Mar del Plata (II)



Era necesario entonces organizar una villa cuya inutilidad económica y dificultades de acceso la convirtieran en algo exclusivo.

Carlos Bozzi, Mar del Plata: ¿cien años de una ciudad sin futuro?



Una reminiscencia amable: el albor de una tarde de domingo, siendo ya Año Nuevo. En la mesa de la cocina todavia hay restos del festín. Mientras los hombres se acuestan a una siesta, mamá, la abuela y las tías comienzan a lavar los platos. Se hace todo muy sigilosamente, en un silencio casi reflexivo, como resignado, de final de fiesta. En el patio, la burbuja envolvente del sol invita a echarse una caminata por el barrio.

Cuatro de la tarde, hora de siesta. Mamá me toma de la mano, su piel huele a colonia y a pan de jabón. Mi abuela va despacio, tocándose el broche toledano que lleva en la solapa de la blusa, lado izquierdo. A mi derecha va un niño canijo sacando mandibula con un gesto perruno. En el trayecto ha improvisado un bastón con una rama de acacia, y pretende hacerse el hombre viejo. Vamos saltando las veredas, rehusando la calle todavía de tierra, con pistas de neumáticos en forma de zig-zag entre montañas de humus y charcos de agua de lluvia. Nos siguen los perros, y otros niños. Otras madres y otras abuelas y otros perros. El barrio empieza en la asfaltada y se acaba en el pinar.

Yo quiero ir al pinar. Me gusta el galpón donde venden fruta y verdura, no sé por qué. Es de chapa, con las paredes tapizadas de carteles arrancados y vueltos a pegar. Será que me gusta porque mamá me lleva de la mano y su piel huele a colonia y a pan de jabón y porque va cantando (mamá fue cantante, ella canta muy bien): Pasarán más de mil años, muchos más; yo no sé si tenga amor la eternidad… o porque en el fondo del galpón está el pinar. Mi primo va delante de todos, con su rama de acacia para hacerse el viejo. Es un niño raro.

La tarde del primer día del año de hace milenios ha vuelto involuntariamente, se me ha puesto delante de los pies como una culebra en técnicolor. Esto fue ayer, cuando andaba buscando barrios para hacer fotos y fotos para hacer barrios. Y ahí caí. Ahí me dí cuenta de que el cielo está muy alto en Mar del Plata, y esto es porque el sol alumbra de otra manera. En Madrid el sol alumbra tanto, que se cree que es fácil dar un salto hasta el cielo. En Mar del Plata no hay salto que valga, aquí el cielo nunca se alcanzará.

Exploramos la dermis, la pulpa urbana de lo que pudo ser Mar del Plata y nunca será. Mejor dicho la suburbana, que es donde se construyen las identidades y sus paradojas. Los barrios con sus chalecitos de medio pelo, las calles de tierra hoy ya asfaltadas, los galpones de fruta y verdura que hoy son losa, escuela o plazoleta. La Mar del Plata profunda que no sale en las postales, y ni siquiera en televisión. La Mar del Plata de mi reminiscencia amable, y la otra, no tan amable, de la barriada marginal. Esa Mar del Plata de los perros y los carromatos con un bidón de plástico para la venta, que como una Habana sin presentar, se esconde a los ojos del turista para que no vean que allí nunca se acabará la calle Florida, porque no puede acabarse algo que nunca se ha visto y no puede creerse en algo que nunca fue verdad.

El reloj de la Biblioteca de la ciudad, Leopoldo Marechal, sigue siendo el mismo que era hace veinticinco años. Un reloj que busqué de forma instintiva cuando ya iba siendo hora de irme y que encontré justamente encima de la pared, en el mismo lugar donde estaba hace veinticinco años. Las empleadas de la biblioteca siguen siendo las mismas, sólo que han enjevecido -como yo, como todo- y probablemente seguirán trabajando allí hasta que se jubilen. Los libros que dejé en sus estantes hace dos décadas siguen estando allí, en el mismo estante de hace veinte años, sólo que más viejos. Suerte que los archiveros han sido sustituidos por computadoras, que han agregado fluorescentes en las mesas de lectura, enchufes para las notebooks y que haya cuadros de artistas marplatenses en las paredes de la sala. El ambiente sigue siendo tan agradable y apacible como siempre.

