Colonos

Estaba pensando en la usura del pequeño propietario, y no en la de los bancos o las grandes corporaciones. Acá en Argentina hay una percepción del inmigrante francamente nefasta. Lo sé de buena fuente, ya que soy hija de uno. A mi padre, en los 60, le llamaban "tano pata sucia" (así les llamaban a muchos despectivamente, sólo por venir de Italia) y yo me crié con el estigma de ser hija de un tano.  Eso de que somos "solidarios" refleja un deseo, y no una realidad. Pero ésta es tierra de colonos. Una especie de far-west muy al sur del mundo, con tierra pa´tirar pa´rriba que cuatro inescrupulosos compran y venden como si de canicas de tratara. Para que se entienda: el que hoy compra a 10 en Argentina, el año que viene vende a 20. Y a veces, a 30. Esto es como la fiebre del oro, siempre ha sido así. Y nadie dice nada. Se ha normalizado la usura. Cuando lo comentás, algunos llegan a decirte incluso que es lógico. La usura se ha vuelto parte del logos nacional.

Hay un detalle importante acá y es que realmente somos todos, o casi todos, descendientes de extranjeros. Y hay dos tipos de inmigrantes en Argentina: los ricos que llegaron en el siglo pasado, muchos de ellos descendientes de vascos, todos ellos fundadores: Álzaga Unzué, Ezeiza, Necochea, Olavarría, etc. No sé de dónde sacarían el dinero, si ya lo traían o lo hicieron acá. Y los pobres, que vinieron después de la 2-GM. Mi familia pertenece a esta última tanda. Venían con una mano atrás y otra adelante, con cuatro bártulos dentro del famoso baúl -o arcón- donde, según me contaron en España, solía ir también el cuchillo y la famosa pata de jamón, no fuera cosa que en la tierra desconocida escaseara el precioso manjar.

 La cosa es que llegaron, y muchos, mal que bien, prosperaron. No conozco ni un solo caso de inmigrante español o italiano que no tenga su propiedad, y en ocasiones, su negocio propio, sus camiones, su hijo el doctor. En Argentina, el inmigrante de la posguerra despreciaba el ocio con toda su alma, poniendo por las nubes el valor del trabajo. Y así nos hemos criado muchos, con una percepción distorsionada del ocio, del tiempo para nosotros mismos, del tiempo de reposo necesario para que haya buena salud. Todo un tema a tomar en cuenta.

¿Será que el desprecio por el ocio tiene algo que ver con la usura? ¿Sonará muy de los pelos vincularlos entre sí? Se trata de un tema espinoso del que casi nunca se habla, y que si uno es un poco perspicaz y conoce bien el país y sus habitantes, llega a notarlo. Siento decir que la USURA se hereda o puede llegar a heredarse. Es como la caspa, la mala dentición, las várices y las cardiopatías. Dándole un giro transpersonal, podría aventurarme a la idea de que no es la USURA lo que se hereda, sino el ancestral miedo a la miseria que traían algunos inmigrantes heridos por dos guerras terribles, lo cual pudo haber llevado a la usura. Sólo quien ha emigrado comprende lo que uno llega a sentir cuando tiene que dejar su tierra; el resto tiende a especular sobre arenas movedizas. No es sólo la tierra lo que se deja: es la nueva tierra lo que asusta. Tal vez por eso lo españoles que nunca se movieron sean tan diferentes a los que llegaron acá. Ellos nunca tuvieron que renunciar a su tierra; los de acá, sí.

 Me crié con gente que temía al día de mañana como nunca he visto en los casi 14 años que viví afuera de este país. La mayor parte de ellos son inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Esto ha producido varias generaciones de personas bien situadas económicamente, con vivienda propia, adictas al trabajo, muy quejicas y con una tendencia al ahorro especulativo que a mí, en lo personal, me hace más ruido que un recital de La Renga en el patio de mi casa. En Argentina no existe una cultura del ocio. Y la que existe es exigua, o se limita a los domingos en casa de los amigos y una escapadita a Pehuajó dos veces al año -una semana-, porque nunca ha llegado a priorizarse la necesidad de unas vacaciones anuales de 30 días. Habrá excepciones -no digo que no-, pero las excepciones no cuentan en este análisis. Lo que parece que no se supiera es que cuando falta descanso, la salud mental empieza a fallar. La mala leche por falta de descanso se percibe en la tensión que hay en la calle. Otro detalle alarmante es la cantidad de gente afectada por ACV (Accidente cerebrovascular, infarto cerebral, apoplejía, ictus) que hay en el país. Hasta antes de llegar, no había oído hablar del término. Me enteré acá. La gente queda paralizada por los aneurismas. Las estadísticas dicen que cada 4 minutos se produce un ACV en la Argentina. Básicamente una "calentura", puede provocar un ACV. Dirán que estoy loca, pero cuando se vive en tensión, las arterias se bloquean o estallan.

