La niña perdía/ الأندلس

Subo este viejo post antes del gran salto, un poco en señal de despedida ulisíaca.



El sol de Andalucía es criminal. Bang bang. Africano. No me extraña nada que en otro tiempo los hijos de Alláh se instalaran por estas costas tapados hasta los ojos. Yo había andado por aquí hace años, por las calas de Granada. Graná. Pero no recuerdo que el mar fuera tan salvaje ni tan azul como en el Cabo de Gata. Que además me recibió cabrón. Dolor intramuscular, lacerante, de medusa. Un dolor rojo.
Salgo del agua y veo que en la orilla unas jubiladas se dedican a a capturar medusas con un palo. Las batean como si fueran pelotas de golf; luego las entierran en la arena con la misma satisfacción con que sepultan a sus maridos bajo la sombrilla: Tú quédate ahí y no chílle. Y los maridos se quedan quietos. Calladitos.
 Esto pasaba en Genoveses, una playa salvaje en la que los nudistas conviven perfectamente con los mirones y las jubiladas bateadoras de medusas ofician de vigías para los bañistas.
Cómo iba yo a suponer que habiendo caído en Almería sobre las tres y media de la tarde bajo el sol más criminal que he soportado nunca -uno que cae a plomo y a 90º con el peso de un yunque-, iba a terminar varada en una playa de domingueros.
Llamo urgente a mi único contacto en Almería. Lo primero que me dice es: Pónte factor 50. Tarde. Para entonces ya me ha picado una medusa y tengo la piel al rojo vivo. Mi travesía desde San José a las nueve y media de la mañana hasta las tantas para llegar a Genoveses a rítmo tranquilo, sacando fotos del molino y del bosque de pitas y parando cada tanto para echar un traguito de agua, hizo que me abrasara sin notarlo embadurnada en factor 25.
Paso las noches en el único albergue que hay en San José. El sitio es acogedor, aunque esté atestado de neojipis, peregrinos teutones altos como columnas y un millón de niñas íberas con el pelo cortado a tijeretazos y trenza única dispuestas a asaltar al camarero italiano (que se presta encantado). Mucho treintañero en babuchas con su papel de liar y su bolsita de tabaco sobre la mesa. Usando como escudo un periódico, algún que otro horchatero, calvo y gafapastas, no se atreve ni a mirar. En semejante ambiente a nadie se le ocurriría ligar. Para ligar hay que ir un poco “puesto”: la pose es la de la indiferencia vestida con aires de Oriente, entre rastafoso, licenciado Vidriera y perroflauta. Abundan los jipijos consumidores de caipirinhas en círculo ab-so-lu-ta-men-te cerrado (algo cada vez más habitual en Europa, donde lo que se lleva es la summa alimentación ecológica: nos volvemos cada vez más vegetarianos, mejor alimentados, mejor educados y más respetuosos del “espacio personal” del compañero, llegando al extremo de hacer desaparecer tanto el espacio como al compañero); la chavala de alto tacón (ahora se lleva el de cuña, que pesa más en la mochila, pero sarna con gusto…) y esa especie indefinible de turista solitaria del puerto de Santa María del Buen Ayre tratando de hacerse mariposa de la noche mientras va filmando, a golpe de retina, los detalles del circo.
Otra es fingir que eres pobre. Ahora se lleva mucho fingir que eres pobre -o en su defecto, hijo de empresario-. Algunos van de okupas, otros de alberguistas, pero no son pobres. Habiendo dos generaciones de por medio intentando con éxito borrar las huellas del hambre sofocada en la cal de las paredes, estos jipis andaluces de ojos color champán van de pueblo en pueblo contentos de ser pobres hasta que ya no quede calderilla y haya que refugiarse en el chalé de papá. O pedirle un aval para hacer… lo que sea. La pobreza verdadera no la conocen; no la conocerán jamás. Lo que queda es alguna siguiriya, alguna toná, para recordar esos tiempos que tanto a ellos como a nosotros nos saben nada más que a cromo.
