfixiantes, las respuestas frugales… En cada mirada se adivinaba con alivio el
derrumbamiento de la muralla defensiva, el asombro alegre ante la espontánea
aceptación del forastero. Es lo que pasa cuando se desatascan las emociones y
se rompe la tensión. Madrid se había vuelto un parlamento urbano. El Parlamento
real amenazaba con irse al garete a causa de los niños. Niños preciosos con los
dedos de los pies bien agarrados a la tierra. Gente de gran elasticidad. De
ojos grandes, luminosos. Con turbantes, en babuchas. Salían a la calle armados
hasta los dientes con principios y argumentos a prueba de cachiporras y balas
de goma. Habían dinamitado toda posibilidad de esperanza sobre cualquier forma
de gobierno que no apostara por la inteligencia colectiva. Ocupaban edificios
para los afectados por las hipotecas. Gestionaban la creación de cooperativas.
Montaban guardia delante de los ministerios. Organizaban marchas entre países y
capitales. Con firmeza, interpelaban a los funcionarios, seguros de que al
hacerlo alojaban la primera semilla. Convencidos hasta el tuétano de que la
supuesta dialéctica que se cocinaba en los despachos no era más que una farsa.
Se te plantaban como una roca ofreciendo una flor. A la poli: “¿Tú te ensañas
conmigo? Yo no me moveré. ¿Tú me mueles a palos? Yo te doy la flor”. La
ecuación era sencilla: dos ideas opuestas pueden formar una tercera. Venga una
flor. Lo cual movía a risa, pero era una risa con los dientes largos, porque la
flor en la mano resultaba sediciosa: ofrecía la resistencia de la otra mejilla,
pudiendo, a la larga, más que un tanque. No hará falta ser muy sabio para
deducir que si continuamos aquí no será por Hiroshima, sino por alguna otra
cosa. Esos niños nos llevaban ventaja. La narcosis feliz de los 80 no les
convencía. No la necesitaban. Rechazaban de cuajo el embotamiento de los
químicos, asomándose al pasado inmediato casi con lástima. Había un punto de
benevolencia en esa mirada juvenil. Era una benevolencia desdeñosa. El
descuartizamiento implacable de un sistema que ellos ya habían reconocido como
ardid. Desdeñosamente, además, y con más tolerancia que desdén. Con la
tolerancia motivada por el desdén de quien ha despertado de un sueño que ha
visto en otros.
¿De dónde habrían salido esos niños?
¿Dónde estábamos nosotros mientras crecían?
Saboreando, supongo, la carne venerable de la
contracultura. Nuestra generación sólo llegó a vislumbrar sus estertores
finales, vimos el escenario desmontado, nunca llegamos a ver la actuación.
Heredamos los retales, las sobras. A la edad de ellos yo llevaba el nombre de
Lipovetsky tatuado en mi nuca y una pipa no muy limpia escondida en lo más
profundo de mi abrigo, aunque —ciertamente— era incapaz de comprender a
Lipovetsky, y la pipa no fuera sino otro recuerdo de mi padre. Buscaba una
madriguera a mi medida, un tercer mundo singular sólo para mí. No quería un
cuarto de hotel tipo tipo búnker, ni un coche de alquiler, ni una mesa
impecable en un aséptico restaurante de ciudad, así que me dormía en el hueco de
un parque y soñaba con Marruecos, con la gran ciudad de Féz, con sus lúbricos
resplandores a la hora del crepúsculo. Pero despertaba sobresaltada por mis
obsesiones, en mi madriguera. Con el alma acorazada, en latitud este al gran
territorio donde los niños saben que la vida no era un paraíso de frontera. Se
esperaba que fuéramos todos oficinistas, bancarios, economistas. Como no te
gustara la cosa tocaba la vereda de sombra del outsider. Pero no la del
outsider contracultural orgulloso de su secundariez, sino la del mediocre
avergonzado, de refilón, llevando su disidencia de la boca para afuera. Los 80
y 90 y esa sensación de recta final. Luego ese hastío, esa inercia. Gente
robotizada comiendo basura. Con el big-mac
te llevabas el juguetito. Década y media, o más, con la vida secuestrada,
tiempo vivido por los bancos cuando creíamos estar de vacaciones en Mallorca
(“Piensa en el futuro, así mueres más rápido”) Todo el mundo currando para
cobrar su jubilación y retirarse a los sesenta y cinco. Retirarse de la vida,
para tener la casa pagada al banco, a los sesenta y cinco. Para empezar a vivir
a los sesenta y cinco, con la X tatuada en la frente de una generación gris.
