Ojos que te ven (y te junan)


España es un país real. Argentina, en cambio, es una noria fantástica (Antonio Birabent). 

A los argentinos NOS ENCANTA el rock. Y tanto, que cuando va una banda internacional los matamos a botellazos o le arrancamos a mamá el tohallero de losa que tiene en el baño y se lo tiramos por la cabeza al cantante como muestra de atención. Allá las bandas no se llevan souvenirs, se llevan tohalleros, palos y pedazos de piedra del Aconcagua.
Yo me acuerdo una vez que tocaron los Redondos en Mar del Plata y la destrucción fue masiva: arrasaron todo desde el estadio donde tocaron hasta el centro de la ciudad; se destruyeron escaparates, portales, coches... la policía no daba abasto. Por suerte yo estaba en España, pero me lo contó una amiga por carta.
Hasta donde yo recuerdo, junto con el fútbol, el rocanrol era la gran pasión nacional. Y cuando hablo de pasión, estoy hablando de pasión en el sentido más amplio e hipotalámico de la palabra, que no es cosa del neocórtex sino del otro, del cerebro límbico, básico y reptil que sólo ponemos en funcionamiento cuando nos entra el hambre, nos defendemos de una amenaza, o follamos. Por extensión, en Argentina lo usamos también cuando juega Boca o toca alguna banda de culto (aquí también lo hacen, pero no se les va tanto la olla).
Hubo una época en que asisitir a un concierto de una banda internacional era una oportunidad única en la vida, con lo cual además de gastarte hasta el último duro en la entrada había que darles caña. Pero caña de verdad. Toda una celebración. Y no es que a ese tipo de conciertos asista, precisamente, el sector más refinado de la sociedad. Hay de todo, claro, pero es evidente que cuando tocan, por ejemplo, Los Piojos o La Renga, hay movida.
Si mal no recuerdo, esta pandilla de insurrectos surgió como respuesta sediciosa a la tan polémica administración Ménem, conviviendo de manera promíscua pero más que relajada -y relajante- con el movimiento cumbiero nacional, gran valor (me hago gárgaras).
Fue a principios de los ’90, creo, cuando gente como Spinetta, Charly, Gieco, Nebbia, etc, eran ya grandes íconos (que acá es icono sin acento en la í, nunca entendí por qué, como tampoco entiendo por qué los baños tienen el interruptor de la luz afuera y al video se le llama vídeo) y la música que hacían ya no vibraba con el sentir de las nuevas generaciones.
Es un hecho que la música popular sea la forma artística más consumida por la gente joven y yo soy una de las que piensan que cada pueblo tiene la música que se merece. Porque la música es un termómetro social. Si los pibes chillan y se quejan encima y debajo del plateau, mala fariña. Si no se quejan, peor. En los ‘90, los estilos musicales autóctonos se vieron apoyados por la tendencia claramente populista del gobierno de Ménem, con lo cual la cumbia y el candombe acapararon el panorama musical, desplazando al rocanrol. Luego se produjo el mestizaje y ahora tenemos lo que tenemos, sin ánimo de despreciar a nuestros queridos piojos, pulgas, vinchucas, cuises rengos, ratas de albañal, y demás criaturas contaminantes.
Volviendo a Ojos de brujo, descendientes directos de Mano Negra, Kiko Veneno, e inclusive del propio Camarón (padre y maestro del bienamado flamenquito) y otros tantos etcéteras, siento por que hayan tenido que soportar un recibimiento tan negativo en Argentina, donde no hay tradición flamenca y las fusiones son de otro tipo. Me toca tratar el espinoso tema de la escasa aceptación que se tiene ahora mismo de todo lo español que entra por el Río de la Plata. Doy fe de que es así, porque estuve por allí hace un tiempo y me consta que la gente ya no les mira con la misma simpatía con que les miraba antes, algo perfectamente comprensible si se piensa en las vueltas que da la vida y en los cambios políticos que se han ido sucediendo desde hace cincuenta años a ambos lados del Atlántico. De hecho, buena parte de la oleada inmigratoria que llegó en el 2002 ya está de nuevo en Argentina. Por algo será.