Sin embargo, basta con subir en el autocar que va de Almería a San José de Níjar para ver que todavía podría escribirse una toná o una minera viendo a negros y magrebíes sudando ese destino de todos los días a las cinco de la tarde, bajo el plástico de los invernaderos, donde se cuecen a fuego lento tanto fruta como cosecheros. Lo que antes fuera una fragua, es hoy en día un invernadero, y para colmo sin luna.
Una pareja de andaluces, muy curtidos ya por el sol de la puna almeriense, para el autocar y se asoma al conductor para preguntarle un destino. El conductor les dice que sí y ellos suben. Son mayores ya; la mujer inclusive lleva bastón, y por lo que he podido observar viven en zona de chabolas. Muy humildes los dos, despiertan una ternura desapegada, casi improbable. El sur es duro, me dice Ruth, muy seria. Ella es mi único contacto en el desierto. Es de Jaén, pero lleva años viviendo en Almería.
El Cabo de Gata es un horno sin sombra precipitándose sobre el mar desde el tobogán natural que forman las doradas ondulaciones de los morros de esparto que parten el cielo en dos. Con ese clima una piensa que hasta el mar podría evaporarse. El paisaje es impresionante - y el pueblo una preciosidad-, pero a mí ni se me ocurriría vivir ahí. Ésta es tierra de esparto y de legañas, dice Ruth con toda sinceridad. Me explica que en tiempos de pobreza todo lo que había por allí era el trenzado de esparto, que hacía llorar los ojos hasta sacarles lagañas. Años después, ese desierto empezaría a prosperar gracias a la agricultura intensiva de los invernaderos, que es lo que tienen hoy, además del turismo.
Nos pasamos todo el día recorriendo rutas, hasta llegar a un rincón del Cabo cuyo nombre no recuerdo, aunque bien cercano a Las negras, que es como una gran lengua de arena que se interna unos doscientos metros en el mar y te hace sentir pequeñita como una almeja, flotando sobre una balsa imaginaria cuya proa apunta a las montañas, en cuyo seno se hunden las puestas de sol más moradas de la península. Es allí donde esnifo un largo chorro de táita tabaco y me quedo tranquila hasta la noche, que es cuando el italiano pone -por pura casualidad- la Fantasía Interrumpida de Chopìn. No deja de resultar asombroso que en un albergue perdido en un pueblo de Almería, y a mogollón de kilómetros de Madrid, alguien acabe poniendo sobre la medianoche la canción que escuchas siempre en casa, y a medianoche.
El desayuno empieza a las nueve y media de la mañana con Louis Amstrong y su mundo maravilloso de siempre, sin embargo a eso de las once les dá por poner algo más raro: ¿es John Cage?, le pregunto al camarero de corte de pelo irregular, bonito el niño, empeñado en disimular su origen teutón. Con los ojos abiertos como platos, me dice que sí. Hace un tiempo me hubiera gustado, pero ahora lo encuentro snob. A John Cage, quiero decir. Vuelvo a la recepción y, toda sonrisas, anuncio a la conserje que me voy a Cádiz. Acaba de ocurrírseme. Todavía no sé cómo, pero sé que me iré. No me apetece seguir en ese desierto espartano por más tiempo, y la única alternativa que me queda es contratar la primera salida que haya hacia Cádiz a riesgo de lo que sea, así que abro dos frentes: uno es el albergue de mochileros que está en el barrio de Santa María de Cádiz -el de las bombas-; y el otro es un hostal en el puerto de Santa María. Son ocho horas de viaje entre Almería y Cádiz -vía bus- y sólo tengo ganas de dormir. El aire acondicionado a tope me deja frita envuelta en un poncho.
Para variar, llego a las tres y media de la tarde, y me cuesta mogollón encontrar el único albergue que está en el casco viejo, justo debajo de unos andamios, aunque finalmente lo encuentro y golpeo con todas mis fuerzas la aldaba que dá al supuesto patio andaluz de una casa supuestamente habitable. Al tercer golpe sale un teutón jovencísimo, frágil, con barbijo amarillo como de duende, colgado o pasado de siesta: Tengo una reserva, le digo; y me hace pasar. Me muestra una habitación a la que lamentablemente no he podido tomar una foto por falta de medios técnicos, ya que mi cámara suele fallar en los mejores momentos, aunque en caso de contar con ellos estoy segura de que ganaría algún reconocimiento en un salón de fotografía.
