Laberinto


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Hará un cuarto de siglo - dijo Dunraven - que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.
Unwin preguntó por qué, dócilmente.
-Por diversas razones -fue la respuesta-. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar…
Unwin, cansado, lo detuvo.
-No multipliques los misterios -le dijo-. Estos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill…
-O los complejos -replicó Dunraven-. Recuerda el universo.

J.L Borges- Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto (El Aleph)


Cuentan que el primer indicio del significado de la palabra “laberinto”, se encontró en Egipto, cerca de El Cairo, en el monumento funerario erigido para el faraón Amenemhat III (para mis lectores argentinos: no se tienen referencias de que Carlos Saúl tenga algún parentesco con el referido faraón, a pesar de su acusada afición a los laberintos y a las patrañas verbales) y significa: “Templo a la entrada del lago”. Consistía en una compleja red de pasadizos que, dicen, confundía tanto a los vivos como a los muertos.Más tarde, los griegos construyeron otro laberinto, que no por ser más pequeño evitaría conventirse en el más famoso del mito occidental: el laberinto de Creta. Las referencias históricas indican que fue construído por Dédalo, presunto inventor de la labrys, un hacha de doble filo que representa, a la vez, el hacha de Zeus, las dos caras de la luna, y los dos cuernos del toro (por el Minotauro).Es sumamente jugoso el seguimiento semántico de la palabra “laberinto”, que hace Nycteris (de quien he tomado parte de esta fuente) donde explica que, al menos en Europa, al laberinto se le llamó Troya, que por deformación fue pasando a través de las diversas lenguas romances hasta llegar al inglés como trowen, que además de laberinto, significa girar, dar vueltas, e inclusive, engañar. Así, de Troya pasamos a Roma, de Roma a Jerusalem -la ciudad santa- y de ésta, al gran laberinto de la catedral de Chartres y a todos los laberintos que fueron cogidos por el cristianismo para escenificar el camino de la purificación espiritual, que es, en todas las religiosas y culturas, ni más ni menos que la búsqueda del si-mismo.

Sin embargo, también están los laberintos que no van hacia dentro, sino que buscan una salida. En inglés, a este tipo de laberinto se le llama maze, que deriva del céltico maes, que a la vez significa prado, y que, como todos sabemos,es un juego conocido para niños y adultos. Todo lo sagrado, a la larga se profaniza.

En Alemania se les llama -además de labyrinth- irreweg, que deriva del verbo irre, que significa errar o engañarse, y curiosamente, se le relaciona con un hombre loco cuyo espíritu está confundido, y que yerra. Vamos, que si quieres alcanzar la lucidez es conveniente que alguna vez te hayas metido en un laberinto. Eso sí, se recomienda salir.

Y aquí, claro, llegamos a la parte psicoanalítica, un asunto que debería obviarse a riesgo de quedar desquiciada, según alguna opinión vertida en mi blog recientemente. Igual creo que no debería decir “piscoanalítica” porque me parece que es, en realidad, junguiana… pero ¡diablos!, esto es algo que debería saber, porque soy argentina. En cualquier caso, sospecho que no hará falta haber hecho un master ni en uno ni en otro (yo no los tengo, y tampoco es que me preocupe) para entender que la existencia del laberinto como búsqueda simbólica del ser interior es muy anterior a don Sigmund, e incluso a Jung. Dudo que los constructores de la catedral de Chartres tuvieran un master en estas cosas. De hecho, la necesidad humana de hallar los peligros de la sombra (que diría Jung) para, habiéndose conocido ya todo lo suficiente como para salir airoso de la prueba (Teseo y el Minotauro), es un hecho antropológico, y es parte de nuestra naturaleza.