 Recuerdo la especulación en los tiempos del cólera, como yo le llamo a la época de Martínez de la Hoz (ex La Muerte), con todo el mundo subido al brote anfetamínico del viaje a Miami, para traer productos importados por dos mangos. No se iban de vacaciones: se iban a reventar la noche por todo lo que no habían disfrutado en quince generaciones. Y así no es. Porque no, no estoy hablando de eso. Hablo del ocio en serio, de la saludable conciencia de la necesidad del ocio. Del saludable valor del trabajo por gusto y no sólo por supervivencia, especulación o usura. Para que no me dé un ACV porque el otro me chocó la camioneta nueva en un cruce, o porque hubo un corralito. Para que no tengamos que heredar el TEPT (trastorno por estrés postraumático) de nuestros padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, que les llevó a vivir atenazados por el miedo a la miseria, convirtiéndola malamente en usura. Para que no sea como dice Job, en su confesión bíblica: "Todo lo que yo temía, me ha acontecido".

 Comencé hablando de la usura del pequeño propietario y terminaré hablando de ellos, porque de ellos iba este post. Tiene que ver con el afán acumulativo resultante de un temor exagerado, y probablemente inconsciente, a la miseria. No digo que en todos los casos sea así, pero a veces ese temor llega a deformarse hasta el punto en que describo. Quiero aclarar que se trata de una opinión absolutamente personal, que me hago cargo de ella y que he querido aclarar mi procedencia migrante, justamente por si alguien pudiera llegar a molestarse. Sin embargo, también quisiera dejar claro que no estoy orgullosa de ser hija de migrante, sino hija de mi padre. Los que me conocen saben bien que tiendo a detestar las mitificaciones. Y además, habiendo sido yo misma una inmigrante, se comprenderá que estoy demasiado cerca de la experiencia como para redundar en romanticismos. Ser inmigrante es MUY duro. Salvo en escasas excepciones, el inmigrante es alguien que lo ha apostado todo a una sola carta, y quien lo ha aportado todo a una sola carta, no quiere perder. No salen de casa los más débiles, sino los más fuertes. Aún así, el humano tiene memoria y el miedo es uno de los monstruos más difíciles de vencer. Puede, inclusive, ser más poderoso que el amor; y no porque el amor no pueda contra el miedo, sino porque a veces, el humano lo prefiere al amor.

 Argentina no es un país pobre, nunca lo será. Argentina es un país grande y riquísimo. Le cayeron mil malarias, y sigue de pie. En el pueblo donde vivo hay familias que tienen cantidad de propiedades. Que yo sepa, ninguna de ellas tiene apellido aborigen. Pobres, ricos y burgueses, acá somos todos colonos.  Históricamente acabamos de arribar a estas costas. Nosotros no somos de acá. La argentinidad pura es consecuencia de un asentamiento masivo en tierra extranjera, una adopción. La Argentina es un concepto impuesto por unos señores de apellido extranjero hace apenas unas pocas centurias. Que es territorio de especulación y coraje -dicho a la española- se ve en el menosprecio hacia nuestra moneda. La necesidad imperiosa de re-injertar la noción de Patria en todos los discursos, me recuerda al viejo refrán: "Dime de qué presumes y te diré de qué careces". Necesitamos plantar la bandera como hizo Armstrong en la Luna, para recordar cada día que es nuestra. Si de verdad sintiéramos que lo es, ¿para qué plantar una bandera? Sé que esto que digo es muy discutible y que podría -insisto- resultar molesto; sin embargo, no hay día que pase por delante de una bandera y no me pregunte por qué esa necesidad imperiosa de afirmar una identidad que en caso de que exista, no necesita ser re-afirmada. Señal de que llevamos muy poco tiempo acá.

Yo apuesto por una fiesta.  Creo que hay que declarar una todos los meses, aunque sea por el día de la zapatilla. En Argentina falta algo básico, imperceptible, que algunos considerarán banal: alegría. Un subidón de serotonina, endorfinas, fiesta. Así de simple. Tomar conciencia del tempo del ocio, disolviendo de un bombazo de una y para siempre esa identificación con la miseria que puede, como decía, conducir a la usura. Y la usura nunca es con fines constructivos sino acumulativos. Fiesta. Fiesta de una y para siempre, para exorcizar todas nuestras antiguas miserias, las nuestras y las heredadas. Éste es el sentido de la fiesta que sobrevive en Europa y que nuestros ancestros no se preocuparon de difundir, quizá porque estaban tristes. Hablo de una fiesta del estado de ánimo. De una fiesta del alma.

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