Tengo la sensación de haberme materializado de repente dentro de un sueño que soñé en otro país en el siglo XXI, y que se ha vuelto real en 1986. Salvo por algún detalle, nada ha cambiado. Me siento casi como en casa, igual que me sentía hace veinticinco años. Como una estrella secundaria de Star Treck en el acelerador de partículas, o la chica que daba la bitácora de vuelo al capitán Kirk, dando de bruces en el banco de cemento donde me sentaba a fumar un cigarro, ojeando un apunte de Todorov. Y resulta que hoy, estando sentada allí mismo en similares circunstancias, he pensado que a lo mejor fue al revés, que quizá lo que haya sido un sueño sea ese otro país, el sueño de un país en el siglo XXI, algo que todavía no ha sucedido en Mar del Plata.

No resulta fácil atravesar la epidermis y ponerla en carne viva. Hacerlo puede resultar, como menos, incómodo. Puede que inclusive en algún punto vaya a sonar cruel. Para curarme en salud, recomiendo leer Mar del Plata: cien años de una ciudad sin futuro, interesante ensayo escrito por Carlos Bozzi en 1975, primer premio en el Concurso Municipal del Centenario, e inédito hasta 2005 por causa de la dictadura. En el prólogo se advierte que su publicación, llevada a cabo por la Subsecretaría de Cultura a cargo de Marcelo Marán, es un acto de reparación. Pero, ¿es sólo un acto de reparación? Cabe preguntarse si después de treinta años la ciudad haya cambiado tanto como para que Cien años… pueda pasar a la historia como registro de una realidad ya superada. O no.

Hubo antecedentes. Volviendo a 1986, quizá antes o después, en cualquier caso antes de la era internet, yo solía visitar mucho la Leopoldo Marechal, y recuerdo haber leído un libro que me fascinó: Mar del Plata, el ocio represivo, de Juan José Sebrelli. Si se escribió antes o después de la dictadura lo ignoro; lo que recuerdo es su certera disección de la Mar del Plata que está bien lejos de ser “la niña bonita de todos”, como la llama irónicamente Bozzi. Yo me crié en esa Mar del Plata. Yo nací y crecí en esa Mar del Plata. Como toda mi generación, yo respiré el aire opresivo de esa Mar del Plata sin encajes, y la vi declinar mientras crecía hacia los bordes, como la hierba brava o las melenas de los ochentones, sin control, y por puro descuido. También por necesidad.

La Feliz nace como espacio especulativo para el ocio de la oligarquía terrateniente de mediados del siglo XIX, y como punto estratégico de un ferrocarril inglés cuyo único objetivo será llevarse la materia prima a casa. La banca de Londres usará como gestores a los mismos de siempre, “altos dignatarios” y “próceres” cuyos nombres hoy adornan las calles de nuestra ciudad, extranjeros e hijos de extranjeros transplantados en el Sud por causa de la colonización. Cuando Bozzi define el destino parasitario de la ciudad, uno se pregunta quién parasitará a quién. Recordemos que en la simbiosis parasitaria se necesita también un huésped, y que su acción conjunta acaba, con el tiempo, por confundir los roles. ¿No es ésta la eterna historia de América del Sud?

Aunque la costumbre sea vivir del porteño, el autóctono no es porteño y tampoco es del interior. Es marplatense, lo cual lleva implícito el añadido de ¡Ay, qué suerte!, que mueve a todo foráneo hipnotizado por el mito de Mar del Plata como ciudad ideal, meca de la diversión y la bijou de plástico, oro falso que exhiben las vidrieras. En los años que llevo lejos de la ciudad, y a vista de pájaro, los cambios más llamativos son: que una vez al año hay un Festival Internacional de Cine, y que los pequeños propietarios que le vieron la veta a los alquileres de temporada, renuncian a ofrecer sus viviendas por los 24 meses que rije la normativa. Si hasta hace unos años Mar del Plata ya vivía de la especulación inmobiliaria, hoy no sólo la explota, sino que reduce, casi hasta la exclusión, toda posibilidad de residir en ella de otra manera que no sea pagando un dineral por una vivienda sin mantenimiento, en la casa de un familiar, o en un barrio de la periferia, donde los servicios básicos, como agua corriente, gas natural, cloacas y la seguriddad civil (hay muchos robos) escasean.