Caso curioso, ayer mi maestra de meditación -que enseña a través de la práctica y no de la cháchara- respondiendo a la pregunta de un chico nuevo, hizo una breve referencia a cierto asunto del que, en ese momento, no tuve oportunidad de pedirle que diera detalles. Ella habló de las diferentes “capas” que nos recubren. Después, durante la relajación, mi mente dibujó un laberinto. Y, oh casualidad (más bien, sincronicidad) hoy mismo me propongo buscar en la Red alguna información sobre los laberintos y me encuentro con el siguiente comentario, de Anagarika Govinda (Foundations of Tibetan Mysticism):

Según las doctrinas budistas tibetanas, el centro de la conciencia humana está vacío, más allá de las definiciones limitadoras. El centro está rodeado por cinco capas de densidad creciente que cristalizan alrededor del punto interior de nuestro ser. La más densa de estas capas es el cuerpo físico, construido mediante la nutrición; la siguiente es el cuerpo del sutil o etéreo, alimentado por la respiración; la siguiente es el cuerpo del pensamiento o personalidad, formada por el pensamiento activo; la quinta es el cuerpo de la conciencia dichosa y universal, experimentada únicamente en un estado de iluminación. El desarrollo de la lucidez plena en la vida despierta y en la vida de los sueños es un paso fundamental hacia la comprensión de la interpretación y la relación de estos aspectos del yo.

 
Vivimos inmersos en laberintos constantes. Entrando y saliendo de ellos todo el tiempo, casi sin saberlo. El circuito vital se refleja incluso en los múltiples entresijos del cerebro, que ya de por si parece un laberinto. En una escena de la película Hombre mirando al sudeste, el protagonista -un supuesto extraterrestre obsesionado con el comportamiento humano que trabaja en un manicomio como ayudante de patólogo- coge un cerebro, lo corta en dos con un cuchillo como si cortara un trozo de mantequilla, y empieza a deshacerlo entre sus dedos, bajo un grifo abierto, mientras dice: “Ahí van… Einstein, Bach, el señor nadie, un loco…”. Previamente, y ante el cerebro aún intacto, le había preguntado a su psiquiatra dónde creía él que estaba aquella tarde de campo en que hizo el amor por primera vez con una mujer. ¿En qué parte de ese intrincado laberinto residirán todos los recuerdos de nuestra vida?¿En qué parte habitará el Minotauro?

O quizá la cuestión no sea dónde habita, sino atreverse a buscarlo. No puede haber nada más terrorífico que encontrarse a solas, y frente a frente, con el Minotauro que todos llevamos dentro. En España, la superioridad humana sobre la bestia se ha centrado en la fiesta de los toros. Sin embargo, no se trata de sublimar el miedo a través de una fiesta sanguinaria que ya es rechazada por muchos, sino de ir tras la sombra y enfrentarla. Por eso hay tanta gente que va por el mundo responsabilizando a los demás de todos sus conflictos. El toro siempre está fuera, nunca nos pertenece. La bestia es el otro, nunca yo. Imagínate lo que significaría tener que admitir que la bestia eres tú: representaría un largo, larguísimo trabajo de disección en el cual el objeto a observar serías tú, y no el otro, un circuito aparentemente interminable de bajadas y subidas, y sobre todo de descensos, a ese infierno tan temido de tu centro. El laberinto para llegar no es más que un medio: el fin eres tú.

El hombre ha tratado desde siempre de llegar al centro de las cosas. En Viaje al centro de la Tierra, Julio Verne nos habla de un pergamino rúnico que para el profesor Lidenbrock, protagonista de la novela, es todo un misterio a descifrar. O sea, un laberinto verbal:

Desciende al cráter del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia, antes de las calendas de Julio, y llegarás, viajero audaz, al centro de la Tierra. Como yo lo hice. (
Y llegarás, viajero audaz, al centro de tu corazón, que es el centro de tu laberinto. Tu rosacruz. Tu flor de Loto. Que es tu infierno tan temido, y a la vez tu paraíso, tu vacío, tu zen. Recuerda que el miedo puede ser peor que el peligro).


¡Bon voyage!

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