Os sitúo en la isla del Diablo, patria provisoria de Papillón. El cuarto que me asignan dispone de cinco literas, una de ellas -la mía- funcionando como cama única. Todo lo que veo sobre la estructura de hierro es un colchón a rayas que en su momento debieron ser blancas y azules, hoy por hoy bajo una película de grasitud de color indefinible; y una almohada que debió conocer su primer lavado allá por los ’50, aunque en su condición de venerable andrajo histórico despierta una mezcla de repugnancia, respeto y perplejidad dignas de mención. Encima de lo que se espera que vaya a ser mi litera, está la única ventana del cuarto, que tiene una verja por donde se descuelga, con toda naturalidad, un enorme manojo de geranios rojos. El muro se acaba a pocos centímetros de la ventana, dejando parte de la habitación al raso y unida al techo por unos pilotes de madera que parecen haber sido puestos allí a toda prisa, a causa de algún desastre natural en épocas fenicias.
El asunto de la pared con los geranios me pone en guardia: seguro que por ahí bajan arañas. Y las del ladrillo, que son las peores. Me quedo atónita viendo las manchas de grasitud en el gotelé, el vestigio amarillento de chorros misteriosos de otro tiempo: Es por el agua de riego, explica el duende, advirtiendo mi impresión. Ah. El agua de riego. Claro, los geranios.
Echo un vistazo a los alrededores: hay gente tumbada en sillones y en camas paraguayas tomándose un aperitivo o durmiendo la siesta en el desvencijado patio andaluz de la entrada. En otra parte de la casa suena, ahogada por una rumba, la queja gatuna de Liam Gallagher berreando Stop, crying your heart out. Le planto una sonrisa dolorosamente forzada al cara de duende: Gracias, pero no es lo que busco.
Hay quienes dicen que los auténticos cimientos de Gares yacen bajo los empedrados del puerto de Santa María. De ser así, diría que ahora mismo ha sido nuevamente conquistada. Y no por los árabes, sino por la globalización. Así que cojo el catamarán y cruzo la bahía en dirección al puerto de Santa María, donde sigue abierto mi segundo frente: el hostal. La fachada de los edificios que dán al puerto presentan el típico aspecto herrumbroso de todas las edificaciones castigadas por el aire marino que pinta graffittis en una lengua sin fonemas sobre las tapias. Es lo primero que uno ve desde el muelle, y viniendo como vengo de una ciudad con puerto, la sensación de estar ante una espalda curtida por la corrosión me llega como una bocanada asfixiante. Entro en el típico bar de paisanos con silla en la vereda (y aquí me acuerdo de Arlt, fijo): ¿La calle Francisco de Veneroni? De lo más amable, un paisano de pitillo ladeado, coleta, gorra con visera y camisa hawaiana me lleva hasta la puerta misma del hostal. El hostal del Antonio, al que conoce desde que le salieron los diertes. Mi cuarto tiene un pequeño balcón que dá al castillo de San Marcos, uno que fundó Alfonso X el sabio, el de las cantigas, allá por los tiempos en que los cristianos conquistaron a los moros: Allí, me dice el de la coleta apuntando con un dedo de uña sucia hacia el castillo; es de donde salían pa’ las Américas de las que vienes tú.
Tanto es así, que a las nueve de la noche de un sábado no se consigue una sola tienda abierta ni para comprar una mísera botella de refresco, sino únicamente bares y restaurantes, marisquerías, pubs y caravanas de descapotables bacalaeros y lereireré lereirereros yendo de arriba para abajo y de abajo para arriba, ante la mirada atónita del fantasma de Menesteo, el supuesto caudillo ateniense que fundara el puerto tras la guerra de Troya. Ya quisiera él tener esos carruajes atronadores, relucientes.
Para salir del hormiguero hay que coger la carretera que va directo a la playa, de ser posible andando, con un cuarto menguante que sigue una ruta casi tan ancha como una luna acuñada por el mago de Oz, y que se hunde hasta las tantas en un chiringuito junto al mar.