El fenómeno migratorio es tan viejo como el mundo. A principios del siglo pasado, nada más en España llegó a emigrar el 10% de la población. Ya en Buenos Aires, y cuando la enorme afluencia superó la infraestructura prevista por el gobierno argentino para tal fin (hospitales y hogares de acogida, como pasa hoy mismo en Canarias) la gente se instalaba en viejos palacetes abandonados por la epidemia de fiebre amarilla que asoló el país a mediados del XIX, o en casas de múltiples habitaciones donde en cada una vivía una familia. Es lo que se dio en llamar “conventillo” (nuestros modernos skuats o viviendas okupas). Por supuesto, el inmigrante era absorbido como mano de obra barata, y al cabo de unos años y muchos esfuerzos acababa ahorrando todo lo suficiente como para comprarse “el terrenito” y construir de mano propia una vivienda modesta pero digna. Los inmigrantes se mezclaron con la población autóctona, algunos abandonaron para siempre a sus familias de origen y formaron una nueva en Argentina, otros se la trajeron de Europa, otros abrieron sus propias empresas, otros se volvieron, y otros fracasaron.
El caso de la mujer inmigrante era un tema especialmente delicado. Ya lo cuenta Cadícamo en uno de sus tangos:
Y la pobre galleguita/que tras la primera cita/fuiste a parar al Pigall/ Sola y en tierras extrañas/tu caída fue tan breve/ que como bola de nieve/tu virtud se disipó./Tu ambición era la idea/de juntar mucha platita/para la pobre viejita/que allá en la aldea quedó.
Sin embargo, a pesar de las duras condiciones de vida la gran mayoría se quedó. Y se quedó para siempre.
Nuestra generación creció con la morriña del desarraigo, la ilusión del progreso tatuado en los genes como una estampilla, y una habilidad natural para montar rompecabezas. Por eso, cuando en el 2002 tanta gente decidió cruzar el Atlántico en sentido contrario al que marcaron padres y abuelos, y se encontró conque pasados los tres meses del visado tendrían que vérselas con aquello de no tener papel y todas sus consecuencias, decidieron volverse.Pienso que si muchos de nuestros antepasados hubieran podido hacer lo mismo, quizá ahora la Argentina no estaría tan rota.
Aquí se habla mucho de la movida alternativa, de si eres indie o mainstream, rural o urbanita, de Letras o de Ciencias, de izquierdas o de derechas... A mí, que vengo de un país donde la alternativa suele ser sinónimo de única posibilidad, esas etiquetas me dan un poco de risa. Lo que aquí es moda o mito, allá suele ser cosa de toda la vida. El argentino es indie por necesidad, un campeón del hágalo usted mismo y si no le sale aguantesé porque igual no se lo va a poder comprar.
El argentino sabe por naturaleza que es un hecho antropológico que el confort anula la espontaneidad. Y sabe, también, que en un país donde todos o casi todos los gobiernos son corruptos, ser anarquista no es cuestión de albedrío sino marca de honestidad.
Allí los vagabundos alcanzan el rango de crotos sólo si se lo merecen, y hasta los que van al trabajo en bicicleta pueden darse el lujo de llevar en su mochila un libro de Schopenhauer. Aquí la gente recicla por conciencia: en Argentina, en cambio, reciclamos todos porque no hay más remedio.
Allá al collage se le llama cambalache y seguro que tu abuelo tiene uno en el fondo del galpón. Comunas hippies ya las había en Argentina mucho antes de que la Joplin se mudara al Haight Ashbury, y el grunge no es una moda finisecular americana que se extendió por el mundo, sino un invento argentino de la época en que Perón le compró el ferrocarril a los ingleses y los ferroviarios tenían un solo pantalón.
En términos musicales, yo diría que la Argentina es un país garage. Es el único lugar del mundo donde encontrarás sobre un chasis herrumbroso un cartel escrito con brea que diga: Se vende pero sin ruedas, y otro en un escaparate, que rece: LIQUIDACIÓN POR SAQUEO. De haber nacido allí, Salvador Dalí hubiera muerto con las uñas el doble de largas.
A Ojos de brujo no debería extrañarles que en Buenos Aires les hayan echado a botellazos. Tras el colapso económico del 2002, con el corralito y la brutal caída de la clase media, la frustración se decantó por la rabia y los pobres que ya eran pobres se volvieron más pobres aún, y más violentos. Ya he dicho que para muchos la emigración resultó ser un fiasco, y que al llegar aquí descubrieron que la madre-patria más que madre es una madrasta, con lo cual la noticia se esparció como reguero de pólvora. Desde entonces, buena parte del pueblo argentino vive lo extranjero como una amenaza. El peso del pirateo recae siempre sobre la última generación, que es la más vulnerable.
Hace mucho tiempo el mundo oyó a los Sex Pistols gritar una verdad tan dura como un tohallero de losa:
cuando no hay futuro ¿cómo puede haber pecado?
Seguro que Ojos de Brujo tendría una respuesta para eso. Porque ellos también se quejan. Lástima que en el Quilmes no se hayan dado cuenta.

Photos/post: una de Johnny Rotten.

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