Primera salvedad: Argentina, el país del hágalo usted mismo 1. Ante la ausencia de oferta habitacional, las nuevas -y no tan nuevas- generaciones buscan alternatvas. Desafiando una idiosincrasia donde el hábito se impone al progreso, muchos se decantan por la bioconstrucción. Ya que Mar del Plata se ha extendido tanto, incordiando a una burguesía que no se hace cargo de su propia responsabilidad al respecto (¿pretendían que la ciudad se acabara en el Chauvín? Si no quieren villas de emergencia, señores, dejen de especular) resulta todo un puntazo la iniciativa de una arquitectura alterna. Así es, vuelven las casas de adobe. Las casas de botellas, las cabañas, los iglús. Aunque moleste a ciertos sectores, hay muchas cosas que deberían molestar más y siguen sucediendo porque en realidad convienen. A saber: si se salta la normativa vigente a la hora de cobrar el doble de precio por temporada a una familia que ha alquilado una vivienda por 24 meses, y todos lo encuentran normal, no veo qué puede tener de anormal construir una vivienda de adobe al lado de un chalet. Hablamos de un país inmenso en el que, al menos fuera de las zonas urbanas, no prima aún una legislación en materia de arquitectura uniforme. En Mar del Plata ya hay quienes saben aprovechar esta saludable ventaja. En Europa nos envidian.

Resulta paradógico que la villa germinal nacida como vía de escape a la oligarquía mitrista y rivadaviana, también de Alvear, sea hoy un hervidero de barrios periféricos, más llenos que nunca de ese “olor a inmigrante de la metrópoli (que) se volvía insoportable para ellos” (JJ Sebrelli, sic). Haciendo un ejercicio de comprensión, llevo meses preguntándome si existirá conciencia de que toda exclusión genera una fractura social cuyas consecuencias recaen no sólo en los excluídos, sino también en los excluyentes. Si a esto le añadimos que Mar del Plata es la ciudad con mayor índice de desocupación del país, el asunto se convierte en una bola de nieve. De ahí que Carlos Bozzi señale la necesidad de una política turística inteligente. ¿Qué tiene, pues, de feliz La Feliz?

Que yo recuerde, allá por los 70, y hacia el sur, Mar del Plata empezaba en avenida J.B Justo. Puedo decir que aunque haya nacido dentro de su jurisdicción, en realidad me crié afuera, en otra ciudad, aquella hasta donde no llega el EMTUR. Sé bien lo que es vivir en un barrio periférico hasta el que no llegan los servicios ni el transporte. Sé lo que es ser hija de un inmigrante. También sé lo que ser inmigrante. Con los años y los gobiernos, el barrio El Martillo se parceló, adquiriendo su propia idiosincrasia en microbarrios que se agenciaron nombre propio: El Progreso, San Martín, Martillo Chico, etc. Yo crecí en El Progreso, un barrio de inmigrantes tanto europeos como del interior. Éste empezó a crecer cuando se edificó la sociedad de fomento, de la cual mi padre fue secretario de gestiones. Con ella llegaron el asfalto, los transportes y se repoblaron los terrenos fiscales. Hoy día el barrio goza de todos los servicios, zona de comercio y tres líneas de autobus, y lleva ya varias décadas inserto en el marco real de la ciudad. Por supuesto, el pinar que tanto me gustaba ya no existe, y donde estaba el galpón de chapa ahora hay un chalet.

Con el correr de los años Mar del Plata siguió creciendo, urbanísticamente hablando, hacia límites insospechados. El adjetivo no es gratuito, si pensamos en un microcentro que no pasa de unas cuántas manzanas destinadas al consumo, y de una zona céntrica más bien residencial que está buena para dar un paseo, y poco más. Ésta es la Mar del Plata que podía preveerse; la otra, la de la periferia, la de los barrios desmelenados y grises, de los mono-blocks en cadena o las casuchas sin revoque y los terrenos baldíos, la de la pampa brava… ésa no resulta segura, enciende paranoias (a veces justificadas, a veces no) y siempre que se pueda, se hace lo posible por evitarla. E ignorarla.

Habrá quienes recuerden, como yo, aquel viejo slogan de uno de los dos canales públicos (que por lo visto siguen siendo dos): Desde Mar del Plata, capital turística del mundo, transmite canal 10, con un espacio musical de campanas y un parche publicitario que mostraba una vista nocturna de la costa, con su inefable sirenita. Desde mis cinco años hasta hoy, Mar del Plata lleva más de cuarenta pretendiendo ser la capital turística del mundo. Con la llegada del Dákar, las carreras de bicicletas por la famosa bici-senda con vistas al mar y el Festival Internacional de Cine, puede suponerse que si bien Mar del Plata está todavía lejos de ser capital de algo, al menos empieza a sonar su nombre más allá del Atlántico Sur. No creo en los cambios hasta que se admitan las limitaciones que puedan precipitarlo, y no es sino desde el reconocimiento de la verdad que puede construirse algo.