Era imprescindible que esos muchachos me creyeran motivada por el tónico vital
de la misma necesidad que los movilizaba a ellos. Mejor seguir caminando.
— ¿Sabes tú cuántos terminan diciendo que sí
porque le va el rollo y cuántos porque no acaban de aclararse? — Mateo hablaba
con alguien al otro lado del móvil — ¡Pero si no me refiero al próximo
presidente del gobierno, tío, si tú sabes que suba quien suba va a dar igual!
—. Se quitó el turbante con nerviosismo y los rizos le cayeron por el cuello y
la espalda, mientras dibujaba formas en el suelo mugriento con la punta de un
pie sudoroso.
Habíamos entrado a una tasca y nadie parecía
hablar más alto que él, el chico tímido había desaparecido. Concretaba una
cita, se apuntaba a una asamblea, hacía y deshacía su agenda... Le escuché
decir que al día siguiente se manifestaban los africanos. Seguro que los medios
iban a cebarse con ellos. Querían ver al África entera subida a un cayuco,
masificada, topmantarizada, analfabeta… ¡Cabrones! No les convenía que se
supiera que los africanos piensan. Pivotaba de un tema a otro de un modo fugaz,
y no por ello menos apasionado. Así me enteré de que el asunto del consenso
absoluto en las asambleas le tenía a maltraer. Le preocupaba que al no querer
excluir a los que disentían, se acabara excluyendo a muchos de los que
consentían. Desconfiaba de los liderazgos. De los alborotadores y los
infiltrados que no eran parte del movimiento, sino de otra cosa. De las aves de
rapiña que encontraban allí terreno propicio para captar clientela.
Con el oído atento a su conferencia, yo iba
mirando el suelo y tomando apuntes mentales. De repente todo aquello estuvo muy
claro: los dos transitábamos por la misma vía. La fiesta de la tarde, a metros
de Sol, se convirtió en un pálpito amargo, de noche húmeda, fría, de mal
agüero. Él también desconfiaba del futuro. Que no me lo dijera a mí, ya era
otra cosa.
— Ése es Gorka — sentenció
Majo, encaramándose a un taburete con gesto malicioso —. Ése es Gorka que sigue
preocupado por saber quién será el próximo presidente del gobierno…
Diana se echó a reír. Añadió que le urgía una
caña. Nos apuntamos las tres.
— Qué calor hace aquí,
¿verdad? — Mateo apagó el móvil y se asomó al hilo de la barra para pedir una
limonada con mucho hielo. Me hizo gracia. ¡Una limonada con mucho hielo!
Faltaba nada más que pidiera un vaso de leche. Salvo por su rebeldía, era todo
lo que su padre no hubiera podido ser nunca. Ni un sólo gen consagrado a lo
adictivo. Una descarada afrenta a los presuntos condicionamientos de la
genética.
— Bueno, Diana y yo nos vamos
a la asamblea de inmigración — anunció Majo, así que pagamos y salimos todos.
Afuera nos absorbió el flujo estridente de
una masa multicolor de humanos marchando hacia Puerta del Sol. Yo salí primero,
y Mateo me dio alcance inmediatamente:
— ¿Queréis
ir con ellas?
Luján se excusó diciendo que ya no le daban
las piernas. Era verdad. Yo lo hice mintiendo un compromiso inexistente. Mateo
lo aceptó y anduvimos un buen trecho sin hablar, tomando distancia y
pegoteándonos de forma intermitente a causa del gentío, mientras mi amiga se
iba por las ramas diciendo que dentro de la acampada estábamos protegidos de la
horda mercenaria capitalista, la gente se veía armoniosa dentro de ese
fantástico metabolismo, que según ella era la réplica de la fogata primordial,
un fuego simbólico.
—
Acuérdense de cuando nos protegíamos de las fieras — remató emocionada.
