Felix Grande: Por entre el rudo bosque de los siglos

Sentí ese amor, por entre el rudo bosque de los siglos, una mañana en México. Me demoraba en ese lujurioso archivo antropológico, ese collar de tiempos y culturas que es el Museo Nacional de Antropología. Me han dicho obstinados viajeros que es el museo más sobrecogedor del mundo. Algo me ocurrió en él y fue en el año 1968, en el mes de febrero. Yo deambulaba por las salas; miraba piedras, máscaras, aperos, estatuillas, dioses, cacharros, vestidos, armas rudimentarias, minuciosas obras de arte, altanerías aztecas, sobresaltos mayas y reconstrucciones tribales. Los tiempos, las culturas, giraban como remolinos otorgándome el vértigo lujoso de estar vivo entre tanta muerte inmortal. Y de pronto, en una de las salas, desde algún ingenio mecánico invisible, oculto en algún rincón, escuché la voz de una mujer. Alguien, alguna india, había grabado un canto en un idioma que yo desconozco -y que sin embargo, comprendo-. Aquella voz rozada, inculta, una voz de mujer anciana, cantaba unas palabras enigmáticas con una tenaz monotonía. Y de pronto gritó. Antes que yo, mi carne oyó ese grito. Antes que lo oyeran mis tímpanos, lo oyeron mis antepasados. Oí ese grito desde lo más insomne de mi linaje, desde el tiempo olvidado en que aún no existía mi primer apellido. No lo escuché como un hombre que dispone de sus cinco sentidos, sino como un raro animal perteneciente a una dubitativa especie; a la especie de aquella anciana, que quizá era tolteca -mientras que yo era mezcla de godo, romano, musulmán y judío-; y, sin embargo, la entendí. Lo que no puedo hacer es traduciros lo que en el grito me dijeron aquella anciana, una cultura ya remota, una música de otro continente, una resurrección. Por lo demás no fue un grito desaforado, no fue un grito tumultoso; nisiquiera puedo decir que sonara demasiado más que un susurro. Quizá fuera un susurro. Alguien ha puesto nombre a eso: ayeo. Aquello fue un ayeo. Una especie de grito de rodillas. Duró tres o cuatro segundos. Después, la grabación cesó. Volvió el silencio. Sentí, entre desvariado y violentamente despierto, la necesidad de encontrar a una anciana tolteca y besarle las manos. Quiero decir que durante un instante estuve loco: no tuve actualidad, carecí de futuro, se borraron mis calendarios. Sólo tuve memoria. Y una especie de amor desesperado entre los siglos acabados, y una especie de pánico -que me fortaleció-. También esto duró muy poco. De inmediato, mi carne regresó a ser mi cuerpo, todo mi ser regresó a mi conciencia, mi conciencia a una mañana de febrero en la ciudad de México.

(...)

Escuché varios cantos cuyo lejano origen había que rastraerlo en la cultura de La Dacia. Uno de ellos lo susurraba un viejo. No logro recordar si la voz de ese viejo llegaba acompañada por algún instrumento de música. Nisiquiera recuerdo la línea melódica, ni el lento ritmo en que habitaba; sólo recuerdo que era un lento rítmo. También recuerdo un grito. Un grito ajado y melancólico, trabajado por una voz muy castigada por los años; muy convalidada también. Le pedí al profesor que me pasara varias veces aquella cinta. Era un canto -me dijo- mortuorio. Venía del nordeste rumano, de una zona que tiene frontera con Rusia y con Hungría. Era, sin duda, un canto primitivo. Rescatado del olvido. Arrebatado a la memoria adormecida que dejan el futuro las castas acabadas. Varias veces escuché aquel grito melancólico y casi silencioso. Si no tuviese hambre de precisión podría decir que era un lamento. Pero no era un lamento. Puesto que estaba dentro de un canto mortuorio, sin duda formaba parte de un lamento. Pero el instante de esa melancolía súbita y vasta ya no era solamente el instante de la lamentación. Era también una pregunta. Una pregunta en forma de rozadura gutural. El canto, entero, lamentaba a la muerte. El lento, digno, humilde grito (el lento y digno ayeo) parecía lamentarse por un muerto: ¿por el primer muerto de la creación? Supe enseguida que en la voz del anciano campesino rumano que había sabido rescatar unas modulaciones procedentes de una cultura centroeuropea y extinta, yo estaba oyendo simultáneamente un alarido misterioso de la raza tolteca. Al origen de ambas canciones lo separaban unos cuantos siglos, muchos países, un dilatado océano. Le dije al profesor: Ese grito -tal vez otro, pero ese grito- yo lo he escuchado ya. En la ciudad de México: venía de la época prehispánica. Le dije al profesor: Quizá musicalmente ambos gritos no se parecen en nada, pero en mi corazón, o mejor, en el subsuelo de mi ser, dicen la misma cosa. ¿Qué le dicen? -me preguntó-. No lo sé, probablemente quieren decirlo todo. (…) No me responda, en el fondo, la respuesta ya la sabemos todos. El pánico y el júbilo no han cambiado desde el origen de la especie humana. Y por eso el lenguaje está siempre naciendo. Y por eso también, el tiempo, que nos condena a muerte, a la vez nos rescata del olvido.

-Félix Grande, Memoria del flamenco.

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