Así pues, se quiera o no se quiera, se sueñe o no con ello, y a pesar de su imponente osamenta calcada de las costas europeas, su ruido a todas horas y su ilusoria fiebre de consumo (consumo es cuando la oferta se disfruta, pero aquí consumir puede llegar a doler) Mar del Plata no es una ciudad cosmopolita. No fue diseñada para ello, y dudo si sabría cómo llevarlo. Peor aún: dudo que el turista extranjero -extranjero de verdad, no el porteño, el salteño o el cordobés- estuviera dispuesto a pagar por un café en un paseo peatonal asfixiante lo mismo que, por ejemplo, en Ibiza, teniendo la oportunidad de visitar costas mucho más limpias, de mejor clima y con servicios de mejor calidad que los nuestros. Basta con visitar cualquier hotelucho de la Terminal -con tres estrellas por membrete- para comprobarlo. Se habla de 30.000 plazas hoteleras, pero ¿cuántas de ellas están preparadas para recibir turismo internacional? Esa política turística inteligente debería empezar por la sencilla ecuación de que no es subiendo los precios como se compite, sino al revés. En este aspecto, Mar del Plata es el epítome de la filosfía argentina del pan para hoy, hambre para mañana.

Segunda salvedad: Argentina, el país del hágalo usted mismo 2. Ante semejante panorama, al autóctono harto y más que harto del mito de la ciudad balnearia con ínfulas de bataclana, proyecta y monta, o simplemente proyecta, su propio centro cultural. Para encontrarlos hay que arañar en la dermis, ir a conciertos, al teatro, exhibir la tendencia criolla al transnocheo en el café literario, en el pub o en el quincho de un amigo, preguntar, escarbar. Me contaban hoy de un centro cultural alternativo cerca del basurero municipal, en un lugar idílico muy al sur de la ciudad. Allí un señor donó sus tierras para la construcción de un centro cultural alternativo en el que no se descarta la construcción de viviendas bio. También al sur, en un barrio barrio bien cerca de El Progreso, hace poco se fundó el Museo Patafísico. La Estación Permacultural funciona en plena ciudad desde hace un tiempo. Allí se dan clases de bioconstrucción, se ofrecen talleres y se dan conferencias de permacultura. El etcétera está todavia por explorarse. Esa Mar del Plata sumergida y emergente que no sale en los diarios surge de la iniciativa barrial y a menudo desinteresada de personas conscientes de que Mar del Plata ni se acaba la calle Florida, ni se termina Biarritz.

El heterónimo La Feliz ha funcionado durante décadas como factor condicionante. Hablamos de una represión feliz, que es la peor y más eficaz de las represiones. Ahora que lo pienso, quizá no sea casual que esté leyendo Un Mundo feliz (cuyo título en inglés es Salvaje nuevo mundo, aunque la traducción latina haya preferido la versión somática de ese extremo mundo narrado por Huxley). Ya en los 70, Mar del Plata llegó a inspirar canciones emblema del pacaterismo pseudo-hippie, como Las olas y el viento (y el frío del mar, sucundún sucundún) de Donald, slogans publicitarios que vinculaban una caja de alfajores con los romances de verano, y comedias misóginas como La carpa del amor. Mientras Palito Ortega venía preparando el terreno ideológico con su himno a la felicidad, y eufóricas, algunas adolescentes daban saltos en sus sandalias de corcho cuando alguien ponía un disco del tucumano, yo no comprendía por qué todo se me antojaba tan aburrido, tan decadente y tan gris.

Y ahora, por fin, he de confesar algo. Si bien desde el principio pensé en lanzar sobre Mar del Plata una de ésas críticas despiadadas que tanto me gustan, veo que no lo he conseguido. Podría ir a más, pero llevo horas escribiendo y ya está bien. Para que conste que la quiero por lo menos un poco, diré que la primera vez que vi su silueta después de trece años, en todo su esplendor desde la ruta 11 y bajo un sol de noviembre, me eché a llorar. En el autoestéreo de un coche que no es mío sonaba una song pacata pero preciosa, de los 80 (ya saben que el sueño de otro país fue en el siglo XXI) y me asaltaron unos sentimientos contradictorios que, como todo lo que tiene que ver con la historia personal de cualquiera, no pueden explicarse, y aunque se pudieran, no se me ocurriría hacerlo por aquí. Porque Mar del Plata, además de lo ya dicho, es ante todo eso: la ciudad donde nací, y un sino temporal aunque eterno de ese siglo XXI de un país donde el futuro, como diría Janis Joplin, nunca llega a suceder del todo.

De vez en cuando, una vez al año y en Navidad, un niño que vive en el centro agarra una rama de acacia y se pone a saltar las veredas de algún barrio nuevo.

Para Claudio Orozco, In memoriam

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