Mateo aprobó su comentario con su sonrisa de
oreja a oreja. Ella quería sonsacarle cosas.
— Sé que
no viene al caso, pero Fabi me contó que producís…
— Soy
productor, sí.
El morral me golpeteaba contra el muslo dando
de lleno, por cada paso, con el estuche de plástico de la casete. Sumergí la
mano, la toqué, miré al muchacho que conversaba escuetamente con Luján, y
esperé. Luego se me puso bien cerca, dándome con el codo en el costado. Parecía
que quisiera decirme algo y no supiera cómo, con las manos metidas en los
bolsillos de las babuchas, el pecho vuelto hacia dentro, las pupilas
exploradoras simulando fijarse en la punta de mis zapatillas. Con mucho reparo,
indagó:
—
¿Escribirás aún día sobre esto?
— Seguramente.
— No sobre
mí, ¿eh? A mí ni me menciones…
— Hecho.
— Es que
todavía hay alguno por ahí que espera que me dé por el cante, que componga… ¡yo
qué sé!
— La gente es así.
— A mí no me dio por el cante
o la preparación de la absenta con cuchara de plástico, eso era cosa de ellos
—. Hizo una larga pausa, casi epidérmica, que luego volvió a romper: — ¿Tú qué
crees que estaría haciendo Jonás ahora mismo? ¿Estaría aquí con nosotros,
bajando por la calle de la Cruz? ¿En una carpa con los gitanos? ¿Saliendo con
alguna chavalita? O con un tío, yo qué sé… ¿Viviendo en una lancha? ¿Riñendo
con mi madre por alguna pensión?
Mi respuesta fue directa.
— Más bien me lo imagino
clavándose un anís en un bareto al otro lado de la M 30.
Mateo sonrió bajando la cabeza. Largos rizos
castaños le cayeron entre unos ojos encendidos por emociones antagónicas,
aunque no lo bastante como para que yo no pudiera advertir que en ellos había
también gratitud.
— Ya te digo — balbuceó.
Volví a sentir el roce de la casete contra el
muslo a través de la tela del morral. Entonces la saqué y se la puse en la
mano. Tuve cerca de veinte años para preparar el momento y el escenario
propicios para entregarle esa cinta, y aunque había pensado en una situación
más íntima, tal vez premeditada, nunca imaginé que acabaría dándosela en medio
de la calle, y a pasos de una revolución urbana.
Él se quedó como petrificado en el pavimento,
mirándola.
— ¿Qué es esto?
— Lo que ves, una cinta. Me la
dio tu padre hace mucho, no me pertenece… a ti sí, quédatela.
Me observó un buen rato, pensó algo que no
dijo, se la metió en el bolsillo y continuó caminando.
— ¿Desde cuándo la tienes? —
Hablaba con la flema de quien pregunta dónde puede conseguir tabaco.
Saqué cuentas.
— En concreto, veintitrés
años. Es más vieja que tú.
Y él:
— Tiene pinta, sí.
Tenía la casete en la palma de la mano y la
observaba casi con devoción. La letra de la etiqueta, garabateada con bolígrafo
y ya borroneada por los años, era de Jonás.
— Hace mucho que no escucho
una de éstas —. Me atisbó con aire intranquilo: — ¿Hay alguna que conozca?
— No, son inéditas.
Hizo un gesto de incredulidad. Ahora me
estaba mirando como si quisiera leer dentro de mí. Entender la razón por la
cual una mujer a la que había visto apenas media docena de veces en toda su
vida, le daba una casete de su padre en medio del gentío, y tartamudeaba algo
sobre unas canciones escritas a la edad en que a la vida hay que ponerle música
fuerte porque el pensamiento ensordece. Escritas sobre una bolsa de comida para
perros, entre garrafas de gasolina y dentro de un sótano. Y mientras
improvisaba con voz ronca una disculpa por no habérsela entregado antes, mucho
antes, roía cada palabra al decir que las letras eran mías —una chapuza— y la
música de su padre. Yo, su hermana de pipa, que en un descuido me dejé meter la
cinta en el bolso cuando él, siendo todavía un niño, derramaba cajas de rapé,
sacudía juguetes de latón, perseguía saltamontes por salones alquilados y yo me
dedicaba a pedirle dinero prestado a su padre para pagarle a un timador.