Yo creí que el querer era cosa de juguete, y ahora veo que se pasan las fatigas de la muerte, canta la Fernanda.

Con los pies en la arena, y a orillas de las crestas, comprendo que el flamenco es una parte de mí a la que me asomo tímida, aunque apasionadamente. Temo que mi intención no sea sólo asomarme, sino entrar de lleno.
Sin embargo, la sensación de ajenidad crece. Un incómodo sentimiento de no pertenencia, de abandono absoluto -cosa de años, negligencia de otros- se me instala certero como las fachadas herrumbrosas que marcan puerto, y me pueden igual que el jondo. Siempre viviendo al límite. Al ras. A ras de tierra, entre el aire y el agua, una situación que me excita, a la vez que me destroza. Del desierto almeriense al voluptuoso jardín que es la bahía de Cádiz, he visto como la tierra mutaba desde el blanco amarillento de las dunas de piedra y esparto que hieren las retinas a fuerza de luz, pasando por el verdeamarillo y verde puro luminoso granaíno, hasta llegar al rojo intenso de la tierra sevillana. Rojo y verde, Sevilla. Luego fue llegar a Cádiz y tropezar con el pálpito de estar entre dos aguas.


En el Puerto de Santa María, lo que queda de la vieja cruzada judeo cristiana y mora es hoy una feria para la distracción del turista. Los negros ofrecen por unos cuantos euros sus esculturas de madera barata patinada, asegurando a pie juntillas que son de ébano -yo tengo una, me la compré en el Rastro de Madrid cuando todavía era turista. Lo que hacen es que uno con papeles saca el permiso y luego pone a trabajar a otro, me explica una mujer a hurtadillas, y con lástima. Sin embargo no les va nada mal y son muy buenos regateando.
En otra parte de la feria un viejo vende juguetes de latón y de bote reciclable. Me atrae una carabela. Es una joya diminuta hecha con latitas de Pépsi y Buddwaisser. Me gusta la ironía, así que me la compro. Todos los puertos son sitios de paso, y yo vuelvo a estar de paso. Tantas veces he soñado con estar varada en la mitad de una infinita escollera entre un continente y otro, que ya no sé si se trata de un sueño borgiano o es real. Cuesta explicar esa sensación, que está más allá de las palabras. Es la certeza de no ser; la no pertenencia sofocada ante la ausencia de testigos.
Por la noche el aire huele a jazmines y a pescaíto frito. Me hago sitio en una marisquería y pido media ración de boquerones fritos y otra de gambas. Aceitunas negras, al dente. Y una cerveza. Saco la carabela y la pongo sobre la mesa. La observo con atención. Cómo habrá hecho esta gente para cruzar el Atlántico en una cáscara de pino de 36 metros de eslora. Una embarcación no mucho mayor que el catamarán que va del puerto a Cádiz, y que habiendo corrientes fuertes se bambolea bravo, divirtiendo al pasaje. No habrá sido divertido cruzar el Atlántico en una cáscara de ésas.
La Santa María no era una carabela, y en ella iba el famoso navegante de tan dudoso origen que convenció a una reina pirata de que sus mapas eran de fiar. Tierra al otro lado, majestad. Oro, especias y la posibilidad de liquidar esa vieja deuda con la banca holandesa. El viaje se hizo en un tiempo record para la época: poco más de dos meses, lo cual demuestra claramente que el capitán se jugó los mapas en alguna ronda de preclaros. A esa gente no le faltaba agallas: algo más de treinta hombres en un bote que hoy día se hubiera quedado en puerto, que ni el Titanic, con cuatro chimeneas y casi 300 metros de eslora lo consiguió en su momento, y ellos sí. Le llamaron conquista, que es también cosa de la historia oficial. Tendrían que pasar quinientos años para que alguien se atreviera a lllamarle rapiñaje. Hoy soy la síntesis entre la conquista y el rapiñaje: la niña perdía. Y voy por el borde del agua buscando una sombra amable entre el océano y el mar, sin entender muy bien la dureza de esta tierra amarilla llena de iglesias y vírgenes negras, bajo este sol criminal del mediodía, bang bang.
Andalucía te ha pegao, me dice Miguel, ya de vuelta en Madrid. Le cuento que cuando llegué a estas costas sólo podía oler sus desperdicios. Que ahora soy capaz de oler la vitalidad de la tierra, y el romero, y la hierbabuena. Que ahora huelo la eclosión vegetal de medianoche, pero no sé muy bien qué hacer con ello.
Camino de San Fernando veo un sembradío y al lado un aguazal de aguas rojas. San Fernando, Bahía Sur, patria de José Monge Cruz, Camarón de la Isla. Sus ojos me atraviesan, a los diez años ya tenía esas pestañas rizadas. Ajos, pimientos, y una bruja con su escoba de esparto oficiando de vigía detrás de la barra.

Ay luna, que brilla en los mares, en los mares oscuros. Ay luna, tú no estás cansá de girar al mismo mundo. Ay luna, quédate conmigo y aun no te vayas, porque dicen que a veces se tarda el alba, se tarda el alba.

En un bar de Jerez, y siendo las dos de la tarde, un tío le canta a una luna embustera como si fueran las dos de la mañana ,mientras una morena vestida a rayas, como de enfermera, y que va con una chavalita de larga melena oscura - muy tímida, su hija pequeña, seguro- palmean a dúo. Qué más dá, siendo las dos. Tinto de verano en el Bar los Tres Reyes; pero yo no he venido a tomarme una coca-cola, que para eso me voy a Orlando. Un currante que vende gafas canta en el tren de regreso a Cádiz. Tengo la sensación de que si no hubiera nadie palmeando no seguiría, pero las chicas palmean -al principio tímidamente, un poco de cachondeo-, y el tío sigue. El cante está en el deje, en el aire que parece que se congela caliente bajo el sol. Está en el blanco y azul de las casas. A ellos, una jam session podría sonarles a canto de niños. El flamenco es así: nace y muere donde toque.

Pero venid a Gares por la ruta del viento
y en la encendida calma de un visillo quedaros
y que el amor del cielo os depare el levante.

-Josela Maturana



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