Eso, más o menos, fue lo que le dije, y eso
fue lo que tanto él como Luján escucharon.
Una batucada tomó la calle por asalto y los
tres fuimos arrastrados en vorágine hacia la plaza, que estaba a pocos metros.
Aporreaban sus tambores de goma y acero, haciendo sonar silbatos, bailoteando,
cantando estribillos. Entonces el rostro de Mateo se distendió por completo, y
tuve la sensación de que desde ese mismo momento empezaba a olvidarnos. Le
salió al encuentro un cuarentón con coleta que se puso a hablar con él mientras
éramos empujados hacia la primera línea de carteles que acordonaba la fortaleza
abierta en Puerta del Sol. Por breves instantes le perdimos de vista.
Reapareció a unos metros, hablando animadamente con un viejo de barba en forma
de estola de visón. Parecía que acordaban algo. Nos buscó entre la gente, y al
interceptarnos, alzó un brazo en alto. Un brazo con un tatuaje del hombre de
Vitrubio quebrado en pedazos, en cuyo extremo su mano sostenía la cinta. Se
abalanzó entre la gente, y me abrazó con fuerza, largamente.
— Veré qué hay aquí dentro y
qué puede hacerse con ello; en cuanto sepa algo te aviso. ¿Os venís con
nosotros a una asamblea?
— Yo
no, vayan ustedes — se apresuró Luján, estirándose para darle dos besos — A ver
cuándo sacás ese disco que me lo compro.
Mateo exhaló una sonrisa:
— Naa…
lo subiré a una plataforma digital para que puedan disfrutarlo sin pagar ni un
duro, y que sepan quién fue mi padre.
A Lu le gustó tanto la idea que su rostro
rechoncho por el embarazo se llenó de hoyuelos. A mí también me gustó, pero no
me apetecía seguirlo a la asamblea. Él comprendió y me plantó un beso
en la mejilla. Un beso de absolución.
— Lástima, porque hoy va a ser
un día…
Lo perdí de vista rápidamente entre los
carteles, abrasado por el mismo sol de mayo que nos envolvía a todos como una
persistente nube de gas.
FABIOLA 2
Su madre se ha enamorado? Pomme “la madre: “ella no me hace sentir distinta porque tenga un
diagnóstico” (conoce otro tipo de amor en el centro de día, inspirado en Pomme)
Papá te manda flores. Y la mamá de Fabi llora: y por qué las cortó? Si me
mandaba orquídeas como hacía antes te juro que se las tiraba por la cabeza,
mirá… El tonto! Cómo va a matar flores? No ve que viven en la tierra? Es
boludo? Cómo va a cortar una flor! Eso no se hace! Quiero presentarte una flor
musical que camina: Marina (Pomme)
Me alegra haberle dado el
dinero a Luján para que monte su tienda con Kyra y demás. Ver lo de la madre.
Fabi encuentra su paz, escribe un nuevo libro, etc. Pensarlo. Van al pitoniso
de los paneles en el techo, el del sueño, y les habla a las dos de sus futuros.
De esto depende el destino de mi novela. A Fabi pq se hizo burguesa cuando
podría haber sido una Lydia lunch, y a Luján ...???? Por no haberse atrevido a
contar la verdadera historia. Busqué el dolor o un tiempo, dice Fabiola, la
autoflagelación, por mi madre, algo obvio, luego lo dejé. Sobre su madre: Al
principio, en la tierna juventud, se ama hasta no poder más, es decir, que se
ama hasta no poder dejar de amar. Luego, con los años, amar se vuelve un
esfuerzo descomunal. Sobre todo cuando estamos todos tan ocupados.
Ocupadísimos. Porque somos gente ocupada. O será que somos dejados? Será comodidad? Impotencia?
Por qué molesta tanto un
grito? Porque es como un relámpago que te quiebra la calma. Hay gritos que
incluso pueden ser una obra de arte, pero esto es para entendidos. El grito
desesperado nos compromete, es la náusea de la que habló Sartre. Un grito bien
pegado es un espejo cazador.
Quien quiera entender, que entienda. Lindo día, hoy, espero
que no nos caiga un relámpago.
LUJÁN
Cierre de la novela en cadiz
Va esto? : (crear capítulo— la caída del PRIMER mundo, ella la
presiente, el rapto de Europa) Acá habla de cuando vio a Mateo y lo comparó on
su padre: La patria es el lugar donde vos te sentís a gusto, donde vas
caminando y decís “aquí me siento bien”, eso es, aunque te pasen un montón de
calamidades, sentís que ése es el lugar. Y a veces no, a veces sentís que no,
pero sigue siendo tu patria, porque sigue habiendo algo que te atrae y no sabés
qué es. Eso para mí es la patria. Aunque creo que la patria, verdaderamente,
somos nosotros mismos. Es decir, la patria soy yo esa noche en Vila Nova y la Geltrú
mirando una luna anaranjada, caminando a orillas del mar, viendo como alguien
tocaba el hang en un chiringuito. Eso es para mí la patria: es decir lo que
siento dentro de mí, ese fuego que se prende, la patria no es otra cosa que
eso. Y no importa el lugar: puede ser Croacia, Marruecos, España, Bolivia,
Argentina, puede ser… ¡yo qué sé! Argelia… es lo que vos sentís adentro. Cuando
se extingue esa llama, es porque ese lugar ha dejado de ser tu patria. Los
ojos de Jonás Gálvez se rompían al mirar el mundo, hubiera querido comérmelos,
canibalizarlos, entonces llegué a pensar, así como para mí misma, que mi viaje
acababa de empezar ahí adentro, blanco sobre negro sobre un pedazo de tela (ya
no en una tela sino en vivo y en directo) Formatear capítulo LA VÍCTIMA FELIZ y ver CANIBAL SE VENDE
POR. Intento no pensar en mi amigos, los que se quedaron allá, lo he intentado
durante todo este tiempo, añares. Me olvidaron y yo los olvidé a ellos. Tendré
perdón? Como escribió Diana en su tesis, estoy
re-colonizada, pero no me molesta. Es por mí hermano. Prefiero esto a volver al
país donde se lo cargaron y además se sufre cíclicamente. No quiero luchar
contra nada ni contra nadie, no me inspira confianza la dicotomía en la que
está sumergido desde hace más de medio siglo, sólo quiero vivir en paz donde yo
quiera. Y sé que no digo nada original, pero acá me siento protegida porque es
mí diario. Y sé que lo que querrían escuchar, si volviera, es que España es una
mierda y yo una pobre víctima de la reducción colonial en la tierra matriz.
Pero no me verán volver. Ni olvido ni perdón. Ni olvido de lo que imagino al
otro lado de esta yunta donde se estrellan dos marejadas, ni perdón hacía la
yuta que mató a mí hermano. Perdoname, Canica, no soy como vos. Acordate
siempre de mí, porque yo nunca voy a olvidarme. Llevo la Argentina tatuada en
un lugar del cuerpo que no le muestro a nadie, y me la llevaría a cualquier
parte del mundo sin poder renunciar a ella, a pesar de lo que sea. Igual no
incumbe a nadie.
Para los intermedios mezclar poesía ajena con
Mar del Plata I y II y La cruzada (está en borrador)
La patria es el
lugar donde vos te sentís a gusto, donde vas caminando y decís “aquí me siento
bien”, eso es, aunque te pasen un montón de calamidades, sentís que ése es el
lugar. Y a veces no, a veces sentís que no, pero sigue siendo tu patria, porque
sigue habiendo algo que te atrae y no sabés qué es. Eso para mí es la patria.
Aunque creo que la patria, verdaderamente, somos nosotros mismos. Es decir, la
patria soy yo esa noche en Vila Nova y la Geltrú mirando una luna anaranjada,
caminando a orillas del mar, viendo como alguien tocaba el hang en un
chiringuito. Eso es para mí la patria: es decir lo que siento dentro de mí, ese
fuego que se prende, la patria no es otra cosa que eso. Y no importa el lugar:
puede ser Croacia, Marruecos, España, Bolivia, Argentina, puede ser… ¡yo qué
sé! Argelia… es lo que vos sentís adentro. Cuando se extingue esa llama, es
porque ese lugar ha dejado de ser tu patria.